LOS ÁRBOLES CENIZOS
Luis Mª Alfaro LOS ÁRBOLES CENIZOS
COLECCIÓN NARRATIVA
Primera edición: junio 2014 Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra y su contenido sin la autorización expresa del editor. Todos los derechos reservados.
© Luis Mº Alfaro Juan © Tabula Rasa Ediciones s. l.
Apdo. Correos, 3153 - 20080 • Donostia-San Sebastián email: info@tabularasaediciones.es http://www.tabularasaediciones.es Diseño y Maquetacion: Mikel Fuentealba Iribarne Impresión: Imprenta Guipuzcoana Printed in Spain
I.S.B.N.: 978-84-940216-7-1 Depósito Legal: SS-725-2014
Andrea y Lara: Las cotorras nacidas enjauladas piensan que las libres son las presas
acaso en este lugar de vigilias y desdichas la gente carece de rostro o los rostros no pertenecen a nadie o liquidan a buen precio en el mercado dĂas agotados sin horas tal vez este mundo, esta historia, esta nada este desamparo que nos hace desfallecer entre sombras nos permita algĂşn minuto de consuelo. Escrito estĂĄ para que puedan leerlo los ojos de mar que Dios quiso convertir en cielo.
ATARDECER DE HUMO GRIS
Atardecer de humo gris Atardecer de humo gris. Cielo teñido de hollín. Escorada, con el paso rápido de la vergüenza, caminaba como un barco viejo buscando impetuoso el último amarre de su destino, cubierta la espalda con un echarpe negro de lana, el pelo oculto y la cara embozada de vieja de luto. Iba asido de su mano. Yo era pequeño, las casas parecían grandes, los ojos de las personas que se detenían a mirarnos más grandes todavía y las calles demasiado estrechas, grises, frías y dormidas. La torre de la iglesia, musgosa y húmeda por la reciente lluvia, tan enorme que aún hoy en día me atrevo a asegurar que agujereaba sin compasión las nubes. Caminamos en silencio, mi abuela casi arrastrándome, alejándome de las miradas turbias de los demás. Éramos pobres en un mundo áspero, que de repente había comenzado a ser más desagradable todavía. Un hombre grande, grueso, con un sayal de rayas y la visera sucia en la cabeza venía detrás arrastrando con esfuerzo, como un mulo de carga, el viejo baúl. Le costaba seguirnos. Cuando nos detuvimos, se adelantó para abrir la puerta del portal, que era de hierro, y preguntó: –¿Qué piso? Mi abuela, dijo: –El ático, el último. –¿El quinto? –Sí –dijo mi abuela. Entonces, el hombre juró, escupió a un lado, y dijo: –Les hago el favor de subirles el baúl porque yo también necesito comer. Pero la próxima vez búsquense a otro. El ático era pequeño, sombrío, con una única bombilla mortecina colgando del techo. Dormimos sin luz eléctrica 9
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aquella noche, iluminados por una tenebrosa bujía de carburo que colgaba olvidada de la pared de la diminuta cocina. El hombre hizo semejante ruido al arrastrar el baúl por las escaleras, que una vecina del tercero, corpulenta y de aspecto sucio, le increpó con dureza. El hombre, dijo: “Cierra la puerta, bruja”. Ningún otro vecino se atrevió a salir al descansillo. Había una claraboya en el techo inclinado de la única habitación, y la luna amenazaba con abandonar los nubarrones para iluminar nuestra miseria. Una herrada en el suelo avisaba de la posibilidad de goteras. Todavía quedaba un arco húmedo a su alrededor. Goteaba el grifo de la cocina, por cierto el único. El retrete estaba fuera del ático. Era un cuarto estrecho, oscuro, sin punto de luz, donde no podría permanecer mucho tiempo nadie sin temor a asfixiarse. Un clavo sujetaba unos papeles de periódico, demasiado viejos y demasiado sucios. Todo había sucedido demasiado rápido. Mi abuela se había acercado medio asustada aquella mañana a mi cama, con la cara más pálida que nunca, y me dijo: –Vístete. Date prisa. Tenemos que abandonar esta casa. –¿Por qué? – Nos echan. Creo que no comprendí el sentido exacto de sus palabras hasta que tiró de la argolla y crujió la puerta del ático, que iba a ser nuestra nueva morada. Las primeras palabras que dijo mi abuela al encontrarse entre aquellas paredes húmedas y el suelo astillado y roto, y el polvo y la suciedad acumulados, fueron simplemente: “Si estuviera mi Juan aquí”. Su Juan era mi abuelo, quien con su repentina muerte había desvanecido nuestros sueños. 10
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Mi abuela se quitó los embozos y los ropajes negros, destapó el baúl y comenzó a ordenar las cosas, sin aparentar ninguna otra emoción especial y como si aquella situación fuera natural y ya la hubiera vivido anteriormente. –o– Me pareció el barrio al que acabábamos de mudarnos distinto, más triste y bastante oscuro, aquel primer día en que salí solo a la calle. Gris, descuidado, viejo. Olía a salitre y pescado. Las personas caminaban sin demasiados agobios, ajenas a las prisas y a las obligaciones, deteniéndose súbitamente para conversar. A veces se saludaban a gritos, acaso para escucharse su propia voz, otras con un simple ademán de cabeza. El tiempo parecía tener la peculiaridad de frenarse los segundos para dejarse consumir lentamente. Todo estaba tranquilo. Todo era vulgar. Dos hombres en una esquina hablaban en voz alta, con largas pausas para consumir el cigarrillo y lanzar la bocanada de humo al aire. Uno mostraba en su mano el pincho doblado en uña en el extremo preparado para levantar la tapa de la alcantarilla; el otro, con la escoba al hombro, vigilaba el carro de basura, donde depositaba los papeles y los desperdicios y los excrementos recogidos en la calle. Ambos iban cubiertos, haciendo pública la autoridad de su condición de funcionarios municipales. Explotaban sus voces sobre la pared de la iglesia encargada de multiplicarlas. El del pincho decía que las mareas de septiembre eran las peores y que el fatídico año de las inundaciones el agua le llegó a las rodillas, tumbándole incluso la fuerza del remolino, con peligro de muerte. –Pero no se ahogó ninguna rata –añadió–, por eso me obligo a cebarlas con veneno aunque las condenadas lo descubren. 11
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El hombre parecía cansado. Añadió: –Ayer cayeron tres. Pocas son para lo que pongo. Sólo se ceban las viejas. A las inválidas las mandan de adelantadas, para salvaguardar a las jóvenes. Las hay grandes como gatos. E hizo un gesto como abarcando con sus manos a una rata entera. –Como gatos –repitió. Echaron de nuevo otra calada al cigarrillo. –Las he visto ahí abajo –dijo señalando la alcantarilla– igual que conejos. Grises, perezosas. Hambrientas. Dan más prevención que asco. –No me extraña. –Ni se asustan cuando me acerco. Soy para ellas como de la familia. –El que les lleva el sustento. –Lo mismo. Las calles al principio se me antojaron pasadizos secretos de una fortaleza medieval, sin aceras. Se cruzaban formando un laberinto ciego. Era al mediodía, una hora posiblemente inapropiada. Recostado a la sombra del alero de su pequeño establecimiento, el huevero aguardaba a los clientes con aire aburrido, vigilando que al reloj del campanario no se le escapara ni un minuto más después de la una. Saludaba amablemente a todo el mundo. Una mujer se separó de otra, a pasitos rápidos atravesó el atrio de la iglesia, respondió al huevero, y decidida se acercó a mí. Me preguntó: –Tú ¿de quién eres hijo? No supe qué contestarle. La cara reseca, un movimiento peculiar de hombros, intranquila o nerviosa, parece que le acuciara una prisa extraña. 12
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–Porque tú tendrás padre, ¿no? No supe reaccionar. –Todo el mundo tiene un padre, aunque no lo conozca. Recuerdo la mirada lacerante de sus ojos vidriosos, y sus labios apretados, en un intento vergonzoso de sujetar las palabras sin conseguirlo. Vestía de oscuro, la falda larga y un delantal de criada. Una bolsa de tela colgando del brazo. –Porque dicen que tu abuela no es tu abuela, ¿eh? Que aquí lo sabemos todo. Que te recogió de la inclusa. Que le dieron un buen dinero para que te sacara de allí. Y que se lo ha gastado todo. ¿Es eso cierto? ¿Te apellidas Expósito? A todos los sin padre bautizados en los asilos los registran como Expósito. La mujer se dio la vuelta, ofendida por mi silencio, se acercó a la que le esperaba cerca del portal del zapatero, hablaron algo en voz baja, mirándome de reojo, ocultándose los labios con la palma de la mano. La segunda mujer se separó de la primera, y a pasito corto y con cierto orgullo exagerado, me miró de arriba a abajo, y me espetó: –O sea que no tienes padre. ¡Ja! ¿Es verdad eso que dicen? ¿Es verdad que sois muy pobres? Al no recibir respuesta, añadió: –Ni madre. ¿Es verdad eso que dicen? Me desnudó con la mirada. –¡Qué vergüenza! Y antes de darse la vuelta para marcharse, dijo en voz alta para que le oyeran los del vecindario: –Oye, pues sí que nos das pena. ¡Pobre! La otra gritó entonces en la distancia: –¿Pobre? ¡A saber quién es su madre! –Eso. –¡Un hijo del amor! –Tiene la piel ceniza. Igual hasta está enfermo. 13
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–¡Una furcia! ¡Seguro que es hijo del malvivir! Sentí un cuajarón de asco, la sangre encendida, un furor indescriptible, unas ansias irrefrenables de abalanzarme sobre las mujeres y golpearlas con furor hasta herirlas. Mi abuela me había dicho: “No hables con nadie porque no conoces a nadie”. Se le había olvidado decirme que tampoco escuchara. Pero eso es imposible. Huí corriendo de aquella parte del barrio como si de repente una enfermedad vergonzosa se hubiera apoderado de mi cuerpo. Quería escapar de aquellas sonrisas repugnantes y sucias, de los murmullos mezquinos de aquellas mujeres. Comencé a llorar. Me pareció que todas las miradas hoscas, amargas y perversas del mundo se concentraban en mí escandalosamente. Que todos los dedos me señalaban. Que las bocas deformes de la gente gritaban a mi paso: miradle, es él, el expósito. ¡A saber de quién es hijo! Se esconde como un raposo cobarde. Estuve un buen rato aturdido, con la cabeza en otra parte, caminando desconcertado y en cualquier dirección. Mi madre se llama Lucía y murió al nacer yo. Somos pobres, la suerte nos resulta esquiva. Mi salud, dicen, es quebradiza. Huyendo de mí mismo alcancé casi sin darme cuenta el paseo donde el mar ruge su protesta entre las oquedades de las rocas. Me acodé en el pretil buscando compartir mi soledad dolida con la de ese mar rabioso que intenta romper el mundo para convertirlo en arena. La espuma blanca caía perezosa y el salitre frío acariciaba dulcemente mis mejillas. De vez en cuando, una ola se conjuraba contra el cielo antes de estrellarse en el suelo. Desconozco el tiempo que estuve hablando con aquellas aguas que insisten en volver nada más romperse en la roca. Esa tenacidad. Ese orgullo de sentirse fuertes siendo débi14
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les. Las mismas aguas que ambicionan su libertad luchando sin tregua contra su confinamiento. Comencé a sentir una cierta pesadez en los párpados, y la boca áspera y salada. El cielo estaba plomizo reteniendo su ira. ¿Una hora? El ronroneo meloso del mar comenzaba a confundir levemente las voces lejanas. Me obligaba a regresar. Se hacía tarde. Busqué el camino de retorno esquivando cuanto pude a las personas. La iglesia, el jardín de hierba mustia. El museo de piedra arenisca. El patio de un colegio cercado como una prisión por una verja de hierro negra. Ese pequeño monte descuidado, la arboleda salvaje. Un mundo demasiado apagado. Gris. Me sentía derrumbado. Quería de nuevo llorar. La mirada penetrante de mi abuela tenía la particularidad de desnudarme mis silencios. Según me vio dejó que pasaran unos minutos para que todo pareciera normal. Dijo que me lavara las manos, dijo que me quitara las botas, dijo que me humedeciera los ojos, dijo otras cosas. En realidad, no necesitaba articular palabra alguna para conocer de mis inseguridades y de mis inquietudes, y de mis desvelos y desdichas. Me obligó luego a sentarme a la mesa. Almorzamos. –Las cotorras nacidas enjauladas piensan que las libres son las presas –dijo luego de un rato. Después, me dio un beso en la frente, me abrió la puerta y sin ninguna compasión, me mandó de nuevo a la calle. –Sal y vuela –me dijo–. Y cuando vuelvas al atardecer, regresa hecho un hombre.
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El hombre del dalle Por la esquina de la calleja apareció al punto una mujer, seguida del hombre. La mujer con remango, ágil, despierta, a pasos rápidos, con los brazos caídos y el nervio suelto. De más de cincuenta, fuerte. Calcetines y bata, pelo recogido en rulos. El hombre encorvado de espaldas, apocado, con el dalle al hombro, intentaba sin conseguirlo alcanzar sus pasos. La mujer se detuvo bruscamente, habló destemplada a una ventana abierta; de la ventana surgió una voz también de mujer, igual de agria, igual de destemplada. La disputa subió de tono. La mujer dijo “pécora”. Y la voz contestó “marrana”. La mujer dijo “víbora”. Y la voz contestó “sucia”. La mujer dijo “si te pillo”. Y la voz contestó “si te cojo”. La mujer dijo “como suba”. Y la voz contestó “como baje”. El hombre del dalle aguardaba en silencio un paso atrás, entre avergonzado y temeroso, a que terminara el griterío de la plática. La mujer de los rulos se volvió hacia él y le conminó: “Y tú, cállate”. El hombre se encogió de hombros, no había dicho nada. La voz dijo entonces, dirigiéndose a alguien sin duda acodado en el interior del cuarto de la ventana: “Zafio, mal hombre ¿así me defiendes?”. Nadie contestó. La mujer de la calle puso los brazos en jarras y movió nerviosa varias veces el talón del pie derecho. Dijo luego más sosegada al hombre del dalle: “Vamos, que ya le he cantado a esa zorra cuatro verdades”. 16
EL HOMBRE DEL DALLE
Se oyó entonces a la voz de la ventana decir: “Esa asquerosa ¿qué se ha creído? Lleva caliente el morro”. La mujer, volviéndose, hizo un gesto hostil al del dalle. Le dijo: “Que no te oiga mentar nada. Ni una palabra siquiera”. Luego, se fue calle abajo, el hombre la siguió, y concluyó el altercado.
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Ya no se preguntan por qué La gente agolpada en la barandilla mira hacia la playa sin ocultar su asombro. Llevan un buen rato esperando: hay un hombre en la orilla del mar, un hombre bien vestido, elegante, que hace ademán de entrar y salir del agua. Parece a veces indeciso, pero otras se adentra hasta que casi el agua le alcanza el cuello. Está nervioso. Un maletín de ejecutivo, desgastado, de cuero rozado cuelga de su mano derecha. La mirada perdida en esa línea del horizonte tan recta como infinita. Las olas le balancean sin que pierda el equilibrio. No se desprende de la chaqueta, no se quita los zapatos. Es un viajero que espera al tren que nunca llega. La policía ya está avisada. Los bomberos ya han sido avisados. La policía y los bomberos son los guardianes de la lógica. La lógica es muy importante. Por supuesto, tampoco están presentes cuando un rostro sereno de joven emerge inesperadamente del fondo de las aguas para besar suavemente al hombre en los labios. Un toque leve, casi eterno. Un roce, una entrega. Algo inexpresable, mágico. El joven ha venido nadando desde muy lejos: nadie le ha visto antes, nadie le ha visto llegar. Apacible. Moreno. De ojos despiertos. Respira profundamente como si necesitara filtrar el aire del mundo. Él le mira turbado. Por fin. Los de la barandilla están confundidos. Al hombre le cuesta un buen rato reponerse de la hermosa aparición. Pero está ahí. Ha venido. Sus labios húmedos dibujan una sonrisa casi imprudente. Puede extender la mano y tocarle. Intenta rozar sus mejillas: necesita devolverse la prueba de su existencia. Tiene derecho a ello: 18
YA NO SE PREGUNTAN POR QUÉ
el destino es incorregible. Jamás ha tenido suerte en sus peticiones. Jamás es siempre. Y siempre es toda la vida. Jamás ha tenido suerte en la vida. Mecido por la suave cadencia de las olas él le invita a adentrarse completamente en el mar, ese lugar donde las puertas no se cierran, donde las celosías no son necesarias, donde al apagarse la luz se expresan en libertad los sentimientos. El hombre duda de que existan sitios así. Dice: no los conozco. Todos en la barandilla le avisan a gritos: esos lugares no existen. No sucumba, señor. Es una quimera. Si existieran estarían las ciudades despobladas. Y nosotros también envueltos en mar. Es imposible, señor, eludir el profundo descaro de las agendas cargadas de días en blanco, la necedad de los minutos inactivos y sucios. El joven se hace con suavidad con el maletín del hombre. Sin dudarlo, en un instante lo abre y esparce los papeles al viento. Durante un rato las pólizas y los contratos vuelan con vida propia junto a albaranes y facturas, antes de posarse en el mar. La gente dijo: qué locura. ¿Qué fiebre les habrá corrompido? Cuando poco después se alejaron para siempre flotando sobre las olas sus cuerpos abrazados, todos en la barandilla descubrieron que el agua conservaba indeleble el dibujo perfecto de una sonrisa turbadora. Y que el salitre diluye la tinta y vuelve ininteligible los papeles. 19
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Cinco hierbas Sonó con tanta insistencia el timbre del portal que a Antonia se le puso el nudo en la garganta. Tenía más que cumplidos los treinta. Se había vestido de oscuro. Un poco de color en las mejillas para confundir la palidez del rostro. Tuvo como un presentimiento. Dejó el rosario sobre la silla de paja, y salió presurosa al descansillo. Una mujer le gritó desde abajo: –Que te han matado al Julián. Antonia se volvió lentamente, cerró la puerta, se desplomó en la silla y se puso a llorar. Era el tiempo en que picadores y subalternos se hospedaban en casas particulares. Los picadores, por ejemplo, en el número 22, en un tercer piso sin ascensor, en la calle que une las dos iglesias, allá en el barrio viejo, donde por las noches las voces se hacen discusión y a los borrachos los serenos no consiguen encauzarlos al portal de sus casas. –o– En el número 20, casi balcón con balcón, se alojaban los subalternos, generalmente antiguos novilleros fogueados con caballos y matadores sin ilusión, con la alternativa tomada, que por ausencia de contratos se veían obligados a enrolarse a las órdenes de otros toreros. Al Pocho le había faltado esa pizca de suerte que hace que el tren que viene a su hora se retrase en la última curva para poder alcanzarlo. Lo había hecho con caballos y lo había hecho bien. Temple, suavidad. Reseco y de mirada caída se crecía ante el toro. Entonces no importaba su escaso uno sesenta de estatura. Se plantaba ante el animal conteniéndose la respiración para entenderlo. Unos segundos mágicos. Guiñaba 20
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primero un ojo para encuadrarlo con el otro, y luego el otro para encuadrarlo con el primero. Dosificaba los capotazos, prohibiendo los innecesarios a los compañeros de tarde, fueran o no de su cuadrilla. Sabía limar la fiereza del toro, enseñándole a embestir. Su toreo era serio, científico. Toreo de alta esgrima entre caballeros que se respetan y no se saltan las reglas. Le querían los compadres pero no los matadores. –Sabe más que todos juntos y eso lastima los orgullos– comentaban los otros peones. –Es el carácter. Su maldita tristura. Al Pocho nadie le había visto sonreír jamás, como si la risa encerrara en sí misma la premonición del fracaso. Apenas hablaba fuera de la plaza cuatro frases cortas y medidas. Decían que reservaba su labia para conversar con el toro, porque el toro es el único amigo noble que responde sin engaños. Y es humillante dirigirte al amigo en capilla con palabras insustanciales y sonrisas de marcada suficiencia. Cuando decidió abandonar la brega porque las puertas abiertas cada vez eran menos, y ya no estaba tampoco para regresar a las faenas del campo, se colocó de carpintero en un taller de poca enjundia, y el polvillo del aserrín y la sequedad de la amargura terminaron por resecarle para siempre la garganta. Se volvió más taciturno. Hablaba lo mínimo para sobrevivir y muy despacio, casi en un susurro, como si las palabras pidieran perdón al salir de su boca por si resultaran molestas. Todavía subía algunas tardes de corrida a oler las chaquetillas de plata. Y se quedaba allí ensimismado, siguiendo el ritual. –¿Cuándo vuelves a los ruedos, Pocho? –le decían quienes le recordaban– Que eres torero y grande. 21
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–He perdido ya el duende –decía él. –El duende lo tenemos perdido nosotros, que la modernidad nos obliga a atontar a los bichos con capotazos como ladrillos. De vez en cuando, algún apoderado le enviaba un recado: –Pocho, te necesito, asísteme al sorteo. Y el Pocho envuelto en su melancolía miraba fijamente a los toros, proyectándolos mentalmente uno a uno en el albero. Los veía salir por el chiquero y resoplar como las viejas máquinas de vapor. Los veía con las manos por delante, alegres detrás de la tela, saltarines; con las patas firmes asentadas en la arena como pilares de un puente de hierro, atracándose gozosamente de caballo; bizqueando o reculando peligrosamente. Sabía al instante, como si su cerebro tuviera memorizados todos los posibles modelos de animal y todos sus pelajes, el comportamiento de cada uno en el ruedo y su peligro en la muleta. Nunca hablaba en esos momentos, concentrado en descubrir las querencias de los toros. “Los toros son vanidosos –decía alguna vez–. Les gusta saberse importantes.” Aconsejaba, si se le preguntaba, por el descarte de los sobrantes o de los lotes del sorteo. Y al terminar el rito, saludaba hoscamente con un gesto de las manos, y se volvía a su trabajo en la carpintería. Y hasta la próxima vez si la hubiera. Aquel mediodía, el Pocho habló sin que nadie se lo pidiese. Se separó del delegado gubernamental y del resto de autoridades y fue a buscar una esquina desde donde divisar mejor a los toros. Los vio y los vio bien. Hay que estar tranquilo para observarlos. Se cambió de lado. Cerró un ojo primero, y luego el otro. Había un astifino brillante, guapo, con la altivez de un jefe de manada, una de esas cabezas que los coleccionistas desean para su sala de estar. 22
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Pero allá, donde nadie fija su vista, descubrió los ojos huidizos de un toro tramposo. El Pocho intentó una nueva perspectiva. Le gustaba cuidar los detalles. El cuello, la alzada, las defensas, el peso. En los riñones anida el peligro de la cornada. Hizo un movimiento para llamar su atención. El toro giró indiferente su cuello. Estaba algo separado de sus hermanos, como si hiciera una vida ajena a todos ellos. Era necesario que también él se separase un poco más del resto de asistentes. Volvió a llamarlo hasta que se fijó en él. El toro entonces se mostró inquieto. Le siguió un rato sin perderle la cara. No buscó el regreso a la manada sino que avanzó una mano, como anunciándole que él era el único dueño de aquel trozo de espacio. Irguió la cabeza, descubriéndose. Nervioso. El Pocho al instante lo proyectó astillando el burladero, emborrachado de sangre humana. Y habló en voz alta como nunca lo hiciera antes. Dijo: –El 416. “Bravucón”. Retírenlo. –Vamos, Pocho –dijo el mayoral– es un bombón. Está despeinado y un poco sucio, pero tiene cuajo, te lo aseguro. –Y un mal mirar. –Pocho, que sabes que te admiro, porque muchos son tus aciertos. Pero te garantizo que es noble, bravo pero noble. –He sentido su mala querencia. –Que no Pocho, que no. –Tiene muy mal aliento. –Que te parecerá, pero no. El Pocho se volvió a don Matías: –Retírelo don Matías, que ese toro no me gusta. –Imposible –dijo don Matías–. Nos ha entrado en el lote. –Es un toro de dos orejas –dijo el mayoral–. Y dos orejas son salida a hombros por la puerta grande. 23
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–Es un toro de muerte –sentenció el Pocho–. Es un toro cargado de muerte. Cabizbajo, con la congoja dentro, el Pocho no quiso hablar más, y se marchó. –o– –Que dice don Matías que en el Bar Goal te espera. El recadero, vendedor ambulante, se paseaba de bar en bar embutido en un guardapolvos gris. Portaba por la calle el maletín abierto –que cerraba al instante al detectar la presencia de los celadores municipales–, atado con un cordel al cuello. Mostraba una colección de mecheros de gasolina y otros de yesca y más cosas, como plumas estilográficas, relojes y cigarrillos de contrabando, que vendía sueltos. Ofertaba dos tipos de cigarrillos. El que vendía a los muchachos estaba todavía húmedo y provenía de los cartones que los pescadores arrojaban al mar cuando atisbaban la falúa de la comandancia. El de los adultos estaba más tieso y se encontraba en mejores condiciones y no había necesidad de secarlo al sol ni en la cocina de carbón. Cuando alguien quería mandar un mensaje a otro, le decía: –Dile al Chó que a las siete en el Boulevard. –Me cruzo con su ronda dentro de media hora. –Pues se lo dices. El recadero hacía también la reventa pero con mucho sigilo y haciendo uso de palabras en clave. Nunca enseñaba las entradas en público. Ni siquiera en los bares, donde se lo tenían expresamente prohibido por las envidias de los chivatos. Conducía a los clientes al portal más próximo, y allí, alejado de las miradas ajenas, cerraba con prontitud el trato. Luego, retornaba a la calle. –Gomitas de borrar y de las otras –decía a gritos, reanudando su recorrido diario. 24
CINCO HIERBAS
Julián recibió el recado y se quedó unos instantes sin habla de la sorpresa. Estaba a lo que saliera. Había nacido para patear dehesas y cortijos y se había quedado en descargador de buques de pequeño cabotaje, madereros especialmente, y en pastelero a falta en las madrugadas de las fiestas. Repartía también cuando le requerían, armarios y mesas de cocina, arrastrando un carro de mano. Su vida era dura y esquiva. Algo menos al casarse con Antonia. El consignatario, un tipo enérgico y permanentemente enfadado, no le dejaba descansar los domingos. –Me entra un cementero con la marea alta. Cuento contigo. –Pero si no he librado en todo el mes. –Te comprendo. Si no estás conforme, pásate el sábado por la oficina para liquidarte la paga. –Por favor, no me despida –suplicó Julián. –Trabaja el que lo necesita. Y el que no lo necesita, no trabaja. Igual es que te has hecho rico y yo no me he enterado. –Usted sabe que necesito el trabajo como el que más – se humilló de nuevo Julián. –Pues entonces no le hagas ascos, que la comida en casa del pobre a veces ni alimenta. Dudó en entrar tan pronto o en hacerse esperar un rato. Antonia le animó: –Venga, cariño, que malo no puede ser. Merodeó por las inmediaciones del bar dándole vueltas a la cabeza. ¿Para qué le buscaban? Fue Antonia quien le empujó. La suerte de la lotería está para quien juegue, pero él llevaba ya unos cuantos años intentando rehacer su vida alejado de las capeas furtivas. Se decidió a entrar, pero las manos hay que llevarlas sueltas porque es de mala educa25
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ción esconderlas en los bolsillos. No sabía qué hacer con ellas. Julián estiró el pantalón para arriba y escupió a la acera. Don Matías le invitó a sentarse. La mesita era de las de mármol, las propias de bar, de patas de hierro fundido. Situada en una esquina del establecimiento, cercana a la última de las ventanas, por donde se divisaba el paso de las gentes. A don Matías le gustaba sentir la calle, embeberse con el trajín de las personas e imaginar sus prisas. Vestía chaqueta beige y corbata en un día de tanto calor. Los tirantes sustituían al cinto. Tenía la edad indefinida de los hombres maduros y el color sano de una buena alimentación. Los carrillos hinchados conformaban la redondez de su rostro. Se abanicaba con el programa de la fiesta. El sombrero de fieltro aparcado en el perchero de la entrada. Fumaba dos puros baratos de humo roto por la mañana y algunos mejores por la tarde. Dijo: –Que creo que te sobran cojones. Que los de aquí te mientan como muy valiente y arrojado. Julián se levantó la camisa. –Pues, mire usted –y mostró sus dos cicatrices en aspa. –Buenas, son –dijo don Matías. –En Salamanca, un salinero avisado y marrajo; en Écija, un colorado astigordo. Y tengo media docena más de puntadas. Pero son eso: puntadas. –Que te has recorrido media península escondido de los guardias. –Pero eso ya se acabó –dijo Julián reculando, temeroso de que aquello no estuviera demasiado claro–. Que tengo una familia con ganas de comer. Don Matías se pasó un dedo por el cuello de la camisa. 26
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Hacía un calor agobiante, húmedo. El ventilador giraba colgado del techo a una velocidad demasiado lenta. Una mosca verde merodeaba por el platillo de aceitunas. En una pizarra, los resultados medio borrosos de los partidos de fútbol del último domingo de la temporada ya concluida. Sonaba en la radio un corte musical pegadizo, publicitario, anunciando el anís de la estación del tren. Sorbió una gota de vermú. –¿Has ido últimamente con alguien, en plan profesional, se entiende? –dijo entonces, echándole el humo del puro a la cara. –Algo sin continuidad. –¿Cómo qué? –Pues ya sabe. Lo de siempre. –¿Qué es lo de siempre? –Pues eso. –Dime la verdad. –Poca cosa. –O sea, nada. –Pues, nada. –Y se te ha pasado el tiempo. –No, no señor. –¿Seguro? –Como hay Dios –dijo Julián, besando la medalla que colgaba de su cadena, antes de abrocharse la camisa. –Está bien. ¿Y los papeles? –En regla. Don Matías cogió otra aceituna, la que destacaba entre las pequeñas. Julián le miraba con los ojos grandes. Los apoderados y los empresarios prefieren comerse ellos todas las aceitunas. Julián pensó que seguramente se tragaría también esta vez la pipa para evitar que a otro le aprovechara. Le tendió el programa. 27
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–Al Alicio lo llevo yo –dijo don Matías. –Lo sé. –Y necesito uno con cojones para cerrar la cuadrilla. –Me pongo delante hasta del autobús de línea, don Matías –le respondió Julián impetuosamente, muy seguro de sí mismo y muy contento por la oferta. –Entonces todo lo que haya que decir ya está dicho. Antonia le estaba esperando a la vuelta de la esquina, desgranando mentalmente las cuentas del rosario. Antonia también se sentía muy feliz. Julián la besó en público. Y ella dijo: –Tonto –y se retiró avergonzada. –o– El traje, alquilado y viejo, olía a arena húmeda y a orín. Con la solemnidad de un acto religioso, al dejarlo sobre la silla, el mozo dijo: –Ha vivido docenas de encuentros y ya lo ven: sin remiendos demasiado visibles. Es un traje de suerte. –Y muy bonito –dijo Antonia. –Que me lo devuelvan entero –dijo el mozo a modo de despedida–. ¡Y sin nadie dentro! Antonia acarició la chaquetilla. Corrigió la puntada suelta cosiendo el hilo de plata y limpió la mota sucia roja cerca de las hombreras. Luego, se la acercó a Julián, le ayudó a colocársela y se fueron juntos a mirarse al espejo. Julián adoptó la pose del matador al saltar a la arena. Hizo un saludo al tendido imaginario rotando sobre las piernas con la mano derecha por debajo de las rodillas y el brazo izquierdo doblado. Y dijo: –Torero. Antonia, repitió: 28
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–Torero. –Mira mis pies –le dijo Julián–. Quietos. Un toro sabe cuándo le domina el torero cuando no le alcanza los pies. Mira mi cintura. –Torero –repitió embelesada Antonia. Julián acarició el tejido rizoso de la montera antes de arrojarla al suelo. –Boca abajo –dijo. Antonia tenía los ojos más brillantes que nunca. –Cuando tengamos un hijo, lo primero que le contaremos al nacer es el día en que su padre se hizo torero de verdad –dijo. –Le diremos –dijo Julián– cómo me quedé con el toro, en medio del ruedo. Cómo lo conduje suavemente del siete al cinco, para que el maestro tuviera su tiempo de preparación. Cómo le clavé un par al quiebro. –Estará tan orgulloso de ti como yo lo estoy ahora. Julián se volvió a la mujer. –Te quiero –le dijo abrazándola. –Yo también a ti. –Te quiero, Antonia. Eres lo mejor que me he encontrado en la vida. Estuvieron en silencio un buen rato. Mirándose o mirando al espejo. Luego que se besaron, Julián dijo: –¿Tienes miedo? –Ahora, no. –¿Y mañana? –Mañana, sí. –Amor mío –dijo él, y volvieron a besarse. Les costó conciliar el sueño aquella noche. Se levantaron tres o cuatro veces. Plata y marrón. La mujer descorrió un palmo la cortina para que brillaran las lentejuelas incluso en la oscuridad. –o– 29
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Las miradas continuas al espejo. Las medias rosas arrugadas, las zapatillas prietas. Al ayudante que acudió a vestirle, un morlaco aburrido le había dejado el muslo seco, así que había aparcado los trastos que conducen a la fama, para dedicarse a las tareas auxiliares. Dijo: –Ni a propósito. Ni muy prieto ni holgado. Como debe ser. –¿Estoy torero? –preguntó ingenuamente Julián. –Eres torero –dijo Antonia. –Se es torero, no se está torero. Se es toro, no se está toro –dijo el ayudante. –¿Soy torero, entonces? –preguntó de nuevo Julián. –Lo eres –dijo Antonia. –Tiene usted su estilo y su arrogancia –dijo el ayudante–. Tiene usted también su orgullo y su necesidad. En cuanto dé el primer pase sabrá la respuesta. –o– Alto, espigado como una lombriz, con un rostro alargado y estrecho, unos ojos saltones y unos andares ceremoniosos, de artista pagado de sí mismo. A veces en los ruedos Alicio resultaba más vistoso que las dos figuras compañeros de terna, de modo que don Matías tenía que recriminarle: –Alicio contente que si eclipsas a los fenómenos no nos contratan de nuevo. –Es que a mí me gustan con locura las mujeres, don Matías. –Pues para todos hay una por lo menos en el mundo. –Es que yo necesito más de dos. –Entonces es que una se la quitas a otro. –Tampoco es tan malo. A algunos les sobra la suya. Le llamaban Alicio porque en el fondo era un soñador. Pensaba hacer algún día la vuelta a las américas, toreando en Méjico, en Quito, en Caracas. 30
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–Los toros que mato yo son los que gustan allí. Toros para machos. Encastados, rebeldes, grandes y guerrilleros. Toros como camiones. –Que no, Alicio. Que allí también los quieren chiquitos y aborregados. –Jodé, don Matías. Que en Méjico a los toros maricones les meten pólvora en el culo. Don Matías presentó a Julián. –¿Y tú quién coño eres? –le preguntó de buenas a primeras Alicio, sin apenas mirarle a la cara. –Nadie –dijo Julián–. Yo no soy nadie. –¿Eres de alternativa? –No. –Vale. Que te digan estos. Cuando yo hablo en el ruedo a mí se me escucha. ¿Oyes? Yo me juego la vida y tú vienes a arriesgar la tuya para salvarme la mía. ¿Has comprendido? –He comprendido –dijo casi en un susurro Julián. –¿Qué has dicho? –Que vengo a morir por usted. –Tampoco te pases. ¿Cómo te llamas? –Julián. –Julián qué. –Julián nada. –Vale. Si te digo que me lo pongas en el siete, me lo pones en el siete. Y si te digo que te retires, te retiras. ¿Ok? –Así lo haré. –Y no me hagas sombra nunca. No lo permito. La sombra les gusta a los árboles, pero yo no soy un árbol. –No se la haré. –Y suavidad, mucha suavidad. Si el toro me viene drogado de tanto pase sin sentido se me vuelve loco y perezoso. Y recula. No quiero un orate vulgar bramando angustiado. 31
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–Se lo llevaré con el pico. –Suavecito, suavecito. –Entre algodones. –El toro quiere que se le haga caso. Tú le pones el capote como si fuera la chupeta para que no llore. –Así lo haré. –Choca esos cinco –y se estrecharon las manos. El Turbio, que era el jefe de la cuadrilla, le hizo un aparte. –¿Cómo se te dan las banderillas? –Bueno. –Si entras en falso coloca por lo menos un palo, para evitar la repetición. Un palo aunque caído y en el rabo. Y si ves peligro, corres y corre sin vergüenza, que porque falles tú nadie va a dejar de contratarnos otra vez. –Gracias. –Las corridas terminan a las siete. Y a las siete y cinco nadie se acuerda de los desplantes de los banderilleros. –o– A las cinco en punto sonaron los clarines y los alguacilillos tras abrir plaza, se pusieron delante de los toreros. El más veterano y también más viejo, se colocó a la izquierda. Llevaba un terno azul y oro, próximo a reventarse. Tenía suficientes ardides aprendidos en tantos años de profesión que apenas necesitaba prepararse físicamente. Se intercambiaron los saludos con un amago de derechazo aterciopelado sin capote. Alicio se colocó a la derecha, era el segundo y vestía de marrón y oro, el único terno que le duraba de un año para otro. El del centro, el más joven, el llamado a revolucionar el arte, iba de plata y oro, los matices apropiados para que el público visualizara durante la faena las inmensas manchas de sangre que anunciaban bien a las claras que era torero temerario, de los que justifican la entrada, aunque los puristas pretendieran siempre desenmas32
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cararlo diciendo que se echaba sobre el toro pasados los pitones. Clavó el figura la barbilla en el pecho y ya su forma de asentarse en el albero anunciaba sin duda, quién era el reclamo del festejo. –Suerte –les dijo a los otros, sin respetar la jerarquía. En la segunda fila de banderilleros, el Turbio se situó en el centro, aunque no le correspondiese, para dirigir el paso, quedando Julián a la derecha. El Turbio dijo: –Que Dios reparta suerte, señores. Se santiguaron y muy toreros se fueron a cumplir el rito de saludar a la presidencia. El Turbio y el Cervantes se retiraron enseguida del ruedo. Julián todavía esperó un poco más, como si necesitara algo de tiempo para asimilar la realidad del momento excepcional que estaba viviendo. El cielo, azul. El sol, radiante. Miró al balconcillo de las localidades baratas, arriba de la plaza, allá donde los mástiles preguntan a las banderas la dirección del viento y desde donde a las figuras se las alcanza con prismático, pero también donde mejor se escucha el bufido terrible del animal y las órdenes nerviosas del matador. Luego, se volvió a la barrera. Y desde allí, alcanzó a ver el cartel con el anuncio del primer toro de la tarde. –o– Alicio no quiso que nadie tocase al primero de su lote. Lo recibió muy valiente, solo, a la puerta de chiqueros. Salió el toro, hizo un extraño ante la capa y se marchó a revisar el paisaje. Julián le mostró el pico del capote y el toro se volvió iracundo y cabeceó la madera. Alicio, gritó: –¡Déjamelo y que no te vea! El toro se lanzó contra el maestro, que le doblegó trasteándolo por bajo. Después el torero, tieso como una esta33
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tua, serio como una figura de mármol, correspondió a la ovación del público levantando la capa con la mano derecha y tocándose la montera con la izquierda. El Turbio hizo un gesto a Julián, y éste se vio en el anillo ante un toro de cuajo, grande como una barrica de vino, albardado y ojalado, con una arboladura descarada y con una mirada fija e inquietante. Le costó contenerse el temblequeo incipiente de las piernas, pero cuando lo consiguió, el silencio le pareció tan impresionante que le entraron ganas de llorar de la emoción. Dejó que el remate inferior de la capa descansara sobre la arena y sin mover apenas un músculo de la cara, se enfrentó con la mirada al toro. Se mantuvieron ambos sin moverse, expectantes, enfrente uno del otro, como si se estuvieran tanteando para iniciar el combate, mientras que los varilargueros tomaban posición, cada uno en su sitio convenido. Si el toro volvía la cabeza molesto por la procesión de tanta gente, Julián entonces levantaba bruscamente unos centímetros la capa y el toro recobraba su lugar de celoso vigilante del ruedo. Fue necesario que Julián decidiera moverse para que el toro acudiera al reclamo del Turbio para ser puesto en suerte. Las tres entradas al caballo fueron impetuosas y violentas. Por unos momentos parecía como si el caballo fuera a volar levantadas las manos por el empuje del toro. A la tercera, salió por el lado de Julián y se fue detrás de su capote mansamente, como si le pidiera consejo. Julián lo alejó con cuidado del caballo, y de nuevo le permitió que descansara, sin agobiarle, sin incitarle a la embestida, como si le fuera a contar en silencio un cuento para calmarle los dolores. El toro parecía estar a gusto, reponiéndose de su dura pelea contra el acolchado de los faldones del caballo. Julián oyó la voz del Turbio: 34
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–Ya me hago cargo de él. Vete a por los palitroques. Se retiró a la barrera y cogió la pareja de banderillas con los colores de la enseña nacional estampados en los papeles de adorno. Se humedeció el pulgar de la derecha que pasó suavemente por el arponcillo. Y se colocó en suerte. Sus palos eran un par de centímetros más largos que los del Cervantes. A éste le tocaba banderillear primero. Le apodaban así porque era lector compulsivo de las entregas de El Coyote. En todos los viajes se llevaba dos o tres ejemplares de aquellos libros de tamaño extraño que devoraba con fruición. A paso corto, dejándose ver, el Cervantes hizo un quiebro, se metió la tripa lo más que pudo y clavó un par aseadito, saliendo sin problemas del trance. Julián quiso imitarle. Hizo una ese en su avance, con las manos bien altas, gritando al toro para hacerle saber que estaba allí y que iba a por él. Golpeó el suelo con la pierna izquierda para avisarle del inicio del acercamiento y salió al encuentro del animal. Pero el toro ni se movió, seguramente porque le había cogido querencia a Julián y no comprendía la naturaleza del juego. Julián de repente se encontró descompuesto. Intentó corregir el avance, el toro giró unos centímetros la cabeza, y consiguió colocarle un único palo medio caído y trasero. La gente se rió, escuchó perfectamente algún comentario hiriente, y sintió esa vergüenza infinita que sólo se olvida con otra de naturaleza superior. Don Matías le hizo un gesto de reprobación con el puro. El jefe de filas del torero figura le dijo con la suficiencia de su cargo, al acercarse a coger el capote: –Ozú, quiyo, casi se la endilgas en el culo. –o– 35
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Alicio al ver a su segundo del lote, dijo al mozo de espadas: –Este toro es de pata. –No te fíes usted –le dijo el mozo que confundía tratamientos, tiempos verbales y sentido de las palabras, pero que sabía enjabonar los capotes y pasarles con esmero los cepillos–, que los apretados que barbean matan caballos. “Bravucón”, 416, había salido de los chiqueros de manera totalmente pasiva, como si estuviera allí por estar. El picotazo de la divisa no parecía molestarle lo suficiente como para aliviarle el cansancio. Salió, se plantó en el centro de la plaza, y luego a la llamada desde los burladeros del Turbio, aceleró un poco el trotecito y se quedó mirando la cara de guisante cubierta con la montera que por encima de las tablas se asomaba. Alguien en los tendidos, comentó: –Este bicho la va a liar. El Cervantes hizo por el toro, que se volvió a mirarle y también se fue despacito y retador a su posición. Julián entonces salió del burladero. Y se dejó ver en la totalidad citándolo desde muy lejos. Era el primero en pisar el ruedo fuera de tablas. “Bravucón” aceleró un poco más sus andares, levantando ya una ligera polvareda, pero cuando vio el capote cercano se detuvo expectante. Alicio dijo al mozo de espadas: –El joputa del toro viene licenciado de la escuela. –Ha hecho los estudios en la pública –dijo el mozo–. Sabe más que el profesor y si no le paras usted los pies nos aciaga la tarde con sus recelos de ministro. Julián amagó hacia el toro, pero al no moverse éste, se descuidó y le perdió unos segundos la cara al volverse para buscar instrucciones de la barrera. El toro aprovechó el momento y se arrancó impetuoso, alocado, con una fiereza in36
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sólita, barrenando con furia el aire. Cogido de improviso, Julián apenas pudo separarse, salvándose justamente con el engaño del capote. El toro se volvió sobre sus cuartos traseros, e irritado por la torpeza enfiló directamente a su cuerpo. Julián volvió a esquivarle como pudo y se refugió encogido y asustado en las tablas. Alicio, dijo de nuevo: –Este toro es de pata. –Sí –convino el mozo–pero ¿de cuál de ellas? Derribó dos veces al caballo y poco faltó para que se fuera también a reñir con el suplente. El Turbio le dijo a Julián: –Fíjalo, que lo quiere banderillear el maestro. Lo condujo temeroso a un lugar de retiro para que se repusiera de los trompazos. Bamboleó un poco el capote para fijar su atención. Y Julián adivinó un brillo especial en aquellos ojos oscuros. Aquella mirada de irracional aparentaba no tener nada. Quietos los dos, sin perder la compostura, como unos viejos amigos esperando el saludo inicial para transmitirse confidencias. El maestro hizo por el toro. Componía una figura muy artística, de cartel publicitario. Alto, espigado, serio, con las banderillas largas enfiladas como cuernos simétricos envueltos en papeles rizados de colores. Se acercó arrastrando los pies. Despacio. Julián se retiró con cuidado para no despistar al animal. Alicio emitió un grito salvaje que heló el alma a los presentes y aguantó firmemente la embestida. Quebró con facilidad al toro y clavó los rehiletes sin problemas, saliendo como un señor del encuentro. La plaza aplaudió sin reservas. Julián volvió a colocar el toro en suerte y volvió a conversar con él en silencio. El toro aguantaba sin mugir los arponcillos en su carne. 37
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Alicio gritó para que todo el mundo le oyera: –¡Fuera! Los tres peones le dejaron el campo libre. Iba a repetir la suerte, pero esta vez sin otra huida que la que le dieran sus propias facultades. Arrancó desde lejos. Dos quiebros al aire y un saltito. Otros dos, y otro saltito. Un amago a la izquierda, otro a la derecha. “Bravucón” le sintió venir, y se aguantó sin moverse como calculando la distancia y el tiempo. De repente, el maestro empezó a corretear engañando al toro con un dinamismo que rompía la inercia. El toro salió a su encuentro como loco, a lo que fuera, acaso algo despistado. Alicio puso un par señero. Y la plaza aplaudió más entregada que antes. Cuando se acercó a la barrera a por el tercer par, dijo al mozo: –¡Este toro es de pata! –Sí, maestro. Pero ¿de cuál de ellas? “Bravucón” volvió a fijarse en Julián. A pesar de la humillación y el castigo se mantenía sin cabecear ni escarbar en la arena. Julián tuvo un presentimiento. El toro le intentaba transmitir una confidencia desde la inmensidad de aquellos ojos brillantes. Comprendió al instante que el toro no se iba a dejar engañar esta vez. Que iba a atacar y que iba a atacar a bulto seguro. Alicio, emborrachado de gloria, hizo un gesto de complicidad a don Matías. Un tercer par y una buena estocada y la América del sueño. Méjico, Quito, Lima. Primero le harían un hueco en el resto de las ferias del norte. No un resto a faltas sino a demanda de cartel. Más tarde, unos últimos festejos por el sur, para hacer un acopio de dinero, y América. Un terno nuevo, de azul celeste, guapo como un san Luis. 38
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Y las Lupitas y las Margaritas colgadas a pares a su lado. Y a bailar “La Bamba” y “La Cucaracha”. Recogió el último juego, saludó desde el centro del anillo con los palos en la mano derecha, como diciendo a los espectadores en tono arrogante: “Aquí estoy yo, muchachos. Preparaos que me llevo el rabo y la pata”. Ordenó a los peones la salida del ruedo, y solo, completamente solo, se dirigió como un general altivo a recoger la rendición de su adversario. “Bravucón” siguió la estela de Julián. Le vio ocultarse en el burladero y permaneció mirando aquellas tablas como si no hubiera detectado la presencia cada vez más cercana de Alicio. Éste le citó una y dos veces. Avanzaba unos pasos y retrocedía, pero “Bravucón” permanecía indiferente a su llamada, inmóvil ante el burladero. A Alicio el desplante del animal le dolió profundamente. Si el toro deja de colaborar la fiesta se viene abajo. Y la fiesta son los sueños. Y el futuro. Y la gloria. Y la portada en alguna revista. Y un reportaje en el noticiario. Una vez encaminadas las cosas la carretera se despeja. Le fue comiendo poco a poco el sitio. Cada vez más cerca. Cada vez más ruidosa su llamada. Cada vez más indiferente el toro a sus andares. Cada vez más acelerados y descompuestos sus reclamos. Se palpaba el peligro. Había como una sensación extraña. Era seguro que algo mágico iba a pasar. Y pasó. El toro se arrancó de improviso. El maestro cogido con el paso cambiado, intentó una huida elegante, pero “Bravucón” le cerró el camino. Buscaba sangre y la encontró. Alicio sintió el asta entrándole en el muslo. Trastabilló y ya estaba próximo a caer con el olfato del toro ciego de san-
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gre, cuando Julián saltó desnudo al anillo, corrió hasta el animal y arriesgándose se cruzó en su camino. El derrote le cogió a él cuando “Bravucón”, furioso, buscaba tocar la aldaba de otra puerta.
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LA CARTA
La carta
Perdóname. No son estos días los más afortunados, debo confesarte. Te escribo de nuevo bajando lo suficiente la voz para que intuyas que en mi susurro comienza a atisbarse la melancolía. ¿Qué es más que esperanza este trozo de papel que se me escapa de las manos? Cada vez me siento más vulnerable sin ti, cariño. ¿Qué fue del ayer tantas veces repetido? Deambulaba ayer, cariño, soñando de nuevo en ti, por el viejo malecón buscando en la templanza de las aguas la razón de nuestra absurda distancia. Mis sentimientos manipulan, acaso ingenuamente, las rutas del destino. Veo la luz aceitosa del faro. Escucho ese maldito graznido de gaviota que roba la vida en el acantilado. Tú y yo. O acaso ahora ya sólo tú o acaso sólo yo. Te aseguro que aquí, en este mismo lugar, donde soldados ingleses y portugueses nunca soñaron que dejarían algún día de soñar, precisamente aquí, en mi destierro, en una tierra olvidada, yerma y muerta, acosada por un mar de secretos y debilidades, sigo queriéndote, en silencio. Sólo eso. Te necesito. Me pierdo. No puedo vivir sin ti. E imagino ahora mismo de nuevo esos labios tantas noches perseguidos, ahora inalcanzables; esos ojos y esas caricias, las infinitas promesas, los impetuosos abrazos, aquella mañana de lluvia buscando el escondrijo donde recuperar nuestros sueños. Los besos apasionados. El lugar inhóspito, que fue cuarto de guardia o celda de castigo, donde decidimos apretados contra la pared, sortear para siempre la desidia 41
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del mundo. En una fracción de segundo, apenas ya, como si el tiempo se arremolinara o se envolviera en un solo sentimiento, porque te quiero, y moriré queriéndote, aunque tú huyas sin huir por otras corrientes más templadas dejándome dentro de esta tormenta que se alimenta de silencios. Ahora que navegas a barlovento, carezco de fuerzas suficientes para desplegar de nuevo mis viejas velas descoloridas. Pero te quiero. A veces me veo ridículo cuando me afierro violentamente a la esperanza. Me vuelvo niño escudriñando esa maldita penumbra que convierte la vida en una permanente medianoche. Me examino la barba desaliñada, esas ojeras prominentes, preguntándome dónde quedaron las promesas de entonces. Por qué se diluyeron siendo sinceras. Qué niebla del océano confunde este viejo cascarón varado a la intemperie. Necesito saberme niño porque soy débil, porque estoy herido, o prefiero no saberme nada. No quiero perderte para siempre, cariño. La vida está llena de demasiadas traiciones y de pequeñas mezquindades, para navegar sin pertrechos ni defensas. Tú y yo lo sabemos, porque aunque procuramos alejarnos sin hacernos daño, como si acaso fuera ello posible, te confieso sin rubor que cada amanecida me devuelve una nueva carga de renuncias y tibiezas. Por eso te escribo. Desde la agonía que supone la incapacidad de alcanzarte, te escribo. Porque cada vez más, compréndelo, necesito defenderme con los fogonazos apasionados de recuerdos que, aun hiriéndome, evitan que el tiempo logre desvanecerte convirtiendo mi vida entonces en un laberinto lleno de contradicciones. Por eso te escribo. Porque te quiero. Porque no puedo vivir sin ti. Cariño. 42
LA CARTA
La releyó de nuevo. Contenía demasiados lugares comunes. Procuraría mejorarla la próxima vez. Se quedó pensativo mirando al techo. Luego, dobló la carta y la rompió lentamente en pedacitos que colocó con cuidado sobre el cenicero. Con la misma cerilla con que prendió los papeles encendió también el cigarrillo. Miró el reloj. Se aseó, contó las monedas, cogió las llaves. Salió a la calle, se fue al bar, saludó a los amigos, habló en voz alta de lo que se habla en esos momentos, y después de encargar la consumición, repartió con habilidad la primera mano de la partida de cartas de los viernes.
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El cheque El señor presidente de la Agrupación de Empresarios solicitó entrevistarse con el señor gobernador civil. Y le dijo de corrido un poco por las prisas y otro poco por la vergüenza: –No sabemos qué obsequiar al señor ministro. Si usted pudiera orientarnos. Por primera vez en su historia, aquella pequeña y nada importante ciudad de la periferia iba a recibir a un ministro del régimen, aunque fuera un ministro tan menguado como el de Trabajo. –¡Perales! ¡Quiero ver a Perales! –dijo llegado el día el comisario, nada más recibir la orden por teléfono. Cada vez que Perales y Ceberio cruzaban la frontera tenían especial cuidado en dejar sus armas en el armero y en quitarse de encima todos los artilugios y olores que descubrieran su condición de policías. Iban de incógnito. La China les estaba esperando con su bolsita de trabajo a las puertas del Casino. Perales descendió del automóvil para ultimar el trato. Luego, la China se sentó de forma nada discreta en el asiento de atrás. –Oh, la, la –dijo a modo de saludo mostrando las piernas en toda su longitud. –Oh, la, la –contestó Ceberio–. ¿No llevará usted nada especial, verdad? –Todo lo mío es especial, cariño ¿quieres que te lo enseñe? Perales, sonrió: –Francia, es Francia. Aquí las mujeres no son calladas ni sumisas. Son lo que son. La China, dijo: 44
EL CHEQUE
–Eso. Somos lo que somos. Les sellaron el pasaporte. A unos metros de la cabina de salida, un guardia civil les ordenó retirarse a un lateral y aparcar el vehículo. Diez minutos más tarde, apareció otro guardia civil, éste más joven, casi un crío, con pistola al cinto. Les saludó militarmente: –¿Algo que declarar? –Nada –dijo Perales. –Pasaportes, por favor. El guardia civil miró con atención los pasaportes, y comentó: –Ustedes dos han estado en Francia menos de tres horas, ¿pueden decirme a qué han ido? –A recoger a la muchacha. –¿Confirma usted eso, señorita? –Sí, garçon. –¿Cuál es su profesión? –Soy institutriz. Enseño lengua francesa. –Entendido –dijo el guardia, y dirigiéndose de nuevo a Perales, le ordenó–: La documentación del vehículo, por favor. Abra el capó y el maletero, y salgan todos fuera. Le llevó unos minutos comprobar que los papeles estaban en regla. El número de bastidor coincidía con el de la tarjeta de industria. Al acercarse al maletero vio la bolsita de la chica, y dijo: –¿Qué es eso? –Una bolsa. Es mía. –¿Qué lleva dentro? –Unos zapatos ¿quiere que se los enseñe? La chica se dispuso a coger la bolsa, pero de inmediato el guardia la detuvo. Hizo un gesto a su compañero: –Llama al chucho. 45
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Otro guardia civil apareció arrastrado por un perro lobo de hocico negro y pelo canela. El perro comenzó a husmear muy excitado, subiendo y bajando de los asientos, saltando al maletero. Buscó en el tubo de escape, en las ruedas. Al cabo de un rato, descorazonado, el perro devolvió una mirada triste de derrota al instructor, seguramente intuyendo que acababa de perderse la gratificación. –Ahora ya puede abrir la bolsa –dijo el guardia. La China mostró los zapatos brillantes, de aguja increíble. El guardia civil, dijo: –Eso que brilla ¿no serán diamantes? –¡Ay, no! ¡Qué más quisiera yo! Eso es ¿cómo lo llaman ustedes? Pedruscos, pedrería, eso. –Pueden seguir su camino –dijo el guardia civil joven. Veinte kilómetros más tarde, otro control les hizo aparcar a un lado de la carretera. El guardia civil, en este caso algo mayor, se hacía acompañar por un hombre con un guardapolvos gris. El guardia civil, les dijo sin contemplaciones: –¿Dónde están los zapatos? Perales se los mostró. El hombre del guardapolvos gris se caló un monóculo, tomó en sus manos uno de los zapatos y lo examinó con atención. Lo dejó a un lado y tomó el otro. También lo miró con sumo cuidado, y dijo quitándose el monóculo: –Pedrería. Tienen menos valor que la palabra de un mentiroso. –¡Oiga! –protestó la China– Son de París. Es la última moda y no sabe usted lo que cuestan. –Cuestan lo que se paga por ellos, pero eso no les da más valor que el que les corresponde –sentenció el del monóculo, muy solemne y seco. 46
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Otros veinte kilómetros más tarde, otro control de la guardia civil los sacó de nuevo al arcén. El guardia civil se acercó sonriendo. –Coño, Perales –le dijo– resulta que ahora te has vuelto zapatero. –La puta, Santos. ¿Qué cojones os pasa hoy que estáis tan revueltos? Este es el tercer control y no me puedo significar porque voy de incógnito. –¿A quién cojones se le ocurre pasar a Francia cuando viene un ministro? Luego, mirando a la China con atención, dijo: –¿Quién es este bombón? –Tu madre. Es tu madre. –Pues, coño, no me importaría mamar un ratito. Y supongo que a ti tampoco, ¿verdad, capullo? –o– Asombrado por aquellos logros, después de cortar la cinta de la Escuela Taller y de soltar en el salón de actos repleto de público el discurso escrito por el propio director de la escuela, donde se hablaba de los avances sociales obtenidos gracias a las visiones proféticas del timonel al que el pulso nunca tiembla, a la absoluta entrega y dedicación de un gobierno de lucecitas encendidas todas las noches, al abnegado sacrificio de las fuerzas armadas, a la cohesión alcanzada por la aplicación rigurosa y exigente de los Principios y demás leyes fundamentales, el ministro concluyó: “España necesita un ejército de torneros, de fresadores, de chapistas y barreneros dispuestos a conquistar de nuevo Europa, como ya la conquistamos en el pasado. Quede como ejemplo en la historia nuestra memorial gesta en América.” Aplausos. El señor ministro correspondió con una sonrisa fácil. 47
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Almorzó, y almorzó bien. Perales y Ceberio le seguían a todas partes, como sombras vigilantes. El ministro quiso caminar por las calles para regularse la tensión, demasiado alta para soportar un desgaste intelectual tan profundo, y saludó sin reparo a la gente hasta llenarse de sudores las manos. Cuando apareció por la Plaza Mayor y antes de recibir el regalo del alcalde, el ministro recabó en la Cueva de Piratas, aquel curioso chamizo con su bandera de la calavera ondeando al aire. Y quiso conocerlo. El comisario avisó al del protocolo y éste al ministro. El ministro entonces se volvió a la comitiva, y sonriendo dijo: –Interesante, interesante. Seguramente, al no enterarse con exactitud de lo inoportuno de la visita, penetró en el snack, se sentó en una de las mesas sonriendo como un candidato americano a la presidencia y pidió un cafecito cortado con una nube de leche, que nadie dejó que bebiera. Los fotógrafos inmortalizaron el momento. Ya en la Casa Consistorial, el alcalde, algo nervioso, cambió las líneas de su discurso, enganchando un párrafo de abajo con otro de arriba de modo que su incoherencia resultara por lo menos original. Le hizo inaugurar el libro oficial de firmas y le entregó las primeras llaves de la ciudad y una escultura de hierros retorcidos y peligrosos, forjada en un taller próximo. Acaso por no comprender nada del parlamento de la autoridad municipal o por no digerir la escasa referencia al valor artístico de su obra, el escultor temido por su lengua mordaz, se removía inquieto en su silla. Sus ataques de ira eran explosivos, salpicando de saliva a los más próximos. Pequeño de estatura, nariz aguileña, ojos saltones, el pelo revuelto blanco, y el mal genio estampado permanente48
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mente en el rictus de sus labios, sin poderse contener y en medio de la reunión, dentro del salón de plenos, gritó con todas sus fuerzas: –¡Más dinero para el arte! Eso es lo que necesita la sociedad. ¡Menos tornillos y más arte! –Interesante, interesante –dijo el ministro. Cuando Perales le sacó a la calle a empujones, el artista seguía gritando por los pasillos: –¡Menos tornillos y más arte! –Interesante, interesante –dijo el señor ministro, y repitió poco después, como si no pasara nada, el discurso que unas semanas antes le habían escrito para un acto similar. El señor ministro cenó y cenó bien. Perales y Ceberio desalojaron el ala derecha del cuarto piso del hotel y montaron guardia en cada extremo del pasillo, impidiendo el acceso a la habitación del señor ministro a quien no perteneciera al personal de servicio. Después de la tertulia, el orujo y el habano, apareció el ministro con su sonrisa cautivadora. Se despidió a la puerta de su séquito. Saludó al alcalde y a las demás autoridades y se retiró a descansar. Ceberio tocó poco después con los nudillos en la puerta de la habitación de enfrente. Una voz femenina preguntó desde el interior: –¿Ya? –Ya –dijo Ceberio. –¿Puedo salir? –Salga. Una mujer escultural, desnuda completamente, calzada con unos zapatos plateados brillantes de enorme aguja, apareció en el pasillo. Se mostró sin reparo ante los policías: –¿Os gusto, chicos? La China era capaz de levantar un pie hasta la cabeza y 49
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mantenerse en equilibrio un ratito suficiente. Dominaba también otro montón de posturas excitantes, de las que dejan boquiabiertos a los hombres y desconcertadas a las mujeres. Con los zapatos puestos medía aproximadamente quince centímetros más que el señor ministro. Perales había asegurado al comisario que la chica era muy limpia, muy profesional, muy vedette, sin inclinaciones políticas. Que ya era difícil bajarse una profesional de los países libres, porque todas rehusaban por temor a ser encarceladas en mazmorras medievales, como para poner encima trabas a una mujer de sus medidas. –Ya sabe usted, señor comisario, que por ahí piensan que obligamos a nuestras mujeres a llevar cilicio y cinturón de castidad. La China hizo en el pasillo como un pequeño saludo de cortesía flexionando un poco las rodillas y subiéndose los pechos hasta la garganta. Luego, muy decidida se dirigió a la habitación del señor ministro y tocó suavemente en la puerta. Discretamente, los policías se retiraron. –¿Quién va? –preguntó el señor ministro, deshaciéndose el nudo de la corbata. –Soy la sorpresa, ju ju –dijo la muchacha, esta vez con un sugerente acento francés. El ministro abrió la puerta cauteloso y se encontró con aquel monumento posando como una auténtica diosa egipcia. –¡Sorpresa!, ¡sorpresa! ¡ju, ju! –dijo la muchacha un poco enloquecida. El ministro miró a izquierda y derecha del pasillo por si hubiera alguien controlando el asunto; luego la miró de arriba abajo, contempló su hermosa figura y sus maravillosos zapatos plateados. Y al verla absolutamente desnuda, preguntó horrorizado: 50
EL CHEQUE
–¿El cheque? ¿Dónde narices lleva usted metido el cheque? –¿Qué cheque? –Señorita, no se haga la tonta, el de la Agrupación de Empresarios o ¿se cree usted que yo vengo gratis?
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Los becarios
El armario metálico le sobrepasaba por un palmo la cabeza. Era un fichero que había mutado su color crema original por un tono gris grasiento. Los cajones parecían confabularse para impedir ser abiertos. Su protesta era un chirrido espantoso si no astuto. Asió el hombrecillo el tirador de uno de los cajones inferiores y se dispuso a hurgar en el fichero. Luego, extrajo tres o cuatro fichas casi amarillentas que dejó sobre el mostrador. Las fichas estaban manoseadas. Comenzó a leerlas con atención, despacio, como si le costase entender aquella caligrafía temblorosa y vieja, trazada con pluma estilográfica. Y dijo con aire profesoral: –Le gente pretende que los bibliotecarios leamos los libros antes de ficharlos. ¡Qué barbaridad! Tenía las gafas medio caídas, sujetas con un cordón rojo. Añadió: –Es como si a un médico antes de recetar una medicina le obligaran a probarla. ¿No le parece, señorita? La muchacha esbozó un especie de forzada sonrisa. –El problema siempre es el criterio. ¿Me comprende? La muchacha asintió sin demasiada convicción. Llevaba unos minutos esperando ser atendida y no era cuestión de incomodar al hombrecillo. Este, dijo: –A veces los libros se catalogan indebidamente. Es como los discos. ¿Usted cree que la zarzuela “Alma de Dios” puede catalogarse como música religiosa? Evidentemente, no. Pero si se le deja esta misión a un becario, pues lo hace. –¿Qué quiere decir con eso? –preguntó la muchacha. –Que por ahorrarse tres euros me llenan esto de becarios y todo me lo enredan. Igual el tema que le interesa me lo han puesto en etnografía, por ejemplo. 52
LOS BECARIOS
–¿Y qué tiene que ver una cosa con otra? –Pues nada. Lo que le digo. Es cosa de criterio y también de gusto. Desechó una de las fichas, giró luego el manubrio del teléfono interior, y dijo al descolgarlo: –El tres cincuenta y ocho, el veinte quince y el cuarenta ochocientos dos, ¿vale? Colgó el auricular. Y guardó las fichas. –Lo jodido es que los becarios son licenciados. Y un licenciado siempre es un licenciado, ya se sabe. –¿Qué es lo que se sabe? El bibliotecario giró su cuello a izquierda y derecha, intentando descubrir posibles intrusos que estuvieran atendiendo sus palabras. Acercó su rostro al de la muchacha y la miró como un perro bien alimentado mira a una hormiga por vez primera, con mezcla de curiosidad y estupefacción. Dijo en tono de confidencia: –Que el título exige un respeto y hay que guardar unas formas. –Ya. –Que no se les puede mandar a por café, ¿sabe usted?, porque en cuanto aprenden, como son titulados, me los ponen enseguida de jefe y por venganza entonces ellos me mandan a por el café a mi.
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El Gorrono La mujer de andares difíciles retiró su equipaje. Al regresar a su puesto el conductor se volvió un momento, y dijo al último pasajero, un hombrecillo algo mayor de mirada distraída y aspecto cansado: –¿Insiste usted en bajarse en el Páramo? El hombrecillo no dijo nada, se encogió de hombros e hizo un gesto de resignación, como si se obligara al viaje. Se le notaba lejano. Vestía de forma vulgar, una chaqueta algo raída y un cuello de camisa gastado. Los zapatos grandes, sin cepillar, con el polvo del camino atrapado en el empeine. El conductor pretendía ser amable. –Es un sitio extraño –dijo–. ¿Lo conoce usted? Evidentemente, tenía ganas de entablar conversación. Pasados los cuarenta, el sopor de la rutina reflejado en el rostro, las fotos de sus tres hijos en un portarretratos colocado en el parabrisas. Dijo: –La verdad es que este viaje es cómodo hasta que se llega a este punto. Se secó las manos con la bayeta. Añadió: –Si nadie me reclama continúo la ruta, ¿sabe? No me gusta apartarme de la comarcal. Si desde arriba diviso que en la parada no hay nadie prosigo sin detenerme. Paso semanas sin penetrar en el Páramo. Y mejor que sea así. Parece uno de esos lugares abandonados donde anidan los misterios. Nunca se ve a nadie. Dicen que suceden cosas extrañas, ¿sabe usted? Soy supersticioso. No me agradan los sitios donde los silencios suenan con más fuerza que las palabras. No, señor, no me gustan. Se cuenta que allí a la gente se la entierra en vertical, sin ataúd, con los pies hacia 54
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abajo, para que de sus plantas broten raíces que les perpetúen bajo tierra. Sonrió con una cierta suficiencia. Añadió: –Piensan seguramente que los muertos se convierten en una buena cosecha de patatas para la siguiente campaña. Hizo una pausa para ponerse al volante y ganar de nuevo la carretera. Dijo: –Antiguamente los del Páramo cuando bajaban a los pueblos de los alrededores se obligaban a avisar de su presencia con una esquila, como si fueran leprosos. Se les consideraba malditos. Las mujeres se escondían corriendo en las casas temerosas de encontrarse con ellos. Gente primitiva. Sí, señor; muy primitiva. Pobre y primitiva. Añadió luego de ganar la primera curva: –Además, por estos parajes merodean brujas y otros seres malignos. Y cuando atacan las tempestades lo hacen con una furia inaudita. Dicen que algunas noches se juntan miles de demonios pequeños. Los que van de paso y los que se quedan. Gritan como grajos. Parecen gatos salvajes. Revolotean por todas partes como murciélagos, con sus ropajes negros de mal avío. El demonio grande, no. Ese sólo aparece cuando imploran al Gorrono. Tenía la garganta reseca. Tragó saliva. –El lobo, el jabalí, también se pasean por aquí. Hay muladares para los carroñeros. Buitres. Zorros. Hizo un gesto de desaprobación moviendo la cabeza a un lado y al otro. Se le notaba intranquilo. –El Páramo es peligroso, señor. No son habladurías, créame. Todos los de la línea hemos tenido algún encuentro tenebroso. Hay compañeros que han topado con figuras extrañas, hombres que no son hombres y mujeres que no son mujeres. Sombras. ¿Se imagina usted? Esta es una línea 55
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nada apetecible. Subidas, barrancos, curvas abiertas y otras más cerradas. Aquí la tensión te domina. Aquí sufre el vehículo. Se queja tanto que muchas veces parece que va a detenerse. Más vale no pensarlo. Tocó el claxon al iniciar otra curva. –Pero nos obliga la necesidad. Todos tenemos que ganarnos el pan de alguna manera, ¿sabe usted? Y si no vengo yo, vendrá otro. Aguantó en silencio las primeras exigencias de la subida. –Lo que yo le diga –dijo luego, retomando la conversación–. Gente ignorante. Se pinchan los lunares con agujas y cosas así. Las mujeres dan a luz en la cocina. Es una de esas tierras en donde de pequeño piensas que sólo es buena para los infectos. Dio un volantazo. –Y de mayor, también –añadió. Parecía cada vez más asustado. –No, no señor, no quisiera tener jamás esa visión. Yo no soy creyente, pero sí temeroso. Hizo una pausa para tragar saliva, y añadió: –Esta tierra sólo prestigia al diablo. No tiene ermita, no tiene iglesia, no tiene cura, no tiene santos. No hay nada sagrado. El paisaje desolador de una tierra reseca se difuminaba con la luz enjabonada cada vez más envolvente. Los árboles agónicos se retorcían componiendo figuras increíbles, como si estuvieran condenados a un baile imposible. Moreras y cardizales acotaban la carretera. Entraron en una curva cerrada y peligrosa, al final del barranco. El conductor tuvo que frenar violentamente. Un jabalí adulto, con la baba grasienta humedeciendo los colmillos estaba allí, en la mitad de la carretera, tranquilamente. No hizo por moverse. Giró la cabeza, entrecerró sus ojillos, y se quedó a la expectativa. 56
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–¡El maligno! –gritó el conductor. Tocó el claxon insistentemente, nervioso. El jabalí tardó un rato en moverse, pero luego se acercó a hociquear el parachoques del vehículo. –El maligno, señor, es el maligno que viene a reconocernos. El jabalí se acercó a la portezuela del conductor, miró hacia arriba, esperó gruñendo unos instantes con la cabeza alta y al instante, al volverse hacia la ventanilla del viajero, pegó un bufido seco, reculó violento, y como un poseso comenzó a correr alocadamente impulsado por una furia salvaje hacia la orilla de la carretera. –¿Lo ha visto usted, señor? –dijo realmente asustado el conductor agarrado al volante como a una tabla de salvación– Era el maligno. ¡Y no le ha gustado nada lo que ha visto! Pareció reflexionar unos momentos antes de decir: –¿No será usted cura por un casual, señor? El cielo luminoso de las primeras horas de la tarde comenzó en un momento a enturbiarse con cientos de borras grises, como si un pintor irresponsable intentara taponar el azul con manchones de cal húmeda. El conductor dijo, una vez repuesto y reanudada la marcha: –¿Ha oído usted hablar del Gorrono, señor? Añadió: –Sólo de nombrarlo se me pone la carne de gallina. Puede hacer un sol formidable que de repente en unos segundos se cierra el cielo y se viene a trompicones la noche, como si miles de brujas ocultaran el paisaje bajo un toldo inmenso. Entonces, una niebla espesa lo envuelve todo, y el Páramo se convierte en un buque fantasma perdido en un océano de chocolate. 57
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Dio otro volantazo. Al autobús le costaba superar la pendiente. –Señor –dijo realmente asustado–, si durante su estancia le acarrea ese suceso escóndase donde pueda y que alguien se apiade de su alma porque en la oscuridad del Gorrono cuentan las leyendas que suceden las cosas más terribles. Detuvo el vehículo. –Cosas que ninguna razón comprende ni nadie justifica. Se volvió hacia el pasajero: –Menos mal, señor, que para que suceda el Gorrono, todos los nacidos en el pueblo tienen que invocar al diablo y que éste aparezca. –o– Llegaron con una puntualidad insultante. A las seis de la tarde aparecieron en un “Mercedes” negro, enorme, con cortinillas en la parte trasera. Impresionante, limpio. Eran dos. Uno más alto que el otro. El alto vestía un traje gris marengo, corbata de lunares y unos zapatos ingleses de calidad. Los puños blancos de la camisa sujetos por unos gemelos dorados. El traje del otro era algo más claro y la corbata más llamativa. Muy bien peinados, pañuelo en el bolsillo de la chaqueta y pulsera de oro. Portaba cada uno un elegante maletín de ejecutivo, de piel, con cerradura cifrada. Descendieron lentamente del automóvil, en medio de un silencio asfixiante. Los vecinos, mudados aunque no fuera domingo, aguardaban en la plaza del reloj. Estaban tanto los viejos como las mujeres y los hombres. Los jóvenes, algo más descuidados en el vestir, rodearon en seguida al llamativo automóvil. Algunos, los atrevidos, comenzaron a tocarlo. El más bajo de los recién llegados, dijo: 58
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–Cuidado, no me lo manchéis. Y al apretar un botón consiguió que se encendieran las luces de emergencia y sonara por un momento el claxon. El Arañas estrenaba camisa. Hacía demasiado calor para estrenar también chaqueta, así que les recibió en camisa, con los zapatos crujientes, pero mal afeitado. Era el alcalde. El mismo día que cumplía los cincuenta comenzó a dolerle el estómago por culpa de los picantes y desde entonces se había vuelto parco en palabras y sombrío. Se acercó a ellos. El más alto, que se presentó como abogado, le preguntó: –¿Comparecen todos? –Sí, señor –dijo El Arañas entre nervioso y asustado–. No falta nadie. –¿Y el que ustedes esperaban con tanto interés? –Ya ha llegado. También está la señora Demenciana, aunque enferma, y Aniceto, el pastor, también, aunque ande algo retirado. Cosas, sabe usted, de los quistes de perro que le retuercen con vómitos y le vuelven la cara amarilla. El abogado dijo: –¿Entonces podemos empezar ya? –Sí, sí señor. Cuando usted disponga. –Pues cuanto más abreviamos antes acabamos. El abogado intercambió una mirada de complicidad con su acompañante. Realmente, iba a ser tarea fácil. Los telegramas y las duras advertencias telefónicas aparentemente habían surtido efecto. El Arañas abrió la puerta del ayuntamiento y les cedió el paso. Después, fueron entrando de uno en uno y en silencio el resto de los vecinos. Los jóvenes se quedaron fuera, recostados en las paredes o merodeando alrededor del automóvil. El día era de los acostumbrados en verano. Caluroso, bri59
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llante. La calima extraña que deforma la vista había dejado por la tarde su lugar al espectáculo de un cielo azul, sin mácula. El edificio municipal pasaba por ser lo único interesante del pueblo. El reloj, con su esfera luminosa, daba las medias una vez y repetía las enteras. El nido, perfectamente reconstruido tras la reforma de la torreta, albergaba de nuevo a la pareja de cigüeñas. Centro de cualquier actividad, en la plaza, la única por otra parte del pueblo, paraban el panadero, el pellejero y los reparadores. Los buhoneros pregonaban allí mismo sus mercancías. Por la fiesta, se instalaba contra una de las paredes el tosco escenario de madera para los bailables. Se colocaba entonces en una esquina la cuadrilla del bote y en otra los ambulantes. El abogado tomó asiento en la silla reservada al alcalde, que era diferente a las otras. Se presentó con cierta petulancia a sí mismo e hizo lo propio con su acompañante. Alberto García de la Hinestrosa y Pablo Rodríguez de los Andújar. Abogado uno, economista el otro. Colocaron ambos sus maletines de cuero sobre la mesa. El salón de plenos era pequeño, pero suficiente. El abogado dispuso también el paquete de tabaco americano y el encendedor de oro. Y dijo: –Supongo que todos ustedes saben por qué han sido citados. ¿Lo saben? Al no responder nadie, insistió: –¿Lo saben o no lo saben? Al hacerse de nuevo el silencio, añadió en tono ofensivo: –De acuerdo. Veo que están por la labor de hacernos perder el tiempo. El señor economista les va a situar en el origen del problema. –Se lo voy a decir a ustedes en muy pocas palabras –habló pausadamente el economista–. Ustedes solicitaron un prés60
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tamo en su día. Un préstamo de cincuenta y dos millones de pesetas para construir un embalse. ¿De acuerdo? Tenían que devolverlo en siete años con dos de carencia. ¿De acuerdo? Al cabo de esos siete años ustedes debían haber devuelto al banco ochenta y cinco millones de pesetas. ¿Entendido? ¿De acuerdo? ¿Es así o no es así? Pues hoy es el día que deben ustedes ciento cincuenta millones. Así de simple. Ese es el problema. Le interrumpió el abogado: –Todas las gestiones hechas por el banco para cobrar la deuda han resultado infructuosas. Infructuosas, repito. La actitud de ustedes nos obliga a tomar medidas más drásticas. Creo que desconocen el poder del banco. Les vamos a meter a todos ustedes en el juzgado. Eso de primeras. Hizo una pausa para captar en el ambiente el resultado de sus palabras. Paseó indolente su vista por unos y otros. Podía adivinar tras aquellos rostros inexpresivos un sentimiento de impotencia y de miedo. Dijo: –Les hemos enviado un montón de requerimientos y ustedes jamás nos han contestado. Nuestra visita obedece al hecho de que preferimos una solución amistosa antes que mandarles un ejecutivo en toda regla. ¿Alguien de ustedes ha sufrido alguna vez un ejecutivo? Les aseguro que tienen todos ustedes las de perder. Y van a perder. Se lo aseguro. –¡Pero si no podemos pagar! –protestó el alcalde. El abogado terció bruscamente. –Ustedes firmaron lo que firmaron y el cálculo está ajustado a derecho. El banco entiende de números lo que no entiende es de sequías ni de problemas. Ni de restricciones de agua ni de luz. Eso es cosa de la Administración. Todos los morosos aducen siempre un montón de razones para no pagar. Razones algunas incluso ingeniosas. Ustedes pi61
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dieron un préstamo. El préstamo se les concedió en unas condiciones inmejorables. –El tipo de interés fue tres puntos por debajo del preferencial –dijo el economista. –¿Lo han oído? Unas condiciones inmejorables. Quiere esto decir que el banco depositó su confianza en ustedes. Y ustedes evidentemente la han defraudado. Así que hay que dar una salida al problema. ¿Están ustedes en disposición de pagar o no? –Saben de sobra que no podemos –dijo el alcalde, algo cohibido. –Entonces, ejecutaremos la deuda –anunció secamente el abogado–. Que conste que no queremos hacerlo, pero ustedes nos obligan a ello. –No tenemos con qué pagar. –Les recuerdo que todos ustedes son avalistas. Todos los vecinos del pueblo avalaron el préstamo y, de conformidad con la legislación vigente, el banco puede proceder directamente contra cualquiera de ustedes. Por ejemplo, contra usted. El tío Marcelino se miró la camisa. –¿Es a mí? –Sí, a usted. El tío Marcelino se levantó después de buscar a un lado y al otro, por si el aviso no fuera con él. Se había afeitado para la ocasión, pero a pesar de todo le colgaba una mancha, casi una sombra, cerca de la boca. Le temblaban las manos. Dijo algo asustado: –¿Qué me van a hacer a mí? –¿Cómo se llama usted? –le preguntó impertinentemente el abogado. –Marcelino Martínez. El economista acertó con la clave cifrada de su maletín y 62
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extrajo una carpeta roja. La abrió, extendió un montón de papeles por la mesa e inició la búsqueda en el índice. –Usted es propietario –dijo– de una tierra en la vadera que hace una hectárea y dos áreas, y de otra en la caída del monte, de veinte áreas. El tío Marcelino se asustó. Le abandonó por unos momentos la sonrisa incrédula que adornaba siempre su rostro. Y se sentó confundido. –Si el banco decide ir contra usted –amenazó el abogado con el dedo extendido–, esas tierras dejarán de ser de su propiedad. –¿Qué dice usted? –gritó el tío Marcelino. –Lo que oye. –Antes que mías fueron de mi padre y del padre de mi padre. ¡Y seguirán siendo de mi familia! –protestó el tío Marcelino verdaderamente turbado–. Nadie me las quitará, seguro que nadie me las quitará, ¡por estas! –cruzó los dedos y se los besó. –Se las quitaremos. Se lo garantizo. –Jamás. –Delo usted por hecho. Uno de los presentes preguntó: –¿Y cuánto valen esas tierras para el banco? El economista fue a decir algo, pero el abogado le interrumpió. –El banco no entiende de sentimientos. ¡Estaría listo! Se las quita a uno y las puede vender como le dé la gana a otro. Incluso podría regalárselas a usted. ¿Cuál es su nombre? –¿Para qué quiere saberlo? –Para que vea usted que también le tenemos recogido en nuestra lista. –Vicente Munilla, y tengo una tierra en el pigazal, que hace dos hectáreas, otra en la vaquería de 75 áreas y un majuelo de dieciocho áreas. 63
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–Y otra tierra en la puerta del monte –terció el economista–, de cuatro hectáreas veintitrés áreas. –¡Pues es verdad! –El banco lo sabe todo sobre ustedes –añadió el abogado–. Es una máquina exacta. Tenemos ordenadores que nos llevan las cuentas al día. Nos gastamos mucho dinero en ello. Les tiene perfectamente controlados. Conoce sus ingresos y el saldo de sus libretas. Sus cupos de leche y lo que sacan de esparceta. Incluso a los jubilados puede retenerles la pensión. Algunas palabras airadas se oyeron por encima de los murmullos. El Torbado dijo: –Lo que nos piden es una barbaridad. –Lo justo y legal, ni más ni menos –dijo el abogado. –Exactamente, ciento cincuenta millones trescientas doce mil cuatrocientas veinte pesetas. Al día de hoy. Intereses capitalizados semestralmente. Lo que ustedes firmaron. Son todos ustedes avalistas, no lo olviden. –Supongo que el embalse les dará el agua que necesitan –añadió el abogado–. Estas obras se hacen para traer riqueza. Además, todos sabemos que ustedes se quejan siempre de vicio; cuando hay grano porque no hay paja, y cuando hay paja porque no hay grano. Al Torbado un ojo se le había quedado quieto para siempre al cavar con la azadilla. Una chispa maldita de una piedra también maldita le saltó siendo joven. Esto le había hecho padecer no pocas frustraciones. Tardó muchos años en encontrar pareja y al casarse de mayor se quedó sin descendencia. –¿No es posible un apaño? –preguntó. –¿Qué es eso de un apaño? –inquirió a su vez el abogado. –Una quita. Negociar otras condiciones. 64
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–Imposible –dijo el abogado, muy firme y seguro–. No se puede renegociar la deuda. ¿Qué garantías nos iban a ofrecer? Ya son todos ustedes avalistas. Son ustedes nuestra mejor garantía. Les propongo una solución: vendan sus tierras y páguennos. Realmente, si las venden ustedes por su cuenta hasta pueden obtener un cierto beneficio. La protesta de los vecinos se hizo patente. El murmullo ensordecedor y desagradable impedía por momentos el diálogo. El Arañas, puesto en pie, rogó silencio. Y preguntó: –Entonces, si vendemos ¿qué sería de nosotros? –¡Y yo qué sé! –dijo el abogado, displicente–. Al banco sus problemas no le interesan lo más mínimo. –Intenten creernos –suplicó visiblemente avergonzado el Arañas, seguramente por no estar acostumbrado a hacerlo–. No podemos pagar. –Pueden, vaya que si pueden –dijo el abogado, y encendió indiferente un cigarrillo. Estuvieron discutiendo un buen rato sin llegar a razones. Las voces cada vez eran más numerosas y de un tono más alto y agresivo. El banco realmente tenía controlado el valor patrimonial de cada uno de los vecinos del pueblo. Cada tierra, los edificios, cada libreta, lo más propio. Y el valor patrimonial estaba recogido en aquellas hojas que el economista exhibía orgulloso. Se dejó escuchar nítidamente el quejido del reloj a las siete. Antes de que repitiese, y como si estuviera convenido, el Arañas cruzó una mirada de complicidad con el hombrecillo llegado a media tarde en el autobús, que parecía abstraído en una esquina. Se acercó a la ventana y la abrió de par en par. Asomó la cabeza. El Torbado le preguntó: –¿Ya? –Ya –convino el Arañas, lúgubremente. –o– 65
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Alrededor del automóvil continuaban los jóvenes como si estuvieran de guardia. Algunos portaban llaves, otros martillos, los más pequeños simplemente cantos. Quizá fuera una premonición, pero el economista sintió una repentina inquietud. Descendió del estrado y se asomó también a la ventana. –¿Qué estáis haciendo al coche? –preguntó confundido. El Arañas le dijo: –Tranquilo. –Me ha parecido verles con algo en las manos. –Cosas de la impaciencia. Entonces el economista se fijó en el manto gris que parecía echarse por la cima del cotorro y en las fachadas de las casas que poco a poco iban mudando de color. –Está oscureciendo –anunció confundido. –Natural. –¿Natural? Son sólo las siete. –Igual es que se viene la tormenta –dijo el Arañas. –¿Qué tormenta? –La tormenta –repitió el Arañas, y abrió de par en par la ventana. Los pájaros parecían mostrarse agitados. Revoloteaban cazando los últimos insectos. El economista se volvió a su compañero. –Se está poniendo muy feo. En pocos minutos, la plaza quedó convertida en un agujero oscuro donde se movían algunas sombras confusas. Apenas se divisaban ya las otras casas y nadie en estas condiciones podría adivinar la silueta del viejo palomar que marcaba el fin del pueblo. –Bien, señores –dijo el abogado apresuradamente y algo intranquilo–. No estamos para perder el tiempo. Lo siento. No nos dejan ustedes otra opción. Tendremos que actuar 66
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contra ustedes. Lo siento. Recibirán la notificación en su momento. Comenzaron a ordenar de prisa los papeles antes de guardarlos en sus maletines de cuero. Se les notaba nerviosos. Luego, cuando se dispusieron a salir, el Torbado se puso en medio, cerrándoles el paso. –Está cambiando la tarde –dijo. –¿Y qué? –dijo el abogado. –Que resulta peligroso salir en estas condiciones. –A pesar de todo, nos vamos. –Imposible –dijo el Torbado. Efectivamente, la nube de densidad plomiza, que había tomado con celeridad posesión del pueblo, envolviendo las calles y los edificios en una noche cerrada y misteriosa, ahora comenzaba a penetrar con lentitud por la ventana del salón de plenos del ayuntamiento... –o– Cuando desapareció la nube, los vecinos ganaron en silencio la plaza. No tenían nada de qué hablar. Regresaron a paso rápido a sus labores. Quedaban todavía dos horas de luz. El revoloteo acompasado de los pájaros anunciaba el retorno mágico del atardecer luminoso del verano. El Arañas, antes de retirarse, se acercó con respeto al hombrecillo. Gracias por haber venido de nuevo –le dijo–. Es posible que tengamos que volverle a llamar. Y añadió: –El último coche de línea llega dentro de treinta minutos. Luego, al percatarse, se agachó y recogió del suelo la placa de matrícula del “Mercedes”, y dijo: –Seguramente la habrá perdido algún forastero de paso. Y la ocultó para siempre en el moledero de la tenada. 67
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Han puesto celadores en la puerta Han puesto celadores en la puerta de mi habitaci贸n para que no escape. Han tapiado la ventana de mi habitaci贸n para que no vuele. Han cegado mis ojos de repente para que no vea. Temen. En el fondo temen a las nubes inertes del cielo. Temen que mi inyecci贸n de ilusiones convierta en humo su programa de variedades.
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EL BAILE DEL DOMINGO
El baile del domingo Domingo. Media tarde. Inesperadamente, Juan me viene a buscar. Toca el timbre con insistencia. Me asomo al balcón. Está al otro lado de la calle, junto al atrio de la iglesia. Dice: –Baja. El cielo, por fin, se ofrece amable. Un destello azul y pálido entre nubes húmedas. Cuesta acostumbrarse a esa luz perdida, casi opaca, tímida y áspera, que lucha denodadamente por sobrevivir. Juan insiste a gritos : –Baja. Me pongo la última camisa limpia. Cepillo los zapatos. Cojo el paquete de cigarrillos, las llaves y el poco dinero que me queda. –Vamos a ligar –me dice a modo de saludo, dándome un golpe de amistosa complicidad con el codo. Apenas acostumbro a salir los domingos. Nunca me ha gustado esa estúpida predisposición de las gentes a cumplir el rito del calendario. Festivos: diversión, cerveza. Tampoco salgo los sábados. Ni los viernes ni los jueves. Ni ningún día de la semana realmente. Me he habituado a ceder la magia de los días a otros para quedarme yo solo, como un estudiante ingenuo, preparando oposiciones. Necesito, según Juan, que alguien me rescate, como si fuera un baúl olvidado en la consigna. Soy consciente de que el día de mañana pueda reprocharme a mí mismo haber desperdiciado mi juventud, pero soy así. Juan, cuando aparece, suele esbozar planes grandiosos para sus fines de semana. Me suele visitar con cierta asiduidad, especialmente los lunes para contarme cómo se lo ha 69
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pasado el domingo. Es imaginativo e impulsivo, un tipo de acción. Trabaja en un banco, oculto detrás de las columnas de la planta baja, girando un rodillo de fichas que generalmente terminan en el suelo. Ese es parte de su trabajo: recoger las fichas, hacer anotaciones, ayudar al cobrador a contar los billetes, acompañar a los buenos clientes hasta el ordenanza que controla la puerta de acceso a las cajas de seguridad. –¿Adónde vamos? –le pregunto. –Por ahí. –Por ahí ¿dónde es? –Al baile. –¿Y tendremos que bailar? –¿Y por qué no? –Bueno –dije–. Yo no sé bailar. –¿Y crees que eso le importa a alguien? –Supongo que a mí. –Anda, no seas cretino. ¿Cómo andas de dinero? –Tengo lo justo para tabaco. –¿Y una cerveza? –Bueno. Para tabaco y una cerveza. –o– El barrio por lo demás es como un laberinto de calles estrechas y edificios incómodos y viejos. Hay una sidrería de bancos corridos, lúgubre y oscura, donde los pescadores dejan morir la tarde. Y una carbonera donde anidan las cucarachas que luego trepan a las viviendas. Y un trapero que compra los periódicos usados y la ropa vieja a peso. Y un herrero. El trapero se pasa la mitad del día silbando a la puerta de su establecimiento. Tiene el horario cambiado. Dicen que vino de las américas, sin maleta y con lo puesto. Que se fue para hacer fortuna y la que hizo se le olvidó repatriarla. Ha 70
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decorado el local con dibujos de caballos y toreros, recortes de calendarios y revistas, porque en su juventud, dice eso también, fue picador, cuando los caballos acudían sin defensas y los toreros se mojaban la entrepierna con el botijo para que no les oliera el meado del miedo. Buen conversador, con un exagerado acento porteño, simpático y amable. Empuja las sílabas. Y fantasioso. A veces, abandona el local, se toma un vino y se acerca a la casa de comidas de la esquina a mirar las piernas de la muchacha que sirve las mesas. Hay también un vinatero que altera la vida apacible del lugar cuando recibe la remesa de barricas. Todo el mundo se conoce. La vida se hace de portales afuera. El sereno, por ejemplo, llama por su nombre al borracho de las once y también al de las doce. Y luego ayuda a bajar la media persiana al dueño del bar donde se refugia el resto de la noche. Los dos municipales de la ronda en bicicleta también paran en el bar a esas horas en que los que duermen todavía no quieren ser despertados. Estoy de inquilino en una casa algo descuidada que ha sido propiedad de marqueses, gente de alguna condición venida a menos. Vivo en el piso segundo. El primero se lo tiene reservado la marquesa, pero el resto de la casa la han ido vendiendo a medida que la necesidad apretaba. Mi patrona, una señora mayor, beata y casi sorda, se pasa acurrucada en el brasero casi todo el invierno. Es viuda de militar. Sabe demasiadas historias de África para no repetirlas continuamente. Me hospeda por poco dinero. Casi por caridad. Mi habitación queda separada de la escalera por un gran ventanal de cristales casi opacos, que generalmente dejo abierto. Me gusta que algo de la luz natural del día filtrada por los luceros, penetre en mi cuarto, que es asimismo 71
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donde estudio. Entonces esos ramalazos de luz confunden a mis sombras permanentes. –o– Las duchas están a cincuenta metros, al otro lado de la iglesia, en la Casa de Baños, un edificio público propiedad del ayuntamiento. Son individuales, con una medio puerta que oculta el cuerpo de las miradas indiscretas, pero no los pies difuminados por el vapor del agua. Las mañanas de sábados y domingos la cola se vuelve imposible. El mejor día de la semana es el lunes. La gente mantiene la limpieza de la víspera y se olvida de las duchas. Hay compartimientos separados para hombres y mujeres. Cuando termina el turno, una mujer gorda, embutida en una bata blanca, pasa una felpa por el suelo para secar el habitáculo. Ese es su trabajo. Detrás del mostrador, un hombre serio, algo encorvado y con aspecto aburrido, mira el periódico, seguramente olvidado por algún cliente. Cobra por adelantado, para que nadie se le escape. Suministra la pastilla de jabón y alquila la toalla. También tiene un botellón de colonia para rellenar los frasquitos según se vayan consumiendo. Fuma permanentemente una colilla, que enhebra a mano. Le faltan el anular y el corazón de la mano izquierda. –La División Azul –me dice monótonamente como si ya estuviera cansado de anunciar su deformidad a los nuevos clientes. –Lo siento –le digo. –Fui porque quise –dijo el hombre–, así que no lo sientas. Me tocó a mí muy poco para lo que allí se sorteaba. Las cañerías son de plomo y los grifos de cobre, con cardenillo verde. –o– El baile se celebra en un enorme salón donde caben trescientas o cuatrocientas personas. O más. Es impresionante. 72
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Parece un hangar, de paredes frías y desnudas, una especie de nave industrial reciclada. Está situado a las afueras, en el parque de atracciones, en lo alto del monte, bajo la montaña suiza, frente a los columpios. Hay servicio de autobuses cada media hora desde el centro. Los autobuses son viejos y renquean. Tienen la entrada por detrás, donde el cobrador extiende los tickets. El cobrador va sentado, como un patriarca, mientras los demás nos hacinamos como ovejas. Todos los domingos se queda algún autobús a medio camino en la cuesta. Entonces, según dice Juan, la gente tiene que bajarse para empujarlo a un lado, dada la estrechez de la calzada. El viaje resulta desagradable por los olores de jabones, potingues y sobacos. Lo único bueno, según Juan, es que si eres habilidoso puedes aprovechar las curvas para aplastarte con alguna de las chicas próximas. –Fíjate en aquellas dos. Están en el bote. A duras penas alcanzo a verlas. Van en la parte delantera cerca del conductor. Cruzamos nuestras miradas. Una de ellas se lleva una mano a la boca y la otra se ríe de modo artificial y descarado. –Les gustas –me dijo. Una hizo algún comentario al oído de la otra. Debía de ser algo gracioso. –Son unas crías –dije yo. –¿Tienes prejuicios? Juan les hizo una seña, elevando la mano por encima de las cabezas, como diciéndoles que nos esperasen a la bajada del autobús. –En el viaje es como mejor se liga –dijo–. Las muy tontas piensan que les vamos a pagar la entrada. Nuria y Esperanza. Las dos muy repintadas, sin demasiado gusto, con los carrillos encendidos y los labios bermejos y excesivamente chillones. Los ojos corridos. Calzan 73
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con dificultad unos zapatos de tacón alto. Se nota su falta de costumbre. Caminan sin gracia, como si tuvieran miedo a caerse, casi a saltos, levantando demasiado las rodillas y los hombros. Tienen las manos ásperas y las uñas casi comidas, pintadas de prisa. Juan dijo : –No creo que os dejen entrar al baile. –¿Por qué? –No tenéis dieciocho años. –Claro que tenemos dieciocho años –dijo la que se llamaba Nuria, algo molesta–. Yo tengo dieciocho y ésta, diecinueve. –Quince y dieciséis –dijo Juan. –Tonto. Yo tengo dieciocho. ¿Verdad que tengo dieciocho? –Sois unos gamberros –dijo la que dijo llamarse Esperanza. El traje de chaqueta le quedaba un poco holgado. Las hombreras no le favorecían la espalda, antes al contrario. Seguramente alguien se lo habría prestado para el domingo–. ¿No os creéis nada? –Pues, no. –Pues eso está mal. –¿Y qué es lo que está bien? –Nosotras –dijo Nuria, y amagó una vueltecita sobre sí misma como luciéndose–. Al menos eso dicen nuestros novios. Poco a poco nos alejamos de la explanada del monte. Comienza a iluminarse lentamente la ciudad. Las vistas son extraordinarias. La ciudad se deja mecer ahora suavemente por el mar. El golpe de luz del faro de vez en cuando nos ciega los ojos. Juan y Nuria se adelantaron unos metros. Esperanza me dijo : –¿No pensáis entrar al baile? 74
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–Luego –digo. –Es que igual es mejor ahora. Siento un poco de frío. Le paso una mano por el hombro. Ella se deja. –¿Estás mejor así? Asiente con la cabeza. Acompasamos nuestro paso. La noto algo agitada. –¿Qué es lo que haces? –me dijo. Siento sus labios muy cerca. Voy a besarla. Se retira de repente–. ¿Es muy pronto para esto, no? La cojo de nuevo por las manos y la traigo hacia mí. Iba a intentar de nuevo besarla cuando escucho la voz de Juan. –Vamos, tú –me dice irritado–. Con estas no hay nada que hacer. –o– Nos ponemos a la cola. Los de la secreta llevan la chaqueta desabrochada. Piden el carné de vez en cuando. Lo miran como diciendo: “eh, capullo, ¿ves cómo sé leer?”. La cola sólo la formamos tíos. Hay dos taquillas. Junto a las taquillas una de esas máquinas del horóscopo, pintada con estrellitas y videntes con cucurucho y varita mágica, que te auguran la felicidad por unas monedas dependiendo de tu cumpleaños. Las chicas aguardan incómodas a un lado o en la misma puerta. Están como de exhibición. Sólo les falta el cartelito de se vende o se alquila. Algunas mascan chicle, con una pose propia de cine mudo. Otras vacilan con los secretas para que les dejen pasar. Las más descaradas fuman lánguidas, intentando llamar la atención. Hay donde elegir. Uno de los secretas, me pide el carné: –Tú no eres de aquí. – Ya. –¿Y qué haces aquí? –Intento entrar en el baile. 75
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Me mira fríamente. Es algo mayor y está chupado, con los ojos metidos para adentro. El bigote recortado. –¿Te quieres quedar conmigo? – Preparo oposiciones –digo por salir del paso. –¿A qué? –A Bellas Artes. –¿Y a eso se oposita? –Sí –digo yo. –¿Y para qué sirve? –Para colocarse de bedel en un museo. Levanta la vista del carné. Me cachea. –¿Dónde vives? Le digo la dirección. –¿Estás de patrona? –Sí. –¿Cómo se llama? Le digo que es viuda de militar. –¿Estás registrado en el Gobierno Civil? –Supongo que sí. –¿Tienes antecedentes penales? –No. –No me mientas, que puedo retenerte hasta comprobar lo que me dices. –No tengo antecedentes. –No me gustan los tipos que se emborrachan y menos los que montan follones. ¿De acuerdo? –De acuerdo. –Si te pasas, yo también me paso. ¿Entendido? –Entendido. –No quiero líos, ¿vale? –Vale. –Así me gusta. Que seas listo. Venga. Pasa. 76
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Cuando nos disponemos a entrar una de las chicas que estaban fumando se dirigió a Juan. –Oye, tío, yo a ti te conozco. –Y yo a ti también. –¿Nadie te ha dicho que eres un desgraciado? –Sí, tú, ahora mismo. –Vete a tomar por el culo. –Déjame en paz. –Cornudo –dijo la tía y acompañó el insulto componiendo con los dedos una forma muy gráfica de cuerno. –Zorra –dijo Juan por todo comentario. –o– Aquello parecía una estación abarrotada del metro esperando la llegada del último vagón. La puerta daba a una pequeña rampa de descenso conducente a una balconada, donde templaban su ánimo los mirones. Por una escalera se bajaba a la pista. La orquestina ocupaba un pequeño estrado en uno de los extremos. Los seis músicos, algo mayores, parecían aburrirse con los instrumentos. Sudaban. El del saxofón se pasaba de continuo un pañuelo por la frente. Tenía cara de pensar en otra cosa. Un borracho quería colgarse de sus pantalones. El batería era el único que parecía disfrutar algo con aquello. Atacaba los platillos con la esperanza de romperlos y así tener una excusa para marcharse. Todos sudábamos copiosamente. Enfrente, en el otro extremo se encontraba el bar. Y en medio, la gente. Un hervidero de personas moviéndose, buscándose, pisándose, encontrándose, durmiéndose abrazados. Había demasiada luz. Y mucho calor. Y mucha gente. Y mucho ruido. A pesar de que las ventanas se encontraban abiertas de par en par, el aire estaba enrarecido, por culpa de los potingues, las colonias y el tabaco. Se divisaba la sonrisa incrédula de la luna. 77
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Un individuo vestido con un sayal gris y provisto con una especie de chuzo perseguía a las parejas demasiado fogosas. Iba de un lado al otro del baile, separándolas un palmo. Su autoridad se la confería el chuzo. Se dirigió a una de las parejas, la que bailaba más ajustada: –Ya está bien, ¿no? –les dijo. –¿Qué pasa? –respondió el chico. –Que el aire está para que circule por el medio. –¿Qué quieres, que bailemos así? –y se separaron. –Va la segunda que os aviso. A la tercera, a la puta calle. –Venga, ya, lárgate. –Mira, que te pincho. –Pincha a tu madre, cabrón. –¿Eh? –dijo el del chuzo–¿Qué has dicho? –Que se largue, viejo –dijo la chica. –o– A duras penas nos hicimos un hueco en la balconada. Había bastantes chicas bailando solas. Otras aguardaban de pie a que alguien las sacara, pero las más estaban sentadas en unos bancos corridos ubicados en el perímetro de la sala. Debía de ser muy frustrante que nadie se dirigiera a ellas. Esto hacía recordar a los aceituneros esperando la recluta en la plaza del pueblo. –Hay ganado de sobra para todos –dijo Juan. El tipo desdentado que estaba a nuestro lado se volvió, y con aire de perdonavidas, dijo: –Jodé, hoy nos vamos calientes todos. –¿Estás seguro? –le preguntó Juan. –¡Qué sí! –dijo el tipo– Hoy mojamos todos. Juan entonces me dijo: –Las tías se ponen de dos en dos. Una guapa de reclamo y la otra fea. Yo me quedo con la guapa. Te hago un favor. 78
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Las guapas suelen ser las más estúpidas. Se lo creen y son tontas. –Las feas son las que se pegan –sentenció entonces el desdentado al que no conocíamos de nada. –Es la verdad –dijo Juan. –Son auténticas lapas –sentenció el desdentado. La orquestina atacó una pieza. –¿Sabes cómo se baila eso? –me preguntó Juan. –Ni puta idea. –Tampoco importa demasiado. Te agarras a una gorda, y a lo que salga. El desdentado me dio un consejo : –Mete la rodilla. A las tías les gusta que les metan la rodilla. Quieren tener algo entre las piernas. Nunca falla. –¿Tú crees? –dije. –Y si falla, le atacas con esto –dijo luego, sacando del bolsillo un plátano duro y verde. Y se rió estrepitosamente. Juan se abrió de inmediato camino por entre la gente. Tenía habilidad para esquivar los golpes. –Vamos a por esas –dijo por dos muchachas con cara de aburrimiento. No sé cómo lo hizo pero enseguida consiguió la pareja. Yo me acerqué a la mía. –¿Bailas? –Sí, señorito. La chica se me pegó al cuerpo como si fuera yo su tabla de salvación. Noté de inmediato toda la inmensidad de su carne y la blandura cálida de sus pechos. Se abrazaba más a mí de lo que yo me abrazaba a ella. Le duraban todavía las últimas gotas de un perfume dulzón, inaguantable. Tenía las manos húmedas, el cuello sudado. Al principio, nos dejamos llevar por la gente. Nos empujaban y empujábamos. 79
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Parecía aquello la ley del más fuerte. Si nos pisaban, pisábamos. Si nos clavaban un codo, prolongábamos la agonía de los del otro lado. Íbamos una pareja contra otra, un culo contra otro. Y dentro de la pareja también comenzamos a ir el uno contra el otro. Ella quería para un lado y yo intentaba el paso contrario. A la derecha, pues a la izquierda. Adelante, pues atrás. Resultaba realmente imposible escuchar la música. Sobraba la orquestina. Bastante tenía con defenderme. Comenzó a picarme la cabeza. Un golpe de sangre me llegó inesperadamente al rostro. La asfixia. Podíamos seguir abrazados así toda la vida, con música o sin ella, incluso hasta verme sorprendido por la muerte. Me imaginé la noticia en el diario: una gorda aplasta privando de la respiración a un joven opositor a bedel de museo. O joven muerto asfixiado por una gorda. Estrangulado, aplastado, asfixiado, jodido. Rip, muerto, enterrado en el centro de la pista. Terrible. Miré por un momento hacia la balconada. El tipo desdentado me enseñó el plátano. “La rodilla, la rodilla”. ¿Qué podía hacer yo? De repente, la chica atacó una vuelta. Lo hizo porque sí, porque tenía que hacerlo. Porque le dio la gana. Me vi en el aire. Aquello era demasiado. Imaginé por un momento que me estaba convirtiendo en el hazmerreír del baile. –¿Cómo te llamas? –dije por decir, por frenar de algún modo su manifiesta agresividad. Tenía los ojos chiquititos y la nariz un poco plana. Los labios grandes, salvajes. Le bailaba el lunar artificial de la mejilla. Apoyó su cabeza sobre mi hombro y se apretó todavía un poco más. Intenté desasirme del abrazo, pero no pude. –Rosario –me dijo luego de un rato, con una voz un poco áspera y seca–. Para servirle, señorito. –Bailas muy bien. 80
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–Tampoco usted lo hace mal –me dijo, y quizá para demostrarme su agradecimiento por el falso cumplido volvió a intentar una segunda vuelta. Entonces yo me resistí. Ella insistió. Aquello adquiría caracteres de conflicto bélico. Decidí imponer mi voluntad. Apunté la vuelta a la derecha y coloqué la rodilla. Ella entonces presionó con todas sus fuerzas hacia la izquierda. Forcejeamos unos instantes. Rodamos por el suelo. Nos hicieron en seguida corro. La gente se reía de nosotros. Yo estaba realmente avergonzado. Ella se había quedado suspendida durante unos segundos con las piernas en el aire, con la combinación y el vestido vueltos sobre la cara. El tipo del chuzo intentó pincharnos. –Arriba, putones –dijo. Me enfrenté a él. –¿No sabes quién soy yo? –dijo el tipo muy crecido– ¿Qué es lo que pretendes? ¿Tocarme los cojones? ¿Eh, eso pretendes? Era canijo, poca cosa. Tenía los dientes salidos, de conejo, como si las muchas bofetadas con que le había obsequiado la vida hubieran terminado por desencajarle la mandíbula. Juan acudió en mi ayuda. –Estas cosas hay que hacerlas a las diez, cuando apagan las luces. –Eso, a las diez –repitió el del chuzo. La chica lloraba desconsoladamente. Estaba sentada en el suelo, con el pañuelo en los ojos. Hipaba ruidosamente. Juan me sacó a empellones de allí. –¿Qué querías hacer con ella? –me dijo. –Sobrevivir –dije. Regresamos a la balconada. Por las escaleras aguanté algunas sonrisas cómplices. –Te has hecho famoso –dijo Juan. 81
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–Mierda. El tipo desdentado, dijo: –Jodé, tío, qué ímpetu.
–o– La aparición de la cantante hizo que la gente olvidara el incidente. La cantante dijo: queridísimo público estoy muy contenta de estar de nuevo con vosotros, y todo eso, y como si aquello fuera la contraseña unos comenzaron a aplaudir y otros a silbar escandalosamente. –Es la mantenida del dueño –justificó su presencia otro de los tíos de la balconada. Mujer entrada en años, algo rellenita, de pelo rubio muy oxigenado. Llevaba un amplio escote y la espalda desnuda. Las pulseras y las lentejuelas destellaban con sus movimientos. –Trabaja en Sindicatos –dijo otro– pegando pólizas y tirando oficios a la papelera. Y los domingos se saca el sobresueldo. Y lo que pueda en especie. Su voz cálida, suave, parecía la más adecuada para acunar a los niños. Disminuyeron un poco la intensidad de los focos porque con poca luz suenan mejor las baladas. –Venga, es la hora de dormirse –dijo otro. Juan me ofreció un cigarrillo. –Has estado de puta pena –me recriminó sin dureza. –Lo siento. –Te lo puso a huevo. Las ocasiones son para aprovecharlas. Una tía que se pega así está pidiendo lo que hay que darle. –¿Y que hay que darle? –Lo que sea. –Creía que me ahogaba. –Menuda oportunidad has perdido. –Te aseguro que me ahogaba. 82
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–Cagüenlaputa. –Yo iba para un lado y ella para el otro. –La próxima vez te dejas llevar. –No habrá próxima vez. –¿Qué quieres decir? –Que no me gusta este ambiente. Esto no es para mí. –Ni para mí –confesó Juan–. Ni para nadie. ¿A quién le pueden agradar estos olores? Aquí se viene cuando hay necesidad. Y se viene a lo que se viene. –Lo siento. Me asfixio. Prefiero quedarme fuera viendo la luna. –¿La luna? ¿Deliras? –Sí, la luna. –Anda. No seas gilipollas. –Soy gilipollas. –Está bien, gilipollas. Aguanta todavía un poco. Hay que sacar provecho a la entrada. Al fin y al cabo, la luna está toda la noche ahí, y encima es gratis. –o– Durante un buen rato estuve persiguiendo con la mirada a la cantante. La señora imitaba de repente un juego de maracas sin demasiado estilo. Hacía lo que podía para que no se le rompiera el vestido. Se giraba en el pequeño escenario. Abría la boca con cuidado, para que no se le escaparan los dientes. Yo estaba como ido. Avergonzado. Enfermo. Quería abstraerme de todo. La cantante se convertía ahora una matrona del hospital lamiendo micrófono. Daba la impresión de que su misión consistía en adormecer al personal, ya que la gente bailaba ahora más arrimada, casi sin moverse. Me costó mirar a otro sitio. Pensaba que todavía me estarían señalando. Dirían: ¿ves a ese tipo? es lo más torpe que ha parido madre. Lo más torpe. 83
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Que ha parido madre. Confunde las piernas. Mueve la derecha cuando corresponde la izquierda. Y encima casi fallece en el centro de la pista. Si será idiota. Lo soy. –¿Habías acudido antes alguna vez al baile? –me preguntó Juan. –No. –¿Nunca? –Nunca. –¿Nunca es nunca? ¿O sea ninguna vez? ¿Quiero decir, jamás? –Eso mismo. –¿Ni en la plaza de tu pueblo? –Ni siquiera allí. –Pues lo tuyo es muy grave. O sea que tampoco –e hizo un gesto muy significativo con la mano. –Tampoco. –Huy, huy, huy –dijo Juan. Cuando la matrona terminó su actuación volvieron las luces a recobrar su intensidad habitual. Juan dijo: –Vamos a tomar algo. –¿No pasaremos por ...? –No, jodé. La orquestina se retiró a descansar. Y entonces comenzó a sonar el pick–up. Era un armatoste grande, una especie de armario ropero perdido en el estrado. Junto al armatoste, en una silla de madera, se sentó el encargado de los discos, un tipo de color bajo, que habría cumplido los cuarenta y que se notaba que estaba allí por obligación y que todo aquello le importaba un rábano. Iba embutido en un guar84
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dapolvos pardo amarillento de los usados en el ejército. La gente le pedía discos y él hacía gestos como que no escuchaba. Limpiaba los discos con un cepillo, como si fueran zapatos. Juan se puso otra vez delante. Comenzó a atravesar el hangar a todo lo ancho, abriéndose paso a codazos. Buscaba una nueva zona de actuación. Le seguí a escasa distancia. Se detuvo un momento casi en el centro de la pista. Y miró a un lado y al otro. Luego se dirigió a una pareja de muchachas que bailaban medio aburridas. Se separaron. Una de ellas asintió y ya se le iba a entregar cuando su compañera, la que me correspondía, al verme, se cruzó por medio impidiendo el abrazo. Juan se encogió de hombros. Las tías se alejaron de nosotros. Juan estaba decidido a darme la tarde. Intentó un nuevo baile y otro. Cuando en el pick–up comenzó a sonar Paul Anka me encontré de frente con una tía alta, seria, lisa como un cepillo de dientes. La tía colocó su brazo en medio, para que corriera el aire entre los dos. No hice ningún esfuerzo por disuadirla. Me sacaba un buen palmo, incluso yo diría que la cabeza. Bailaba rígida, como si alguien le hubiera clavado una estaca en la espalda. Dije: –Bailas muy bien. –Pues tú no sabes y me estás pisando –dijo ella. –Lo siento –dije avergonzado. –Es igual. Estoy acostumbrada a que me pisen. Era tan delgada que cada vez que intentaba atraerla se escurría como una anguila. –¿Eres de por aquí? –me dijo. –Ya llevo algún tiempo. 85
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–No me suena tu cara de nada. –¿Y tú eres de por aquí? –Tampoco –me dijo ella. –Es que tu cara tampoco me suena de nada. Entonces, sorprendentemente la muchacha se echó a reír. Era una risa franca, agradable, abierta. –Me estoy acordando de cómo te has caído antes –me dijo–. Lo has hecho muy bien. Ha sido muy gracioso. –¿Tú crees? A mí no me ha hecho ninguna gracia. –Es natural. Pero hay que aprender a reírse uno de sí mismo. Luego de un rato, dijo: –¿Quieres que lo intentemos? –¿El qué? –pregunté asustado. –Caernos. –No, no, por Dios. –Venga, que es muy gracioso. Hizo un amago, pero desistió. Descubrí que tras sus gafas de aro bailaban alocados dos ojillos azules. –Tienes unos ojos muy bonitos –dije. –Los tuyos también lo son. –¿Cómo te llamas? –dije por decir. –¿Para qué narices quieres saberlo? Juan me dijo luego: –Ya disculparás, pero con tu reputación me ha sido imposible conseguir otro material. –Me lo he pasado muy bien –dije. Me miró sorprendido. –¿Tienes fiebre? –La tía se ha enrollado bien. –¡Pero si bailabas a un kilómetro! –Pero era muy simpática. 86
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–Oye, ¿no serás maricón, verdad? –o– El bar estaba formado por una barra larga atendida por cinco personas ataviadas con camisa blanca y pajarita. Sólo se servían botellines de cerveza y refrescos, y al contado. Aquella era también una zona exclusivamente masculina. La gente fumaba y bebía sin emoción. A algunos se les caía ya los ojos. De vez en cuando, los camareros abandonaban la barra para recoger los botellines. Nos hicieron un hueco y nos sentamos en el suelo. Las chicas rotaban por delante camino de los servicios. Uno de los que estaban a mi lado me dijo : –Cuidado que hay ganado hoy, ¿eh? –Sí –dije. –Y de calidad, ¿eh? –Bueno –dije sin demasiada convicción. –Vengo todos los domingos. Y te aseguro que nunca he visto tanto ganado. Y con ganas, ¿eh? –¿Ganas de qué? –Jodé, ¡de qué va a ser! Se bebió de un trago el botellín. –Es el sexto –me dijo. Y se fue a por otro. Fumamos cigarrillo tras cigarrillo. El pick–up sonaba a tope. La luna se ofrecía redonda y salvaje por entre las ventanas. Estaba enorme, blanca, burlándose de nosotros, con el dibujo de los montes casi al alcance de la mano. Un compañero de Juan se acercó. –Cagüenlaputa. Parece esto la central de abastos pero no hay nada en venta. Son todas frígidas. Cabronas. En cuanto quieres catar la mercancía te sueltan la hostia –dijo, y se marchó. –Esa sí que está buena –dijo uno, y miramos todos en la misma dirección. 87
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–Pues esa tampoco está nada mal. Y todos nos volvimos a mirar a la otra. –Si todas las tías vienen a lo que vienen y nosotros venimos a lo que venimos, ¿por qué cojones no conseguimos ligar y nos aburrimos como ostras? –dijo otro desconcertado. –Porque no les gustamos –le contestó uno. –¿Todos? –Claro. –¡Ah! –repuso– Será por eso. Había un grupo de jóvenes, todos con el pelo rapado, bebiendo en una esquina y hablando y riendo en voz muy alta. Muy cerca estaba uno sentado en el suelo, con la espalda recostada sobre la pared, y la cabeza ladeada, dormido profundamente. De vez en cuando, alguno de los del grupo se animaba, se adentraba en el baile y volvía de inmediato. –Ya llevo quince calabazas. Otro, le dijo: –Aquellas de allí verás cómo nos dicen que sí. Regresaron los dos. –Pues nos han dicho que no. El Dúo Dinámico reclamaba con sus voces desde el pick–up. La gente se movía ahora más rítmicamente, como si la semana hubiera sido liviana y necesitaran cansarse. Había algunos atrevidos que soltaban a la chica, convencidos de que no iría a entregarse en los brazos de otro. Soltaban a la chica, flexionaban la rodilla, giraban sobre sí mismos, daban una palmada, hacían una reverencia estúpida y regresaban de nuevo a por ella. Esto gustaba a los más jóvenes. Se les veía acalorados, enloquecidos. Los más maduros se agarraban más a su pareja para que no sucumbiera al encanto del ritmo. 88
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Una muchacha iba de un lado para otro dando saltitos mientras su novio o lo que fuera la sujetaba con las manos. Estaba anclado en el suelo, como un acorazado de la segunda guerra mundial, moviendo apenas un pie. La muchacha iba y venía. Daba un saltito, enseñaba el pico de la combinación y regresaba a su lado. El que estaba a mi lado, que tenía los párpados pesados y estaba ya algo bebido, dijo: –Toda la semana esperando al domingo. Llega el domingo ¿y qué? –Que al día siguiente es lunes –le contestó su compañero. –Ya, jodé. Pero no sucede nada. –¿Y qué quieres que suceda? –le preguntó un tipo con aire despistado. –No sé. Algo. Para eso es domingo. –Y al día siguiente, lunes –añadió el tipo despistado.
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La gloriosa armada
marino de la Gloriosa Marina de Guerra de la Invencible siempre Derrotada aprendí a amar el mar y otras cosas
a un almirante loco le dio por bombardear gaviotas en un islote de Alicante; ahí queda eso
(de las cuatro cañas de veinte de proa sólo escupió una, menos mal; de las de popa mejor olvidarse las ametralladoras de estribor trazaron bonitas luminarias en el cielo negro sin atinar en el blanco) la guardia en cubierta de repente gritó ¡qué viene, qué viene! ¡venían los americanos!
el almirante señaló nervioso su estandarte al avión de reconocimiento identifiqueison, identifiqueison
consecuencia: fueron citadas en el cuadro las cañas de popa con castigo de lampaceo por insurgentes arrestadas las ametralladoras por putas y resabiadas
¿y el avión americano? también el avión americano pero los americanos como hablan inglés no se enteraron oh, yes (el islote continúa anclado en el Mediterráneo)
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Rosa A Rosa los años se le habían pegado a la cara como goterones de cera líquida. Era cosa del maquillaje, de esos polvos de arroz necesarios para disimular las salpicaduras de café. Se cuidaba mucho todavía de lucir, eso sí, sus piernas largas, las más largas que hubiera visto Martín en toda su plenitud, pero, sin embargo, aquel rostro anguloso, de perfil agresivo, de corte a cuchillo, se había transmutado ahora en algo perverso, con un rojo corrido hacía los pómulos, un moño en forma de peineta, y unos ojos heridos atrapados en una cárcel de barrotes negros. Nunca había sido especialmente atractiva, pero había gozado de ese encanto especial con el que la naturaleza dota a algunas personas. Quizá fuera ese saber enfrentarse a gente sin ninguna reputación, o su intuición asombrosa. O el coraje. O la forma de romper el aburrimiento con una insinuación provocativa. Le miró desde detrás del mostrador, sin aparentar ninguna emoción especial, como si esperara desde siempre su visita. –¿Lo hacemos de nuevo en la cocina o cuelgo el cartel de “estoy fuera diez minutos”? –le dijo casi mecánicamente a modo de saludo. –Déjate de coñas –dijo Martín. Había renunciado a buscarla, porque un día, al tercer intento, le vino como un mareo y un temblequeo especial de las piernas. Pensó que se moría. Que unos gusanos insoportables le manejaban de mala manera desde adentro. Que aquello era demasiado. Y tuvo que coger un taxi para regresar a casa, cuando la casa ya estaba vacía y las moscas de la cocina inquietas. Y encima hacía frío o estaba él arrugado. 91
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Y Rosa pensó también en su honorabilidad porque si la diñaba encima de su tripa, con el culo al aire, y lo otro también, ¿qué coño tendría que inventarse para salir del atolladero? Así que se lo dijo. De golpe y con aplomo. Sólo dos. O mejor, uno. O mejor una buena conversación como dos buenos colegas. Y nada de propinas ni de roncar como un cerdo. La bodega estaba en un sótano. Una escalera pronunciada dificultaba el acceso de curiosos, por lo menos de los mirones de cierta edad y muy especialmente de los viejos. Estos se conformaban esperando, sin nada en el bolsillo, a que entrase algún cliente, para correr hacia la puerta y asomar las narices y bajar nerviosos los primeros escalones para enterarse de lo que pasaba allí. Era un local tétrico, húmedo, con muy mala respiración y peor reputación. Media docena de mesas, con sus sillas de madera, algunas con el respaldo roto, y un futbolín descompensado y con algunos jugadores cojos. Habitual lugar de encuentro de hampones de poca monta y chivatos, en la época en que los chivatos tenía estatus especial de protegidos y caminaban enchulados como si fueran universitarios mirando con suficiencia por encima del hombro. Como cobraban además del régimen, se lo gastaban con prodigalidad en la habitación de dentro, sobre el camastro ruidoso de muelles oxidados. –Es estupendo encontrarse con los viejos amantes –dijo Rosa, buscando la complicidad de los recuerdos– ¿Vienes como amigo a consolarme o como cliente a desahogarte las penas? Siempre serás bien recibido. ¿Cuánto tiempo hace de la última vez? La vida está muy difícil, Martín. El negocio, en quiebra. Tampoco tú has mejorado. Todos quieren muñequitas hinchables. Sólo bebemos tinto las putas de siempre, las que dignificamos la profesión. Las otras lo hacen tan mal y con tanta mierda encima que co92
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rrompen a la juventud. Es mejor hacerlo con un borracho que con un tipo con los ojos de cristal, que a las cuatro de la mañana vuelve a casa de su madre a robarle la pensión. Mucho pecho, muchas nalgas, mucho barnizado. Los niñatos de ahora huelen a lo que huelen. Donde esté un buen sobaco hay sudor de hombre. Y a mí me gustan los hombres que sudan. Como tú. Martín había pasado allí centenares de tardes aburridas como para poder llevar la cuenta. –Cuando yo era la Rosa, muy bien respetada todo hay que decirlo, no había tantos deprimidos. Hemos tomado tanto calcio de críos que nunca se nos rompen los huesos. Nadie usaba condones. ¿Qué? Tampoco había tantos vividores y cuentistas. Ni tantos inocentes que se creen felices. Todo el mundo lo quiere gratis. Pero a mí me cuesta una pasta el cuidarme. ¿Tú crees que es posible que me pase tardes enteras con los brazos cruzados? ¿Qué pasa? Esto se desmorona. La culpa es de la abolición del servicio militar. Ya no hay hombres ni seminaristas. Ahora todos son ingenieros. Y se estrenan en la universidad con el mismo interés con que estudian física. ¡Qué mierda de vida! El local apenas había sufrido transformación con los años. La misma iluminación, el mismo color amarillento de las paredes. –Un buen polvo es mejor que la teoría de Arquímedes. –El Principio de Arquímedes. –Mejor que la ley de la gravedad esa que después os tira la cosa para abajo. –Qué bestia eres –dijo Martín, insinuando una sonrisa. –Y que los catetos y la hipotenusa, que yo he ido al colegio, no te creas. Y estoy más leída que muchas de las que salen en las revistas. Le alcanzó un botellín de cerveza, sin vaso. 93
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–Toma, por si te da asco. Martín bebió un trago. –Me he sentido esta mañana muy acabado –confesó Martín de repente. –Ya. Y vienes a contármelo. –A alguien se lo tengo que decir. –Y aquí está la Rosa, para tragarse tus inquietudes y tus mierdas. Guardó unos segundos de silencio. Luego le acarició sus manos y le tocó suavemente las mejillas. – Te he querido Martín, como sólo sabe querer una puta. –Lo sé. –Los amores de puta son los más pasionales y salvajes. –También lo sé. –Pero tú y yo ya no estamos para muchos trotes. Hay días que me levanto con lumbago y otras con la carne consumida, áspera como una piedra. Duramos porque el hambre y las circunstancias nos hicieron de hierro. A veces pienso que aquel maldito aceite de ricino o de hígado de bacalao nos protege todavía. No nos doblamos fácilmente. Caemos, pero nos levantamos de nuevo. Y esto no es cosa del clima. Es cosa de lo que llevamos en el interior. ¿Qué es lo que te pasa, Martín? –Estoy enfermo. –¿Mucho? –A las seis me dan el resultado. Rosa guardó silencio durante unos segundos. –¿Es cosa grave? –Creo que sí. –¿Muy grave? –Me temo que sí. –¿Tienes miedo? Él asintió buscando temeroso la luz de sus ojos. 94
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–Presiento que estoy muy tocado. –¿Tanto? –Mucho, Rosa, mucho. –Lo siento. Lo siento de veras. –Igual me muero, Rosa. Igual esta es mi última visita. Ella le volvió a acariciar con dulzura las mejillas. –¿Quieres pasar un ratito? –No –dijo él. –Sólo un ratito. –No, Rosa, no. Bebió otro trago. Y añadió luego con cierta nostalgia: –Hemos disfrutado muchas tardes juntos, ¿verdad, Rosa? –Todas las que tú has querido. –Una vez imaginamos escaparnos los dos para ver el mar, ¿recuerdas? Romper con todo y hacer el viaje que siempre se sueña a los dieciochos años. –Suspiraba por dejarme mecer por el agua una noche oscura. Perdidos en una bahía, bajo las estrellas y la luna cargada de emociones. –Lo malo es que ya no teníamos dieciocho años. –Ni ahora tampoco. Somos barcos al desguace. –Eso es lo malo –dijo Martín en tono severo. Rosa le acarició con ternura el cuello y la espalda. –¿Quieres que te acompañe? La Rosa es un colchón cuando está debajo y una manta cuando se pone encima. –No –dijo Martín con un amago de tristeza en sus palabras–. Sólo vengo a oírte decir que me quieres. –¿Cómo si fuese una despedida? –Como si fuese lo que mas necesito escuchar en estos momentos. Rosa le miró sin pestañear a los ojos. –Te quiero, Martín. –¿Todavía? 95
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–Todavía. –¿Después de tantos años? –Y más que viviese. –¿Como nunca has querido a otro hombre? –Como nunca he querido a otro hombre. –¿Me lo juras? Rosa cruzó los dedos delante de los labios. –Te lo juro. –Si salgo de esta, ¿te vendrás a vivir conmigo? –No –confesó abiertamente Rosa –¿Por qué? –Porque la emoción sólo renace en los encuentros. –Dime, por lo menos, que te gustaría. –Me gustaría. –Me esperarías en la puerta y bailaríamos en el hall. –Sin música. –No la necesitamos. Al despedirse, Rosa le dijo. –Cuídate. Y ánimo, Martín. Y vuelve. No tengas miedo. Te estaré esperando. Abierta como siempre para ti. El miedo no sirve para nada y termina ensuciando los calzoncillos. Martín besó sus labios. –¡Qué triste es la vida, Martín! –dijo Rosa–¡Podríamos haber sido tan felices juntos! –Lo sé. –Todavía recuerdo el día que me dijiste que nada más nacer ya me estabas esperando. ¿Recuerdas qué te contesté? –Sí. –Que si eso era el amor también yo ya te estaba amando. –Gracias, Rosa. – Animo, Martín. Toma ejemplo de mí, que aquí me tienes sola, sin doblar la rodilla, con el orgullo en los ojos, dignificando esta puta profesión. 96
LA APARICIÓN
La aparición A la señora Venancia la Virgen se le apareció, no sabe si en sueños o en realidad. Pero se le apareció. Fue en los cincuenta. Iba al pedregal a por hierbas aromáticas, muy cerca de las colmenas. La Virgen estaba sentada allí, sobre el poyo de piedra, en la pared de la ermita visible desde el recodo, apacible y muy serena. Y muy limpia. Olía a rosas. Dijo: –Venancia estoy muy sola y tengo sed. Venancia acaso pensó en un principio que era una peregrina perdida del Camino o alguna mendicante seguidora de Santa Teresa, de las valientes a las que no importa exponerse a peligros. Le alcanzó un vaso de agua del pilón casi seco por allí cercano. Y le entregó también las cuatro migas de pan para los pollos que guardaba en el bolso de la bata. La Virgen entonces se lo agradeció, intentando una sonrisa imposible. Es en ese momento cuando por la mirada serena y el traje negro, la suavidad de sus manos y de la piel de su rostro, cayó en la cuenta de quién era. Se asustó. Intentó retroceder. La calorinas del verano son traicioneras. Confunden las cosas. Aquello era imposible. Realmente, imposible. La Virgen, dijo: –Venancia ¿me tienes miedo? –No, no Señora. –¿Por qué huyes de mí? –No huyo, sólo retrocedo. 97
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–¿Quieres venirte conmigo? –¿Y usted qué contestó? –Dije: “Tengo hijos que criar, ¿puedes esperar un poco?” Ella, me dijo: “Hagamos un trato. El día en que dejes de rezar el rosario, lo tomaré como el aviso para que venga a buscarte.” “Pero ¿y si me equivoco y se me olvida sin intención?” “Lo disculparé al momento.” “¿Y si me duermo y no desgrano las cuentas?” “Lo entenderé porque estarás muy cansada.” “¿Y si la oración me sale vacía?” “Ya me la llenarás más tarde con amor.” “¿Y si me pongo enferma?” “Estaré a tu lado rezándolo por ti.” “¿Y si me pierdo por un camino y no me encuentro?” “Yo te guiaré.” “¿Y si cruzo por la vadera, me resbalo y me caigo?” “Yo te secaré las ropas.” “¿Y si me caso de nuevo?” “Ay, Venancia, Venancia, qué fe de carbonero tienes. ¿Quién va a quererte a estas alturas, como para casarse contigo, quién?” “Nunca se sabe, Señora.” “Anda, Venancia, no seas tunanta, que no estoy para risas ni fingimientos, que eso para mí es casi pecado.”
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IGLOGLÚ, GLOGLÚ
Igloglú, gloglú Más que expresarse con palabras lo hace con sonidos guturales. Gesticula cuando pretende concretar algo, mueve la cabeza, tuerce la boca y pone los ojos como desorbitados y lejanos. Pero puede mover el dedo meñique de su mano izquierda. Los jueves nos juntamos en el parque. Juanito es mi amigo. Están también Consuelo, que se maneja muy bien en su silla, y nunca sonríe y tiene los pelos demasiado largos, y don José, al que le vino una noche el silencio, que debe ser como un pasmo porque se quedó torcido y con la boca abierta para siempre. El Lunático es menos amigo porque siempre está con su vozarrón asustándonos, como las locomotoras cuando salen del túnel. Alfredo huele mal, como huelen los enfermos que tienen la cara amarilla y los ojos casi huecos. Luisa y Jorge son novios. Los ponen juntos para que hablen sus ojos. Luisa es un poco mayor. Le sueltan las horquillas para que la melena rubia le caiga por los hombros, como unas lágrimas de limón. Cuando está despeinada parece una bruja mala, los pelos entonces se le vuelven más oscuros y la boca se le escapa de la cara, y no nos gusta nada. Pero Luisa es buena. La quiero mucho, todos la queremos mucho. Juanito también. Y Jorge el que más, porque es su novio y cuando se casen llevará un clavel blanco en la solapa y será tan feliz que nos invitará a pasteles. Cuando algún jueves falla Luisa, sentimos su ausencia y a la reunión le falta alegría, claro, y ya no es lo mismo. Jorge es muy atrevido: pretende un movimiento para rozar su mano porque para eso es su novia. Luisa apenas 99
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se mueve, Jorge hace todo lo posible por llamar su atención, como los palomos cuando cortejan a las palomas, y a veces lo consigue. Entonces, Luisa abre un poco más la boca y se queda con la mueca de la sonrisa durante las dos o tres horas en que dura el encuentro. En medio de los jardines hay como un lago artificial, donde una pareja de cisnes se resbala por el agua señorialmente. El silencio es mágico. Hay pájaros columpiándose en los árboles. Y patos azulones. Dicen que este año hay menos pardales que otros años. Dicen que son los pesticidas que usan los agricultores para matar insectos los que finalmente terminan envenenando también a los pájaros. A mí los pardales me gustan porque aman tanto la libertad que se mueren de tristeza cuando los enjaulan. La libertad, qué cosa. Detrás de los bancos hay unas moreras y los restos de una pared vieja, que dicen fue un muro de contención durante una de esas guerras en las que estuvo mi papá antes de ser mi papá. El papá de Juanito también estuvo en una guerra, pero decidió quedarse allí para siempre por lo que Juanito a veces se pone triste porque no tiene quién le cuente historias. A veces mi papá se esconde detrás de la pared para hacerme susto y como no le veo entonces pienso que me he perdido y que nadie va a venir a buscarme. A él le gusta jugar a eso. También a la mamá de Juanito, que es muy buena y se ríe con la boca abierta y en cuanto puede va a buscar a mi papá detrás de la pared, para que mi papá tampoco se pierda. Dicen que es un juego divertido, pero a mí me asusta. Si me pierdo igual no me encuentra nadie. ¡Qué miedo! 100
IGLOGLÚ, GLOGLÚ
Las historias de guerra me atraen, porque todos los soldados son muy valientes. No entiendo por qué los soldados sabiendo que van a morir continúan en las trincheras del frente. Es como cuando en una película sale uno del escondite para que le disparen. El mundo es muy ancho y tienen que existir lugares donde el enemigo no te descubra. En lugar de ir hacia el norte te vas hacia el oeste y ya no te encuentran. Por ejemplo, si te disparan desde un lado, te vas tranquilamente al otro. Juanito tampoco puede explicármelo porque sabe menos que yo de la guerra y sus escaramuzas. Nos colocan uno frente al otro, para que empecemos a contarnos las cosas de la semana. Las semanas empiezan en domingo y no en lunes. Por tanto, si hoy es jueves es el quinto día y no el cuarto. Esto Juanito no lo comprende demasiado bien y cuando se enturbia con algo incomprensible no dice “igloglú” porque no le sale. Tuerce la cara, tuerce la boca, pero no le sale. Su mamá se llama Engracia María o Engracia a secas. Me ha cogido tanto cariño que mi papá le permite bajarme y subirme los párpados mientras se fuma un cigarrillo. Ella se lo agradece. Y se pone muy contenta y yo me fijo en sus pechos abultados. Y me pongo a pensar en mi mamá. Por unos momentos intento formarme alguna imagen concreta de cómo sería. Tendría también los pechos abultados y redondos, ojeras, las caderas anchas, y la mirada un poco alejada. Y triste. La mamá de Juanito sin embargo es muy alegre y se ríe siempre con la boca abierta. Dice que a Juanito le quieren mucho en la escuela especial, que ya sabe alguna letra, que la llena de besos, que no le importa haber renunciado a todo por cuidarle, y que dentro de unos años cuando Juanito sea ingeniero ella le regalará un coche fabuloso, de dos puertas, descapotable, con una radio que 101
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haga “tumba, tumba”, para que todas las chicas del barrio se vuelvan a mirarle y se le cuelguen del cuello. Entonces Juanito dice de nuevo “igluglú”, porque tiene el oído como yo de fino, y mueve otra vez el dedo meñique. Pienso que Juanito intentará de nuevo una apertura con blancas, aunque me temo que sea incapaz de manejar el caballo con habilidad. Quiero enseñarle, pero se distrae demasiado con Rosita, que es nueva y que mueve tan velozmente los ojos que le confunde. Yo sólo puedo verla cuando mi papá gira mi silla. Rosita se ríe, tiene los dientes blancos, parece buena persona y habla sin parar. Está todo el rato diciendo “gloglo” o algo así. Juanito y yo creemos que es de otro país, porque su habla no es demasiado comprensible para nosotros. Y aunque hace esfuerzos para hacerse comprender termina siempre riéndose, lo que tampoco a mí me gusta demasiado. Las blancas otorgan la iniciativa. Es una ventaja. Seguro que sale de peón de rey, cuando a mí me gusta peón alfil de reina. Juanito mueve el dedo meñique: es su saludo de cortesía. No puede salir el alfil porque el peón está estático en su cuadro sin gana de pelea. Le pregunto a Juanito por su salud y me contesta “igluglú”, que quiere decir en este punto de la conversación que muy bien, yo intento contestarle “gloglú” pero mentalmente, para que sepa que a mí tampoco me han llevado esta semana a la playa porque llovía mucho, y entonces Juanito escupe el aire de la boca enseñándome los dientes. Muy serio dice “agloglú, agloglú”, porque hoy no le duele nada y como a mí tampoco me duele nada nos ponemos los dos muy contentos. Nació así como está ahora. Y apenas ha cambiado en estos años que nos conocemos. Creo que pusieron a su mamá unos artilugios raros para sacarlo que le presionaron el cerebro cortándole el aire. Un accidente dice su mamá. 102
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Nunca ha caminado solo. Mueve mucho la cabeza como si quisiera quitársela porque le molesta. Y cuando le doy jaque se retuerce como un tornillo. Jamás discutimos. Primero porque soy incapaz de articular sonido alguno y porque estoy sujeto con correas para no caerme, ya que mis piernas son como palillitos y mis brazos delgados y frágiles como un papel y entonces no puedo mover las manos y la gente cuando discute mueve las manos y las levanta hasta la altura de los ojos como si una mano en alto constituya el argumento final y contundente de cualquier discusión. Segundo, tampoco puedo mover el cuello. No puedo mover la boca, no puedo mover los ojos. Allá donde me dejen, allá me quedo. Reconozco que es un poco aburrido, porque puedo estar contemplando la misma imagen una hora seguida o más o menos. Pero esto tampoco está mal, porque tengo tiempo suficiente para diseccionarlo todo, memorizando hasta el detalle más insignificante. Por ejemplo, cuando ataca el frío, mi papá me resguarda en una exposición de pintura. Y yo entonces cuento los movimientos de la espátula o los desplazamientos del pincel sobre el juego de verdes. Pocas veces puedo terminar la cuenta porque como mi papá es muy nervioso cambia enseguida la orientación de mi silla y entonces me topo con otro cuadro más áspero porque carece de verdes. Me encantan las exposiciones. Envidio a Juanito porque él sí puede mover el dedo meñique. Si fuera yo capaz de hacerlo, practicaría hasta conseguir pintar unas marinas preciosas. Somos colegas desde la infancia. Creo incluso que tenemos la misma edad. Y nos llevamos muy bien. Cierto que a veces se vuelve un poco insoportable, porque al no tener papá le han dado muchos mimos y por momentos se vuelve caprichoso y maleducado. 103
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Por ejemplo, dicen sus hermanos que es insoportable, tan insoportable como el Lunático, que no para de moverse como si estuviera sentado en una butaca del teatro con una pulga en la espalda. Juanito tiene una hermana muy guapa. Ella sabe que es muy guapa. Muchas veces viene con su novio, que es un tipo casi sin pelo y bastante desagradable. Yo odio a su novio. Juanito dice que igual me he enamorado de su hermana, me hace burla, y entonces como venganza le doy jaque rápidamente. Me parece pretencioso el novio. La coge por la cintura y no la suelta. No sé por qué ella se deja. A Juanito y a mí nos gustaría estar sueltos, pero a ella se conoce no le importa estar sujeta por el tipo calvo. Mientras Juanito se enzarza en una conversación silenciosa conmigo, mi papá se sienta en un banco a fumarse otro cigarrillo. Le gusta el tabaco negro, porque dice que deja menos olor en la ropa. Para cuando lo acaba ya me ha bajado y subido los párpados cinco o seis veces y me ha pasado el pañuelo por la comisura de los labios. La mamá de Juanito y mi papá se llevan muy bien. Dos personas congenian cuando se ríen y ellos se ríen a menudo. Mi papá es muy gracioso y sabe muchos idiomas. Creo que ha estado en muchos países. Se ponen muy juntos en el banco de madera, como si no hubiera más sitio. Yo creo que hasta se empujan. Juanito también se ha dado cuenta. Y me avisa con un “egloglú” tan sonoro que es imposible que no lo capte. A veces incluso a mi papá se le escapan las manos y la mamá de Juanito se las coge para que no se vayan muy lejos. Lo intuyo porque Juanito intenta un movimiento extraño, una cosa así como un pataleo de alegría. Además, al pataleo siempre sucede que mi papá se me acerca muy cariñoso me baja los párpados –yo no puedo subirlos por voluntad propia–y me dice que me duerma un 104
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ratito. Pero no me duermo porque no tengo sueño y porque Juanito me cuenta muy alterado, que al darle la vuelta a la silla, ha descubierto hoy junto a los cisnes más patos azulones en el estanque que los que había el otro jueves. Le pregunto que cuántos. Y me dice “igloglú, gloglú” que ahora significa seis. Estoy seguro que además ha movido el dedo meñique de su mano.
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El poste humano Bueno, en las ciudades suceden a menudo cosas interesantes. Es una obviedad. Ustedes ya lo saben. Soy un hombre proclive a ensoñaciones. Voy por la orilla del río y no me importa en absoluto que las gaviotas me molesten jugueteando en los bancales de pecina. Porque esa es otra. El río está abandonado para que los ecologistas tengan un lugar donde realizarse con los olores del detrito. Como a veces las aguas, además, arrastran una oveja muerta o un caballo descompuesto, o un perro o un gato, atrapados entre las ramas de los árboles que las últimas tormentas han dejado como recuerdo de su paso sin escrúpulos, se les permite a la hora del bocadillo realizar arriesgados experimentos husmeando en sus entrañas. Una cosa de mucha erudición y generadora de avanzados logros científicos. Las tormentas en esta ciudad, por si lo desconocen ustedes, son espantosas. Comienzan generalmente de noche, cuando sólo están despiertos los que no duermen, y duran hasta el amanecer e incluso más tarde. Hay todo un catálogo de tormentas, como platos en un menú de degustación. Con granizo o sin él, con culebreos mágicos en el cielo o sin ellos. Pero siempre con descarga de agua. El agua. Eso es lo importante. Un preboste incendiario ya lo ha dicho: En una ciudad donde habitualmente llueve lo fundamental es fabricar casas sin tejado. Los primeros trabajadores de la mañana son los que disfrutan de esta afición de la naturaleza a humedecer a los pobres. Cierto que como contrapartida se empapan los do106
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bladillos del pantalón y terminan con los rostros salpicados al acelerar los desaprensivos conductores de los autobuses escolares cada vez que divisan un charco. Digamos que de unos meses a esta parte nuestros regidores municipales se han planteado seriamente, por fin, objetivos concretos a cumplir. Han estado dos o tres años sin hacer nada, engordando para las fiestas que no celebran, pero ahora, de repente, se les ha emocionado el cerebro. Ha bastado con que el dictador de referencia reconfortado por sus deudos muera tranquilamente en la cama para que ellos hayan comprendido lo trascendente que es tener agradecidos entre los serviles. Y es de reconocer su buena disposición. Los pobres se esfuerzan ahora en una tarea encomiable y lamentablemente incomprendida: ¡Pretenden la recta curva! Si la función más importante de un arquitecto es preparar el edificio en construcción para cuando se caiga, la de los regidores municipales es la de sorprender a los conciudadanos molestándoles lo más posible. ¡La recta curva! Oigan, como lo oyen ustedes. Quieren que nuestra ciudad sea la primera en todo el universo en ostentar ese logro cultural. Nada de hierros retorcidos en museos cerrados, nada de ojos sueltos, de boquitas de piñón con labios coloreados vilmente, de murales repintados, de vagones de ferrocarril descarrilado. De cielos espantosos y trágicos. ¡La recta curva! ¿En qué consiste semejante portento? Muy sencillo. Se lo voy a explicar a ustedes para que me comprendan. Aquí hay una calle recta, espaciosa, alegre, feliz en su trazado, dinámica y juvenil, que permite llegar de un extremo a otro sin alterar el ritmo del paso, que no se tuerce estropeándole a uno la vista. Seguramente diseñada por un tipo simple y sin escrúpulos, uno de esos tipos navajeros que piensan equivocadamente que a un punto sucede otro, como a una letra, otra; y a un acorde, otro. Y que la recta es 107
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la línea más corta. ¡Qué ingenuo! Entonces, la ilustre concejala de distrito, que generalmente acude a los actos oficiales en chanclas y escotada, con un jean muy holgado y una cara maquillada en azul para evitar a los de la oposición excitaciones perversas, decide curvar la recta, así, por las buenas, igual que un flete galvanizado, porque le ha entrado el ansia irrefrenable. Pero, ay, amigo, hay rectas que no se dejan, rectas orgullosas de su condición, de larga tradición y muchos posibles. ¿Qué hacer con ellas? Eso mismo: humillarlas hasta que desfallezcan. Y ahí, amigo, entra en funcionamiento el denominado arte urbano. Convencida de que la deficiente educación de la plebe convierte a ésta en una clase social elevada, decide plantar en la mitad de las calles museos de la modernidad, situando cada diez metros y en la mitad de la acera a modo de obstáculo una obra de arte de un compadre pagada por el erario público. Oigan, como lo oyen. Una cosa moderna y progresista. Como debe ser. Una vez es un tubo metálico indicador de nada, otro una papelera sin papeles, más allá un trozo de roca caído de un monte agresivo, o una parte de una muralla que nunca existió. Una vaca de plástico, un montón de cables enrollados. O los eslabones roñosos de la cadena de un pecio olvidado. O montañas de baldosas perdidas por un camión municipal. O sacos de cemento. O deposiciones dejadas sibilinamente para que usted proteste de algo. Gracias a eso esta es una ciudad llena de cosas –he dicho bien: cosas, disculpen– por todas partes. Cajas vacías amontonadas unas encima de otras, alambres espinosos simulando una barrera de contención, un enjambre de chorizos revueltos alrededor de un tortuoso huevo frito de hierro forjado, una piedra cortada en un ángulo inverosímil, de 108
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modo que las zanjas no desentonan en exceso, sea dicha la verdad a fuer de sinceros. El caminar se convierte entonces en un lúdico y deportivo zigzag, donde los niños juegan a encontrarse y los viejos a romperse las caderas para regresar al hospital. Fantástico. No se crean ustedes que es fácil imaginar nuevas dificultades adornadas cuando menos de alguna calidad artística. Tubos, papeleras, rocas, murallas, deposiciones ¿qué más se les ocurre a ustedes? Por ejemplo, forzar el pretil del río una miaja a la izquierda o colocar un semáforo muerto. En fin, todo es cuestión de organizar un concurso de ideas para los amigos, subvencionado por supuesto. A lo que íbamos. Conozco perfectamente el trazado de este paseo. Lo recorro dos veces al día para allá y otras dos para acá. Soy un veterano del paseo. Los perros me saludan, las palomas me reconocen y hasta los barbos del río hacen aros en las aguas para indicarme graciosamente su presencia. Pues bien, puedo asegurarles que a nadie hasta entonces se le había ocurrido una cosa tan original. ¡Fíjense si será original que hasta una periodista intentaba hacerle una interviú! ¡Un poste! ¡Ajá! ¡Un poste humano! ¡Un poste humano anclado en medio de la acera! Sí, señores, eso mismo. Un tipo canijo, con los ojos grandes y los labios amoratados y la cara sucia. Oigan, que estaba allí, plantado como un geranio en una maceta. Tenía las manos caídas. Y los pelos sueltos, del tamaño de fideos disparejos, configurándole un flequillo original. Y bien vestido, con su chaqueta cruzada, su camisa rosa y sus pantalones a juego. Me imaginé al punto que una 109
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mujer malhechora lo habría dejado a la intemperie después de expulsarlo de casa. Hay muchas mujeres que hacen cosas así con las sartenes viejas y con los jamoneros en desuso. Pues lo mismo hacen con sus hombres. Los exprimen como las avispas asiáticas a las abejas autóctonas, los mandan ir a por pan y luego se los prestan a las vecinas para que los estrujen todavía un poco más. ¡Cuántas veces hemos escuchado en el mercado central conversaciones del tono: “Mira, guapa, te devuelvo a tu marido, que el pobre no me da más de sí”! ¿El tiempo que llevaba plantado el buen hombre? No lo sé, pero era evidente que nadie le había podado todavía las malas hierbas, por lo que sus zapatos estaban ocultos y posiblemente los dedos de sus pies, al incrustarse en la tierra que hay debajo de los adoquines, buscaran con ahínco el lugar donde enraizar definitivamente. Un hombre algo mayor, de esos que caminan con un hombro más alto que otro, se volvió a decirme: –¿Cómo quiere usted que se mueva? ¡Puede que tenga clavados los pies en una peana de cemento! Efectivamente, las extremidades del canijo –una o dos– parecían perderse en las baldosas del suelo, al modo de las raíces profundas de los tubérculos. Como ocupaba el centro de la acera, pronto quedamos los que íbamos, sin poder ir; y los que venían, sin poder venir; o sea un colapso propio de una ciudad moderna y elegante. Dado que los cochecitos de los bebés, las sillas de los discapacitados y los ciclistas tenían serias dificultades para circular, las mamás y los cuidadores se enzarzaron en una agria disputa sobre prioridades y derechos. Además, donde se juntan dos emerge siempre un músico ambulante de sonrisa triste que susurra un tango con una pena increíble, y a su lado un mendicante arrodillado y la 110
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parejita que pretende en su desfachatez que les paguemos el viaje de bodas. Dije por hacerme notar entre los que rodeaban al poste: –Les aseguro que este obstáculo no estaba ayer. Y una señora que todos los días saca a pasear un perro de esos que tiemblan como si los martirizasen por las tardes, dijo: –¡Cómo se nota que no está Manuela! Por supuesto, me interesé por Manuela. La señora, me dijo: – Es la que fabrica los postes de verdad, los que coloca el ayuntamiento delante de cada portal para que la gente se tropiece al salir de casa. Y añadió en tono condescendiente: –Sus postes son de mejor calidad, qué decir. Y encima están subvencionados. Yo prefiero un poste a esto. Porque esto ¿qué coño es? Esto en cuanto llueva enfermará y habrá que reciclarlo en urgencias. –Además –intervino otra señora, de las que hace footing para engordar menos– está muy mal pintado y parece incluso algo sucio. Seguro que lo han adquirido en el mercadillo chino a precio de saldo. Lo sorprendente es que el tipo canijo parecía indiferente a todo. Estaba incrustado como un muro de cemento, seco como una cuchara plana, con los ojos grandes, pero no porque fueran de natural de semejante tamaño sino porque la carne al encogerse hace que sobren. Ni siquiera vibraba al golpe del viento. Un señor muy entendido, aseguró: –A esto nos conducen los pactos antinatura. Sustituimos a un inútil por otro y encima le dejamos pensar. Y un estudiante, dijo: –Lo más propio es que haya sido designado a dedo por111
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que me pega que ni es bilingüe ni tiene la carrera de sicología terminada. El poste ni qué decir tiene no cumple ninguna misión específica exactamente igual que los oficios, los boletines oficiales, las emisiones de televisión y tantas otras cosas en esta vida. Está ahí porque tiene que estar, como las sillas de plástico, las estatuas de piedra, los efebos de los jardines y los gorriones que confunden las migas de pan con las piedrillas blancas del paseo. Lo importante es que moleste, como molestan los adoquines no nivelados y los socavones en las aceras. Siempre hay gente amable. Otra señora impulsada por un corazón tan bondadoso como caritativo se acercó al poste para ofrecerle una sopa de berza con garbanzos. –Me hubiera gustado traerle también un café con un bollito suizo –le dijo. El poste, por supuesto, ni contestó ni cambió de postura. Las órdenes del ayuntamiento por primera vez debían ser claras: nada de confraternizar con el enemigo. Por eso miró a la señora con un desprecio infinito, como si hubiera sido ofendido en sus sentimientos. La señora, dijo: –Disculpe usted. Y añadió casi asustada: –No volverá a ocurrir. Otra señora, dijo: –Una vez di a un indigente unas monedas, se atragantó el muy sinvergüenza de pan y chorizo y se murió. ¡Y me obligaron encima a pagar el entierro! –Pues no se le ocurra a usted –dijo un señor de perilla blanca y ojos cansados– solicitar autorización para bajar un tresillo a la basura porque le cobrarán un impuesto internacional de transporte. –Pues este poste no tiene por qué ser pobre –aclaró otra 112
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señora las dudas de conciencia que hubiera entre el grupo de personas que allí nos encontrábamos–. Seguro que cuando concluya su jornada laboral, recoge los bártulos y se va al bingo a tomarse su panecito con mermelada. Se lo digo yo. Ciertamente el puesto de trabajo de poste no tiene por qué ser ocupado obligatoriamente por un menesteroso. Las cosas como son. Por tanto, me aproximé de nuevo, esta vez con algo de recelo. Se desconoce lo que puede pasar en estas sociedades avanzadas. Intentas descubrir el año de fabricación y resulta que todavía no se ha edificado la fábrica. Seguro que conoce usted la historia del pobre que se encontró una cartera en la vía pública y al entregarla a la policía fue detenido por encontrársela. El canijo no estaba para muchos trotes, la verdad, entre nosotros, pero cumplía su misión profesional con dignidad y eficacia. Había conseguido el colapso del paseo, sin duda alguna siguiendo las directrices del jefe de postes, un señor seguramente acostumbrado a las ratios y las cotizaciones en bolsa. La verdad es que cuando vino la grúa para retirarlo nos sentimos todos un poco desangelados. La celadora municipal, dijo: –Lo retiramos sólo temporalmente, no se crean ustedes. En cuanto corrija sus pérdidas de orina, lo colocamos de nuevo. A la señora gorda le volvió entonces a nacer el bigote y la de la cabellera verde como una lechuga se fue de nuevo con el amante bipolar. La señora de la sopa de berza con garbanzos dejó de aparecer por el bar. Y aunque el puente del final de la recta puede volver a divisarse al desaparecer el obstáculo, todos estamos convencidos que la pobre recta tiene ya los días contados. 113
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Night–Club Elisa. Esa edad indefinida que se dibuja en las mujeres a los cuarenta y perdura pasados los cincuenta. Algo entrada en carnes, es la mayor de las tres, viste falda estrecha, verde, con una abertura exagerada, que al estar sentada sobre el taburete, deja al descubierto la redondez de unos muslos blandos y blancos. Una espesa capa de maquillaje intenta amortiguar los rencores del tiempo. El suéter muy ajustado le obliga aparentemente a respirar con dificultad, haciéndola más abultados los pechos. Se ha dibujado tan escandalosamente los labios, que la boca bermeja excesivamente grande parece ocupar parte del espacio natural de una nariz poco fina y ancha. Unos rosetones intensos procuran mitigar el aspecto no demasiado agraciado de su rostro. Puede decirse que todo en ella parece desproporcionado. Todo menos los ojos rasgados, demasiado chiquitos, despiertos, dos botoncitos marrones atrapados en una cárcel de pestañas largas y negras. –Esta noche me voy a la cama contigo –dijo al camarero sentada de espaldas a éste. –¿Tienes la neura? –contestó Andrés intentando acertar el jeroglífico del periódico. –Hoy es miércoles, ¿no? Los miércoles es mi peor día de la semana. Tengo malo hasta el horóscopo. Es el día más ingrato de la semana. Deberían de quitarlo. Del martes al jueves. Una semana de seis días. También el domingo deberían de quitarlo. Es un día estúpido. Es el día en que todo el mundo tiene que aparentar ser feliz cuando realmente está amargado. Una semana de cinco días: lunes, martes, jueves, viernes y sábado. 114
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–El lunes también es un día malo –dijo Adela. –También. Pero los lunes a los tíos todavía les sobra lo que no se han gastado con la querida el domingo. Además, una semana de cuatro días no la tienen ni los ingleses. Todas las convenciones comienzan en lunes. Todas las reuniones importantes de negocios se celebran en lunes, así los jefes mierda pueden aparcar la parienta el domingo con los hijos o con la suegra y con la excusa del viaje irse a la cama de la otra. Lo tienen todo calculado. La legal con su orgullo, sus manzanillas y sus preocupaciones familiares; la rubia que pasean para dar envidia a los amigos, y luego estamos nosotras. Las de usar y tirar. Los tíos son unos cabrones. –¿También yo? –preguntó el camarero. Elisa se volvió a mirarle: –¿Tú eres un tío, no? –Sí, creo que sí. –¿Tengo o no razón? –Depende. –¿Depende de qué? –dijo Elisa desafiante. –De nada –dijo el camarero, reculando. –Si la noche sigue así, me voy a la cama contigo, ¿te enteras? –insistió Elisa. –Vale –dijo el camarero–¿Se lo dices tú a mi mujer o se lo digo yo? –Ya se lo diré yo. –o– El cielo volvió a enturbiarse y en pocos minutos se vino la noche más oscura de los últimos días. La aparatosa tormenta se desató con un furor inaudito. La luminosidad desesperada de los relámpagos convirtió momentáneamente las fachadas de piedra de los edificios en algo fantasmal y agónico. En los bajos de la última de las casas, en un edificio ais115
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lado, custodiado apenas por el monte y el museo, al comienzo del paseo que bordea el mar, el Nigth–Club intenta sobrevivir a los tiempos de crisis. Aunque los cristales blindados de los ventanales amortiguan el sonido áspero de los truenos, el resplandor intermitente de los relámpagos atraviesa las discretas cortinas, rompiendo la penumbra de la escalera. Sopla el viento con furia por el pasadizo abierto por el monte, frenando el avance de las pocas personas cogidas a la intemperie. Resulta muy difícil cruzar por aquella esquina al estar abierta al mar y castigada por la tormenta y las aguas revueltas y las olas. –o– Adela. Apenas los veinticinco. Le gusta el baile. La cara, limpia. No intenta disimular su juventud. El cabello largo y castaño deslizándose más allá de sus hombros. Moderna. Está todo el rato moviéndose como si su cuerpo fuera incapaz de resistirse al encanto de la música. Los ojos claros, redondos, acaso demasiado grandes para una cara de rasgos todavía un poco infantiles. Dijo: –¿Sabíais que Landrú era calvo y tenía una barba espesa? Engañaba a las mujeres con sus modales educados. Era elegante y atractivo. –¿Y eso a qué viene a cuento? –preguntó Elisa algo molesta. –Lo he leído en una revista. –¿Y qué? –Que el mal tiempo invita a pensar en eso. –Pues no lo pienses. –Las llevaba a una casita de campo y las quemaba en la cocina. 116
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–¿No puedes hablar de otra cosa? –Deja que la niña hable –dijo Gloria, interesada en el tema. –Mató a once. Diez mujeres y al hijo de una de ellas. Lo cogieron por casualidad. Le cortaron la cabeza en 1922. –Podían haberle cortado primero otra cosa –dijo Elisa. –Murió proclamando su inocencia. –Cierto –intervino de nuevo Gloria–. La policía nunca encontró ningún cadáver para utilizarlo como prueba en su contra. –Entonces ¿por qué lo condenaron? –preguntó Elisa. –Por los indicios. –¿Y eso qué es? –preguntó ingenuamente Adela. –Era un maníaco. Apuntaba y guardaba todo –dijo Gloria, aparentando un cierto conocimiento del asunto–. Era también un estafador. –¿Y tú por qué lo sabes? –le preguntó Elisa. –Porque lo sé. –Pues sabes muchas cosas, chica. –Más de las que tú te imaginas. Adela pareció meditar un momento. Luego, dijo: –¿Y si hubiera sido inocente de verdad? ¿Y si no tuviera nada que ver con aquellas desapariciones? –Estaría igual de muerto –dijo Gloria. –Pero eso es terrible. Gloria se encogió de hombros. –Terrible o no está muerto. Adela, insistió: –Enamoraba a mujeres solitarias. Era un romántico. –Sí, un romántico hijo de puta –dijo el camarero. –Las hacía promesas de matrimonio –añadió Adela–. Sólo una de sus víctimas era prostituta. Y estaba retirada. –Menos mal –suspiró Elisa–. Chica, nos has quitado un buen peso de encima. –o– 117
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Abrió el recién llegado con cuidado la puerta, sujetándola para que el golpe de viento no la arrancase de cuajo. Penetró en el local. Se volvió unos instantes a mirar al cielo. Los cuajarones de agua amartillaban el cristal como si persiguieran romperlo. Sobre los negros nubarrones continuaba el culebreo frenético de los pensamientos más oscuros de las peores pesadillas. Descendió despacio, asiéndose al pasamanos, como si temiera caerse. Se detuvo un instante al pie mismo de la escalera, intentando adaptarse a la luz tenue de la sala, a ráfagas alterada por los destellos violentos de los focos sincronizados con la música. Su aspecto era vulgar. La chaqueta acaso demasiado grande y húmeda, los bolsillos demasiado abultados, los pantalones holgados. La barba ligeramente abandonada. Las tres mujeres se giraron con descaro sobre los taburetes para mirar al hombre. Éste se retiró a una de las mesas, precisamente a la de la esquina, al fondo mismo, la más oculta de la sala. Era el único cliente. El camarero, en manga corta, camisa blanca, con el pelo engominado y pendientes en las orejas dejó las cosas que estaba haciendo. Y dijo en voz baja: –Espero que no me pida un vaso de agua con lo que está cayendo, porque entonces cierro el chiringuito y me suicido. –Hay que tener humor para salir de casa esta noche –dijo Adela. –Humor o necesidad –insinuó Gloria. –¿Qué quieres decir? –Seguro que es un viajante que se ha quedado para cerrar un pedido –dijo Elisa, fijándose en el aspecto del hombre–. No parece que le vayan demasiado bien las cosas. A ese no 118
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le llega ni para dormir en un hotel. Espero que no pretenda celebrar la boda con nosotras debajo de un árbol. –Cualquier cosa –dijo Gloria. –Habrás conocido muchos así en tu vida –le dijo Adela a Elisa. –Los viajantes son tipos bastante raros –respondió ésta–. Son capaces de gastarse la comisión en sitios caros y luego irse a dormir a pensiones de mala muerte. –Pobre hombre –dijo Adela. –¿Por qué te parece pobre? –dijo Elisa. –Porque está aburrido y un hombre aburrido y fuera de casa siempre da lástima. –Pues a mí no me da ninguna. –Pues a mí, sí. –Pues, mira, chica, todo para ti. Puedes hacérselo gratis. –o– Andrés. Treinta y cinco cumplidos. Casado. Moreno. Doce años detrás de la barra, su tercer trabajo de camarero. Bastante más cómodo que estar atendiendo el mostrador en un bar de bocadillos, pero el aburrimiento y la inacción dilatan las horas. Las lloronas de ginebra son más llevaderas que las de vino tinto. Las peleas más silenciosas y agresivas, también más esporádicas. Abandonó el mostrador y se acercó a la mesa del recién llegado. –Una tónica –dijo éste. –¿La mancho con unas gotas de ginebra? El hombre asintió con la cabeza. El camarero regresó. Preparó la bebida. Y se la sirvió. El hombre pagó al momento y se quedó absorto contemplando los cubitos de hielo que flotaban en el vaso. –o– 119
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–Hay noches que cierro la caja con menos de doscientos euros de recaudación. Como siga esto así el patrón me echa a la calle –dijo Andrés. –Te vienes entonces a vivir conmigo –le dijo Elisa. –¿Y qué hago con mi mujer? –Te la traes también. –¿Y a mi niña? –A la niña, también. –Si no te importa, prefiero irme a vivir con ésta –dijo Andrés, señalando a Gloria, que parecía alejada de la conversación. –Yo ya tengo la cama ocupada –dijo Gloria con absoluta indiferencia. –Chica –dijo Elisa–¿de verdad que tienes un hombre para ti sola? –Un hombre o una mujer. Tengo la cama ocupada. –Igual es un osito de peluche –dijo Andrés. –¿Y te da los caprichos que necesitas? –insistió Elisa. –Me da lo que quiero que me dé. –Chica, no seas tan áspera. Si ya no tienes sitio en la cama ¿qué haces aquí? –Lo mismo que tú. –Pues yo no hago nada, ya ves. –Pues yo tampoco. –o– Noche de miércoles. La música monótona, ensordecedora, machaca violentamente los oídos. De vez en cuando, el culebreo de los relámpagos se sobrepone al juego de luces programado con la música. La crisis económica se siente en toda la ciudad. Los noticiarios abren con los mismos titulares desde hace algunos años. El paro, la miseria, la pobreza creciente, la 120
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ausencia de ahorro, los desnortados que vacían los cargadores de las automáticas en los colegios. La pederastia y las mujeres maltratadas. Los suicidios que ya no se pueden ocultar. Elisa, dijo: –No estamos peor que antes. –¿Por qué lo dices? –preguntó Gloria. –Todas las cosas que pasan ya han pasado antes. La vida es una mierda. Todo se repite. No hay nada nuevo. –Pero ahora por lo menos tenemos libertad –dijo Adela. –¿Y para qué sirve la libertad si no tienes dinero? –dijo Elisa. –Bueno, por lo menos podemos quejarnos –dijo Adela. – Quejarnos ¿de qué? –De que también nosotras lo estamos pasando mal. –¿Y alguien os hace caso? –preguntó Andrés. –No, pero tampoco nos detienen –dijo Elisa. –Es verdad –dijo Adela–. He visto un reportaje en televisión. Salía una a cara descubierta y decía las cosas claras. –¿Como qué? –preguntó Gloria. –Como que nunca hemos tenido derechos. –Y es la verdad –dijo Elisa–. Pero con derechos o sin ellos movemos el mundo. –Jodé, chica, qué trascendente te has puesto –dijo el camarero. Después de una pausa, Adela dijo: –A mí no me han detenido nunca, ¿Y a ti, Elisa? –Unas cuantas. –¿Cuántas son unas cuantas? ¿Diez, veinte? –O más. –¿Más? –se sorprendió Adela–¿Y a ti, Gloria? –Dos o tres –dijo ésta sin ninguna convicción. –Claro, chica –dijo Elisa algo despectiva–, es que tú siem121
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pre has vivido otro ambiente. Tienes más clase. Nunca has hecho el puerto. Nunca te has mojado en una esquina ni te has ido con borrachos. No lo has necesitado. –¿Y tú qué sabes? –Se nota. Tú no necesitas esto para sobrevivir. No hay más que ver cómo vistes, guapa. Vas a la última. Tienes clase. –Lo que hay que ver es cómo se desviste –dijo el camarero–. Eso es lo que nos interesa a los hombres. –Muy gracioso –dijo Gloria. –A mí no me han detenido nunca –dijo Adela después de un rato–. Debe ser excitante que te introduzcan en un furgón policial. –Tanto como que te partan la cara a porrazos –dijo Elisa. –O que en comisaría te metan mano –dijo el camarero. –O alguna otra cosa peor –añadió Elisa. –o– Gloria. Treinta y pocos. Rubia, sin exageración. Zapatos de tacón alto. Mirada despierta. Puede pasar por ejecutiva. La más atractiva de las tres. Las manos delgadas y suaves, las uñas de manicura, los dientes blancos, parejos. Apenas necesita una ligera base de color para que sus mejillas se lo agradezcan iluminándole el rostro. Proporcionada, guapa, elegante. Los ojos vivos, una sonrisa nada agresiva. –Hace una noche horrible –dijo. –Horrible –dijo Elisa. –Dan ganas de retirarse a casa. –¿Por qué no lo haces? –Es demasiado pronto. La noche puede cambiar. –¿Tú crees? –Es una esperanza, ¿no? Adela dijo por el hombre: 122
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–El tipo ese sigue ahí. –Seguro que ese desgraciado se gasta el dinero que necesita su familia –dijo Elisa. –¿Y a ti que más te da siempre que lo haga con nosotras? –dijo Adela. –Pues me da. Qué quieres que te diga. Me jode. –Y si se fuera ahora mismo contigo ¿también te jodería? –entonces le preguntó el camarero con descaro. –Calla, bocazas –dijo Elisa e hizo ademán de estirarse el único centímetro posible la falda. –Creo que no lo ha cogido –dijo Adela. –Claro que lo he cogido, boba. –o– Luego de un rato, Adela dijo: –¿Os imagináis que hubiera un Landrú en esta ciudad? –¿Qué quieres decir? –Gloria se puso expectante. –Que hubiera un tipo que fuera asesinando viudas solitarias. –¿Qué pasa? –dijo Gloria rápidamente–¿Sabes de alguna en particular que haya desaparecido? –Oye, se oyen cosas. –¿Qué cosas? –Cosas. –Si sabes algo, dilo. Si no, es mejor que te calles. –¿Por qué tengo que callarme? Elisa dijo: –Gloria tiene razón. La noche está lo suficientemente tenebrosa como para que vengas a complicarla más. Adela no hizo caso: –¿Os imagináis que actuara cada cierto tiempo? Tendría que ser muy idiota para dejarse coger. Yo creo que la policía tiene una lista enorme de desaparecidos, pero que no la pu-
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blica para evitar la alarma. Pero todas las semanas, estoy segura, que un Landrú actúa, uno o varios. –¿Por qué dices eso? –la interrogó Gloria. –No sé. Porque pienso que es posible. Y si es posible puede ocurrir. Ahora la gente es más independiente y viaja más. Nadie notaría la falta de una viuda sin familia. Los amigos de tenerlos pensarían que estaba de vacaciones. Seguro que la policía archiva las denuncias. Se limita a buscar a los parientes por si acaso, por cumplir el expediente y punto. –La policía es más eficaz de lo que tú te crees –dijo Gloria. –Seguro que hay un Landrú en todas las ciudades del mundo. –¿Y cómo haría para hacer desaparecer los cuerpos? –dijo Elisa intranquila por el tono de la conversación. –Pues como entonces. En una casita de campo alejada. –Y diría a los vecinos que estaba asando corderos –dijo el camarero. –Jodé, chico –dijo Elisa– qué macabro eres. –Tienes un sentido del humor un poco repugnante –dijo Gloria– ¿no te lo ha dicho nadie antes? –Yo sólo digo una cosa –se defendió el camarero con vehemencia–. Que si mañana una de vosotras no aparece por aquí, a los dos días pensaríamos que estaba liada con un príncipe azul y nos olvidaríamos de ella a las dos semanas. Es ley de vida. Ninguno de nosotros pensaría que hubiera caído en una red de degenerados o que le hubieran cortado el cuello. –Oye, guapo ¿por qué no piensas en otras cosas? –o– Luego de un rato, Elisa dijo melancólica: –A veces me pregunto que si yo desapareciera un día, nadie me echaría en falta. Hasta tengo el alquiler domici124
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liado en el banco. No escribo a nadie, no hablo por teléfono con nadie. Nadie de la vecindad me saluda. –Entonces eres una persona de riesgo –dijo Gloria. –¿Riesgo? ¿Qué quieres decir? –repuso un poco asustada. –Que te puede pasar algo y nadie socorrerte –dijo Gloria. –Ya lo he pensado alguna vez. Muchas veces cuando regreso, me siento en el sillón a ver la televisión y me digo que si me quedase allí para siempre, tardarían meses en localizarme. –Te echaría en falta yo –dijo el camarero. –Gracias, Andrés. Eres muy buena persona. –Yo pensaría que te habrías enamorado de un tipo rico y que le seguías por todo el mundo como una loca –añadió Adela. –¿Enamorarme? ¿A mis años? –Todas las novias de Landrú eran viudas o mujeres que necesitaban sentirse amadas –dijo Adela melancólica. Y tenían tus años. –¿Y tú crees que yo necesito ser amada? –o– El camarero dijo por el hombre que seguía en la sombra: –Igual ese no viene por vosotras. –Entonces viene por ti –bromeó Elisa. –Es un mirón. Gloria, dijo: –Pues tiene donde mirar. Y lentamente colocó una pierna sobre la otra, mostrándose con descaro. –¿Cambio de música? –les preguntó el camarero. Adela comenzó a contornearse con cierto estilo cerca de la barra. –Me gusta –dijo–. Esta es la música que me gusta. 125
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–La que te pone –dijo el camarero. –La que me vuelve loca –dijo ella. El camarero, dijo: –Ahora no os quita el ojo de encima. –Le mira las piernas a ésta –dijo Elisa por Gloria. –No es el único –dijo el camarero–. También se las miro yo. –Gracias. ¿Las tengo bonitas? –Mucho. Son muy bonitas –dijo el camarero cortésmente. –Pues llegan hasta arriba –dijo Gloria voluptuosa. –Me lo imagino. –Pues deja de imaginártelo –terció Elisa rápidamente–, que todas terminan en el mismo sitio. –o– La decoración de las paredes simple, casi espartana. Apenas una moqueta insonora de tono magenta. Un par de copias cubistas, alguna fotografía enmarcada. –He leído que una condesa alemana o algo así reclutaba a mujeres para chuparles la sangre y quedarse con su hermosura –dijo Adela. –Erzsebet Báthory, la condesa sangrienta –anunció Gloria. –¿Y tú cómo lo sabes? –preguntó Elisa. –Porque conozco esa historia. –¿Qué otras historias conoces? –Muchas más. –¿Por ejemplo? –La de un tipo que gaseaba mendigos. –¿Sí? –dijo arrobada Adela. –Y la de una mujer que envenenaba maridos. –Jolín, chica, ¡qué cosas lees! –o– 126
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Luego de un rato, Adela dijo: –A mí me dan cierta prevención los hombres solitarios. –¿Que pasa? –dijo el camarero– ¿Ahora te van los tríos? –Calla. Prefiero que vengan en cuadrilla, aunque estén algo bebidos. Me da más confianza. –¿Por qué? –preguntó Elisa. –Todos los asesinos famosos son tipos solitarios. Y todos se ceban con mujeres como nosotras. –¿Con putas? –dijo el camarero. –Qué mierda de tío eres. ¿No puedes ser más fino? –protestó Elisa. –Con señoritas de mala condición –corrigió con sorna el camarero. –Oye, guapo –dijo Elisa–, no te pases. –Con putas y con criadas –dijo Gloria–. Y con viudas solitarias. Y con mendigos. Y con estudiantes. –¿Has leído también la biografía de Landru? –le preguntó Adela. –Claro –dijo Gloria–. Es lo único que leo, historias de asesinos. –¿Y por qué? –Porque me atraen especialmente. –¿No trabajarás de día en el museo de cera? –o– Luego de un rato, el camarero se quejó: –Otro día perdido. –Tú por lo menos tienes un sueldo –dijo Elisa. –Si no fuera por el restaurante de arriba, tendríamos que cerrar. –Dínoslo a nosotras. Adela seguía contorsionándose a ritmo de la música. –Invítanos a otra copa –dijo luego Elisa al camarero. Éste se volvió lentamente; tomó de la estantería una bo127
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tella de vodka. Puso tres vasos largos y vertió el líquido. Luego sacó del frigorífico una cubeta y completó los vasos con el zumo de naranja. Revolvió la mezcla con destreza. Espolvoreó un poco de azúcar en los bordes de los vasos. –Prefiero un ponche –dijo Adela, con una sonrisa maliciosa. –¿Te quieres quedar conmigo? –dijo el camarero. –Sí. –Ponte a la cola, chiquilla –dijo Elisa– que de seguir así la noche nos lo rifamos. –¿Seríais capaces de rifarme? –preguntó el camarero. –Por supuesto –dijo con desgana Adela. Gloria parecía estar ajena a la conversación. –¿Te pasa algo? –le preguntó Elisa. –¿Qué me va a pasar? –No sé. Te siento algo extraña. –¿Extraña? –Tensa. –Igual estoy cansada. –Te veo muy pensativa. –Es posible. –No le quitas al tipo ese los ojos de encima. – Te parecerá. –Pues algo te pasa. –Estará con el mes –dijo el camarero. –Y con el día, la semana y la hora, no te jode –dijo Elisa. Repartió el camarero los vasos. Se sirvió una tónica. Y bebió con ellas. –Salud –dijo. –La tuya –dijo Elisa y añadió con cierto tono provocativo– ¿Desde cuándo los hombres llamáis a eso salud? –o– Luego de un rato, Gloria preguntó al camarero: 128
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–Andrés, ¿eres feliz? –Bueno –dijo éste. –¿A qué viene esa chorrada? –preguntó Elisa verdaderamente sorprendida. –Sólo quiero saber si es feliz. Nada más. –Y si es feliz ¿qué? ¿Te importa algo realmente? –Claro que me importa –dijo Gloria. –¿Qué pasa? ¿Diriges un consultorio sentimental? ¿Estás metida en una organización de reformistas? –¿Vosotras sois felices? –insistió Gloria mirando a sus compañeras. –Yo, no –dijo Adela–. Me lo paso bien. Y todo eso. Estoy a gusto. Pero no creo que eso sea para nada la felicidad. –Igual es que no te quieres lo suficiente –dijo el camarero. Las tres le miraron. –¿Eso es de Coelho? –preguntó Elisa sorprendida. –Lo he leído en alguna parte –se defendió el camarero. –Yo he leído a Coelho y me carga. Es demasiado almibarado. Demasiado gelatinoso. –o– Luego de un rato, Elisa preguntó al camarero: –¿Qué haces durante el día? –Disfruto de mi niña. –Enséñanos otra vez la foto. El camarero se echó la mano al bolsillo trasero del pantalón y extrajo la cartera. Allí estaba él, sujetando a la niña sobre su cabeza. –¿De quién son esos ojos azules? –De su madre. – Es rubia. –Como su madre. –Es muy guapa. 129
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–Como su madre. –Jodé –dijo Elisa– cuando estás conmigo ¿también soy yo como su madre? –También. –Vete a la mierda. –No seas celosa. Sabes que te quiero. –Pero más a tu mujer. –Y mucho más a la niña. –¿Qué tiempo tiene ahora? –preguntó Gloria. –Ocho meses. –Está muy rica. –Para comérsela. –Para comérsela a besos –añadió Adela. –o– Luego de un rato, Adela dijo: –A mí me gustaría ser madre. Las otras dos mujeres le miraron sorprendidas. –¿Qué te impide serlo? –preguntó Elisa. –Todo. Empezando porque no tengo un padre para mi hijo. –Ahí tienes a Andrés. –Andrés –dijo Adela–, ¿te importaría ser el padre de mi hijo? –¿De cuántos? –Tonto, sólo quiero tener uno. –¿Cuánto pagas? –Vete a la mierda. Lo digo de verdad. –Lo siento, Adela –confesó seriamente el camarero–. Te mereces algo mejor. Yo ya estoy emparejado. –¿Lo veis? –se dirigió Adela a las otras dos– Hasta Andrés me rehuye. –Vente a vivir entonces conmigo –dijo Elisa–. Te daré todo el cariño que necesitas. 130
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–Sí, pero no me harás un hijo. –Es verdad. Creo que las mujeres no podemos hacer eso de momento. –o– Luego de un rato, Adela insistió: –El otro día vi en la tele un reportaje sobre Jack el Destripador. –¿Otra vez estás con lo mismo? –dijo Elisa. –No sé. Lo vi en la tele. –Dicen que todavía se desconoce quién fue en realidad –dijo el camarero. –Era hijo del rey o algo así, un deficiente mental sifilítico –dijo Elisa. –Decía el reportaje que podía ser un médico o un inspector de policía. –Un médico –dijo el camarero–. Seguro que médico porque era un experto en seccionar el cuerpo de sus víctimas. –Se te ponen los pelos de punto sólo de pensarlo –dijo la joven. –Pues no pienses en ello –dijo Gloria. –Si era deficiente mental pertenecería sin duda a la realeza –dijo la rolliza. –¿Por qué? –Porque era inglés. –o– Luego de un rato, Adela extrajo un cigarrillo del paquete sobre la barra. –¿Puedo? –preguntó. El camarero hizo un gesto de aprobación. –¿Cuántos fumas al día? –le preguntó Gloria. –Pocos –dijo la muchacha–. Cinco, seis, siete. Depende. Igual más. –Depende ¿de qué? –De quien me invite. Si el que me invita fuma, yo fumo. 131
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Si el que me invita no fuma, yo tampoco. –O sea que no compras –dijo Elisa. Se rió la más joven. –No, no compro. No me llega para tanto. No trago el humo. –Fumar es una estupidez –dijo Gloria. –Pero a veces es necesario. –Embrea los pulmones y vacía los bolsillos. –A mí me calma mucho –dijo Elisa–. El día que deje de hacerlo me pongo como una vaca. –¿Sabéis? –dijo Gloria tomando el paquete entre sus manos– Antes, en los paquetes de “Camel”, al fondo del dibujo se divisaba un paisaje árabe: la mezquita, las dunas. Ahora después de lo del once de septiembre han dejado sólo al camello. –¿Y eso por qué? –preguntó Adela. –o– Luego de un rato, Gloria se dirigió al camarero: –Baja un poco el sonido. Me estoy quedando sorda. Elisa dijo a Gloria: –¿Puedo hacerte una pregunta personal? –Hazla. –¿Estudias o trabajas? –¿Qué pasa? ¿Me tiras los tejos? –No entiendo cómo estás aquí con nosotras –dijo Elisa–. No entiendo que alguien como tú con la vida resuelta esté aquí con nosotras. –¿Qué es lo que no entiendes? –Tú tienes clase, pues eso. Que no eres como nosotras. –¿Y? –Yo no he terminado nada. No tengo estudios. ¿Qué otra cosa puedo hacer? A mí las cosas nunca me han ido demasiado bien. No sirvo para nada. Ya estoy habituada a esto. 132
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Pero tú tienes clase. Y eso se nota. –¿Qué pasa? ¿Te disgusta mi compañía? –Que la niña y yo no comprendemos cómo te puede gustar la noche –dijo Elisa. –Pues me gusta. Y punto. –o– Luego de un rato, Elisa dijo: –Nosotras lo hacemos por dinero ¿y tú? –También –dijo Gloria. –No me lo creo. A mí no me engañas. –Soy una ninfómana. –Tampoco. –Pues una despechada. –No seas ridícula. –Entonces, ¿qué soy? ¿Una querida abandonada? –Tú algo nos ocultas. –¿El qué? –Si lo supiera no te lo preguntaría. Adela hizo un aro casi perfecto de humo. –Se te ve que tienes posibles –insistió Elisa. –¿Cómo lo sabes? –Se ve en cómo vistes y lo que llevas encima. –Tienes estilo –dijo Adela. –La niña te envidia –dijo Elisa. –Es verdad –dijo Adela–. Me gustaría ser como eres tú. –¿Para qué quieres ser como soy yo? –dijo Gloria. –No sé, para ser otra cosa. –¿Qué quieres decir? –Que nunca das la espalda y que sabes hablar muy bien. –o– Luego de un rato, Elisa dijo: –Qué noche más larga. –Y así hasta las tres –dijo el camarero. 133
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–Aquí dentro nunca sabemos si levanta el tiempo. –Llueve. –o– –Rica, ésta ya lo ha hecho –dijo Elisa a Gloria señalando a Adela. –¿De verdad que has estado fregando portales? –Y peores cosas –dijo la más joven. –¿Cómo qué? –Limpiando culos a los viejos. –Pues no tienes las manos estropeadas. –Te parecerá. Porque me las cuido. –Chica, te fijas en todo –dijo Elisa a Gloria. –o– Luego de un rato la más joven dijo: –Igual no me caso nunca. –Lo que nos faltaba –dijo Elisa–. Tienes la neura. Andrés dile que es guapa. –Eres guapa. –Dile que muy guapa. –Adela, eres muy guapa. –Y atractiva. –Muy atractiva. Vuelves locos a los hombres. –Y ellos a mí. –Igual eso es lo malo. –Pero no doy la talla. Mido uno sesenta. Soy pequeña. Para la pasarela exigen uno setenta y cinco. Y más pecho. –Estás bien de busto–dijo Elisa–. Eso te funciona. –Llevo diez castings. Diez fracasos. –Yo llevo más. –En tus tiempos no había castings. –Es verdad. Los tíos te tocaban las tetas y eso bastaba. – Y el culo, ¿no? –dijo Gloria. –¿Sabíais que a los hombres nos gustan las tetas que puedan acariciarse con una mano? –dijo Andrés. 134
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–¿Insinúas que no estoy buena? –se le encaró Elisa echando el bulto hacia adelante– Te advierto que a los de pueblo les gustamos así, con agarraderas. Firmes. Les gusta sujetarse para no caerse. Y yo los sujeto mejor que una escalera. –Pero nunca te casarías con uno de pueblo –dijo Adela. –Jamás. Aunque podría haberlo hecho. –Venga, chica, cuéntanos. –o– El camarero, dijo: –Van dos tíos por la calle y uno le dice al otro: ¿Cómo te gustan las tías? ¿Con muchas tetas? Y va el otro y dice: la verdad es que si tienen más de dos, me desagrada bastante. –o– Luego de un rato, Elisa dijo: –La vida es una mierda. Los tíos sois también una mierda. –Gracias –dijo el camarero. –Tú eres un cielo. Pero los tíos sois una mierda. –Ahora eres tú la de la depre –le dijo Adela. –Nunca la he dejado. Pero me callo. No la pío como otras. Tengo un psiquiatra como las de Hollywood, mi propio psiquiatra ¿qué pensabais? Cien euros el ticket. Cien. El año pasado, noventa. –¿Cien euros? –Sí, rica. Cada mes. –¿Y qué le cuentas? –Lo que quiero. Le pago para que escuche, así que le cuento lo que quiero. –¿Le cuentas los sueños? –Natural. –¿Le has hablado de nosotras alguna vez? –preguntó Adela interesada. –Y de mi viaje a Filipinas. 135
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–¿Te vas a Filipinas? –No, pero él cree que sí. –Estás loca. –Ya. Por eso voy al psiquiatra. –o– Luego de un rato, Elisa dijo: –Todo el día se ha pasado un perro de la vecindad llorando. –Pobrecito –dijo Gloria. –Llorando. Es increíble, pero al principio pensaba que era un niño. La misma tristura. –¿Qué has hecho? –¿Qué podía hacer? –No sé. Asomarte a la ventana y llamarlo. A los perros se les engaña fácilmente. –Como a los hombres. –A los hombres es más difícil. Siempre se llevan algo. Los perros, no. Los perros se conforman con una caricia – dijo Gloria. Elisa guardó unos segundos de silencio. –Me he asomado a la ventana –confesó. –Y se ha callado el perro. –Lo que yo te diga. Un instante. Luego se ha puesto a lloriquear con más fuerza. Por eso me he dado cuenta de que era un perro. –o– Luego de un rato, Gloria dijo: –¿Alguna de vosotras ha ido alguna vez a un concierto? Me refiero a un concierto serio, de esos a los que se acude vestida de largo. –No –dijo Elisa–. ¿Te imaginas yo vestida así? –¿Y a la ópera? –Qué dices. 136
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–¿Y al teatro? –Tampoco. –¿Os habréis puesto alguna vez, por lo menos, un vestido largo para ir de boda? –preguntó entonces Gloria. – No, chica –dijo Elisa–. Ni siquiera estamos invitadas a la nuestra. –o– Adela dijo: –¿Será verdad que Jack el Destripador sólo asesinaba a putas? –o– Luego de un rato, Adela se dirigió a Elisa: –Si leyese tanto como tú me dolería la cabeza. –No te pases –respondió Elisa. –Estás leyendo todo el día. –Me gusta. –¿Qué estás leyendo ahora? –La bobada esa de Salamina. –¿Y antes? –Lo que todos: El Código Da Vinci. –¿Y tú? El camarero se le quedó mirando fijamente. –No leo nada. Yo trabajo. –o– Luego de un rato, Adela dijo: –A veces cuando me despierto miro al techo. –Y ves a un tío encima –dijo Elisa. –No, boba. Estoy así, sobre la colcha, un buen rato, como una tonta, una o dos horas. –¿Y qué? –Me imagino cosas. –¿Qué cosas? –No sé. Cosas. Películas. 137
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–Y tú eres la protagonista. –No, no. Películas que he visto. –¿Como cuál? – “Pretty Woman” –Vaya coñazo. –A mí me gusta. Me lo paso muy bien. A veces incluso lloro. –¿Por ella o por él? –Hablo en serio. –Yo prefiero “My Fair Lady” –dijo Gloria. –¿También te quedas en la cama mirando al techo? –Muchas veces. –Yo si miro al techo sólo veo tíos y cuando no hay tíos telarañas –dijo Elisa. –”My fair lady” es la película que más veces he visto en mi vida –dijo Gloria. –¿Más que “Pretty Woman”? –Por supuesto –dijo Gloria. –Justo encima de mi cabeza tengo una araña en el techo. No hace nada por marcharse y yo no hago nada porque se vaya –insistió Elisa. –Pues, mátala –dijo el camarero. –No me ha hecho nada. –Tengo unas botas como las de Julie Roberts –dijo Adela. –o– Luego de un rato, Adela dijo: –Andrés, ¿tú le pones los cuernos a tu mujer? –¿Con Elisa? –Tonto. Con nosotras es diferente. ¿Le pones los cuernos? –Claro. –¿Lo dices en serio? 138
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–Pues, claro. –¿Cuántas veces? –¿Al mes, al día, o a la semana? –A la semana. –No sé. A veces, una; otras, ninguna. Y otras, tres o cuatro. –¿Y eso te parece bien? –Bien o mal, se los pongo y punto. –Y ella ¿te los pone a ti? –preguntó Elisa. –o– Luego de un rato, Elisa dijo: –Conocí a una pobra chica con una deformación en la cadera. Los chicos cantaban al verle pasar arrastrando la pierna: “Pobrecita la Marijose que sabe que nadie la espera.” –¿Qué sabes ahora de ella? –preguntó Gloria sin especial interés. –Nada. –Es terrible la cantidad de gente que se cruza por la vida y a la que jamás vuelves a ver. ¿No habéis pensado nunca en eso? –dijo Gloria esta vez más interesada. –¿Estás hablando de los que se mueren? –dijo el camarero. –Hablas de los que desaparecen, ¿verdad? –dijo Adela. –¿Conocéis a alguno de los que haya estado con vosotras que haya desaparecido? –insistió Gloria. –¿De los habituales? –dijo Adela. –Los que se mueren ya están muertos –dijo Elisa–. Y los desaparecidos ya no te llaman ni siquiera por teléfono. –o– Luego de un rato, Adela dijo: –¿Quién coño inventaría el tiempo? ¿Por qué no podemos quedarnos como estamos en lugar de hacernos viejos? –Es ley de vida –dijo Elisa. 139
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–Claro. Pero no deja de ser una mierda. –El tiempo lo han inventado los fabricantes de mascarillas de noche y potingues rejuvenecedores –dijo el camarero. –Mira qué gracioso –dijo Adela. –o– Luego de un rato, Adela dijo: –No soporto a los borrachos. –Yo a los graciosos –dijo Andrés. –Yo a los que te vienen a contar lo poco hombres que son –dijo Elisa. –Yo tampoco a esos –dijo Gloria. –o– Luego de un rato, el camarero dijo: –Una vez tuve un patrón que venía al cierre a contar las botellas vacías. –Eso es que desconfiaba de ti –dijo Elisa. –No se puede trabajar así. –¿Le robabas o no le robabas? –preguntó Gloria. El camarero se encogió de hombros. –¿Cómo justificas las bebidas que nos regalas? –dijo Elisa. –De la misma manera que tú los polvos gratis. –Tonto. –o– Adela dijo: –Me hubiera gustado estudiar con las monjas. Todos los días paso por un colegio y veo a los niños jugando muy felices en el recreo. ¿Alguna de vosotras ha estudiado con las monjas? –Yo –dijo Gloria. –¿Son tan malas como dicen? –Depende. 140
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–Depende de qué. –De si te gustan los tíos desde niña o te aguantas hasta hacerte mayor. –o– Luego de un rato, Adela dijo: –¿Os imagináis una vida en que no te apetezca nada, porque ya lo tienes todo? –¿Sin hombres? –dijo Elisa. –Sin necesidades. Que no te apetezca nada. –¿Qué es que no te apetezca nada? –Como cuando te pones al sol en la playa. Te pones boca arriba, y ya no piensas en nada. Sólo te apetece que te dejen tranquila. Que no te llenen de arena y que un desgraciado no ponga la radio a tope. –Entonces ya te apetece algo. –Bueno, sí, estar tranquila. Pasar desapercibida. –Con un hombre que te extienda la crema bronceadora por la espalda –dijo el camarero. –Ni eso. Ya me la sé extender yo misma. –Jodé, todo el mundo quiere algo –dijo el camarero. –Por ejemplo –se dirigió Elena al camarero–¿tú qué quieres? –¿Confesable o no? –Estamos hablando en serio –dijo la más joven. –Pues, no sé, la verdad. ¿Un coche nuevo? Un viaje a Nueva York. –¿Y si ya hubieras ido cien veces a Nueva York? –Pues un viaje a Polinesia. –¿Y si ya hubieras ido otras cien veces? – ¡Qué raritas sois! Un yate de veinte de eslora. –¿Y si ya tuvieras seis? –o– Luego de un rato, Elisa dijo: 141
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–Yo siempre he soñado con una casita perdida, cuatro gallinas para el consumo diario y una huertita para ir tirando. –¿Serías capaz de adaptarte? –dijo la joven. –Supongo que no. –¿Y los hombres? –preguntó la joven. –No creo que los echase en falta, esa es la verdad. –¿Serías capaz de pasarte un montón de tiempo sin hacerlo con nadie? –dijo Gloria. –Lo que me quedase de vida. –o– Luego de un rato, la más joven dijo: –Tengo ganas de bailar. Daría mi vida por bailar un ratito sobre un escenario. –Hazlo –dijo Gloria. –Casi aparezco una vez en un programa de la tele. –¿Qué pasó? –Que el camerino estaba demasiado ocupado –dijo Elisa. –Eso es. Había muchos mirones y poca luz. –Qué mala suerte –dijo Gloria. –Me encanta la danza del vientre –dijo Adela–. Esta semana pasada sólo he faltado a una clase porque me encontraba regular. ¿Sabes? –se dirigió al camarero–Tengo clase tres días a la semana. Los lunes, los miércoles y los viernes. –¿Bailas desnuda? –le preguntó el camarero. –No, tonto. –¿Ni siquiera en casa? –En casa, sí. –¿Y por qué no bailas desnuda en público? –Y yo qué sé. –¿Y aquí? ¿Bailarías desnuda aquí? –Seguro que no te importaría –dijo Elisa. –Claro que no. 142
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–Estarías maravillosa –dijo el camarero. –¿Tú crees? –A Isadora Duncan le producía orgasmo bailar desnuda sobre el escenario –dijo Gloria. –No creo que llegase yo a tanto –confesó sinceramente la joven. –Era joven, bonita y famosa. La mejor. –Actuaría en los mejores escenarios. – Tuvo un final trágico. –¿Por qué lo dices? –Le estranguló el fulard al enrollarse con las ruedas del deportivo en el que viajaba. –o– Luego de un rato, Elisa dijo dirigiéndose a Gloria: –Ha sido muy cruel lo que has dicho. La niña sueña con hacerse profesional. Y lo conseguirá: baila muy bien. –Lo siento. –Por lo menos sueña –dijo el camarero. –¿A que eso no es malo, Andrés? –dijo Adela. –Ningún sueño es malo. –Depende de cómo te despiertes –dijo Gloria. –Ya estás otra vez –dijo Elisa. –Lo siento. –Déjalo. –Sueño de pie, si eso es lo que quieres que diga. Sé hasta donde llego –dijo Adela. –¿Hasta dónde llegas? –insistió Gloria. – Tengo mis limitaciones, pero las superaré. –o– El camarero, dijo: –Os veo algo excitadas. ¿Qué os pasa? Esta no es la primera noche en que no nos comemos un rosco ninguno de los cuatro. ¿Os jode que haya un tío ahí y que no os haga ni puto caso? 143
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Adela, dijo: –Pues es verdad, ni me acordaba de él. –¿Qué hace? –preguntó Elisa al camarero. –Nada. Seguro que desnudaros con la mirada. No os quita los ojos de encima. –Será cochino. –Apenas ha mojado los labios. Pero como no se va se supone que está a gusto –dijo el camarero. –o– Luego de un rato, Adela dijo: –Yo considero que uno es rico cuando puede darse todos los caprichos. Si quieres un coche nuevo, un coche; y si quieres un yate, un yate. –Entonces, si una no quiere nada también es rica, ¿no? – dijo Gloria. –No quieres nada, ahora; pero dentro de diez minutos puedes querer algo y no lo puedes conseguir. –Entonces no eres rica –dijo Gloria. –Pero si no quiero nada ahora ni luego, ¿soy o no soy rica? –Eres rica –dijo Elisa–. Una rica pobre, pero rica. –o– –¿Quién va a por él? –dejó la pregunta en el aire Elisa señalando al hombre. –No es un hombre que me atraiga especialmente –dijo Adela. –Pero es un hombre –dijo Elisa. –Está bien –asintió Adela–. Voy yo. –o– Adela se acercó despacio a la mesa ocupada por el hombre. Comprobó que le doblaba cuando menos la edad. Los destellos de los focos dejaron al descubierto algunos surcos en su rostro. Las manos eran delgadas, los dedos ásperos. 144
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Los pómulos metidos para dentro. La nariz aparatosa, afilada, como el mascarón de proa de un buque perdido entre mares y sombras. Todo en aquel hombre parecía demasiado vulgar. Menos los ojos. Los ojos eran negros, brillantes. Demasiado profundos, demasiado penetrantes. –¿Puedo sentarme? –le dijo Adela– Presiento que no estás pasando tu mejor noche. –¿Y tú? –Todas son parecidas. –¿De verdad crees que no puede haber noches diferentes? El hombre no dejaba de mirarla fijamente, sin parpadear ni un instante. Ella se sintió incómoda, desconcertada, como dominada por una sensación extraña. El dijo: –¿Cómo te llamas? –Adela. –¿Serías capaz de mentirme, Adela? Me disgusta que me mientan. Ella intentó sobreponerse a su mirada bajando la vista al suelo. Estaba como hipnotizada. Era como si una llamarada de fuego le quemara de repente la ropa y la dejara desnuda, a la vista del mundo. El hombre dijo: –Recoge tus cosas y vámonos. Te espero en la puerta. –o– Elisa, dijo: –¿Qué ha pasado? Estás temblando. –Me voy con él –dijo Adela. –No vayas –dijo Elisa–. La noche está horrorosa. No merece la pena. –Tengo que ir. Igual mañana es peor. –¿Te ha molestado? –dijo el camarero, interviniendo. 145
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–Tengo que ir –repitió Adela como aturdida. Gloria se puso delante cuando ya se alejaba de la barra. –No vayas –dijo con firmeza–. Ya ocuparé yo tu lugar. –Me ha elegido a mí –dijo Adela. –No le importará el cambio. Elisa retuvo a Adela. –Irá Gloria por ti. –¿Por qué? –Calla y obedéceme. Es lo mejor para las tres. Susurró luego a Gloria: –Gracias –y le apretó cariñosamente un brazo como demostración de afecto. Gloria se volvió al camarero. –Acércame el bolso, por favor, Andrés –dijo decidida y su voz sonó autoritaria como si fuera una orden. El camarero se agachó y se hizo con el bolso. –Jodé lo que pesa –dijo–. ¿Qué coño llevas dentro? –Piedras. Ya sabes que las mujeres llevamos piedras para que no nos tire el viento. –o– Luego de un rato, Adela se puso de nuevo a bailar, esta vez en medio de la sala. –¿Por qué habrá querido ir Gloria, si no lo necesita? – dijo en voz baja–No lo comprendo. –Igual andaba buscando a ese tipo –dijo Elisa, y volviéndose al camarero, añadió– Sirve otra copa, Andrés y que pague de nuevo la casa. Adela dijo: –Igual ya ha parado de llover. –Igual –dijo el camarero. –Igual ahora esto se llena de gente y hacemos la noche. –Igual.
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–¿Y Gloria? –dijo Adela de repente–¿Crees que volverá? Elisa miró sus ojos de gatita ingenua. –Calla, tonta –dijo–. Y sigue bailando.
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Las cinco de la madrugada A veces me levanto a las cinco de la madrugada exclusivamente para escuchar el reloj. Me siento en la butaca del sal贸n y apago la luz. Entonces soy yo solo. Yo, un punto del mapa. Una profunda sensaci贸n de asco. Indicio de algo. Nihilne plus? Soy una deliberada omisi贸n de la enciclopedia de la vida.
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TRES CUARTILLOS DE LECHE
Tres cuartillos de leche Tres cuartillos de leche y una ración de queso holandés, de bola, de envuelta roja y cuerpo amarillo, algo anaranjado. Y la cola del plátano. Y la cola del cuarterón. Y los pantalones largos. Y las gabardinas sucias. Nada de jamón, nada de tocino, nada de fruta. El local, cedido por los curas de la parroquia, retirado al zapatero por su inasistencia a la misa dominical, se perdía hacia la mitad de la misma calle donde las dos carboneras –una enfrente de la otra–, competían entre sí para ver cual de las dos criaba cucarachas más grandes. Más allá, el cacharrero. Más allá, el pellejero. Más allá, la pequeña tienda de ultramarinos de la señora María. Calle estrecha, sucia, de muy poco tránsito con los adoquines visibles en parte. Despedía un olor a agua estanca. Un edificio independiente como un dado perdido, conformaba el inicio del callejón oscuro que cerraba la calle y donde un burdel de ventanas enrejadas indicaba su presencia merced a unos farolillos japoneses encendidos pasadas las diez. Esto molestaba sobremanera a los curas que hacían desfilar la procesión del Viernes Santo delante de la puerta verde, tocando los soldados la marcha fúnebre con un vigor sospechoso. La puerta, permanentemente cerrada, con una mirilla lujuriosa a la que pegábamos el ojo, nos envolvía con ese seductor aire de los misterios imposibles que contiene la sombra de lo obsceno. Nos santiguábamos al pasar por allí, como si la sola imaginación del interior nos arrastrara a las tinieblas profundas. En un hueco que parecía cavado a pico, se encontraba la 149
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sidrería, perfectamente reconocible por el banco corrido, sin respaldo, adosado a la puerta. Era un lugar tan tétrico como el burdel, pero sin farolillos ni luz eléctrica, con sombras extrañas proyectadas en las paredes por el nervioso tintineo de las velas agonizantes. Cuatro mesas largas, pesadas, de madera, sin hule, con migas de pan y pipas de olivas negras, y las patas rascadas por los gatos. Se notaba el cambio brusco de temperatura. Cuando en la calle acusaba el calor, y los olores se volvían insoportables, allí se agradecía el fresquito. El propietario, un tipo curtido en la guerra, desagradable, feo, desdentado y de nariz gruesa aplastada como la de un boxeador noqueado, hablaba lo menos posible, como si las palabras le agotaran el aire. Pasaba un trapo sucio por la encimera de las mesas a la apertura del local y ya no se molestaba de nuevo en hacerlo hasta el día siguiente. Se ponía delante de las barricas, como si pudiera abarcarlas con los brazos y llenaba una a una las botellas, o los porrones o los vasos, despacio, sin prisa, como si el mundo acabara de detenerse para siempre por culpa de un puñetazo soltado en las manecillas del tiempo. Los parroquianos le conocían de sobra. Y nosotros, también. Sabían de su pronto difícil, de sus descaros y desplantes, así que cogían la botella sin mediar saludo alguno y se sentaban, a gastar la tarde o a soñar despiertos. Generalmente eran viejos pescadores, que en lugar de enturbiarse en los arrabales del muelle, preferían olvidarse de los vaivenes del mar y del escozor del salitre hasta la hora de embarcarse de nuevo. Todos los que hacíamos la cola de la ayuda social, conocíamos perfectamente el carácter agrio del sidrero, no porque nos permitiera penetrar alguna vez en su cuchitril sino porque al pegar el local puerta con puerta asistíamos impasibles desde el umbral a sus estallidos de cólera. 150
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Un día, el sidrero escupió, blasfemó lo que tenía que blasfemar y algo más, se metió de nuevo el palillo en la boca y me dijo a gritos: –¡Eh, tú! ¿Qué haces ahí? –Nada, señor. –¿Qué buscas? ¿La casa de putas? –No, señor. –¿Sabes dónde está? –Sí, señor, un poco más abajo. –Muy listo pareces para pasar hambre. ¿Vas al colegio? –Sí, sí señor –dije medio asustado. –¿Y qué estudias? ¿Para borracho? –No, no señor. –Entonces, lárgate y no molestes. En la cola de la leche coincidíamos siempre los habituales. Por ejemplo, Jacinto con su labio caído y su sonrisa inocente. Le habían puesto unas gafas encontradas en la playa con las que veía mucho menos que antes, pero que le hacían interesante y culto. Cuando llenaban su marmita nos hacía la exhibición de voltearla a gran velocidad. –¡Ni gota! ¡Ni gota! –gritaba exultante. Y era verdad. Pocas veces derramaba el líquido. –¡La mejor agua de mesa la leche en polvo esa! –gritaba al doblar la calle y alejarse de nuestra vista. Y añadía al alejarse: –¡Qué os jodan que yo ya voy servido! O el señor Bermúdez que exclusivamente salía de casa los días nublados para descubrir el escondite del sol. O Martinita, que a pesar de tener los pelos encanados vestía como una niña de doce años, con calcetines blancos y zapatos sin tacón. Miraba siempre de reojo, temerosa de que alguien por detrás se hiciera con su marmita y el queso. Soledad tenía un defecto en la cadera derecha, por lo que 151
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apoyaba todo el peso en la pierna izquierda, de modo que durante el tiempo de la cola semejaba un poste torcido. Se daba un golpe en la pierna buena, y decía: –Esta está bien y la otra, mal. Lo decía continuamente a voz en grito, para que todo el mundo supiera que su postura antinatural precisamente era natural. Isabelita vestía las camisas heredadas de sus otros seis hermanos, que le aplanaban los pechos y encima le caían hasta más abajo de las rodillas. Si se ponía detrás en la cola, me daba golpes en la pierna con la marmita. Si se ponía delante, echaba la pierna atrás, coceando como los burros. –Ya está bien –decía yo. –¿Qué pasa? –respondía ella muy altiva y orgullosa. –Que te pares quieta. –No puedo. –¿Por qué? –Porque me gustas. –¿Y qué? –Que quiero estar contigo. Un día Chirona, que era mayor, que deseba que su padre siguiera en la cárcel porque le cuarteaba la cara con el cinto, y que había saltado la tapia para escaparse también de los latigazos de los frailes del reformatorio, se tropezó conmigo en la calle cuando iba yo camino del suministro. –¿No habrá guardias ahí? –No –le dije. –¿Y chivatos? –Tampoco. –Mira que si me cogen ya no me sueltan. –Tranquilo. –Pues te acompaño. Me dijo que uno de los frailes, el que tenía los caninos 152
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verdes y las muelas careadas y que no llegaba al metro y medio la había tomado con él. –¿Tú qué hubieras hecho en mi lugar? –No lo sé. –Seguro que le hubieras cruzado también la cara. –Seguro –dije yo por decir algo. –Pues no pienses en ello porque ya la tiene marcada. Fuimos de los últimos en llegar. Isabelita nada más vernos cambió su puesto de adelante en la cola por uno más atrás y comenzó a cocearme. –¡Párate quieta, coño! –le dije. Se volvió enseñándome la dentadura como un perro rabioso. –No me da la gana –dijo. Y volvió a cocearme. Sorprendido por el comportamiento de la muchacha, Chirona me preguntó por ella: –¿Quién es? –Una que quiere ser mi novia –dije por decir algo, adoptando un tono artificial de perdonavidas o cosa así. –¿Te la has llevado ya al monte? –No. –¿Le has metido mano? –No. –Jodé. ¿Le has pedido que te enseñe por lo menos la vulva? –¿Qué es eso? –Nada. Pero no le hagas ni puto caso hasta que te la enseñe.
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El Negro
Silverio, el Egipcio, había nacido algo tiznado y reseco, con una piel que a fuerza de lavarla se le volvía cada vez más sucia. Extremadamente delgado, de mirada triste y de elevada estatura, el comisario el día de la presentación, le dijo después de obligarle a sentarse para que no le sacara la cabeza: es imposible que usted me pase desapercibido, no me sirve para secreta, porque antes de llegarse a la esquina ya se le habrán largado los facinerosos y tantos indocumentados y los de mal vivir, y los sospechosos del tren le van a tomar a usted la vuelta para la segunda estación, ¿qué puedo hacer? Si le pongo a controlar transeúntes, parias del comedor social y demás alojados en pensiones, todo el mundo me lo va a identificar sin problemas. Dudo mucho, además, que su estructura morfológica aguante un par de bofetadas. Usted, eso sí, me puede servir de durmiente. El comisario hablaba muy directo. Presidía los festejos taurinos del verano, vestía muy elegante, y tenía una querida. A Silverio, el Egipcio, le dieron entonces un cursillo acelerado de rapidez mental, otro de retención de rostros a cuenta de un viejo crupier de los tiempos en que el juego no estaba prohibido, y un tercero sobre orientación en espacios oscuros para que no se cayese ni siquiera de la cama y supiera asirse a lo que más sobresaliera. Al cabo de la semana, el comisario le dijo: me controla usted la subida de los precios como si nos importara un pimiento, y me informa de cuanto de sospechoso descubra en tiendas y almacenes. Va a ser usted un durmiente muy despierto. Va tenerme usted las orejas muy largas. Quiero coger a los clandestinos, que los hay. Y a todos los masones y pervertidos. 154
EL NEGRO
Quiero peces gordos. ¿Vale? A los maricones que hacen las cosas sucias dentro de los yates, también a esos. ¿Vale? Los mierdillas los dejamos para los de uniforme. Para que se entretengan y no nos aborten las operaciones importantes. Así que el Egipcio armado de una carpetita azul de cartón, un cuaderno barato, una estilográfica de contrabando, un lápiz y un sacapuntas se pateaba las calles, de comercio en comercio, para tiznarse todavía más la piel con los resoles filtrados por las nubes. Iba impecable, con un traje gris a la medida, y los andares y maneras de un funcionario de carrera. ¿Cuál es el peuvepe este mes de las toallas de felpa? Y mientras el encargado hacía esfuerzos para recordar el del trimestre anterior, el Egipcio miraba las estanterías e intentaba fotografiar mentalmente a las dependientas, con el mismo sigilo que un inspector de hacienda. A cuarenta. Aquí tengo yo apuntado a treinta y dos. ¿A treinta y dos dice usted? A treinta y dos nunca han estado. Quizás a treinta y ocho. ¡Felipa! Felipa entonces entraba con su bata azul marino y sus sesenta y cinco cumplidos, flotando como una colchoneta sobre las olas de la playa. ¿Mande? A treinta y cinco hicimos el año pasado. Pues usted me dijo la última vez que a treinta y dos, eso implica que han subido un veinticinco por ciento. Un veinticinco por ciento en un trimestre. ¿Me lo confirma usted? Entonces, el encargado temeroso de que aquella espátula seca y seria, transmitiera la información a los de los bienes suntuosos y a los de la evaluación global, decía bueno, es posible, es que son de otro fabricante. ¿Y las del mismo? Pues es que esas ya no traemos. Ya sabe, la rotación. Aquí, en el textil, se cambia mucho de proveedor. Algunos aciertan con los colores; 155
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otros, no. Todas las temporadas son distintas. Y en los precios que le digo ya está incorporado el igetee. A cuarenta. Los trajes de baño, por ejemplo, son de temporada. A las mujeres no les gustan bikinis ya vistos. El blanco sí que se lleva. Pero ahora es un blanco eléctrico, algo llamativo. Las jovencitas prefieren estampados, sobretodo si les falta pecho, ya me comprende usted. Y las braguitas cada vez más ceñidas y justas, no esas que marcan arrugas al salir del agua. Cuando se trataba de cebollas, la del mercado le soltaba que la pertinaz sequía, que mejor controlar ahora los cardos y las coles de Bruselas. O las zanahorias. Y no vea usted a cómo van a venir las patatas nuevas. El Egipcio escribía: cardos a diez, coles a doce. Nada. La expresión nada era un mensaje en clave. La señorita de la oficina de estadística que pasaba a máquina el estadillo sabía que una expresión distinta a “Nada”, cualquiera, automáticamente había de cursarla al inmediato superior antes de que éste se fuera a orinar sin ganas. Por ejemplo, “Algo”, implicaba una sospecha, la mirada recelosa de un encargado de almacén bajito y con cara de pocos amigos. O una intuición. Y si captaba una conversación confusa o ininteligible ponía ojo. “Ojo” ya era la acción inmediata. Entonces, el comisario ordenaba la vigilancia extrema. Y los inspectores de verdad, los que portaban pistola, calcetines chillones y se peinaban para atrás, aparecían por la tienda con sus pintas de chulos de domingo para comprarse una camiseta de felpa de las de invierno, un polo azul marino atravesado por rayas bicolores, una cuarta de fieltro verde billar o un tapetito para jugar a la brisca. Adiós, y hasta el trimestre que viene. 156
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El Egipcio descubrió en sus quince o veinte años de peripatético que la rotación de fabricantes era tremenda, que apenas se guardaba fidelidades y que todo subía. Luego, cuando recibía la noticia del incremento del 3% en el mes de junio, se decía para sus adentros: jodé con las toallas de felpa, las sábanas de algodón y los buñuelos de viento. El Egipcio era tan buen policía, tan buen secreta, tan minucioso y simple que nunca jamás nadie logró descubrir su auténtica profesión. Estaba tan infiltrado que hasta le nombraron presidente de su comunidad de vecinos y se hizo voz de moscardón del coro parroquial. Cortés, educado, respetuoso en extremo, nunca se le oyó comentario alguno que no fuera el correcto ni ninguna pregunta que encerrara un sentido ajeno al de la profesión que simulaba. Incluso desistía de comprobar las facturas que soportaban la adquisición de los artículos. Se limitaba a cubrir el expediente, solicitar aclaraciones sobre fabricantes y aumento de plantilla, y a desear los buenos días con una sonrisa forzada. Acudía incluso a funerales de clientes y allegados, con las orejas expectantes y los ojos bien abiertos. Más tarde, en las reuniones de comunidad siempre emitía un juicio ponderado, acorde con sus expectativas de funcionario: sin acritud, sumiso. El futuro del Egipcio era volverse cada vez más negro con los resoles y los aires. Y lo estaba consiguiendo. Un día, el nuevo comisario, sustituto por jubilación del anterior, le dijo: con las nuevas tecnologías y la explosión demográfica usted ya no tiene muchas cosas que rascar en la calle, pero su experiencia es vital así que desde mañana a las ocho se me viene todos los días a comisaría. –Pero ¿entonces dejo de ser durmiente? –preguntó el Egipcio con su voz ya un poco más aflautada por la música. 157
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–Desde mañana se me despierta –le dijo secamente el comisario, que por su juventud tenía una gran carrera por delante. Al Egipcio tampoco le costó demasiado adoptarse al nuevo puesto. Pero como se había olvidado de su condición de policía, actuaba de la misma manera despreocupada de siempre. Entraba a las ocho en comisaría y se introducía en un cuartucho abuhardillado, en el último piso, en una esquina, casi al final del pasillo, lejos de las mecanógrafas y de las secretarias de despacho, que se ubicaban en las otras plantas. Leía el periódico, buscando mensajes en clave y recortando esquelas. Los primeros días, las mañanas le parecieron eternas. Además, la mayoría de los días estaba solo en la planta. A veces, uno de los ordenanzas, un gris reciclado, de andares lentos y cuerpo vago, aparecía a dejar unos papeles que el Egipcio nunca leía, decía buenas o algo parecido por decir algo y se largaba de nuevo por donde había venido. Otras, subía alguien a fumarse un cigarrillo a hurtadillas, asomaba la cabeza por la puerta y le saludaba. Jamás nadie le preguntó qué hacía allí, tan alejado de todos y de la máquina del café, porque es una descortesía preguntar por sus quehaceres a otro funcionario dentro de un estamento oficial. Después de tres o cuatro semanas, el Egipcio empezó a organizarse mejor la jornada. Se traía un sándwich para el almuerzo y una botellita de agua mineral con gas. Como era habilidoso con los destornilladores, no tenía nada que hacer y no le atraían especialmente los puzzles, comenzó a prolongar su hobby doméstico en la oficina, hurgando en hornillos, aparatos de radio, delcos y despertadores. Entre los otros funcionarios se corrió enseguida la voz: –Ahí arriba hay un negro que arregla cacharros. Y a Silverio el Egipcio le empezaron a llegar paquetitos 158
EL NEGRO
con los artilugios más variados. Por ejemplo, un día le llegó una lavadora, otra un friegaplatos, ventiladores tres o cuatro, hasta un televisor metido de contrabando y media docena de paraguas. El Egipcio era tan confiado que olvidó desde el primer momento las más elementales medidas de precaución. No miraba los bajos del automóvil porque le costaba doblarse hasta el suelo, y se llegaba paseando tan tranquilo a comisaría, como un turista inglés que fuera a protestar por el robo de su maleta, sin molestarse siquiera en caminar pegado a las paredes ni en vigilar receloso sombras sospechosas a izquierda y derecha. Saludaba al guardia de la puerta afectuosamente sin reconocerlo por culpa del verduguillo y pasito a pasito subía despacio por la escalera interior hasta alcanzar su cuartito en la última planta. Allí colgaba la chaqueta, se ajustaba mejor el nudo de la corbata, se miraba las uñas, se vestía la blanca bata, cogía las herramientas, calentaba la soldadora de precisión, enfocaba el flexo y se convertía en el hombre más feliz del mundo. Un día encontró encima de su mesa un paquetito envuelto con cuidado. El Egipcio lo abrió sin ninguna preocupación, ansioso por descubrir aquello que venía etiquetado a su nombre. –Un radiogoniómetro –dijo sorprendido. Ese sí que era un reto a sus capacidades profesionales. Lo miró por un lado y por el otro. Por arriba y por abajo. Lo meneó un rato para detectar tornillos sueltos. Luego, cogió el alicate y se puso a mover la antena giratoria. La descarga fue tan violenta que hizo temblar unos segundos los plomos de la luz. 159
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La señora de la limpieza lo descubrió dos o tres días más tarde y casi por casualidad. –Pues huele todavía a quemado –dijo un poco confundida–. ¿Qué coño estaría haciendo un negro aquí?
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LEEMOS EN EL PERIÓDICO
Leemos en el periódico Leemos en el periódico: han encontrado a dos amantes ancianos amándose en medio de un funeral qué descaro qué desatino qué desvergüenza
Posdata final: enterraban para siempre sus ocultos desvelos qué maravilla
comenzando a imaginarse cómo será mañana el sol cuando consigan secarse las viejas lágrimas con el pañuelo.
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Verdejo frío Dejé el maletín sobre la alfombra. María, la tía de mi mujer, lo recogió de inmediato, colocándolo sobre la mesa del saloncito. Saludé apresuradamente a los dos chicos y a la chica. Y me dirigí al dormitorio. –Amancio, ¿qué tal estás? Ya he llegado. Abre, por favor. –¡No quiero! –dijo Amancio desde el otro lado de la puerta candada. –Abre. –¡No me da la gana! –¿Sabes quién soy? –Te han llamado esos. Te ha llamado la bruja y esos cabrones. No quiero ver a nadie. No quiero verte a ti tampoco. –La bruja es tu mujer. Y esos cabrones son tus hijos. –Yo no tengo mujer. –¿Quién soy yo, entonces? –imploró María verdaderamente compungida. –Una puta. Eres una puta que vive en esta casa sin permiso. La mujer se echó a llorar. El hijo mayor, dijo: –Ha hecho llorar a mamá. Debería darle vergüenza. –A la mierda contigo, mamón. –A la mierda váyase usted, Padre. Cualquier día como no se corrija le pongo la mano encima. –Antes te clavo el cuchillo. –Ni se le ocurra. –Te abro en canal como a los cerdos. –Ni se le ocurra –repitió el hijo mayor masticando las sílabas. 162
VERDEJO FRÍO
–Está bien –dije–. Venga, Amancio. Razona. Vamos a pensar las cosas despacio. No puedes estar ahí dentro encerrado. ¿Qué ha pasado? –No ha pasado nada –dijo su mujer. –Madre, diga la verdad: ha venido mamado –dijo el hijo mayor–. Ha venido tan mamado como siempre. –¿Has reñido con alguien? –No sé qué le ocurre. Últimamente bebe demasiado. –Ha venido y sin mediar palabra se ha encerrado en la habitación –dijo la hija. –Pienso quedarme aquí dentro toda la vida, hasta que me muera –dijo Amancio–. No pienso salir nunca más. No quiero veros la cara nunca más. –¿Ni siquiera la mía? –dije por decir. –Ni siquiera. –¿Te he hecho algo? –No me has hecho nada. Pero esta es mi casa. –Y tú eres mi tío. –El tío de tu mujer. –Es igual. –No es lo mismo. –Sabes que te aprecio. –Eres el único que me aprecia. –Sabes que te he ayudado siempre que me lo has pedido. –El único que me ayuda. –Que te atiendo en cuanto me llamas. Y a mi tía, igual; y a tus hijos, igual. Y que te respeto. –Yo también le respeto. –¿Me tratas ahora de usted? –Yo también te respeto. –¿Entonces? –Entonces, ¿qué? –Abre la puerta y hablamos como personas, mirándonos a los ojos. 163
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–No quiero abrir la puerta. Estoy muy a gusto tumbado aquí en la cama. No quiero verte. –Dice María que te has tomado unas pastillas. –Todo el tubo –dijo Amancio y podía adivinarse por el tono de su voz una cierta dosis de venganza. –Es un bruto. Es capaz de haberlo hecho. Está como ido –dijo la mujer. –Tú, cállate –gritó Amancio. –No me da la gana. –Cállate, zorra. –Cállate tú, borracho. –¡Zorra! –¡Borracho! –Deje de insultar a madre o tiro la puerta de una patada –dijo el hijo mayor visiblemente enojado. –Inténtalo. Tengo la escopeta cargada. –Y yo el pronto difícil. No me toque los cojones, padre, que le muelo a hostias. –¿Tiene de verdad una escopeta? –pregunté algo asustado. –Sí –confesó la mujer–. Está siempre colgada en la pared del dormitorio. –¿Por qué? –A él le gusta. Siempre le ha gustado la caza. A veces la descuelga y apunta sin disparar. –¿Y está cargada? –Habitualmente, no. –¿Y los cartuchos? –En el cajón de la consola. –Jodé. Lo tiene todo a mano. –A él le gusta. Es un buen tirador. –Eso era antes, madre –dijo el mayor–. Ahora seguro que le tiembla el pulso y no acierta una liebre a un paso. Golpeé con los nudillos en la puerta. 164
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–Amancio –dije. –¿Qué? –¿Cuándo es la última vez que has disparado la escopeta? –El año pasado. –Eso es mentira –dijo el menor de los hijos–. El año pasado no le dieron la tarjeta del coto en el pueblo. Se la dieron al fresquero. –El año pasado acerté a la perdiz. Cogí tantas que las escabechamos. –Seguro que rompiste la veda –dije. –Salí también a la codorniz. –No le hagas caso –me dijo su mujer–. Hace de eso diez años o más. El año pasado se conformó con madrugar un par de días para ir a por caracoles. –O sea –dije en bromas– que el verano pasado te dedicaste a cazar cuernos. –Y setas –dijo él. –Eso es en otoño. –Las hay también en verano si llueve. –¿Y cangrejos? –Ya no me gustan. Ahora solo hay americanos. No saben a nada. Comen hierba y se crían en la pecina. Son insípidos. Muy grandes. Tampoco hay ya ranas. Ni patos. –¿Piensas volver al pueblo este año? –No. –¿Por qué? –Porque me voy a morir. –Ah –dije– ¿y cómo lo sabes? –Porque me he tomado un tubo de pastillas. –¿Qué clase de pastillas? –le pregunté. –Ni caso –dijo la hija que tenía acuosos los ojos–. Lleva media hora diciendo lo mismo. Ya le hubieran dado los retortijones. –¡Es verdad! –protestó Amancio desde el otro lado de la puerta– ¡Lo juro! Era un tubo amarillo. 165
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–¿Estás seguro? –le pregunté. –No tenemos ningún tubo amarillo –dijo la hija–. Yo controlo las medicinas. Papá toma pastillas para la tensión. Se hace el interesante. Está simplemente borracho. –¡Lo juro! ¡Era un tubo amarillo! –Como no sean las de la garganta. Quedarían tres o cuatro grageas –añadió la muchacha. –¿Escuchas a la niña, Amancio? –dijo la mujer– Nos estás engañando. Sólo quieres darnos un disgusto grande. Y lo has conseguido. –Calla, bruja. Me he tomado un tubo amarillo y uno verde. –De acuerdo –dije–. ¿Y qué sientes? –Como que me mareo. –Ese es un buen síntoma. –¿Entonces me muero? –Sí, sí, claro que te mueres. Estás muy jodido. Sácate la lengua y tócatela. Verás que la tienes áspera. Casi como un estropajo. Debió de hacer la prueba, porque dijo: –Parece una lija. Creo que la tengo blanca. Apenas la siento. La tengo seca. ¿Cuánto me queda? –Poco. –¿Poco cuánto es? –Tendría que comprobarlo. ¿Tienes fiebre? ¿Tienes escalofríos? Si tienes un termómetro cerca póntelo. –No tengo termómetro. –Entonces coloca un dedo delante de los ojos. Y míralo fijamente. ¿Te da vueltas la habitación? –Sí. –Entonces te queda lo justito para celebrarlo. ¿Qué te parece? ¿Te apetece que tomemos unos vinos juntos? –Bueno. Pero no quiero abrir la puerta. 166
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–Ya me dirás entonces. –Si abro la puerta es para dejarte entrar a ti con la botella. Pero no me fío. –¿Desconfías de mí? –Seguro que la bruja la atranca con el pie. Seguro que los mamones también quieren entrar. Son listos. No sabes cómo son. –¿Y por qué en lugar de entrar yo, no sales tú? –Estoy en mi habitación y quiero morirme en mi cama. –Vale. Lo comprendo. A ver cómo nos organizamos. Puedo decirle a tu mujer y a tus hijos que se vayan a la cocina. ¿De acuerdo? Y una vez que estén allí, te aviso, abres rápidamente la puerta y me cuelo dentro. –Pero igual ya es tarde. –¿Por qué? –Porque me voy a morir de un momento a otro. –Y dale. –A ver si es verdad y deja de darnos guerra de una puta vez –dijo el hijo mayor. –Cabrón –repuso con violencia Amancio, herido por la actitud de su hijo– seguro que lo estás deseando. No llevas mi sangre. –Ojalá. –No eres mi hijo. –No, qué va. Soy hijo del vecino. –Amancio, me estás insultando –dijo la mujer verdaderamente compungida. –Tú bien sabes de quién es hijo. Anda, díselo. Díselo si te atreves. Dile con quién lo haces cuando estoy trabajando. Atrévete. –No lo hago con nadie. Ni siquiera contigo. –Mamá, no entres en su juego –dijo la hija, secándose los ojos–. Papá desvaría. Está chocho. 167
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–Borracho es lo que está –dijo la mujer. –Como una cuba –añadió el hijo mayor. –Ahora que ya te vas a morir ¿por qué no haces las paces con tu mujer y tus hijos? –dije yo en tono condescendiente. –¿Y si no me muero luego, qué? –¿Cuántas pastillas has tomado? –insistí– ¿Muchas?, ¿pocas? –He vaciado el tubo. –¿Diez, veinte? –Igual diez. –Con diez no te mueres, sólo te da cagalera. –Entonces veinte. –¿Estaba el tubo empezado? –Sí. –¿Para qué son las pastillas? –pregunté. –Es que no sabemos cuales ha cogido si es que ha cogido algunas –dijo la hija–. Nuestras no son. Mamá tiene las suyas. Yo creo que todo es mentira. –Amancio, sal por Dios –imploró la mujer. –No me da la gana. –Estamos dando un espectáculo deplorable –le dije–. Están las vecinas en la escalera. –¿Y qué? –Quieren que llamemos a la policía. –Putas. –Piensan que estás loco. –Que se mueran. –¡Muérase usted! –gritó entonces el más joven de los hijos, que andaría por los dieciocho y era el de complexión más fuerte y el más alto de la familia. –Repíteme eso –se dolió Amancio–, ¡repite eso a tu padre! –Déjeme en paz. 168
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–¡Canalla! ¡Tratar así a un padre! –Y usted ¿cómo nos trata usted? –¡Canalla!, ¡sinvergüenza! –Vale –dije yo–. El chico te pide perdón. Venga, haya paz. Abre la puerta, nos damos un abrazo, y tú y yo nos largamos de vinos. –No. –¿Por qué no? ¿Qué te he hecho yo? –Nada. No me ha hecho nada usted, pero esos sí. Esos son malos. Son unos cabrones. El mayor es mala persona. Y el pequeño también es mala persona. –¿Y yo? –le preguntó la chica. –Tú eres buena. –Entonces ¿por qué no me haces caso? –Porque te engañan tus hermanos. –Ya soy mayorcita para que me engañe alguien. He cumplido los diecinueve. El año que viene haré veinte. –Vamos, Amancio –insistí–. Te invito a un par de verdejos. –Sólo bebo tinto. –Así cambias de sabor. El verdejo sabe a hierbas. Es muy digestivo. –Quiero morirme. –¿Ya estás de nuevo? –Me duele un poco la tripa. –La cagalera, lo que te he dicho. –No se te ocurra hacerlo en la cama –dijo la mujer amenazante–. Vete al retrete. Si lo haces en la cama te juro que lo limpias con la lengua. –¿Te das cuenta? –gritó Amancio seguramente dirigiéndose a mí– Es un mal bicho. Es una mala pécora. Me odia. –Seré un mal bicho y todo lo que quieras, pero te aseguro que eso no pienso aguantarlo. Hasta ahí podíamos llegar. 169
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¡Que te cagaras en la cama! Por éstas –la mujer besó los dedos en aspa. –Me odia. –Ya no sé si te odio o te quiero. Pero no pienso limpiarte la mierda. –Quiero morirme. –¿Otra vez? –dije medio en bromas. –Lo diré todas las veces que me de la gana. –De acuerdo, quieres morirte. –¡Quiero confesarme! –Anda ya –dijo la hija–. No has ido a misa desde la primera comunión de Luisito y eso porque aquel día llovía. El hijo pequeño corroboró lo dicho por su hermana: –Jodé que si llovía. Todavía me acuerdo. –Quiero ver a un cura. –¿Se conforma con un simple cura o quiere al obispo? – preguntó despectivo el hijo mayor. –Cabrón –gritó Amancio–. ¡Te estás burlando de mí! –¿Y qué quiere que haga? ¿Ponerme a llorar? –Voy a morirme y te burlas de mí. –Déjate de tonterías, Amancio –dije–. No te vas a morir. –¿Me lo aseguras? –Si te hubieras tomado veinte pastillas estarías ya delirando. –Y lo estoy. –Ni siquiera se te embrolla la lengua. No te has tomado ninguna pastilla, nos estás engañando. –Pues si no han sido veinte han sido treinta. Me he tomado dos tubos. –Vale. Dentro de diez minutos serán tres. O cuatro. O cinco. Los que quieras. En cuanto se te pase la borrachera –dije– te avergonzarás del disgusto que estás dando a tu mujer y a tus hijos. 170
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Amancio guardó unos minutos de silencio. Golpeé de nuevo en la puerta. –¿Qué haces? –pregunté– ¿Te has dormido? –Nadie en esta casa me quiere –dijo luego de un rato medio llorando. –¿Ya te dejas querer? –Mis hijos me desprecian. –Eso no es verdad –dijo la hija–. A nadie le gusta tener un padre borracho. –¿Lo ves? –Amancio se dirigió a mí– ¿Te das cuenta? ¡Hasta mi hija dice que soy un borracho! –Más que borracho lo que haces es beber demasiado. –Y todos los días del año –dijo la mujer–. Todos los días tengo que desvestirle en la cama. Es un caso perdido. –Los chicos me odian. –Eso tampoco es verdad –protestó de nuevo la hija–. Queremos ayudarte. Pero te niegas. No quieres saber nada de nosotros. Desde que sale del trabajo hasta la hora de la cena no le vemos el pelo. –Y el día que se lo vemos es porque está enfermo –añadió el hijo pequeño. María, la tía de mi mujer, me había llamado asustada: –Corre, ven, que eres al único que respeta. Tenía el estoicismo de las mujeres de pueblo. Nunca se había adaptado del todo a la vida de la ciudad. Era tranquila, algo simple. Jamás había trabajado fuera de casa. Me recibió en la puerta. Estaba realmente preocupada. Parecía haber llorado. –Se ha atrancado en su habitación y no nos deja entrar a nadie. Dice que se ha tomado un tubo de pastillas. –¿Y es verdad? –No lo sabemos. Pero es posible que lo haya hecho. –Mamá, sabes que es mentira –dijo entonces Lolita, la 171
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única chica de entre los tres hijos habidos en el matrimonio. –Tu padre es muy capaz de hacerlo. –Dice que ha tirado el tubo por el balcón, pero he bajado a la calle y no he encontrado nada. –Igual no has mirado bien. –No hay nada, madre. Nos está engañando como tantas otras veces. –Estas escenas las tenemos a menudo –dijo entonces el mayor de los hijos, que trabajaba de mecánico en un taller de automóviles. Di de nuevo un par de golpes en la puerta. –Amancio –dije–, me estás haciendo perder un tiempo precioso. No pienso estar aquí todo el día rogándote. Así que abre la puerta de una puta vez. –Me he tomado un tubo de pastillas. –Eso ya lo sabemos. Cambia el rollo. Deja que te examine a ver si es verdad. –Le daba yo un par de hostias –dijo el hijo mayor. –Calla la boca –le conminó su madre. –Amancio –me dirigí a él sin ninguna agitación–, me pones en un aprieto. Si te has tomado las pastillas hay que hacerte un lavado de estómago. Tengo que llamar a la ambulancia, subirte a urgencias. Ya sabes. El protocolo. Firme aquí. Intervienen los guardias por intento de suicidio. El escándalo. Si es mentira quedo yo como un idiota. –Si le hacen un lavado de estómago seguro que sólo encuentran vino –dijo Lolita. –Así que ya me dirás. Tienes dos opciones. O sales por las buenas, nos damos un abrazo y echamos unas risas y tan amigos. Lo olvidamos todo. O doy parte. Yo entonces me marcho de esta casa y me lavo las manos. Conmigo, no va. Es asunto vuestro y de la policía. Y allá te las arregles. 172
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Un ruido extraño sonó dentro de la habitación. –¿Qué haces, Amancio? –preguntó asustada María. Tardó él un poco en contestar. –Me he caído de la cama. –¿No te habrás dado contra la mesilla? –insistió preocupada la mujer. –No encuentro los zapatos. –Mira debajo. Igual están tapados con la colcha. –No encuentro los calcetines. –Mira que igual los llevas puestos. Al poco notamos el giro del seguro de la puerta. Amancio asomó su cabeza de ratón entre la pequeña rendija. –Hola –dijo. Se le iluminaron los ojillos todavía algo vidriosos. Estaba sin afeitar, con la boca torcida. –Das auténtica pena –dijo su mujer. –Hola –saludó de nuevo Amancio como si no hubiera pasado nada. –Hola –dije. –Soy, yo. Tu tío. –Y yo tu sobrino. –Te quiero. Os quiero a todos. –Venga, capullo –le dije–. No seas zalamero que nos has dado un buen disgusto. –¿Y la botella? –me preguntó. –Ah –dije–, en el frigorífico. Ahora voy a buscarla. Se está enfriando. El verdejo recomiendan tomarlo un poco frío.
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Doscientos dieciséis Aunque desde el principio el muy honorable profesor Smith intuyó que aquello era un mensaje del subconsciente colectivo, a diferencia de Newton no le concedió demasiada importancia. Las noches son propicias a revelaciones y misterios. Por la noche vuelan los murciélagos. Ya había tenido otros ataques similares: el tiempo es una interferencia en el tiempo nulo el viaje es hacia atrás o hacia delante el tiempo se degrada en un punto del infinito las ondas sin tiempo El subconsciente colectivo juega a convertir a los adultos en niños. A veces se comporta de manera traviesa. Sinuoso como el murmullo de un violín que quiere convertirse en plegaria, dulce como la súplica de una mujer desconsolada, terrible como un acorde de piano desencadenando tinieblas. Con todo lo más exasperante del mensaje no era lo misterioso su contenido sino su periodicidad constante, como si alguien de otra dimensión le presionara sin tregua para obligarle a adoptar una posición receptiva. Noche tras noche. A las cuatro, a las cinco. A las horas en que el silencio sólo es interrumpido por cañerías desconsoladas. La voz al principio le hablaba quedamente, como el susurro de la brisa de mar que mece el coy de los viejos marineros, pero debido quizás a su falta de respuesta se fue volviendo con los días más viscosa, agria, más enérgica, más estremecedora, hasta que finalmente una noche, anticipándose a las cuatro, se desató con la furia del bestiario com174
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pleto de una catedral gótica. Ondas magnitud 216, guau. Ondas magnitud 216, guau, guau. Doscientos dieciséis, guau. La virulencia de los ladridos de un perro guardián. Doscientos dieciséis. La voz insistía machaconamente: ondas magnitud 216. ¡Guau, guau! Firme, imperiosa, exigente, metálica. De ultratumba. Dura. Siempre la misma. Extraña. Como de robot o algo similar. Profundamente horrorizado, al amanecer de aquel infausto día, el profesor Smith descubrió que tenía magullado el cuerpo, con marcas siniestras de latigazos en la espalda y dibujos de eslabones roñosos en las nalgas, como si en sueños hubiera resbalado por unas escaleras mecánicas y el estriado metálico le hubiera dibujado la piel. ¡Pero no le dolía el cuerpo! ¡Sólo estaba cansado! Muy cansado. Otro día, de repente, la voz dejó de expresar consignas sueltas para emitir diagramas complejos y figuras geométricas que centelleaban en los sueños como flashes fotográficos a una velocidad vertiginosa, como si una tarjeta magnética estuviera perforada en todos los números y los puntos de luz brincaran alocadamente proyectados sobre un telón negro. Razonamientos profundos, a veces escandalosamente ilógicos. Hay hallazgos que devienen como consecuencia de un proceso sistemático de desarrollo controlado; pero también existen los otros descubrimientos, los originados por un fogonazo lúdico, algo que reside en un lugar oculto del cerebro y que, de repente, sin saber por qué, adquiere carta de naturaleza. ¿No había hombres primitivos africanos que por la noche en sus chozas soñaban en voz alta en francés sin haber salido nunca de su territorio de caza? 175
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Guau, guau. ¿Pero qué era eso de 216? Las cucarachas. Precisamente la noche en que los ojos azules húmedos de MM, la hermosa muchacha que compartía en los últimos meses los sopores de sus ensueños, estallaron como la luz de un láser especial, aparecieron por primera vez las malditas cucarachas. Se encontraba perdido –él, pobre niño desvalido–en un pequeño corral de una casa de campo. El grifo del corral goteaba incesantemente y las gotas uniformes de agua perseguían convertirse en río por un sumidero enrejado y maloliente. Era un niño hambriento y sucio, abandonado entre hojas de alcachofas silvestres. Y de las hojas caían al suelo miles de cucarachas intrépidas. Cuando se las pulveriza con veneno, las cucarachas caminan quince minutos como huyendo de sí mismas, desorientadas, luego se tambalean y se quedan patas arriba. Pero a las 24 horas, cuando vas a retirar los enormes montones de cadáveres negros, descubres un movimiento casi imperceptible. Las cucarachas están inertes, muertas, pero una pata no. ¡La pata permanece vigilante como un periscopio indolente! Eso es lo que perdura de su paso por la vida. La pata. Sin embargo, ¿qué queda de una persona cuando muere? ¿Acaso esas malditas ondas magnitud 216 vagando desconsoladas por el éter? –o– Desde que comenzaran los mensajes a volverse más impetuosos, venía constatando algo francamente interesante. Nada más colocar los dedos sobre las teclas, sin necesidad de pulsarlas, las palabras salían escritas a una velocidad increíble en la pantalla del ordenador. Las letras eran hormigas trepando sin dificultad por un árbol resinoso. Supuso, 176
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al principio, que acaso había adquirido la soltura propia de la experiencia. Incluso la flechita del cursor obedecía a sus próximas órdenes sin cursarlas siquiera. ¡Tremendo! ¡Comenzaba a estar dominando casi sin saberlo la capacidad de proyección latente del cerebro! Pero lo más desconcertante era que otras veces las teclas permanecían ancladas, encerradas en un mutismo asqueroso hasta que se soltaban de su atadura virtual y comenzaban a escupir letras de una forma descarada y absurda. Las ondas emitidas por el cerebro se adelantan al ejercicio puramente físico de materializar los movimientos. Esto es bastante habitual en una conversación. El interlocutor sabe lo que vas a decir antes de que articules las palabras porque realmente ya se lo has transmitido mentalmente. Cuántas veces una persona sabe exactamente los pormenores de la historia que su interlocutor le está contando porque ya la ha vivido anteriormente, a pesar de desconocerla. Cuántas veces una palabra cualquiera en lugar de colocarse en una frase dada sale escrita en la cuarta o quinta frase posterior al lugar donde uno ha querido ubicarla. Cuántas veces uno va a contar una historia y narra otra distinta. Cuántas veces se escapa una tilde de sitio. Cuántas veces se adivina el sonido del teléfono. Cuántas veces se intercambian las letras en una palabra Cuántas veces se intuye que una persona ha muerto. Cuántas veces se sabe que una persona va a morir. Cuántas veces se desea algo con fervor y acontece. –o– Secuenciación correcta del suceso. 1. Terrible. MM, la muchacha de los hermosos ojos azules, ocupaba un sitio bien visible desde su tarima de profesor. Sin embargo, estaba convencido de no haberla visto nunca antes, pero ella dulcemente, como las flores tímidas 177
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que ocultan sus encantos ante el cortejo de una abeja joven, le aseguró que asistía a sus clases desde el comienzo del curso, ocupando siempre el mismo lugar: la sexta mesa de la tercera fila, a la derecha, próxima a la puerta de salida. Setenta y dos centímetros anchura del pasillo. El profesor Smith se fijó entonces, por vez primera, en aquel suéter ajustado que impedía la sana y natural respiración de la muchacha; en las piernas torneadas, morenas, largas, imposibles. En la sonrisa cautivadora. En lo concreto de lo intuido. Se fijó de inmediato en los pechos duros, en los pezones enhiestos horadando el cielo. Pero fueron los ojos teñidos de infinito lo que más le impresionaron. Ojos hipnóticos, grandes. Curiosos, inmensos, estremecedores. Inagotables. Se le rompió la tiza entre los dedos. Señorita, resuélvame por favor la ecuación de la cuerda vibrante por el método de. Pero no dijo nada. Le resultó imposible concentrarse. ¿Por qué? Se asustó. ¿Cuál era la diferencia cuantitativa entre ahora, punto, y menos doscientos dieciséis segundos? ¿O menos doscientos dieciséis días? ¿O menos doscientas dieciséis semanas? Carecía de experiencia amorosa. No tenía ninguna apetencia sexual. Su ama de llaves vieja y solterona, recatada y pulcra, beata como una monja de clausura, de rosario y confesión, cocinaba sin especias alimentos de indudable calidad, en absoluto excitantes. ¿O no era tan vieja? ¿O estaría incrementando la dieta de proteínas sin haber desarrollado plenamente la fórmula matemática prevista para el mes de mayo? ¿O no estábamos en mayo? Anotó en su libreta de espiral las interrogantes. Señor, y al decir señor, la estudiante atrapaba el aire de los números y los resecaba inutilizándolos. ¿Por qué se 178
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había agachado? Era simplemente una excusa infantil para mostrarle el inicio perturbador de unos pechos insolentes. Metódico, de costumbres fijas, de fríos distanciamientos, de reflexiones profundas, de conversaciones silábicas, de murmullos apagados, se encontraba de repente poco menos que aturdido. Tan sofocado como si participase en una carrera de fondo, sin meta ni distancia. Una metáfora: como si las aguas mentales bajaran turbias, desbordándole impetuosas. Dejó de pensar en los tres átomos de la molécula de agua formando un ángulo casi recto, al descubrir que el resto de los alumnos le miraba con atención. Esto le azoró sobremanera. Nunca antes había pasado. ¿Estaría identificable? ¿Su desasosiego era perceptible por los demás? ¿Física o mentalmente? ¿Qué irradiaba él? ¿Qué escapaba de su mente lógica y que era captado al instante por los demás? ¿Por qué los demás estaban allí, acodados en sus mesas, recibiendo sus transmisiones extrañas? ¿Era realmente él o un desarrollo bastardo de una molécula identificada como de riesgo altamente potencial? Se tocó el cuello de la camisa. Usaba por sistema calcetines negros para no confundirse jamás de color. Chaqueta con hombreras para que no le cargara demasiado las espaldas. Era un maniático de los números. De joven había realizado el cálculo minucioso del número de azulejos blancos y azules del túnel que conduce a la playa. Había medido la distancia exacta del viaducto próximo a la fábrica de gas, la andadura del profesor de física. Coleccionaba números inconmensurables cuyo secreto melancólico descubría en la soledad de su cuarto de estudio. Había cumplido los cuarenta y ocho, edad que devuelve serenidad a la vida, cuando la muchacha le sonrió de nuevo. Luego la muchacha se estiró imperceptiblemente la falda algo corta como defendiéndose de su mirada.
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Y el profesor presintió al momento que esa noche sucedería algo terrible y diferente. –o– Sólo había tenido una pequeña aventura casi infantil en sus tiempos de universitario. Se sonrojó al recordarlo. Ella era demasiado vital, demasiado alegre. Él, demasiado brillante. Ella adoraba las multitudes, la locura de los sábados, la música trepidante, los cuartos oscuros, los cines abiertos del fin de semana. Los perritos calientes y los sándwich de queso. Él, los silencios y la evaluación de posibilidades. Hubo tres besos, un par de insinuaciones procaces, una extrapolación del futuro. Algún suspiro perdido que en la distancia sonaba ridículo. ¿Por qué ahora le azotaba de repente el recuerdo? ¿Qué sería de ella? ¿Cuál era su nombre? ¿Habría conseguido la cátedra, superando con éxito el último examen? ¿Con qué calificación? ¿Habría abandonado la universidad para procrear la media docena de hijos que añoraba? Gozaba de justa fama de hombre austero, sin vicios. Incluso las facciones de su cara pecaban de excesiva rigidez. Podía pasar por moralista sombrío del diecinueve, un pastor presbiteriano que confunde el púlpito con la cátedra. Estaba convencido de que las gentes, las muchedumbres anónimas pierden la mitad de la vida cultivando cosas superfluas tan insensatas como absurdas. Fiestas en lugares turbios donde acuden los vulgares a trompicones para saciarse de la aterradora y efímera efervescencia. Todo era tan vacío y frágil. Para él, la existencia era más que todo eso. La existencia eran los números, todos y cada uno de ellos, los posibles y los imposibles, las hipótesis, las utilidades mensurables, lo tangible. –o– –¿Para qué necesita consultar el expediente académico de la señorita Mary Morgan, señor Smith ? –le espetó fría-
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mente la oficial administrativa, bajándose las gafas a ras de la nariz para mirarle con más atención. Desde que los nutricionistas la habían sometido a dieta, odiaba las hamburguesas y los refrescos de cola. Había profesores que evitaban personarse en administración incluso aunque fuera para solicitar una aclaración de emolumentos, sobretodo cuando el tiempo bueno, porque entonces se disfrazaba con vestidos vaporosos y floreados, exhibiendo impúdica los gruesos brazos blancos, las verrugas del cuello y las axilas sudadas. El señor Smith, dijo cohibido: –No recuerdo el resultado de su último parcial. –Disculpe, ¿cómo dice? ¿Que no recuerda el último parcial de MM? –la oficial administrativa le interrogó entonces desde la altivez de su puesto de guardiana de los datos de los alumnos. En cualquier momento podía agarrarle por el cuello y estrujarlo como una bayeta mojada. –Así es –insistió suavemente el profesor Smith. –Ya. ¡Lo que faltaba! –estalló la administrativa liberando toda la energía contenida en sus miles de fines de semana sin cita–. ¡Esa no es una excusa convincente y debería usted saberlo! Si quiere que yo me moleste en entrar en el ordenador, dejar mi huella en el log histórico de operaciones como un caracol baboso y servirle a usted una información a la que no estoy autorizada sin una confirmación especial por escrito de la jefa de estudios, se equivoca, señor Smith, vaya si se equivoca. El acceso a los archivos está regulado por protocolos lo suficientemente disuasorios, se lo aseguro, como para evitar tentaciones insanas y comportamientos irrespetuosos. –Perdone. No pretendía obligarle a incumplir las normas. –¿Perdone? ¿Ha dicho usted “perdone”? ¿Con eso se arregla todo? 181
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–¿Qué más puedo decir? –¿Ha pretendido usted, señor Smith, que yo me juegue mi puesto y a usted sólo se le ocurre decir “perdone”? Igual es que la corriente de aire ha confundido mis oídos y usted no me ha formulado ninguna petición. –Sí, sí –titubeó el profesor–. Yo no estaba aquí y desde luego no he hablado con usted. La administrativa intuyó que el profesor Smith era sincero. –Muy bien. Está usted perdonado –dijo resuelta–, pero sepa que ha interrumpido mi trabajo. Y que ahora recuperar mi ritmo habitual me llevará no menos de diez minutos. Váyase, doy por zanjado este desagradable incidente y no murmure por lo bajo. ¡Y al salir, cierre la puerta con delicadeza! –Lo siento, lo siento –dijo el señor Smith, reculando verdaderamente abatido. –o– Por el camino de regreso, comenzaron a hervirle miles de preguntas. La mirada enigmática de la muchacha le sugería demasiadas interrogantes. ¿Cómo podía haber pasado casi la mitad del curso sin recabar en su presencia? ¿Cómo no haber evaluado matemáticamente el armónico movimiento de su cuerpo frágil y misterioso? Imperdonable. Se perdió entre la gente. Los pasos se le descontrolaron como si ya no le pertenecieran. De la puerta a los contenedores de reciclaje contó ochenta y siete cuando habitualmente sumaban ciento ocho. Eso no era posible. Podría someter a revisión el asunto. La medida de sus pasos era exacta, cualquier dispositivo de medición podría corroborarlo. Por tanto, alguien había movido los contenedores o cambiado la calle. ¿Y si no fuera así? Se estremeció. Nunca se había visto tan desorientado. 182
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Dios santo ¿estaría a punto de sucumbir a un desconcierto imposible? –¿Le sucede algo, amigo? El dueño del establecimiento de bebidas un tipo rudo, de dedos gruesos y rojizos, le examinaba a conciencia. Tenía la cara ovalada, como de aceituna con ojos a la que hubieran dejado cuatro rabitos negros paralíticos en el bigote. Mordía con descaro un mondadientes amarillo. Sobre su mandil verde destacaban goterones de grasa. El profesor Smith quiso decirle que no o que sí. Pero apenas logró articular sonido alguno. ¿Cómo había penetrado en aquel sitio? ¿Quién le había llevado allí? La máquina tragaperras chirriaba histéricamente, como si precisara publicitar a gritos su huerta particular de cerezas. Y el cuervo loco disfrazado de magnate graznaba cada vez que enriquecía su cuenta de bonus. –No le entiendo nada, amigo –dijo con aspereza el del bar antes de elevar al máximo el potenciómetro de la música. El profesor Smith intentó hacerse comprender. –Le veo a usted algo nervioso –insistió el del bar. ¿Era eso posible? ¿Sufría acaso un cierto desorden mental? ¿Reflejaba su rostro ansiedad, desequilibrio? Fue allí donde se hizo la pregunta perturbadora: ¿Qué sucedía hoy que volviera distinto el día? ¿No se había levantado a la misma hora, duchado a la misma temperatura del agua, desayunado el mismo número de maíces, revisado la última anotación de la víspera, colocado en lugar visible las instrucciones a la ama de llaves, consumido el tiempo de clase? Si nada físico había cambiado, y nada físico evidentemente había cambiado, ¿por qué había mudado él? ¡En él radicaba entonces el problema! Apenas mojó los labios. Recontó una y seis veces las monedas. Pagó y salió. 183
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La gente estaba tremendamente histérica. Regresó a la orilla del río. Sólo los domingos, a eso de las nueve de la mañana cuando todo el mundo guarda reposo, le gustaba soltarse un poco por la ciudad leyendo el periódico. Era su única semanal concesión a la ociosidad. Y si su vida ciertamente podía parecer monótona a un observador ajeno, desde luego en absoluto resultaba aburrida para él. Adoraba la compañía de los números. En el fondo la armonía de los números resulta apasionante. Si una circunferencia perfecta tiene una excentricidad de cero, la de la órbita terrestre es de cero coma cero diecisiete. La masa del sol totaliza más de dos mil cuatrillones de toneladas. Todo responde a ciclos. La vida es un inmenso puzzle que necesita encajarse. Las mediciones de las pirámides. El peso atómico de los elementos. Los ojos azules. La muchacha. ¿Qué le estaba pasando? –o– 2. Fue precisamente esa misma noche cuando comenzó a desatarse sin pausa el goteo desordenado de su cerebro. Se vio, de repente, en su propia casa, persiguiendo cien millonésimos de uno. Los números deformes y atrofiados se le ocultaban en el interior del armario o se le escapaban dentro de paréntesis de difícil comprensión. Descubrió que los números conspiraban a sus espaldas, como mercenarios sin escrúpulos, discutiendo su destino. Que cerraban tratos indecentes mientras él intentaba dormir. Números acechando sigilosos en nieblas espesas. Números borrachos, degradados, melancólicos, contritos, que persiguen indolentes a infames bichitos comedores de papel por las paredes. ¿Se estaba volviendo loco? Las pesadillas no tardaron en concretarse. A carros funerarios arrastrando números por callejas empedradas, su184
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cedieron figuras y voces perfectamente reconocibles. –¡Profesor, profesor, eh, oiga, que soy yo! ¡Profesor! ¡Soy yo! El profesor Smith abrió un ojo, retiró confundido un palmo la cenefa de la sábana, y descubrió que la puerta de su habitación estaba entreabierta. –¡Soy yo! ¿No me recuerda? Soy Mary Morgan, su alumna. ¡Oh, ya se ha olvidado de mí! ¡Qué volubles son ustedes, los hombres! ¡Soy MM! ¡La patinadora! ¡La mejor animadora de baloncesto! ¡La de la faldita roja! Sí, la misma. ¿Dónde se había escondido, profesor? ¡Le he estado esperando toda la tarde! ¡Estaba preocupada! Era ella sin duda, la alumna que le había privado la respiración esa misma tarde, la que le aserraba el cerebro con sus húmedos ojos azules. –¿Qué hace usted aquí, señorita, en mi cuarto? –preguntó el profesor Smith encogido y temeroso aferrándose a la colcha de la cama. –Tiene usted un apartamento precioso, profesor. ¡Que coquetón es usted! ¡La de mujeres que habrá conocido! Es usted un poco pillín, ¿eh, profesor? ¡Mira que invitarme a venir a su cuarto! Así, por las buenas. Tan directo. No se crea, profesor, no soy una chica fácil. Pero usted tiene un atractivo especial. ¿Cómo se lo diría? ¡Igual es usted el hombre de mi vida! Sí, señor. ¡Tengo ganas de conocerle a usted en profundidad! ¡Imagino la envidia de mis amigas! ¡Imagínese la envidia de mis compañeras de aula mañana cuando les diga que yo y usted! Bueno, eso. –¿Eso? ¿Qué es eso? –preguntó angustiado el profesor Smith, terriblemente superado por las circunstancias. –Eso. –Pero ¿qué es eso? –Hace mucho calor –dijo la muchacha por toda contes185
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tación, y sin mediar otras palabras comenzó lentamente a desabrocharse la camisa. –¡Por Dios! ¡Deténgase! ¿Qué hace usted? –gritó angustiado el profesor. –¿Se dignará explicarme por qué existen las galaxias, profesor? –dijo ella poniendo la boquita de piñón de una starlet de revista. –Pero ¿qué hace usted? ¡Deténgase, por Dios! ¿Cómo ha entrado en mi habitación? –inquirió el profesor Smith totalmente desconcertado. –¡Qué maravilloso debe ser compartir con usted la experiencia de asistir a la explosión de un neutrón libre! –exclamó candorosamente la muchacha, dejando caer al suelo el sujetador. Y cuando comenzaba tranquilamente a quitarse ya la braguita rosa de encaje casi transparente, una risa salvaje, histriónica, que reconoció el profesor como la propia del decano, comenzó de repente a retumbar en el pasillo, al otro lado de las paredes. –o– Durante semanas, los ojos azules y la risa sardónica le persiguieron como si pretendieran expulsarle de su propia casa. “Es la lógica de los pares”, se justificaba a la defensiva el profesor Smith, notándose en los amaneceres mojado. También descubrió que extrañamente comenzaban a mermársele exageradamente las carnes. Se dio en completar con minuciosidad de orfebre los esquemas recogidos de los sueños, quizás acaso para olvidarse de la extraña realidad en la que estaba inmerso. Los sueños le empujaban violentamente a la acción. Aquella sinfonía de números que el subconsciente colectivo, o lo que fuera, colgaba en el tablón de anuncios de su cerebro, le obligaba a realizar algo concreto. Aquello era una partitura y él sola186
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mente debía transcribirla. MM, a veces, aparecía con una guitarra para calmarle el desasosiego, y al concluir de ordenarle los papeles, le entonaba una nana con una voz melosa similar a las de las mulatas del profundo sur medio salvaje. Unas semanas más tarde lo comprendió todo. Le vino inesperadamente como un pensamiento tonto, uno de esos pensamientos tibios y enfermizos que te sumergen en un mundo mágico, tan absurdo como lógico. La jefa de estudios, aquella desagradable señora de boca grande repintada y que tanto le odiaba, penetraba inesperadamente en su habitación, cuando él se encontraba en el excusado, clavando como venganza 216 puntas en la pared. Al día siguiente, atónito el profesor Smith descubrió en el suave gris azulado de la pared frontal 216 agujeritos, tan diminutos como cabecitas de alfiler. ¡No era posible! –o– 3. Fue una intuición genial. Había sin quererlo alcanzado una capacidad proyectiva. ¡Y eso era producto del caos! ¡El caos es lo único que puede liberar al cerebro de las ataduras impuestas por tantos siglos de convencionalismos! ¡A nadie antes se la había ocurrido esa hipótesis de trabajo! La manzana de Newton en el jardín de Woolsthorpe. Pregunta: ¿cuál es la herencia que deja a la historia un hombre al morirse? El caos. Su confusión. Su fracaso. La destemplanza. La miseria de su pequeñez. Eso es lo que deja el hombre de su paso por esta vida. Esa es la pata viva de la cucaracha muerta. Cuando empujado por la voz, llegó a la conclusión de que aquel desasosiego confuso que alteraba su comportamiento, podría ser materializado en algo concreto, por ejemplo, una 187
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tabla caótica de confusiones, el profesor Smith comenzó a darse golpes en el pecho como un orangután alfa. Introdujo la cabeza bajo el agua fría mucho antes de que retumbara en el aire el silbido del primer tren de la mañana. Conocía las metáforas cabalísticas que anuncian que cuando concluya la ponderación matemática de los nombres de Dios, se liberará la auténtica energía, destruyéndose el mundo. ¿Y los hombres? ¿Qué sucedería si alguien alcanzara una capacidad extraordinaria de proyección del caos? ¿Estallaría la energía oculta del hombre? El cerebro, estaba seguro, responde a una estructura puramente matemática. Es un inmenso fortín, preparado para resistir apuntalamientos y asaltos emocionales, de modo que sólo el caos puede romper sus defensas. El caos. ¡Nadie había valorado su importancia hasta entonces! Las interrogantes se las planteó en sueños esa misma noche a la voz metálica, mientras MM jugaba a pasarle la pierna por encima, mostrándole lo que el pudor oculta, y le frotaba graciosamente la nariz como una desinhibida esquimal en un igloo con calefacción. Y al sonar la respuesta como un trueno próximo le desveló del sueño. Guau, guau. El número determina el equilibrio de las cosas. ¡Guau, guau! –o– 4. Madrugada. Le gustaba atravesarse en la cama y jugar consigo mismo a descubrir en el techo sombras inteligentes. A veces la amanecida le sorprendía con los pies reposando sobre la almohada. A veces aparecía tumbado en el suelo, con el cuerpo dolido como si hubiera batallado sin cuartel con los diablos ocultos de la noche. 188
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Cuando MM abandonó sus sueños de esa noche, la voz le repitió la magnitud esotérica como un escupitajo en la boca. ¡Guau, guau! Por fin, algo había tocado en la puerta de su cerebro y se había colado dentro. La medida. Filolao: Todas las cosas que podemos conocer poseen un número. O viceversa: todo número supone una cosa conocida. ¡Doscientos dieciséis! ¡Ese era el número clave con el que la voz denominaba el algoritmo de trabajo! Tres cuerpos de pizarra, borrado del primero, y el cuarto de propina, en treinta y seis minutos densos. Preciso. Riguroso. Lógico. Iniciaba sus clases exactamente dieciocho minutos después de la hora indicada en el horario escolar. –Buenos días, señores, ¿dónde quedamos la última vez? Era el único instante en que se dirigía directamente a los alumnos. Hubiera dado clase sin ellos. Hasta es posible que lo viniera haciendo habitualmente. Simple fórmula de cortesía. Porque sin aguardar respuesta alguna a partir de ese momento los grafos, la multiplicación de matrices, las curvas eutópicas, el límite inferior de la primera integral, las líneas quebradas de los segmentos, la paradoja aniquilante de la teoría de conjuntos o los desarrollos en serie de cos x, comenzaban a serpentear de forma descarada y casi lasciva por el negro encerado. Valores arbitrarios, multiplicidad de raíces. Números. Desde ese momento la voz metálica, como un buen maestro albañil, comenzó a mostrarle un camino glorioso de conocimientos. Ya no era teoría sino el desarrollo práctico lo que se desnudaba en imágenes ante sus ojos. 189
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5. La muchacha le había dicho: –Me coloco siempre en el mismo sitio. Y había cruzado lentamente las piernas. –Adoro sus clases, aunque hay veces que no las entiendo. El caos afecta a cualquier individuo independiente de su edad mental. Reflexión: el caos anida latente en la persona. Y un elemento ajeno, externo, puede provocar su activación. Y ese elemento puede ser natural, como le estaba sucediendo a él o inducido artificialmente. Además, el caos es personal e intransferible. Nadie participa en el problema de otro, aunque lo pueda desencadenar, como nadie se suicida en lugar de otro. Nadie es otro. –o– Según avanzaba en su desarrollo comenzó a invadirle el temor de no ser nunca comprendido e incluso hasta perseguido por las fuerzas esotéricas de las nuevas inquisiciones promulgadas por el decano y su ejército de mediocres funcionarios. Puesto en ridículo. La sociedad se defiende con instrumentos de observación de la conducta. Y la sociedad se rompe y evoluciona, cuando el ambiente cultural, ese corsé normativo de comportamientos y símbolos, es obligado a explosionar en base a impulsos de teorías nuevas, generalmente en principio mal asimiladas y peor admitidas. Convencido de la validez incuestionable de sus experimentos y poseído por la certeza absoluta de la bondad de sus planteamientos científicos, decidió aún a riesgo de ser agredido físicamente, exponer en público su teoría. Le cedieron un local en los bajos de la biblioteca municipal, que había sido antes cobijo de trashumantes y carbonera. La funcionaria municipal se apartó un rato del bocadillo de calamares y al verle tan disminuido, tan poca cosa, le soltó la llave sin acompañarle siquiera a abrir la 190
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puerta. El ayuntamiento dejaba el local con la única condición de que le ahuyentaran los ratones y que la gente leyera la placa de mármol incrustada en una pared en recuerdo de su benefactor alcalde, un señor de nariz egipcia retratado de perfil. Allí estaban algunos de sus compañeros de universidad y un periodista. Su teoría, denominada “De la causalidad malsana inoperante, teoría de la confusión, subconfusión y concatenación. El caos”, causó sorpresa y envidia persecutoria. Las críticas fueron despiadadas. El decano, un hombre pequeñito inflado de petulancia y malos olores, tildó la exposición, a pesar de la sangría francesa y de la tabulación exacta de los párrafos, de asombrosa superchería propia de una mente insana porque jamás jamás jamás jamás jamás jamás al “caos” número quince podría aplicarse una respuesta esquematizada tipo seis. Absurdo. Basta una mutación del contexto para que la “píldora”, y por “píldora” quería dar a entender el principio suficiente energético contrario, se vuelva inoperante. Iba el decano de un lado a otro, estirándose el pantalón y señalándole con el índice de su mano derecha. –Pretende la anulación de recuerdos y conocimientos e incluso, fíjense ustedes, devolver la esperanza a enfermos que hayan descargado su libido en ramales oscuros de las afueras, como si no existieran teorías anteriores, abandonadas por impúdicas, donde la pretensión de medir el desorden queda como obsesión pero nunca como constatación empírica y corporativa. Y el profesor de electrónica aplicada, dijo sacando un dedo por la ventana para conocer la orientación del viento: –Hay que calentar hidrógeno gaseoso para conquistar el futuro. El decano insistió:
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–Todo eso, señor Smith, es una estupidez y una patraña. ¡Claro que la longitud de onda de la luz violeta es de cuatro mil átomos! ¿Qué se ha creído usted? ¿Que nos chupamos el dedo? E incluso le gritó un día en el paraninfo de la universidad: –Está usted rematadamente loco. Y la jefa de estudios, que siempre llevaba cartapacios y servía los cafés de las once, y a la que las faldas ceñidas no le favorecían en exceso, dijo: –El problema de la ciencia son las mentes poco sistematizadas por culpa del enrollamiento inadecuado de los cromosomas. –¡Conjeturas, conjeturas! ¡Realidades, señor Smith! El claustro quiere pruebas y no suposiciones inviables y peregrinas –exclamó el decano visiblemente molesto. –¡Ja! A este hombre deberíamos quitarle la subvención – sentenció la jefa de estudios antes de cruzar una pierna por encima de la otra. –Interacciones gravitatorias ¡Lo que nos faltaba! –gritó histérico el decano y se mostró satisfecho con los encendidos aplausos de quienes le escuchaban. Los comentarios generales resultaron tan adversos que el profesor Smith deseaba que anocheciera pronto para confesarse de nuevo con sus sueños. Herido en su amor propio, tomó la firme decisión de concentrarse todavía más en sus investigaciones y principiar la experimentación consigo mismo. ¡Debía alcanzar la técnica específica de proyección! Había leído en una revista científica de divulgación restrictiva que en un cabaret de París un mulato de origen cubano se abría de piernas y eyaculaba exclusivamente con la fuerza de su pensamiento. Conocía también las experimen192
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taciones telepáticas de los gitanos y de los magos de feria, y las transmisiones mentales a miles de kilómetros de distancia a submarinos sumergidos en el Pacífico. Si consiguiera exactamente el ciclo de onda para emitir unidireccionalmente, le tildaría la comunidad científica de genio. Su idea lógicamente no era dotar a las personas de esa capacidad de proyección, que exige un esfuerzo imposible de conseguir para los mortales seguidores de los programas televisivos de la sobremesa, sino crear una máquina personal a modo de mando a distancia. Como un pen drive de ondas. Algo portátil como un llavero, cómodo de llevar. Comenzó a notar curiosamente, que a medida que penetraba en el conocimiento de los elementos caóticos a sugerencia de la voz, las propias imágenes generadas por su cerebro comenzaban a escaparse del corsé impuesto por el raciocinio y las convenciones burguesas, y adquirían vida propia como si tuvieran obligación de materializarse para poder desarrollar su propia consistencia. Esto era de algún modo sorprendente. Aquello que quería ser necesitaba ser para ser. Entonces, ya no sólo era cuestión de codificar sino también de establecer objetivos concretos. Posarse en otras mentes e influir en ellas. Pensamientos que se adentran en la selva espesa de los otros y se concatenan con los propios de los otros. Y ya se convierten en distintos, con reacciones distintas. No es que se hicieran de los otros sino que con los otros de los otros generan unos nuevos o anulan los existentes. Fue poco antes de alcanzar el diseño operativo cuando comenzó a sentir que le temblaban las manos. Que la cabeza a veces se le ladeaba. Que había bichos transparentes comiéndose las paredes. Unas muecas extrañas le nacieron de repente en el rostro. Los ojos vueltos hacia dentro car-
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gados de cansancio. Y otra vez la sensación de que la risa hiriente, estúpida, sarcástica, casi salvaje, perseguía sus sueños. Odiaba profundamente al decano, a sus andares de escocido, a su maldito olor a meado. ¡El decano era el objetivo de sus proyecciones experimentales! –o– Hablaba con una voz nasal, acaso porque su desvío de tabique le ocasionaba una gran acumulación de mocos. El bedel cojo había pedido la excedencia en la universidad para dedicarse al ensayo de nuevas tablas de dosificación, donde la grava, los aditivos, el cemento, la ceniza, la arena, al mezclarse con una pizca más de aire y agua darían alguna vez con la proporción exacta para conseguir un hormigón revolucionario, de modo que las casas al derrumbarse levantaran menos polvo e hicieran incluso menos ruido, evitando así molestias a los vecinos de los edificios colindantes. Su amistad con el profesor Smith venía de antiguo, de cuando precisaba su concurso para la captación de células extensiométricas. Un día el profesor, maravillado por sus conocimientos de los ciclos de vaciado, le permitió el arreglo del reloj de cadeneta de su difunto ancestro, una máquina suiza, perfecta, waterproof, detenida por cansancio, aburrida de que las horas estuvieran siempre compuestas de los mismos segundos. El bedel cojo hizo un trabajo perfecto y profesional. Desarmó la máquina, la volvió a montar, cambió el anillo de goma y limó con celo y cuidado una de las saetas. Cuando el profesor Smith recibió la máquina de nuevo, limpia y brillante, comprobó con asombro que en lugar de avanzar las horas las desandaba, lo que metafísicamente convertía la vida en un enigma inescrutable. Cuando consiguió entender de una manera un poco ra194
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zonable lo confuso del proyecto, el bedel cojo dijo al profesor Smith: –Utilizaremos oro de baja calidad. –Lo que considere conveniente. –Y un aislante térmico. –No escatime gastos. –Y un control de la vibración. –Lo creo oportuno. –Me basaré en la teoría del mando a distancia. –Parece razonable. –Porque usted pretende proyectar algo. –Una telepatía inducida. –¡Oh, qué expresión más bonita! –Es un proyecto estratégico y reservado. –Todos los proyectos son estratégicos. –¿Para cuándo estará? –¿Tiene desarrollados ya, profesor, los algoritmos adecuados? –No se preocupe por eso. –Si quiere le ayudo yo también en esa tarea. –Tomaré en consideración su oferta. –Los algoritmos convierten las cosas inertes en vivas, ¿sabe? Son como los escariadores para los agujeros o las galgas para las roscas métricas. –o– 6. El punto máximo operativo surgió como consecuencia de una asociación puramente casual, al descubrir la figura amorfa y oscura del decano en el pasillo de la universidad. El decano porfiaba con la jefa de estudios. –Quita loco –decía la jefa de estudios sacudiéndose las manos del decano–, que nos van a ver. Me haces daño. Compórtate, no seas tan impulsivo. Aguántate hasta que abramos la puerta. 195
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–Ha sido horroroso –repetía el decano–, horroroso. Todavía me tiemblan los adentros. Su tono era de súplica o de temor. –Alucinaciones –dijo la jefa de estudios–. ¿Has tomado algún psicótropo? ¡Te digo que aquí en medio del pasillo no me desnudo! ¡Aquí no lo hacemos! No insistas. –No bebo y tú lo sabes–decía el decano–. Necesito desahogarme enseguida. Tengo que quitarme los escarabajos gigantes. Te aseguro que eran escarabajos gigantes, grandes como las moneda de plata antiguas. Había uno del tamaño de esta mano. ¿Ves esta mano? De este mismo tamaño. Del mismo tamaño de la mano. –Lo habrás soñado. –Del tamaño de esta mano que te busca. –¡Párate, loco! –Me entraban por las orejas. Los sentía por delante y por detrás. Unos bichos asquerosos. Gelatinosos y repugnantes. –¡Qué asco! –dijo la jefa de estudios. –Horroroso. No puedes concentrarte. Esos bichos se aferran a los pensamientos como garrapatas, los centrifugan en una gigantesca lavadora y luego los cuelgan en el tendedero al lado de las sábanas. Te aseguro que no estoy loco. Que todo es real. Que tengo que hacerlo ahora mismo. –Espérate por lo menos a que lleguemos a tu despacho. El decano se detuvo en medio del pasillo. –Te quiero –dijo adoptando una pose romántica algo ridícula. –Yo también a ti –confesó avergonzada la jefa de estudios mirando a un lado y a otro temerosa de que alguien los oyera. –Que no me aguanto de lo que te quiero. –Venga, calla, que ya somos mayores. 196
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–¡No quiero regresar nunca más a mi casa! ¡Quiero vivir siempre contigo! La jefa de estudios le miró o más bien le imploró con la mirada. –¿Se lo has dicho ya a tu mujer? –le preguntó quedamente. –No. Dame tiempo. Espera un poco. –¿Más todavía? –No es el momento oportuno, vida mía. –¿Y cuándo será el momento? –Pronto. Intuyo que muy pronto. El imbécil de Smith está progresando rápidamente. El profesor Smith descubrió que la jefa de estudios ese día llevaba unos coloretes ridículos en las mejillas, un gorrito tirolés con una plumita verde y que reía ahora con todas sus fuerzas. A sus ojos esos coloretes artificiales eran propios de coristas de cabaret, chicas jóvenes con elasticidad en las piernas y no de un cargo importante universitario. Nunca le había gustado demasiado. Era el tipo de mujer a la que si le nace un mal día bigote se convierte en hombre. Estaba casada con el encargado de mantenimiento de las calderas, tenía los hijos necesarios para ensancharse escandalosamente las caderas y le gustaba flirtear con todos menos con su marido. La jefa de estudios dijo: –No me digas que ese idiota va a acertar con la longitud de onda. –Juraría que casi lo ha conseguido. –¿Estás seguro? El decano miró a otro lado. –Como un dolor escueto en la cabeza –dijo luego–, una succión de la masa encefálica. Como si me robaran el cerebro. Como si los escarabajos hicieran descarrilar un tren dentro de mi cerebro. Y eso es cosa de ese imbécil. 197
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–¿Crees entonces que ha sido él? –Seguro. ¡Pero el muy estúpido lo desconoce! El profesor Smith lamentó la tos inoportuna que le había hecho perder el resto de la conversación. –o– Cuando el bedel cojo le entregó el aparatito terminado, lo frotó con candidez como Aladino a la lámpara, por si lo habitara un genio oculto al que fuera a desterrar en cuanto introdujera sus rutinas codificadas. El bedel, dijo: –Para que funcione tiene antes que alimentarlo. Luego le mostró el botoncito. –Basta una suave pulsación. Nada de fuerza. Lo he recuperado de una chatarrería porque cosas tan sensibles ya no se fabrican. El profesor Smith se llevó el artilugio a su casa. Lo estuvo contemplando un buen rato. Y comenzó a manipularlo. Días después decidió probarlo en su fase experimental. Salió esa noche a la calle. Oculto en el bolsillo derecho de su chaqueta llevaba el aparatito donde se materializaban sus hallazgos, una especie de medio lapicero chato, con un botón blando como el hocico de un perro enano. Se acercó a un contenedor. Un gato blanco merodeaba estúpidamente por allí, buscando entre la basura. El profesor Smith extrajo el lapicero, apuntó al animal y apretó el botón. El gato emitió un maullido salvaje y salió huyendo despavorido. Luego, experimentó con un perro vagabundo, viejo y enfermo. El animal preso de una renovada fuerza física ladró como nunca lo hubiera hecho antes y escapó a toda velocidad por entre las calles. Apostado cerca de un semáforo, el profesor Smith aguardó a que al rojo sucediera el verde. Apretó en ese mo-
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mento el botón y el automóvil nuevo, reluciente, de luces llamativas, nada más arrancar se encabritó como un caballo loco, cruzó la mediana y se estrelló contra un árbol. Asustado, se escondió. Estuvo tentado de desprenderse del aparato arrojándolo al río. Había descubierto el poder infernal de algo terrible, algo que podía escaparse al control de su persona. No se atrevió a socorrer al accidentado temiendo que su presencia allí resultara sospechosa. Se medio perdió entre callejas. Una calleja, un callejón. El sitio estaba oscuro. Ya iba a dar la vuelta a la esquina, cuando un tipo desarrapado, sucio, con los ojos vidriosos y navaja en mano intentó atracarle. Instintivamente, el profesor Smith pulsó de nuevo el botón y el individuo cayó fulminado después de asirse la cabeza y gritar como si de repente hubiera sido poseído por el mismísimo diablo. A la mañana siguiente, el profesor Smith se duchó aturdido por el realismo con el que se le había presentado aquel sueño tan absurdo que le había producido una sudación febril. Pero al abrir el periódico, el palito de centeno que untaba en el café con leche se le derritió en las manos. El noticiero hablaba del ataque cerebral repentino sufrido por un conductor que le había ocasionado la muerte instantánea. Y un poco más allá, se hablaba de un cadáver aparecido en una esquina sin ninguna señal aparente de violencia aunque en el escenario del suceso se encontrara también una navaja de considerables dimensiones. Y en la página par posterior, una de esas viejecitas amables que inundan los parques, protestaba en una notita my bien redactada, porque muy cerca de los contenedores un gato y un perro habían aparecido muertos, seguramente envenenados por algún desaprensivo ya que no se apreciaba ningún signo exterior de violencia en sus cuerpos. La vieje199
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cita muy dulcemente solicitaba al alcalde que una cuadrilla de castradores patrullara por las noches para evitar la repetición del suceso. –o– Aturdido, se vistió completamente y salió a la calle. Creyó adivinar una mirada recelosa en las gentes próximas a su entorno. Por ejemplo, el encargado de la lavandería, un cubano habitualmente amable y muy considerado deseoso de mejorar su afectado inglés, apenas farfulló algo ininteligible y continuó con su baile de sombras preparatorio de su inminente pelea con un filipino menos ágil que él. Y el portero matinal del inmueble –el salvadoreño enorme que empuja sin miramientos a los recaderos hacia la puerta de servicio– se llevó la mano a la sien en un gesto automático de marine orgulloso de su rango militar, pero ni esbozó la amable sonrisa diaria ni dijo palabra. El día devenía luminoso y el trepidar de los coches angustioso como cualquier otro laborable. Al acercarse con cautela al semáforo, sintió como una congoja interior. Recordaba perfectamente el momento. Y las imágenes de la víspera le bombardearon durante unos segundos eternos sin piedad. Portaba todavía en el bolsillo el lápiz chato, pero esta vez con el botón negro a buen resguardo, tapado con un esparadrapo que cubría también los dientes de las plaquitas de oro de baja calidad del frontal del chip. Había comprobado la eficacia cercana de las ondas al dirigirse directamente a la cabeza. La primera de las clases resultó espantosa. Sin nada de concentración, los alumnos asistieron atónitos al espectáculo de un desgranamiento de números vírgenes, dispares y absurdos. La armonía de la lira saltaba por el aire, de modo que el universo se rebelaba contra la lógica. Terminó 200
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la clase antes de lo habitual, y al irse a evacuar al retrete colectivo de la planta, uno de los alumnos le dijo: –¿Le pasa a usted algo, señor Smith? –¿Cómo dice? –respondió asustado el profesor. –Le veo a usted algo bajo de color. Igual es culpa de la orientación insana de este edificio. El sur siempre es más caliente que el norte. –Igual. –Ha adelgazado mucho últimamente. Y eso no es bueno. Cuídese. No se nos ponga enfermo. Usted es el único capaz de explicarnos la estructura terciaria de una proteína. Al salir de nuevo al pasillo, y antes de secarse las manos, se topó con el decano, el maldito hombrecillo gris, que jamás había concluido ninguna investigación de calidad. Un tipo mediocre que pretendía auparse entre mediocres. –Quiero verle enseguida en mi despacho. El decano asentaba sus posaderas sobre un par de cojines gruesos para asumir una posición de superioridad en la conversación. Al profesor Smith le cohibía esta posición de estudiada inferioridad. El decano, dijo: –El claustro de profesores está muy descontento con su comportamiento, señor Smith. Sus clases han dejado de ser modelo de eficacia. Son farragosas, confusas y a menudo deslavazadas. Tenemos críticas de los alumnos al respecto. Sabe de nuestra consideración hacia usted. Hemos apoyado sus investigaciones, que por cierto, no han logrado ningún resultado convincente que justifique el considerable gasto dedicado por esta universidad a su desarrollo. Lamentablemente, no podemos ampliar el presupuesto ni solicitar más contribuciones a nuestros benefactores. Muchos pensamos, entre los que yo mismo me encuentro, que precisamente estas investigaciones son la causa principal del deterioro de sus cualidades como profesor. Por eso, señor Smith, le con201
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mino a que nos facilite por escrito el punto exacto en que se encuentran, y se ciña exclusivamente a partir de ahora a los temarios de su asignatura. Al señor Smith la perorata le reconfortó. Cierto que no podría hablar de su descubrimiento, porque una cosa así en manos de inútiles petulantes como el decano, podría acarrear la desaparición de las inteligencias más preclaras, convirtiendo al mundo en un jardín de mediocres y pusilánimes. Ante la sorpresa del decano, sonrió como si nada de lo escuchado fuera con él. La ocasión merecía un discurso de respuesta apropiado. Buscaría una frase titular, una frase lapidaria. La historia es una simple sucesión de frases célebres, el epitafio que memorizan los estudiantes para adornar las intranscendentes conversaciones de salón, en sustitución de los latinajos viejos decadentes. Necesitaba saborear lentamente su triunfo. Tenía en su bolsillo derecho el lápiz chato. Bastaba con retirar el esparadrapo, decirle algo así como “Aquí está el contenido total de mis investigaciones”. Y cuando el muy idiota fuera a tomarlo, pulsar el botón negro. Se contuvo. Y dijo: –Estoy a punto de concluir mis ensayos. El decano, dijo burlonamente: –No me diga. –Se lo puedo adelantar. –Lo dudo, sinceramente. –Puedo asegurarle que es algo revolucionario. –No me diga que su “Teoría de las confusiones” tiene algún viso de realidad –dijo el decano simulando un desinterés ficticio. –Lo tiene. –¿Y aplicación práctica? 202
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–También. –Me gustaría comprobarlo con mis propios ojos. El profesor Smith pensó “este es el momento”. Lo importante era que aquel idiota bastardo antes de morir supiera que estaba hablando con un futuro Nobel, y que en cuanto se desarrollase plenamente la posibilidad de seleccionar las ondas adecuadas, lo mismo podría barrerse el cerebro de una persona como inocularle conocimientos concretos. El aprendizaje de los idiomas, por ejemplo. O un curso completo de mecánica cuántica Introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta. Y cuando se disponía a retirar el esparadrapo de la boca del artilugio, el decano dijo: –¿Qué coño es eso, Smith? El profesor Smith sonrió con esa suficiencia impostada con que sonríe el sheriff del oeste ante los asaltantes de caravanas y ya iba a pulsar el botoncito negro cuando la entrañable señorita Linz entró inesperadamente en la habitación, cruzándose delante del decano, para dejar la correspondencia. Cayó fulminada al suelo gritando como si mil gusanos enfurecidos le mordieran rabiosos el cerebro. La señorita Linz no tenía ningún atractivo como mujer y ni siquiera era científica. Pero era amable y muy bien considerada. Cantaba muy bien en el coro parroquial y daba caramelos a los niños para que ahogasen sus llantos. Por primera vez en su vida, había roto su compostura habitual para mostrar en la caída la parte siempre oculta de sus delgadas piernas. –¡Oh, pobre señorita Linz! –dijo el profesor Smith. Y el decano, exclamó: –¡Ay, Dios mío! –o– El profesor Smith estaba convencido que esa misma 203
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noche, la voz le indicaría los algoritmos para perfeccionar el aparato, de modo que en lugar de enviar un haz completo de la tabla caótica de confusiones, pudieran seleccionarse aquellas concretas que interesaran. Pero antes, se dijo, tendría que probar el aparato a distancia. Extrajo un número al azar de la lista de teléfonos. Y se acercó a una cabina pública. Marcó el número. –¿El señor John Watson, por favor? –Soy yo –dijo al otro lado de la línea una voz rota que reflejaba la pertenencia a un hombre mayor. –¿Goza de buena salud usted, señor Watson? –preguntó amablemente el profesor Smith. –¿Es usted vendedor de seguros? –¡Ah, no señor! –¿Médico, entonces? –No, no. –¿El cortador del césped? –Tampoco. –Pues sólo espero la llamada del vaciador del pozo séptico. Y no creo que estas sean las horas más oportunas. –Sólo me intereso por su salud. –¿Y por qué? –¿Tiene usted migrañas, señor Watson? –la voz del profesor Smith era ahora imperativa. –Pues, si, algunas veces. –¿Como cuántas a la semana? –No sabría concretarlas. –Pues escúcheme señor con atención, que a lo mejor puedo yo curárselas –dijo el profesor Smith gentilmente, acercando el lápiz chato al micrófono. Y apretó el botón. Un gemido angustioso, seguido de un golpe seco al caer 204
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el cuerpo al suelo, cerró para siempre la conversación. El señor Smith colgó el teléfono. Y pensó que esa noche en lugar de vestirse para la cena con la ropa habitual de estar en casa desempolvaría el viejo frac con el que un día en Estocolmo o en Oslo o donde fuera recogería el merecido premio a sus esfuerzos. –o– 7. Se despertó antes de tiempo. Le había costado conciliar el sueño. Estaba tranquilo, absolutamente sereno. La voz extrañamente sumisa, le había descubierto matices insospechados. Bastaba simplemente con modificar unos parámetros para que el aparato pasara de ser potencialmente peligroso a beneficioso para la humanidad. Una tarea fácil, sin complicaciones. Se asomó a la ventana. Las estrellas, aunque diluidas, seguían perdidas en el firmamento. Dispuesto a corregir los algoritmos del sistema, se sentó en el escritorio. Escribió a mano las notas dictadas en sueños e intentó concentrarse mentalmente. Trabajaba siempre a esas horas de la mañana para evitar los ruidos agónicos del patio. Abrió el cajón del escritorio. ¡El artilugio había desaparecido! Revolvió los papeles, revolvió la casa, abrió el frigorífico, buscó en el anaquel de los libros, debajo de la cama. De repente, escuchó la inconfundible risa sarcástica a sus espaldas. Esta vez incluso más fuerte e hiriente que nunca. Como un ectoplasma enfermo que traspasara las paredes, la figura fantasmal del decano, aquel ser irremediablemente idiota, intranscendente para la ciencia y pequeño como una bacteria, al que despreciaba sobremanera y que siempre aparecía en público con el pantalón mojado, estaba allí dentro 205
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de su habitación, blandiendo en su mano derecha el artilugio que dirigía directamente a su cabeza. El profesor Smith se sujetó la cabeza con las manos como queriéndose arrancar la visión de aquel hombre engreído y estúpido que acaso había penetrado a través de las paredes o nadando sobre los posos del café. –o– Más tarde, a unas cuantas manzanas de allí, el decano marcó un número de teléfono. –¿Es usted, señor Robert? –¡Oh, sí! –respondió jovialmente el bedel cojo. –Le habla el decano. –¡Oh, señor decano, qué honor, qué inmenso honor! ¿Qué se le ofrece? ¿Se le ha estropeado a estas horas de la noche el tostador del pan o ha sido en esta ocasión el microondas? –Robert abogo a su sinceridad. De ese extraño artilugio que ha fabricado para el profesor Smith ¿tiene duplicado? –No, no señor. –¿Y planos? –Sólo en mi cabeza. –¿Podría fabricar uno para mí, entonces? –¿De ese juguetito? ¡Por supuesto, señor! ¡Puedo hacerlo hasta en serie! ¡Es una tontería, señor! Es muy simple. Cuando el decano comprendió que la pierna coja del bedel se había quedado tiesa para siempre, ocultó con sumo cuidado el artilugio en una fundita de plástico que colocó en el bolsillo interior de su americana colgada del armario. Y marcó otro número de teléfono. Insistió un par de veces. Convencido de que al otro lado de la línea el profesor Smith ya no podría nunca más descolgar el auricular, se volvió tranquilamente a la cama. Ya no habría cucarachas en las casas sin carbonera ni es206
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carabajos gelatinosos y las hormigas transparentes se irían a formar colonias lejos de la cajita de los dulces. Se hizo un huequito empujando con suavidad a la jefa de estudios. Le dijo al oído: –Todo ha vuelto a la normalidad. –Menos mal, cariño. Comenzaba a ser la pesadilla demasiado agobiante. –¿Pero a ti también te gustaba hacerlo? –Sí, amor mío, pero no en cualquier parte. Soy una mujer conservadora. Me gusta la estabilidad, que las cosas sucedan naturalmente. En el fondo, soy muy romántica. –Y muy inteligente. –Y mujer. –¡Lo hacíamos tan bien! –Sí, amor mío. Pero resultaba a veces bastante incómodo. El decano la besó con dulzura en los labios. –Soy muy feliz contigo a mi lado –dijo. –Yo también –respondió la jefa de estudios. –Te quiero. –Yo también. –Te amo apasionadamente. –Yo también. –Acaban de desaparecer todas mis alucinaciones, cariño. –Me alegro, amor mío. –Soy muy feliz. Y se besaron de nuevo. Luego, al finalizar el cigarrillo, la jefa de estudios le preguntó: –¿Has planteado ya el divorcio a tu mujer? –No, todavía no. –¿Y cuándo lo vas a hacer, cariño mío? –El mismo día en que se lo pidas tú a tu marido. –Ayer fue ese día, amor mío. Ayer se lo planteé.
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El decano demudó de color. Titubeó. No supo qué decir. Por fin, arrancó una frase evasiva. Dijo: –¿Y qué te ha contestado? –Me lo ha negado. El decano suspiró profundamente. –¿Ves, cielito? Las cosas hay que hacerlas despacio. Todo lleva su tiempo. No debemos precipitarnos. –Tienes razón, amor mío –condescendió la jefa de estudios–. ¡Soy tan impetuosa! ¡Deseo tanto vivir contigo! Me equivoqué y bien que lo siento. Estuvieron un rato en silencio, mirando los dos el techo. Los techos de las alcobas de los moteles dibujan ríos insospechados. Nada más dormirse el decano, la jefa de estudios, desnuda como estaba, se acercó con sigilo al armario, hurgó en los bolsillos de la chaqueta y se hizo con el lapicero chato. Cuando comprobó que el decano yacía encima de la colcha, con la cabeza caída vuelta al suelo, un brazo colgando, los ojos grandes y asustados y la boca abierta, se sentó tranquilamente en la cama. Descolgó el teléfono y marcó el número de su domicilio. –Hola, cariño –dijo. –Hola, amor mío –contestó su marido al otro lado de la línea. –Tardaré todavía en llegar a casa. Estoy esbozando los temarios del curso que viene. Es un trabajo farragoso. –Me hago cargo. –No creo que me lleve más de una hora. –No importa. Te estaré esperando como siempre. Guardó la mujer unos momentos de silencio. Luego, dijo: –Una cosa más, amor mío. –Dime, cielo. 208
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–¿Sabes? Te perdono, vida mía. –¿De qué me perdonas, cariño? –De algo terrible que vas a hacer, amor mío. –¿Y qué voy a hacer yo, cariño? –dijo confundido su marido– ¿Qué es eso terrible que voy a hacer? –Dejarme ahora mismo viuda. Apretó de nuevo el botón y colgó el teléfono. Se duchó, recogió lentamente la ropa y procedió a vestirse despacio. Extrajo de su bolso más tarde su agenda personal. Y comenzó a marcar más números de teléfono. Cuando terminó con las llamadas, se quedó dubitativa un buen rato. Luego, marcó otro número. –Hola –repuso una voz juvenil. –Hola –saludó la jefa de estudios– ¿Eres MM? –Oh, sí! ¡Ya sé quién es usted! ¿Todo ha ido bien? –Estupendamente. Quería ser yo misma la primera en agradecerle su disposición. Sin su concurso nunca lo hubiéramos conseguido. –¿Y el señor decano está también contento? –¡Oh, sí! Muy contento. –¡Pobre señor Smith! Lamento que se tomara tan mal mi broma. ¿Sabe que me pidió una noche en matrimonio? –¿Sí? No me lo puedo creer. –Sí, sí, créaselo. ¿Se lo imagina usted? –No, no puedo imaginármelo. La jefa de estudios cambió de inmediato de voz. –¡Oiga, MM! ¿No habrá hablado usted con nadie de este asunto? –Por supuesto, señora. –¡Ah, mejor! Espero que sabrá guardar el secreto. –Se lo aseguro. –¿Para siempre? –Para siempre. 209
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–De eso estoy segura –dijo la jefa de estudios, y apretó el botón. Se puso en pie tranquilamente, se alisó la falda y se arregló el cabello ante el espejo sin ninguna prisa. Se dio también una gotita de color. Luego, comprobó que todo estaba en orden. Miró detenidamente el artilugio. Nadie lo había probado con un colectivo. Sería interesante conocer el resultado. Lo guardó con cuidado en su bolso. Se colocó el gorrito tirolés con la plumita verde. Apagó las luces. Y abandonó el motel. Ya en la calle, encendió un cigarrillo. Dos o tres golfas merodeaban por las cercanías del snack y en el cielo tintineaban indiferentes las estrellas. A las diez de la mañana comenzaba su primera clase del día...
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Reunión de Ejecutivos Un cuarto de hora y comienza la reunión. El señor presidente toma asiento después de intercambiar los saludos de cortesía uno a uno con todos los presentes. Ha decidido ponerse hoy el traje azul, el más oscuro de la docena que guarda en el armario del hotel, corbata roja. Camisa blanca. Tose. Con ese mismo traje, corbata más discreta, será recibido en Bruselas mañana o al otro. Un día de estos. Mira con disimulo las páginas del informe, con la misma habilidad que los que copian en los colegios. La pose de las gafas que pretenden resbalarse hacia el suelo. Busca de nuevo la gráfica que desconcierta. Los colores son llamativos, pero desentona la leyenda. No ha dado tiempo en la oficina a modificar los datos, evidentemente. ¿Cómo no han revisado a tiempo los números? Pandilla de inútiles. Una posdata, una anotación marginal, una corrección de errores, algo que salve el bochorno de una situación descontrolada. Son todos unos perfectos idiotas, masculla cabreado en el ascensor. Tiene el rostro descompuesto. El delegado francés, el tipo esquivo que viene acompañado de la explosiva rubia teñida, se dará cuenta enseguida. Dirá: “Esta gráfica no corresponde al escrito que la soporta”. Y el portugués, añadirá: “Los españoles nunca repasan sus trabajos”. Le entra el apretón precisamente a menos de un minuto y, casualidad, en el ascensor. Precisamente al imaginar los comentarios despectivos de sus invitados europeos. Ha dejado un mal recuerdo. Llama a Mardaras. –Mardaras –le dice–¿qué cojones ha hecho usted? 211
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–Lo que usted me ordenó, señor. –Ha cambiado la gráfica pero no su explicación. –Lo que usted me ordenó, señor –Inútil, ¿tengo que estar siempre en todo? –Lo que usted me ordenó, señor –insiste tenazmente el administrativo. –Considérese despedido. –Sí, señor. La señorita Estévez cede al jefe su habitación para que evacue y salve el golpe de color bermejo en las orejas que le produce la irritación. “Tranquilo, jefe”, le dice. Le da las friegas en el cuello. “Ponga sus manos aquí”. El señor presidente posa sus manos sobre sus pechos, mientras ella le desabrocha lentamente la camisa. “¿Mejor?” Asiente. –Mardaras tenemos diez o catorce o dieciocho en los currículos, jefe. Todos los días nos llegan peticiones. Mañana mismo me pongo a ello. –Quiero el mejor. Y que el habilitado indemnice a ese desgraciado con el mínimo legal posible. La señorita Estévez siempre monta las convenciones en hoteles de cuatro estrellas. Reserva su habitación en un piso distinto, para garantizarse su privacidad. Detesta que la espíen. Hay miradas confusas hasta en el pasillo. Al señor presidente le basta decir: “Disculpen, me he dejado la pitillera”, aunque no fume. Por ejemplo, en Oporto. En Oporto la señorita Estévez estrenó unos pendientes preciosos, nada de bisutería, unos colgantes de auténtico lujo. “Pendientes de querida barata”, dijo entonces con auténtico desprecio el señor Mardaras receloso de los nuevos planes operativos y de las migraciones estéticas. El señor presidente es eso: el señor presidente. No hay que confundirse. El tipo que se encarga de comprarse trajes y de firmar los asuntos y de recorrer los tugurios de calidad 212
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o los casinos de altura. Un tipo con cara de póquer, que no sabe qué vende ni cómo se fabrica, pero que es capaz de irse detrás de una escoba con pelo siempre que la relación huela a negocio. El que se amiga a las cinco de la mañana de un solitario abogado borracho, y lo incluye en nómina para las seis. Sin embargo, el señor Mardaras es culpable de trabajar, de las gráficas y de las leyendas y en un tiempo hasta del tintineo molesto de las máquinas de escribir. Marca esa continuidad que a veces es preciso quebrar para que el futuro nazca brillante. Realmente es el culpable de todo. No basta con trabajar, eso lo hace cualquiera. Hay que tener sentido y vocación de crecimiento. Es más importante venderse que vender. No basta con pinchar banderitas en unos corchos que navegan sobre balsas de aceite, calcular tonelajes en base a algoritmos más o menos acertados, dispersar las fuerzas enemigas con royalties costosos y franquicias abusivas, y estandarizar estrategias. Hay que saber también mutar los números. “Me cambie usted los números, cojones.” Y saber que cuando mutan los números –y con ellos las gráficas–deben trastocarse las leyendas, porque aunque no lo parezca los extranjeros siempre gustan contrastar vectores con resultados. Y sumar columnas. ¿A quién se le ocurre hoy en día sumar columnas? ¿A quién? Pues a los socios extranjeros, naturalmente. Esa maldita costumbre de analizar informes. La señorita Estévez, goza del inconfundible don de la resolución de problemas. Los coge de frente y en lugar de largas cambiadas entra directamente al descabello. Habla muy alto cuando se trata de la recepción de invitados. Dijo: –Les entretendremos en la medida que sea necesario. He 213
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encargado un desfile de entrantes para intimar. Hay que relajarse antes de sentarse a la mesa. Les daremos cuanto nos pidan. Todo. Sin excusa ni excepción. Fue una expresión inadecuada, por supuesto. Habla inglés, francés y hasta italiano. Y las cuatro palabras en alemán y ruso que sorprende a los comerciales en la feria de Francfurt. Al señor presidente se le escapó una mirada furtiva, una de esas miradas que son captadas de inmediato porque vuelan insensatas delatando su procedencia. ¿Todo? ¿Qué es eso de todo? La señorita Estévez reculó de manera nerviosa. Los rasgos de la boca demasiado perfectos para ser naturales y los ojos negros, penetrantes, con ese brillo juvenil y llamativo que proclama al mundo la existencia de inmensos silencios perdidos. Las piernas siempre al aire, el talle ceñido. Y ese inicio provocativo de los pechos acentuado cuando hay que retirar los papeles de las mesas de reuniones. La estatura precisa para haberse dedicado al mundo del diseño donde pudiera haber destacado incluso como modelo de pasarela, como modelo de alto caché, y aunque lo intentó y acaso soñó con ello, las circunstancias o lo que fuera la condujeron a organizar aburridos consejos de dirección, y reuniones interdepartamentales. –Cuando digo darles todo –quiso corregir en un hilito de voz intentando escaparse de la depredación posible–, digo todo aquello que se deba en las circunstancias que se deban. Y punto. Y miró muy tensa y uno a uno, con serenidad, a todos los presentes, como diciéndoles yo soy mar y éste el buque que me navega (y éste era el señor presidente, ¿quién si no?) y sólo vibramos los dos cuando él lo requiere. ¿Entendido? ¿Entendido, cabrones? ¿O pensáis que estoy en el mercado también para vosotros, imbéciles? Por su expresión entre burlona y cáustica, al señor Mar214
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daras se le escapó para sus adentros otro solemne insulto que de trascender hubiera alcanzado cotas sublimes de sonoridad, matizado segundos más tarde por un “si será puta” o “la muy puta”. O “cojones con la puta”. Pero el señor Mardaras ya tiene las cartas marcadas. “Qué difícil es hablar con usted”, le soltará la señorita Estévez al finalizar la convención como argumento irrefutable de despedida y el señor presidente para confortarla antes de un trance tan desagradable, en un acto que le honra por su delicadeza y bonhomía, se aviene a colocar una de sus manos, la que firma precisamente el finiquito (cuadernillo no sé qué), sobre su mano derecha, y como si la señorita Estévez no estuviera sobrada de calor y precisara de aquellos apoyos, sonríe y musita algo así como gracias, gracias de veras, lo siento, gracias, o acaso luego a las nueve, y aquella sonrisa de dentífrico, donde los dientes perfectos y blancos brillan con luz propia, encierra el misterio que todos los presentes, incluso el casi ya ausente Mardaras, pagarían gustosos por descubrir. El comercial de la zona V se había dejado bigote a lo Zapata para la ocasión y se paseaba por los números con la mirada lánguida, escuchando los silencios de las esquinas. Sorprendió que se levantara de la silla, él siempre tan callado y respetuoso, en un momento además aparentemente inoportuno, cuando la gráfica apuntaba desórdenes en su demarcación y los ingleses volvían la hoja con curiosidad para retomar el apunte, pidiera la vez con insistencia, hiciera el carraspeo, y gritara: –¡Viva nuestro señor presidente! Todos dijeron viva. El comercial de la zona V pasó luego por caja, cobró las dietas, recibió un golpecito cariñoso en la espalda, también el sobrecito azul de la señorita Estévez acompañado de una gratificante sonrisa, y regresó muy satisfecho a su casa. 215
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El camino Todos los años lo hago por agosto. Si por la noche no se levanta el cierzo, salgo nada más despertarme. Bajo la incipiente luminosidad de un cielo que va perdiendo los tonos grisáceos de la noche, asciendo por los atajos abiertos por otras andaduras. Descubro todavía, allá en lo alto, el dibujo de una luna medio rota que poco a poco va difuminándose y el repique vencido de alguna de las últimas estrellas. Realmente, necesito asistir a ese milagro permanente que es amanecer. No tengo prisa. Me olvido del reloj. Quizá sea esa sensación de que todo en un momento se detiene y repite y dilata y de que ya no suena el teléfono y de que la mesa llena de expedientes y problemas se va cubriendo de un espeso polvo blanco y de que, por fin, puedes ser tú mismo desprovisto de mascaradas y convenciones, lo que me anima a disfrutar de este silencio. A veces me detengo para recuperarme. Y el trepidar de mi respiración convulsiona al mundo. A veces imagino el pensamiento de mis compañeros al verme subido en un majano intentando osadamente atracarme de cielo. A veces ni siquiera imagino, ni siquiera pienso. Luego, cuando el sol me invita a ello, desciendo por la ladera oliendo a tomillo. Atravieso la tierra abandonada del difunto barbero y algún otro barbecho, dejo a un lado las cicatrices del descarnado cotorro y los bancales de los incipientes pinos y el reseco almendro. Y me orillo por alguna alfalfa. Regreso en ocasiones para antes de las diez. Ya sé que otros prefieren el terraplén del río, sobre todo 216
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en la parte que cerca las eras. Incluso yo mismo alguna vez lo he transitado. Entonces mi sombra proyectada sobre las aguas mansas asusta a los barbos y a los patos salvajes. Recuerdo también que casi siempre terminaba por encontrarme con alguien que pregonaba su lástima. Y, sinceramente, no tengo ninguna intención de servir de consuelo ni de demostrar una cortesía de la que carezco. Hace unos días, sorprendentemente, he descubierto un nuevo camino. Está a la vuelta de los cascajos. Muy cerca de donde comienzan los majuelos, allá donde las cabras desbrozan los cortafuegos. Nunca hasta ahora lo había visto. Me extraña esta circunstancia porque conozco bastante bien el terreno. Pero nunca hasta ahora había dado con él. El camino, una suave pendiente, parece que no conduce a ninguna parte. Comienza próximo a la tierra de los membrillos y se pierde por donde no alcanza la vista. Está relativamente cuidado, aunque muy polvoriento, casi arenisco. Necesita que una máquina profundice la orilla para evitar las torrenteras del invierno. No hay excesivo peligro en lastimarse los pies. El águila vigila un zarzal donde se ha escondido el conejo. Como no me atrevo a preguntar adónde conduce, todos los días lo recorro un trecho. Compruebo sin excesiva dificultad que mi misma huella de hoy es la misma que la dejada ayer. El mismo cardo corredor atrapado en la misma piedra. El mismo bubulillo. Idéntico pigazo. Nunca te cruzas con nadie. Nadie toma este camino. Está como si no estuviera. Duerme aburrido, ajeno al tiempo como una culebra holgazana. Sin embargo, a mí me atrae. A veces descubro una pollada de perdiz. O a los grajos disculpándose su lejanía. 217
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A veces corto una espiga y cuento lentamente sus carreras. Me detengo si la ligaterna se detiene. Asisto impasible al brinco inútil de los saltamontes y al baile descarado de las mariposas amarillas. Esquivo el zumbido nervioso de los abejorros. Me aparto de la mosca negra. Estoy solo, rodeado de vida. Solo con mis añoranzas y mi desorden. Me siento al borde, sobre una piedra blanca. Y pienso. O me dejo pensar. Y sueño. O me dejo soñar. Me da un poco de vergüenza comprobar cómo laboran las hormigas mientras yo descanso. Tomo entonces plena conciencia de mi poder absoluto. Puedo confundirlas y aplastarlas. Puedo desorientarlas hasta conducirlas a una locura colectiva. Busco el lado práctico de esta acción gratuita. ¿Qué conseguiría con ello? ¿Acaso las hormigas me reconocen como un ser superior? ¿Para qué? ¿Para qué quiero ser un ser superior de hormigas? ¿Para qué puedo necesitar su obediencia? Bajo un cielo espantosamente azul, el revuelo misterioso de una bandada de pájaros altera unos segundos mi silencio. Hay un pájaro que se queda rezagado. Soy cómplice de su recuperada libertad. Hace unos virajes escalofriantes mientras emite un sonido agudo y monótono, como si reclamara mi atención. Me gustaría ser geólogo para descubrir la antigüedad de estas piedras. ¿Quién me asegura que alguna de esas oquedades calizas no guarda secretos inconfesables del pasado? ¿Cuántos hombres se han sentado antes que yo donde ahora yo me siento? ¿Cuántos de ellos tuvieron una muerte apacible o una vida honorable? ¿Cuántos una experiencia horrible? ¿A cuántos de ellos se les escapó su rabia sin ape218
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nas sentirla? ¿Cuántos llegaron a colocar sus codos alguna vez sobre una mesa y dijeron “¡Basta!”? O “¡Ya está bien!”. O “¡Se acabó!”. ¿Y si no hubiera transitado nadie antes que yo? ¿Y si yo fuera el primero que descubre estas hendiduras, estas espigas ladillas, estos helechos, estas endrinas? Comienza a calentar. Al mediodía no se podrá aguantar sin protección. No me he dado crema. El calor me empuja a desabrocharme la camisa. El reclamo de mi sudor húmedo y cálido atrae de inmediato a una nube de mosquitos. Estoy solo. Puedo hacer lo que me dé la gana, eso sí. Puedo saltar o gritar. Cometer una locura o imaginarla. Puedo dibujar con un palo algo en el polvo arenisco y luego borrarlo. Incluso cantar, yo que nunca canto. O exteriorizar, ahora que nadie me escucha, la suma completa de mis fracasos y la ausencia de ilusiones. Disfruto de esa hermosa sensación de saberme perdido en un trozo del universo o en el universo completo. De ser yo mismo mi propio universo. Descubro que puedo sobrevivir entre una maraña de ideas, absurdas o lógicas, sorprendentes o irritables, nacidas impetuosas y descontroladas, de ansias que nadie, excepto yo mismo, está llamado a conocer, de pensamientos abiertos, disparatados. Me entrego con curiosidad al juego peligroso de desarrollar mentalmente hasta las últimas consecuencias lo primero que se me ocurra. Así que en una sola vida, fugazmente, asumo un montón de vidas. No todas mejores, ciertamente. Porque lo que se me ocurre muchas veces es espantoso. Y me refreno. Y comprendo entonces que el peor enemigo de mi libertad se oculta en mi propia libertad. Impido que esta paradoja me confunda. Las paradojas son migajas de razón que no se amasan. 219
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Soy a veces un amante apasionado o un intrépido descubridor o un mendigo de esperanzas o un reloj que marca incansable horas que nunca se gastan o un animal herido que recula a la querencia o un hombre vencido que abre sus brazos para convertirse en aire. A veces, casi siempre, no soy nada, y entonces pienso que no me es permitido desperdiciar el caudal de silencios que arrastra este camino. Y eso me aturde. ¿Pero quién otro puede dudar como yo dudo? ¿Quién otro es dueño de mis propios pensamientos? Si el camino está abierto, ¿por qué nadie más lo transita? Me doy cuenta de que hoy he avanzado un poco más que ayer sin apenas cansarme. Me encuentro a gusto, relajado. Diría que incluso más suelto y ágil. No sé. Me rebrotan rabiosas las ideas. Tengo necesidad de moverme, de consumirme en locura. Como no me apetece todavía desandar lo andado, prosigo un poco más. Y un poco más. Y otro poco más. Luego, a la altura de unos matorrales que estoy seguro de no haber visto jamás antes, vuelvo la cabeza para calcular la distancia recorrida. Siento entonces como que una especie de calima me enturbia la vista. Pero el cielo está claro. La tierra se cicatriza, los pájaros se distorsionan. Y el sol acecha. Maldigo por no haber cogido el sombrero. Pero me toco la cabeza y compruebo que lo llevo puesto. Dejo la camisa en el suelo. No sé. Estoy confundido. Quizá me haya perdido, y esto me acongoja. Por más que lo intento, me resulta imposible darme la vuelta. La sombra de mi figura me aplasta contra el polvo. Y avanzo. Y aunque intento detenerme, sigo caminando. En un momento dado, al cruce de un lagarto verde, desaparece el silencio. Siento al instante una respiración entrecortada a mi espalda. Un cierto temor me invade. Me vuelvo. Una mujer algo mayor, desnuda, está próxima a darme 220
EL CAMINO
alcance. Acelero instintivamente el paso, pero la vieja me sobrepasa con facilidad. Procuro llamar su atención, pero o no me escucha o no le importa mi presencia. “Eh”, grito, “eh”. “Por favor.” Luego es un hombre, igualmente desnudo, el que me deja atrás, “¡Eh, oiga!”, y otra mujer, y un niño, y otros muchos, todos desnudos. No sé dónde van. No sé qué hago aquí. Estoy desconcertado. Me toco la frente. Tengo frío bajo el sol de agosto. Me miro y compruebo que, no sé cómo, pero yo también estoy desnudo. Completamente desnudo. Entonces, comienzo a correr, desnudo yo también, detrás de ellos.
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Quinientos alumnos
Exactamente cuatrocientos noventa y nueve. En el recreo de las once hemos perdido un alumno. Seguro que eran quinientos. Tenemos un problema.
Digo: será un alumno desconcertado, un tipo descreído, uno de esos metafísicos que deambulan por los jardines contando mariposas y las hojas verdes de los árboles. Seguro que ha saltado la valla para comprarse un bocadillo de bonito. No debemos preocuparnos: cuando lo vomite regresará caminando a grandes zancadas. Para nuestra sorpresa es una alumna. La encontramos fumando con descaro, escribiendo palabras en el suelo. Como si no hubiera pasado nada. Le cuelgan los pendientes gordos como lagrimones de santo. Unos grandes anillos
Dice: Las normas están para evitar que una se consuma la vida. Y yo me la estaba consumiendo ahí dentro. He aprendido en diez minutos libre a soñar y a reír lo que ustedes nunca me enseñaron.
Está en el nuevo mundo. Lanza al aire un voluptuoso aro gris. 222
QUINIENTOS ALUMNOS
Los ojos un poco sueltos. La boca un poco dormida.
¿Es verdad que Jesús no expiró en la cruz?, nos dice. ¿Es verdad que lo enterraron vivo? ¿Es verdad que a Buda lo engendró un elefante blanco? Nos mira lánguidamente. Estamos en otoño, dice. He ayudado a un hombre a leer las hojas muertas caídas de los árboles.
Añade: Se encontraba sentado en el pretil, y yo soy una buena samaritana. Tenía gusanos rojos en su cara blanca. El jefe de estudios se vuelve hacia mí. La escuela no es un centro penitenciario, ni siquiera una celda de castigo. Va a llover torrencialmente, respondo. ¿Y si nos fuéramos? ¿Y si la dejáramos? Mejor entonces tomarnos un café cargado de intenciones.
La niña, dice: Si buscan a ese hombre, lo llevo escondido dentro de mi sombra.
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Los árboles cenizos Estíbaliz continuó sentada sobre la piedrilla del paseo. Impasible. Las palomas tontas merodeaban por allí cerca. Había una gris inválida, con un muñón encarnado, al lado de una blanca muy bonita. Y pájaros. Una docena de gorriones por lo menos. Estíbaliz tenía la piel suave, los veinte y alguno más cumplidos, manchadas de color las mejillas. Estaba muy guapa con la blusita entreabierta y el vaquero ajustado. Caminando hacia atrás con su chaqueta grande y sucia llena de lamparones grasientos apareció Juan. Venía muy despacio, para no caerse, por el senderito de piedras, haciéndose el importante, como un sabio distraído. Los cuarenta y más, igual cincuenta, igual hasta más, tan pequeño como los niños que sólo necesitan una puerta de juguete para entrar en la habitación. Portaba un cuaderno barato de cartón azul bajo el brazo. Chupado, enfermizo, muy solemne, muy serio. –Hola –saludó a la muchacha. Esta ni se inmutó. Las palomas, tampoco. Ni siquiera el cielo hizo ademán de emborregarse. Estíbaliz continuó con las piernas cruzadas y los brazos caídos, sumida en sus pensamientos de una profundidad muy honda. –Hola –insistió él al detenerse a su altura–. Camino hacía atrás para desandarme la vida, ¿sabe usted? No podía mirarla de frente, porque al caminar de esa manera se obligaba a hacerlo de lado. Unas veces a la derecha, otras a la izquierda, según viniera la curva. Esta vez tocó la izquierda, que por cierto era la del carrillo más blanco. Así que giró el cuello. –La gente –dijo– corre como loca hacia adelante y va de224
LOS ÁRBOLES CENIZOS
jando los sueños por las aceras. Yo los recojo para que no se desvanezcan ni se pierdan. Estíbaliz hizo entonces un gesto con la mano a modo de saludo y le enseñó la muñeca de trapo. Era una muñeca regordeta, con fideos rojos en la cabeza y cara de sarampión. –¿Qué hace? –preguntó él suavemente, sin ninguna gana de molestarla. –Estamos de peripatéticas en Barcelona –dijo ella dulcemente. –Pues tengan cuidado –dijo él–. Igual está lloviendo y se mojan. –Ha escampado –dijo ella–. No se ven paraguas abiertos. El cielo además está azul y si no, nos lo imaginamos. –La radio ha dicho que llueve. –Ya. Pero yo no escucho la radio. Entonces, levantó la cabeza y le miró serenamente. Tenía los ojos pequeñitos, como achinados, brillantes, muy vivos, de color miel. Él, no. Los ojos de él eran oscuros y más grandes. –Hola, señor –dijo. –Me llamo Juan –dijo él, tendiéndole la mano–. Y nunca fui joven, pero igual quiero serlo ahora. –Hola, Juan. Está usted muy delgado. –Sí. Es cosa de las alergias. A veces toso. –Igual hasta tiene frío. –No diría que no. –Pues cuídese. –Lo hago. Pero hay días en que a pesar de todo estoy enfermo. Los jardines estaban muy bien trazados. De las cicatrices de tierra marrón que partían la hierba verde surgían hileras uniformes de tulipanes blancos y campanillas azulonas. Había tréboles, rosas esquivas, caracoles y mariposas grandes.
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Juan merodeó un rato por allá con cuidado para no caerse. Palpó la hierba, miró a los árboles, se perdió entre los setos, se percató, cuando los bocinazos de los coches remitieron, del suave rumor del torrentito artificial. Después, se puso a cuatro patas y olió una flor. Hizo un ramillete de margaritas que entregó a la muchacha. –Para su muñeca –dijo cortésmente–. Es muy bonita. Estíbaliz la acunó melosa. –Se llama Paca. –Hola, Paca –dijo él. –No se moleste: es muda. Le estoy enseñando la profesión. –Me parece bien. Es un oficio con posibles. –Pero no aprende. –Los principios son siempre difíciles. –Eso es lo que pienso yo. –Y yo –dijo él–. Los pobres siempre piensan que lo más difícil es extender el primer día la mano a la puerta de la iglesia. Pero en cuanto se la llenan, son tan avariciosos que también ponen de inmediato la otra. –Somos muy desgraciadas, ¿sabe usted? –dijo entonces ella un poco asustada–. Tememos que nos expulsen del sindicato. No gustamos a la gente. En realidad, somos algo ariscas. No sé si me comprende señor. Queremos ir por libres pero no nos dejan. Ahora ya no hay caballeros interesantes como los antiguos del Liceo. Ahora los señores son grises, tienen prisa, mandan al propio por delante para que nos preparemos antes y no les hagamos perder el tiempo y se olvidan de los requiebros y las elegancias. Además, te cuentan cosas sin importancia. De su mujer, de la película del martes, que la abuelita se les descompone cada jueves. Nada emocionante. Juan, dijo: 226
LOS ÁRBOLES CENIZOS
–Eso es culpa de la aceleración histórica. Diría más. Creo que los protones y neutrones tienen una parte importante de culpa. Si los protones se parasen las cosas irían más despacio. Incluso lentas. Sorberíamos el café en lugar de tragárnoslo. Si los semáforos estuvieran veintitrés horas de cada veinticuatro en rojo, todo el mundo tendría tiempo para leer las letras pequeñas de los contratos y los anuncios por palabras de los periódicos. Las revoluciones no se harían en verano sino en invierno. En verano la gente estaría más ocupada en criar pollos y en dar de comer a las gallinas que de hacer la revolución. –¿Usted cree, señor? –Lo que yo le diga. Es una teoría empírica. El declive de la sociedad comenzó con las cadenas de montaje. ¡Pobre humanidad! –Eso mismo digo a Paca –dijo Estíbaliz acunando de nuevo a la muñeca–. Porque nosotras cuando tenemos cola en el pasillo nos obligan los caballeros a hacerlo rápidamente, casi sin educación, porque tienen que cerrar la oficina y sus urgencias les pierden. Gritan, dan golpes en las paredes y mandan notas de protesta a la prensa. Paca y yo les comprendemos perfectamente. Pagan sus boletos y eso les otorga unos derechos. Y lo lamentamos, porque ya que han venido nos gustaría que se estuvieran un ratito más. Pero no puede ser. Porque hay que concluir con el primero para que pase el segundo y con el ciento noventa y nueve para que entre el doscientos. –Es la maldita aritmética, señorita. El que inventó los números hizo nueve y luego puso el cero para fastidiarnos con la decena. Menos mal que no se le ocurrió inventar otro número más. ¿Cómo se llamaría ese nuevo número? El cero, tan inflado y petulante, es una grosería y el ocho también porque son dos ceros. ¿Y qué me dice usted del nueve? A 227
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la gente le da más por inventarse sumas que por negociarse nuevas vidas. Es insólito. Todos quieren despellejarse su vida vieja, pero antes se obligan a terminar las sumas. –Pero eso es terrible. –Pues ya lo ve. –Pues ya lo veo. El mundo seguía tropezándose al otro lado del parque, lejos de los árboles cenizos y del agua clara del estanque. Estíbaliz se atrevió a preguntar: –¿Y cómo se llama su profesión, señor? –Soñadero, señorita –dijo con orgullo–. Voy atrapando de uno en uno los sueños extraviados por los señores con prisas, pero también de dos en dos algunas veces, y en ocasiones hasta de tres en tres. –¿Cómo los perreros municipales? –¿Sabe usted? Los sueños aborrecen estar atados y tienden a escaparse. Sobretodo los revolucionarios. Esos son los peores. Cuando detecto uno perdido, sin dueño, lo cojo y me lo guardo. Soy una persona responsable, nunca hago daño a ningún sueño ni le quito su gana de realizarse. –Terminará usted el día muy cansado. –La gente lleva tanto equipaje encima que nada cabe ya en su cabeza. Prefiere hablar sin palabras antes que convertirse en otro por las noches. Es una cosa ciertamente inexplicable. –E ilógica. –Por eso los sueños estorban y los abandonan en las gasolineras o en los cubos de basura, en los lugares más insospechados. Hay previstos incluso aparcamientos de sueños. Es muy triste ciertamente encontrarse con los desahuciados deambulando perdidos por la ciudad, cantando su borrachera a las tantas, llorando su soledad en cualquier esquina. Impresionante. Los más tristes son los de los lunes. 228
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Yo los cojo, les limpio las asperezas y los mimo. Y los guardo en mi cuaderno con cuidado, sin asfixiarlos en una funda viscosa, para que no se sientan presos. –Eso está muy bien, qué quiere que le diga –exclamó Estíbaliz. –Y luego los regalo o los vendo, o los suelto en un lugar donde puedan sobrevivir por sí mismos. Estíbaliz pareció meditar unos segundos. Luego, dijo: –¿Sabe? Hoy en Las Ramblas un señor incoloro y muy repugnante me ha comprado un pajarito. ¡Qué lindo! Estaba en equilibrio sobre un palito dentro de la jaula. Y parecía triste. Tenía unas plumas rojas, rojas, y unos ojitos nerviosos como lentejitas casi verdes. Se torcía así para mirarte. Lo he soltado, claro. Y se ha venido volando muy feliz hasta este parque. Pero el tipo se ha molestado. Ha cogido un enfado salvaje. Ha puesto un gesto adusto y casi se descinta. He tenido que mentir para evitar que me pegase. ¿Me comprende usted? Cuatro o cinco patos chapoteaban indiferentes por el estanque. Dos más jugaban a buscarse por donde la casita de madera que les servía de cobijo. Los árboles grandes se apretaban por todos los sitios dando la sombra agradecida. –Igual me quedo unos días –anunció solemnemente Juan, como si la noticia fuera de gran importancia. Dio unos golpecitos en el suelo con la puntera de su viejo zapato; ensanchó los pulmones abriendo los brazos–. Parece que este sitio me gusta, sí señor. Este banco incluso tiene pinta de limpio. –Con un cartoncito y un plástico, de primera. Ya lo verá. –Y cómodo –dijo luego de hacer presión sobre los listones de madera, investigando su elasticidad. Se sentó. Ella dijo: 229
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–Todavía estará calentito. Ayer lo usó un viajante de relojes. Se perdió en la ciudad buscando el hotel. Un tipo alubiado, pequeñito y miope, que sospechaba de su mujer. Me dijo: “Mi mujer seguro que me la pega el sábado después de la siesta y a mí me deja la sonrisa boba”. Eso me dijo. Esas fueron sus palabras. Guardaba los relojes en una enorme maleta de cartón que arrastraba con un carrito. Le costó gran esfuerzo llegar hasta aquí. El carrito se le atrancaba y un foxterrier lanudo le quiso morder. ¡Escupió una de juramentos...! Hasta en los bolsillos de la gabardina guardaba relojes. Tenía tantos que daban la hora cada veinte segundos. Daba la hora uno y rápidamente contestaba otro. Y otro. Nos pasamos la noche escuchándolos. Un reloj parado, por ejemplo, se empeñaba en indicarnos la hora de Berlín, y otro, sorpréndase, la de La Pequeña Tierra Deseada. Una noche inolvidable. El cielo lechoso, la luna creciente, el mundo dormido. El señor, encima, se empeñó en explicarle a Paca la necesidad de que en el mundo hubiera tantas horas diferentes. Porque como es tan distinto las horas también lo son. Pero lo que no supo explicarle es porqué las horas siempre tienen sesenta minutos, lo mismo aquí que en otro continente. Paca quería una hora de cuarenta y cinco, como las horas de la escuela. Pero Paca sólo fue un día a clase, se confundió de aula y se vino conmigo al parque. Y desconoce para qué sirven una saeta grande, otra pequeña y un segundero. Tampoco creo que le importe demasiado. –Lógico –dijo Juan–. Los relojes miden el tiempo. Y el tiempo es una milonga. ¿Sabe usted lo que es una milonga? Es un baile arrabalero, de piernas que se cruzan y rodillas que se clavan. Paca seguro que no lo ha practicado porque es muy joven y lleva trenzas. Con los cuarenta se sabe que cuando se detiene la música es que se ha acabado la cuerda. 230
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Entonces todavía se puede echar otro par de monedas para que se arranque otro ratito. Pero a los cincuenta ya no; a los cincuenta se estropea el pick–up y ya no hay nadie que lo arregle. –¿Y eso es malo? –Depende. –¿Depende de qué, señor? –De si hay un chatarrero cerca que lo compre. Juan luego reflexionó en voz baja. –Yo andaba buscando un lugar así. De verdad: me gusta. Un lugar donde los árboles crezcan más que las casas y lleguen a rozar el cielo. Me gusta que los árboles hagan cosquillas a las nubes, porque así, ¿sabe?, se vuelven cenizos y Dios si está triste se pone alegre. –¡Qué bonito! –exclamó Estíbaliz. –Es que las nubes realmente son las babuchas de Dios. Unas babuchas de algodón, algo esponjosas y a veces húmedas. Si no hubiera nubes Dios caminaría descalzo y las chimeneas de las casas se le clavarían en los pies. –Nadie me había dicho antes una cosa así. –Y los pararrayos de las catedrales también, no se crea usted. –Y ese sitio a lo mejor usted ya lo ha encontrado. –Pues podría decir que sí, la verdad, aunque también que no. –¿Lo dice usted en serio? –dijo ella muy contenta, mirándole de frente–. Si quiere, señor, mañana cuando usted esté más descansado podré enseñarle el resto del parque. Le aseguro que es inmenso. Es un saco de sorpresas. Con un poco de suerte encontraremos viejitos perdidos, amantes despechados, catedráticos de filosofía que se les ha olvidado pensar o ladrones de gente humilde repartiendo lo robado entre los ricos. Gente importante, que sale en los periódi231
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cos. También alguna culebra y algún sapo tramposo que quiere engañarnos haciéndose pasar por rana inofensiva. ¿Sabe? Por aquí se pierden a menudo los viejitos. Se sueltan de las nietas, corren detrás de las ardillas y se olvidan volver. Se ponen a llorar y se les caen los mocos. Pero yo los avisto en seguida. Soy su peripatética hada madrina. –Muy interesante. Una orientadora de desorientados. –Si le apetece, dejamos Paca y yo de hacer mañana la calle y nos tomamos el día de huelga. –Pero ¡se lo descontarán a ustedes de la jubilación! –Por supuesto, señor. Como debe ser. –¡Les quitarán también un día para la paga extra! –El convenio es el convenio, señor –dijo Estíbaliz–. Un bono de trabajo a cero tiene esas consecuencias. Juan se encogió de hombros. –Y todo por mí –confesó humildemente–. ¡No sé si me lo merezco! –¿Sabe? Yo vivo aquí –prosiguió Estíbaliz orgullosa–. Conozco todos los rincones por su nombre. Cada árbol tiene su esperanza cosida a navaja. Hay árboles atrapadores de corazones olvidados. A otros todavía les cuelga la soga de la rama más gorda. A veces me paso horas persiguiendo saltamontes. Los hago brincar de aquí para allá, hasta que se cansan y se suben a mi mano. Estamos un rato mirándonos en silencio, retándonos. Debo decirle que para su salud, este sitio es muy sano. Y cuando tosa usted, Paca le dará unos golpecitos en la espalda y se pondrá bueno. –Suponiendo que los pájaros me dejen dormir, ¿eh? Y los zorros –dijo Juan–. Porque en este parque no me extrañaría nada que hubiera zorros e incluso, si se me apura, hasta lobos pardos y conejos. Soy muy sensible. Si me hacen madrugar, y los pájaros tienen esa fea costumbre, estoy el resto del día con alergias y picores. Y entonces localizo 232
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menos sueños. Se me escapan algunos, vamos. Es un defecto de familia. Me enfado mucho, entonces. Me cabreo, vamos. –No, no –dijo Estíbaliz levantándose; se sacudió graciosamente el polvo de sus vaqueros–. Este sitio es muy tranquilo, señor. Conozco muy bien al celador y al basurero. El basurero le puede alcanzar los sueños olvidados aunque estén algo revenidos. Es un esfuerzo que usted se ahorra. Y al celador le rogaremos que multe al que los tire al contenedor inadecuado. Son unos señores de mucho orden y respeto. El celador suele traer los domingos a sus niños para que vean como trabajamos Paca y yo. Y esto nos hace mucha ilusión. –Es que necesito concentración –se excusó él–. Tengo que desparasitarlos antes de buscar alguien que los adopte. No se crea. No puedo entregar cualquiera a cualquiera. ¡Qué temeridad! A veces intentan engañarme colándome una pesadilla. Y eso no está bien. A un ciego le ofrezco un sueño de colores y a una abortista el de un niño sonrosado y marrano. Y eso que voy por libre, porque de lo contrario tendría que depositarlos previamente en consigna y sacar su número oficial de registro, pagando la póliza y el foliado. Un perro despistado se acercó a un árbol. Lo miró estúpido. Luego, levantó una pata, lo mojó y se fue. La algarabía de la ciudad llegaba a borbotones. Era una confusión de voces descarnadas, entre raras y muertas, de bocinazos y timbres. Juan guardó unos segundos de silencio. Luego se acercó un poco más a la muchacha. Quiso buscar las palabras adecuadas. Al fin, dijo en un amigable tono de confidencia: –Me cae usted muy bien, ¿sabe? –Y usted también a mí –dijo ella. –Me gusta porque tiene la cara limpia. 233
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–Usted también me gusta y la tiene sucia. –Me gusta también Paca, pero la veo una miaja adusta. –Es un poco tímida, pero muy agradecida. –Le voy a contar un secreto, ¿quiere? Estíbaliz asintió emocionada. Juan tomó la carpeta azul. Y dijo: –Yo también a veces sueño por mi cuenta. –¡No será verdad! –exclamó Estíbaliz sorprendida. –Lo que oye. –¿Lo dice usted en serio? –Pero no me doy ninguna importancia –dijo Juan avergonzado. –¿De verdad? –Lo juro –dijo Juan. –¿Y no le duele entonces la cabeza? –Una barbaridad. –Eso tenía entendido. Que es pernicioso y crea hábito. Que incluso hasta pueden detenerle. –Sí, sí. Si vienen ácratas y una miaja contestatarios hay que someterlos a censura. Porque todo exige una graduación. Hoy se sueña uno pequeñito y mañana otro. Con sutileza, con cuidado, con mucha distinción. Para no molestar a nadie. –¡Quién lo iba a decir! –Y si voy con los pantalones rotos es porque no tengo otros, no se crea. Una vez, para que vea, conocí a una monja en un hospital. ¡No se movía de mi lado esperando que le alcanzara uno de obispo! Pero es terrible ¡hasta los obispos han dejado de soñar! Prefieren revisar la cartera de acciones y las mandas de los benefactores, no sea que les venga un sueño de un Cristo calvo y les rompa los esquemas. Fantástico. Estíbaliz le mostró a Paca. 234
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–¿Usted podría facilitarle uno a la niña? –le preguntó. –Necesitaría conocerla un poco más en profundidad. –Sería el primero en su vida. Debe ser una experiencia fascinante como un primer amor prestado. Nunca ha tenido ninguno. Es un poco inocente. Al despertar igual patalea. Nunca ha estado en América, ¿sabe usted? Bueno, es que nunca ha salido de casa. –¿Y de exigencias? ¿No será muy exigente? –No, señor. Le aseguro que no. –Es que parece una muñeca aventurera. –No le diría que no. Se levantó muy despacio Juan del banco y elevó las manos al cielo. Y dijo: –Bueno, sólo uno de compromiso, porque son ustedes muy buenas personas. Comienzo incluso a sentir por ustedes un amor puro. –Gracias –dijo Estíbaliz–. Es usted todo un caballero. Juan caminó unos pasos para atrás, giró el cuerpo para cambiar de dirección. Después, torció la boca, hizo un gesto trágico y tragó saliva. Y dijo traspuesto: –“¡Hermanos, socorro!”. ¡Ah! Éste era el grito agónico de la joven viuda al borde de la pira. La turbia mirada de los fanáticos hindúes la laceraban por dentro –Juan comenzó a moverse de un lado a otro, casi de puntillas, mirando de reojo, con las manos extendidas como si pretendiera atrapar un gato rabioso–. En un descuido, consigue huir. La masa innoble no cesará la persecución hasta que la encuentre. Ella debe morir. Ella ha compartido el lecho nupcial del rico maharajá y debe compartir también su viaje al silencio de lo desconocido. Pero la hermosa y desolada muchacha se resiste. Extenuada, vencida, sintiendo la proximidad de sus perseguidores, sabiéndose presa fácil de las manos carnosas y vengativas que la quieren hurgar, 235
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se vuelve a Paca, y con la respiración entrecortada clama angustiada: “¡Socorro, socorro, buena Paca! ¡No me abandone!”. Su vocecita trémula, apenas perceptible porque el ruido de la maldita turba ahoga su incontenible llanto, se pierde en la lejanía del viento. Ya casi la alcanzan. Quiere resistirse, le fallan las fuerzas. Será atada junto al cuerpo de su esposo antes de prender fuego al montículo de leña. Luego que muera, lo sabe bien, golpearán secamente su cabeza hasta partirla para que vuelva a la sombra el espíritu dormido. Paca se agita nerviosa, se le caen las sábanas de la cama y la almohada rueda por el suelo. Tiene que hacer algo. Coge la pistola, el arcabuz, la navaja, el cuchillo de cocina, lo que haga falta. Quiere adentrarse en esa vida para transformarla a su antojo. –¡Oh, qué bonito! –exclamó Estíbaliz arrobada–. ¡Qué excitante! Juan se volvió a sentar. –¿Le ha gustado? –dijo orgulloso. –Es lo que toda muchacha en edad de merecer desea para su muñeca. Estuvieron un rato en silencio. De vez en cuando un pájaro se cambiaba de árbol. Alguna pareja pasaba por allí y al ver el banco ocupado caminaba en busca de otro. –¡Jo! –dijo Estíbaliz verdaderamente interesada luego de un rato–. Igual esos salvajes hacen daño a la pobre chica. Igual la hacen sufrir. ¡Podríamos ayudarla nosotros también! Si no tiene donde acudir, podríamos ocultarla entre los árboles cenizos y los setos del parque, ¿verdad? –Verdad. –Paca sorbería sus lágrimas. Lo hace muy bien. Muy despacio y muy bien. Se lo aseguro. Juan retomó la narración. –Paca está dispuesta a enfrentarse a la masa abyecta a sa236
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biendas que también para ella se avecina un final trágico. ¡Ah! Pero si ha de morir, morirá matando. La hindú se arrodilla vencida a sus pies. Es una muchacha dulce, de ojos limpios. Está desconsolada. El cielo se tiñe oscuro, se anuncia el silencio de muerte. La muchedumbre recula unos pasos. Los impíos tienen la boca espumosa, la mirada turbia. Van a caer sobre ellas. De pronto, un grito helador detiene el mundo. En lo alto del montículo de arena emerge la figura indolente de un hombre despeinado. “¡Cariño dice con una voz aguda y desagradable, ven a dar vuelta a la tortilla de patatas!” El hombre está cabreado porque ha tenido que dejar las gafas de concha junto al cenicero y aplastar con rabia el cigarrillo. Es un asesino en potencia. Tiene ya el vientre seboso, la calvicie incipiente, las encías sangrantes. Mañana, en la oficina, después de mear, estrangulará al ordenanza. ¡Odia la tortilla de patatas quemada! Le amordazará debajo de la ducha, le atará las manos a la espalda. Dejará que caiga el agua gota a gota, suavemente. Una hora, dos. Las que hagan falta hasta que el muy cabrito se abra en canal como un verraco viejo y aprenda a obedecerle. Luego, le azotará y si está muerto, mejor: le clavará palillos, le dará la patada violenta abajo. Juan se secó los labios con el dorso de la mano. –Un propio es un propio –dijo luego como justificándose del final de su historia–. Todos los griegos con posibles tenían su propio. Jenófanes en su lecho de muerte se quejaba tristemente de no poder mantener ni siquiera dos. –Una vez vi a un propio en un ministerio –confesó Estíbaliz, ruborizada–. Me llamaron por teléfono. Oiga usted, venga a darnos el servicio concedido. No crea, pero tuve que echar la instancia y presentar mi declaración de impuestos en una ventanilla. Eran cinco o seis mil funcionarios corriendo frenéticos por los pasillos, perdiendo los 237
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preservativos y el hilo dental. Todos querían hacerlo antes de que los cesaran con el cambio de gobierno. Buscaban al propio para que les diera el vale. Se tropezaban entre ellos, rodaban por las escaleras. El ministro con el subsecretario y éste con el señor de la limpieza. Pero el propio estaba como olvidado en una esquina. Nadie lo sabía. Olía muy mal. Vestía una chaqueta oscura con botonadura dorada. Lo habían dejado allí en un traslado, aparcado detrás de una columna, junto a la estufa. ¡Santo cielo! ¡Miraba sin mirar! Los galones desteñidos se le caían de la bocamanga. Una araña viscosa algo cegata quería cazarle un diente negro imaginando que era una mosca. Aguardaba al borde del labio, como un moco pegado. Tejía frenética la pobre. Lloraba de humedad la pared. Al buen hombre las hormigas le corrían por las orejas. Me acerqué y le dije: “Usted es el propio”. Lo tenían de muestra como tienen en los museos arcones antiguos y cuadros apolillados o esos tapices requisados a los moros en batallas que jamás sucedieron. El pobre se consumía muy despacio porque padecía otitis y no escuchaba la campanilla. Insistí: “Usted es el señor propio y se guarda los seis mil vales en el bolsillo”. Me sonrió y al abrir la boca, el trozo de diente cayó a la mesa. ¡Ni se molestó en retirarlo! Le quité una gota de saliva con mi pañuelo. Le dije: “Si quiere lo hacemos aquí mismo, en un momento, y así sólo le quedarán ya cinco mil novecientos noventa y nueve vales”. –¡Se había quedado con los seis mil vales! exclamó Juan. ¡Qué tío! –Fue un sueño terrible. –¡Y pretendía además usarlos! –Por supuesto. –¡Y seguro que encima no estaba allí por oposición! ¡Que lo habían puesto a dedo! 238
EL EMPLEADO DE FINCA URBANA
El empleado de finca urbana Le encuentro derrotado en su garita. De un tiempo a esta parte se le ha vuelto el rostro mortecino y el bigote gris. Sus ojos antes brillantes y saltones parecen esconderse ahora avergonzados detrás de la gafa. ¿Qué le pasa buen hombre? No deseo mi mal a nadie, señor. Sinceramente, no se lo deseo. Y se confiesa en voz baja. Esta ya es una casa de ancianos, señor. Fíjese usted. Inicio con bríos mi jornada como capitán de la marina mercante. A babor, a popa. A toda máquina. Subo las bolsas de la compra, bajo las basuras. A las diez me convierto en poeta amanerado. Violinista de una filarmónica a las once. Dirijo el Ángelus a las doce antes de ejercer de ayudante sanitario. Compongo griferías y lavadoras a las cuatro y para las cinco después del paseíllo doy una verónica de lujo. A las seis, ay, a las seis, escalo un ocho mil sin oxígeno, agito el cubilete del parchís y robo con trampa un as de la baraja. A las siete, eludo con un coche de desguace la persecución del motorista. Y a las ocho, a las ocho cuando concluye mi servicio todavía alguien me requiere para que le caliente la sopa y me meta con él en la cama. ¿Comprende usted? ¿Comprende usted mi cansancio? ¿Y sus labores? ¿Cuándo efectúa usted su trabajo? De noche, señor mío. De noche cuando los despiertos rezan el rosario. De noche es cuando doy brillo a los dorados, encero el suelo y barro los ascensores. 239
LUIS Mª ALFARO
Una noche de verano El arzobispo había ordenado: –Quiero un inventario de las ermitas de mi diócesis. Quiero saber si las tallas son auténticas o falsas. Y lo quiero, ya. Al padre Alberto le asaltaban de vez en cuando unos latigazos que le dejaban una pierna tiesa y estirada como un junco de río, obligándole a sentarse. Era un experto en arte e inexperto en todo lo demás: apenas comía, apenas bebía y no sabía conducir. Y para colmo el hormigueo aquel de la planta del pie y la invalidez repentina. El arzobispo, dijo: –Me le ponen una monja de la caridad de chofer y así que se paseen de incógnito como un matrimonio bien avenido. Para disimular. Al sexto viaje, a la vieja furgoneta del convento se le atragantaron los platinos, atorándose delante del atrio de la iglesia. La santera, una señora mayor muy digna y seria, les dijo: –Hace un amago, pero se aguanta. Padre Alberto acertó a levantar el capó y echó una ojeada al conjunto de cables. Nunca había visto tantos juntos. Vio que aquello no echaba humo. –Ya es mala suerte –dijo. Como sor Matilde apretaba a cada intento el acelerador, al final a la furgoneta le entró la tos seca, y comenzó a oler a gasolina. El sobrino de la santera apareció con su buzo mahón, sus manos grasientas y su cara enrojecida y redonda. Miró los contactos de la batería, hizo una chispa, tocó por aquí y 240
UNA NOCHE DE VERANO
por allá, soltó la tapa del radiador, comprobó frenos, el agua y el combustible. Dijo: –Dele al arranque pero sin pisar el acelerador. Nada. –Bujías y platinos. Cosa de poco. Pero carezco de repuesto. –¿Qué hacemos ahora? –preguntó sor Matilde. Estaba preocupada. El mecánico, arqueó las cejas: –Es que este trasto ya es muy viejo. Y sólo hay repuestos en la capital. Si llega a ser un tractor, se lo pongo en condiciones. Pero mañana a primera hora marcho a recoger una pieza y de paso me vengo también con lo suyo. Para la hora de la comida ya están ustedes en otra parte. La santera, dijo: –Yo no tengo habitación libre, pero la Avelina sí. La Avelina espiaba a través de una mirilla preparada para fisgar intrusos, disimulada debajo mismo del Sagrado Corazón de porcelana incrustado en la puerta. Abrió despacio, temerosa. La santera, dijo: –Que se han quedado sin coche y digo yo que tú tienes una cama libre. –¿Son ustedes de fiar? –dijo la Avelina. –Sí –dijo Padre Alberto–. Somos ya mayores para no serlo. Y yo tengo esta pierna casi seca. Somos de retiro espiritual y de mucha oración y devoción. –De primeros viernes –dijo sor Matilde. La Avelina les miró de arriba a abajo. Como aquel día Padre Alberto estaba un poco más presentable no daba susto. –¡Qué alto es usted! –dijo la Avelina– Pasen. La sala estaba llena de santos por todas las paredes. Según se entraba, a la izquierda descansaba la máquina 241
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de coser de sus pasados esfuerzos, a continuación de dos cómodos sillones verdes. Encima de la máquina de coser, en una peana de madera, la figura enhiesta de un Sagrado Corazón, con la mano izquierda mostrando su corazón rojo coronado por una aureola y el brazo derecho caído con la mano extendida. La cabeza altiva. Sor Matilde se santiguó al verlo. Y dijo: –Sagrado Corazón de Jesús, en ti confío. A la señora Avelina le gustó el detalle, porque entonces se abrió a ellos. –Siéntense –dijo. –¿Se conoce usted a todos estos santos? –preguntó ingenuamente Padre Alberto. –Todos son de mi devoción. Santiago porque echó a los moros, San José porque sufrió en silencio, San Martín de León porque murió de muerte natural, San Juan porque nos representa a todos delante de la Virgen, San Higinio porque instauró los padrinos en el bautizo, San Lorenzo, San Isidro. Aquel un poco más a la esquina es San Andrés. Y esa que ven ustedes, Santa Faustina Kowalska, la famosa por sus visiones del infierno, porque el infierno existe ¿saben ustedes? Yo soy de rosario diario. Me guardo de los pensamientos en esta salita, apago la luz y rezo en silencio. Me sé las letanías de memoria. Me sé también el Himno del Congreso Eucarístico. ¿Ustedes rezan habitualmente? –Sí, sí –dijo sor Matilde –¿Al levantarse o al acostarse? –Al levantarnos y al acostarnos. Mi marido fue seminarista –mintió por descargar la tensión sor Matilde. –¿Es eso cierto? –dijo la señora emocionada. Padre Alberto se quedó unos segundos sin saber qué decir. Luego, entró en el juego de sor Matilde: –Sí, señora. Soy un cantamisas. 242
UNA NOCHE DE VERANO
–Cuénteme, cuénteme. –¿Qué quiere que le diga, señora? –¿En dónde cursó sus estudios? –En Toledo. –¡En Toledo nada menos! ¿Y por qué se salió usted del seminario? Vamos, si puede saberse, si no es indiscreción. –Ella tuvo la culpa. Avelina estalló comprensiva: –¡Ah, las mujeres, las mujeres! ¡Somos la perdición de los hombres! Hay más hombres que se pierden por mujeres que mujeres por hombres, ¿no lo cree usted así? –Sí –dijo sor Matilde–. Somos perversas y pecadoras. –No, no –dijo asustada la Avelina–. Tampoco es eso. Somos también el consuelo del guerrero cuando no las mismas guerreras. Compartieron la cena. Y Avelina les mostró la habitación: –Creo que estarán cómodos. La cama es anchita. El colchón es de lana. Todo el mundo anda cambiándolos, porque la lana hay que varearla y cansa, pero, yo qué quieren que les diga, estoy acostumbrada a ello. Antes de salir, les dijo: –Ciérrense la puerta por dentro. Y la ventana. Que aquí les da por madrugar porque para las once calienta y es imposible hacer bien las labores más tarde. Cuando Avelina, se fue y cerraron la puerta, Padre Alberto dijo ingenuamente: –¿El lado izquierdo o el derecho? –Pero, padre ¿no va a dormir usted en el suelo? –¿Yo? ¿Con esta pierna? Está usted loca. Y desnudándose, se metió en la cama en calzoncillos. Sor Matilde, dijo: –Yo no voy a ser menos –y se introdujo en la cama en combinación. 243
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A eso de las dos de la mañana, sor Matilde dio un codazo a Padre Alberto. Como a éste le costaba despertarse, insistió. –¿Qué sucede? –se sobresaltó Padre Alberto. Sor Matilde le dijo: –¿Sabe usted del cura aquel que cuando quería algo de las monjas, silbaba? –¿Y quiere usted que silbe ahora, madre? –dijo Padre Alberto algo emocionado. –No –dijo sor Matilde–, si silbar ya silba usted. Lo que quiero es que se vuelva hacia el otro lado. Y se durmieron.
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ME HAN CORTADO EL AGUA
Me han cortado el agua. Me han cortado el agua, los muy cabrones me han cortado el agua, digo o más bien grito. Parece que he montado un buen revuelo; todos sabían que iban a cortar el suministro, menos yo. Unos miran para otro lado con un disimulo que les delata; otros tosen. ¿Es que no sabes leer?, me dice el de mi lado, que es un señor que sube y baja del trastero con una cama habitualmente. Es su deporte favorito. El señor administrador, el titular, se pone las gafas de diseño italiano, quiere hablar, oiga, que lo dice aquí, el orden del día, la papela, esto, ¿lo ve usted?, de los luceros, por ejemplo, de los porcentajes de reparto del gasto, de la antena de la televisión, de la telefonía. Del cuartito del gas, cuya puerta ha permanecido abierta toda la semana. Además, los contadores están equivocados. A mí me cobran lo del sexto, ¿eh? dice una vecina pelirroja de semana. El del quinto, el de la mujer de los mofletes rojos, la de la cuarta más alta que el marido, la que se pone un capirote verde cuando llegan los fríos, aquella que una vez me dijo: vecino ¿qué piensa usted de los humos de los chupones y de las goteras del trastero?, coloca su mano izquierda sobre mi hombro derecho, y me dice: Si lo que quiere es significarse, muchacho, lo ha conseguido, ha tenido ya el par de minutos de gloria, pero me parece una protesta inapropiada, que digamos. Hay suficiente presión. Yo tengo agua, y seguro que el de la letra “C” también y el de la “A”. Y no digamos los del tercero y, por supuesto, también es posible que los del segundo y el primero. ¿Entonces? Quizá le gotee algún otro tubito. Una junta, un mal sellado. ¿Por qué no recapitula y se inventa otra historia? 245
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El jubilado experto en matemáticas, sale en mi ayuda. Seguro que ha sentido usted como un estupor maligno en las cañerías, dice. Como un tosido de anciano enfermo. Y tengo experiencia en tosidos enfermos, aclara. El agua viene a veces con un golpe de óxido, como si las tuberías asumieran los residuos de una fundición clandestina. Quizás el subsuelo contenga una pigmentación insalubre. E intenta una sonrisa que sólo sirve para mostrarnos los estragos que el tiempo ha operado en su boca. A las siete de la mañana las cañerías emiten un gritito gutural, aparentemente obsceno, por lo que este señor ha sufrido el percance con todas sus consecuencias, dice apoyándome de muy buena voluntad. Gracias a Dios que no estamos en Suiza, dice entonces el señor extranjero, delatado por su acusado acento, porque si estuviéramos en Suiza toda la comunidad sería sancionada por reiteración en el uso en horas inapropiadas del bidet. Porque aquí hay vecinos que tiran de la cadena más allá de las doce, qué digo de las doce, a las dos y a las tres también. Aquí hay vecinos que tienen el reloj congelado. Y encima, alguno viene de vez en cuando borracho. ¿Qué dice usted? Lo que oye. ¡Qué barbaridad! Insisto. Insisto con vehemencia: Me ha cogido el corte en ese preciso momento. ¿Qué puede hacer alguien al que le cortan el agua enjabonado desde las axilas hasta las ingles? O sea, quiero decir desde arriba hasta abajo. Seguro que el del quinto acaba de recibir autorización de su mujer, la de los mofletes encendidos, porque exclama de repente: ¡Ajá!, podía ser más imaginativo para llamar la atención, por ejemplo, encerrarse como protesta en la garita del portero o en el cuarto de máquinas del ascensor. No tenemos portero. 246
ME HAN CORTADO EL AGUA
La reunión se celebra en segunda convocatoria, como es habitual, media hora más tarde de la primera, en una salita en los bajos de la parroquia, alquilada a los curas para la ocasión. A la derecha del administrador, el señor presidente, con su jersey de coderas de cuero y su bigote espeso. Le cuesta recuperarse de la tos profunda. Tiene una presencia bobalicona, de muñeco inflado. De los noventa y ocho vecinos, treinta y seis más treinta y seis, bajos y cochera, acudimos veinte o veinticinco. La cuarta parte. El señor administrador presenta autorizaciones: ya somos cuarenta. Pasa lista recordándonos los lejanos tiempos escolares. Quiero moverme en la fila, pero no hay fila. El vecino díscolo, el que lleva el pelo cortado en escalones, como si el jardinero municipal practicara con él la implantación de bulbos tiesos y capullos lacios, dice en cuanto se le da el turno, que el señor administrador no sabe siquiera administrar su incompetencia. Está cabreado. A las pruebas me remito, dice. Enumera una infinita lista de agravios. Una, el administrador nunca está: se ha convertido en un maldito contestador automático; dos, la demora en la resolución de asuntos, incluso de los urgentes; tres una liquidación que nadie hay quien entienda; cuatro, facturas, facturas, quiero ver las facturas. ¿Hablamos ya de las goteras en los trasteros? Hablemos del cuarto de bicicletas. ¿Por qué no se apaga la luz del portal? El señor administrador dice, colocando pausadamente de nuevo las gafas encima de la mesa: exterioriza usted animadversiones personales, y eso no está bien y ni siquiera es oportuno; señor, dirimamos fuera nuestras diferencias, pero ahora hablemos de cosas importantes, aparcando los pequeños problemas ¿me explico?, de discusión de taberna un viernes a la caída de la tarde con cuatro vinos encima o cinco. 247
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El vecino no se contiene. Escúcheme. Usted es un incompetente. Dos meses esperando a los fontaneros. ¿Qué pasa con los medidores de las mamparas de separación? ¿Quién ha visto encerar el portal a la señora de la limpieza? Sus fontaneros pretendieron agujerearme los azulejos del baño, ¿saben? buscando una gotera de la que yo soy el damnificado. Si el que sufre la gotera soy yo, les dije. Yo. El agua me la tiran de arriba. ¡Los fontaneros! El más joven carecía de conocimientos; el otro no los ha tenido nunca. Propongo ahora mismo, aquí, una revocación de su contrato como administrador. Hay mucha cara dura en este mundo de sinvergüenzas. Por favor, retire esas palabras. Mucha cara. ¿Debo considerarlo un insulto? Mucha cara. Me lo dice usted afuera. Se lo digo donde se lo tenga que decir. No me caliente que tengo un aguante. Comportémonos como personas civilizadas, dice el presidente, molesto por la interrupción de su beatífico sueño. Una votación para prescindir de inmediato de sus servicios. Coño. El de los bulbos en la cabeza está crecido. ¿Qué me sugiere? ¿Qué hago con mi trastero inundado, con mi garaje inundado? ¿Dónde están las facturas? Usted dice que ha costado esto cinco, ¿pero y si son cuatro? ¿Eh? ¿Quién ha visto las facturas? ¿Dónde están las copias de las facturas? Facturas, facturas. Albaranes, albaranes. ¿Quién se queda con la comisión? Se vuelve al resto de vecinos: este tío se lleva un diez por ciento de comisión. Eso no es cierto. Los balcones mejor de aluminio que el hierro se oxida. Seguro que inflan los precios a petición suya. Me ofende usted. 248
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¿Quién ha establecido los porcentajes de reparto? No estoy de acuerdo, no estoy de acuerdo. Y nunca lo estaré. ¿Dónde están los justificantes de tanto gasto desproporcionado? Suelta el mitin. Quiere forzar el aplauso inaudito. Nos enteramos de que en el séptimo, donde la sudamericana bonita de suéter apretado, piel bronceada, cuerpo de samba, las juergas sabatinas principian en el descansillo, porque su piso es demasiado pequeño. Que se trae colombianos y chilenos, hormigas al hormiguero. Que se trae ecuatorianos, argentinos. Un par de negros grandes, de desgarbados andares, que caminan por el portal medio cansados botando un balón imaginario. Grasssiasssss, señor. Passsssa beibi. Pom, pom. Música caribeña. Celebraciones ruidosas: cumpleaños, cumplemeses, cumpledías, cumplehoras, cumpleminutos, cumplesegundos. Japiberdi. Todo lo cumplible. Grititos locos, que te pillo y que te cojo, que voy y vengo: teléfono a las tantas. Guajira. Cumbia. Samba. Marcha. Mambo. Una de las sudamericanas tiene un defecto en los andares, y aunque se le aúpa más la nalga izquierda que la derecha seguro que la muy cabrona es la que mejor baila. ¿Quién? ¿Esa?, pregunto. ¿Una más bien chiquitita con marcas de viruela? ¿Esa? Esa y la otra y la otra, es que son varias, dice la señora del noveno, que si no está viuda está separada. Como muy parecidas. Recuerdo entonces aquel día en el ascensor. Le cedí el paso, normas de urbanidad, buena educación, colegio privado, muy amable, señor. Yo soy de aquí y tú de dónde. Ya se sabe. Amabilidades las tuyas, morena, dije yo, y se sonrió tímidamente, devolviéndome una mirada picarona y algo insensata. El señor administrador asegura que es un problema repetido, no tanto como el suscitado por los asiáticos de ros249
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tros clónicos o por la práctica insana de la cama caliente; hablará con el arrendador, o sea en este caso una agencia, porque el propietario vive en Madrid. Madrid. El del segundo se comisiona de inmediato voluntario para tratar del tema amigablemente con las sudamericanas, no es necesario acudir a Madrid, dice, es un problema nuestro, sean dos, una o media docena o cuarenta y cinco, he aquí, dice, que tendré mano izquierda, lo que hay que tener, o dos manos izquierdas si es preciso, y se ríe su propia gracia mientras los demás miramos el reloj. Alguien ha dejado aparcado un tresillo en el rellano de la escalera, que cuando uno abre la puerta intermedia otro la cierra, que las señoras de la limpieza no limpian, que debajo de los felpudos anidan lujuriosos bichitos despatarrados, que el cuadro de la luz es manipulado por alguien, insiste el chofer de ambulancias: hay que prohibir el reparto de publicidad, pero uno de los vecinos prohíbe la prohibición porque a él le seducen las starlets que anuncian abrigos de marta salvaje y las lavadoras multiuso. La señora del albañil, cincuentona amargada de cara, la que descubrió a los ladrones de bombillas y los corrió hasta la orilla del río y más porque no aprendió a nadar en su lejana juventud, expresa claramente su firme opinión de no opinar, pero no está de acuerdo en nada. En nada, que conste. Que conste en acta. Admite la instalación del buzón exterior, eso sí, siempre que sea metálico para evitar las bromas nocturnas de los borrachos en tránsito. Admite una luz testigo permanente en el portal. Admite el arreglo del cajetín del ascensor. Admite la reparación de la canaleta que reposa sobre la pizarra del tejado. Admite un par de sugerencias más, pero no aprueba nada. Hasta ahí podíamos llegar. Que se han creído ustedes. Lo que faltaba. Ella no es, por supuesto, la que fríe esos torreznos salvajes que 250
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inundan los áticos. También sufre las malditas sopas de ajo, el tufo insufrible de las sardinas asadas. ¿A quién se le quema la leche todos los días? ¿Quién sacude el mantel en el balcón? ¿Quién? Parece el inquisidor general de la finca. Le hubiera gustado nacer empleado de finca urbana o chivato del régimen. Empotrarse en un uniforme de chorreras y condecoraciones. Se ha aguantado las ganas hasta bien avanzada la reunión. Tiene mal la próstata, pero antes de excusarse necesita soltar su cuaderno personal de bitácora. Es un hombre lo suficientemente mayor como para hacerse respetar. Ha dicho: soy el del sexto, el que está más arriba del quinto, por si lo desconocen ustedes. ¿Quién o quienes sacuden manteles en el balcón? Tengo los rosales perdidos. ¿Quién riega las plantas a destiempo? El otro sábado apareció una deposición canina en el ascensor. Cuarenta y ocho horas seguidas llevan las luces de la escalera consumiendo energía. Se ha puesto de pie, porque la oratoria exige el conocimiento exacto de los escuchantes. ¿Quién es el marrano que vomitó el pasado sábado en la escalera? El de mi derecha dibuja mientras tanto un pérfido escarabajo que se va comiendo la desesperante liquidación de gastos. Supongo que para cuando acabe la exposición metafísica del inquisidor, los escarabajos ya una docena, o cien unidades combativas o doscientas unidades exploradoras se habrán escapado de su improvisada guarida iniciando la conquista de mi cocina, de la caja de zapatos donde oculto las patatas ahijadas y el saquillo de ajos. Mentalmente dibujo uno de esos galápagos pesados de los documentales ingleses y lo situó en el pasillo, a la puerta del retrete, en permanente imaginaria. Por si acaso. Santo y seña. Me cruzo la mirada con una de las vecinas. Me sorprende su juventud. Me fijo: no porta anillo de casada. No nos co251
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nocemos. No la he visto, por tanto, empujarse con nadie en el portal a las diez de la noche. Sonríe algo forzada. Me sorprende no haber coincidido nunca con ella. Intento preguntárselo, eres nueva, igual vives sola, ya sabes, si necesitas aceite, un dedito de vino blanco, cualquier cosa, a tu disposición, estamos para ayudarnos, pero vuelve su cabeza hacia el inquisidor aparentando un interés desproporcionado. Desaparecido el contacto furtivo retorno al dibujo. Quizá haya descubierto mis pensamientos, que sin duda exteriorizo con vehemencia, y desde luego pecaminosos y muy adecuados para la supervivencia de la especie en una reunión de estas características. Intento un nuevo cruce de miradas. Veinte segundos. Para cuando desisto, mi vecino, que descubro es un asqueroso perfeccionista, ha concluido el retrato casi al óleo de un hermoso gato de angora, que se come a los escarabajos y asusta al pobre galápago viudo para robarle la clorofila de su hoja de lechuga. Nadie está autorizado a cerrar su terraza. La fachada es obra común y se está cayendo a trozos. Nadie es nadie. O sea, nadie. Los de la telefonía pueden hacer las catas que quieran, pero todo deben dejarlo como estaba, aunque lo mejoren, pero como estaba. El presupuesto de este año refleja el incremento acordado del ipc, redondeado para arriba. No estoy de acuerdo, protesta el del pelo cortado con motosierra de segundo uso. Aprobado. El ayuntamiento pide una relación. Denegado. Protesto, insiste el vecino díscolo. ¿Para cuándo los papeles para solicitar la subvención? ¿Nadie me hace caso? Presupuesto para la instalación de una mesita en el portal. Protesto. Presupuesto para el cambio de las tuberías de los garajes. Protesto. Presupuesto para el arreglo de la fachada. Protesto. Presupuesto para la renovación del mantenimiento del ascensor. Protesto. Una oferta para el seguro de la comunidad. Pro252
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testo. Protesto. Presupuesto para una nueva parabólica. Protesto. Protesto. Protesto. Mejor la mesita pegada para que nadie se la lleve otra vez. Una señora mayor, de las que guardan las monedas de un céntimo para la misa de siete, dice que sí, pero no entiende para qué sirve una mesita donde no haya refrigerios ni tacita de té. Su compañera le intenta aclarar el meollo del asunto: es por la publicidad. Ya, dice ella. Es que los de la publicidad inundan los buzones. Ya, dice la señora. Mire usted, tenga en cuenta usted, sepa usted. La señora muy digna mira al firmamento por si quedara alguna estrella por descubrir, dice que sí, pero que es mejor que no. Mejor que la mesita un par de sillas para que los de la publicidad descansen, pobrecitos. El cartero es un caradura. La puerta siempre candada para evitar la presencia de la pareja de iluminados evangelistas que destrozan el reposo de las tardes. Ah. Momento, momento. Tenemos un serio problema. Silencio. El señor administrador adopta el tono reverente de las solemnidades y dice: la señora del primero tiene la palabra. La del primero, que ha padecido una extraordinaria metamorfosis en alguna clínica especializada, dice: quiero hablar. Me voy a desahogar y por eso pido disculpas. Quiero exponer un delicado asunto. Quiero dejar constancia que vivo en el primero con acceso a patio. Y si alguno de ustedes ha vivido alguna vez en un primero con acceso a patio puede corroborar cuanto voy a manifestarles. Hay mucho marrano en esta comunidad. Hay mucho marrano marrano. Omito las referencias a las descuidadas o descuidados (aquí una inflexión mordaz y cómplice) que tienden sin centrifugar las sábanas y el resto de la colada. O que pierden calce253
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tines, pañuelos, bragas, sujetadores, camisetas y calzoncillos. Omito las referencias a los que suponen que el patio es un enorme cenicero colectivo de uso público, a los que juegan a cazar pinzas con escopetas de balines. Omito todo eso. Hoy sólo quiero referirme a una cosa en concreto. ¿Se lo imaginan? Sí, a eso. Hoy mismo, antes de venir a esta reunión, he retirado un preservativo usado. Eso. Un condón. Uno solo. Ayer fueron dos. Otro hace unos días. Hoy: uno. Usado, por supuesto. Floreado, muy moderno, divino, lo digo por si alguno de los aquí presentes lo reconoce y lo ha perdido. Silencio. Miradas de sorpresa. Miradas de complicidad. Supongo que los ocho tíos en edad semental que asistimos a la reunión, hay dos viejos más de manifiesta incapacidad que se autoexcluyen lógicamente, nos sentimos aludidos: buscamos en la mirada un apoyo psicológico más que la delación: yo no he sido, yo tampoco. ¿Floreado? ¡Qué modernidad! Estas cosas no las usa nadie en su propia casa. Somos todos muy honestos. Las mujeres, pasado el susto inicial y las sonrisas vergonzosas, asumen de inmediato la crítica despiadada. Una mira a su marido, ¿has sido tú, capullo?, que se encoge de hombros, el pobre ni recuerda la última vez que se lo puso. Otra busca indicios en esas miradas de reojo. Risitas. Si uno lo ha usado habrá sido con pareja. La del primero pasea indolente su desafío: venga, un paso al frente, que voy a dejar sin rabo al chulo follador. Marranos. De asco. ¡Qué poca clase! Presiento que la joven, la que carece de anillo de casada. arde en deseos de enfrentarse directamente conmigo: cerdo, seguro que es tuyo o estás deseando que lo fuera, tienes pinta de usarlos a cualquier hora del día; sí, tengo pinta, sí, quiero exclamar a voz en grito, pero carezco de oportunidades; cerdo, encima lo confiesas, mirada libidinosa, seguro 254
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que quieres encima que yo te lo ponga. Marranos. Que yo no he sido (y en el fondo lo lamento), onanistas, sinvergüenzas. La del primero, dice: si me lo autorizan soy capaz de colocarlo en el portal con un letrero que diga que lo retire el cabrón de su dueño. Perdón, pero estoy muy excitada. ¿Colocar, qué?, pregunta la señora de la misa de siete. Esa cosa, dice su compañera. ¿Qué cosa? El condón. Ah. No estaría nada mal. El señor amargado, dice ¿y por qué no colocamos también las deposiciones de los perros? Un cuadro de honor. La mierda a la derecha, el condón a la izquierda. Se recrudece la retahíla de improperios. Machistas, salvajes. Cerdos. Un poco de seriedad, señores. ¿Puedo fumar? Asquerosos. Mi vecino, el puntilloso, ha dibujado un capirote sobre el reparto de la luz. Al capirote le ha puesto dos ojos diminutos, ojos de guisante con huevito de mosca. Dice: podemos definir, si os parece, una norma de régimen interno que nos obligue a los hombres a probarnos el preservativo para descubrir al culpable; ahora bien, también podemos aprobar que seáis vosotras, las que nos los vayáis poniendo uno a uno. Eso, digo yo, y muy despacio y con suavidad, para hacerlo más aséptico. Cerdos. Sinvergüenzas. Siempre estáis pensando en lo mismo. La discusión trasciende a las propias mujeres. Posiblemente los curas decidan apagarnos la luz para echarnos a la calle, porque la algarabía es inmensa. Son casi las diez. El cielo a la entrada amenazaba tormenta. Estamos a la espera de sentencia. Convictos y confesos, aliados en la desgracia. Ocho sementales, ocho, cara al paredón. Ocho corneados. Perdón, dice otro de los vecinos luego de un rato, ¿y qué hacemos con las compresas? Silencio. Estupefacción. ¿Qué compresas?, pregunta una de las vecinas, la más ancha de caderas, la que conduce la cesta llena de borrajas a la vuelta 255
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del mercado. Las que se aparcan en el patio, dice el vecino hasta ese momento silente, con una sonrisa cínica de oreja a oreja. ¿También tiran compresas? pregunta ingenuamente la misma señora. También, afirma la del primero. También. Y usadas. Hay gente, señora, que considera el patio como un inmenso contenedor municipal. El señor administrador reclama orden. Es una guerra sin estrategia. La batalla campal exige un posicionamiento previo de los combatientes. Aquí la infantería, el babor, y las salvas de ordenanza. Bombas contra las trincheras, torpedos contra la línea de flotación. Cerdos. La próxima vez el administrador se conjurará para portar el mazo con el que los sábados parte las nueces que adornan la ensalada. Retomemos el asunto. Por favor. Señores. Puede denunciarse a Higiene. Atención. El asunto más vale que no vaya a mayores. Papeleo, follones, molestias. ¿Conviene mejor un letrero conminatorio? ¿Una nota interior buzoneada que recuerde a todos y cada uno de los propietarios la necesidad expresa de respetar el uso de los elementos comunes, especialmente el patio? A propietarios y a inquilinos, insiste el del pelo cortado a motosierra. No sé si me ha entendido usted bien. Si quiere se lo repito. Porque el problema igual no es nuestro sino de otros. Siempre, otros. Cerdos. Machistas, salvajes. Marranas, sucias. Sinvergüenzas. Maleducadas. Hay que levantarse. El sacristán apaga y enciende la luz. Primer aviso. Son las diez. Me aproximo a la vecina joven. Está recogiendo sus anotaciones. Un folio lleno de garabatos. Oculta la liquidación 256
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en una carpetita azul. Tiene la cara limpia, apenas unas gotas de color. Agraciada. Ojos negros, labios bien definidos. Viste jersey de cuello cerrado, pantalón vaquero ceñido. Hago como que me tropiezo. ¿Eres nueva en la comunidad? Me mira sin ninguna emoción. Ya llevo un tiempo. No te había visto antes, ya sabes. Todo eso. Del séptimo. ¿Ah, del séptimo? Sí, bueno, claro. Me interrumpe de repente: ¿Eres tú el del preservativo floreado? No sé que responder. Una pregunta tan directa coge de sorpresa a cualquiera. No, no, digo a la defensiva, algo confundido. No retira la mirada. ¡Ay, qué pena!, dice, ¡fíjate que lo lamento!, dice entonces, ¡estarías tan mono con él puesto! Y dándome la espalda se dirige con paso firme y muy decidida hacia la puerta de salida.
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La trompeta Cojitranco, baboso, tenía un burro pardo. Era el tío Marcelino. Con la modorra del sueño escribió el recado que luego clavó en el tabloncillo de la iglesia. Había cumplido la edad de jubilación y ahora quería darse la gran vida. Al domingo siguiente, después de misa, hizo pública la subasta y vendió sin demasiado interés las cuatro tierras y el majuelo. Se dijo: “Me voy a dar la gran vida”. Se compró una chaqueta con una hombrera más alta que la otra y botonadura dorada de ancla, un pantalón mil rayas y la camisa más guapa del escaparate de una tienda de la capital. También se compró una caja de mondadientes. Y un pañuelo de seda para el cuello. Y la trompeta. Su casa a las afueras, en un pasadizo ciego, donde no llega la luz de la carretera, y donde los cusquejos y los gatos se enfrentan por las noches, y donde las ovejas día sí y otro también dejan su recuerdo de retorno a la tenada, había sido antes lechonera propiedad del cortador, pero a éste le dio un día el mal del pasmo y se quedó como tonto, con la sonrisa bobalicona y los ojos revueltos y un brazo más parado que el otro. Marcelino se hizo a la propiedad sin excesivo regateo. Puso una puerta nueva y dos cristales, cerró el ventanuco por donde viene el frío, y retejó el tejado, porque era de obligación. Se adecentó también una cocina de leña para hacerse los guisotes picantes que tanto le iban. Y poco más. Nunca quiso deshacerse de las parideras rotas ni alterar el 258
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orden de las pocilgas. Situó la cama allá donde antes el cerdo padreador se hacía bravío. Y metió al burro en casa. No había luz en el pasadizo como queda dicho, ni cemento en el suelo, sí malas hierbas y estiércol reseco. Y restos de comida entre vidrios rotos, papeles y otros desperdicios. La trompeta era fijación de la infancia. Cosa de comedias. Los de las comedias eran tipos extravagantes, muy chupados, con cara de hambre. Individuos de ciudad, pálidos, estirados, de los que nunca trabajan al sol. Parecía como si todos ellos se hubieran metido en el río hasta el gañote en pleno invierno de heladas. Delgados, cenizos, las carnes para adentro, y tal, estrechos de cintura, con los ojos muy abiertos y saltones. Iban de un lado para otro, medio desorientados, tropezándose entre ellos, igual que las hormigas cuando les aplastas el camino, sin alejarse demasiado del desvencijado autobús de ruedas estrechas y morro humeante. Hasta vestían de forma extraña. Tres eran mujeres. Alguien dijo en el bar que pastoronas abandonadas de sus maridos, porque todos los comediantes del mundo, llevan una vida depravada, ajena a la moral y las buenas costumbres. Y las pastoronas son hembras recias y deseadas. Los mozos se querían arrejuntar con ellas. Y parece como que se dejaban hacer. Abrían una barbaridad la boca, y luego como asustadas de tanta insistencia decían hala guapito vete a la mierda, y quita esas manos pesado, y la miel no es para el gusto del asno, y tócale la teta a tu madre, mamón. Y más cosas. Las tres se adornaban el escote con collares de grandes bolas nacaradas, y llevaban faldas de vuelo, a cuadros o flores, muy llamativas, como acostumbran las gitanas ricas. 259
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Hicieron la comedia en el bar de la Puri, adecentado para la ocasión. El bar de la Puri es como una sala de banderas. Entra todo el pueblo y sobran sillas. Los actores aparecen por un lado, dicen unas cosas muy bien dichas y se esconden tras los visillos puestos a propósito. Vienen otros –o los mismos cambiados–, dicen que no saben dónde se encuentran los anteriores, la gente grita que tras las cortinas, pero no hacen caso porque no oyen y se marchan. Vuelven a entrar, vuelven a salir. Una vez más, pues otra. Luego, aparecen dos, los más saltones, y riñen a espadas. Hasta la hora del sueño. El tío Marcelino se quedó traspuesto, con la boca abierta dirección al techo, después de pagar a la Puri la consumición bebida por otro. Le despertó el tipo aquel tocando la trompeta. Era un tipo enclenque, apenas una brizna de viento, poca cosa. Parecía mentira que alguien así de desnutrido, con los pantalones sobrantes y caídos y la cara gris y tenebrosa pudiera emitir aquellos sonidos tan delicados. Es que era la misma trompeta la que cobraba de repente vida. Hacía arabescos en el aire; subía a las montañas, alcanzaba el cielo, paseaba entre las nubes esponjosas y las estrellas, revoloteaba con los pájaros, y a su regreso mecía dulcemente la tierra yerma hasta perderse en las aguas mansas del río. Marcelino se fijó en la mirada arrobada de las muchachas, y en el respetuoso silencio de los cómicos. Y comprendió que aquel hombre chupado de la trompeta, aquel muñeco exánime, malcarado, realmente era un tipo importante, en esos momentos el más importante del mundo. Y pensó que por dentro debía de sentirse tremendamente feliz. Porque a nadie importaba su aparente fragilidad enfermiza ni el alboroto de sus cabellos entrecanos ni los burdos remiendos de su ajada chaqueta, sino que todos se le entregaban ven260
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cidos a la ensoñación de su exquisita música. Y se dijo que aquello también él sería capaz de lograrlo algún día. Cuando fuera más mayor. Porque él era cojitranco de nacimiento y esta deformidad le había hecho menguar una nalga en beneficio de la otra. Tenía que aguantar nadie sabe cuantas burlas. Y a cambio la naturaleza no le había compensado tampoco con otras habilidades. Era duro con los números y más corto con las letras. Se le adivinaba recio para el campo. Eso sí. La amanecida de la jubilación le sorprendió panza arriba con el burro mirándolo estúpido. La había cogida buena la víspera. –A partir de mañana me doy la gran vida, y ésta de despedida. Un lametazo, otro. No era amigo de licores. Prefería ponerse bajo la espita del carral e inundarse de vino en su propia temperatura de crianza. El vino cae entonces casi transparente, con un sordo rumor de catarata privada. El lo chapoteaba gozoso desde el suelo ocre de la bodega, en compañía de grandes arañas blancas y de lirones perdidos. Abría la boca, sacaba la lengua, se dejaba bañar las mejillas, las orejas, el cuello, la camisa, los calzones, el cuerpo entero. Se puso a bostezar delante del espejo completamente desnudo. Tenía un punto de barriga, la cara colorada, la cabeza grisácea y descubierta. Amoratados los labios. Buscó la boina de los domingos, la que estaba menos zarria. Se la encajó de golpe. Mejor, así estaba mejor. Todo hombre tiene que tener cada cosa en su sitio. Se dijo: “Hostia, Marcelino, si hasta pareces de capital.” Giró cuanto le fue posible para mirarse el trasero. Lo descubrió blanco, macizo, salpicado de puntitos rojos, incluso frío. Se dijo: “Me voy a dar la gran vida.” Y se enseñó los pocos dientes amarillos que aún le quedaban. 261
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Y tomó la decisión. Tenía el oído un poco duro. El señor de la tienda de los soportales de la plaza mayor de la capital le mostró el estuche de terciopelo, y le dijo: –Es tan buena que acabo de vender una al solista de la banda que además es profesor del conservatorio. –Sí que es guapa, sí. –Y ese señor es muy entendido. –Sí que debe ser entendido, sí. –Y no vea usted los sonidos que consigue. –Guapa hasta rabiar –dijo Marcelino totalmente arrobado. –Material de primera. –Pues me gusta –dijo el tío Marcelino. –Sople usted y veremos lo que sale. El tío Marcelino tomó delicadamente la trompeta entre sus manos y la acarició. Nunca nada metálico le había producido semejante impresión. Ni las puntas usadas para reforzar los maderos del tejado ni las herraduras de las caballerizas. Elevó la trompeta a la altura de la boca. Y cogió aire. La primera vez le salió como una pedorreta extraña, tibia, enfermiza, de niño tísico o monja clarisa. La segunda ya fue más sonora y cristalina, casi de obispo o de general con mando en plaza. La tercera, la tercera ya le salió en condiciones. No era el gemidito perverso de un mariquita estreñido ni tenía la voluptuosidad propia de las señoritas de condición en noche de cabaret. No. Era un solo apoteósico, un alarido espeluznante, un grito rabioso de becerra hambrienta. Se dijo: “Me la quedo”. Y se la quedó. ¡Jodido, toca! le gritaban al principio los compadres entre risas. 262
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Marcelino, entonces, se bajaba del burro, y llevándose el instrumento a la boca, hinchaba los carrillos y soltaba lo que soltaba. Luego que espantaba a pigazos, moscas y vencejos, bailaba arrastrando la pierna encogida. –¡Y ahora ponte el vaso! Y el muy tunante se colocaba el vaso sobre la cabeza y era capaz de bailar y tocar la trompeta sin que se le cayera al suelo. Se dijo : “Me voy a dar la gran vida”. Y metido entre las parideras de su casa, tocaba y tocaba hasta bien entrada la noche. Lo mismo que fueran las diez, lo mismo que fueran las once. Lo mismo que siguieran las estrellas tontas arriba como que se hubieran ocultado tras las nubes marrones de los días tristes. Las vísperas acudía de serenata a la pared del corralón de la Julia. Se apostaba enfrente y soplaba la trompeta hasta reventar. ¡Márchate, loco! protestaba desesperada la Julia, porque revoloteaban atontadas las gallinas, desperdigando el pienso y ensuciando el agua. Los conejos se ocultaban asustados bajo los fardos de paja. Y el gallo se picoteaba rabioso con los bacines y las herradas. Por más que atrancaba ventanas y portillos, la murga aquella se colaba hasta la estufa dándole jaqueca y mala voluntad. Habían sido novios, los novios. Durante tantos años que nadie poseía la cuenta. De toda la vida. Novios de compartir el felpo en la iglesia, de tomar juntos las pastas en Pascua. Los novios. Marcelino y la Julia. Pero no llegaron a mayores porque les dio el vahído: quería él echarla al monte o al granero, buscando los secretos que a una mujer hacen mujer, pero ella no estaba por la labor de que el Marcelino se los encontrase. –¡Para esas manos, puerco! Se les pasó el tiempo. 263
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Un día la Julia se puso mustia. Cosa de la edad y de los demasiados silencios. Comenzó a suspirar y a ajarse. Las noches se le tornaban largas, terribles. Encendía la bujía y caminaba en silencio y de rodillas por el desván, a veces con los brazos en cruz, a veces golpeándose frenéticamente el pecho con las manos. Le daban más de las cuatro hurgando con sus deditos por los rincones. Dejó de cuidarse cuando descubrió el nacimiento de los hilajos grises que le bajaban del cielo chupándole la piel, dejándosela acartonada y verde. Después, unas sombras extrañas se apoderaron de su cara. Y perdió la sonrisa para siempre. A Marcelino, entonces, también se le fueron las ganas. Se despertó una mañana y no se encontró. Había estado la noche al relente y con la humedad seguro que se le había menguado tanto que aparte de una linterna precisaba de una pinza para cogérsela. Medio aturdido se quedó un buen rato mirándose abajo. De repente, se sintió viejo. Estaba calvo, amodorrado, con punzadas agudas en el vientre, y medio afónico por culpa del resuello bronco. No aguantaba los picantes como antes. Ese era el síntoma. El vino, sí. El vino sí que se aguanta. Menos mal. Se dijo: “Me voy a dar la gran vida”. Volvería a cazar ranas. Pasaría, además, la vadera descalzo. Tiraría piedras a los patos azulones. Haría mil locuras. Y tocaría la trompeta. Coño, hasta reventar. Hasta que dieran las que dieran y le viniera el sueño. El pastor del señorito, llamado Jesús, que era muy leído porque había acudido a la escuela y se sabía del Quijote lo que no se sabe en la capital, escupió dos salivazos antes de culpar de la destemplanza de las ovejas al maldito gemido aquel que las impedía descansar en condiciones. No podía 264
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conducirlas a los rastrojos porque se quedaban a medio camino sin atender al zagal ni al perro. Los lechazos salían desaboridos, resecos, para doler la encía. Ni una melliza desde entonces. El cura aseguró por la Asunción, con la convicción que otorga la fe y el exacto conocimiento de las sagradas escrituras, que la oración exige un recogimiento y un silencio, que no se daba ya con tanta murga y destemplanza. Y desde el atril del evangelio –el de su derecha, o sea, a la izquierda de los asistentes– le conminó con el índice, para que todos supieran exactamente quien era el receptor de sus proclamas incendiarias, para que cesara de inmediato en semejante vicio solitario. Y Augusto, el vaquero, juró y perjuró que él no mermaba la leche, que el estruendo aquel había vuelto histéricas a las vacas, que se salían al toro estando cubiertas, que la murga aguaba la leche una barbaridad. Y encima, tampoco era bueno aquello para la remolacha, dijeron los jornaleros, porque rebrotaban los cardos y la mala hierba, haciendo de la entresaca un suplicio insoportable. Y la Puri confesó que los cafés le salían con la leche azucarada y que sabían a requesón y a cosas peores. El alcalde que era menguadito y con cara de remolacha citó al concejo, y su señora, también menguadita y única concejala, dijo: –No trabaja y da cantonadas. Algo habrá que hacer. Y el alcalde, para no contradecirla, dijo: –Pues algo habrá que hacer. Y en eso estaban. –Marcelino, que nos pierdes –le dijo entonces el alguacil, mostrándole el recado del concejo. El tío Marcelino miró el papel por derecho y por revés. 265
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Y vio que el sello estaba en su sitio. Y le vinieron unos calores desde abajo, unos de esos calores que a fuerza de aguantártelos terminan por agotarte. Y el alguacil insistió: –Marcelino, que nos pierdes, que ya eres mayor para las murgas. El tío Marcelino se volvió despacio al aparador y sacó de nuevo la trompeta del estuche. Brillante, dorada, bonita. –Marcelino –dijo de nuevo el alguacil–, que hay cosas en la vida que de tanto usarlas enferman. –Por lo menos, una vez más –dijo Marcelino compungido. –Vale dijo el alguacil–. Una vez más y que no sean dos. Aquella mañana, nada más levantarse, Marcelino se acercó al aparador y habló a la trompeta como a una vieja confidente: –Me quieren menos que los hijos que nunca tuve. Y por si la trompeta no hubiera entendido, añadió: –O sea, nada. Sentado junto al fardel, aquella tarde se le apareció el lagarto en la era. Medía la cuarta de cabeza a rabo. Era feo el condenado como un diablo verde. Estaba tieso, con la cabeza erguida. Expectante. Se miraron en silencio un buen rato. Luego, el tío Marcelino se llevó la trompeta a los labios. El lagarto se dio la vuelta y comenzó a alejarse. Pero Marcelino hizo sonar el instrumento. Hizo: uh, uh. El lagarto se detuvo en seco. Y se giró veloz. Tenía la boca abierta, la cabeza altiva. Retador. Sopló Marcelino de nuevo la trompeta: uh, uh, uh. El lagarto permaneció quieto, fascinado. Estuvieron así unos densos segundos. Después, cada vez que el lagarto iniciaba la huida, el tío Marcelino hacía sonar la trompeta. Y el lagarto volvía a detenerse. Abría de nuevo la boca y levantaba la cabeza. Y así hasta que le dio por regresar la noche. 266
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Besó con afecto Besó con afecto el anillo episcopal. Y dijo: Eminencia reverendísima: Sabe su eminencia que mi vida pastoral ha estado dirigida siempre a combatir las perniciosas habilidades del maligno para desordenar las conciencias y a devolver a las almas erradas el santo temor de Dios. No he pretendido nunca dignidades ni prelacías. Conoce su eminencia de mi absoluta dedicación, durante todos los años de mi ya larga existencia, a comprender los desasosiegos de los pobres pecadores y aliviar sus penalidades. Aunque no deba ser yo el más indicado para decirlo, tengo alguna fama de justo, según han llegado a mis oídos comentarios en tal sentido, y cuando menos pretendo serlo. Acompaño con serenidad el tránsito de los agonizantes, oriento a los jóvenes sobre las temerarias costumbres importadas de otras sociedades y combato con energía algunas prácticas que pudieran resultar ultrajantes para la amada Iglesia. Pero he aquí, eminencia reverendísima, que siento ya la proximidad de rendir cuentas de mi vida ante el Altísimo. Recuerdo a su eminencia que son muchos, demasiados e inmerecidos sin duda, los años que adornan a este su pobre siervo, privilegio que el Señor le ha conferido en su infinita bondad. Pero ahora, eminencia, debo confesarle desde el ánimo de mi inquebrantable fe, que la vigilia de la noche, los ayunos y las mortificaciones no me devuelven la necesaria serenidad de espíritu. Eminencia: necesito escuchar con más intensidad el silencio de Dios. Lejos de mí, al pretender retirarme del mundo y dedicar mis últimos días a la vida contemplativa, alcanzar las gracias infinitas que obtuvieron San Pablo de Tebaida o San Gre267
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gorio Nacianceno o la aureola de santidad de Celestino V. Tampoco espero que un córvido me aporte el sustento diario, como dice la tradición sucedía con San Onofre. Prometo además, para evitar a su eminencia dudas de conciencia, no macerarme ni golpearme el pecho con una piedra como San Jerónimo, cuya festividad del 30 de septiembre, confieso con emoción, celebro desde hace algún tiempo. Necesito escuchar con más intensidad el silencio de Dios, reverendísimo padre. Porque ese silencio se me hace lejano, incluso confuso si se me fuera permitido decirlo, aturdido e impotente como a veces me encuentro a mi anciana edad para poder comprender y perdonar las graves incursiones que efectúan algunos de mis fieles contra los santos Mandamientos. –o– Fue uno de los momentos más gozosos de su vida. Allí estaba la cueva, su última morada, la definitiva, un prodigio de la naturaleza entre riscos salvajes. El campesino que le había conducido al pie de la montaña se descabalgó. Después de ayudarle a hacer lo propio, le dijo: –Tendremos que seguir un rato a pie. Es imposible continuar con los caballos. Le costó un gran esfuerzo y bastantes arañazos. Las rodillas le flaqueaban, por lo que tuvo que detenerse en varias ocasiones. Notó que le faltaba aire. El corazón le golpeaba insistentemente. El paisaje era extraordinario. –Esta es una cueva santa –dijo el campesino en el momento de la despedida–. Pero no es la única. A dos horas o poco más están las otras cuevas. No acuda a ellas porque esas otras no son santas, señor. Ahí se celebran rituales tenebrosos y orgías indescriptibles. Incluso se comenta que 268
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hasta sacrificios humanos. Están habitadas por brujas, señor. Las noches de invierno las brujas son las que revuelven la nieve. Y cuando gime el viento, son ellas las que purgan a las ánimas perdidas arrastrándolas por los aires. Y si arrecia la tormenta y se desata el nublo son ellas las que huelen a sangre. Téngalo en cuenta. El sacerdote sonrió. –Las brujas son malas, señor –dijo el campesino–. No se ría de ellas. Dicen que hay una que puede convertirse en hombre y mujer al mismo tiempo. Y otra llora como una niña. Las brujas son malas, señor, muy malas. Más de lo que usted se imagina. Por aquí lo sabemos bien. –No se preocupe –dijo el sacerdote tranquilizándole– este es mi lugar de oración elegido. Otros hermanos, según tengo entendido, han ocupado la cueva antes que yo. Espero que el maligno tenga dificultades para acercarse. –¡No cite al diablo, señor! –se asustó el campesino– ¡No tiente al diablo nunca, señor, por estos parajes! Puede ser su perdición. –o– La cueva resultaba suficientemente espaciosa como para permitirle una estancia menos incómoda de lo previsto. El muy difícil acceso le garantizaba tanto la soledad como el abrigo contra las alimañas. Se arrodilló mirando al bosque verde y lejano. Y oró. Preparó más tarde una especie de mesita con algunas piedras, donde escribiría para la posteridad los pensamientos místicos que invadieran su alma. Y se ofreció por entero a Dios. Señor, llámame pronto a tu presencia. –o–
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Nada ni nadie perturbaba habitualmente su recogimiento. De vez en cuando el reclamo salvaje del águila reforzaba los misterios del silencio. Aprovechaba esos momentos para asomarse fuera de la cueva, como un niño al patio de recreo, y recordar sin ninguna emoción a aquel mundo del que estaba separado, ya tan lejano y tan pequeño desde la distancia, y volver a elevar plegarias de agradecimiento por el espectáculo semejante de una naturaleza en reposo tan hermosa como viva. Se dejó crecer la barba. El sol turbio de la ciudad tan ciego y vencido por el torbellino de las prisas, y tan henchido de vanidad, se convertía en un amigo dócil. La hermosura de los amaneceres se anunciaba como un reflejo aunque pálido del cielo. Dios estaba allí. Dios era el silencio. Dios era el grito indescifrable de algún pájaro agitado. Dios, siempre Dios. Aprendió a recoger hierbas y preparar brebajes. La vida, a pesar de sus carencias, resultaba maravillosa. Para no olvidarse de las festividades marianas, dispuso un control primitivo del calendario. Comenzó a alargar sus paseos por los alrededores de la gruta. Y dejó de asearse. Hablaba en voz alta para acordarse del sonido de su voz. E incluso entonaba himnos religiosos. Señor, llámame pronto a tu presencia. –o– Varios meses después, con las primeras hojas caídas del otoño, descubrió sorprendentemente que le había desaparecido ese carraspeo áspero tan molesto y con él su quejosa tos de viejo, y amainado los dolores de espalda. Que podía flexionar las rodillas. Que las rodillas se mostraban firmes.
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Los pies comenzaba a sentirlos más ágiles. Los pulmones más limpios. Su plegaria del amanecer, repetida en voz alta cada hora del día, era: “Señor, llámame pronto a tu presencia.” Y el Señor, sorprendentemente, le colmaba el regalo inestimable de una mejor salud. –o– Aquel invierno, el primero, fue dramático. La ventisca, las copiosas nevadas, el furor inaudito de una naturaleza destinada a romper el mundo le impidieron durante muchas semanas salir al exterior. El golpe de las rocas al chocar entre sí, sonaba con la misma intensidad que los cañonazos de un ejército experimentado. Una cortina de hielo tapió la entrada de la cueva. Sintió la tremenda desnudez de la soledad por primera vez. Comenzaron a pesarle las horas. Las yemas de los dedos se le volvieron ásperas de frotar con intensidad las cuentas del rosario. Postrado de rodillas y con los brazos en cruz ansiaba la respuesta de Dios. Dios se halla en todas partes, ciertamente, pero el rastro de su silencio parece perderse ahogado por la violencia desapacible de la naturaleza. Resultaba penoso esperar encarcelado allí dentro. El encierro enturbia los pensamientos. Las sombras deforman las imágenes. ¿Qué estaba haciendo mal? Porque si mejoraba físicamente –cada vez se sentía más ágil, ya no se tambaleaba al andar, y la voz había recobrado el tono juvenil, firme y sublime de sus primeras pláticas de sacerdote recién ordenado– era que igual Dios le empujaba a desmadejarse la vida. 271
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Pero ¿por qué? La existencia humana realmente es todo menos apacible, es una selva de pasiones donde los pecados que ciegan la luz hay que tajarlos con el machete de la fe. Y esto lo sabía porque en cada confesión –había permanecido en el confesionario más de la mitad de su larga existencia– sentía cómo la fe transforma la espina de un pecado perdonado en la flor maravillosa de una esperanza. Necesitaba emprender alguna actividad que le aliviara el desasosiego de aquellos momentos de encierro. Porque los pensamientos, en su emoción, estallan nerviosos en la soledad, abriéndose en preguntas que alteran la necesaria paz del espíritu. –o– La eternidad, ese es el problema. ¿Cómo imaginarse una vida sin tiempo? La inacción. La luz cegadora que convierte la nada en todo. ¿Cómo responder a ese misterio sin hundirte en la congoja? ¿Cómo olvidarse de la condición humana, finita, torpe, para trascenderse? ¿Cómo ser roca siendo a la par sentimiento? Alguna vez, allá en su lejana juventud, cuando la visión de la constelación de estrellas convierte la sabiduría en ignorancia y la firmeza en flaqueza, se había dado en suponer que Dios en su infinita bondad había dispuesto la eternidad como un tránsito de caminos. Una sucesión de vidas después de la vida. Una especie de laberinto de caminos entreabiertos, donde cada hombre puede corregirse la vida descubriendo lo que hubiera llegado a ser de seleccionar otras opciones. Pero ¿cuántos caminos? Tantos como sean necesarios hasta limpiar el alma de la malsana soberbia. Tantos como granos de arena caben en el cuenco de una
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mano. Y si alguna vez se vaciase ese cuenco aún quedan para rellenarlo de nuevo la inmensidad de las dunas del desierto y las miles de playas y los lechos arenosos de los océanos. Lo imposible. Lo inabarcable. Lo infinito. La vida es una continua sucesión de incertidumbres. Se sobresaltó. ¿Y si ese fuera el pequeño juego del Dios del amor? ¿Y si todo fuera un juego? Dios suelta a los hombres en un mundo finito y agreste para que experimenten en sí mismos la desnudez terrible de la humildad y la aspereza ingrata de la soberbia. Si falta una no se completa la otra. Indescifrable dualidad. Dios ama a los perdedores. Cristo muere humillado. Cristo es rey. Cristo muere negado. Cristo es lo sublime. Cristo es tentado. La humillación y el desprecio es lo que dignifica a las personas. ¿Por qué, de repente, le había dado por pensar esas cosas? ¡Dios mío! ¡Qué locura! ¿Por qué le había dado por pensar eso? Señor, llámame pronto a tu presencia. –o– Llevaba más de cincuenta años de sacerdote. Había tenido posibilidades de hacerse con alguna canonjía, pero vocacionado como estaba para el suministro del perdón fue desestimando una a una cuantas propuestas le fueron hechas. En la medida que les es permitido, la mayoría de los sacerdotes evitan el turno del confesionario. Por cansado, duro, violento y desagradable. Pero para él, sin embargo, ése precisamente era el fundamento de su vocación. Se había ordenado sacerdote para participar la esperanza de Dios a los pecadores. Recordó el momento en que presa su conciencia de una 273
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duda que le impedía dormir, decidió renunciar a su traslado a la catedral. Ahora se imaginaba lo que hubiera sido su vida de aceptar el nuevo puesto. Hubiera llegado a deán de la catedral, sin duda. Y como consecuencia, unos pocos años más tarde, a vicario de la diócesis. Y de allí a obispo. Y de obispo a... Vidas, cruces, opciones, incertidumbres. Hubiera dejado de participar a sus feligreses del sacramento de la penitencia. ¡No se había equivocado en la elección! Precisamente ahora, como refuerzo de esta convicción, la imposibilidad de poder dispensar a otros la bondad y magnificencia del Señor comenzaba a producirle un amargo desconsuelo. Cada día que pasaba se encontraba más sano, incluso más fuerte y vigoroso. Y muchísimo más ágil. La barba oscurecida por momentos presagiaba el retorno a una nueva y extraña juventud. Pensó con cierta inquietud en las tentaciones del maligno. ¿Acaso era el maligno el que le empujaba a desandarse la vida? Sintió de repente una congoja profunda. A veces los vientos salvajes pretendían confundirle desatando imposibles voces lejanas. Había supuesto su estancia en la gruta como muy breve. Pero el fantasma del tránsito definitivo parecía alejarse cada vez un poco más. ¿Y si le quedaran años, incluso muchos años de vida? ¿Acaso aquello no podría ser un castigo del Señor por su egoísmo al alejarse de donde era necesario? Los pensamientos confusos, se dijo en voz alta, conducen a visiones apocalípticas. Tendría que centrarse en algo, buscar una ocupación que le devolviera la calma. Cogió papel y lápiz. Conservaba una excelente memoria para recordar la can274
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tidad de escabrosas pasiones escuchadas en el confesionario. Podía colocar cada una de ellas en su momento y voz adecuados. Señor, llámame pronto a tu presencia. –o– Los primeros ramalazos del sol de aquella primavera fundieron el hielo. El calor produjo la eclosión de la vida animal. El mundo era como una alfombra que al desenrollarse muestra una sinfonía deliciosa de colores. Dio de nuevo gracias a Dios y le interrogó con cierta presunción acerca de su muerte. Llegó el verano. Metódico, continuaba día a día con la tarea de escribir. Realmente los pecados, aislados de su contexto, son simples sucesos que pueden describirse con una frialdad insultante. Muchacha de dieciséis años, aborto sin medidas higiénicas. Padre de familia con cuatro hijos, adulterio. Párroco de pueblo, simonía. El nuevo invierno fue más benigno que el anterior. Y el siguiente. Desconcertado porque cada vez se encontraba más sano y fuerte, se entregó con ahínco a plasmar su trabajo. El caminar por los atajos cercanos a la cueva había perdido la emoción de los primeros días. Pocas cosas nuevas había que descubrir. Quería morir. Ansiaba abrazarse al Jesús de la samaritana, al Hombre que había roto las tinieblas del mundo redimiendo a la humanidad. Dios si le mantenía vivo era porque, para sus desconocidos planes, de algún modo precisaba de su concurso. Tuvo la intención de abortar la experiencia y de reintegrarse de nuevo a la vida sacerdotal. Igual ese era el mensaje de Dios. Ya que él no había tenido tentaciones profundas 275
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ni sueños tenebrosos, ya que jamás pasiones enfermizas se habían adueñado de su ánimo, ya que nadie podría hablar de él como de un hombre injusto, antes al contrario, Dios le perdonaba la ancianidad para que retornara a la civilización como ejemplo espiritual de una vida sin mácula. Señor, llámame pronto a tu presencia, pero hágase tu voluntad. –o– Aquel nuevo invierno resultó el más terrible de todos. Era como si las fuerzas de la naturaleza necesitaran mostrarse en todo su poder. Viento, lluvia, relámpagos, truenos que rompían el mundo, granizo, nieblas espesas. Los cuajarones de nieve llegaron a doblar las ramas de los árboles. Una alud impresionante le dejó prácticamente a oscuras durante mucho tiempo. Preso en una cárcel natural, enterrado en vida en un sepulcro inaccesible. huésped de un alojamiento inhóspito, intentó durante días la apertura de una rendija. Tenía las manos heridas y los ojos desorbitados de escudriñar en la oscuridad, cuando al fin atisbó un débil hilito de luz. El mundo no se había acabado, existía, vivía. Por fin, con grandes esfuerzos, concluyó la difícil tarea de recopilación. Ese iba a ser su equipaje ante Dios. ¡Señor, mira lo que he hecho en esta vida por ti! En aquellos papeles figuraban recogidos todos los pecados perdonados por él en el transcurso de su ministerio. Pero ¿cuántos? A modo de epílogo, inició su recuento. Ya estaba próximo a la conclusión cuando, de repente, le asaltó con una violencia inaudita un pensamiento confuso. En aquellos folios estaban recogidos los pecados de los otros, pero ¿y los suyos propios? Se sobresaltó. ¿Dónde estaban reflejados sus pecados? ¿Cuáles eran sus pecados? 276
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¿Cuántos? Aturdido, descubrió la llegada del deshielo por el rayo de luz filtrado por una oquedad de la gruta. La luz al estrellarse en el suelo tomaba formas de hostia multicolor. Dejó por unos momentos los papeles y alzó la vista. Efectivamente, ¿cuáles eran sus pecados? Intentó recordarlos. Se golpeó el pecho. Se hirió el rostro hasta hacerse sangre. ¿Acaso se le habían olvidado? ¿Era posible que recordase los ajenos y olvidase los propios? ¿Era posible que no recordarse ninguno? ¿Era posible que no tuviese ninguno? Y lo comprendió. ¡El Dios del perdón ama a los pecadores! ¡Y él no era un pecador! ¡No tenía ni un solo pecado que perdonar! Cayó de rodillas al suelo. ¿Y si fuera esa la causa de su olvido? –¡Señor, llámame pronto a tu presencia! –clamó desolado, antes de echarse a llorar desconsoladamente. El silencio de Dios le parecía ahora más profundo y severo. Preso de una ansiedad extraña, se sintió por momentos espiado, como si unos ojos misteriosos le acompañaran ocultos en algún recoveco de la cueva. Se dio en buscarlos. Seguro que estaban en alguna parte. Caminaba nervioso de un lado a otro, tanteando las paredes, hurgando con las uñas en el suelo. ¿Era la soledad? ¿Era el silencio? ¿Dónde estaba Dios? –o– Un sonido algo lejano, de repente le sobresaltó. Los ramalazos del viento que acompaña a las tormentas
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generaban a veces silbidos extraños, que semejaban en ocasiones voces terroríficas cuando no gemidos casi humanos. Recordó las advertencias del campesino. Era imposible que en aquellas circunstancias nadie pudiera aproximarse. Sin embargo, aquello parecía un sollozo. Estaba desconcertado. Se acercó a gatas, desesperado, como un animal nervioso, a la entrada de la cueva y ajustó su cara a la espesa pared de hielo. ¿Se estaba acaso volviendo loco? ¿Era una voz o un grito salvaje? Aguardó conteniéndose la respiración. El gemido aquel parecía cercano. –¿Quién anda ahí? –gritó. Luego, comenzó a hurgar en la cortina... Y una voz femenina contestó desesperada: –¡Socorro, socorro! ¡Ayúdeme! ¡Me he perdido! –o– En el telediario de aquella noche, el locutor anunció la triste noticia. Un importante alud había sorprendido a una expedición de aficionados a la montaña, salvándose providencialmente de una muerte segura todos menos una atractiva muchacha en la flor de la vida. La fotografía que ilustraba la noticia hacía justicia a la belleza de la joven. No se había encontrado su cuerpo. No se sabía nada de ella. Lo más probable es que la pobre muchacha hubiera sido sepultada en un barranco. Proseguirían las acciones de búsqueda dentro de dos o tres semanas, cuando las condiciones meteorológicas mejorasen.
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Decido embarcarme en un submarino Decido embarcarme en un submarino del tipo Balao americano, de la II guerra mundial. Es un lugar original, lo reconozco, pero ya tengo esa edad en que el resquicio de luz apenas se asoma por debajo de la puerta y alguna vez todo hombre debe seducir a su estrella en la mansedumbre del charco. Me cruzo con el cobrador del parking. Camina receloso, como si el vacío de sus noches le arrancara la vida. Comprendo de repente que se ha vuelto viejo, tan viejo como las rocas que frenan indolentes al mar o los castigos silenciosos del desván un desapacible día de otoño. Y me asusto. Todo en él se enreda importante. Disecciona sin emoción los tickets en su garita de cristal, equivocándose a menudo en el cambio. Se le rebelan las monedas: no quieren alinearse ni agruparse en montoncitos. Las confunde. Se le escapan por los sumideros que conducen a la playa. Discute con ese pobre hombre al que le tiemblan las manos. La respetable señora del chihuahua enfermo eleva demasiado la voz. “¿Ven ustedes?”, dice, “me ha condenado a la segunda planta como si no hubiera nunca una primera”. Se justifica y sus mismas palabras le hieren. Irascible, confundido. Mal síntoma. Se ha vuelto jugador de naipes trucados. Se ha vuelto viejo y el mapa de las ausencias hace reflejos siniestros en su rostro. Necesita oxígeno. Esconde el bocadillo en un periódico atrasado que cuenta historias que se agotaron hace tiempo o que nunca 279
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fueron historia, resultados de partidos que nunca se jugaron o sucesos que nunca sucedieron. La criada de la casa de los señores del automóvil de lujo también se ha dado cuenta de la desafortunada aceleración de su tiempo. Dice: –Este señor ha dejado de mirarme como me miraba antes. Y eso no está nada bien. Debería haberme avisado. Nos conocemos desde hace años. El cobrador es un hombre bueno. Ha cruzado muchas veces las esquinas de mi calle. Y aunque no nos hemos dirigido nunca la palabra y ni hemos intercambiado jamás un saludo, misteriosamente me hace esta vez una seña, y en un aparte me muestra la foto de su chica que ha recortado con esmero de un calendario. Baja los ojos humilde. Me dice: –Intuyo que usted prepara su fuga hacia la libertad, señor. Quiero participarle que ella y yo también necesitamos ser libres. Miro con angustia a un lado y a otro. Su compañía puede perjudicarme. Alguien puede escuchar sus palabras. Alguien oculto detrás de un árbol. El paseo está lleno de músicos ambulantes que hacen como que tocan instrumentos de cuerda, de gente que lanza pelotas de goma a sus perros, de menesterosos arrodillados con carteles en el suelo, de ciudadanos de mirada triste que recelan de la sonrisa de los otros. Hay una turista que fotografía un efebo y gira su objetivo hacia nosotros, buscando un encuadre imposible. Me retiro unos pasos para evitar que me enfoque. Es sospechoso hablar en medio de los jardines. La delación es una tarjeta de visita. Intento cautelosamente separarme de su lado. Pero el cobrador me dice: –Acompáñeme, por favor, señor. No tema nada. Soy una persona decente. Sea indulgente conmigo. 280
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Estamos cerca de la estación. Por el altavoz se anuncia la salida del expreso de Madrid. Nos miramos. Sospecha que un hombre de gabardina le viene siguiendo envuelto en sombra. Que aquel joven descalzo que disimula en la barandilla es en realidad un aventurero que pretende sujetarle los sueños. –Llévenos con usted, señor –me suplica luego, de repente. Es una pretensión inconcebible. Intento demorar la respuesta. Disimulo. No quiero molestarle. Alguien puede haber captado sus palabras, comprometiéndome. Qué difícil es conocer lo que saben los otros de uno mismo. –El río tiene un calado inferior a 5,2 metros –le digo entonces, amagando una disculpa convincente–. El submarino cuando emerja en la desembocadura aguardará sólo unos minutos para no embarrancar en la arena. ¿No lo comprende? Asiente humilde con la cabeza. Tiembla en sus manos la foto de la revista; me implora que se la cuide. –No la rompa, señor –me dice compungido–, estoy enamorado, sólo tiene veinte años y a mí se me acaba la vida. Sesenta son muchos años para desengaños y nuevas adversidades. No lo soportaría. A la altura del primero de los puentes se asoma ya la torreta camuflada del submarino. Estoy casi a un paso de cambiarme el sueño. –Señor –me implora–, si constituyo una carga molesta para usted, le quedaré muy agradecido si alienta por lo menos de libertad a mi chica. Y anuncia mirándome nervioso a los ojos: –Ella le ayudará, se lo aseguro señor, a buscar los rápidos y Nueva Orleans, los campos de algodón y la lombriz de281
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voradora, las carreteras perezosas que sestean holgazanas, la sombra bajo el porche de roble americano. Y añade: –Con un torpedo de 533 milímetros le romperá definitivamente el pasado. Nada de lo que fue usted le enturbiará lo que quiera ser en el futuro. Intuyo que la gente al cruzarse nos mira ahora todavía con más prevención. Somos dos soledades que molestan. Estoy incómodo. El hombre se sujeta a mi chaqueta. –Soy incapaz de cerrar los ojos –me confiesa en un alarde de extrema sinceridad–. Si los cierro ¿cómo sabré cuándo acaba la oscuridad? Tiene miedo de que alguien precinte la luz. Tiene miedo de que se instale para siempre en su cerebro la tormenta. –Soy un animal de luz –grita desesperado. Y sin soltarme, añade: –Le suplico a usted como nunca a nadie lo hice antes en mi vida. Confiesa sentirse incapaz de alquilar una habitación en un hotel rural y llevarse allí a su chica. –No me dejarían amarla hasta el final, pero la necesito. Lo comprendo. Presiente que alguien con malas artes intenta robarle la foto. Alguien en un Mercedes, a la salida del cine de madrugada. –Diez minutos –convengo entonces casi como un acto de compasión por mi parte–. Diez minutos antes de que cambie la marea. –Gracias –susurra humildemente, como un animal doméstico agradecido por las migas de pan mojado que recibe de su dueño. De repente parece más jovial. Son sus ojos los que reciben alegres la propuesta. Es otro hombre. Dice: 282
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–Nadie necesita consumir diez minutos para ordenar su equipaje. Hablo con el capitán del submarino. Es un mejicano que ha comprado el título en un puerto perdido de Portugal. Ha navegado por tantos mares que desconoce ya lo que es dormir en tierra. Nunca abandona el puesto de mando. Le muestro mi boleto de fuga, mi pasaporte trucado. –¿Y el compadre? –me pregunta. –Está cerrando la garita –le digo–. Yo tengo su chica. –Pues que se ande no más con cuidado. La chica de uno no es bueno que la cuide otro. Y menos si es bonita. Guardo la foto en una carpeta azul. –Tenemos que ser puntuales –me dice–. Si la policía se entera puede confiscarme el submarino. Desenrolla con habilidad el portulano. –Hay una roca varada en el centro que no la pueden explosionar porque se caería el monte cercano. Si la marea baja nos será imposible esquivarla. –Diez minutos –digo–. En diez minutos estará aquí. El oficial del puente viste una camisa gris y galones en las hombreras. Es un hombre serio, de rostro severo y ademanes rígidos. Está acostumbrado a que le obedezcan. La disciplina es necesaria. Hace sonar su silbato. No aguanta insubordinaciones ni faltas de respeto. Me dice: –Sígame. Me tropiezo en el angosto pasillo con los marineros. Son tipos inexpresivos que se cubren con una sucia camiseta. Hace un calor horrible. Me señala el camastro. –Este es su sitio. Deje aquí el petate y ordene sus cosas. Pego con chicle de menta la foto de la chica. Me tumbo sobre la manta marrón. Escucho cómo crujen los muelles oxidados. El oficial me dice: –Las primeras horas son las peores. Uno siente la falta 283
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de oxígeno. Necesitará salir a la superficie para abrir la boca como un pez. Y añade antes de despedirse: –Pero nada hay más placentero en el mundo que sumergirse en el mar para descubrir al emerger lo hermoso que es poder contar de nuevo las estrellas. La chica es maravillosa. Cuando termine Derecho opositará a Notarías. Se irá a un país centroamericano a cultivar cafeto y miserias. Lo pone el pie de la foto. Contemplo su camisa blanca abierta, siento la suavidad de su piel, el dibujo de su cuerpo liviano. Cuando rozo sus mejillas sedosas se me insinúan sus labios. Descubro con aspereza su necesidad de amar. Miro el reloj. Los motores del submarino comienzan a aporrear las mamparas. Pronto saltarán los tornillos por el aire. Pronto este cigarro de hierro penetrará en la oscuridad navegando hacia el futuro. Intento ordenar mis pensamientos. Sacudiré el polvo de mi chaqueta y tiraré mis viejos zapatos al mar. Ansío arribar a ese lugar donde no se cierran las puertas ni se ciegan las ventanas con cortinas opacas. Donde el más allá está tan próximo que lo alcanzas con las manos. Me sumo en un profundo letargo. Las imágenes que pretendo abandonar intentan frenarme amontonándose delante. Parecen cadenas que se abrazan a los norays para impedir que el barco avance. Uno de los marineros se me acerca visiblemente compungido. Algo inesperado ha sucedido. Está nervioso. –Suba –me ordena. El reclamo enfermo de cubierta me sobrecoge. Ha sido un grito salvaje que ha ahogado el ruido de los motores. Escucho el aviso urgente a la tripulación. La llamada fre-
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nética de guardia. Hay pasos agitados, voces descontroladas. Abren la escotilla en lugar de cerrarla. Asciendo como puedo por la estrecha escalerilla de hierro. Lamentablemente, la ambulancia ha cazado a alguien en el paso de cebras. Alguien que venía corriendo como si se le escapara a borbotones la vida. Una esquiva inapropiada, maldito guiño estúpido del semáforo. Cuerpo caído, sangre, tumulto. El chófer, un joven universitario movilizado, se mueve nervioso y se excusa sin palabras. Grita: era una emergencia, hice sonar el claxon. Hizo sonar el claxon. Sonó el claxon. Destellan todavía las luces. Cubren el cuerpo a la espera del juez. Queda una maleta condenada en medio de la calle. El cobrador yace reducido a aserrín empapado de sangre. –¡Pobre! –exclamo. –¿Pobre? –se interroga el mejicano– Ya se hizo con la libertad. Nadie podrá atarle ya a otras cadenas. Pienso en la chica. En su infinita soledad. Me quedo con su foto para siempre. Me enamoró de ella para siempre. Me tumbo de nuevo en el camastro, pero esta vez me siento desolado. Ella, de repente, me dice temblando: –Hazme un huequito a tu lado. La abrazo en silencio. La atraigo despacio. Insiste : –Nunca te diré no, créeme. Tengo la cabeza dolida, sumida en un mareo permanente. A media tarde presento a la chica a la tripulación. El cocinero, un polaco gracioso, brinda con champagne.
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¿Qué puede hacer un hombre como yo dentro de un submarino americano de la clase Balao en un río sin agua? La chica insiste: –Nunca te diré no, créeme. Hazme un huequito a tu lado.
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UNA CONTRA DE DEFENSA
Una contra de defensa A eso de las cinco de la mañana, con el espanto lejano del primer grajo, diez kilómetros sin descanso, a buen ritmo, para quemar los sollozos y los malos olores de las alcantarillas y amordazar los temblores de un pasado agujereado por el vértigo de todos los vicios y con el recuerdo permanente de esa maldita hambre que una vez que te atrapa es como el carburo: no se despega jamás. Luego, ducha de agua fría, pesas, masaje, paseo. Y otros diez kilómetros, hasta que escupes las entrañas y caes en la cuenta que el silencio es la única compañía que no bosteza al escucharte. Treinta días después había mejorado en resistencia. Era capaz de contemplar un vaso de vino sin echarse encima de la botella. Pero se sabía todavía blando, porque el cuerpo vuela más despacio que las ansias. También las náuseas habían desparecido e incluso podía caminar recto, manteniéndose en equilibrio por la línea blanca pintada en el antiguo corralón de las vacas. Sonreía como una persona. Buen síntoma. A los cuarenta días alcanzó por primera vez las inmediaciones de la cruz del penacho descarnado, que rompe la monotonía del páramo, sin partirse las rodillas. Y lo más importante, había resistido las protestas de una voluntad débil y rota, destrozada por las humillaciones. A los sesenta comenzó a convencerse de que el mayor pecado de la vida es la vergüenza de haberla vivido. Aguantar siete asaltos, siete. Miraba a la cruz de frente, aunque tuviera que clavar las uñas en los tabones ásperos de la tierra y tragarse el orgullo para superar un último obstáculo en forma de muralla natural de piedras calizas, como diciendo, 287
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te voy a alcanzar, crucecita del alma, sé que soy pura escoria, compadre, pero no estoy acabado del todo. He lamido suficiente mierda como para perderme en más amarguras. Voy a dar algo de calor a tus hierros oxidados para que te enteres que he subido y te aseguro, por mis cojones, que ese tipo no me mata de esta, como a ti no te mataron aunque fueras muerto. Me enviará al hospital, me partirá la cara, lo que quieras, pero no abandono ni siquiera al octavo, te lo juro. Por estas. ¿Sabes? Necesito sobrevivir. La cruz estaba allí. Con el Cristo colgando. Vieja, oxidada, olvidada por alguna antigua promesa. ¿A quién cojones se le ocurre colocarla donde fuera de las moreras y los cardos no hay más que piedra y cansancio? Sobrevivir. –o– Uno ochenta largo de estatura, ciento dos kilos, Tigre García, más de veinte combates serios, más de veinte victorias, todas antes del límite, todas como profesional. Luego, la vergüenza. Un paquete. Un tipo acabado. La sopa de caridad. Una piltrafa. Un armario apolillado para los que recogen desperdicios en las basuras. José García, Tigre, sabía lo suficiente de sufrimientos como para disertar acerca de los enloquecimientos mentales que suceden cuando se apaga la lucidez. Cómo abrasan los fracasos y cómo duelen las miradas indiferentes de los que ahora te excluyen de sus fiestas. De las penalidades de quien se las busca. Se había arrastrado por los despachos de la media docena de organizadores de peleas, suplicando ese 288
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punto de apoyo que se necesita para sacar la cabeza fuera del agua. En todos, la misma respuesta: acabado, punto, en otro momento, campeón, y a la mierda. Vuelve dentro de un año, cuando el aliento de la mala vida se disipe y huelas a menta. Que pase el siguiente. Y siguientes por desgracia hay tantos como cartones abandonados en el mercado central. Su última victoria, un fibroso negro de mandíbula blanda y piel embetunada, había tenido lugar hacía ya una eternidad de años. ¿Quién lo recuerda? Fue una victoria humillante. El negro tenía los ojos desorbitados y el pulso temblón del miedo metido en el cuerpo. Lo cazó. Tres veces en un asalto. Fue demasiado fácil. La magia de la sangre. El rumor de la gente. Se ensañó con él. Lo destrozó como si la carne del negro oliera putrefacta y él fuera una hiena atracándose a dentelladas. Fue como aplastar un mosquito piojoso en la pared. El pobre negro buscaba desesperado el abrazo, ahogando su impotencia en una mueca estúpida. Suplicaba el perdón que nunca se otorga a los menesterosos. También necesitaba comer. Lo castigó sin piedad durante un minuto interminable. Una carrera meteórica. Llamado a escalar las cotas más altas, portada de revista deportiva. Bien parecido, complexión perfecta, excelente juego de piernas. Rápido de manos. Una izquierda recta y punzante y una derecha poderosa. La defensa voluntaria del título conlleva una buena bolsa. A partir de entonces, lo de siempre. Las noches inacabadas. Los amaños de los combates de preparación. Y uno último de exhibición. El contrario, un viejo barril de grasa, un peleas triste, camionero de profesión, sparring en ratos libres, apenas sabía moverse por el ring. Corría a la 289
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desesperada, con sus pies planos intentando despegarse del chicle de los botines. Y al cansarse se recostaba en las cuerdas esperando la avalancha de golpes. Tigre no necesitaba cubrirse. Tigre ahogaba al otro en el rincón. Tigre soltaba una ráfaga que en otro momento hubiera sido letal. Pero Tigre sorprendentemente besó la lona por primera vez en su vida. Sucedió. Fue un golpe seco. Un golpe perdido. Una contra de defensa. No tuvo reflejos para la esquiva. Su mente, aturdida por las noches largas y las entregas fáciles, flotaba fuera del recinto, en otras alcobas. A falta de aire, la ausencia de entrenamiento convirtió su cuerpo en el destinatario de los aleteos del viejo. El camionero movía los brazos como si fueran las aspas de un ventilador de burdel, más asustado y temeroso que otra cosa. Tigre cayó una segunda vez. Y se desató el escándalo. Desde entonces sólo una docena de combates, perdidos sin dignidad. El último en unas fiestas de barriada donde se presentó borracho. Acabado y en la ruina, inadaptado de diez profesiones, expulsado de la pensión por falta de pago, mendigo bajo el sotechado del mercado de abastos. –o– La casona erigida como una seta gigantesca en la soledad del páramo, al abrigo de un peñasco, donde los inviernos fríos son menos duros que los abrasadores veranos. Y donde el viento arremete con un furor increíble golpeando contra las ventanas mal ajustadas y la puerta. Abandonada a la intemperie por los últimos camineros del lugar, llevaba cerrada unos cuantos años hasta que Lagartija la heredó de un pariente que le hizo la manda. Pensó el día de la posesión que asentarse allí era como enclaustrarse en un convento cartujo. Aire sano para cuerpos rotos. 290
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Un atajo de polvo y piedra descarnada, sin asfaltar, permitía el acceso del cuatro por cuatro del pellejero, un trashumante de pitillo apagado en los labios, con un pilón distinto en la romana así fuera para comprar o fuera para vender. El primer día que les vio acercarse a la casona, se hizo al páramo y les dijo: –Soy el mandado. Puedo acarrearles lo que gusten ustedes. Todo menos mujeres. Aquí las mujeres son recias pero no se atreven más allá de la ermita porque hay mucho lobo. Y algo de jabalí y dicen que hasta un oso. Y al darles la mano, preguntó: –¿Quién es el campeón? –Este –dijo Roberto señalando a Tigre. –¿Esto? –preguntó confundido el mandado, viéndole tan arruinado. Tigre buscó cobijo entre sombras que ocultaran la vergüenza. Conservaba el rostro repleto de las cicatrices a las que a veces condena la vida; los ojos sin apenas fijación. –¿Y dónde lo han encontrado ustedes? –preguntó de nuevo el hombre. –En el mercado central. –Supongo que dentro de un contenedor. –o– La cruz estaba allí, con el Cristo de hierro clavado con un brazo medio colgando y la mano rota y las espinas de la corona descubiertas. Sobrevivir. ¿Sabes lo que es eso? ¿Eh, tío? Sobrevivir es que no te pateen el hígado cuando duermes en el suelo ni que te desprecien por borracho. Que no te quemen el cartón que te sirve de cama ni que te orinen en las mejillas. Y que no tengas que sonreír casi implorando clemencia. Tú sabes de esto tanto como yo, compadre. Porque eres perdedor, tan per291
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dedor como yo, te lo recuerdo. Y si has aguantado veinte siglos, cagüenlaputa, ¿cómo no voy a aguantar yo veinte minutos? Y si no me sostienen estas rodillas, que hasta hace unos días eran de cristal, vete pensando lo que haces, tío, porque te pediré ayuda y no podrás negarte, que al fin y al cabo somos colegas en esta vida lo suficientemente cabrona como para no deseársela a nadie. Porque antes de caérsenos los brazos los hemos tenido ambos bien altos. ¿Recuerdas tu entrada gloriosa en burro?, porque yo sí me acuerdo de los deportivos con tapicería de cuero, y de las colonias y de los potingues. Ese es mi objetivo, ahora, siete asaltos que dejen asombrados a los romanos del circo que buscan carnaza. Siete que sirvan para garantizarme pan y cama para que el próximo invierno no sea peor que el anterior. El suelo duro rompe la espalda. Y los sollozos del compadre que se te muere en sueños hielan más que las ventiscas de las alturas. Sin exhibiciones, sin gilipolleces, siete, amigo. Sin escaparme. Sin perderme como un cobarde por las esquinas. ¿Me entiendes? Quiero salir adelante, ¿te enteras? Si me caigo, me levantas, coño, aunque también te fallen las fuerzas y digas que no puedes, porque yo también acudiré en tu socorro si de nuevo te lías a bofetadas con los putos judíos esos o Herodes o los miles de mercaderes que se apropian todos los días de tu nombre y con tu nombre negocian. Siete. No aspiro a más. Quiero simplemente sentarme en un banco del paseo a contemplar la locura de los pardales esperando que alguien un día se acerque y me diga: Tigre, cojonudo lo tuyo, supiste emerger de la mierda, ¿quién iba a decirlo viéndote tan apestoso tirado en la puñetera calle? Y si ese alguien es un niño con ojos de esperanza, pueda decirle: chaval, que la vida es una gaseosa que va perdiendo 292
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fuerza a medida que las cosas se te niegan y los problemas te acojonan. Los sentimientos enferman, sube a donde está la cruz y dile de mi parte al tonto de ahí arriba que está muy bien devolverle la oreja a un tipo, y encima curársela, pero que a veces también hay que saber sacar las manos a tiempo, puntear con la izquierda y soltar un buen directo a la mandíbula para poner las cosas en su sitio. Y si tienes que fajarte cuerpo a cuerpo, te fajas como un hombre y ya está. Que todo es mejor a que te cuelguen por los huevos por diversión cuatro chulos de cabaret que cantan peor que las coristas. O que te mate el hambre. Pero si ese alguien que quiere cháchara conmigo precisamente es un condenado al que nadie jamás ofreció otra oportunidad, antes de dejarte matar de nuevo te pasaría mi mano por el hombro y te diría: colega, vamos a contarnos nuestras miserias, pero sin llorar por ellas, eh, que bastante han llorado nuestras madres por nosotros. Bueno, la tuya, que yo a la mía apenas llegué a conocerla. –o– Cuando Joe Lagartija lo encontró convertido en un ovillo casi informe al pie de una de las columnas del muelle de descarga, estaba tan acabado que tardó unos cuantos minutos en reconocerlo. Tigre sonrió al tipo aquel que le molestaba el silencio, como pidiéndole que no le llevara otra vez al celular como a las chicas de alterne que agilizan carteras a los viajantes sebosos, porque regresaría de nuevo sobre sus pasos al carecer de otro lugar donde acudir. Pero Joe Lagartija le zarandeó violentamente, y le dijo: –Venga, idiota, que tengo algo para ti. Tigre le miró desde abajo, y le pareció que aquel tipo era demasiado alto para ser una persona normal, que es mejor morirse que despertarse, y tumbándose de nuevo boca 293
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abajo se tapó con la manta de periódicos. Joe Lagartija le dio la vuelta con el pie, sin ninguna consideración, como si empujara un perro muerto, y le dijo: –¿Me conoces? Tigre no le hizo caso. El cielo desde el suelo no es más que una niebla espesa que enturbia la vista. –Mírame Lentamente se volvió a mirarle. –¿Sabes cómo me llamo? –insistió Joe. Tigre sonrió y el hedor, una bocanada de leche ácida, hizo casi vomitar a Lagartija. El mendigo acertó a decir casi en un susurro: –Tú eres Joe y yo soy Tigre. –Eras. Ahora no eres nada. Ahora no tienes ni carné de hombre. Basura. No sé si das lástima o asco. ¿Qué has hecho con tu orgullo? ¿Se lo han comido los piojos, desgraciado? Tigre sonrió, torciendo la cabeza como ido. –Los piojos, sí. Me han comido los piojos. –Imbécil –le dijo Joe, castigándole con fuerza los riñones–. Eres una piltrafa. Lo más sensato es que me fuera de aquí. Pero quiero darte una oportunidad. –Déjame en paz. –¡Levántate, idiota! Joe Lagartija le propinó un soberbio puntapié que Tigre acusó. –¡Hijo de puta! –protestó éste, aleteando una mano como si quisiera espantar una de las moscas verdes perezosas que le rondaban– ¡Déjame en paz! Eres un mal hombre. Eres malo, muy malo. El peor de todos. Un mal hombre. –Lo sé. Levántate. Tigre se dio la vuelta como si nada fuera con él. –No me hagas perder más tiempo –le dijo ásperamente 294
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Joe Lagartija–. Necesito un tipo como tú. Pero ya veo que estás acabado para siempre. ¡Pensar que te hice campeón! Eso me pasa por confiar en mierdas. ¿Qué queda de aquel que sacaba la izquierda recta, colocaba como nadie los codos y no le importaba intercambiar dinamita? Te hice campeón para esto. Me dejaste tirado en la estacada. Venga, levántate, coño. Tigre sonrió de nuevo como un bobo mostrando sus dientes amarillos. –Yo fui campeón –dijo medio sonado–. Tengo el cinturón en casa. –¿En qué casa, desgraciado? –Puedo tumbar a cualquiera todavía con los puños –dijo moviendo las manos–. Puedo romperte las costillas si quiero –dijo tartamudeando. –Venga, vamos –le dijo Joe–. Ponte en pie. Estás borracho. –¿Sabes? Puedo tumbarte aquí mismo. –Inténtalo y te pateo el culo, desgraciado. –Mi derecha es terrible. ¿Verdad que es terrible? –Sí que es terrible –dijo una mujer, asomando los ojos por fuera de una vieja manta más raída que su rostro apergaminado. La apodaban Mejicana y por los surcos de sus ojeras navegaban las aguas mansas de los 85 ríos de su tierra–. Cállense de una puñetera vez. Necesito descansar. Y no puedo hacerlo con tanto ruido. –¿Quién eres tú? –le preguntó Joe. –¡Y yo qué sé quién soy! –dijo la mujer con absoluta indiferencia– Duermo con éste o con ese otro. Y si hace frío con los dos –y se tapó de nuevo. Joe Lagartija volvió a hundir el zapato en los riñones de Tigre. –Vamos –le dijo. 295
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–Estoy borracho –reconoció Tigre. –Y enfermo. –No, eso no. Borracho, sí; enfermo, no. Tigre retiró de malas maneras aquel pie que le molestaba. –¿Sabes quién soy? –dijo torciendo de nuevo la boca–. Yo soy Tigre. –Eres una mierda. –Soy Tigre. Soy un borracho y soy una mierda. Pero soy Tigre –y se le iluminaron los ojos como si acabara de recuperar algo del orgullo perdido–. Y no estoy enfermo. Estoy cansado. Eso es lo que me pasa. Estoy cansado de tanto bailar en el gimnasio. El suelo estaba grasiento por las huellas de las descargas de los camiones. Había media docena de tipos dormitando, junto a las columnas. Otro par de ellos seguían rebuscando lo que quedara en los contenedores. Uno, después de terminar el cartón de vino áspero se pasó el dorso de la mano por la boca, y dijo: –Un respeto, caballero, que aquí todos tenemos dignidad. Ese es Tigre y fue campeón. El más grande de todos los tiempos. El número uno. El mejor. Diles cómo arrebataste al noruego el título. Venga, díselo. –¿Que te pasa a ti? –le preguntó Joe despectivamente. –Aquí todos tenemos dignidad –insistió el mendigo. Otro, de barbas ralas y ojos chispeantes, aclaró: –Dignidad toda, por que todos hemos sido antes algo, señor, si no, no estaríamos aquí. –¿Le ayudo, jefe? ¿Le molestan estos tipos? –preguntó a Joe el que conducía la furgoneta al concluir la maniobra para situarla en posición. Conocido como el Sapo, tenía la nariz aplastada y las manos gruesas enguantadas en un vello negro y espeso. Rondaba los sesenta, el cuello macizo, las espaldas cuadradas de haber acarreado él solo toda la estiba del puerto. 296
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–Abre el portón que lo vamos a meter dentro. –¿A esto? –Vamos a intentar recuperarlo. –¿Está usted seguro, jefe? Es un deshecho. Dudo que se pueda hacer algo con él. –Obedece. –Lo que usted ordene, jefe. Pero dudo que lo consiga. El Sapo acomodó uno de los brazos de Tigre por encima de sus hombros y sin aparente dificultad consiguió hacerle andar arrastrando los pies. –Hay muertos que están más vivos que esta bazofia –dijo con absoluto desprecio. –Fue un gran campeón, no lo olvides. –No creo que hubiese podido en mis tiempos conmigo. –Recuerdo todavía su derecha. Un gran campeón –dijo Joe con nostalgia–. El de más futuro de cuantos he conocido. –Yo también fui campeón. –Calla la boca. Eras un mala sombra, un peleas de verbena. Marrullero, retador, sucio. Trabajabas al contrario más con la cabeza que con las manos. Te faltaba clase, eso que no se enseña ni se compra. Recibiste todas las bofetadas que no recibió éste. –Pero no estoy sonado. –No lo estás. Es verdad. –Me sobraba coraje. –Muy cierto. –Y huevos. –También es verdad. –Iba de frente y siempre caliente. –Hacías daño, lo reconozco. –Hubiese llegado muy lejos si alguien como usted hubiera confiado entonces más en mí. 297
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–Me llamo Tigre y soy el campeón –dijo el mendigo poniendo los ojos en blanco antes de tumbarse sobre el suelo de la furgoneta, sacando esa pizca de arrogancia enfermiza que la vida te inocula dentro para justificar sus peores miserias. –o– El público olvida los fracasos cuando tiene nuevos ídolos. Pero primero te descataloga, como un disco de vinilo, y ya no existes. Te encierra en ese trágico almacén donde se amontonan los bultos sin consignatario ni remite, esos bultos que nadie reclama porque carecen de contenido. Te conviertes en una maleta de cartón cerrada con un candado cuya llave nadie deposita en ninguna parte. Además, siempre hay tipos recios con ganas de heredar las lágrimas de otros, haciendo cola en el gimnasio. Soñadores. Siempre hay celosías cerradas y tipos con ganas de descorrerlas, poseídos de la certeza que ellos son únicos e irrepetibles, una historia nueva originada en otro nuevo mundo. La única que jamás se vive. La historia del universo comienza al nacer ellos y se acaba cuando desaparecen. A Tigre sucedió otro iluso así y a ese otro, otro, y otro. Y otros más. El nuevo ídolo respondía al nombre de Cloroformo Juan. Veinticinco años, diez combates como profesional, diez k.o., cinco dentro de los tres minutos del primer asalto. Sus mentores habían dudado si apodarle Cloroformo o Dinamita. O Bombardero. O Killer. Uno noventa de estatura, rubio, mentón cuadrado, una perfecta máquina asesina. Posicionado en el ranking. Con intenciones de aspirar oficialmente a la corona mundial. La carnaza de primera fila una vez consumida exige platos más cocinados para añadir un punto de prestigio al palmarés. Los eslavos anónimos, los camioneros rubios y los 298
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negros bailones están bien para lo que están. Decoran las fiestas de barrio y adornan con un tono exótico los primeros eslabones de la cadena. Luego la escalera necesita ya un peldaño con empaque, un nombre que pueda merecer cierto respeto. Un tipo presentable, de los que aguantan dos o tres asaltos sin rehuir la pelea y que por dinero dotan de cierta apariencia al combate. La fórmula habitual. Se coge un campeón acabado y hambriento, con los huesos todavía sanos, se le retira de la circulación unos meses para ponerlo en peso. Cama y comida. Se le desparasita. Se le embetuna. Se le abrillanta. Se le retira la bebida. Y se paga un titular en las páginas deportivas a uno de esos gacetilleros a los que los sobres azules les florece la prosa: una buena piedra de toque para medir las posibilidades, etc., etc. Decían del nuevo lo mismo que de todos los anteriores: una pegada que recuerda a la de los mejores de la historia, un juego de piernas poderoso, unos hombros que amortiguan los golpes, una mirada asesina. Un mazazo seco, certero. Directo. Explosivo. Nada de abrir los brazos ni de disipar las fuerzas con gestos inútiles. Exacto, milimétrico. Preciso, letal. Economía de movimientos. Su último rival, un mestizo norteamericano que se descubrió en el hospital que desconocía el inglés, continuaba todavía recuperándose de la paliza. Tigre García devoró el plato de alubias blancas y el filete de hígado. De la asadurilla le agradó todo menos el huétago. Demasiado blando, mejor los trozos duros. Eructó y escupió el vaso de agua. Antes de acabar el café cargado, aceptó sin pensárselo la propuesta. Cama, comida caliente, cuatro meses. Joe Lagartija le dijo: –El hospital pagado hasta que recuperes el habla tras la 299
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paliza. No soy ninguna hermanita de la caridad. ¿Entendido? Asintió sin soltar el pan de la mano. La muchacha de la taberna, al recoger con aprensión la mesa, le dijo: –Mejor la próxima vez venga un poco aseado. Tigre sonrió agradecido y la muchacha supuso que aquel hombre sucio igual caminaba encorvado por temor a no caber por la puerta. –o– Tigre: eres un desecho, para qué engañarnos, una mierda. Desgraciados como tú los hay a montones. Las noches están llenas. Ratas de dos patas buscando esquinas no meadas donde tumbarse. Las obras de caridad, en los atrios de las iglesias. Te vas a pegar con un tío que es capaz de frenar un rinoceronte en seco. Lo importante es que salgas del cuadrilátero por tus propios pies, así de claro. No que te saquen, sino que seas capaz de salir andando. ¿De acuerdo? Y con la cabeza alta, aunque las costillas rotas. ¿Me entiendes? ¿Eh, campeón? Ahora pregúntame por qué lo hago. Lo hago por mi propio interés y porque en el fondo me das lástima. Llevo en este negocio toda la vida. He encumbrado charlatanes. He visto gigantes más fuertes que tú desplomarse a la menor adversidad. Fanfarrones, sinvergüenzas, triunfadores, pendencieros llenos de vitalidad atracando ultramarinos para malcomer o practicando la mendicidad por las iglesias, rascándose las pústulas que dejan las noches de llorona. Comida, un lecho cómodo para que los sueños te revienten de angustia y algo de dinero para que lo vuelvas a malgastar otra vez en putas y vino. Por cada asalto que permanezcas en pie te incremento la bolsa. Si caes en el primero, te vas otra vez a dormir a la puta calle a suspirar en las vigilias por la oportunidad per300
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dida. Quiero recuperarme contigo, Tigre. La vida también está jodida para mí. Los paquetes, bien lo sabes, se contratan cuando un promotor piensa que ha pescado una alhaja. Y el Cloroformo ese es una alhaja. Baratijas hay muchas, joyas pocas. Y diamantes en bruto, menos. Y tipos que todavía quieran gastarse la pasta, menos todavía. Así que te preparas a conciencia. Te pones en peso. Porque a mí también se me cierran los carteles si subo un paquete. Te pones en forma, ya me entiendes. El público ya no es tonto. Quiere ver sangre, pero tampoco demasiada. El público paga por el espectáculo. Y paga bien. Quiere en el circo a gladiadores valientes, a tipos que se partan la cara, y no a cristianos que se dejan comer por los leones. ¿Has entendido? Comida y cama. Ciento veinte días. Nada de mujeres, nada de alcohol, nada de tabaco, nada de mierdas. Si te cojo en un desliz, pongo a otro. Así de claro. Tigre: no me toques los huevos. Cuatro meses es mucho, pero igual mereces morirte con dignidad. Si pasas del tercero, el diez por ciento de mi bolsa. Deducidos gastos, que la comida hay que pagarla. Al sexto, un poco más, suficiente para que puedas mirar al mundo de frente durante unas semanas. Y al séptimo, si llegas al séptimo, escúchame bien, si alcanzas el séptimo te garantizo dos peleas más. Por mis pelotas que te subo dos veces más. Aquí o donde sea. Y si le tocas en la cara al bombardero ése, o le pones en un aprieto, o le ahogas en un asalto o le obligas a llamar a su mamá, entonces, entonces, hablaremos como personas elegantes delante de un café, como los tipos con principios que pueden negociar sin vergüenza. Venga, Tigre. Ya sé que los calzones y los guantes los malvendiste, como la honra y el orgullo. No vales nada. En estos momentos no quieren tu cuerpo para diseccionarlo ni los forenses. Pero si caes en el primero, olvídame para siempre. Ni me juego la reputa301
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ción ni me juego el dinero por un payaso. Me los juego por un tipo con cojones. Alguien que quiere coger lo que le resta de vida por las orejas. Así son las cosas, Tigre. El tren que pasa por última vez, y que no se detiene si en el andén no hay nadie esperando. Ya lo sabes. Te lo piensas, y mañana a esta misma hora, me vienes con lo que tengas o no me vienes. –¿Cuándo empiezo? –Ya has empezado. –¿Quién estará conmigo? Tom. Cocinero y masajista, druida de envueltos extraños. Viejo, cubano exiliado, peso ligero del montón retirado en camilla, cojo, de voz ronca y ojos casi apagados, recogido también de la calle. La piel más sucia que tiznada. Soy licenciado en hambres –dirá al presentarse en los arcos de la plazoleta embutido en unos pantalones rojos, antes de subirse a la furgoneta–. Las conozco de todos los colores. Las que más duelen son las que tienes que disimular para ocultar las necesidades. Es jodido creerte que has nacido para algo y darte cuenta que son otros los que mantienen los derechos que en el sorteo de la vida a ti nunca te han tocado. Es mentira que todos venimos desnudos, ese es un consuelo para silenciar a los pobres; desnudos vienen aquellos a quienes sus padres les apagan la luz para que nunca sepan que otros nacen vestidos. Roberto. Sparring, entrenador. Joven, disciplinado, exigente, nervioso, se paga los estudios con sus habilidades para las fintas y sus marcas en la cara, que son como arañazos de viruela de los que saben doblar las manos. Camarero, repartidor, dependiente. He practicado todos los oficios, Tigre. Necesito el dinero, pero no para regalarlo como hi302
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ciste tú. Porque no voy a terminar como tú, te lo aseguro. Quiero sacarme el título de preparador, casarme con una muchacha bonita que me quiera y ser feliz. Ponerme algún día de corbata. Dejar esta mierda de pobres soñadores tocados y crecer con alguien que aspire a lo más alto. ¿Quién puede ser tan estúpido de dejarse arrastrar como carnaza ahí arriba? Mira, Tigre, lo que tienes ahora es malo, pero lo que vas a tener luego tampoco es mejor. Si te pones a mis órdenes, vete apretándote el culo porque te trabajaré bien. Gimnasio, báscula. Vas a correr como nunca lo has hecho antes en tu vida. Tom te suturará los tajos de la cara, y yo te enseñaré a tomar aire, a taparte para que las manos no te entren limpias y no las sientas como puñaladas en el hígado. Te lo prometo, Tigre. No te va a reconocer ni tu madre, si es que la tienes. Pero te garantizo que como me falles, que como no sigas mis instrucciones, yo mismo me encargaré de autorizar al Sapo para que te conduzca al hospital. ¿Estamos? –o– La furgoneta renqueó en las dos últimas curvas. La subida parecía no acabarse nunca. Abajo, los puntos luz del pueblo semejaban los ojos despiertos de lobos expectantes ante la proximidad de la noche. La casona estaba al abrigo del peñasco, en un terreno escabroso, de tabones y piedras. Unos árboles agónicos, de corteza casi blanca, se retorcían en el aire como intentando defenderse del viento frío y cortante. El Sapo bajó el primero, se puso a orinar, luego abrió la puerta, y dijo: –Este es vuestro hogar. –Madrecita –silbó Tom–. Menuda mierda. –No venimos de vacaciones –dijo Roberto. Se notaba que no había sido usada en mucho tiempo. Necesitaba una buena mano de pintura. En la planta de arriba 303
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se ubicaban un dormitorio de dos camas, y otro más pequeño individual. Había también un cuarto más amplio, en cuyo suelo se adivinaban los límites de un cuadrilátero marcados con tiza blanca. Un saco de arena colgaba del techo. Sopló Tom el saco y una nube de polvo gris voló por el aire. Había también un viejo punch todavía en uso. Tigre acarició el punch como si fuera a saludar a un viejo conocido. Hizo un amago, y luego lo golpeó con todas sus debilitadas fuerzas. Crujieron los nudillos de sus manos. –Contente, Tigre –dijo Roberto–, que te vas a lesionar. El Sapo comenzó a entrar los bultos con la soltura de alguien habituado a la estiba de los barcos. A pesar de su edad se le notaba fuerte y ágil. Comprobó que todo estaba en regla. Conocía el lugar. Había traído anteriormente a otros inquilinos. Cuatro o cinco bombillas de luz mortecina pendían de unos platillos sucios cagados por las moscas. Había luz. Había agua. Arañas. El invierno no se había ensañado con ninguna cañería. Al abrir la pequeña despensa, el ruido conocido de un ratón al abandonar apresuradamente una bolsa de plástico se escuchó nítidamente. Hacía también mucho frío. Ese frío seco que se te cuela en las entrañas y que te endurece tanto que te olvidas al poco tiempo de su existencia. Roberto preguntó al Sapo: –¿Alguno de los que nos han precedido en este convento ha llegado a tomar hábitos? El Sapo esbozó su acostumbrada sonrisa suficiente y algo cínica. –¿Qué pasa? ¿No te gusta? El jefe dice que este clima es el mejor para ensanchar pulmones. Se encajan mejor los golpes si tienes el mentón duro como el hielo. –Como el tuyo. –¿Tienes algún problema conmigo? Casi te doblo en 304
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peso y desde luego en edad, pero si necesitas calentarte hacemos guantes cuando quieras. Tom revisó los utensilios de la cocina. Alguien se había olvidado de retirar la botella con medio cuartillo de aceite solidificado. La cocina de madera y carbón, casi industrial por su tamaño, con un chupón abierto por donde podrían deslizarse los lirones. Comprobó la trampilla. Antes de encender la lumbre retiraría la cernada y pasaría un trapo húmedo por los azulejos para limpiarlos de polvo y hollín. Deshizo su maleta y ordenó sus pertenencias. Él y Tigre compartirían el dormitorio grande de arriba, preparándose Roberto un cuarto abajo para controlar entradas y posibles salidas furtivas. La casona era como un penal de máxima seguridad. Las ventanas estaban enrejadas y la entrada principal contaba con dos puertas. La exterior de madera hinchada por la intemperie chirriaba al raspar el suelo, de modo que su sola apertura alertaba de la presencia de cualquier extraño. La interior, más simple y liviana, sólo podía cerrarse con pestillo por dentro. En la trasera, para impedir el acceso libre al corralón, se había dispuesto un viejo trillo vuelto como puerta. Faltaban bastantes de las piedrillas que en los tiempos difíciles molieran el trigo. La puerta era pesada y costaba moverla. Un tronco de árbol adaptado a la medida hacia las veces de pasador rústico, impidiendo el tránsito de personas y animales. El corralón conservaba todavía medio derruidos los abrevaderos de vacas. Un sotechado había servido de pesebre, cochinera y tenada. Aperos viejos y herramientas de labor colgaban de puntas enormes incrustadas en los adobes. Los nidos de barro de los vencejos aguardaban su regreso. Tigre se tumbó encima de la cama y miró al techo. Más 305
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que una habitación parecía un desván adecentado con prisas, pero no le hizo ascos. Aquello era la suite principal del más lujoso hotel al que pudiera aspirar un tipo de su condición. A la derecha de su cama, una mesilla con los cajones abiertos, como si alguien antes de abandonar la casa los hubiera inspeccionado detenidamente. La portezuela de la mesilla sin embargo estaba cerrada. Se sorprendió al descubrir en su interior un bacín descascarillado, de porcelana. En la mesilla de la otra cama, Tom ya había colocado, el reloj, un libro, y las cuentas desgastadas de un rosario de nácar. De uno de los cuerpos del armario colgaba la llave que servía para cerrar las tres puertas. Era una operación que exigía cierto cuidado, porque ante cualquier movimiento brusco la polilla amarilla hacía montoncitos en el suelo. A cada lado del armario, como celosos guardianes de la polilla, unas sillas de madera oscura, de respaldo incómodo y barniz apagado. Estaban dispuestas a modo de galán de noche, seguramente para evitar la apertura excesiva de las puertas del armario. Como si el clavo que sujetara el crucifijo la hubiera roto, una cicatriz perezosa transcurría por la pared de apoyo de las cabeceras de la cama. La imagen de un Sagrado Corazón recortada de un viejo calendario sin hojas colgaba en la pared de la izquierda. A la derecha, un cuadro en tela de una Virgen niña, de cara regordeta y morena, devolvía una mirada ingenua y dulce. Tom era muy religioso. Nada más distribuir sus camisas en el armario, miró al Cristo de la pared y se santiguó. Y siseó una oración. –¿Por qué has hecho eso? –le preguntó Tigre sorprendido de que rezara públicamente, sin vergüenza. –¿Sabes? –le dijo señalando al Cristo– Ahí donde lo tie306
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nes es el peor púgil de la historia. Aguantaba los golpes sin defenderse. Nunca se descompuso. Tuvo tres caídas, el árbitro no se atrevió a detener la pelea y al final lo enterraron. Bueno, nadie en el mundo osaría sugerir que fuera el perdedor del combate, aunque ciertamente todos sabemos que lo perdió. El espejo estaba inclinado, sujeto a la pared por una cuerda de fardel atada a una argolla. Tigre se buscó en él y al desconocerse se asustó. Aquel tipo idiota que le interrogaba era más viejo que él, mucho más, con más arrugas que él, muchas más, y encima el muy necio tenía unos ojos sin luz y la boca torcida. Al entregarle las deportivas, Roberto le dijo: –Tienes una semana para romperlas. Tigre esbozo una ligera sonrisa. –En una semana tienes que ser capaz de dar la vuelta a la casa sin caerte. –o– Cada diez días aproximadamente, se llegaba hasta ellos la furgoneta. El Sapo entraba las provisiones, almorzaba con ellos y contaba las últimas noticias. Por ejemplo, al tercer viaje dijo que el Cloroformo ese había desescamado a un británico, con lo que eran los británicos de su peso. Le había quitado la visibilidad en un ojo al primer guantazo y el británico se había acojonado tanto al obligarse a cambiar la guardia, que Cloroformo le había solucionado el problema mandándolo definitivamente a lo lona al segundo asalto. Un tipo de color cenizo y acento extraño, apodado Nene por su cara aniñada y su cuerpo frágil, apareció un día acompañando al Sapo. Saludó con un gesto casi imperceptible. Y después de ayudar a descargar los víveres, se calzó los guantes, y se metió dentro del cuadrilátero de tiza. 307
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–Hello! –dijo. Hizo una reverencia japonesa. Y comenzó a entrarle a Tigre por todos los lados. Demasiado rápido, con guiños de liebre, Nene soltaba los brazos bailoteando hacia atrás. Podía mantenerse los tres minutos sin desplazarse ni un metro. Le bastaba con avanzar un paso, sacar la mano y retroceder al mismo sitio para iniciar el nuevo juego. De vez en cuando, provocaba a Tigre con la guardia baja, sin problemas para amortiguar sus aturdidos golpes. Peso ligero. El ataque despiadado de un avión de caza filipino sobre un crucero pesado anclado en medio del Pacífico. Tigre se limitó a esquivar el aluvión de arañazos para terminar el round buscando por los suelos la sangre derramada de su nariz. Nene, dijo con su acento extranjero: –Los hay más rápidos en el cementerio. Roberto le dijo: –Deja que te pegue ahora él. El sparring bajó la guardia, y comenzó a bailar de nuevo. –Suelta la derecha, coño –le dijo Roberto. Tigre tuvo miedo. –Suelta la derecha, coño. Tigre continuaba estático. –¡Suelta la derecha, mierda! Tigre fue a descargar su derecha cuando recibió un impacto seco y preciso en el rostro. Roberto, le dijo: –Igual es mejor que lo dejes, Tigre. Estás acabado. No tienes ni fuerza ni orgullo ni cojones. Te va a machacar. Tigre clavó las rodillas en la madera. Se puso a tantear el suelo, desenfocado y aturdido, como si buscara el protector bucal. 308
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–No puedo –dijo quedamente. –Estás mejor así que roto en el hospital. –Tengo que hacerlo –y se puso a llorar desconsoladamente. –Vamos a dejarlo por hoy, Nene –dijo Roberto–. Te prometo que la próxima vez lo hará mejor. –¿Tú crees? –Y si no te alcanza él, te alcanzaré yo. –¡Ah, entrenador! –dijo Nene–¡Me gusta! Que no nos falten ganas de cruzar palabritas amables entre nosotros. –Hay que respirar hondo –consoló Tom a Tigre mientras le contenía la hemorragia–para que la infancia vuelva para ser corregida y las malas voluntades se escapen por la boca. Antes de despedirse, el Sapo insistió: –¿Cómo se le habrá ocurrido al jefe regenerar a este desgraciado con la cantidad de sonados que hay en el mundo con ganas de partirse el alma? –o– Veamos, Tigre. Hay una cantidad enorme de bichos que hacen del suelo su hábitat natural. Hay bichos que se arrastran y otros que andan. Pero lo importante es que todos llegan a su destino, siempre que otro no los devore por el camino o que un tipo pesado como ese Cloroformo no los aplaste. Las cosas claras: ninguno de esos bichos va a renunciar porque el cielo se entristezca ni porque el Cloroformo les haga sombra al ocultarles el sol. Están solos. Lo saben. Y cuando llueve, se mojan. Se las arreglan como pueden. Sobreviven gracias a lo que llevan dentro. Y dentro llevan la necesidad de avanzar. Es un impulso que les ciega. Avanzan, avanzan, avanzan. Hasta las hormigas, que van de un lado para otro, trazando círculos estúpidos, avanzan. ¿Sabes qué es eso, Tigre? Eso no es precisamente cazar ladillas con la Mejicana, que bastante tiene la pobre con tum309
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barse boca arriba y aguantarte encima sin vomitar, ni enturbiarte con las miles de Lolas que se emborrachan con aire mientras venden sus amarguras arrastrándose como caracoles. Ni calzarte a las rubias platino que te roban la bolsa para devolvérsela a quien antes te la ha entregado, dándote una palmadita en la espalda, chico vuelve cuando quieras que te estamos esperando. Avanzar es soñar. Todo el mundo sueña, porque si no sueñas has muerto. Sueña el ciego que ve; y el amputado de las piernas, que anda; y el tonto, que sabe leer. ¿Qué sueñas tú? Te lo voy a decir, Tigre: sueñas en compartir la vida con alguien. Una casita, una cervecita los domingos, una dignidad. Pues, venga, cojones, arriba. Que la gallina clueca que quieres a tu lado tiene fiebre y necesita que la consueles. Que aunque los cuarenta ya están consumidos, quedan todavía otros cuarenta. Venga, que Nene tiene ganas de partirte la cara y Roberto de que se la partas a él. –o– La casona aguantaba los vientos desatados a la caída de la tarde. Después de la cena, Tigre se acercaba al borde del cortante, a llenarse los pulmones de ese aire frío que revolotea haciendo silbar las ramas de los árboles. El enorme océano de tierra se extendía hasta el infinito ofreciéndose a sus pies. Era una tierra todavía gris aunque comenzara a atisbarse un verde apagado en algunas zonas. Los árboles de la noche se hacían sombra a sí mismos. Abajo estaba el pueblo, la vida normal de los demás. Alguna vez el viento arrastraba el sonido mágico de un ruido lejano, un grito agónico, casi humano. Recogida la cocina, Tom se sentaba más tarde a su lado para compartir la llegada de la noche cargada de extrañas presencias. 310
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Sus conversaciones carecían de palabras. Los dos viajaban en silencio emborrachados con la última gota de sangre rojiza que deja el ocaso del sol sobre los campos perdidos. Un día Roberto recibió los vídeos. –Vamos a conocer al quebrantahuesos. Cloroformo Juan pisaba siempre el centro del ring. Le gustaba tanto el centro del ring como los calzones llamativos. Huía de las esquinas y de perseguir al contrario. Plantaba sus reales y soltaba los guantes. Como una víbora venenosa. Electrizante movimiento de manos. Aguardaba sin prisas a que la víctima entrara en su radio de acción. Rápido, salvaje. Como un salivazo de cinco mil voltios. Sólo qué. Roberto dijo : –¿Quién ha visto eso? Tigre estaba más por la labor de pensar en el tiempo que tardaría en recuperarse del chaparrón de golpes, que en cualquier otra cosa. –¿Lo habéis visto? Tom, el cocinero, dijo: –Al mamoncito se le puede tocar. Parece que no es de piedra. Seguro que no es de piedra. Tigre prestó atención a la repetición del vídeo. El rival de Cloroformo Juan se parecía a él, en estatura y complexión. No era demasiado pegador. Ni siquiera demasiado conocedor de las técnicas del ring. Encajaba con dolor los golpes. Sin embargo, había hecho un movimiento nada ortodoxo e inesperado, colocando el pie izquierdo un poco más adelantado que de costumbre, con lo que se ofrecía gratuitamente al campeón. Pero éste extrañamente, en lugar de aprovechar la circunstancia favorable había hecho un amago, cubriéndose instintivamente abajo como si temiese la entrada de la derecha. Era la primera vez en todos los ví311
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deos en que Cloroformo Juan bajaba la guardia dejando el mentón al descubierto. –¿Qué os parece? –preguntó Roberto. Tom giró la cabeza negativamente, y dijo: –Que seguro que tiene un mal recuerdo de juventud. –Quizá sea ese su punto débil. Tigre García confesó: –No tengo dinamita en el puño para romperle la mandíbula. Roberto le miró a los ojos: –Es que ahí sólo le vamos a asustar. Visionaron el resto de las cintas. A Roberto se le notaba el ánimo mejor dispuesto. Estuvieron algún rato gastándose bromas. Tom, entonces, con permiso de Roberto se sirvió un dedalito de anís escarchado, y se puso a cantar: Jack el publicista a quien llamaban quitababas robó al viejo Antón lo que éste más amaba ¡Ay, viejo! se le despidió la criolla emocionada de voz Jack no es como usted, señor Jack tiene un escorpión que gusta cosquillearme las enaguas
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Recuperaron el vídeo anterior. Y lo estudiaron treinta o cuarenta veces más. –o– El pellejero según le fuera el camino, detenía su vehículo allá para conversar un rato. –Que llevan ustedes su tiempo por aquí y nadie les ha visto en el pueblo –les dijo a modo de saludo. –¿Es eso una invitación? –dijo Roberto. –Aunque yo cierre mi casa, mi bodega nunca se canda.
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Mañana es la Cruz y se hace fiesta. Es un buen día para saludarse los amigos. La presencia de los tres fue bien acogida. Tigre estaba asombrado de la expectación. Habían sustituido el chándal por una camisa, un pantalón y una cazadora. Y esta apariencia de ciudadano normal le causó al principio algo de vergüenza. Se miró en el espejo. Ya estaba en el peso. Era él mismo. Más viejo, con el inicio de la tonsura en la cabeza. La musculatura comenzaba incipientemente a asomarse en sus brazos. Todos los días dedicaba una hora a trocear los troncos con los que luego Tom calentaba la cocina. Podía levantar sin dificultad las piedras que antes se le resistían. Roberto le obligaba a dosificarse. Los puños enjabonaban de vez en cuando el rostro a Nene. Éste le trataba ya con cierto respeto. Seguía siendo un crucero pesado, pero camino de convertirse en ligero. Luego con el tiempo conseguirían hacerle maniobrar como un destructor. Una velocidad más que suficiente para su peso. Sin la agilidad de una corbeta como Nene ni la ductilidad de una fragata como Roberto, Tigre podía comportarse dignamente como un destructor con cañas a babor y estribor y dos lanzamisiles a proa. Las bodegas estaban horadadas en un cotorro a las afueras del pueblo. La del pellejero era de las más grandes. Una amplia dependencia separada del lagar, contenía una mesa maciza al descubierto, sin ningún hule encima. Se sentaron en unos bancos corridos, de iglesia. Una docena de personas les acompañaban en la cena. El que quemaba los sarmientos, se volvió y dijo: –¿Saben ustedes? Yo me hice hombre en el ejército, que en mi tiempo para eso servía el dar los mejores años a la patria. Y cuando me enteré que se libraban de desayunar bromuro los que subían al ring, me hice también boxeador. 313
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Y no era malo pegando pero sí defendiendo. Me crucé la cara seis veces. Y las seis terminé en el hospital. El pellejero preguntó a Roberto: –Si nos diera a nosotros por apostar en su reaparición, ¿qué le parece a usted si lo hiciéramos por Tigre? Roberto guardó unos segundos de silencio. Miró a Tigre. Le puso cariñosamente una mano en el hombro, y dijo: –Si le ofrecieran la posibilidad de disputar de nuevo el título, no tengan ustedes ninguna duda. Tigre sería de nuevo campeón. Esa noche, a Tom le costó dormir desvelado por los sollozos de Tigre apenas ahogados bajo la almohada. –o– Tigre se trabajaba como un animal de carga. Ya no era solo machacarse subiendo y bajando o corriendo por la ladera. Se acercaba incluso a la ermita, a una distancia superior a la docena de kilómetros para echar un vistazo a la hornacina vacía. Luego, después del masaje, hacía sombras con los guantes cargados de piedra. Tom le enfajaba las manos cuidadosamente para evitar que las piedras al moverse le lastimaran. Hacia las doce, cruzaba guantes en el ring. A Roberto le costaba cada vez más alcanzarle. Y cada día debía adoptar mayores precauciones. Tom le dijo al terminar la sesión de masaje: –Resistir siete asaltos es una buena tarjeta de visita. Y Roberto, añadió: –Le preparo para veinte. Pero no serán más de siete. Para antes de Navidad otro combate, ¿eh, Tigre?, y entras el nuevo año con algo de dinero y bastante dignidad. A los cuarenta años todavía puede rehacerse la voluntad. Es una edad en que el mercurio de la vida disuelve los sueños de neón, y todas las ilusiones de antes cuelgan de frá314
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giles hilitos próximos a romperse. Ya eres consciente de que las lesiones externas apenas importan. Importa lo de adentro, porque si lo de adentro queda a la intemperie te sabes entonces desarropado y terriblemente perdido. Una cosa se había propuesto desde que aceptara el reto: jamás aguantaría la humillación de verse de nuevo en el vertedero. Pelearía en la medida de sus posibilidades. Y pelearía hasta el final. Pondría un bar en cualquier barriada, conocería a una muchacha agradable, aunque no fuera bonita, cansada como él de la vida, tendría un hijo o dos, vestiría de nuevo camisas limpias y se ganaría el respeto. Lo fundamental en un boxeador es la cabeza. Y él no estaba sonado. Realmente, se había encontrado consigo mismo. Quizá el hambre padecida en los últimos meses y la vergüenza de la mendicidad recordada, le proporcionaban otra visión del mundo. Decidido a no desaprovechar esta oportunidad, muy posiblemente la última de su vida, se entregó todavía más a los entrenos, sin reservas. Ya no aguardaba a las cinco de la mañana para sentir el rocío del monte. Para las cuatro, sin despertar a Roberto, se calzaba las zapatillas de loneta y se hacía a los caminos. Amagaba, silbaba, rompía el ritmo, se machacaba con violencia. Subía y bajaba para que las articulaciones de la rodilla supieran de sufrimientos. Las rodillas de un boxeador son fundamentales. Tienen que contener el inmenso peso de un cuerpo que castiga o es castigado. Toda la fuerza de un puñetazo radica en el asentamiento de las rodillas. No deben doblarse, no pueden temblar. Si flojean las rodillas se besa la lona. En lugar de quince asaltos matinales, Tigre pidió veinte. Veinte de tres minutos a un ritmo alocado, salvaje. En lugar
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de un minuto de descanso, medio. Los puños de Tigre contenían una música especial. –o– Nene se tambaleó al sentir el ramalazo violento del aire al esquivar el zarpazo de Tigre. Aquello sonaba bien. La izquierda también se separaba con alguna facilidad del cuerpo. Necesitaba ahora bailotear lateralmente para no asumir riesgos. Perseguía mover a su adversario, sacarlo del centro del ring para cansarlo. –Báilale por dentro –le gritó Roberto como consigna. Y Nene se esmeró en la labor. Tan pronto insinuaba una entrada por un lado como se giraba hacia el otro. Paso atrás, guardia alta, guardia baja. Guantes en la cintura. Un punteo rápido, y huida inmediata fuera de alcance. Pero Tigre ya no estaba tan encogido como los días precedentes. Iba acotando el terreno. Parecía un agrimensor midiendo distancias para recolocar de nuevo los mojones. Ya no tenía los ojos dormidos sino bien abiertos, cargados de intención. Acechaba esperando descubrir su próximo movimiento. Y acertó. El protector bucal saltó por los aires. A Nene le temblaron las piernas y el cuerpo se le quedó insensible como si todos los rayos de una tormenta de verano en un segundo fatídico hubiesen entrado inesperadamente en su cuerpo. Se quedó unos instantes sin aire, con la conciencia dormida. Tigre le ayudó a levantarse del suelo. –Lo siento –dijo. –Me has pegado en una todo lo que yo te he dado en diez –dijo Nene intentando que la sonrisa fuera algo más que la mueca de una boca herida. Almorzaron en silencio. El día era distinto a los demás. En los postres, Roberto pidió a Nene y al Sapo que se quedaran esa tarde. 316
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–¿Por qué? –preguntó indolente el Sapo. –Quiero comprobar como encaja tus golpes. El Sapo se mostró exultante. Dijo: –¿Cuándo empezamos? –Después de la siesta. Nene entonces dijo: –Presiento que ha terminado mi trabajo. –Pues ahora comienza el mío –dijo el Sapo. –o– Joe Lagartija hubiera sido un buen contable si no se hubiera dedicado al boxeo. Lo apuntaba todo con una meticulosidad exasperante. Apagaba las luces del gimnasio a las diez y media de la noche, y hasta las doce o más se dedicaba a traspasar a las fichas los aconteceres más significativos de cada día. El número de asaltos de entrenamiento de tal boxeador, los minutos de sombra de ese otro, los cortes en el pómulo de éste, las dosis de penicilina para combatir la blenorrea de aquél. El nerviosismo de las horas anteriores al primer combate en los debutantes. Las fichas, medio folio cuadriculado de papel grueso, con las rayas horizontales en azul y las verticales en rojo, igual que cuadernos de colegio, contenían en el encabezamiento el nombre del boxeador, su fotografía, peso, altura, rasgos característicos y, línea a línea, los detalles de su progresión, fechados con rigor. Como los malos escritores, no rompía nada. Lo aprovechaba todo, porque todo puede tener una utilidad desconocida en el futuro. La existencia rueda de manera tan extraña, que a veces una cosa nimia –por ejemplo, su valoración personal, acertada o no, de las condiciones naturales de uno de sus pupilos entrenado por él tiempo atrás–puede recobrar una capital importancia. De hecho, esta maldita costumbre suya de apuntarlo todo 317
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como un amanuense gris en la corte de Felipe II, y especialmente de conservarlo, le había acarreado serios disgustos. Había sufrido varios asaltos con rotura de cristales y cajoneras vueltas y rotas. Pintadas obscenas en las paredes. Amenazas concretas. Cuando alguno de sus antiguos alumnos escalaba torres de poder altas, generalmente pretendía hacerse con el dossier recurriendo a cualquier método expeditivo. Un día se acercó al puerto, aguardó impaciente a que el Sapo terminara el vaciado de la barriga del barco cementero, y le dijo sin rodeos: –Te necesito a mi lado. –¿Qué he de hacer, jefe? –Partirle la cara al que me la quiera partir a mí. –Eso está hecho, jefe. En manos de algún periodista desaprensivo, de los que se enfangan con la mierda y husmean con placer cuánto de escabroso acaece entre culos y coños, las fichas podrían constituir pura dinamita. Joe Lagartija nunca había entregado a nadie un solo expediente. Sus papeles eran capítulos de su propia biografía. Y aunque tuviera cogido por los bajos a gente muy influyente, nunca jamás había permitido la difusión, ni siquiera la visión, del contenido de sus fichas. Las conservaba a buen recaudo en una vieja caja fuerte blindada de fabricación alemana, vendida por obsoleta al mudarse de local un banco importante. La caja era tan sólida y pesada, que los técnicos al ubicarla en su gimnasio temieron que el suelo se viniera abajo. Necesitaron una grúa y unos anclajes especiales. Respetado y temido a partes iguales, gozaba de justa fama de hombre de palabra. Un apretón de manos en aquel submundo sórdido y mezquino, rayano con la delincuencia, ca-
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recía de valor para cualquiera a excepción de Lagartija. Así que cuando algún promotor en apuros, necesitaba cubrir una falta recurría a sus servicios. Pasaba el mediodía cuando descolgó el teléfono. Al otro lado, el Bonito le saludó tan cariñoso como siempre. El Bonito era un dandy que nunca esperaba a defenderse para lanzarse despiadado al ataque. Cuando cerraba una buena operación, lo celebraba comprándose una chaqueta cruzada, hortera, de cuadros grandes como las páginas de un libro, y unos pantalones a juego, de modo que parecía un reclamo de la biblioteca nacional en formato tela. Le dijo: –Dentro de cuatro meses quiero enfrentar a mi pupilo con un tipo con casta. Dame nombres. –Adelántame el nivel. –Que le ponga en aprietos para que se conciencie. –¿Se te ha desviado? –Al muy cabrón le gusta lo que a ti y a mí a su edad también nos gustaba. –¿Cuatro meses has dicho? –En medio se me pega con un bombero de Detroit. Un musculitos con las costillas rotas. Para hacer boca. Pero luego quiero algo rocoso para que le tiemblen las piernas y vuelva a razones antes de que le nominen al título. –Sugiéreme un nombre. Lagartija se imaginó al Bonito repantigado al otro lado de una mesa de nogal negro con un pañuelo rosa de seda asomando por el bolsillo de la chaqueta. Se lo imaginó luego, antes de colgar, con unos zapatones rojos, enormes, presentando con su voz impostada al nuevo pura sangre del boxeo, un tal Cloroformo, en el centro del ring. Bajó del altillo donde tenía la oficina, y llamó al Sapo.
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– Búscame a Tigre. –Esa rata asustada si no ha muerto poco faltará. ¿Le ha seguido prestando dinero, jefe? Nunca se lo devolverá. –Quiero darle una oportunidad. –Está usted loco, jefe. –o– Mira, me gusta sentarme al pie de la cruz y hablar contigo. Estoy seguro que mi conversación te aburre, pero francamente aquí no tienes otro con quién hablar. Me aguantas porque en el fondo me necesitas para enderezarte la cruz cada vez que la abate el viento. Sabes, además, que soy sincero. ¿Recuerdas mi promesa cuando te encontré por primera vez caído sobre las piedras? Te dije que contaras conmigo, porque un amigo no olvida a otro en dificultades. Ya sé que piensas que busco algo a cambio. No te pido que me eches una mano, sólo que me recojas si caigo. Me inquieta el día siguiente del combate. Me preocupa encontrarme de nuevo en una ciudad cuya atmósfera siempre está cargada de desprecio, fuera de la compañía de Tom, al que sabes que estimo profundamente, y sin el amparo de Roberto al que deseo lo mejor que el futuro pueda ofrecerle: que nunca las burlas que surjan a sus espaldas terminen por apartarle de su camino. Siento que me estoy recuperando, y eso es bueno. Pero también siento que me estoy ablandando, y eso dudo que sea lo mejor. He perdido la fiereza de entonces. Soy un tigre amansado. Un tigre sin futuro, bien entrenado, que ha aprendido a taparse lo suficiente para acortar la visita al hospital. Mi actitud debe ser puramente defensiva. Temo que igual me enciendo si le hago sangre. Y eso creo que en el fondo me frena. ¿Qué pasaría si yo...? Igual soy un iluso, pero estoy convencido que puedo marcarle pómulos y cejas. Temo que en esos momentos me falle ese punto de concentración que me permita capear 320
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simplemente su ataque en lugar de lanzarme a desarbolarle con una combinación frenética. Ya sabes a qué me refiero. ¿Cuántos se lanzan de cabeza al agua a socorrer a alguien que se ahoga? ¿Cuántos esperan a que lo haga antes otro? Me avergüenza suponer que deba ser yo quien se quede en el dique como un espectador sin coraje. Cobarde entre cobardes, blandiendo la excusa de la baja temperatura del agua. Estoy en esto por necesidad. Me lo repito para convencerme. No debo arriesgarme. En sueños me veo huyendo de mí mismo. ¿Por qué siempre que acontece una pelea me encuentro en medio? Aquel muchacho, ¿cómo se llamaba?, introduje su cabeza en el bidón de aceite y lo hubiera ahogado de no mediar la intervención de la gente del puerto. Hay noches todavía en que se me aparece su rostro desencajado implorando la misma piedad que seguramente deseen los espectadores del ring dentro de unos días que yo le implore a Cloroformo cuando me cace en un descuido. Si me caza. Espero entonces tenerte en la esquina, no para que intervengas en mi favor, que no lo merezco, ni para que me aconsejes, sino para pasarme por el rostro la esponja que me alivie las heridas y me quite la sangre. ¿Me comprendes? Soy un perdedor y los perdedores tenemos conciencia de ello. Somos los únicos que comprendemos la importancia real de tener a un amigo en el rincón, aunque ese amigo lleve veinte siglos colgado de una cruz oxidada y sucia, continuamente caída. Sobrevivir. ¿Es eso tan difícil? –o– El pellejero encendió un cigarrillo y sin bajarse del automóvil, dijo: –Tigre, si gana usted, cite por favor al pueblo en la interviú. –o– 321
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A Tigre, en víspera del combate, se le notaba taciturno. Parecía entender el movimiento secreto, ese jaque mate en dos jugadas. Lo habían ensayado durante los quince últimos días. Primero con Roberto, luego con Nene, luego con el mismísimo Sapo. Y luego, finalmente, con Tom. –¿Aguantaré siete asaltos? –Ganarás si te lo propones –le dijo Roberto. –Me conformo con siete asaltos, sólo con siete. –o– Tigre apareció el primero sobre el cuadrilátero. La gente le recibió con gritos de desaprobación. Cuando saludó desde el centro las protestas arreciaron. Sólo al desprenderse del batín carmín se hizo el silencio. Tenía el cuerpo trabajado, musculoso, en el peso justo, sin una gota de grasa, ágil, con las piernas bien asentadas. Amagó, lanzó unos cuantos golpes que silbaron en el aire y saltó con una agilidad felina, impropia de un peso de su categoría. Joe Lagartija le animó desde la primera silla de ring : –Siete, Tigre, siete. Roberto sentenció : –Ganará. –Siete, Tigre, siete. Tigre García sonrió. Y la sonrisa se le heló de inmediato. Cloroformo Juan llegaba precedido de la parafernalia de los ídolos. Delante, abriendo camino, dos guardaespaldas enormes, de cuello de toro y andares de escocido, antiguos boxeadores, trataban sin miramiento a las personas contenidas en las vallas de protección; después, una guapa muchacha, aspirante o meritoria portaba una pancarta con su nombre. Y luego, unos pasos más atrás, Cloroformo entre el grupo de apostadores y amigos. Tigre reconoció a alguno de los del grupo. El Bonito iba luciéndose con un traje de estreno. Esta vez los cuadros eran casi del tamaño de una 322
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cuartilla holandesa, enormes. Los había de todos los colores. Los zapatos, rojos. La camisa floreada, con una chorrera llamativa por exagerada. El pañuelo flotando en el aire como una cascada de seda rosa. Tigre pensó de inmediato que el camino que conduce al ring es el laberinto que pierde a los hombres. Le gustaría decírselo a ese muchachito, con la mirada y con los puños. Pero el muchachito jamás le haría caso. Embutido en un batín blanco con las letras de su nombre bordadas en oro, Cloroformo recorría ahora el pasillo lanzando impresionantes jabs. Saludó desde el cuadrilátero y atendió a periodistas y locutores. Tigre García se dio cuenta de que en ningún momento se habían cruzado sus miradas. Realmente, él era un tipo acabado, un sin nadie, un mendigo del mercado central. Para Cloroformo apenas existía. Posiblemente, ni conociese su nombre. Era una muesca más para su historial deportivo. Tampoco él recordaba los nombres de sus rivales. Por ejemplo, el de aquel pobre negro blando, de pies planos. Realmente, Cloroformo Juan comenzaba a recorrer el sendero por él anteriormente recorrido. Cuando el árbitro les citó, Tigre descubrió entonces la intensidad de aquella mirada penetrante y asesina. Y un escalofrío le recorrió el cuerpo. El árbitro les obligó a cruzarse los guantes, y advirtió por segunda vez: –Cuidado con las cabezas. Nada de golpes bajos. ¡Y a separarse en cuanto lo ordene! Sonó la campana. Roberto dijo : –A bailar. –o– Primer asalto. Tras el saludo, Cloroformo le lanzó un zarpazo que es323
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quivó con soltura. Era un mensaje telegrafiado y en clave. Sintió un cosquilleo incierto en las rodillas. Aquello era miedo. Pero amagó mecánicamente avanzando el pie izquierdo como lo tenía tantas veces ensayado, y el otro se cubrió instintivamente el mentón, a pesar de no estar en la distancia. Aquello comenzaba bien. Roberto lo había visto de nuevo con claridad. Todo el mundo tiene un punto débil, todo el mundo tiene un precio para ocultar sus vergüenzas. Le costó medio round tomar la medida del cuadrilátero. De repente, había reducido su tamaño. Cloroformo ocupaba mucho espacio. Nunca hasta entonces le había parecido un cajón tan pequeño, casi una caja de cerillas con dos grillos dentro torturándose con la mirada. Comenzó a zumbar en derredor suyo como una avispa molesta, soltando las manos al principio con precaución, pero luego con facilidad. Ahora por la izquierda, ahora otra vez izquierda, ahora derecha. Indistintamente. Estaba preparado para bailar más asaltos que los pactados. Le bastaba con mantenerse fuera de alcance. Cloroformo acechaba. No tenía de momento interés alguno en perseguirle. Dosificaba su esfuerzo. Clavados los pies en la lona aguardaba pacientemente a que Tigre cometiera una equivocación. Es cuestión de paciencia. Siempre las agujas del reloj se cruzan dos veces al día por el mismo sitio. Le dejaba entrar, le dejaba que le acariciase el pómulo. Le dejaba que se fuera creciendo. Pero cada vez que soltaba la izquierda el gemido desgarrador del aire alcanzaba hasta la última fila de ring. Tigre punteaba. Tigre le obligaba a girar el cuerpo. Al aviso de su esquina, por fin Cloroformo lanzó su ataque. Avanzó como una apisonadora y Tigre reculó ante los gritos de desaprobación de los espectadores. Las cuerdas estaban demasiado tensas. Pagaban por verle entregarse como víctima de un sacrificio, pero Tigre tenía un solo propósito in mente: alcanzar como fuera el ecuador de la pelea. 324
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Roberto le dijo al concluir el primer asalto : –No te ha tocado. –Yo a él tampoco. Cloroformo aprovechó el minuto de descanso para sonreír y hacerse unas cuantos fotos exhibiendo sus bien formados músculos. Una máquina perfecta. Tan perfecta que nadie hasta entonces conocía las instrucciones para desenchufarla. Se volvió a los espectadores y dijo algo en plan distendido. Impidió al del rincón que le humedeciera el rostro. Después del boxeo trabajaría en el cine. Se sabía fotogénico. Todas las mujeres del mundo apostarían sus fortunas por yacer con él.
Tigre preguntó a Tom uno de esos atardeceres sentados ambos en el cortante, con el infinito de tierra vendiendo esperanza: –¿Has sido feliz alguna vez? –Sí –contestó secamente el cubano. –¿Y ahora eres feliz? –No. Hubo una pausa larga. Tigre insistió: –¿Qué es la felicidad, Tom? –Estar a gusto contigo mismo. –¿Y tú lo estás ahora? –No. Tigre se levantó, caminó un par de pasos y volvió a sentarse. –¿Qué es lo que te falta, Tom, para ser feliz? –Una mujer –confesó en voz baja el cubano. El cielo emborrado presagiaba la lluvia del día siguiente. –¿Has estado casado alguna vez? –preguntó de nuevo Tigre. –Sí. –¿Cuántas veces? 325
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–Dos. –¿Por qué te separaste la primera vez? El cubano pareció reflexionar. Miró la última borra grisácea que manchaba el cielo. Luego, dijo: –Quería ser de nuevo feliz. –¿Y lo conseguiste? –Sí. Por la carretera que serpenteaba holgazana, circulaba un tractor con la galera sin cadena cargada de aperos. –¿Por qué te separaste entonces la segunda vez? –preguntó tímidamente Tigre. –Porque quería ser de nuevo feliz. –¿Y lo conseguiste? –No –confesó humildemente Tom. Tigre esperó unos segundos. Luego, le preguntó de nuevo: –¿Tú crees de verdad que Dios está ahí arriba, Tom? –Sí. –¿Y qué hace? –Escucharnos. –¿De veras lo crees así? –Sí. –¿Y qué crees que piensa de ti y de mí? –Que somos idiotas. –o– Segundo asalto. Roberto le dijo: sigue así. Y Tigre siguió bailando. Ya no le temblaban las piernas. Estaba cada vez más suelto. Recobraba viejas sensaciones, las mismas que te dan seguridad para moverte en la caja de zapatos. Mandaba a ratos. Imponía su ritmo. Cloroformo Juan parecía verse impotente. Intentaba cerrarle la salida sin conseguirlo. Le buscase por donde le buscase, no tenía forma de encontrarlo. Sin em326
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bargo, Tigre entraba con facilidad en su guardia. Daba un paso atrás, giraba a un lado y lanzaba la izquierda. Una, dos, diez veces. La gente contuvo la respiración. Tigre, muy seguro de sí mismo, comenzó a variar el repertorio. Jugó con el paso atrás. Sacó incluso una vez la derecha. Ni siquiera en ese momento Cloroformo cerró los ojos. Sus ojos de cazador, hipnóticos, acechantes, medían la distancia como un camaleón a su próxima víctima. Tigre decidió que había que cerrarlos de alguna manera. El golpe se estrelló en pleno rostro. Tigre sintió que el mundo, las luces, el techo, los anuncios comenzaban a girar de una forma inesperada. Que las rodillas se aflojaban y su cuerpo perdía estabilidad. Un calor enorme, como un fogonazo imposible, le consumió el alma. Instintivamente, se hizo a un lado y cuando Cloroformo Juan se volvió a rematarle consiguió a duras penas echársele encima evitando la lluvia de golpes. Roberto le dijo : –¿Estás loco? No peleas en el puerto. No vayas de chulo de prostíbulo. Aquí las fanfarronadas acaban en el hospital. Llevo cuatro meses disciplinándote. No pretendas ganarle. Deja que pierda él. –Siete asaltos, Tigre, siete. Sólo llevas dos. El árbitro acudió al rincón. –¿Continúa? –Sí –dijo Tom–. Está entero. –Quince segundos. Fue el primero en echarse al baile en la plaza. La orquestina, formada por cuatro músicos ya entrados en años y una cantante de piel blanca como el requesón, y vestido vaporoso abierto a la espalda, atacó la pieza desde un improvisado escenario. La panadera sonrió a Tom. Tom le dijo lo que le dijo. Y ella contestó: “Bueno”. 327
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Era una mujer abultada en carnes, no acostumbrada a que la sacasen al baile. Asintió sin pensárselo. Y cuando Tom le ciñó la cintura con soltura supo que repetiría con él una segunda y hasta una tercera pieza. Las miradas se volvieron hacia ellos. A pesar de su cojera y de sus años, Tom se mostró muy habilidoso. La panadera le dijo: –Bailas muy bien. –Lo llevo en la sangre –dijo Tom, y la hizo girar como una graciosa peonza. El almendrero y los otros dos compañeros del bote posicionaron el templete en una de las paredes laterales de la placita, de modo que la fachada de la casa les sirviera de apoyo y cubriera sus espaldas. Siempre buscaban un resguardo, para evitarse sorpresas. El controlador del juego situado en medio de los otros dos, guardaba el abultado billetero en el bolsillo trasero de su pantalón. Pagaba generalmente al ganador con las pérdidas de los otros jugadores, y las ganancias poco a poco iba retirándolas con disimulo para evitar tentaciones. Prendieron un quinqué de carburo. La plaza adornada con banderitas llamativas de papel cobijaba el edificio municipal, con su reloj parado. El almendrero era el mayor de los tres. Tenía el rostro enjuto y la piel mermada por la edad. Excelente fisonomista, ya no conducía el juego. Vigilaba, ofrecía las garrapiñadas y saludaba afectuosamente a todo el mundo. Su cuadrilla pasaba por la más famosa del contorno y aunque en fiestas la permisividad de la autoridad suponía un buen reclamo para la competencia, generalmente las cuadrillas se repartían los lugares al comienzo del año. Era un tipo de respeto, amable y nada servil. Su mirada aguileña aventuraba que sabía resolver dificultades. Según les vio, retiró de inmediato el trapo rojo y hundió el pote metálico en el balde. 328
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–Vengan ustedes para acá –dijo. Les ofreció el pote repleto de garrapiñadas. –Me llamo Salvador –dijo– y me honro mucho en saludarles. Sepan que este señor de mi lado es mi hermano y aquel mozo de buena presencia, mi hijo. Estrecharon las manos. El almendrero se dirigió a Tigre. –Mi hijo aquí presente –dijo– puede atestiguarle lo mucho que yo he hablado de usted en casa y entre amigos. Yo le he visto pelear a usted, señor. Le he visto ganar el campeonato. Limpiamente. Con autoridad. Hacía un frío horroroso, señor. No sabe lo que supone para alguien que sale de su país a machacarse la vida encontrarse en un lugar perdido del mundo con un compatriota que se coloca el cinturón de campeón. Fue una pelea gloriosa, señor. Lloré. Confieso que lloré. Aquel día me hizo creer usted en que somos también gente importante. Nunca he visto una derecha como la suya. Se formó enseguida en derredor un corro expectante. –Háblenos de aquel combate –dijo Roberto. –A mí me gusta el boxeo, qué quieren que les diga. Me gusta que dos hombres se miren de frente y pacten unas reglas. Yo, por mi profesión, he entrado y salido en muchas peleas. Peleas que iban conmigo y que no iban. Aquí mi hermano y mi hijo saben de lo que hablo. Pocas veces una fiesta concluye en paz. Un borracho que se sobrepasa, otro que te anda buscando y uno al que el retracto le ha quitado la ilusión y el dinero y busca el desquite con malas artes. Les aseguro que nada hay más triste que las patadas violentas y la sangre en la boca para cerrar la fiesta. Y los cuerpos desorientados en la noche. El hombre les invitó de nuevo a almendras. –Por eso valoro como nadie aquel combate. Usted lo 329
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tenía todo en contra. El público y la malsana manía de los árbitros de barrer para casa. Se fajó como un valiente. No rehuyó la pelea. No respondió a los golpes bajos. Pero su derecha, su derecha es pura dinamita. Señor, muchas gracias. Le admiré entonces y le admiro ahora que he tenido oportunidad de conocerle. Nadie sabe lo que es recuperar el orgullo en un país suficiente, frío y desconocido. Tigre le dio la mano emocionado. El almendrero, dijo: –Le deseo lo mejor de corazón. Hay gente que la vida se la malcome a dentelladas, sin saborearla. Están equivocados. La vida hay que gozarla. Y le aseguro que aquella noche fría yo la saboreé como nunca gracias a usted. La panadera preguntó a Tom: –¿Es tan bueno tu amigo como afirma el almendrero? –El mejor. Se retiró a la pared de la plaza y Tom la siguió. La panadera dijo: –¿Sabes? Bailas muy bien. –¿Para ser cojo? –Los cojos nunca bailan en las fiestas. –o– Tercer asalto. Decidido a acabar rápidamente la pelea, Cloroformo Juan comenzó a buscarlo. Tigre descubrió que las rodillas respondían perfectamente. Sólo la cabeza un poco adormecida, como si mil enanos de feria le frenaran los reflejos. Se limitó a esquivar a su rival. Navegaba por el cuadrilátero convertido en mar por momentos tempestuoso y salvaje. Las olas enormes llegaban desordenadas de tres en tres, disipándose finalmente sin apenas mojarle. Mucho más pesado que él, los movimientos de Cloroformo podía adivinarlos hasta un niño. Bastaba con mantenerse a distancia, con no dejarse acorralar. 330
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El árbitro detuvo un segundo la pelea. Y le amonestó por falta de combatividad, restándole un punto en la cartulina. Era la primera vez en su vida que le sucedía algo así. Y le hirió profundamente. Se había pegado antes hasta con su sombra. Miró a la esquina. Roberto le hizo un gesto de aprobación. Tom tenía los ojos grandes enrojecidos. Era el tercer asalto de su pelea particular por alcanzar los siete. A Tigre nadie le llamaba cobarde. Tigre saltaba al ruedo si era preciso para matar a golpes a un toro asesino y cornilargo. Las risas y las protestas de la gente le calentaron la sangre. Intentó una esquiva, soltó el brazo y. Le contó el árbitro los ocho reglamentarios. Luego, le puso el protector bucal y le limpió los guantes. Asintió con la cabeza a su pregunta de si estaba en condiciones de proseguir el combate. Y se dejó recostar en las cuerdas. Le salvó la campana. Tenía el rostro tumefacto, bañado en sangre, una ceja cortada y los ojos empeñados en viajar libres por su cuenta. –Mamoncito, ¿qué te hiciste? –le preguntó cariñosamente Tom. –¿Cómo te encuentras? –le preguntó Roberto. –Bien. –¿Aguantarás? –Aguantaré. –Siete, Tigre, siete. –Mamoncito, para siete quedan cuatro. Cuenta los dedos de mi mano. Tigre le miró todavía aturdido. –Veo cuatro. –Ese es el número del infierno y más de cuatro el del cielo. ¿No pretenderás de nuevo condenarte? Joe se acercó a la esquina. –Si le tocas a partir de ahora, seguro que consigo dos combates más. 331
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Dos días antes de la pelea, el Sapo los condujo a una pensión del barrio viejo. El cuarto tétrico daba a una esquina oscura. Roberto les dijo: –Día libre. Tom dijo a Tigre: –¿Quieres que te acompañe? –No –dijo éste. –Mejor. Así puedo dedicarme a mis cosas. –¿Qué cosas? Tom le guiñó un ojo. –Todos los cojos tenemos siempre las cien horas del día ocupadas. Tigre descubrió que aquella ciudad, precisamente su ciudad, le era completamente desconocida. Ya no arrastraba los pies. Ya no necesitaba apoyarse en cualquier esquina. Podía cruzar una calle sin el riesgo de ser atropellado. Hasta el aire parecía distinto. Se detuvo en algunos escaparates. La gente no se separaba de su lado. Era una persona normal anónima entre personas normales. La Mejicana mendigaba en el mismo sitio de siempre. Se acercó a ella y le entregó un par de monedas. Ella le miró agradecida a la cara, dijo “gracias” y volvió la vista a otro lado. Tigre, dijo: –Hola, Mejicana. Ella se volvió para mirarle de nuevo. Dijo sin ninguna emoción: –No vuelvas al mercado porque tu sitio está ocupado. Así de sencillo. ¿Quién te viste de esa manera? Tú no eres un gentleman, no sabes lucir los gemelos. Pareces otra cosa. Parece que te va bien. Me gustabas más antes. Ahora pareces cualquier cosa, un tipo de oficina. Yo no me acuesto con tipos con esa facha. Huelen muy mal. Seguro que hueles a colonia barata. A mí me gustan los más hombres. El 332
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que ocupa tu sitio ese sí que es un hombre. Sabe darme el cariño que una mujer necesita. Sabe leer y todas las noches me lee el periódico. Eres un rufián. ¿Has estado en la cárcel? –No. La mujer se subió los calcetines. –Seguro que no has pensado en mí en todo este tiempo. Durante una semana esperaba tu regreso. Me decía: “Vendrá porque tiene que venir”. Pero los demás me decían: “¿Cuántos de los que se van regresan?”. Es terrible. Nadie regresa. Me parece una vulgaridad. Un día vino uno y preguntó: “¿Hay sitio para mí?”. “Bueno”, dije, “tengo la casa un poco desorganizada y al sofá le crujen los muelles”. ¿Y sabes qué me dijo él? ¿Lo sabes? Pues me dijo que me compraría una casa nueva. Incluso que me compraría un sofá nuevo. Colgaríamos en la cocina un cuadro de un jardín verde con las gotas de lluvia deslizándose sobre las flores. Una cosa gilipollas, pero muy decorativa para la hora del té. –o– Cuarto asalto. El comienzo fue un auténtico calvario. Pero luego, hacia la mitad, a Cloroformo Juan los pies se le aplomaron, como si le viniera la hora tonta, cesando en su persecución. Esto le permitió a Tigre recuperarse. Las rodillas volvían a estar en su sitio, ya no le colgaban los brazos, era capaz de nuevo de soltar las manos y amagar la esquiva saliendo en otra dirección. La mirada de cristal vacío recobraba el color perdido. Y la cabeza empezaba a enfriarse. Consiguió un uno–dos que Cloroformo acusó. Volvió a entrarle. Se zafó de la contra sin apuros. Cloroformo comenzó a abrir la boca. Había corrido en cuatro asaltos más que en el resto de sus peleas. Tigre le tocó el pómulo derecho. Tigre le entró directo, le cerró la salida. Tigre le obligó a retroceder. El campeón asombrado y confuso, parpadeó 333
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un instante. Y rozó por primera vez con su espalda las cuerdas. Tigre le alcanzó la mandíbula. El impacto seco asustó a los espectadores. –Siete, Tigre, siete.
El Sapo era capaz de cualquier cosa, incluso de cerrar los puños con una canica de acero dentro antes de calzarse los guantes. Marrullero, fajador, golpeaba al menor descuido por debajo de la cintura. En los abrazos impactaba al contrario incluso con las rodillas. Tocaba y se echaba encima, impidiendo la contra del adversario. Le dijo a Roberto: –Sin reglas. –Sin reglas –convino éste. Para el minuto y medio ya le había cerrado un ojo a Tigre. A los dos, le cazó abajo. Tigre se dobló gimiendo como un niño al que le hubieran quitado el juguete de cumpleaños. Roberto intervino: –Déjalo. –Coño –protestó el Sapo– si sólo he jugado un rato. –Venga. Ya os podéis marchar. Nene le recriminó al Sapo, subidos ambos en la furgoneta: –Eres un cabrón. –Lo soy –dijo el Sapo. –Un auténtico hijo de puta. –Lo reconozco. –Eso no se hace a un compañero. –¿No? ¿Por qué? Eso levanta el orgullo. –El día en que te trabaje él veremos cómo reaccionas. –Te aseguro –dijo el Sapo absolutamente en serio– que 334
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ese día estaré yo más orgulloso que él por haberme alcanzado. –o– Quinto asalto. Salió como una flecha del rincón y sin mediar saludo, Tigre entró en la guardia de Cloroformo marcándole sin dificultad el rostro. Nunca Cloroformo había llegado a esa distancia en sus combates. Volvió a retroceder. Sintió el impacto en la ceja. Cloroformo pareció asustarse y con él los espectadores. Había perdido con el centro del ring la iniciativa del asalto. Buscaba en la esquina una respuesta desesperada a sus indecisiones. Con el silencio expectante, Tigre fue subiendo en acometividad. Entraba, salía. Conducía a Cloroformo de un lado a otro. Sabiéndose superior, dejó que el campeón volviera a anclarse como un acorazado en el centro del ring esperando descargar sin demasiada convicción sus obuses de mil kilos. Le costaba respirar. Tigre García comenzó entonces su recital de piernas. Moviéndose con la agilidad de un caza invisible entraba por un lado y por el otro, siempre a distancia, lejos del alcance del aspirante a campeón. Tom, dijo: –Dosifícate, mamoncito, que las serpientes dormidas siguen siendo peligrosas. Roberto dijo: –Llevas el combate muy bien. ¿Cómo te encuentras de fondo? Respira. Bebe y escupe. Respira. No le dejes pensar. Tiene la cara marcada. Le duele el ojo izquierdo. –Y la moral –dijo Tom–. Esa sí que duele. –Déjale de vez en cuando que cace moscas. Tiene tantas delante que posiblemente alguna le confunda. Y ahí estás tú. 335
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El cura del reformatorio, un viejo cansado con ganas de morirse, tenía dos perros chatos y feos. Recibía a los muchachos en su despacho, con los perros a sus pies. Un día le dijo a Tigre: –¿Qué piensas hacer cuanto te echemos de aquí? –Me haré a la mar –respondió Tigre. –Me parece una respuesta inteligente. ¿Sabes nadar? –No. –Entonces tu disposición no parece tan inteligente. –Aprenderé. –¿Quién te ha enseñado a pelear? –Nadie. Eso se aprende aquí dentro y en la calle. –¿Serías capaz de pegarte conmigo? Tigre le miró asombrado. –Usted es un viejo. No me atrevería a tocarle. No porque sea cura, que eso me importa poco. No me perdonaría nunca lisiarle. Usted es una buena persona. El cura se levantó, se enrolló la sotana en la cintura y se puso en guardia. –Inténtalo –dijo. Tigre fue a darse la vuelta. Pero el cura le alcanzó en la mandíbula. –¡Inténtalo, coño! –gritó el cura. Y le volvió a tocar. Tigre entonces se echó sobre él, pero el cura le esquivó con facilidad. Se apoyó Tigre en la pared para recobrar el equilibrio y volvió a errar el golpe. Ya no tuvo tiempo para más. Los dos perros acudieron en ayuda del cura, mordiéndole en los tobillos. La marca de los colmillos le quedó grabada para siempre. –o– Sexto asalto. Roberto le dijo: –Trabájalo. Trabájalo. Esa será su mejor lección para el futuro. Tigre descubrió a Nene en la segunda fila del ring, al lado 336
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del Sapo. Le brindó el asalto con una sonrisa sincera. Bajó la guardia aburriendo a Cloroformo Juan con sus quiebros de cintura. La docena de moscas que le había anunciado Roberto revoloteaban nerviosas delante de los ojos del futuro campeón. Podía tocarle con absoluta comodidad. Cloroformo soltaba lentamente los puños apoyándose demasiado en el peso de su cuerpo, sin lograr alcanzarle ni una sola vez. Tigre sin embargo colocaba el guante con una precisión insultante de cirujano. Sus golpes no eran excesivamente fuertes, como si quisiera prolongar la agonía del mastondote. Perdigones que se limitaban a dejar huella en la cara. Puntuaba con claridad. Era tan fácil alcanzarle. Ni siquiera un juego de gato con ratón. Cloroformo era el saco de entrenamiento que se movía obligado por los impulsos del golpe. Como si fuera un lugar oculto a la vergüenza de la sociedad, el gimnasio estaba en un sótano irrespirable y húmedo acondicionado de mala manera en la trasera de una de las últimas casas del barrio viejo. Cuando Joe Lagartija le hizo caso, le dijo a modo de saludo: –¿Tienes antecedentes penales? Tigre negó con la cabeza. –¿Fumas? ¿Bebes? ¿Qué quieres ser en el futuro? ¿Chulo? ¿Vivir de las putas? –Quiero boxear. –Y quieres que yo te enseñe. –Sí. –Esto no es un colegio de párvulos. Esto es el ejército, muchacho. Aquí se viene a triunfar o a morir. ¿Tienes dinero para pagarte las clases? –No.
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–¿Trabajas? –En lo que salga. –Todos trabajáis en lo que salga. El cura me ha llamado. Dice que estás muy verde. Dice que confía en ti. Eres una perla, un diamante en bruto. Lo que pasa que perlas las hay buenas y falsas. Y los diamantes en bruto carecen de valor si no están tallados. Así que depende de ti. La palabra del cura es para mí una orden de cumplimiento obligado. Veamos lo que sabes hacer. Joe Lagartija se dirigió al ring. –Sígueme. Quítate los zapatos, deja el jersey a un lado y quédate en calzoncillos. Luego, le dijo señalándole al tipo que salía de la ducha: –Mira. Ese es el Sapo. Fue campeón nacional. ¿Sabes por qué le llaman Sapo? Porque carece de ética profesional. Escupe, muerde, y hace cualquier cosa por bajar del ring con la cabeza más alta que su adversario. Tiene cojones. Y una sola meta en la vida: sobrevivir. –o– Sonó la campanilla. Roberto le dijo : –Vamos, ahora. Joe Lagartija le gritó desde su silla: –Te has ganado el contrato. –o– Séptimo asalto. Comenzó como había terminado el anterior, bailando frenéticamente. Con la boca abierta, Cloroformo Juan intentaba acotar el círculo de movimientos, pero Tigre mantenía la agilidad de un peso ligero. Inició otra vez el repertorio de golpes. Cambió la guardia en un momento para confundirle. Al acorazado le costaba defenderse de los picotazos que le entraban por cualquier sitio. Aquello co338
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menzaba a ser una lucha entre un enjambre salvaje de avispas piojosas con ganas de inocular el veneno adormecedor de su aguijón y un elefante atrapado en el fango. Pero en realidad, aunque estuviera puntuando, aunque pudiera ganar el combate, sería una victoria oscura, triste. En un combate entre pesos pesados la supremacía la establece el ko. Todas sus victorias anteriores habían sucedido de esa manera. Y las de Cloroformo Juan. Es lo que espera la gente, lo que cotiza en las apuestas. Nadie había logrado tumbar todavía al Killer, al Cloroformo o como se llamara ese niñato de rostro escocido. Él, sin embargo, ya había caído una vez en el segundo asalto y otra en el tercero. Ahora le tocaba al chulo doblar las rodillas. Inesperadamente, Tigre García se acercó al centro del ring y se quedó quieto. Los espectadores enmudecieron. Ambos púgiles se cruzaron una mirada asesina. Tigre García aceptaba el juego del contrario. Había demostrado que era mejor en cuanto a esgrima y preparación, y ahora aceptaba el juego del contrario. –¿Qué hace ese loco? –gritó de nuevo Joe Lagartija. –Déjelo –dijo Tom–. El mamoncito sabe lo que hace. –Lo va a machacar. –Ya ha cumplido llegando a siete –dijo Roberto–. Ahora manda el orgullo. Tigre García invitó a Cloroformo Juan. Le hizo un gesto con los guantes como diciéndole ven, que te espero. Ven, niñita, que te voy a cortar esos tirabuzones rubios. Ven, guapo, que esta noche te va a caer encima un cuerpo de cien kilos. Vamos, muévete. Sal de la panera. Ya sé que te pesan los botines, que no quieres que te toque la cara, pero, fíjate, yo tengo ganas de quitarte la sonrisa de payaso y de romperte de paso un par de dientes. Vamos, chico, que es para hoy. 339
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Cloroformo Juan no rechazó la invitación, y soltó el puño derecho. Tigre García cayó fulminado. La casona, los tabones, el chupón, las piedras del cotorro, las nubes inertes todo flotaba en el aire, como si el aire al desteñirse se hubiera convertido en el calidoscopio donde los objetos más curiosos adquieren una dimensión extraña. Las cosas habían perdido de repente su peso natural, convirtiéndose en imágenes flotantes y gaseosas. Lamió la huella salada de su sangre. Intentó levantarse, pero se le doblaron de nuevo las rodillas. A duras penas le llegaba la cuenta del árbitro ahogada por el griterío ensordecedor de la gente. Sangraba por la nariz. Un corte profundo en las cejas, la mirada vidriosa, las piernas entumecidas. Alguien con malas artes le había clavado sin darse cuenta al suelo y ahora él se sentía incapaz de soltarse. Miró hacia arriba impotente. Todo estaba acabado. El piso olía a desinfectante de quirófano. La luz cegadora de los flashes le impedía concretar la colección de rostros anónimos. No podía volverse a su rincón para recobrar ese hálito de fuerza que insufla las miradas amigas. Caído y solo. Los ojos enrojecidos, húmedos. Le entraron unas repentinas ganas de llorar. Unos acordes siniestros de guitarra le llegaban envueltos en una neblina inquietante. Tenía el cuerpo gastado, la mente vacía. Buscó ese asidero distante que jamás aparece. Pero allí, de repente, en la segunda o tercera fila, escondido en la esquina, como un boceto borroso, creyó descubrir una imagen conocida. Sonrió vencido como un bobo. El Cristo roto de la cruz oxidada se había decidido a comprar la entrada. Y estaba allí, desnudo y sufriente. Dejó entonces de besar la lona y amagó un saludo perdido. Quiso decirle: aquí estoy, colega, demasiado jodido para le340
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vantarte la cruz. Perdona. Se acabó. Tendrás que buscarte otro más hombre que yo; otro que cargue con tu cruz que yo no puedo siquiera con la mía. Lo siento, amigo. Lo siento, de veras. Perdóname. Apoyó a duras penas los guantes sobre la lona. Y a pulso en un último esfuerzo consiguió alzar un palmo la cabeza, como una tortuga dispuesta a expresar su orgullo antes de rendirse al adversario. El Cristo le sonreía. Venga, coño. Arriba, jodé. Tigre se sostuvo sobre las rodillas, como Cristo. Supuso que era la mano caída del Cristo la que le ayudaba también a ponerse en pie. Casi sin quererlo estaba de nuevo arriba. Venga, Tigre Capullo. Asintió al árbitro. Las moscas rondaban desquiciadas alrededor de su cabeza. Y las babosas y las hormigas y todos los insectos que se desplazan por la tierra anidaban en su cuerpo. Era la tercera caída. Cloroformo Juan gesticulaba y sonreía desde el rincón neutral al verle tambalearse. A Tigre le llegaban palabras sueltas, sin sentido, perdidas entre los aplausos al campeón. Medio atontado, se apoyó en las cuerdas y volvió su rostro tumefacto hacia su esquina. Descubrió la mirada entre asustada y decepcionada de Tom, la incredulidad de Roberto. Había fallado a sus compañeros. Otra vez más. Intentó un esbozo de sonrisa a modo de justificación y como si la respuesta al saludo fuera una señal convenida, se fue tambaleando como un autómata hacia el centro del cuadrilátero. La gente estaba asustada. Aquel loco compraba en la taquilla del cementerio un billete para la eternidad. Cloroformo comenzó a telegrafiar a los espectadores con su puño izquierdo el lugar exacto donde iba a colocar su terrorífico y último derechazo de la noche. Con la guardia 341
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baja, Tigre le mostró estúpidamente los dientes y le provocó con un gesto despectivo, el mismo gesto que tantas veces había prodigado en los tugurios de la noche. Luego, sin esperar a que su adversario se recuperara de aquella insensatez, avanzó el pie izquierdo entrando en su guardia. Recibiendo, lanzó el golpe secreto. –o– Cuando despertó en el hospital, Tom y Roberto estaban a su lado velándole el descanso. –¿Acerté? –Sí, mamoncito –dijo Tom– lo hiciste rematadamente bien. –¿Acerté de verdad? –Fue un golpe impresionante –dijo Roberto–. Se citará siempre en los anales del boxeo. –¿Cayó al suelo? –A todo lo largo. –¡Dios mío! ¡Lo tumbé! –Sí, mamoncito. Lo tumbaste. El primero que lo logra. Ese se va a quedar con tu cara para siempre. –Fui el primero. –El único. Nadie lo hizo antes. Tenía vendadas las manos y parcheada la nariz y las cejas. Un hematoma grande rodeaba sus ojos. El pómulo hinchado, la mandíbula desencajada, malherido el cuerpo como si se le hubieran venido encima todos los contenedores de basura del mercado. Las franjas de luz filtradas a través de la celosía le herían lastimosamente. Le dolía la cabeza, y un ruido sordo y monótono le machacaba los oídos. Hizo que Tom se acercase y le preguntó en un susurro: –¿Viste al Cristo? 342
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–Lo vi –contestó Tom convencido de que Tigre deliraba. –¿Viste cómo me ayudó a levantarme? –Lo vi. –¿Hablaste con Él? –Hablé. Claro que lo hice. –¿Y qué te dijo? –Que eres un mamoncito bueno. –¿Y qué más? –No me dijo nada más. Tigre se contuvo un buen rato en silencio, recordando acaso el momento en que el Cristo le había cogido por las muñecas ayudándole a levantarse. –¿Qué tengo roto? –preguntó luego. –Todo. Intentó sonreír. –Fue dura la pelea, ¿eh? –La más dura que jamás se haya visto. –Ese tipo hace daño. –Tú también. –Yo también. –Tumbaste al campeón. –¡Lo tumbé! Le hice besar la lona. Durante unos minutos estuvo de nuevo en silencio, sin duda gozando del instante en que retó abiertamente en el centro del ring a aquel Cloroformo, Dinamita, Bombardero, Killer o como se llamase. Cómo se rió de él a la cara, cómo colocó el pie izquierdo un poco más adelantado y. Merecía la pena el castigo recibido. Aunque le doliese el cuerpo, merecía la pena. Jodé que sí. Luego, volviendo a la realidad, preguntó: –¿Cuánto me ha quedado de bolsa? 343
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A Roberto se le hizo un nudo en la garganta. –Nada –dijo. –¿Nada? –inquirió confundido Tigre García. –Te la han retirado, Tigre. Por descalificación. Tuviste mala suerte, Tigre. Soltaste el puño demasiado tarde, cuando ya había concluido el asalto.
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La vieja casona La vieja casona, a la que algunos llaman palacio porque tiene unas almenas postizas y una estructura de cubo de piedra y un par de ventanas ojivales y agujeros en su lado oeste como cicatrices oscuras simulando troneras, se alza, y no por casualidad seguramente, a la misma orilla del camino que conduce a la ermita y enfrente de la iglesia, de modo que la portonera medio derruida se abre justo al atrio, bajo cuyas losas moran para la eternidad acaso los antiguos fundadores del pueblo, hoy apenas recordados. La parte alta del edificio, una habitación que estuvo alguna vez encalada y cuya tarima de madera crujiente anuncia el estrépito que se produce al darse en ceder por el peso de la broza, la había dispuesto Emiliano de palomar, al menguarse su bolsa y hacerse al trabajo. Pero las palomas, amigas siempre de la altura, se le escapaban a la torreta de la iglesia, donde anidaban cuando les venía en gana. El cura, decía Emiliano con gran enfado, nunca las daba de comer ni hacía el menor esfuerzo en su recría, pero bien que engañaba a los pichones con el farol para aprovecharse con descaro del alto precio de su venta. Alegaba en su defensa el honorable que los pichones eran suyos, que Dios alimenta a las palomas en la abundancia del campo y que él recogía la cosecha, como los labradores las espigas ladillas y los frutos carnosos de la vid. Y que las suyas eran más torcaces, más grises, de pico más encarnado y ganchudo. Que la vieja casona encerraba entre sus paredes algún secreto debía ser cierto y en descubrirlo ocupaba la mayoría de su tiempo Emiliano. Se dio en preguntar a Madrid, a Simancas, a monjas y a frailes, a todo aquel que supiera de arte y cultura. 345
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Un profesor de instituto le aseguró, en hermoso papel satinado con dibujo y membrete, que en aquella casona lúgubre y oscura, Felipe II se recuperaba de sus desaforadas cacerías. Otro, éste ya catedrático, afirmaba con la rotundidad y énfasis a que la ocasión obliga que el susodicho Felipe II, a la sazón mozalbete rubio, de ojos azules y facciones regulares, usaba del lugar para menesteres más plebeyos y fogosos, consecuencia de lo cual era factible una descendencia, presumiblemente reconocible por la especial mezcla racial de sangre germánica, borgoñona, lusitana y castellana, noticia que conmovió tanto a Emiliano que durante los tres meses siguientes uno tras otro se dio en examinar a todos los naturales que gozaran de barbilla y labio inferior prominentes. Y otro auto denominado historiador, de lento hablar y mejor comer, para rematar la faena aseguró, afirmó, rubricó y apostó que allí, precisamente allí, en aquella casona, vivió recluido como un putero eremita el llamado Carlos de Austria, aquel príncipe enfermizo, de cuerpo deforme y carácter desequilibrado, fruto del matrimonio del emperador con su prima María de Portugal, y cuyo trastorno mental y crisis furiosas habría transmitido a sus herederos. Y entonces, los del pueblo comenzaron a señalarse entre sí, porque quien más quien menos tenía sus encuentros en el bar y sus discusiones por una linde mal definida y sus manías y sus recelos y sus envidias y sus aborrecimientos, y si era buena noticia pertenecer a estirpe hidalga mejor era olvidarlo si provenía de un subnormal sujeto a cadena perpetua por su propio padre. Y un cuarto advenedizo, todavía más económico, estableció la teoría de que aquella casona era el legado de un cardenal a una recia castellana por los amores apasionados, fruto de los cuales había nacido un bastardo medio tonto impropio de tan alto abolengo. 346
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Todas estas cosas, y otras escuchadas de niño en su familia, le fueron calentando la cabeza. Porque la propiedad de la casona se perdía en el tiempo. Había nacido allí. Y su padre. Y el padre de su padre. Y todos los otros padres de padres recogidos en los apellidos, que en lugar de enseñarle a trabajar le habían cedido sueños. Y allí moraba él en solitario, como una boya sin tiempo, envuelto en la concupiscencia del misterio. Era el señor del castillo, el dueño de los cerdos y de las palomas, el vaquero de dos vacas, el eterno interrogador de paredes y rendijas. De mediana estatura, tenía el cabello rubio y los ojos azules y un cierto porte de nobleza en su forma de conducirse con los animales. Mantenía la esperanza infantil, casi enfermiza, de que algún día, uno de esos sueños de doradas cebadas y trigos ocres, de lomas inundadas de fuego y resplandor pajizo, se volviera realidad y diera con el pico el cofre enterrado o el canutillo emparedado donde el manuscrito de un amanuense cortesano desvelara por fin el secreto de su linaje. Un día por semana Néstor, el buhonero, se llegaba desde los pueblos más pobres, los del otro lado de las lomas, con el viejo furgón rechinando histérico. Parecía romperse el robusto chasis por la pendiente. Los bandazos eran tremendos. Las curvas cerradas, sin peralte, empujaban a las ruedas al vacío, y una bocanada de espeso humo negro, enturbiaba el radiante azul de la mañana. El buhonero iba sin camisa, tragándose todo el polvo amarillo y oliendo el gas–oil mal quemado. Venía a faltas, a menudillo. Era un tipo alegre, que andaba encogido por culpa de los pies planos. Se cubría la calvicie con un sombrero de paja. Fumaba en pipa un tabaco apestoso, mezcla de miel y almendra. Paró el motor a la altura de la portonera. Los puercos rezongaban medio locos. 347
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–¿Has avanzado mucho esta semana, Emiliano? –gritó asomándose al patio perdido, donde las columnas redondas de piedra daban paso al antiguo patio de armas. –Ni tampoco un milímetro –contestó Emiliano desde las lechoneras. –¿Qué haces ahora? –Estoy de labor. Uno me ha amanecido muerto mordido por esta puta. –Tienes mala suerte, Emiliano –dijo el buhonero con sentimiento. –Mucha. –Pero te veo bien –dijo acercándose a la paridera. La cerda estaba sobre los cuartos traseros jadeando. Le dolían las mamas. Alguno de la camada la había herido con sus dientecitos de alfiler. –Es de primer parto y bravía. –Pues ten cuidado. –Se los acerco de uno en uno, para que los huela y los sienta. Pero se revuelve salvaje y los amocha la muy puta. –Prueba con el bozal. –Lo intento, pero no se deja. –Permite que te ayude: le calmo un rato las tetas y pruebas de nuevo. Néstor se acercó a la altura de la cabeza de la cerda como para hacerse conocer. La cerda le miró indiferente. Tenía una baba blanca colgando de la comisura y los ojillos tristes. En la oreja, el precinto azul de la vacuna. El buhonero se agachó lentamente. Introdujo con cuidado el brazo por los barrotes de la paridera y comenzó a sobar suavemente las mamas de la cerda. El animal se dejaba hacer. Gruñía a veces, como si reclamara a las crías. –Igual es que no le ha bajado todavía y por eso le tiran mucho –dijo. 348
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–Los llama, pero luego se revuelve. –Sí que los llama. –Alguna tiene herida –dijo Emiliano–. Le cuesta tumbarse a la muy cabrona. Los lechones estaban dentro de un cajón de madera, acomodados en la paja. Una bombilla les daba calor. Dormían revueltos, unos encima de otros. Cuando alguno protestaba, la madre se revolvía furiosa y refunfuñaba. –A otros les nacen once –se lamentó Emiliano–; a mí, siete y encima me mata uno. –¡Qué se le va a hacer! –Me persigue la mala suerte. –Tampoco estás muy enseñado. –Tampoco, esa es la verdad. –Pero a todo se aprende. –Hace tres noches se me infló el chote rubio, aunque todo quedó en susto. –Menos mal. –Mira cómo se está ahora –dijo Emiliano por la cerda–. Tan pronto bravía como mansa. –En cuanto se tumbe de nuevo, le echamos el primero – dijo el buhonero. Un lirón cruzó a lo largo de la cañería adosada a la pared, ocultándose en el piso de arriba. El lechón muerto yacía sobre el suelo, frío y estirado. Tenía la boca cerrada y un marca de sangre detrás de una oreja. Lo cogió Emiliano con las manos. –Para el perro –dijo, abandonándolo en el patio–. Pura mantequilla. –Ni que lo digas. Luego de un rato, la cerda se tumbó. Néstor tomó uno de los lechones, le sopló en el hocico para quitarle una paja atravesada y se lo fue acercando a la madre con cuidado, 349
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sin soltarlo del todo. La cerda gruñó antes de olerlo. Néstor volvió a acariciar las tetas del animal y puso a mamar a la cría. –Parece que lo quiere –dijo el buhonero. –También antes. –Vamos a ponerle otro. En pocos minutos las seis crías parecían haberse dormido cada una chupando un pezón. La cerda estaba también con los ojos entreabiertos, tumbada de lado y muy tranquila. El buhonero se lavó las manos al grifo y prendió la pipa. Uno de los lechones, cansado del arrobamiento, intentó trepar por la panza de su madre. Componía una figura grotesca y simpática. La cerda le llamó y al moverse el lechón resbaló rodando estúpidamente por el suelo de la paridera. A tientas, perdida la orientación, el gorrino se acercó peligrosamente al cabezal. La cerda, inesperadamente, gruñó con rabia, levantándose de repente, atrapando a los lechones bajo sus patas y cabeceando al intruso. Néstor y Emiliano acudieron en su ayuda, pero la cerda furiosa, hizo ademán de atacarles revolviéndose entre los barrotes. Con los lechones a salvo de nuevo en la caja, pasado el disgusto, Emiliano dijo : –Como me joda la sacrifico. Como hay Dios. –Alcánzame el bozal –dijo Néstor. El buhonero soltó la correa de cuero y se enfrentó a la cerda que se encontraba de nuevo recostada sobre los cuartos traseros. Levantó el engaño para que el animal lo siguiese con la vista y con habilidad se lo colocó en la cabeza, eludiendo la embestida. Luego, sofocada por el esfuerzo, la cerda se tumbó impotente. –¿Sigues buscando? –preguntó más tarde el buhonero a 350
LA VIEJA CASONA
Emiliano, cuando habían dado por concluida la faena. Sentado sobre el arcón de madera que contenía la harina para preparar la papilla, Emiliano sonrió con tristeza. –Sí –dijo. –Alguna vez darás con algo. Porque aquí hay algo. –Siento que estoy próximo. Pero a veces desfallezco. Pienso que mejor sería malvenderlo todo y marcharme a la ciudad. En la ciudad se vive mejor. De allí ninguno vuelve pobre. –Tú no eres pobre, Emiliano. –Tampoco rico. –Tampoco. Pero pobre tampoco. –¿Para qué sirven el orgullo y las creencias? –se interrogó a sí mismo Emiliano en voz alta– ¿Qué ganaría yo si un día apareciese un documento que otorgase carta de hidalguía a mi familia? –Nada. No ganarías nada. –Entonces ¿por qué sigo? –Ya no puedes dejarlo. –Eso me temo. –Tienes que continuar hasta el final. –He levantado casi la media planta, he agujereado también las paredes–dijo Emiliano descorazonado–. De un lado al otro. He cavado hasta sangrarme la orina. He picado allá donde suena hueco. Sé que estoy próximo. Que casi lo toco. –Alguna vez aparecerá algo, Emiliano. Ten confianza. –¡Dios santo! ¿Y si no aparece? ¡Cuánto cuesta mantener vivos los sueños!
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LUIS Mª ALFARO
Levántate y apúntame Se apostó su padre en el quicio de la puerta de su dormitorio, vestido con el uniforme de gala, aquel día de primavera en que cumplió los catorce años. Le ordenó sentarse al borde de la cama, antes de lanzarle el máuser a la cara. –Tómalo. Silverio atrapó el fusil en el aire, pero la fuerza del impacto le tumbó sobre la colcha. Comenzó a sangrar por el labio. –Levántate y apúntame. Estaba confuso. Aunque le acompañaba en la limpieza del arma desde muy pequeño, nunca jamás su padre le había permitido apuntar a nada ni a nadie. Las noches crudas de invierno, cuando regresaba de las rondas por caminos solitarios y montes esquivos, y aparecía en casa con el rostro tumefacto y las manos frías, dejaba el máuser apoyado en la pared y Silverio lo acariciaba con la mirada como a un animal doméstico. Le seducía especialmente el misterio de aquella boca negra donde habita la muerte. El viento gélido del norte hacía vibrar los cables del tendido eléctrico, amortiguando los aullidos heridos de los lobos hambrientos. El hombre se deshacía a duras penas del correaje, casi congelados los dedos y se acercaba al fuego de la cocina. Luego, se sentaba en la silla de paja. Y se estaba un rato largo, contemplando el flamear incoherente de las ascuas, hasta que el calor devolvía color a sus ojos. El silencio hablaba por ellos. –Me falta una bala –confesó un día en que la nieve se dio en confundir las marcas de los caminos. –¿Una alimaña? –le preguntó su mujer. –De dos patas –repuso secamente. 352
LEVÁNTATE Y APÚNTAME
No hubo más comentarios. La mujer se santiguó sin rozar apenas los dedos la toquilla y siseó algo ininteligible. Luego, simplemente dio la vuelta con el cucharón al contenido del puchero y siguió con las labores. Silverio comprendió que su padre había matado a un hombre. Y que el hecho, en realidad, tenía una importancia relativa. En los sueños de esa misma noche, un borracho pendenciero, un tipo de vida arruinada, acechaba en la hendidura natural de una de esas laderas prohibidas, donde moran los diablos que sujetan las sombras. El borracho se la tenía jurada y su padre, siguiendo el rastro del compañero atacado por los furtivos, estaba al punto de pasar por allí para socorrerle. El compañero estaba malherido, haciendo frente en solitario a la ventisca, y su padre, dominando el cansancio de la maldita caminata, acudía urgente a la llamada de auxilio. El borracho escupió a la roca, amoló el corte de la navaja, se apostó en el lugar propicio y se dispuso a atacar. Pero Silverio apareció entonces de improviso, nadando sobre la nube del sueño, apoyó el fusil contra el hombro y disparó y disparó y disparó y disparó hasta que el alarido de muerte del facineroso le obligó a abrir los ojos. Tiritaba. El mal dolor se le había puesto en la cabeza. Un dolor repentino, de esos que pretenden alicatar el cerebro. –Padre –le dijo al día siguiente, todavía aturdido por la impresión de una escena tan real como violenta, y antes de que volviera a salir de ronda por los caminos de nieve para otra semana de ausencia–, ¿qué se siente al matar a un hombre? Su padre le clavó sus ojos blancos. Le miró sin pestañear durante un buen rato, y le dijo: –Nada. Silverio aguantó como pudo la mirada. –¿Qué se piensa padre al apretar el gatillo? 353
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–Que el punto de mira no engañe al ojo. Nunca jamás había visto sonreír a aquel hombre pequeño, delgado, rústico, fuerte y cansado. Nunca jamás le oyó mentar en casa siquiera el nombre de sus compañeros. Se iba en silencio de madrugada, volvía para calentarse en la cocina y volvía a desparecer para otra larga semana. –¡Apúntame, coño! El fusil, en las manos de Silverio, acaso por su peso, comenzó a moverse sin dirección concreta. Tan pronto enfocaba al techo como se volvía hacía el suelo o la ventana. –¡Pies en posición! –gritó entonces su padre, con un vozarrón insospechado. Y Silverio asentó los pies tan firmemente en el suelo de madera que el arma cesó en sus movimientos nerviosos. Estuvo un buen rato con la culata apoyada en el hombro. Buscó la figura de su padre. El hombre estaba serio, firme. –¿Adónde estás apuntando? –Al corazón, padre. –A la cabeza. Apunta siempre a la cabeza. La muerte tiene que entrar por sorpresa. Hay que evitar que el enemigo se reponga. Cuando le retiró el fusil de las manos, tenía ese sudor frío que tantas veces acompaña en la vida. Luego de un rato, preguntó con un nudo en la garganta y acaso sin ganas de conocer la respuesta: –¿El arma está cargada, padre? El hombre le fulminó con la mirada. La mujer avivó el fuego de leña retirando la cernada, y dijo: –Hijo, no molestes a tu padre.
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DICEN NENA
Dicen, nena Dicen, nena, que la eternidad sólo es el tiempo que necesita Dios para recomponer este viejo mundo destrozado por nosotros. Dicen que cuando acabe el arreglo nos enviará otra vez aquí abajo para que con el mismo esmero se lo destrocemos de nuevo. El Abuelo es escritor de cuentos muy buenos
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Índice Atardecer de humo gris...............................................................................9 El hombre del dalle....................................................................................16 Ya no se preguntan por qué ....................................................................18 Cinco hierbas ..............................................................................................20 La carta ........................................................................................................41 El cheque.....................................................................................................44 Los becarios ................................................................................................52 El Gorrono .................................................................................................54 Han puesto celadores ................................................................................68 El baile del domingo .................................................................................69 La gloriosa armada.....................................................................................90 Rosa..............................................................................................................91 La aparición ................................................................................................97 Igloglú, gloglú .............................................................................................99 El poste humano......................................................................................106 Nigth–Club ...............................................................................................114 Las cinco de la madrugada .....................................................................148 Tres cuartillos de leche............................................................................149 El negro.....................................................................................................154 Leemos en el periódico...........................................................................161 Verdejo frío...............................................................................................162 Doscientos dieciséis.................................................................................174 Reunión de ejecutivos .............................................................................211 El camino ..................................................................................................216 Quinientos alumnos ................................................................................222 Los árboles cenizos .................................................................................224 El empleado de finca urbana .................................................................239 Una noche de verano ..............................................................................240 Me han cortado el agua...........................................................................245 La trompeta ..............................................................................................258 Besó con afecto........................................................................................267 Decido embarcarme en un submarino.................................................279 Una contra de defensa ............................................................................287 La vieja casona .........................................................................................345 Levántate y apúntame .............................................................................352 Dicen nena................................................................................................355
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Este libro se termin贸 de imprimir el 5 de junio de 2014, compuesto en fuente Garamond.