MUFF

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MUFF (La perniciosa veleidad del ser)

Luis MarĂ­a Alfaro Juan


COLECCIÓN NARRATIVA

Primera edición: septiembre 2020

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© Luis María Alfaro © Tabula Rasa Ediciones S.L.

Apdo. Correos, 3153 – 20080 • Donostia–San Sebastián email: info@tabularasaediciones.es http://www.tabularasaediciones.es Diseño y Maquetación: Mikel Fuentealba Iribarne Impresión: Imprenta Guipuzcoana

Printed in Spain I.S.B.N.: 978-84-120191-7-9 Depósito Legal: D 01083-2020


Andrea y Lara: al río que olvida su pasado de charca a la vuelta del diluvio se lo bebe el mar.

la gota de agua resbala sobre el fregadero piensa la niña en las horas oscuras de la noche ¿quién cerrará el grifo cuando descarrile el último tren y en el andén no esperen viajeros?

Circulen, la vida es un mecanismo de convulsión.



Introducción. Lo importante es el Muff. La respetada y amortajadora Aquilina, santera, sanadora, partera, adivinó al momento de qué vecino de la merindad era hijo el nacido en el seno de aquel matrimonio de pastorones y cuando dieron en cristianarlo como Moisés se aventuró a proclamar en voz alta: “este niño dará que hablar el día de mañana tanto como para llenar un diario y de muchas hojas”. Moisés creció lo justo por exigencias de la naturaleza. Nada en él presagiaba fuera a cumplirse la visión de la santera. Era un tipo anodino, sin interés que sólo se acaloraba en público cuando alguien mentaba las supuestas ventajas de las assaf respecto a las churras. Hasta ahí podíamos llegar. Pretender comparar un lechazo castellano recio con una goma de borrar judía es un sacrilegio de resultados cósmicos, tanto como permitir al diablo bendecir la mesa. Siguiendo la tradición familiar, siempre había sido pastor de otros, de los que ocultan las mellizas al amo para aumentarse a escondidas el perímetro de la tripa. Ahora, desde su jubilación, como carecía de obligaciones, vendido el burro y regalado el perro mamón, se había dado en conocer, sorteando los atajos retorcidos y los peñascos escarpados, la totalidad del inmenso páramo, aquella verruga enferma siempre presente en su vida y cuyos límites a más que avanzas más se alejan. Tenía fama de arisco y medio tonto porque no se le daba bien ni la baraja ni cultivar amistades pero con todo no de menos listo que uno de ciudad. Sabía de tomillos y plantas salvajes, captaba la presencia de lobo aun con viento en contra, dominaba el canto de los pájaros, detectaba la liebre 7


encamada y podía mantenerse quieto apoyado en el cayado lo mismo la hora entera que tres medias. A base de silbidos y monosílabos se organizaba la existencia. Dormía a menudo a la intemperie porque un tejado de estrellas es menos escalofriante que un techo de madera que puede venirse abajo. Curioso con las cosas que regala la madre naturaleza, se agachaba lo mismo para hacerse con una herradura roñosa que con un clavo ardiente o un hueso reseco de felino nocturno. Y sucedió. En sus andanzas jugando a perderse aquel día confundió con cecina de caballo reblandecida por el calor una cosa como plasta de vaca que encontró en el campo seguramente –pensó– caído del bolsillo izquierdo de algún tabardo. Como carecía de otra cosa para almorzar, se calentó agua en el cazuelo herrumbroso y echó aquello por si sirviera para condimentar una sopa más nutritiva que alguna de las suyas habituales de hierbas silvestres con miriópodo peludo y mosca verde muerta, y almorzó. Y el líquido chicharrón a falta de una miaja de sal le revolvió los adentros, y se sintió transformado, como si alguien allá en lo alto de la yesera se hubiera empeñado en desenroscarle por una puñetera vez los tornillos atascados de la cabeza, y le entraron unos ardores impropios de su condición de reseco sesentón, y al desnudarse obligado por la picazón del sanvito descubrió que su colgajo con tendencia habitual al suelo, sorprendentemente en una increíble insolencia repentina, se desplazaba altivo poco menos que por las nubes del cielo, perseguido dentro de su cine mental por cientos de mujeres suicidas también desnudas, fotografiadas en cinemascope y rolocinhcet. Emocionante. Durante diez minutos o quince estuvo brincando como 8


loco, lejos de este mundo y del otro, recitando versos desconocidos terminados en esdrújula, como si al liberarse de las ataduras de la realidad todos los vates cojos y miopes del dieciséis y siguientes le hubieran renacido por dentro asfixiándole de cultura. Pasado el efecto, cuando retornó a su medio analfabetismo natural, se supo distinto, reposado, muy hombre, muy feliz, sin turbulencias ni fijaciones extrañas, y con la garganta cogida. Así Moisés descubrió los efectos altamente frívolos del Muff, por puñetera casualidad. Así, a una edad provecta, experimentó por primera vez en su vida alteraciones viciosas tan extrañísimas. Como postre lógicamente decidió echarse otro traguito, para disfrutar de las sensaciones de las segundas oportunidades cuando mejoran las primeras. Pero los efectos, mutantes como un organismo vivo, remitieron ahora en sus elucubraciones oníricas para centrarse en torrenteras de palabras descarriadas, de modo que durante un buen rato fue capaz de hilvanar discursos incendiarios llenos de ideas ininteligibles, y hasta pudo gritar al mundo inquietantes proclamas revisionistas plagadas de consignas revolucionarias. “¡Hay que arrastrar a los ladrones por el hocico!”, tronó de repente su voz en las yeseras, antes de hacerse de nuevo el silencio. ¡El Muff desata la inteligencia! ¡El Muff es el estímulo! Elástico como un chicle, pegajoso como un chicle, del color de mierda vieja, hediendo como una bomba fétida, espeso como una fuga empantanada de una letrina del ejército, el Muff llegó a la sociedad para ponerse de moda, como las tacitas de chocolate lo fueron en Europa desde que Hernán Cortés trajo las semillas de cacao. Como la incorporación de la rueda y demás artilugios 9


fundamentales para la supervivencia humana (incluyendo el número cero), el Muff también estaba llamado a originar serias tensiones sociales. Gracias al Muff, en Moisés se cumplió la premonición de la difunta Aquilina.

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PARTE PRIMERA. 1. Canal de distribución. Temeroso de que las propiedades extrañas del líquido afectaran exclusivamente a su cabeza tantas veces expuesta a insolación, Moisés se dio en localizar a una cobaya humana. Y la encontró en un colega con tantos hidatídicos encima que se saludaba en los lupanares con los camilleros del hospital. Negativo y rubio, el tipo con cara de rastrojo olió aquello y se tapó la nariz y bebió un sorbito, y eructó, y luego otro, y también eructó. Y de repente delante de las ovejas primerizas se despatarró como un orate dándole con fuerza al mambo número 5 y siguientes con el ímpetu del neófito propenso a cometer su primer pecado de la mañana. Los ojos marrones se le volvieron primero volcánicos, luego verdes, luego azules. Y al día siguiente repitió. Los cines mentales ya no eran en blanco y negro, igual alguno violeta, pero nunca en blanco y negro. Aquella cosa suavizaba los rubores, enseñaba a bailar a los cojitrancos babosos, a defender derechos sin contraer obligaciones, a descubrir la existencia de los alrededores, y te llenaba de otros disfrutes sin más consecuencia que un regusto final a agua sucia, como de pescado mal descongelado. Lo demás ya fue consecuencia de las habladurías. Corrió la voz y como a todo el mundo le entró la necesidad de declamar a Lope, comenzó el goteo incesante de peticiones. El país precisa algo mágico que haga olvidar las necesidades que devienen en tristezas. Al principio, Moisés un poco aturdido practicó el trueque inocente hasta que se encontró con demasiadas planchas 11


de hierro, demasiadas ollas rotas, demasiados tarros vacíos de pimiento, demasiados ungüentos para golondrinos, demasiadas cosas inútiles. ¿Para qué coño quería él tantas jofainas y tantas bacinetas? Pronto se cansó de esquivar a los ansiosos que le seguían en procesión implorándole migajas de la cosa. Parecía por momentos el jefe de una cuadrilla de cusquejos hociqueando. Mejor dinero. Expandirse. Cash, cash. Decidió entonces profesionalizar el negocio buscando un canal de distribución. Y fue el mismo cara rastrojo quien le orientó hacia Carla con su futbolín roto, sus piernas largas de alquiler, y sus trapicheos. ¡Carla, ay, Carla! Y Moisés algo acojonado acudió a Carla. Carla fue o pudo ser la primera mayorista de Muff. Pero de eso hace ya tiempo… Carla. Siempre blandiendo el matamoscas en la mano como el cetro de un rey, sólo en caso de emergencia asoma la nariz fuera de la bodega donde ha echado raíces. ¿Qué es una emergencia? –¡El Muff, es una emergencia, coño! –grita fuera de sí: ella es legal, no quiere problemas; paga puntualmente al comisario su cuota de mercado; le ha costado mucho asentarse para que aparezcan unos advenedizos a indigestarle la clientela con ese jarabe amargo para enfermos, que hace que los hombres se contorsionen desnudos donde les pille recitando hemistiquios luminosos de postal de verano mientras a las mujeres, de repente, les vienen ansias salvajes de echárseles encima, y no al revés como enseña la tradición y la experiencia propugna. El chulo de ojos verdes asintió con un leve gesto de la cabeza. 12


–Eso mismo pienso yo –dijo. –Nos la están mangando esos canónigos, sacristanes, monaguillos, diáconos o como quiera que se hagan llamar. El gobierno los subsidia y alimenta con nuestros impuestos y ellos ¿cómo compensan nuestro esfuerzo?, ¡intentando arrebatarnos el mercado con modas nuevas y puteríos indecentes! ¡Seguro que son judíos o masones aburridos! ¡Seguro que nadie les ha enseñado a controlar sus ardores juveniles! ¡Seguro que cobran incluso comisión de los fabricantes que elaboran las bolsitas de té! ¡Seguro! ¿Quién lo iba a decir? Teníamos que haber continuado dándole cuerda a aquel viejo loco, Moisés, o ¿cómo coño se llamaba? Teníamos que haberle pagado lo que nos pidió y hubiéramos impedido la expansión por otras manos de ese maldito producto. ¡Mantendría ahora mi rinconcito sin turbulencias! ¿Y ahora qué? ¡Vivo en tensión! ¡Pronto me veré arrastrada por el suelo como una víbora sin veneno! ¡Pretenden echarme del mercado! El chulo de los ojos verdes, dijo: –Era un pobre desgraciado. –¿Desgraciado? ¡Para desgracia la nuestra que cada día que pasa disminuyen nuestros ingresos! –¿Quién podía imaginarse que la mierda a granel gustara tanto a la sociedad? –se preguntó en voz alta el chulo. –¡Pues los mismos que compran cuadros de monigotes y esculturas de hierros retorcidos! –exclamó Carla. Y añadió entonces visiblemente enfurecida: –Le he dicho a Bocas: tanta intromisión empieza a joderme el negocio. Me gusta exponer los problemas con las palabras exactas. Joderme es la expresión correcta. Soy una académica muy leída. ¡He ido a la escuela cuando enseñaban sumas con llevada y la prueba del nueve! Tengo una cultura que a nadie disgusta. Todo el mundo sabe lo que quiero 13


decir. Lo ha entendido y si sigue cruzado de brazos a la siguiente emplearé palabras más duras. No tengo pelos en la lengua. Y lo sabe. ¿Cuántos años lleva pagando la cuota por mantener su estatus? ¿Y el recibo? Bocas se lo expuso con claridad el día que contactaron por primera vez, hace ya unas décadas. Carla se presentó con unos aros enormes en las orejas, al aire el pelo azabache, embadurnada la cara con crema protectora de 50 para que el sol no regale arrugas en la piel. Detrás de la mesa, con su poderosa voz de ejecutivo, Bocas dijo: nada de notitas, cielo, cariño, cuidado con las contabilidades, la seguridad es la seguridad, los papeles siempre comprometen, cuenta conmigo siempre que abras la boca sólo para besar borrachos, pero Carla es de pueblo con hambre y ya no cree ni en las braguetas de los tipos escocidos: se fía lo justo y apunta en una libretita metódicamente los pagos, que no son pocos; la libretita la guarda bajo llave en una caja verde escondida en el orinal que oculta en la mesilla. A Al Capone lo encerraron por una falta administrativa (ha visto en una fotografía Alcatraz y aunque el penal es historia, dicen que hay tiburones y unas corrientes perversas que te alejan de la orilla). Grosera, basta, se ofrece al mundo en el local de su propiedad que huele a vino, a falta de ventilación, y amontona suciedad. Dice: –Eso le he dicho. –¿Con esas palabras? –preguntó el chulo de ojos verdes. –Las mismas, yo no me refreno. Yo también he sido revolucionaria. También he compartido reja con mecheras y putas sin clase, no te jode. Sentado de revés, con los brazos sobre el respaldo de la silla, el chulo daba a entender con su postura indolente que allí era persona importante. Tenía los zapatos impolutos y 14


una raya perfecta en el pantalón, la camisa amarilla con una corbata de motas blancas. Un sello de oro macizo en el índice de su mano derecha. Desentonaba en aquel establo. –¿Y qué has sacado en claro? –preguntó sin mover un solo músculo de la cara. –Lo que Bocas me ha dicho. –¿Y qué te ha dicho? –Que los canónigos se abastecen desde el mercado de frutas –dijo Carla. –¡Eso ya lo sabemos! –exclamó el chulo. Y Carla, visiblemente irritada, estalló: –¡Te pago para que me aplastes las hormigas y calcines los hormigueros! ¿Y qué haces tú? ¡Mirarme el culo por si alguien en un descuido me lo hubiera cosido! El chulo de los ojos verdes continuó con la sonrisa burlona. –Eso le he dicho y con estas mismas palabras –dijo Carla. Germanines. Germanines, buhonero, era bien recibido en todos esos pueblos polvorientos que visita a turnos cada semana desde hace más de treinta años. Lo mismo da de perfil que de frente. Con la bata de tendero pisándosela todo le queda grande: las orejas, la nariz, las legañas de los ojos, la gota de baba colgada de la comisura de los labios, los párpados acuosos. Soltero, triste, cansado, pobre, sin proyectos, y encima honrado. Para combatir la soledad, en los viajes se refugia en los ensueños imaginándose lo que hubiera podido ser de haberse dado otras circunstancias en su vida. A veces suspiraba en voz alta para darse ánimos: –Soy feliz a mi manera. 15


Y las mujeres del Páramo le consolaban aun pensando que tenía demasiadas nieblas encima: –Que sí, buhonero. ¿Qué más quieres? ¡Ni tienes hijos que te abandonen en una gasolinera ni nietos que se avergüencen de ti! Y algún jubilado de tos permanente remataba diciendo: –Si no te da el paralís al regresar a casa verás con alegría que gracias a estar soltero ninguna vieja te espera. Y otro añadió: –Y nadie va a obligarte a beber en la cena el agua del vaso de la dentadura postiza. Lapicero en la oreja, libretita para anotar fiados, bolsillos remendados cedidos por el peso de las monedas, estaría como para retirarse (no había pagado el sello en su vida), en esa edad incierta que se acelera cuando se ha cansado de ser amable. Suministraba legumbres en papel enrollado de periódico en forma de cucurucho, igual que castañas; vendía por unidades regalices negros y chicles sueltos servidos con unas manos tan sucias que parecían haber estado de madrugada desmenuzando tabones. Condenado a transitar las rutas difíciles (las que nadie quiere), tragándose los malditos calores infernales del verano y los fríos de los crudos inviernos, pasaba muchas noches a la intemperie; su ruinosa furgoneta, recuperada del desguace, le había propinado serios disgustos en aquellas revueltas de cunetas heladas, que muchos días sólo él y el autobús escolar se atrevían a sortear con el mismo ánimo intrépido de los antiguos aventureros. Allí en lo alto, sentado en el suelo, untados en tomate los dos cortes de pan de la hogaza semanal, y cuatro rodajas estrechas de chorizo, almorzaba la única comida fuerte del día con el pensamiento puesto en la estrella vagabunda que su padre (+) canijo como él, y su madre (+) simple como 16


la cebolla, le habían comprado al nacer hacía ya tantos años que tenía olvidados. Se apellidaba Sánchez, lo sabía, y de segundo Martínez, más o menos. Congresista. Fumaba tomando el cigarrillo con delicadeza entre dos dedos, quizá para no desteñirse los otros con la nicotina. De mediana edad, traje a medida, con esa sonrisa hueca que permanece inmóvil eternamente en los labios, zapatos ingleses de suela dura, y la corbata italiana de nudo americano de auténtica seda, oficiaba de importante con la misma prepotencia de los modelos en las revistas fashion. Levantó la vista de los papeles para fijarse en el tipo desgarbado de piel arrugada y pelos largos y anteojos de alambre, que calzaba un 45, que debía ser profesor emérito en sus ratos libres y muchas otras cosas más. Dijo con aire de desagrado: –Explíquese. ¿Qué coño es eso del Muff ? –Parece que solo es mierda, señor –dijo el emérito–. Esas son las noticias que tenemos. Parece que huele incluso a mierda. Una cosa curiosa. –¿Curiosa dice usted? –Patológica. –¿Ecléctica más bien? –Circular. –¡Qué absurdo! –Soy de su misma opinión. –¿Y esos advenedizos lo distribuyen? –Así es –dijo el emérito. –Así es, señor –le corrigió el Congresista de mala manera. –Así es, señor –se corrigió el tipo raro. 17


–¿Y se pinchan con eso? –No, señor. No tiene nada que ver. Ni crea adicción ni revienta la salud. Es una cosa distinta. Basta diluirlo en agua y cuando toma color de calamar la gente que lo bebe se vuelve eufórica, increíble, piensan que no les manda nadie, que pertenecen a un comité de iluminados. ¡Algunos incluso quieren salvar a la patria! ¡Si serán ingenuos! Se liberan los muy simples de su frustración. Flotan. ¡Durante diez minutos se creen hasta los discursos del rey! –¿Y luego? –Luego tienen que seguir pagando la hipoteca de su casa. –¿Y eso es todo? –La gente eufórica puede tornarse peligrosa, señor. Lo explican los manuales. Las revueltas siempre se organizan en verano porque hace calor. La gente desnuda piensa que al desprenderse de las ropas viejas puede resolver los problemas mondando el mundo como si fuese una naranja o cambiar los visillos de las ventanas cuando les venga en gana. Como la euforia embota la cabeza se olvidan entonces lo que son para creerse durante unos minutos lo que nunca serán. Terrible. Los sociólogos avisan de que no hay manera de contener a los ingenuos en éxtasis. Les entra el optimismo fatuo. Se enfundan camisetas donde proclaman el amor y la amistad. ¡Qué tontería! ¡Qué ganas de perder el tiempo! ¡Qué locura! Exigen lo imposible. El congresista se puso a meditar en silencio. Dijo: –Nuestro modelo de sociedad ¿puede verse comprometido por la irrupción de esa calaña? –Puede, señor. –¿Peligra nuestro estatus? –Afirmativo, señor. –¿Nuestra posición dominante? –No tienen reparo en criticarla, señor. 18


–Desde la tribuna de oradores ¿diría poéticamente que hay nubarrones intrínsecos? –Sería muy aplaudido, señor. –¿Tensiones palpables a corto plazo? –Tristemente, señor. –¿Cree usted conveniente que pasemos a la acción? –Nos obligan las circunstancias, señor. Esos advenedizos son realmente agresivos. Enredan a nuestra clientela con palabras floridas y apoyándose en versículos inflamados e irascibles pretenden desalojarnos del mercado, hasta retirarnos como los trastos viejos que se olvidan en las esquinas a la espera del camión de la basura. –Está bien –dijo firmemente el congresista–. Acabe entonces sin contemplaciones con el problema. Aplaste la cabeza a esos payasos y quémeles el circo. Nada de condolencias, pero antes hágase con su fórmula. Enciérrela en una urna de cristal como la del motor de agua. –No va a ser nada fácil. Los llamados canónigos a pesar de su cara de místicos avergonzados aunque parezcan badulaques son inteligentes, señor, o eso pretenden hacernos creer. Alguno incluso licenciado. No se les conoce dedicación de provecho alguna, me temo que aplican algoritmos sofisticados secretos, igual que los frailes del Medioevo en sus magistrales de los digestivos de cuarenta grados. –¿Qué pasa? ¿Ahora para descifrar una fórmula hay que ser Parménides? –Pitágoras. –Eso he dicho, ¿no? –Sí, señor, eso ha dicho. El Congresista pareció reflexionar durante unos segundos. –¿Esa cerda de Carla les financia? –preguntó. –Negativo, señor. 19


–¿Quién, entonces? –Lo desconozco, señor. –Entonces, si esa cerda de Carla no está por medio y eso es un jarabe de mierda, no entiendo dónde coño radica exactamente el problema –gritó el Congresista. –En el futuro, señor. Si la gente toma esa cosa debidamente graduada puede llegar a pensar que lo tiene. Sería terrible. –¿Y lo tiene? –Decididamente no, señor. Pero me temo que con el Muff pueden creer que ya está próximo. Bien sabe usted que este país de inocentes es proclive a engendrar tantos tontos como iluminados. Remojos. Aunque los hombres son mitad de lo que aparentan ser y cuarta de lo que quisieran ser, Remojos (Juan de nombre, Juan de primer apellido, Juan de segundo, Juan triplicado) podía constituir perfectamente la excepción. Propenso a lo reflexivo, grande, de envidiable humanidad, blando, a pesar de provenir de familia de abolengo, los cincuenta sufridos, la vida se había cebado con él. De joven iba para adelantado de Castilla o filósofo, pero ahora de mayor con la desgracia añadida de que nadie se había molestado en enseñarle a trabajar estaba a lo que saliera. Sin recursos estables, la conservación de las raíces, es decir de la Casa Grande donde habían nacido él y las anteriores generaciones honorables de su apellido, le mantenía atado al pueblo. De abandonarla enterraría para siempre la historia de la familia. Y no estaba por esa labor. Ser el último caballero (sin caballo) conlleva una exigencia moral. En el fondo, peca de sentimental. Lector de periódicos atrasados y de los libros que le cayeran del cielo, conocía de la vida más que muchos nobeles 20


de literatura. Pero, claro, procuraba callarse sus conocimientos para evitar que se le rieran a la cara los compadres del pueblo llamándole hidalgo arruinado y muerto de hambre. Sabía por ejemplo, que si cruzas caballo con asno obtienes mulo estéril y una vez que explicó en público la razón científica del curioso suceso (los 64 cromosomas del caballo y los 62 del asno generan mulo de 63 lo que lo hace reproductivamente inútil) le dijo un tipo baboso que iba siempre en moto: calla la boca, gilipollas, y la calló. Le gustaba la soledad; alternaba poco; jamás daba la espalda a nadie. Resignado a las arbitrariedades de la alcaldesa y obligado por los niños pijos de la Diputación a endeudarse para el adecentamiento de las fachadas para que los peregrinos del Camino se sientan transportados a un mundo onírico, entre rústico y medieval, le costaba encarar con solvencia los préstamos. Se acercó a la oficina bancaria a escuchar por enésima vez el anuncio de embargo por no atender al vencimiento de la mensualidad del crédito. Mendigó (tragándose las humillaciones conferidas a su apellido de pasado excelso) la compasión de la oficinista que venía todos los días de la capital a abrir la sucursal, asegurándole por sus muertos que algo ahorraría para finales de este mes o del siguiente porque tenía un posible trabajo. A un tractorista le había sobrevenido una hernia discal, y las hernias discales son dolorosas aunque intermitentes y él alguna otra vez ya le había ayudado en su enfermedad. Y por eso esta vez también pensaba sustituirle. –Quizá no pueda pagarle todo de golpe, señorita, pero un poco creo que sí –dijo humildemente, bajando la vista al suelo, intentando sin duda camuflarse entre las motas negras de las piedras imitación mármol todavía no lampaceadas por la fregona de la limpiadora. 21


Añadió con la voz entrecortada: –Confíe en mí, señorita. Aunque me quede sin comer una semana, le prometo que pagaré. La oficinista tenía gente esperando. –Más le vale –dijo. La privaba horadar en los sentimientos de los clientes blandiendo los reglamentos internos de la entidad como espinas punzantes. Los reglamentos son fundamentales para la supervivencia de la raza humana. Estaba tan hecha a decir a todo que no que alguna vez que se le escapaba un sí los sorprendidos clientes aprovechaban para desnudarla con la mirada: efectivamente era mujer y dependiendo del día de la semana esa condición se apreciaba más o menos. Ni siquiera se molestó esta vez en hacerle pasar al despachito interior, simplemente le dijo en voz alta para que se supiera que ella, aparte de directora de la sucursal, tenía lo que les falta a los hombres frente a un superior: –Usted es un moroso y se lo digo con todas las letras. Ya sé que es buena persona, decente y honrado, con unos apellidos que igual fueron hasta importantes en la conquista de América y todo eso, pero no paga. Sólo faltaba eso, que encima de no pagar fuese indecente e hidalgo. Pero en el banco con las decencias y las honradeces no mantenemos los dividendos de nuestros accionistas. ¿Me entiende usted? Creo que ya se lo he dicho anteriormente. ¿Me entiende de una vez? Aquí el dinero no sobra, faltaba más. Lo necesitamos para financiar empresas, subvencionar artistas, editar libros de vates locales cultos, mejorar los escudos heráldicos de nuestros edificios, incluido el suyo, comprar globos y lápices de colores para las fiestas infantiles. ¿Sabe cuántas obras sociales mantenemos? ¿Y cuántas de caridad? ¿Y subvenciones? ¿Me entiende usted? ¿Se lo tengo que repetir de nuevo? ¿Cómo quiere que lo diga? ¡Los bancos somos fun22


damentales para la sociedad! ¡Todos nuestros beneficios retornan al pueblo! El dinero independiente de a qué bolsillos caiga, retorna al pueblo. Es ley de vida. Debería usted saberlo. A la salida, Remojos suspiró como si acabara de quitarse una angustia vieja. Esta vez la oficinista no había venido escotada con el suéter flotante y por tanto tampoco se asustó al no alcanzar a descubrirla las dos lombrices gordas que a modo de tetas otros días le bailaban sueltas. Era buena chica, de cara una miaja ovalada, y los ojos achinados, como si una incipiente miopía le obligara a estrecharlos para ver mejor, pero no era en absoluto condescendiente: nunca se prestaría a una quita de su deuda. En el fondo se llevaban bien. Ella le insultaba y él agradecía los insultos porque suponen una prórroga en el pago de la deuda. Canónigos. Advenedizos, como salidos de debajo de una piedra, funcionan con la misma disciplina que una procesión de capirotes: a la voz del canónigo mayor, todos arriba. Se supone que en realidad son estudiantes disfrazados de intelectuales por sus caras de empollones, aunque algunos por su edad, como los tunos, bien pueden ser padres de familia y hasta abuelos. Vaqueros rotos, tatuajes infernales, camisa por fuera, mochila a la espalda, sonrisa franca y dientes impolutos, palabrería envolvente, lo mismo invaden un concierto de rock como montan una perfomance con diez mudos hablando en el escenario. La sociedad está saturada de problemas y las algaradas no atraen ya a nadie más que a los que las organizan: hay que buscarse fuentes alternativas de financiación para vivir desahogados. Hay tantos mesías soñadores que apenas seducen ya las palabras viejas. Hechos. Futuro. 23


Hay que ofrecer algún alimento especial para que la humanidad triste aprenda a caminar contenta aunque sea a cuatro patas. Por ejemplo, el Muff. ¡Qué gran descubrimiento! ¡Una auténtica bomba social sin necesidad de recurrir a grandes inversiones ni a laboratorios chinos sofisticados! Y todo por volver los ojos a la naturaleza que se comporta como un enorme hospital psiquiátrico donde todo se cocina. Cierto que es un producto de mala presencia y peor olor, pero todo es mejorable. Además, el progreso es el progreso. Todo el mundo apuesta por las cosas nuevas, por eso encierran a los ancianos en residencias para olvidarse de su existencia. El cacao amargo con azúcar se convierte en desayuno para niños. Se empieza por canciones reivindicativas, acompañadas a la guitarra, tumbados en los jardines públicos, contando estrellas. Y luego que te entra el calorcito agradable… y las margaritas y las amapolas... y los tíos se desnudan… y las tías… y los poemas ¡ay, los poemas! En poco tiempo los canónigos frailunos proliferaron por las esquinas, ofreciendo a precio módico la nirvana y el cosquilleo: recitar sin haberlas leído nunca las páginas más sublimes de la literatura clásica nacional. Producto autóctono, como lo fueron los Ideales de dos diez, el cuarterón, los Celtas cortos, el Bisonte empalagoso y los Caldos de Gallina, tiene en su composición un no sé qué, que no se sabe qué, qué. Pero el Moisés negociante, viejo y loco, maldito entre los malditos, había desaparecido de repente cortándoles el suministro… Todavía les queda reserva, porque de una boñiga del tamaño de una patata estirando, estirando y laminando como trufas, pueden conseguirse dobles dosis pero no tanto como para expandirse por el inmenso mercado, aunque se engorde artificialmente el líquido con pastillas caldo de gallina. El canónigo mayor le había dicho al 24


canónigo manco a la tercera semana de no visitarles el viejo Moisés: localízame al puto machorro ese y apriétalo hasta que cante dónde se encuentra el Potosí; no podemos fiarnos de un tío emocionalmente inestable. Y el canónigo manco había dicho: cuidado con los de pueblo que cuanto más tuerto parecen mejor vista tienen. Capirotes en la noche. ¿Dónde consiguen la materia prima esos místicos fantasiosos?, había preguntado el Congresista al emérito simulando cierta indiferencia mientras el podólogo le raspaba las callosidades de los pies. El profesor emérito secretario del Congresista, entonces dijo: –Es posible que los jóvenes por el hecho de serlo sufran de descomposición permanente. El guano es un nitrato natural y fíjese como enriquece a las plantas, señor. –¡Quiero al suministrador ya mismo! –dijo el Congresista con altanería–. ¡Localícelo! Emplee la sutileza. Las goteras se solucionan cerrando la llave de paso. Y si falla la estopa del grifo me tapona la tubería. Improvise. Ofrézcale una televisión, una emisora de radio, una cabecera de periódico, lo que quiera. –¿Y si se niega? –¿Quién puede negarse? ¿Quién en su sano juicio propugna la anarquía? Las cosas están hechas para ser poseídas. Háblele usted entonces de que las grandes tragedias ocurren de noche… Las concesiones estatales nunca perjudican al listo de la clase. Bocas. A Bocas le disgusta que se altere el orden. Metódico, perverso, sin escrúpulos y algo excéntrico, tan excedido de peso que manda confeccionar sus propios calzoncillos (especia25


les para que no le rocen las ingles), vive temeroso de que un francotirador loco atente en cualquier esquina contra su vida, por lo que procura permanecer el mayor tiempo posible en comisaría encerrado en su despacho sin ventana, leyendo despacio los comentarios de las páginas salmón. Lo trascendente es el cash. Cash y más cash y vaivenes de la bolsa y más cash. Hay que hacerse un pasar para el día de mañana. Los complementos especiales del sueldo no cubren futuras necesidades. Pretende convertirse en el comisario más rico del mundo. Tiene vasallos pero le faltan posibles suficientes para cuando el Dios del universo saque a venta el puesto de inspector jefe del más allá, cargo vitalicio para toda la eternidad. Sin coche privado usa el oficial de camuflaje recostándose oblicuamente en el asiento trasero, oculto tras los cristales opacos. Si pudiera se operaría su rostro cuadrado de caballo de bastos todas las semanas para que no pudieran identificarle ni sus propios hijos ni los otros ajenos. ¿Su mayor preocupación como comisario? Que alguna rata extraña asome su hocico y pretenda expulsar a las habituales de la alcantarilla que le pagan peaje. Le molesta la insolencia de Carla: “en mis tiempos si había que calcinar un jardín se calcinaba y de propina los muebles del hall de la entrada y cuanto hiciera falta y adiós problema, así se actuaba: con dos cojones; daba lo mismo que fuera de madrugada como de noche; dos cojones; eso es lo que hace falta ahora en este país y no tanto funcionario gris parapetado detrás de una mesa ocultando su incompetencia con una sonrisa de conejo.” Nadie le ha dicho a la cara que no tiene cojones… hasta hoy. Le cuesta asimilar las afrentas y la de Carla resulta difícil olvidarla. Tiene que hacer algo.

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De nuevo Moisés. Muy experimentado de cuando el vellón de lana tenía precio y la piel de cordero otro, Moisés ofreció su descubrimiento primero a Carla. Y ésta que entiende de prudencia en los negocios, y que por fabricar más calcetines no dejan de oler menos los pies, decidió torearle alargando acuerdos. ¿Esa cosa? ¿Tiene prospecto farmacéutico? ¿Cómo una excrecencia tan repugnante puede interesar a la sociedad? Vale como novedad, pero lo trascendente, lo inconmensurable, lo que produce la satisfacción natural y las palpitaciones sofocantes, son las protuberancias exageradas sin silicona ni artificios, o sea las suyas, reforzadas con sus números de contorsionista experta. La cosa aquella puede ser, además, fuente de responsabilidades, ¿quién asegura que no libere un bicho náutico nocivo para la causa humana? Carla tiene conciencia ecologista, tanta, que se compromete a un periodo de prueba, asegurando que pagará a dos depósitos vencidos, un primero cuando obre el tercero en su poder. “Por la rotación, hijo”, le soltó cariñosamente aun pudiendo el viejo Moisés ser su padre. Pero Moisés no se inmola fácilmente. Los sacrificios mejor los hagan otros. Puede poner una mejilla pero ninguna bofetada va a calentarle la otra. A la demora en el pago, como los novilleros nerviosos, se propuso la alternativa. Con los canónigos frailunos le fue mejor de entrada – acaso porque no tienen otra cosa que hacer que peinarse las rastras enrizadas y entonar canciones lánguidas de desamores y buscarse dentro de la ropa pensamientos profundos– hasta que comenzaron a comportarse de forma inverosímil. Nada de misticismos y caras de hambre: prepotencia. En cuanto vieron en el Muff una caja de ahorros de propiedad personal, les dio por vestir mejor y conducir 27


coches deportivos. Comenzaron las exigencias: más mercancía, más reseca (menos peso), todavía más. Un poco más. Venga, viejo, trabaja, que para alcanzar el vértice de la pirámide necesitamos mano de obra barata. “Queremos homologar tus métodos de fabricación para expandirnos por Europa en cuanto arrasemos el mercado nacional”. Las aviesas intenciones de los explotadores. “¿Dónde tienes el centro de producción?, ¿en Bolivia, en China, en Copenhague?” El viejo Moisés, a sus años, se ve de pronto convertido en un aborigen esclavo. ¿Será la última línea del diario de Aquilina? Se comportan los advenedizos con él como empresarios malvados. Él que ha ido siempre por libre, que ha hecho siempre lo que le ha dado la gana, que se ha comido por fiestas de oreja a rabo las machorras del patrón, se ve convertido en una muela de esmeril, en un engranaje sin dientes. Más, más. Los canónigos lo compran todo. Más, más. Y Moisés tiene miedo porque los engordes exagerados de tripa acaban rompiendo tirantes. La codicia no es buena consejera. Y le dio por suponer que le seguían. Una fijación perturbadora. Una vez fue un coche rojo, otra un coche azul. Ya no tiene edad para mostrarse valiente. Piensa que en cuanto descubran su mina de rey Salomón estos jovencitos pueden ponerle un lacito en el dedo gordo del pie izquierdo y facturarlo. Así que a desbrozar atajos, a romper rutinas, a confundir huellas, a mirar con recelo hasta debajo de las piedras. Conoce tan bien el Páramo que no necesita pedir orientaciones a los pájaros que acompañan a los caminantes solitarios No es de extrañar que con tanta tensión acumulada, aquel día la repentina neblina de la tarde se empeñara en confundirle. Lamentablemente, dio un paso en falso, tropezándose consigo mismo. Su pie izquierdo zancadilleó al 28


derecho. Olieron sus narices el suelo casi a los setenta él que nunca se había caído ni siquiera a los veinte. Fue una mala caída. Todo por andar torcido. Era imposible que alguien viniera a socorrerle. Seguro que era la clavícula. Durmió a la intemperie con un brazo a modo de almohada, una pierna estirada y la otra encogida, cientos de murciélagos curiosos rondando y los jabalíes hozando cerca de allí. De haberse causado sangre y sin el cayado a mano lo hubiera pasado realmente mal. El mundo de la noche está enviciado por el hambre. Treinta y seis horas o más después apareció desnutrido a las puertas del hospital. La de los primeros auxilios le dijo: –¿Iba usted borracho o qué? Y la que le acercó la silla, dijo: –Está usted mojado, aguarde a que ponga un plástico y quédese quietito. Repuesto ya de la espalda, regenerado los tendones, y aunque todavía la pierna derecha algo vaga se resiste, el médico se empeñó en darle el alta. Carente de referencias familiares y aparentemente de posibles (vestido para disimular con la misma ropa astrosa de siempre) la asistenta social decidió apuntarle a una residencia pública de cama más barata. Le dijo: –En algún lugar tiene usted que recuperarse. Estará muy bien atendido y en el mismo Páramo, pero naturalmente lejos de su pueblo. –¿Y por qué? –Porque no puede haber residencias en todos los sitios. –¿Y por qué? A la asistenta social, que había obtenido plaza en concurso restringido, se le erizó el pelajo suelto que le brotaba cada mes entre ceja y ceja. Ni estaba para bromas ni para perder el tiempo. –¡Coño! –exhibió su malestar por la pregunta– ¡lo que 29


faltaba!, ¡un revolucionario!, ¡un bakunista en acción!, ¡alguien que no sabe callarse! –y de inmediato contraatacó– ¿Está usted casado? –No, señora –dijo el viejo Moisés. –¿Y por qué? –Porque no me ha dado la gana. –¿Y por qué no le ha dado la gana? –¡Porque no me ha dado la gana, coño! –gritó el viejo Moisés. –Pues con las residencias pasa lo mismo –dijo la asistenta de mala manera–. El gobierno las levanta donde se le pone, ¿me ha oído usted?, donde le da la puñetera gana, así de claro, ¿entendido? –¿Y las ovejas? –preguntó entonces él. –¡Carajo! –exclamó la mujer confundida– ¡Usted ya tenía que estar jubilado! –Y lo estoy –dijo el viejo Moisés, intentando corregir su metedura de pata–. Pero como he sido tratante toda la vida todavía ayudo a los amigos a esquilarlas. Y el director de la residencia al abrirle la puerta de la ambulancia para cursarle el ingreso, le dijo: –Aquí dentro disciplina como en el ejército. Yo ordeno y tú obedeces. Y si un domingo alguien de tu familia viene a recogerte para llevarte a comer por ahí, avisas. ¿Entendido? Avisas, porque si mando a la guardia civil a buscarte igual lo pasas peor. –No tengo familia –dijo el viejo Moisés. –Y cuando toca ducha, te duchas –dijo el director sin escucharle–, aunque sea para que las chicas descubran si te amarillea la cara o tienes confusos aires perturbadores dentro. Y el viejo Moisés dijo entonces la frase importante: –En cuanto me reponga del todo, me largo. ¡Aquí voy a quedarme yo, no te jode!

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Páramo. A cincuenta y ocho kilómetros de la capital, abandonada la carretera provincial, comienza la penosa subida al Páramo, chepa desamparada que cobija docenas de pueblos perdidos sepultados por la nieve en invierno y derretidos por los calores en verano, comunicados entre sí por estrechos caminos abiertos por los vacceos o los romanos o por cualquier burro nómada poco perezoso. La residencia. Cada vez que aparecía un desconocido por la residencia el viejo Moisés se ocultaba en la cocina con la rapidez de un muerto de hambre al que le hubieran dejado abierta la despensa. Curioso. Nunca recibía visita ni siquiera en domingo; protestaba continuamente en voz alta por la luz, por el calor, por la falta de luz y por la ausencia de calor; porque las muchachas llevan las piernas desnudas o con medias negras de cabaretera pobre; porque la pastilla del desayuno fuera morada como una uña pillada por el quicio de la ventana. Sólo permitía que Evangelina Gracia Floreada, la ecuatoriana dulce que pasa la bolsa en la iglesia los domingos en la misa de doce, le duchara en pelota; aguantaba estoicamente en su presencia la presión de la manguera, mientras que a las demás insultaba mostrándoles impúdicamente abierto de piernas el miembro viril que no era más que un diminuto colgajo triste, reseco por la falta de uso. Evangelina Gracia Floreada era buena chica, cariñosa, servicial, alegre, de acento meloso, que sabe escuchar sus tonterías y sonreírle mostrando unos labios carnosos y blandos y unos dientes blancos una pizca torcidos. Había venido de por allá porque a las de por acá les desagrada la 31


limpieza de culos y los cambios de pañales meados. Era un trabajo estable. Había cuidado antes en la capital a unos cuantos viejos a los que sacaba a tomar el sol en silla de ruedas, pero todos inexorablemente más pronto que tarde se le morían, por lo que cada cierto tiempo volvía a la demanda de trabajo suspirando por encontrar un viejo más entero, que por lo menos le durase tres o cuatro años. Y le salió el trabajo en la residencia y dio gracias a Dios y a la Virgen de su pueblo. Como para ahorrarse alquileres vivía interna, se cargaba de guardias nocturnas, compensadas con más horas libres que las demás, que aprovechaba para acompañar al viejo Moisés. Las otras chicas la decían: vete a la plaza del pueblo a buscar novio en lugar de pasear a ese desaborido, y ella contestaba que le recordaba a su abuelo, al que había querido mucho, mucho, mucho, mucho, mucho. “Como la trucha al trucho, ¿verdad, querida?”, le soltaba alguna picarona con voz de aguardiente, y Evangelina Gracia Floreada sonreía místicamente porque en su tierra natal no hay truchos. Todas las tardes se sentaba Moisés en la primera de las sillas, arrinconado en la pared, con los ojos grandes abiertos aguardando la posible presencia de alguien desconocido para esconderse como una ligaterna ante la sombra del pie que quiere aplastarla. Tampoco participaba en las manualidades ni en las fiestas de cumpleaños. Nunca lograban disfrazarlo con el gorrito turco de la media luna o vestirlo con un camisón de lunares. Solitario, huraño, absorto en sus protestas, cuando las chicas se dirigían a él contestaba monosílabos volviendo la cabeza como un bebé molesto ante la presencia asquerosa del potito de frutas. Sólo levantaba la voz para exteriorizar disgustos, y sólo alargaba las frases cuando Evangelina le rozaba con sus pechos al asentarle mejor en la silla para servirle el café. En esos momentos sublimes, Evangelina sonreía inocen32


temente y abría un poquito la boca, y los dientes blancos al viejo le parecían todavía más blancos que la leche de las ovejas, que la cresta nevada del picacho en invierno, que el requesón colgado al oreo… Germanines visita la residencia. En dos o tres ocasiones al mes Germanines, el buhonero, se acercaba al austero palacete del siglo XVI (que el terremoto de Lisboa había desbaratado las almenas dejándolas en dientes afilados de rastra) reconvertido en residencia de ancianos, a escuchar, después de suministrar los encargos, las historias que los viejos se cuentan sin ningún interés en escucharse. Se sienta en el salón con ellos, apagadas las luces para evitar el gasto, y allí se está lo mismo una hora que dos, las que le sobran y no le hacen falta. Se sentía entre ellos como un hombre plano, alguien que necesita conocer historias de los demás para forjarse la suya propia. Escuchaba en silencio incluso pasando por dormido. A veces las muchachas le daban un puntapié y le decían: venga, no ronronees como un gato que hemos tocado a cenar y estás de sobra. Respetaba las extravagancias de los viejos; por ejemplo, nunca se le ocurriría descubrir al medio tonto baboso que por mucho pega y despega de su espalda al respaldo de la silla se convertiría en péndulo ni interrumpir al sentenciador de frases apocalípticas que como un misionero subido al púlpito proclama cataclismos inminentes. Un día doña Marta, la sublime pianista, perdió los dedos al cortarse las uñas y Germanines la ayudó a encontrarlos debajo de la mesa. Sumido en aquel ambiente pensaba: esto es mi futuro, hay que joderse; esto es lo que me espera, hay que joderse; esto es el fin del camino, pues hay que joderse de nuevo. Tanto subir y bajar por el Páramo para esto. Y miraba al 33


cielo y la estrella personal que ordena la vida continúa errática sin ofrecerle siquiera una mínima explicación. Terrible. Le entraba la desazón al caer en la cuenta que carecía de recursos para conseguir el día de mañana habitación individual allí dentro. ¿Toda la vida solitario y en el ocaso le obligarían a compartir tosidos con un enfermo? La vida es tan poca cosa, tan efímera, tan corta, tan ciega y vacía, ciertamente, que a veces aguantarse la que queda es el único beneficio al que se aspira. Y entonces se decía a sí mismo para aliviarse la desazón, que ningún viejo de los de allí dentro curiosamente quiere perderla y que todos esos jóvenes que con tanta ansia se matan los sábados en la carretera deberían antes pasar por el purgatorio donde se recluye a los que, a pesar de sus deficiencias físicas y hasta de sus problemas mentales, pretenden ser felices. Ese pensamiento le reconfortaba unos minutos. Más lamentos: si hubiera nacido en otro país, si hubiera nacido más aparente, si en lugar de a la pública hubiera acudido a una de pago, si fuera menos cuitado, si tuviera otro aspecto, si fuera más decidido, si en lugar de esta religión me hubieran inculcado otra, si hubiera en la adolescencia espiado en pajares en lugar de en corrales, si dejaran de caerme tantas desgracias, si hubiera vendido flores en los cementerios, ahora sería otra cosa. ¿Qué otra cosa? ¿Mejor, peor, igual? ¿Parecida? Otra cosa, simplemente. ¿Tendría entonces los mismos ojos aceitosos e insípidos?

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2. A Bocas le gusta el cine. No se le va de la cabeza lo de Carla. Sólo falta que a quien le pegó veinte años atrás los anopluros asquerosos tenga encima ahora que aguantarle impertinencias. Lo malo es que tiene razón. Sabe que si no sajas la pierna la gangrena se come el resto del cuerpo. Como comisario no está por permitir que la ciudad se convierta en el nuevo Chicago de neón y bloques de cemento con gusano dentro y mucho menos sin que los nuevos pasen antes por caja (cash, cash), porque además ya no hay bailarinas de la talla de Cyd Charise ni tipos con la cara cortada. Las películas de Fred Astaire hasta los programadores de televisión las consideran de época. Tiene dos o tres cicatrices largas de juventud que le recuerdan al cambio de tiempo que había sido hombre de acción. Hay que prevenir el mañana. Esa cosa nacional (qué manía de denominar lo nuevo con términos extranjeros), Muff o como se llame, distribuido por los canónigos, barato y sin control, que huele tan mal (mejor taparse la nariz en su presencia), puede terminar con el status quo y trastocar el orden. Y si el orden se desordena deviene el caos, y con el caos los enfrentamientos, la guerra, los insultos, las porfías. Lo mejor para sus intereses de guardián de los valores de la sociedad: su pésima calidad. Eso le han dicho. Pero los canónigos con sus aires frailunos son ingeniosos: lo venden diluido como té frío en botellines de gaseosa sin gaseosa o granulado en sobrecitos como la manzanilla. Quizá sea por culpa de la alimentación moderna (menos chorizo, menos magro, menos picante), sin nutrientes suficiente, magnesio, nitrógeno, potasio, su consumo, también 35


le han dicho, obliga a buenas dosis de bicarbonato y a tragarse, para combatir la posible cagalera, avellanas enteras por su poder astringente. Pero también es consciente que en este país de tanta santa iluminada y de tanto místico, de extravagantes, ingeniosos y locos salteadores, engaña viudas, de roba herencias, de vendedores de más allá y menos acá, de vagos cansados de trabajar buscando maneras para no hacerlo, alguien, cuestión de tiempo, cualquier día, un pirado solitario sin duda, exclame el eureka repentino y sin saber cómo y con qué, gracias al fósforo o al hierro o a las asquerosas lombrices que remueven la tierra logre un producto de más calidad, cinco estrellas o seis o doce si las hubiere, a bajo coste, condenando a la ruina a las organizaciones tradicionales. Eso acabaría definitivamente con el mercado de Carla. Y también con el del Congresista. ¿Quiénes quedarían entonces? Sólo los canónigos. Pero, casualidad, estos no se retratan, no pasan por caja, son tan místicos que piensan que los demás sólo se alimentan de luz. Cash, cash. Bocas teme que como la moda futura sea – en lugar de pincharse o esnifar como todo moderno que se precie–, saltar a lo loco en las esquinas o en los jardines o dentro de los cafés o en las primeras filas de butacas de los cinematógrafos, declamando parlamentos indignados del teatro del absurdo, se acabe también su negocio. Cash, cash. La vida sólo es cash y si se corta el cash ¿qué narices hacemos en este mundo? Y eso, intuye, puede estar a punto de suceder. Un español desocupado, con pretensiones de experimentar desnudo como los atletas en tiempos de Platón, puede mantenerse semanas enteras mirando iluminado al firmamento buscando señales en la nada. ¡Y encontrarlas! Había materia prima, filósofos paseantes, desnortados con ganas de ha36


cerse un huequito en el mundo, salvapatrias jubilados y mentecatos inmóviles contando los relieves oscuros de la gran luna de abril. ¿Y si ese español, místico siglo de oro, encima el muy desgraciado lega gratis su descubrimiento a la humanidad? Gilipollas. Si aspira a un monumento que sepa el muy desgraciado que en menos de veinte años derribaran el suyo para sustituirlo por otro ajeno. Bocas reúne al personal. –Tenemos un problema –dijo. Los inspectores intercambiaron miradas. Que Bocas los reuniese era todo un acontecimiento, señal de que las cosas se complican. Lo normal es que transmita individualmente las órdenes, boca en boca, de ahí su apodo, confiriendo a cada uno de sus interlocutores una importancia distante de ser auténtica. Cuestión de supervivencia. Pura estrategia de salón. Lo importante es que los subalternos piensen que están designados por el matador para cuando le pille el toro sustituyan al sobresaliente que atiende la corrida aburrido en el burladero. Ningún inspector quiere morirse como peón de brega porque aspira a comisario. Bocas aprecia las reuniones donde todos al unísono dicen “amén”, “muy bueno, jefe”, “genial”, “estupendo”, “maravilloso”, “se expresa usted como un académico de ciencias”, “mire cómo clavo la rodilla en su presencia”, y tal; se le enardece la sangre cuando alguno de los inspectores, máxime si joven y no digamos mujer, se atreve a exponer en alto una simple observación a sus órdenes. Entonces salta a su cuello hasta dejarlo en evidencia. Paseó su mirada de uno en uno intentando descubrir al que no le prestara la atención suficiente. Prolongó los segundos de silencio, para que los inspectores tomaran con37


ciencia clara de quién estaba al mando. Y dijo luego: –Enfoquemos el asunto abiertamente, hay unos medio curas de mala madre jugando al escondite con nosotros. Han descubierto no sabemos cómo una mierda que venden por las esquinas. ¿Ok? Una mierda he dicho, ¿ok? ¿De acuerdo? Se escabullen como las anguilas. ¿Ok? ¿De acuerdo? Cuando por casualidad atrapamos uno, ¿qué conseguimos? Un botellín de gaseosa vacío y unos ojos mareados. ¡Un tipo escupiendo ventosidades! ¡No podemos acusarle de nada! ¡Exige la revolución pendiente pero eso no está tipificado como delito en nuestras leyes! ¡Nuestra legislación autoriza las revoluciones de las diez de la noche cuando el revolucionario acata acostarse a las once para seguir el programa deportivo! ¡Las leyes no prohíben pasearse con boñiga de vaca en el bolsillo! ¿Ok? ¿Algo más? Bien, quiero al number one, al parásito que los manda. Quiero platicar con él, exponerle las normas de obligado cumplimiento, tú me das una cosa a mí, y yo permito que todos los meses me la sigas dando. ¿Ok? Cash, impuestos, sabéis a qué me refiero. Pero quiero más, ¡quiero también al mameluco que suministra la materia orgánica, el puto Muff ese! ¡Debe pasar también por caja si no quiere que arrasemos el lugar clandestino donde mantiene a la legión de chinos defecando de noche! ¿Estamos? –hizo una pausa antes de proseguir cada vez con el semblante más serio– ¿Por dónde barremos? Esa es mi pregunta. ¿Alguien ha pensado por qué hay tantos Bmw en los pueblos? Cojones ¿alguien lo ha pensado? No podemos seguir así. ¿Estamos? Vamos a ordenar el desorden porque el desorden conduce a la decadencia y la decadencia a la pérdida de la moral. ¡Y a nosotros nos pagan por mantener el orden establecido! Coño. ¿Queremos que nuestra sociedad, tal y como la conocemos, desaparezca? ¿Lo queremos de verdad? –subió el tono de 38


voz– Vamos a mear en los agujeros del campo para sacar a la superficie grillos mojados y darles escarmiento. ¡La sociedad se defiende y nosotros somos sus defensores! Así de claro. Propuestas. Nadie dijo nada. –¡Propuestas, coño! Quiero escucharlas. Bocas respiró tranquilo. Se permitió pasearse unos segundos por el despacho, escuchando el silencio. Dijo –Punto segundo. La calidad. Esa cosa, por lo que me dicen, lo único que va a conseguir en el futuro es llenar las salas de urgencia de los hospitales. ¡Y la sanidad pública se financia con nuestros impuestos! ¡Va a arruinarnos la sanidad pública! ¿Alguno de vosotros la ha probado? Volvió a mirarles indolente. –Insisto. ¿Alguno de vosotros ha probado esa porquería? Los inspectores intercambiaron una mirada de complicidad. –Seguro que si se tratase de putas haríais cola como en el supermercado –dijo en tono hiriente. Nadie se atrevió a reírse. Entonces, el más delgado de los inspectores, el que tenía una pinta de desnutrido, y que parecía mentira fuera capaz llegado el momento de mantener a pulso el arma reglamentaria, dio una especie de taconazo para llamar la atención, y dijo: –Yo, jefe. Yo la he probado. Bocas, sorprendido, le preguntó rápidamente: –¿Tú? –Yo, sí –dijo el inspector crecido en autoestima. –¿Y a qué coño sabe? –A polvo de madera vieja. –¡Coño, García! ¡Yo no soy una termita! ¡Ninguno de los 39


que estamos aquí somos termitas! ¿A qué otra cosa puede asociarse? –A tierra seca. –¡La puta, García! ¡Ninguno de nosotros somos gusanos! ¿Alguno de vosotros es un gusano? ¡Que levante la mano el que se considere gusano! ¿Ves, García? Ninguno de nosotros es un gusano. ¿Alguno es una lombriz? ¿Lo ves? ¡Tampoco ninguno de nosotros es una lombriz! Somos personas normales. Por lo menos, dinos ¿a qué coño huele? –A alga podrida. –¿A eso? –A eso, señor. –¿Seguro que sólo a eso? –Es mierda, señor, mierda reseca. Pero lo sorprendente son los resultados. –¿Qué resultados? –preguntó Bocas interesado. Y el inspector confesó: –Terminamos en casa siempre la cena con una tacita de té para asentar el vientre. Es por los males pasares de los retortijones, ¿sabe? Esa noche en lugar de azúcar diluimos por casualidad una pizca de Muff, menos de un terrón, en la tetera. ¡Una equivocación sublime! ¡De repente me puse a declamar alejandrinos y a recitar páginas de El Quijote sin haberlo leído nunca, a mucho honra bien lo sabe usted, y mi mujer después del pasmo me obligó a cuatro locuras seguidas encima de la mesa antes de mandarme recoger los platos y fregarlos en la cocina! ¡Cuatro, señor, cuatro! Fue maravilloso. ¡Una velada inolvidable! ¡Nunca he sido más feliz! Los inspectores miraron asustados a las inspectoras, las inspectoras miraron ansiosas a los inspectores. ¿Qué sucedería en comisaría en el momento en que un gracioso vertiera en la máquina del café un primer alijo serio de Muff ?

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A Germanines, el buhonero, lo tienen en estima. Lo cierto es que las mujeres lo hacían con fama de decente en los precios, aunque algo deslucido de ideas y simple como un papel de fumar, nada peligroso por otra parte para gastarle una broma. Podían engañarle sin remordimientos. –El frutero de Valladolid la semana pasada nos puso los albaricoques a mitad de precio. Y con el esfuerzo por sonreír Germanines mostraba el hueco exagerado de los dientes perdidos de su boca para consentir a unos céntimos menos todavía. Aguardaban su presencia en la plazoleta, donde siempre hay un reloj averiado anclado en la torre de la cigüeña. Lo trataban con amabilidad, sobre todo aquellas a las que no les importa aparecer con los rulos puestos y la combinación caída; él agradecía las compras dándolas el kilo corrido. Cuando abría la portezuela, después de tocar la bocina afónica como reclamo, si no acudía nadie, se sentaba tranquilamente en la trasera de la furgoneta con los pies al aire, fumando un cigarrillo, aunque le volvieran las flemas, para agrietarse todavía un poco más los pulmones. Entonces filosofaba, si era verano con las revueltas alocadas de los abubillos y si invierno con los chorretes congelados de las tuberías y los humos grises de los chupones, agarrándose a cada minuto como si cada minuto de la vida se arrastrara por el éter cargado de sinsabores. Hablaba poco, sabía lo justito de cuentas y el margen de la ganancia lo calculaba a ojo, con riesgo de quedarse tuerto. Compraba y vendía, al momento. Era el pasante ideal para los membrillos deslucidos por la piedra o las manzanas canijas: compraba casa por casa y vendía en el mismo pueblo o en el siguiente. Y si alguien le ofrecía una alfombrilla de pie de cama usada además de sucia y descolorida a cambio 41


de un repollo y seis zanahorias admitía sin discusión el trueque. Colocaba con cuidado los huevos recién recogidos de ponederos privados dentro de un coloño acolchado con paja, para ofrecerlos en esa misma esquina o en el pueblo vecino. Trasladaba también, a hurtadillas y por encargo leche de cabra, tapando la marmita con la saca de patata nueva. Y vendía cajetillas de tabaco (y cigarrillos sueltos), porque por donde andaba ni había expendeduría ni posibilidad alguna que en el futuro la hubiera. A veces hacía de recadero de compras especiales en la capital. Por ejemplo, las monjas de clausura le encargaban el papel higiénico de una sola hoja (áspero para ofrecerse en sacrificio) que acercaba al convento alejado en las alturas, en paquetes de doce, que ocupaban media furgoneta. Autorizado a no usar el torno, pasaba cargado por la portezuela trasera, la misma del médico y también del consiliario (un cura pequeñito, que caminaba a saltos como las ranas), santiguándose tres o cuatro veces antes de anunciarse en voz alta: –Ave María purísima. Y las monjas le decían sin desquitarse el velo: –Entra, tunante, que tenemos prisa y nos acucian con urgencia las perentorias necesidades. Cansado de todo menos de la soledad, olía a meado de tanto salpicarse las botas. Era consciente de que no saldría nunca de pobre, y lo que es peor, que morirse pobre y en sus circunstancias no es una tragedia sino la constatación empírica de que no has dejado ninguna huella en el mundo más que la de la mala suerte. Nadie va a heredarte: tu miseria nunca la recoge otro. Seguramente llegado el momento ni en la bondad de las monjas encontraría un cuadradito de tierra, aunque fuera en la esquina de la tapia, debajo de unos 42


cardos espinosos para descansar en paz para siempre, amén. Encima, con la incineración ¡ni siquiera su cuerpo canijo pero humano llegaría a utilizarse como abono! Algunos atardeceres (en el otoño, ya noches) al regresar con las luces mortecinas por los caminos grises jugaba para no sucumbir al sueño, bajo el influjo maligno de las estrellas insatisfechas, a ser otro imaginándose cómo podría ser él si de repente se volviera otra persona. ¿Médico?, pues médico; ¿alcalde?, pues alcalde. De esos tenía referencia, pero de rico no. Rico ¿qué es ser rico? Se preguntaba y le costaba responderse. ¿Qué hace un rico aparte de aburrirse y de no tener que limpiarse el retrete? ¿Perderse en un mundo enloquecido? Rico ¿para qué? Los ricos no van al cielo (eso del camello y la aguja) y él, de momento, quería ir al cielo. Cierto, pensaba, que los ricos tienen las mujeres guapas, que ya son bastante cielo. Y aquí se detenía para exhalar un suspiro profundo. ¡Cuánto necesitaba una mujer! Una mujer sargento que le cambiara la vida; que le mandara a por cerezas en junio, a machacar con un martillo los almendrucos en agosto, a exterminar el maldito pulgón de los manzanos, a agitar los pinares para recoger las piñas secas tan apetecidas para la lumbre, a quemar los esqueletos de los ratones atrapados entre las uvas dejadas a secar en los desvanes. Bueno. De ser rico podría comprarse una furgoneta de segunda mano y un rosario para colgarlo en el retrovisor y deambular por los mercadillos con la chulería de los gitanos con corbata. Hasta ese punto y no más lejos llegaban sus aspiraciones. El televisor en blanco y negro de la pequeña cocina de su casa lo cambiaría por otro en color, grande como una cama de matrimonio o quizás algo menos; cacharros viejos, sucios y resquemados colgados de un escurreplatos, por otros nuevos; los potes de aluminio por vasos de cristal; 43


retejaría donde las goteras; y enderezaría el chupón torcido que deja escapar el humo por donde no debe. Luego, al sentir la quemazón del cigarrillo en las yemas de los dedos silbaba asustado para terminar de despertarse. Y buscaba por la ventanilla no la Polar, que como los malos pensamientos nunca se ausenta, sino otra diferente, más cálida, la suya, su estrella, la que le ha dejado huérfano, esa estrella con la que nacen todas las personas y que para su desgracia a él se le ha extraviado por los confines infinitos del firmamento. Esa puta estrella caprichosa que a saber dónde coño se ha echado también hoy a dormir, otro día más, la muy holgazana. La Casa Grande. Remojos (Juan, Juan de primero, Juan de segundo, Juan de tercero) había terminado por comerse hasta el buen nombre de sus progenitores. Le quedaba en propiedad la Casa Grande con su fachada noble. Enorme, sajada en la ladera del monte, destartalada por dentro, último vestigio de un antiguo esplendor, precisamente lo único que por nada del mundo se desprendería. La gente jamás hacía esquina allí: corre la leyenda de que en tiempos de la Inquisición, en los hermosos años del siglo de Oro, a los reconciliados de vehementi los emparedaban por sus muchos cuartos oscuros sin esperar a relajarlos al brazo secular. Cada habitación, y son muchas, alberga enfermos podridos, desterrados, lunáticos, desposeídos, doncellas descuartizadas, conversos arrogantes, plebeyos ambiciosos. Sollozos nocturnos acompañan a gritos desgarrados audibles todavía, proclaman los convencidos, desde la lejana plaza del ayuntamiento. La leyenda (aireada uno o dos siglos atrás por algún tatarabuelo de los de levita que habría servido en la Corte en puesto importante y al que molestaba que la gente alterase su siesta) se había acrecen44


tado con el tiempo de modo que nadie detiene su paso ni osa pegar la nariz en sus ventanas. Cuenta en su interior con una bodega de acceso difícil, de más de veinte escalones construidos de barro seco y madera de pino. Una pequeña oquedad disimulada tras un carral vacío en una revuelta invisible desde arriba conduce al bancal donde cultiva productos de huerta fundamentalmente para su propio consumo: tomates, pepinos, cuatro cosas que le permiten un mediano sustento, pero de salida difícil salvo para Germanines por las habladurías que culpan a la tierra negra del bancal de encerrar en sus entrañas sangres impuras, de moriscos y judíos. Las paredes en los inviernos quiebran la mano de cal convirtiendo las habitaciones en un muestrario de cicatrices perversas compitiendo en tamaño entre ellas. Remojos vive solo. Ajustado a lo que salga, las cosas cada año pintan peor. Como la casa resulta fría hasta en verano se obliga a calentarla. Pero hasta en eso le acompaña la desgracia. La alcaldesa, estirada como un lagarto y agresiva como el cayado de un patriarca y más repintada que un hechicero primitivo, alegando la conciencia ecologista de disculpa había prohibido volcar la cernada de la gloria en los contenedores, de modo que o la cargaba sobre sus espaldas hasta el agujero abierto en una tierra agreste de las afueras o pagaba porque alguien se lo hiciera. Así que decidió lo mejor: esparcirla en el bancal, a la espera de que el viento terminara por llevársela allá donde estorbara a otros. Curiosamente a las tomatas les dio entonces por desarrollarse casi anormalmente y a los pimientos confundirse con calabacines. Germanines al recogérselos para venderlos en los pueblos de más arriba, le dijo: –¿Seguro que es la cernada? –¿Qué otra cosa puede ser? 45


La orden de Bocas. Un murmullo incontrolado flotó en el aire durante los largos minutos en que Bocas cultivó el silencio. ¿Sodoma y Gomorra? ¿En eso va a convertirse la ciudad? Sólo falta que el Muff consiga que los colgajos fláccidos de los ancianos y no tan ancianos renazcan como las margaritas en primavera… Si se publicita entonces y la fama de sus beneficios se extiende, miles de autobuses cargados de viejos decrépitos colapsaran la plaza mayor, la de la catedral, la del ayuntamiento, la de los toros. ¿Qué decir de las viejas inglesas con sus collares gruesos y sus emociones nunca olvidadas? Ingleses, franceses, nórdicos, alemanes, americanos, deambulando por las calles como cuatreros en el Mississippi, arrastrando de sus brazos a ancianas repintadas con ganas de experimentar imposibles saltos de armario. ¿Qué decir de las proclamas revisionistas en tantas lenguas desconocidas? ¿Después de un traguito de Muff un castellano manchego sería capaz de recitar a Shakespeare en su lengua vernácula sin haberla estudiado jamás? ¿Y un burgalés participar en una pastoral vasca? Se abren apuestas. Las agencias de viajes dejarán de promocionar las vacaciones en el Mediterráneo –pagadas por el estado a los jubilados nacionales– para empujarlos al secano. El control de la ciudad puede irse de sus manos. Volverán a proliferar las casas de malvivir, y los pajares; tahúres, arribistas, timadores, asaltadores de bancos. ¡Santo cielo! La hecatombe, el desvarío, el desorden; esto será un nuevo Fart West. Bocas se imaginó por un momento convertido en el Pepe Isbert acatarrado de las dos pistolas en el cinto. Dijo: –Hay que moverse, muchachos, de lo contrario nos van a salir ratones de campo hasta en las lechugas. –¿Nos permite a nosotras probar también el Muff para saber si es adictivo? –preguntó ingenuamente una de las inspectoras interesada en la investigación. 46


–¿Qué hacemos entonces, jefe? –formuló la clásica pregunta esperada otro de los inspectores, con el ánimo evidente de seguir el procedimiento habitual de reuniones anteriores. Bocas empleó otra vez, como acostumbraba, el distanciamiento. Estaban en el último tercio de la corrida, donde más se luce el maestro. Los subalternos saben conducir al toro al punto exacto para iniciar el encuentro que redondea la faena. Lo arrastran suavemente con el pico de la muleta, sin un movimiento equivocado para que el público se predisponga a entregarse al figura. Como un clásico del ágora, Bocas sentenció: –Para acabar con la tiña hay que cazar al tiñoso. Miró arriba como buscando en el techo la iluminación necesaria para expresar con coherencia su pensamiento. –Señores –dijo luego engolando la voz–, tenemos que contratar exploradores que localicen la fuente de energía. –¿Cómo Livingston con el Nilo, jefe? –dijo otro que lucía el color artificial de las cabinas de masaje. –Exacto –convino Bocas, pensando seguramente en la calidad literaria con que últimamente venía adornando sus órdenes. –Pero, jefe –dijo el inspector Magallanes que miraba al mundo tras unas gafas oscuras que le filtraban la luz para no herir la sensibilidad de sus ojos amarillos de búho siniestro– ¿nos pide usted que vayamos oliendo como sabuesos todas las arquetas de los pueblos? Bocas guardó silencio. Isabel. Las muchachas del servicio de la residencia conocedoras de su simpleza le decían: –¿Vienes otra vez, hortelano, a buscar mujer entre nosotras? 47


A lo que Germanines, consciente de su propia precariedad, respondía con su voz rota más con ganas de suscitar una risa ingenua que de perseguirlas hasta la cocina: –Vengo a casarme con la que quiera hacerlo. –¿Y si lo queremos todas? –Pues con todas. –¿Con las casadas también? –También, que son las que mejor enseñado lo tienen. Dentro de las criadas, la de mando, llamada Isabel, que no portaba delantal sobre la bata para que las demás supieran que se merecía un respeto, trataba a Germanines con cierto desdén. Hija de militar chusquero, de cornetín ascendido a trompeta, y hermana del policía llamado Magallanes, pensaba que el aspecto infeliz del buhonero era artificial, una pose estudiada para incitar a sentimientos de compasión. Y se lo decía: –Te haces el pobre para suscitar nuestra lástima, pero seguro que atas con cordel la cartilla de ahorros que guardas bajo el colchón. Me gustaría verla. Y Germanines entonces sonreía como los tontos cuando captan de forma siniestra las preguntas que no entienden. Esta Isabel era un torbellino, no podía estarse quieta y empujaba sin recato a quien se pusiera delante. Germanines muchas veces se cruzaba a posta para sentir el contacto directo de una mujer. Ella le decía: quita pasmado, y de un empellón lo dejaba aparcado en el pasillo. No le faltaban pretendientes, porque los solteros mayores del pueblo merodeaban por las cercanías de la residencia aguardando ese encuentro casual que siempre se prepara. El caso es que seguía soltera, que había perdido la esperanza de ser madre, que en el ejército la hubieran ascendido a sargento de artillería o más por méritos de guerra, que él también seguía soltero, que seguro que todavía podría ser padre, que en el ejército no hubiera pasado de mondar patatas y 48


que de ella había surgido la idea de la cita. Así de claro. Y cuando una mujer cita a un hombre mejor es acudir a la reunión. Por si acaso. Sin recato Isabel le había abordado delante de todas, en la misma puerta de la cocina: –Te vienes el jueves próximo, y no me faltes. E incluso insistió por el temor de que no hubiese entendido la propuesta: –Aguardaré en la puerta para descorrerte yo misma la cancela. Aquello resultó para Germanines una auténtica conmoción. Un terremoto de sensaciones. ¡En público! ¡Al descubierto! Nada de oscuridades ni de mensajes cifrados. ¡Isabel le había citado! Que todo el mundo se entere. Nunca una mujer se le había dirigido así de descarada. ¿Debía tomar aquello como una auténtica declaración? Se atrevió a decir más menguado que nunca, temiendo una falla en sus entendederas: –¿A qué hora, Isabel? Y ella le dijo sin decoro: –A las cuatro y media, que para entonces habrá comenzado el mago la actuación y podremos estar a solas. ¿A solas? ¿A solas ha dicho? ¿Dónde a solas? ¿Qué quiere decir eso? ¡A solas! Una mujer, a una hora concreta, a solas. ¡Una cita! ¡Eso era! ¿Qué le propondría a continuación? ¿Qué sería lo siguiente? Un hombre, una mujer, a solas. Se lavaría como nunca lo había hecho, aunque tuviera que introducirse hasta la mitad del río; se lavaría la borra negra que se esconde entre el meñique y el siguiente de los dedos de los pies, las rodillas, las ingles, un poco la cara, las axilas también y especialmente lo otro, eso que sólo se toca y se batuca para no guardarlo mojado. Bueno. Seguro que a su llegada ya tendría preparada una de las habitaciones del piso de arriba, porque al final del ala donde terminan las de los 49


residentes, las muchachas tienen las suyas propias, llenas de secretos y perfumes. Los dos. Ella, él. ¡A solas! Le gustaba Isabel, claro, pero como no era muy selectivo si en lugar de Isabel le hubiera citado Carmen, lógicamente entonces le atraería Carmen; y si Ignacia, pues Ignacia; y si Inés, pues Inés. Realmente le gustaban todas menos la cocinera, que ya había enviudado una vez y aguardaba impaciente a las puertas de la segunda. Una sincera amistad. Así que cuando Germanines, buhonero, la mañana siguiente a la noche larga en que el contorno de Isabel comenzó a dibujarse en sus sueños diciéndole “el jueves, tonto, es el día, volaremos por las nubes de colores, te espero impaciente, ven aseado que me desagradan los marranos”, aparcó frente al dispensario situado en la misma plaza del ayuntamiento, cerrado por falta de médico ambulante y del suplente, tocó el claxon con una alegría exultante. Atendió las cuatro demandas aguantando las sonrisas cómplices de las mujeres que adivinan todas las cosas y descubrió que Remojos caminaba vacilante y pensativo (otro día sin trabajo) por la calle Oriente, continuación de la Poniente, que unidas las dos atraviesan el pueblo. Hizo en llamarle y le invitó a compartir una de esas conversaciones que envejecidas por los calores tienden en el mismo momento a olvidarse. –Acércate a probar este vino que ni es de Toro ni de La Mancha –le dijo con su voz rayada. Remojos acercó su enorme humanidad, y vio un melón abierto y una sandía con mosca y un pedazo de pan. Pensó que bueno sería que se obligara también algún día Germa50


nines a lavar la furgoneta aunque fuera para mantener una apariencia. Probó del porrón, y Germanines dijo: –Llevo una cántara y nadie entra a su compra. –El calor –dijo Remojos. Bebieron luego el trago largo. Sorprendentemente Germanines tenía ganas de hablar, él que medía habitualmente hasta los silencios. –¿Tú crees que hay días diferentes en la vida, Remojos? –Si los hay, otro los encontrará. –¿Tú crees que un hombre cuerdo puede volverse loco? –¿De repente? –De repente. –¿Con luna llena? –En cuarto menguante. –¿Sin que le haya dado la insolación? –Sin salir de casa. –¿Sin que tercie por medio una mujer? –Digo yo. –No. Si no es por una mujer, ningún hombre se vuelve loco. –¿Ni siquiera por dinero? –El dinero sin mujer que lo gaste cunde poco. Germanines insistió: –¿Tú crees que en los sueños hay algo de realidad? –Ni tampoco en los sueños despiertos. –¿Y la suerte? ¿Es posible que la suerte se presente un día en casa pobre? –Llevamos sólo dos tragos, Germanines. ¿Antes has guardado tiempo en otro pueblo? –Es por un hablar. –Me parece que para hablar por hablar, hablas hoy demasiado. 51


El buhonero entonces dijo abiertamente: –Remojos ¿yo soy rico o soy pobre? –Pobre, Germanines. No te cunde el negocio porque eres honrado. –¿Y los honrados tenemos que ser siempre pobres? –Siempre. –¿Y para ser rico qué tendría que hacer? –Robar. –¿Y eso me dejaría dormir? –Mejor que si pasas hambre. Dieron otra vuelta al porrón. El vino cristalino, de un color suavemente rojizo, saltaba entre los dientes con una chispa agradecida. Pocas veces cargaba el buhonero con una cántara, pero esta vez al destinatario la víspera le habían entrado unos espasmos extraños, de los que anuncian una enfermedad silenciosa, y no estaba desde el hospital por la labor de hacerse cargo. A Germanines comenzaban los ojos a perderse entre nublados. –¿Y tú eres rico o pobre? –dijo. Remojos se tomó unos segundos. ¿A qué venía tanta palabrería? Ni él ni el buhonero eran de pasarse la tertulia cambiando las palabras de sitio. Las palabras gastan saliva, resecan la boca y obligan a volver a beber. Hacía demasiado calor incluso para estarse a la sombra. –Pobre, Germanines, el más pobre de los pobres porque antes no lo he sido. Soy más pobre que las ratas, porque las ratas no tienen deudas y yo las tengo. –¿Y si las cosas cambiasen? –¿A mejor? –A mejor. –Nos iría a los dos seguramente igual de mal o incluso peor. 52


Y entonces Germanines le hizo la confesión: –Estoy enamorado, Remojos. –¿Y para qué? –No lo sé, pero si tuviera dinero me compraría ahora mismo una camisa nueva.

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3. Efectivamente, le había dejado solo. Quizás ese día, por estar de retén y tener al resto de las chicas emocionadas con el espectáculo de magia en el saloncito de la televisión de la planta superior a cargo del fraile que maneja con habilidad las cartas y extrae sorprendentemente dos palomas blancas de una chistera en la que previamente ha depositado la docena de pañuelos de seda surgidos por encanto del desaparecido bastón mágico que porta en su mano, Isabel acudió rápida al repique del llamador y al abrir la puerta de la calle se quedó en la penumbra, como celadora para que nadie más entrase. Fue entonces cuando Germanines por el contraste con la oscuridad se trastabilló con el escalón y compuso una pirueta extraña que terminó con sus manos en el cuerpo de Isabel. Sin ningún miramiento ésta se deshizo de él, lo empujó para dentro y le dijo secamente: –Pasa, payaso. ¡Qué ímpetu! ¡Qué humanidad! ¡Qué fuerza! ¡Qué vigor! ¡Qué ansia! ¡Qué pasión! ¡Qué locura! Sobran los saludos. Germanines estaba un poco asustado. Isabel estaba tan necesitada que iba directa al grano. Nada de recibirle con cortesía: ¡directamente adentro! La mantis religiosa dispuesta a devorar al macho. Mejor, porque a él tampoco le entraban las palabras con fluidez. Allí mismo, si era preciso lo harían a oscuras o con luz o a media luz o medio a oscuras. Intentó una aproximación en condiciones. Isabel ese día tenía el pelo revuelto, como si se hubiera estado peleando con el viento salvaje del cierzo repentino, los labios incluso con unos desagradables puntitos blancos como si por las prisas se los hubiera dejado a medio pintar. Quiso besarla, pero no se atrevió. Prefirió aguardar a que partiera de ella la ini54


ciativa. Estaba enamorado, embelesado y tonto, claro, y ahora después de la cita mucho más, pero todo nervio y todo garbo Isabel entraba y salía moviendo mesas, abriendo ventanas, cambiando los cubiertos de sitio, mientras permanecía él de pie, anclado como un poste, aguardando que se detuviese un momento esperando el abrazo cariñoso imaginado en las noches en vela. Se acercaba la hora de la merienda y los ancianos (niños al fin y al cabo) continuaban entretenidos arriba. Tenían todavía media hora para disfrutar del encuentro a solas. Sería suficiente. Germanines fue a confesarle la bondad de sus sentimientos con las cuatro palabras que había memorizado por el camino, pero hábilmente Isabel se escabulló, abrió la puerta de cristal y le presentó de prisa al hombre que esperaba sentado: –Este es mi hermano, el policía –dijo a trompicones, dejándole con el saludo en la boca, huyendo a la cocina a toda velocidad. La entrevista. Germanines se asustó. ¿Qué sucedía? ¿Para qué le había citado? ¿Para encontrarse con un policía? Un policía que encima es su hermano. Se temió lo peor. Nunca se había sobrepasado con nadie, nunca había insultado a mujer alguna, es más, jamás se le había escapado una palabra de cortejo o un requiebro galante. Pensamientos, todos. Se las imaginaba desnudas y vestidas, más desnudas que vestidas, con la lengua fuera y con la lengua dentro, en la cama y en la cocina, más en la cama que en la cocina, de rodillas en el suelo, con la boca abierta y con la boca cerrada, con sujetador y sin sujetador. Amaba a Isabel, ¡claro que la amaba!, pero también le gustaban las demás. Eso es lo malo de los hombres sin esperanza, que no son en absoluto selectivos. 55


Les atraen todas las mujeres lo mismo que a los pobres los coches deportivos cualquiera que sea su marca, o los chalés con piscina, cualquiera que sea la calidad de sus aguas. ¡Pero denunciarle por eso! ¡Parecía demasiado! ¡Y encima le dejaba a solas con él! ¡Se vio esposado, con las manos en la espalda, arrastrado por la calle camino de galeras! El policía se levantó por cortesía de la silla donde estaba medio escondido, le extendió la mano y luego se quitó las gafas oscuras. A Germanines le atemorizaron aquellos ojos de rapaz nocturna que escrutaban sin pestañear. El policía, le conminó: –Siéntese. Lo hizo cohibido. El policía, dijo: –Me gustaría invitarle a fumar, pero las normas de este centro me lo impiden. A usted le llaman Germanines, supongo que es un diminutivo de Germán. ¿Germán o Herman? Igual posee usted algún antecedente alemán: Herman, Germán, Germanines. ¿Me equivoco? Lógico. Parece lógico. Tenía la espalda rígida, el rostro reseco y desagradable, de los que no almacenan una grasa sobrante ni siquiera para el invierno, más aceituno que brillante. Delgado, los dedos muy largos. –Así que usted viene dos o tres veces al mes por aquí y se sienta con los viejos a escucharlos. Me dicen que las chicas le tienen algún afecto. Germanines asintió con la cabeza. –Me han informado que hace la ruta completa del Páramo, incluso allá donde el invierno deja aislados a pueblos enteros y el verano dilata hasta los marcos de las ventanas. ¿Es eso cierto? Sitios inhóspitos, supongo, un poco primi56


tivos, por decir algo. Una ruta muy difícil, se me antoja, y de mucho mérito. Guardó un largo silencio. Luego, añadió: –Vivirá usted sensaciones parecidas a las de los primeros conquistadores, muchos de ellos castellanos recios como nosotros. –Comuneros –dijo Germanines por decir, convencido de haber escuchado esa palabra en algún sitio. –Comuneros, ya –dijo el policía sin demasiada convicción, y comenzó a sudar aunque no tuviera grasa en el cuerpo para hacerlo. A pesar de que las chicas tenían especial cuidado en abrir las dos puertas a la par para generar una corriente de aire, hacía calor en la sala de visitas. Al policía le hubiera gustado que abrieran también los ventanucos, candados para evitar la invasión de moscas. Se pasó el pañuelo por el cuello y luego se restregó las manos. Una mancha húmeda comenzaba a extendérsele por la camisa blanca. Dijo: –Soy hermano de Isabel. Inspector Magallanes. Igual nos hemos visto antes en alguna otra parte. –No, no –dijo algo cortado Germanines. –¿Está usted seguro? Juraría que su cara me resulta conocida. Germanines no pudo ocultar su creciente nerviosismo. –No, señor. Yo no lo he visto a usted nunca. –Coño –dijo el policía, moviendo a un lado y a otro la cabeza–, pues mire usted que soy buen fisonomista. Tengo memoria fotográfica. Como que veo una cara, y si es una cara especial me quedo con ella. Y si no, también. La naturaleza es muy sabia. Otorga unas capacidades a unos y otras, a otros. La mía es la de fotografiar caras en mi cerebro. ¿Y la suya? ¿Cuál es la suya? Germanines ya no se aguantó más. –¡Yo no he robado nada! –estalló impetuosamente. 57


El policía le clavó sus ojos de búho. –¡Yo no he robado nada, señor! ¡Se lo juro! ¡Nunca me he dirigido de mala manera a las chicas! Se lo pueden decir ellas mismas. No he robado nada. ¡Nunca he subido a las habitaciones! –¿Las habitaciones? –se preguntó el policía en voz alta– ¿Y para qué iba a querer subir usted a las habitaciones? –Para nada, señor. Por eso no he subido nunca. –Ya. Entendido. No se ponga nervioso. Usted no ha robado nunca nada. Y le creo. Usted nunca ha hecho nada malo, y también le creo. Parece buena persona. Y encima lo es. Punto final al tema. Pero yo estaba hablando de las cualidades que la naturaleza otorga a las personas. Y le hablaba de mi memoria fotográfica. Otros conservan en la cabeza nombres extraños recogidos por ahí y otros números de la guía telefónica clasificados por páginas. Algo asombroso. ¿Y usted? ¿Qué tiene usted de especial? Germanines pensó de inmediato que el policía le estaba sometiendo a un minucioso interrogatorio despiadado para indagar su grado de afinidad con Isabel, que por no ser ya precisamente niña no podía arriesgarse a un matrimonio errado. ¡Estaba asombrado de que todo transcurriese de forma tan rápida! Coño, ni había llevado un ramo de flores ni un anillo. Recordó que conservaba un aro de oro o algo así, antiguo, aparecido en casa en un agujero de la pared. Se lo daría a Isabel en cuanto superase la prueba del policía. Éste, qué duda cabe, abordaría ahora el asunto espinoso de las enfermedades vergonzosas que contraen los hombres y que nunca con conocimiento había padecido; a continuación vendrían los posibles, y ahí sí que habría problemas. El policía, insistió: –Por ejemplo, usted tendrá una habilidad para los números, porque, claro, un kilo es una unidad, pero setecientos cincuenta gramos exige una multiplicación. 58


–El olfato –dijo de repente Germanines. –¿Cómo dice usted? –La nariz. La tengo grande. –¿Y? –Distingo olores a distancia. –Coño, coño –dijo el policía–, ¡qué curioso! Y anotó algo en un cuaderno de bolsillo. Olores. El inspector Magallanes, dijo: –Hábleme de esa particularidad suya tan interesante. ¿Detecta olores a distancia? ¿Puede distinguirlos? Por ejemplo, si provienen de una flor o de un muladar. –Me llegan –dijo Germanines algo avergonzado. –¿Y los identifica? –Sí, señor. –Digamos, por ejemplo ¿olores como a huevo podrido? –O a cañería obstruida. –Caramba, caramba, ¿pero puede ubicarlos? Por ejemplo, si yo le muestro una colonia y la oculto al final del pasillo, ¿sería capaz de localizarla? –Sí está abierto el frasco sí, señor. –¿Y un calcetín sudado? –También. –¿Cómo un perro? –Me mordió uno de pequeño. –¡Ah! –exclamó el policía– Cuente, cuente. Parece eso muy importante. Y Germanines carraspeó antes de principiar la historia triste de su infancia. El policía zanjó en menos de cinco segundos el tema. –Hablemos ahora de otro asunto de interés. ¿Sabe por qué estoy aquí? Germanines se volvió a asustar. Seguro que Isabel se 59


había ido de la lengua. Una vez la vio muy elegante, con un vestido casi rojo, igual ni siquiera era rojo, igual azul, igual ni siquiera azul. Verde. Un vestido que no era el uniforme, y ciertamente las chicas vestidas de ese horrible rosa pálido a rayas con delantal blanco, no están tan atractivas como cuando se despiden a la salida para regresar a sus casas, con pantalones ceñidos y zapatos de tacón. Pero él nunca se había extralimitado con ninguna. ¿Cómo iba a requebrarlas si le faltaba todo y no le sobraba nada que apeteciera a una mujer? Seguro que ahora el policía comenzaría a descargar su ira contenida por haberse dirigido un día a su hermana agasajándola con una sonrisa de oreja a oreja. ¿Pero cuándo había sucedido eso? ¿Cuándo, dónde? Isabel habría llamado a su hermano y le habría denunciado por libidinoso o por mujeriego. Seguro. Y el policía era un tipo tramposo que le estaba enredando. Eso por lo menos. Al inspector Magallanes le costaba respirar en condiciones. El aire venía caliente. Carraspeó. Comenzó a hablar pausadamente, para no desgastarse las ideas, como si intentara tantear el terreno. –Usted se llama Germanines y tiene una furgoneta verde. –Sí, señor. –Anda por ahí, comprando y vendiendo. –Sí, señor. Esa es mi vida. –Una profesión muy dura. –Estoy enseñado. –¿Y qué compra y qué vende? –Lo que se tercia, señor. –Por ejemplo. –¿Qué quiere que le diga? –¿Puerros, lechugas? –Pues también. –¿Patatas? ¿Cómo funciona su negocio? 60


–Compro en el mercado central de madrugada y lo que compro lo ofrezco en los pueblos del Páramo. Compro también por los mismos pueblos. Compro en uno y vendo en otro. Y a veces hasta en el mismo pueblo. Compro en una casa que hace esquina y vendo en la siguiente. Igual gano diez céntimos por huevo, pero si vendo media docena ya son sesenta céntimos, ¿me comprende usted? –¿Y eso da para comer? –Bueno –dijo Germanines sin demasiada convicción. ¡Los posibles! ¡Los malditos posibles! Ya estaba el sabueso acosándole por el lado débil. Claro que tenía una cartilla en la Caja ¿y quién no? Igual hasta vacía. Lo que compra lo paga al contado y a veces lo que vende lo fía de una semana para otra, pero también coge caracoles, y cangrejos sin licencia ni reteles, con ladrillos y a mano, en una regata que conoce, y entonces el coste es cero y eso sí que es beneficio. –Pero usted vive de eso. –No tengo otros recursos. –Compra aquí, vende allí. Conocerá bien el campo. –Y los caminos. –Curioso, curioso. Será incluso capaz de trazar un mapa por si algún día tiene alguien que sucederle para que no se pierda. –No, señor. –Una cosa primitiva, un dibujo sin pretensiones. La carretera es una raya, las casas tienen chimenea. Ya sabe. –Pues sí, señor. –Una tierra aquí, un majuelo allí. –Sí, señor. Eso sí que podría pintarlo. Recuperó el inspector el hilo de la conversación. –O sea que la diferencia entre lo que compra y lo que vende es su beneficio. –Menos la gasolina. 61


–Natural. Y los impuestos. –Y otros gastos. –Por supuesto, otros gastos. Germanines se sintió atrapado. ¡Isabel le había ocultado la auténtica profesión de su hermano! Seguro que era también inspector de hacienda, un repelente funcionario de los que sin levantarse de la mesa sacan el dinero generado por otros con esfuerzo para guardárselo para sí mismo o para repartirlo a otros compinches de la camada. Pero su negocio es muy limpio: compro, vendo, almuerzo y si puedo, ceno. Ni recordaba la última vez que había estrenado un pantalón con raya y mucho menos un jersey de colores. La última camisa limpia se la había regalado una buena viuda al retirarla antes de quemar la ropa usada de su difunto marido. Calzaba botas que habían perdido las lengüetas, atadas con cordones elaborados con los cordeles sobrantes de sujetar los fardos. La mitad del año obviaba los calcetines y la otra mitad los llevaba sin elástico o rotos. Se afeitaba cada tres días, y las heriditas producidas por la navaja sin amolar intentaba cicatrizarlas con los restos del papel de alguna colilla no consumida del todo. El policía se percató de que Germanines pasaba a la defensiva. Le dijo con el fin de recobrar su confianza. –Yo también pago al fontanero sin Iva, como todo el mundo. Y al albañil. La vida está muy jodida para andarnos con exquisiteces, ¿no le parece a usted? Germanines guardó silencio. –¿Le parece o no le parece? Lo cierto es que la misma inquietud que te invade cuando la tormenta (y las había sufrido a cientos, tanto en el Páramo como en el llano) confunde los caminos y aguardas impaciente contando los segundos a que el bendito desgarro violento del relámpago marque las lindes para no caer por el barranco, le venía envolviendo sentado en la sala de 62


visitas, indefenso, perdido delante del policía. Presentía que intentaba confundirle con frases huecas. ¿Por qué no iba directo al grano? ¿Por qué no entraba de una puñetera vez a la cuestión? ¿A qué cuestión? Si era por la dote tenía una casita un poco distraída, con unos mohos blancos de humedad debajo de los muebles de la sala; un corral cerrado, un pajar vacío, con un agujero donde se cuelan los aviones para hacerse el nido. Claro que no era una dote adecuada para Isabel, lo comprendía perfectamente. Pero ella tampoco tendría mucho más, porque al fin y al cabo servía en la residencia limpiando culos viejos y enfermos. –Hábleme de los pueblos que visita –dijo entonces el policía, rompiéndole los pensamientos. –¡No he hecho nada malo! –gritó de nuevo Germanines, más por quitarse la tensión acumulada hasta ese momento que por otra cosa– ¡Se lo juro! –Lo sé, lo sé –dijo conciliador el policía–. ¿Cuál es exactamente su ruta? Germanines pareció calmarse. –Todo el Páramo –dijo con cierta prevención. –Ya, el Páramo. –Sí, señor. –Pero muchos pueblos del Páramo quedan muy arriba. –Muy arriba, sí señor. –Y la carretera es muy pendiente y mala. –La principal la bachean en octubre pero se taja en diciembre. Las secundarias todavía están peor. –Le llevará su tiempo el viaje. –Igual cuatro horas o cinco. –¿Cuatro horas dice usted? –Igual tres. Si acorto por un sitio o alargo por otro. –¿Y se detiene en algún pueblo concreto? –Allí hay muchos pueblos. –Y usted visita todos. 63


–Unas semanas, unos; otras semanas, otros. –Que viven todos de la agricultura. –Qué hacer. También del ganado. –Pueblos pequeños, me imagino. Algunos muy cerca entre sí y otros más lejos. –Así es, señor. –En diez kilómetros, tres. –Eso en línea recta. –Ya. Comprendo. –Lo que pasa es que no hay líneas rectas. –Por supuesto. Y usted no falta nunca a la cita con ellos. –Si me pongo enfermo, no como. –Entiendo. –Incluso hago muchas veces noche en un pajar, en un palomar abandonado. Sitios buscando no faltan. Hay chamizos, chozos, casas en ruinas. Siempre al resguardo. Allí merodea el lobo, ¿sabe usted? Son pueblos pobres. –¿Pobres ha dicho? –Sí, señor. Pobres. –¿Tendrán agua en las casas? –Qué hacer. –¿Y luz en las cuadras? –La tienen. –¿Y automóviles y tractores? –También. –¿Y televisión? –En color. –Entonces no son tan pobres. –Bueno –dijo Germanines, encogiéndose de hombros. –Ya –convino el policía– ¿Conocerá entonces a todos sus habitantes? –Igual a todos, no; pero a la mayoría, sí. Igual a todos. Yo creo que a todos. Sí, a todos. 64


–¿Puedo hacerle una pregunta confidencial? ¡Dios santo! Comenzaba ahora el interrogatorio de verdad. Andaría con sumo cuidado. Aunque el policía lo anotara en la libreta lo único que había confesado claramente era su curiosa capacidad olfativa. Sólo eso. Sería cauto. –¿Ha notado usted si últimamente alguno de los habitantes de esos pueblos ha cambiado de hábitos? –No entiendo, señor. –Vamos, que viva ahora como si le hubiera tocado la lotería. –A mí nunca me ha tocado la lotería. –Pues imagíneselo. –No puedo imaginármelo. –Coño. Suponga que usted es rico. –¿Cómo voy a suponer eso? –¡Haga un esfuerzo, hombre! –exclamó jovial el policía. –¿De repente? –De repente. –¿Ahora mismo? –En este momento. Germanines pareció pensar durante unos segundos. Se tocó la barbilla con la mano derecha, como si necesitara de ese gesto para activar su cajón de rostros conocidos. Por ejemplo, el herrador iba a dejar de herrar y los hijos de la señora Irene habían levantado una nave para engordar chotos; Teodoro, el pastor, ya estaría operado de su duodécimo hidatídico. Cada vez se hacían menos hijos, aquello se estaba despoblando. –Así, de golpe, no caigo. El policía comentó, como sin darle mayor importancia: –Según mis informes los últimos años han sido malos para el secano. Y si el año viene malo, la cosecha apenas cubre gastos. 65


–También hay tierras de regadío –se le escapó a Germanines sin querer. –¡Qué me dice usted! –exclamó jovial el policía. –Igual no con aspersores, pero sí con regaderas de cemento. El agua de por allí es poco calcárea, muy fresca y pura. –¿Y qué cultivan además de huerta? ¿Alfalfa, por ejemplo? ¿Esparceta? –Algo así. –La esparceta dicen que tiene una flor morada ¿la habrá visto usted entonces por allá arriba? – Claro que sí. –¿Y maíz? Seguro que también cultivan maíz, ¿verdad? La oreja oyente. Como si viniera de chuparse el dedo untado en la mermelada de la despensa y necesitara esconderse para que no le castigaran sin recreo, el viejo Moisés se tropezó e hizo ruido y entonces Germanines lo vio introducirse rápidamente en los servicios. Le extrañó que hubiese abandonado tan pronto el espectáculo del fraile mago, porque retrete también hay en la planta superior. Lo cierto es que el inspector Magallanes no se percató de aquel comportamiento extraño del viejo Moisés y Germanines, sí. Es más, mientras el inspector hablaba y hablaba, prestaba él más atención al viejo que por momentos parecía jugar a espía de las series antiguas de televisión asomando su oreja derecha en el pasillo (seguro que por estar sordo del oído izquierdo), al tiempo que ocultaba el resto del cuerpo dentro del pequeño servicio. La oreja pálida, desproporcionada, componía en aquel marco un cuadro surrealista. 66


Realmente, le interesaba más el misterio de la oreja oyente que cuanto hablaba el policía. Le hubiera gustado levantarse, acercarse sigilosamente y abrir la puerta de golpe dejando al pobre viejo al descubierto. Un paquete precintado. El inspector Magallanes entonces se agachó y recogió de inmediato del suelo un paquetito del tamaño de una caja de zapatos, que colocó encima de la mesa. Germanines descubrió sus nudillos despellejados y se sorprendió de que no llevara guantes. El paquetito estaba muy bien envuelto, con papel marrón grueso y un precinto donde destacaba la palabra “Policía”. Deshizo el nudo. Levantó la tapa, y dijo a Germanines: –Acerque su nariz aquí. Germanines obedeció. El olor penetrante le echó para atrás. –¿A qué huele esto? –dijo el inspector. –No sabría decírselo. –¿Asqueroso, verdad? ¿Qué le parece? –¿Qué quiere que le diga? –Diga algo por decir. –¿A carburo? –¿Ha olido usted algo semejante por el Páramo? –No, no señor –dijo por si acaso Germanines. –Toque, toque ahora. Le agarró de la mano obligándole a introducir el índice derecho en la cosa; luego sin soltarle la muñeca se lo acercó violentamente a la nariz. El inspector Magallanes tenía una fuerza considerable y Germanines vio tan cerca el dedo manchado que temió tuviera también que llevárselo a la boca. –Huela, huela usted sin miedo –dijo el inspector–. Tómese el tiempo que quiera. 67


Cuando Magallanes dio por terminada la conversación, pegó el precinto, se colocó las gafas negras y acudió a la cocina a despedirse de su hermana. Moisés interviene de nuevo. Germanines con el dedo oloroso en alto apuntando al techo aprovechó el momento para empujar la puerta del retrete. El viejo Moisés estaba allí, apoyado en la pared. –¿Qué hace usted aquí? –le preguntó. –Te huele el dedo –dijo Moisés y asiéndole la mano se lo acercó a la nariz. –Hágase a un lado –dijo Germanines, abriendo con la mano izquierda el grifo. Consumió un buen trozo de papel al secarse; necesitó repetir tres o cuatro veces la operación sin que el hedor desapareciese del todo. El viejo, dijo: –Has untado el dedo en mierda. Rió estúpidamente, y añadió: –Ese tipo que estaba contigo es policía. No creas nada de lo que te haya dicho. Es mala persona. ¿Te has fijado en sus ojos? Ten cuidado. Quiere saber lo que yo sé, y yo sé lo que quiere saber. Yo sé lo que quiere saber y él no sabe lo que yo sé que quiere saber. Que se joda. Él no sabe nada, y yo sé mucho. Te prepara una trampa. Quiere cazarte como a un conejo de campo –hizo el gesto de cortarse el cuello con un cuchillo– ¡Zas! Alambre al cuello y me quedo sin socio. –Yo no soy su socio –protestó Germanines. –¡Claro que eres mi socio! Puedo hacerte muy rico, pero sólo si eres mi socio. Puso los ojos en blanco, como si estuviera iluminado y confesó en voz baja: –Aquí por las noches suceden cosas terribles. 68


Germanines supuso que desvariaba como tantos en la residencia que siempre hablan del África de su juventud, cuando seguramente jamás han salido de casa. Eso también es lo bueno de la vejez: te creas tu propia juventud de la que siempre te sientes orgulloso. Ningún anciano engaña a su sombra porque carece de ella al haber emigrado la muy desagradecida a otra parte. –No me diga. –Si yo hablara. –Pues hable. –Si yo te contara. –Cuénteme. –No me da la gana. –Entonces no me lo cuente. –¿Por qué no quieres que te lo cuente? –Haga lo que quiera. –Yo no quiero nada. –Está bien, dejémoslo así. –¿Y por qué tenemos que dejarlo así? –Vale, le escucho. ¿Cómo de terribles? ¿Qué sucede tan importante? –preguntó Germanines por cortesía. –Me aplica una tortura psicológica. –¿Quién? –Bocas. –¿Quién es Bocas? –El jefe de ese desgraciado. Se cree que no me entero, pero tengo los ojos abiertos. Me encierra en el calabozo y abre la puerta para que escape. –¿Escaparse a dónde? –Ley de fugas, jovencito, la ley de fugas. ¿No sabes lo qué es la ley de fugas? Dicen que te vayas, te vas y ya no vuelves. –¿Quién dice que se vaya? –Pareces tonto, Germanines, rematadamente tonto. 69


¿Quién va a ser? Bocas quiere quedarse con el negocio. –¿Qué negocio? Se tambaleó. Se llevó un dedo a los labios rogando silencio. A Germanines en el fondo le divertía los visajes extraños del viejo, que se comportaba como si tuviera necesidad de descubrir algún misterio. –¡No eres un niño pequeño! ¿Cuántas pastillas tomas? –Ninguna. –Ese policía te obligará a que tomes la pastilla, pero no lo hagas. Si la tomas hablarás como un borracho. Hablarás de más. Germanines intentó salir del retrete. El viejo le retuvo: –Te partirá la cara. –¿Quién me partirá cara? –Bocas, ¿no lo comprendes? –¿Qué tengo que comprender? Moisés se mostraba por momentos más nervioso, como si temiera que alguien en el pasillo escuchara sus palabras. Se estiró la manga de la chaqueta. Los dedos huesudos y escamados como una piel reseca de culebra parecían incontrolados. Desatada la chaqueta, se la volvía a atar. Y vuelta a desatarse. –Pareces bobo, Germanines. –Igual lo soy. –Las últimas lechugas las trajiste con limaco. –Serían del hortelano. –Eran tuyas, mamón. Esa furgoneta que tienes va a darte un disgusto. No es buena para llegar al picón. –¿Qué picón? El viejo entonces le puso un dedo en los labios como exigiéndole silencio. –¡Calla, insensato! ¡Desgraciado, pueden oírnos! ¡Las paredes escuchan! ¿Verdea todavía? –dijo abriendo desmesuradamente los ojos. 70


–¡Y yo qué sé! –dijo Germanines por salir del paso. –Si verdea ya has llegado. –¿Adónde he llegado? –¡Donde quieren llegar Bocas y los otros y no saben el camino! –¿Quiénes son los otros? –¡Los canónigos! –¿Los canónigos? El viejo asomó la cabeza fuera del retrete. Se percató de que nadie transitaba por el pasillo, y habló en voz tan baja que casi parecía un susurro: –Eso que te ha enseñado el policía, ¿sabes lo que es? –No. –Mierda, pero no la caga nadie. Ya está cagada. Y yo sé dónde hay mucha, mucha, mucha –y con los ojos bien abiertos y exagerados intentó con las dos manos atrapar una bola enorme de aire–. Mucha, mucha, mucha. Y poniéndose un dedo en la boca le exigió guardar silencio; dijo: –La llaman Muff. –¿Y qué es el Muff ? –preguntó Germanines por salir del paso. –¡Lo que descubrí yo! ¡La solución a todos tus problemas! Sentirse inquieto. Seguro que Isabel se habría despedido de su hermano permitiéndole la salida por la entrada directa de la cocina, la que usan los proveedores. Lo extraño es que luego no se hubiera dado una vuelta por la salita para, con la excusa de recomponer el orden, encontrarse de nuevo los dos, esta vez a solas. Las risas de arriba cada vez resultaban más cortas y los aplausos más largos. La función parecía próxima a concluir. Quedaban todavía unos minutos para disfrutarlos 71


juntos. Isabel seguramente se había asomado al pasillo, y al no encontrarle (retenido dentro del retrete como estaba por el viejo Moisés), en su desesperación se habría recluido despechada en las habitaciones de arriba. ¿En cuál de ellas? Podía subir a buscarla. La idea de haber perdido la ocasión de sentir la cálida proximidad de su hermoso cuerpo de mujer le dolió sobremanera. –¡Dinero, dinero! –exclamó entonces el viejo Moisés saltando de alegría igual que un niño al que le hubiera tocado un pirulí en la tómbola. ¡Pobre Isabel! ¡Cuánto le gustaría subir ahora mismo para embriagarla con caricias y palabras bonitas! Le hablaría, después de los abrazos, de la tierra, que es como una crema reposada; de las bocanadas del sol, que por las noches se apaga para ganar el sueño; de la luna, con sus hadas despiertas, que a veces está sucia como los quesos abiertos tras rodar por el suelo. ¿Otras metáforas? ¿Con qué palabras puede expresarlas? Y entonces pensó que los poetas pasan necesidades y como él también pasa necesidades entonces él también es poeta, y se tranquilizó. Le gustaban las canciones españolas de emigrantes y añoranzas. Los poetas se expresan con soltura. Son elegantes. Llegado el momento le saldrían del fondo las palabras voladeras que enamoran a las mujeres, como del fondo de los armarios salen las polillas después de arruinar el traje. –¡Dinero! –insistía el viejo cada vez más iluminado– Mucho dinero. ¡Montañas de dinero! Y atrapándole de nuevo el dedo se lo llevó a la nariz oliéndolo con descaro. Luego, se lo metió en la boca. –Esa mierda que te ha mostrado ese policía está muy reseca, no vale ya para mucho –anunció con rotundidad–. Con eso nunca saldrás de pobre. Yo voy a enseñarte otra mejor y cómo hacerte rico. 72


Y añadió bajando la voz: –En nuestro negocio hay que ser raposo. Hay que saber esconderse, muchacho. Por eso yo no puedo ir donde Carla. –¿Quién es Carla? –preguntó Germanines. –Cuando te haga el sesenta y nueve ya sabrás quién es.

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4. Sueños de buhonero. Como cualquier casa perdida en silencios, la de Germanines (que da a la calleja sin sol, que amenaza ruina, que la lavadora cogida de un desguace ya no lava, que en tres de las cuatro patas de la mesa de la cocina afilan los gatos sus uñas, que el inodoro está atascado con una capa de cera encanecida por encima de lo que se supone que hay debajo, que dos troncos de árbol cortados a medida sujetan parte del techo) principia convertirse en almacén de fantasías. Esa noche por las distintas emociones le alborotaron el ánimo unos sueños muy confusos. Al fraile mago se le morían los pichones, y el inspector Magallanes, Moisés el viejo obtuso e Isabel, le mangoneaban empujándole de un lado a otro como un títere de goma. Era un sueño de los que al despertarte dudas si de verdad lo has soñado. ¡Tenía tantos de ojos abiertos! El inspector le decía: usted es ejemplo, amigo Germanines, del carácter heroico de los españoles. Un tipo excluido de filas por estrecho de caja realiza un acto sencillamente inusual. ¡Memorable Hernán Cortés! ¡Ah, la historia de España! ¡Los Tercios de Flandes, la lana merina, América, Cuba, Filipinas, los Mangas Verdes! ¡Cántenos una vez más “Soldadito Español”! El inspector le asía violentamente por las solapas y clavándole los ojos visionarios le decía: “¿Hay algo más importante que servir a la patria, capullo?” “¿Hay algo más importante que devolver la honra a los barcos que no la tienen?” Entonces él se revolvía en el camastro y una Isabel etérea en su vestido vaporoso le tomaba dulcemente las manos y le decía: “Ven, ven, amado mío, que de toda la creación los españoles somos los más queridos por Dios” y el viejo Moisés, volviendo de hacerlo fuera gritaba histé74


rico: “¡al picón, al picón, al picón, idiota, déjate de gazmoñerías, vende la mierda, cobra mi deuda con Carla y a repartirnos los doblones!” ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué el inspector Magallanes viene de la ciudad exclusivamente para hablar con él? Le ha prometido encima una medalla en el pecho. Si acierta en su ruta por esos caminos inhóspitos con el hallazgo de dónde se cultiva la cosa putrefacta le librará para siempre de los guardias, que cuando están aburridos, le obligan a descargar la furgoneta inundando la carretera de testeles, sin ayudarle luego a recogerlos de nuevo. Pero el viejo habla de dinero. Y eso es distinto. Dinero, dinero. ¿Y si el viejo Moisés no estuviera tan loco? Dinero, dinero. ¿Y si se hiciera pasar por loco? Dinero, dinero ¿Y si ni siquiera fuera ovejero? Dinero, dinero. ¿Cuánto dinero? Intentó imaginarse por un momento convertido en tipo importante. Los posibles transforman lo simple en complejo. ¿Cómo es un tipo importante? Si a un pobre desnudo enfrentas a un importante desnudo, ¿en qué se diferencian? En que el importante come con mantel de lino y el otro con un hule roto extendido sobre la formica verde, ¿estamos? Delante del espejo son iguales pero sentados en el comedor, no. Las cosas claras. Nunca había sucumbido a pensamientos tan excitantes. A lo mejor nunca podría ser importante porque su diseño humano tiene los alcances cumplidos, pero la vida es un montacargas, y ¿por qué va a permanecer el suyo varado entre piso y piso? ¿Por qué, eh, por qué? Él es nada, exactamente eso: nada. Pero la nada 75


se convierte en algo si encuentras un morrión forrado de dinero. Se estremeció. ¿Y si Isabel le exigiera como prueba para calibrar la hondura de sus sentimientos renunciar al Páramo? Una mujer quiere tener siempre cerca a su marido. ¿Cómo sería su vida, privado de los pájaros invisibles que telefonean alegres desde el cielo? Se asustó. Desconoce otra vida. ¿Y si el picón no existe? ¿Y si el picón existe? El viejo insiste con el soniquete aburrido de las tórtolas al amanecer: dinero, buhonero, dinero, ¡mucho dinero!, ¡montañas de dinero! Coño, se dijo Germanines, igual puedo regalarle a Isabel un canesú rosa bordado con lises azules. Remojos conoce la ciudad. Remojos, Juan triplicado, con el tiempo se había ido desprendiendo de las cosas de valor, dejando como único recuerdo del pasado de su familia un bastón señorito de empuñadura metálica y la capa española de cuero recio que gusta lucir delante del espejo en fechas señaladas (navidad, año nuevo) y que le queda un poco corta. El anticuario de la capital le había dicho: –Convierta la casona en un museo, cédasela a un patronato, y a vivir de las subvenciones y del cuento de una historia inventada. –¿Y dónde duermo yo? Y el anticuario, dijo: –Resérvese una habitación, y aparezca ante los turistas, envuelto en una sábana que oculte sus desnudeces. Y aunque lo pensó desistió por la complejidad de un pro76


yecto tan exigente. Desprovista de alamares la Casa Grande vaciada quedaba desamparada y tétrica, pero seguía siendo su casa. A las ocho y cuarto de la mañana partía el autobús de línea para la capital. Por supuesto, conocía sobradamente la ciudad desde su época de internado. En todas las ciudades hay barrios prohibidos, oscuros y sugestivos, que cruzas a paso rápido. Cuando le abofetearon los reveses y se vio obligado a abandonar el colegio lo primero que hizo fue perderse en la trasera de la catedral por si no pudiera volver jamás a patearse los adoquinados de las calles especiales. Fue cuando descubrió que los frailes también llevan pantalones bajo la sotana. En el banco de respaldo despintado experimentó por primera vez en su vida el sentimiento de libertad. Por fin, era libre. ¿Libre de qué? De lo que puede atarte. Como un recuerdo de aquel momento, casi como un rito, regresaba a sentarse en aquel banco cada vez que subía a resolver algún asunto. Le gustaba alternar por las cercanías de la estación de autobuses, como si quisiera integrarse como un miserable más entre la gente de tez tiznada, de mirada incierta. Gracias a su buena presencia física no tenía temor a transitar a deshoras por lugares sin aceras. Le atraía particularmente el ambiente lúgubre de la gente sin futuro. Cierto que había sufrido más de una vez algún acoso, solventándolo sin mayores problemas. Un día uno de los desaliñados intentó impedirle la entrada al comedor social: tienes modales señoritos. Lo sé, dijo Remojos apartándole a un lado. El tipo, dijo: no te pongas así, era sólo una broma. Y fumaron juntos. Y el menesteroso le dijo: –La naturaleza es injusta. Los tipos grandes como tú nunca deberían pasar hambre.

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Bocas piensa. Pocas veces Bocas aterriza por su domicilio. Sabe que en su profesión cuando uno abandona su puesto siempre hay otro detrás dispuesto a ocuparlo. Por eso se aferra a la silla. En las entidades bancarias, por ejemplo, se obliga a los empleados a tomar vacaciones, para que el sustituto saque a la luz posibles desviaciones económicas (los muertos casualmente resucitan en el estío: las cuentas corrientes inmóviles milagrosamente se mueven, Cancún, Cuerno del Oro, Las Vegas). Nunca coge vacaciones. Jamás. Es una ofensa a su sentido de la moral profesional. Un comisario jefe es comisario jefe los trescientos sesenta y cinco días del año y en los bisiestos un día más. Veinticuatro horas al día. Espera que también en el cielo existan cuerpos de orden y seguridad para dirigirlos: en el infierno seguro que no hacen falta. Su mujer se conforma con la fotografía de la sala, y los hijos con jugar por el pasillo con la pistola descubierta en la caja de las condecoraciones. Odia los cambios. Cambiar es algo estúpido. Salvo los desgraciados ¿quién en su sano juicio necesita cambiar? En cuanto le llegan rumores de su inminente traslado a otro destino, sorprendentemente, entonces, ¡oh, casualidad!, ocurren acontecimientos mediáticos: el alunizaje con vehículo de alta gama a una joyería céntrica para que la portavoz guapa luzca uniforme de estreno, la detención de doce o trece bandas sudamericanas de nombre escasamente tranquilizante, el butrón nocturno en la cafetería de la avenida principal. Bocas entonces aparece en los telediarios con una sonrisa de oreja a oreja de salvador del orden, y su mujer se disgusta al comprobar la protuberancia de la tripa: ha engordado unos kilitos más y encima los exhibe pegados en el abdomen como un cinturón de carne. Convocó a una segunda reunión. Dijo: 78


–Esto no marcha bien, muchachos. Ahora también el Congresista se ha quejado y con razón. Paga sus impuestos como honrado ciudadano y padre de la patria y tiene derecho a exigir que los demás lo hagan. La competencia es sana cuando hay igualdad en las obligaciones. Y ahora no la hay. Las cartas están mal repartidas. Igual son buenas para el mus pero no para el tute cabrón. A este paso en las esquinas vamos a tener que instalar expendedores de condones en lugar de los tickets de aparcamiento. ¿Qué coño nos pasa? El abrevadero tiene un agujero por donde se nos escapa el agua. ¿No podemos trincar a los furtivos que suministran a ese atajo de desclasados? ¿Estamos? ¿Qué se han creído? Y eso me duele, me cabrea exactamente. Permanecemos de brazos cruzados. Si no damos un escarmiento pronto tendremos un congreso internacional de Muff en la calle Mayor y entonces nuestras mujeres van a estar más nerviosas que la primera gallina a la que persigue el gallo al amanecer. Respiró fatigosamente. El ventilador remueve los ácaros y el aire acondicionado ataca directamente a la garganta. –¡Cash, cash! –estalló– ¡Vamos a obligar a todos esos advenedizos a integrarse en el sistema! ¿Estamos? Cash, cash. Ya sé que son ágiles, se mueven con rapidez, amagan, se van, y nosotros nos quedamos como dinosaurios pasmados, pero en realidad ¿cuál es nuestro problema? Os lo voy a decir abiertamente: la nómina fija de cada mes. Si nadie tuviera una nómina fija ¡pelearíamos por objetivos! ¡Comemos demasiado! No sabemos adaptarnos a los nuevos tiempos. Pronto nos saldrán fístulas en el culo. ¡Agilidad! Nos falta gimnasio. ¡Un, dos! ¡Un, dos! ¡Arriba, abajo! Acción, coño, acción. Seguro que con un entrenador en condiciones hubiéramos conseguido resultados olímpicos.

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El parte. El inspector Magallanes se adelantó a los demás. Dijo: –El operativo está en marcha, jefe. Lleva su tiempo, pero parece que hemos encontrado alguna pista razonable. –¿Un infiltrado? –preguntó Bocas algo desairado. –Y bueno –dijo Magallanes–. Lo hemos preparado a conciencia y ya camina suelto por el Páramo. –¿Por el Páramo? –se interrogó dubitativo Bocas– ¿Por qué en el Páramo? Allí sólo medran los conejos. –Precisamente, jefe. Allí hay mucho pobre y los pobres aunque comen poco cagan mucho. Es una tierra desgraciada que está deseando ser mimada para soltar sus nutrientes. Pensamos que por su condición de inhóspita, y si me permite hasta un poco salvaje, puede ser un lugar apetecido para experimentos. –¡Experimentos! –gritó Bocas– ¡Quiero realidades! –Las tendrá, jefe. –¿En cuánto tiempo? –Más pronto que tarde. –¿Cuántos olfateadores hemos desplazado? –Ninguno, señor. –¿Cómo que a ninguno? –Estamos empleando la sutileza, señor. Si vamos nosotros, con nuestros coches y nuestras motos, esconden los aldeanos su mierda como los animales del campo se esconden ante la tormenta. Mejor alguien que no suscite recelos. –¿Como quién? –Buhoneros, señor. Ya tenemos uno funcionando. Un cuitado. Una miseria humana, un desgraciado, un tipo nauseabundo, nuestro hombre perfecto. Cómo suceden las cosas. ¿Qué es el destino? Un temblor oportuno del cielo. Las cosas suceden como el destino quiere que sucedan. 80


¿Por qué la furgoneta se había frenado, clavando las ruedas en la tierra, en lugar de iniciar una loca andadura por el terraplén? El destino. ¿Qué hacía el viejo Moisés dentro del excusado cruzándose en su vida? El destino. ¿Y el inspector Magallanes? También el destino. ¿E Isabel? Otra vez el destino. Otros lo llaman suerte. Pero suerte es cuando el destino te favorece otorgando cartas peores a los compañeros de partida. Había transitado antes cientos de veces por el recodo del picón sin saber lo que guardaba, y siempre la furgoneta como una mula mansa y sabia, superaba el escollo sin más problemas que una protesta proveniente del silbido angustioso del radiador. Pero nada más mentarle el viejo Moisés la existencia de aquello, la furgoneta, como si gozara de una inteligencia inaudita, había decidido desmontarlo de mala manera igual que lo hace con el jinete inexperto un caballo salido cuando olisquea yegua. ¿No era curioso? Casualidad o destino, a la puta furgoneta le había dado por patinar en la revuelta, por culpa de las ruedas con los alambres al aire. Había tomado la curva a veinte, como siempre, más lento que las polladas de perdiz que se burlan compitiendo a la carrera. Temblaba el volante, temblaban las ruedas, las telarañas, el chasis, las banastas vacías. Temió por un momento salirse de la carretera y emprender la caída en picado al infierno. Cerró los ojos, pisó el freno. Consiguió detenerla justo al borde del precipicio. El infierno estaba allí, aburrido, abajo, con los demonios esperándole con 81


sus tenedores afilados para inundarse de fiesta. Descendió del vehículo demudado de color. Miró al barranco. Aquella era tierra de cardos y tomillos. Una yesera como tantas otras. Mala tierra para morirse. Empujó una piedra con el pie y siguió con atención su rodadura cuesta abajo. Había salvado la vida por casualidad. Se puso en cuclillas para que el cuerpo se le asentase. El destino. Arrugó la nariz. De allá abajo venía a golpes, como una oleada intermitente, un olor desagradable, de pozo séptico. Buscó con curiosidad el origen de aquello tan obtuso, tan fétido, descubriendo con sorpresa que verdeaba extrañamente un picón entre cardizales. Verdeaba exageradamente. No era lógico. El resto de la tierra, enharinada, se apagaba bajo los últimos destellos del sol. ¿El picón del viejo? ¿Existe Jauja en realidad? Excitado, necesitaba calmarse. A pesar del olor, decidió sentarse al borde del barranco y fumarse primero un cigarrillo para aliviarse del sobresalto y poner algo de orden en los pensamientos. Lo habitual es que lo hiciese en un majano, como un aguilucho cenizo, una vez vencidas las dificultades de la carretera y alcanzado el llano avanzada la tarde. Era su momento del día, pero esta vez el susto le aconsejaba adelantar el instante, acaso temeroso de que no volviera a repetirse. Resultaba extraño que algo verdease en esas tierras agrestes, empolvadas, de paisaje lunar, dedicadas a la repoblación de pinos por la Administración en un intento de confundir a la naturaleza y atraer la esquiva lluvia. Los de la Administración llegaban con sus máquinas, roturaban la tierra, colocaban ordenadamente los plantones de vivero y se iban, 82


despreocupándose de las atenciones posteriores. Los pinos, por supuesto, abandonados a la intemperie, apenas medraban, resultando canijos los pocos que sobrevivían por lo que pasados treinta años posiblemente continuarían sin alcanzar siquiera altura de cardizales. Enrojecidos, caídos, secos, enclenques, delgados, muertos. Allí no quedaba ninguno de más de quince centímetros, al menos a simple vista. Ni como muestra. Evidentemente, mucho más acá de la primera hilera de pinos muertos debía correr algo, bien un hilito subterráneo de agua o un riachuelo perezoso canalizado por los romanos u otros más primitivos, taponado luego por los desplantes insolentes de la naturaleza, para que verdease aquel trocito como un oasis en pleno desierto. Que Moisés, viejo y tarado, conocía las rutas del Páramo era un hecho; los chozos respondían a sus indicaciones, el nogal salvaje coronaba una cresta de gallo, los nísperos dejaban al mundo insensible su mensaje de frutos resecos. Con forma de mano que culmina un brazo que saluda en alto, alcanzado el cerro, el Páramo se presenta como una bola de nada y viento, donde la tierra arisca y salvaje va abriéndose en perezosos caminos que sólo transitan insectos cabezones. Había hablado de un picón oculto a las miradas de paso, bajo una nariz salpicada de cristales de yeso. Germanines se caló la gorra de tela. Miró al cielo de nuevo como dando gracias por salvarle la vida y jugó con el humo. Tenía prohibido el tabaco. El médico de la residencia de ancianos, con experiencia en firmar recetas y certificar defunciones, un viejo con más edad que la mayoría de los internos y que fuma a espaldas como un carretero, se lo había prohibido: –Por cada cigarrillo te quitas un día de vida. 83


A Germanines le daba lo mismo quitarse un día que el mes entero. Mejor, un día menos de alimentar. Mientras se recuperaba del susto pensó que carecía de ahorros suficientes –vivía al día– para acceder a una furgoneta mejor de segunda mano que no le dejase de nuevo tirado. ¿Qué hacer? ¿Qué futuro le aguardaba? Terminó el cigarrillo, oteó el horizonte y supuso que por aquella revuelta pasaría al día siguiente el autobús escolar y posiblemente hasta entonces nadie más. Estaban solos él y el mundo. Y los abejorros y los saltacapas y los mosquitos cabrones. De vez en cuando la patada brusca de un conejo al cambiar de madriguera le rompía los pensamientos. Arriba vigilaba el águila, señor de las alturas. Se ató las botas con las cuerdas, cogió la morisquilla que siempre llevaba, por si acaso vació la herrada del resto de judías verdes y se dispuso a investigar aquello por si el viejo iluminado estuviera en lo cierto. Principió lentamente el descenso. Tenía curiosidad por descubrir el origen de aquel olor que emborrachaba al aire caliente de la tarde. Sorteó como pudo los cardos mataviejas y las piedras sueltas, teniendo especial cuidado en asentar el culo firmemente en las zonas blandas para no verse arrastrado por la yesera como un esquiador en un alud de nieve; después de unos minutos tensos y unos arañazos, accedió a la parte que verdeaba. Olía por allí asquerosamente a letrina del ejército. Miró hacia arriba. Vista desde abajo, la nariz de yeso se transformaba en una gigantesca visera, de modo que uno podía ocultarse de las miradas ajenas. Un árbol agónico, como un perchero loco haciendo equilibrios frente al vacío, contemplaba atónito el paisaje. Coño. Nadie podía verle. Pisó mal, resbaló por el suelo y al levantarse para sacudirse el polvo 84


fue cuando descubrió la oquedad, un curioso agujero negro, guarida de alimañas, de acceso difícil, disimulada la entrada. De rodillas, gateando como un niño pequeño, penetró decidido en el lugar. De allí dentro provenía el intenso olor que comenzaba a marearle. Se extrañó. Aquel montón de detrito o lo que fuera ¿qué interés puede tener? El viejo Moisés sin duda alucinaba. ¡Qué tontería haberle dado crédito! Mejor abandonar el lugar cuanto antes. Dudó. De todas formas, ¿qué le costaba coger un poco para restregárselo por la cara cuando visitara de nuevo la residencia? Tres o cuatro paletadas: menos de media herrada. Lo hizo con una mano tapándose la nariz con la otra. ¿Y si fuera eso realmente la cosa de la que hablaba? Pero, en realidad, ¿alguien en su sano juicio estaría dispuesto a pagar por aquello? Por precaución hizo desaparecer las huellas de su presencia y comenzó el ascenso mirando a izquierda y derecha, profundamente decepcionado. Extendió una hoja de periódico sobre la herrada tapando la cosa esa, colocó encima una cabeza de congrio pasada (que después de hacerse una sopa daría como comida a los gatos), puso otra hoja de periódico arriba y consiguió arrancar la furgoneta. Tomó la revuelta despacito, a paso de caminante, asido al volante como un adolescente asustado, rezando todas las oraciones olvidadas, y emprendió el regreso. Lo hizo silbando para descanso de los pensamientos. Más de una vez le habían llamado la atención los rurales por conducir despacio más que por correr. Los de la moto, con su ansia infantil de quemar pronto el tubo de escape, no soportaban que fuera como una babosa al atardecer, con las luces aceitosas enfocando el suelo, mientras que ellos brincaban y sorteaban riscos y badenes con la maestría de los equilibristas. Aparecían de improviso 85


saltando a la carretera desde las alturas como si estuvieran en competición, metiendo un susto de muerte. Los esperaba. Estaba convencido de que para arruinarle su día de suerte surgiría la pareja en cualquier momento. Coche patrulla. Con el rostro pegado al parabrisas, encogida el alma, el coche patrulla le adelantó en una recta de escasa visibilidad y con el destellante azul asustando a los pájaros. Los dos guardias le miraron con cierta insolencia al ponerse en paralelo. Germanines amagó un saludo servil, separando del volante la mano izquierda. Aceleraron los guardias, desapareciendo en la curva. Respiró profundamente. Pero a la primera revuelta, en el mismo cruce, acertó a descubrir al cabo en medio de la calzada. El cabo tenía una mano levantada dándole el alto, y con la derecha le indicaba que orillara la furgoneta al borde del camino. No tenía escapatoria. Llevaba esa maldita cosa dentro y la furgoneta apestaba. Germanines bajó la ventanilla. El cabo le saludó con su pelo entrecano y el mostacho medio gris: –Buenas tardes. –¿Qué se le ofrece, señor guardia? –¿No se ha dado cuenta de cómo lleva la rueda izquierda? –¿He pinchado? –dijo ingenuamente. –La tiene usted sin dibujo. –Es la de repuesto. –Documentación, por favor. El guardia miró con atención los papeles. Comprobó la matrícula, se fijó en el resto de las ruedas y en las abolladuras de las puertas. 86


–Le vence el mes que viene el seguro –dijo en voz muy alta, acaso para que le oyese su compañero, que pie a tierra aguardaba con atención por si fuera necesario intervenir. Germanines no dijo nada. –Y la Itv aunque la tiene pasada le caduca enseguida. –Estoy en ello –dijo Germanines con educación. El cabo le devolvió los papeles. –Baje del vehículo –le conminó seriamente. Puso los pies en el suelo. El guardia dijo: –Abra atrás. Abrió la portezuela y el guardia se retiró de inmediato por el tufo. Se limitó a mirar desde fuera las banastas vacías y el bote de herramientas. –¿Por qué huele tan mal? –Por el congrio. –¿Congrio con estos calores? ¿Transporta usted congrio? –Una cabeza. –¿No estará usted por la labor de venderla? Su vehículo no reúne condiciones para el transporte de ese tipo de mercancías. –Es para consumo personal –dijo Germanines en tono muy humilde. –Está bien –dijo el cabo–. Le voy a dejar pasar por esta vez, pero si mañana u otro día le pillo con esa rueda, le precintaré el vehículo. Ahora vaya despacio, y si le detiene otra patrulla diga que ya ha estado antes con nosotros. –Gracias, señor guardia –repuso humildemente Germanines. Fue a emprender la marcha y al mirar por el retrovisor se fijó que el cabo hablaba con alguien por teléfono. Esperaron los guardias a que se alejara y luego le siguieron a distancia durante unos cuantos kilómetros, hasta que desaparecieron de su vista. 87


Germanines respiró. Hacía más de diez años que no había renovado el seguro y la Itv no la había pasado en su vida.

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5. Jija podrida. ¡Maldito olor entre jija podrida, alcantarilla de ciudad y cubo de basura orgánica!, ¡no hay forma de disiparlo de ninguna manera! Cuando aparcó, se propuso airear la furgoneta abriendo de par en par las puertas, dejando que la luna derramase su luz enfermiza dentro del vehículo. Le costó dormirse. A la mañana siguiente el olor continuaba allí, insistente y voraz como las hormigas en los rosales con pulgón. Le recordaba sin saber por qué a las aburridas noches solitarias pasadas en la cocina contemplando la llama silbante del carburo en los inviernos de ventisca y nieve. Ese tipo de olores penetrantes están suficientemente catalogados en el subconsciente (cola de caballo, pita de zapatero, fétido líquido blanco viscoso desprendido por las cucarachas negras pisadas en el corralito). En el fondo se sentía afortunado por ser de alguna manera diferente a los demás gracias a su peculiar capacidad olfativa. Con esa cosa dentro, acudió de madrugada al mercado central para abastecerse. Tenía que entregársela a la tal Carla por indicaciones del viejo Moisés, pero antes cargaría las banastas para luego de la entrevista emprender de seguido viaje al Páramo. Aguardó junto a la furgoneta en un extremo de la lonja. Después de un rato el escribiente con el guardapolvo gris, la libreta en las manos y el lapicero colgado de la oreja izquierda, le preguntó: –¿Cómo va esa vida, Germanines? –Va –dijo éste. –¿Ya tienes mujer? –Todavía no. 89


–¿A qué esperas? –A una que me quiera. –Jodido lo tienes entonces. Si fuera por los quereres de verdad no nacerían niños suficientes en el país para garantizarnos las pensiones. Jovial, se movía con agilidad y a paso largo. Dictaba las órdenes como los maestros de escuela. –¿Qué ponemos hoy que mate a tus clientes del Páramo? Recogió la nota. El día venía precioso. El oficinista la leyó, y dijo: –¿Escribes más bes que uves porque están mejor alimentadas? Germanines limpió el compartimento trasero de la furgoneta. Uno de los mozos del almacén, el de la camiseta sudada, tirado para adelante, con un bigote negro militar, de los a propósito para impresionar a las novias ajenas, al dejarle dentro la banasta de naranjas casi resecas, le abordó directamente: –Cagüenlaputa ¡no me jodas! ¿Ahora vienes tú en lugar del ovejero? Germanines pareció no comprender. Le miró a los ojos confuso, como solicitando aclaración. –Huelo el Muff a distancia, ¿sabes? –dijo el tipo, y se tocó la nariz. ¿Cómo era posible? ¡La mierda aquello no resultaba desconocida! –No sé qué dices –intentó evadirse Germanines. –¿Cuánto llevas? –le preguntó directamente el mozo. –¿El qué? –dijo Germanines todavía sin aclararse. –No disimules. Estamos a falta de suministro. ¿Es de la misma calidad de siempre? ¿Qué le ha pasado al viejo? Le echamos en falta. Cagüenlaleche, desapareció de repente y nos abocamos a la reserva. Un tipo legal, un poco ido, sí 90


señor, con la cabeza restañada. Bastante protestón y de muy mala leche, pero legal. –No conozco a ningún viejo. –Déjate de hostias, Germanines –dijo el mozo–. No me jodas. ¿Pretendes engañarme? Ahora dime que es para tu consumo, que estás tan esmirriado por lo mucho que te desgastas, que tienes más admiradoras que un lanzador ruso de peso en las olimpiadas. ¡Quién nos lo iba a decir! Así que eres tú ahora el recadero del viejo chiflado. Sé bienvenido. ¿Dónde la consigues? Germanines entonces se olió de nuevo las manos y olfateó nervioso las mangas desgastadas de su guardapolvo. Aquel olor, como el de los aceites repelentes de geranio, no sólo perdura durante horas sino que lo impregna todo. El mozo, que también gozaba sin duda de buen olfato, se detuvo un momento como si necesitara hacer unos estiramientos de espalda. Dijo: –Tengo a los canónigos que se pirran por ampliar el mercado porque saben que sus maitines no les arrienda futuro. Son gente de calidad. No te creas. Ya sabes. Este país es especial. Dedicamos buena parte de nuestros impuestos para mantener la universidad y en cuanto reciben la titulación, a fregar platos a Londres. ¿Qué pueden hacer? O se dedican a la política o a airear vergüenzas en la televisión o a esto otro. O a las tres cosas si pueden. En la universidad sobra tiempo. Eso de las algaradas parece muy antiguo. Unos tíos acojonantes en cualquier caso, no te creas, de esos que propugnan joder a los ricos. Ya nadie se hace famoso pegando gritos, hay que ser más inteligente. Mis amigos lo son. Les atrae lo nuevo, atragantarse de todo. Y el Muff es lo nuevo; en cuanto le limen las asperezas y no huela tan mal va a ser la leche. ¡A por el mundo! Un té con Muff, y ¡a practicar recitales más contentos que el novio borracho cuando se con91


funde de boda e intenta llevarse a la otra novia a la cama! Mejor eso, ¿eh? Lo nuevo siempre es más excitante que lo antiguo. Coño, hacen lo que a ti te hubiera gustado a su edad: disfrutar de una buena argumentación, y luego, como los leones, holgar con las leonas montadas encima. ¿Te lo imaginas? Amigo, ese es el nuevo mundo. Respetamos tanto a las mujeres que dejaremos satisfechas a todas. Germanines se encogió de hombros. –¡No va a quedar ninguna virgen! –exclamó jovial el mozo. Germanines estaba asustado. –¡Vamos a saciarlas a todas! ¡No va a quedar ninguna necesitada! A Germanines le palpitaba el corazón. –¿Y tú? –Yo, ¿qué? –dijo Germanines. –Te va la marcha, ¿eh? Al viejo también le iba. ¡Cagüenlaleche!, ¡qué tipo!, ¡cómo lo echamos en falta! –y fue a pellizcarle un carrillo sin encontrarlo. Germanines cada vez se sentía más desbordado. –Si lo que tienes es de la misma calidad que las entregas anteriores has encontrado una mina en California –dijo entre viaje y viaje el mozo, con las banastas en sus brazos–. Si es inferior la mina es de plata, pero también alcanza buen precio. Tú verás. Déjame una muestra para analizarla. –Desconozco de qué me hablas –mintió Germanines –¿Quieres un consejo? Para que no te atufe tanto la furgoneta, coloca la próxima vez algo de bacalao y esparce sal por el suelo. Así por lo menos no parecerá que vas cagado. El mozo se manejaba con soltura moviéndose a gran velocidad entre todas las furgonetas de reparto. –Me alegra que estés metido en el negocio –le dijo al pasar de nuevo a su lado. 92


Germanines no sabía qué decir. –¿Andas por el Páramo, no? –preguntó de nuevo el mozo. –Sí. –No me digas que allí la recolectas. –¿A qué te refieres? –Parece zona poco apropiada, aunque nunca se sabe. –Nunca se sabe, ¿qué? –Que te estoy hablando de rendimientos, coño –gritó malhumorado el mozo. Germanines ordenó las banastas, colocando las de más venta al principio. –¿Y tu socio? ¿Aparte del viejo tienes algún otro? ¡Necesitamos que dobles o tripliques la producción! –insistió el mozo, tras descargar plátanos de un camión en el muelle paralelo– ¡Estamos en fase expansiva! Si trabajas a un turno sube a dos y si estás a dos pasa a tres, y si a tres a cuatro. ¡Mis compadres quieren cambiar el mundo! Nada de atrincherarse en el pasado. ¡Hay que cambiar el país! ¡Edificar uno nuevo! Las nuevas generaciones vienen así, sacrificándose por los demás. Son tipos legales, simplemente. Oye, nada para ellos, no te creas, no roban a nadie, lo hacen por el pueblo, ¿sabes? Tienen ideales, no como esa Carla y ese Congresista que ya los han perdido. Regresó luego con una saca de patata vieja, pequeña y arrugada. –Mira, un regalo. Vendes las que puedas y las demás te las comes. Vivimos en un país de señoritos. La patata con ojo se tira. Todo el mundo la quiere de calibre y limpia, sin formas raras. Nos van a obligar a pasarla por la lavadora. Cualquier día de estos tendremos que empezar a venderla mondada. ¡No te jode! ¡País de señoritos! ¡Nadie sabe despellejar una liebre! ¡Nadie sabe escabechar una perdiz! 93


¡Nadie sabe incluso preparar una buena sopa de ajo con su chorretón de aceite y el pimentón! ¡País! ¡Cómo nos invadan de nuevo los franceses tendremos que inventarnos la tortilla de aire para sobrevivir! Le miró a los ojos. Y confesó: –Ya no se bebe a porrón porque siempre hay un desgraciado que lo rompe. Como tipo fuerte que gustaba mostrar en público los pectorales y la musculatura de sus brazos, protestaba en voz alta. No le importaba la presencia a su lado de nadie para soltar sus críticas al patrón. –¿El patrón? Ahora está durmiendo con la querida. Así que el precio de los plátanos lo pongo mirando los de la competencia. Le acercó una herrada de plástico cargada hasta la mitad de cerezas gruesas bastante maduras, alguna sin presencia. –Toma. Llévate las que quieras. También regalo de la casa. Las ha apedreado el nublo. Somos así. A ver qué sacas por ellas. En esta maldita tierra los árboles están sindicados y respetan las huelgas y por eso este año poco les ha tocado trabajar. Esto es lo que han dejado los tordos y los pajarracos que se visten por los pies. Los tordos dejan las pipas colgando, es un detalle, son muy de etiqueta, los otros se las llevan también a casa. Cabrones. No se las han comido todas por vergüenza. Y si pones una red que no se le ocurra enredarse a un chochín o un petirrojo porque el juez te impone más multa que si abandonas a un difunto en la cuneta. Asco de país. No hay dignidad ni gallardía. Todo es basura. Y si defiendes la cosecha con el tiro, ¡prepárate, hermano!, los guardias, los de dos patas que tanto molestan, te confiscan el butano. Ya enfilaba la salida del muelle, cuando el mozo le ordenó parar. 94


–¡Hay que cambiar el país! Y añadió: –Tráeme algo la próxima vez, aunque sea una muestra de prueba –dijo en voz baja, mirando con prevención a ambos lados–. Te compro todo. A lo mejor por esa tierra ceniza de por ahí arriba se caga mejor que por aquí abajo. –A lo mejor –dijo Germanines para salir del paso. –No te jode, que el patrón esté ahora durmiendo con la querida, y los demás aquí jodidos, poniendo precio a los boniatos. Pero cautela, hermano, cautela, que las cosas van a cambiar pronto, ¡a los patronos vamos a ponerlos a trabajar! Y a modo de despedida, añadió: –La sopa hay que probarla para acertar con el punto de sal. Una muestra. Germanines, una muestra. Y hablamos como hombres. Y entonces Germanines, acaso sin pensarlo, tomando la iniciativa en una conversación por primera vez en su vida, soltó de golpe: –Sí que llevo algo. –Me lo imaginaba –dijo el mozo–. Aparca la furgoneta a la puerta del bar, y aguarda sin hablar de esto con nadie. La herrada cambia de manos. –¿Sabes cómo funciona esto? –dijo a Germanines el mozo de la camiseta sudada. Germanines se encogió de hombros. El mozo, continuó: –Yo te recojo la mercancía, pero soy un mandado, el último vagón del tren, vamos, el tacón del zapato. Se la paso al vagón anterior, y éste como es tacón de otro zapato al siguiente. Ni yo conozco al maquinista del tren ni tú tampoco lo conocerás nunca. Y además ¿para qué coño quieres conocerlo? Lo importante es lo que traigas. ¿Vale? Ok, estu95


pendo, dinero, dinero. ¿Que no vale? Ok también, pero con los bolsillos vacíos. ¿De acuerdo? –De acuerdo –musitó Germanines. Y luego de un rato que necesitó para asimilarlo, se atrevió a preguntar: – ¿Cuánto me daréis por esto? –Tranquilo –dijo el mozo haciéndose el distraído–, no te preocupes por nada. Siempre saldrás de aquí satisfecho. Aunque sea una pequeña muestra, pagamos igual, ¿ok? Vende por ahí el moscatel y los melones franceses y las judías verdes y lo que lleves, que cuando tenga el aguinaldo preparado te lo daré. El viejo Moisés hace preguntas. Era otro jueves; se levantó como un resorte al ver a Germanines asomar su rostro de ensogado. –¿Qué? –le preguntó abandonando la silla. Y Germanines se acercó, y Germanines mintió, tornándosele rojizas las orejas, el pulso desbocado: –Me he perdido –musitó haciéndose el avergonzado. –¡Cómo que te has perdido, desgraciado! –saltó el viejo nervioso, y se puso a olerlo de arriba abajo como si no diera crédito a sus palabras; comenzó a palparle para dar fe de que era el mismo. –He debido equivocar el camino. –Seguro que sí –dijo el viejo–. Seguro que en lugar de bajar has subido. ¡Y yo me lo creo y me chupo el dedo! –Igual he tirado por la derecha –buscaba la disculpa el buhonero. –¡Por la derecha, por la izquierda o por el centro siempre se llega al picón! ¡Te he enseñado los atajos! –He perdido las referencias. –¡Inútil! 96


–Lo siento –intentó disculparse Germanines bajando la vista humildemente. Y entonces comenzó de nuevo el viejo a olfatearlo como perro de caza; empezó por las mejillas, después siguió por los hombros y los brazos, la espalda y hasta los bolsillos de la bata de tendero. Finalmente acercó a su nariz uno a uno los dedos de sus manos, dijo: –¿Ni siquiera has cogido un poco para mí? –Ya le he dicho que me he perdido. –¿Ni siquiera una miaja? –Ni tampoco un dedal de modista. –¿Tampoco te ha hecho Carla el sesenta y nueve? –Tampoco. –¡Desgraciado! ¡No sabes lo que te has perdido!

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6. En el muelle de abastos. Deslizó la furgoneta lentamente separándose de los muelles para no entorpecer las frenéticas entradas y salidas de las camionetas de reparto. Germanines ya estaba acostumbrado a la locura de las horas iniciales de apertura del mercado y como era de poco dormir muchos días acudía a presenciar la subida de las persianas metálicas de los hangares. Vio un hueco cerca del bar y aparcó el vehículo. A través de la cristalera se dispuso a contemplar el movimiento de los dos camareros de la barra. Eficientes, rápidos, uno estaba más a la cafetera, pero el otro paseaba de un lado a otro con una botella de brandy en una mano y de orujo en la otra. Algún día podría él también entrar, pedir un café, tomarlo con un bollo suizo, fumarse luego un cigarrillo y hablar de mujeres y de sus calores. La televisión principiaba los siete minutos estelares de anuncios. Una mujer obesa con una cinta vibradora atacando su espalda daba paso a un hombre de pelo gris y sonrisa seductora subido en una bicicleta estática, sin una gota de sudor en el rostro. Luego, el robot aspirador salva las dificultades de una sala repleta de muebles y un tipo con cara de hambre prepara una menestra al vapor. El bar a esas horas servía más orujo que cafés con leche. Aguardó dentro de la furgoneta. Tocaba de los últimos en ser atendido. Sucede así siempre. Los mayoristas tienen clientela preferente y organizan las ventas separando los productos más frescos, los de temporada y de mejor presencia, priorizando entregas. Para Germanines y los otros Germanines que hubiera quedaba lo desecho, melocotones indultados en el último momento, 98


manzanas embetunadas, plátanos pasados, peras de agua con islotes oscuros, ciruelas negras de piel áspera. Los restos de esos restos terminan en contenedores para satisfacción de la docena y media de menesterosos nada sibaritas que pululan diariamente. Una hora más tarde, remitido el trajín de banastas, el sol comenzaba a anunciarse lentamente, avisando que salía para quedarse. Otro día más de calor. Apestaba el ambiente a gasoil y un poco más de humo negro quedaba enroscado para siempre en las paredes. Germanines abandonó el vehículo y se quedó haciendo guardia recostado contra la puerta lateral del conductor. Su turno. El mozo del bigote negro se le acercó secándose las manos con una bayeta a cuadros: –Tengo algo especial para ti. Germanines fue a abrir la portezuela trasera, pero el mozo le dijo: –Mira a tu derecha. Un hombre permanecía sentado dentro de un vehículo todo terreno. –Ese es un sicario a sueldo del Congresista. Lo tiene en nómina como asesor para que cobre a cargo de nuestros impuestos. No levantes sospechas. Merodea a ver qué pesca. Piensan que pueden cortarnos nuestros movimientos. Pero los canónigos son más listos. Tomamos precauciones. Comienzan a moverse nerviosos porque les pisamos el callo, y duele. ¡No han pensado nunca antes en el mercado, pero ahora como se les escapa de las manos intentan recuperarlo echándonos a golpes! Bla, bla, bla. ¡Qué se jodan! Duele que unos jóvenes les levanten las ganancias. Están nerviosos y pronto deprimidos. ¡Ley de vida! Se han cebado tanto de pasteles que no son capaces de entrar en la madriguera a cazar ratones. Dan tumbos por ahí. Súbete 99


al vehículo y vete al muelle de carga. Conduce despacio. Germanines obedeció. El zamarro les siguió un rato con la vista, hizo una foto a la furgoneta, luego encendió un cigarrillo y se olvidó de ellos. La dinámica del mercado. Parecían auxiliares sanitarios intentando encontrar al enfermo. Unos mozos se cruzaban con otros, arrastrando palieres con una soltura endemoniada. –¿Qué te pongo hoy? ¿Moscatel italiano? La piel parece algo dura. Tiene pipa grande, pero se come bien. El griterío ensordecedor. El del bigote negro portaba el papel de pedidos en la mano. A la segunda banasta, dijo: –Dame ahora algo tuyo. Cualquier cosa, que se vea que es legal. Germanines le acercó un cubo rojo. Se retiró el del bigote y regresó luego de un rato con el mismo cubo pero esta vez lleno de caparrones. Le dijo: –Lo que aproveches eso que te llevas. Se nos han quedado lacios y la presencia arrugada echa para atrás. Las mujeres dicen que las arrugas son de viejas y que a las legumbres viejas les salen bichos. Les ha entrado ahora a todas el vicio de la eterna juventud. Hasta las de setenta son jóvenes, no te jode. Y está bien. Coño, pero las pellejas de los brazos delatan en verano. ¿Qué tienen de malo unos caparrones del año pasado o del anterior? Incluso ¿qué hay de malo aunque tengan inquilino? Los chinos comen gusanos y a lo mejor eso les estira los ojos, pero seguro que tú también los comes y sin embargo los ojos los tienes grandes como avellanas, aunque apagados. ¿O no? Luego, bajó la voz y le dijo: –En el fondo del cubo te he dejado un detallito, una pos100


tal de navidad, ya me entiendes, una cosa sin importancia. Tómatelo como un premio. Nos gustan los hombres honrados, y lo eres y mucho. –¿Y la muestra? –preguntó Germanines consumido por la ansiedad. –Calla la boca. Suficiente. Digamos que de la misma madre que la del viejo. Se ve que sois socios. Dejémoslo así. Yo no entiendo pero dicen que de alguna calidad. Eso ya es mucho. ¡Cojones si es mucho! Es una muy buena noticia para ti. Vamos a volcarnos de nuevo en el mercado. O sea que ya lo sabes: a trabajar. ¿Comprendes? Pura estrategia. Nosotros apostamos por productos locales. Prioridad a los autónomos, que sois los que madrugáis. ¿Dónde dices que la consigues? ¿En el Páramo? ¿Cuánto puedes traernos? ¿Con qué periodicidad? Te lo compramos todo. Y si conoces a otros como tú que caguen con la misma consistencia también adquirimos su mercancía. ¡Vamos a romper el mercado! ¿Sabes lo que te digo? Eres un tipo legal, y te estamos reconocidos. ¡La vamos a armar! ¡Cojones lo que vamos a montar! Germanines calculó a ojo: entre tres y cinco kilos de caparrones; podría venderlos sin problemas; lo malo no haberle dado un cubo de más capacidad. El mozo del bigote siguió su parlamento: –Trabajamos un producto abierto a todo el mundo. No somos selectivos, pero en este negocio, como entre los detergentes, hay primeras y segundas marcas. Unas regalan un reloj que no existe y otras un boleto para un sorteo que nunca se celebra. Nosotros no engañamos a nadie. Ni somos marca blanca, ni marca azul. Pasamos de toda esa parafernalia. A los que recolectáis por libre os damos distribución, no vais a ir esquina por esquina pregonando como los afiladores. Jodé, para eso estamos nosotros, el 101


toque profesional. Nos encargamos de todo. Tráenos lo que puedas. ¿Vale? Estamos por ayudarte. Tienes las puertas abiertas. Y al contado, nada de pagarés o vuelva usted mañana, o estoy muy ocupado para acudir ahora al banco. En metálico, al contado, sin papeles ni ivas ni chorradas de esas. ¿Cuánto?, tanto. Compramos todo, como los chatarreros. A peso. Eres un tío estupendo. Germanines por primera vez en su vida se sintió importante. –Gracias –musitó, casi avergonzado por ser tan buena persona. –No me las des. Te lo has ganado. Queremos tenerte contento. Tienes mucho valor para nosotros. Un tipo que viaja por donde los demás no se atreven merece un especial reconocimiento. Igual que los rastreadores indios del Séptimo de Caballería. A casa. Germanines tenía prisa por abandonar el mercado. Retrasaría unas horas su viaje al Páramo. Regresó a casa. Metió con ansiedad la mano dentro del cubo de los caparrones, y sorprendentemente encontró un sobre bastante abultado, lo abrió y casi se desmaya del susto. Colocó las docenas de billetes sobre la colcha rota del camastro. Y los fue contando de uno en uno. Despacio. Como si le costara pasar de diez. Cuando terminó comenzó de nuevo la cuenta al revés, por si en la anterior operación hubiera omitido alguno. Y recontó otra vez. Había muchos. Igual no había visto juntos tantos en su vida. ¡Podría adquirir en el desguace cara al invierno la cubierta de un par de ruedas decentes cuando menos! No lo pensó dos veces. Lanzó con fuerza los billetes hasta alcanzar el techo. 102


Y los billetes caían y caían, despacio, volatineros, acróbatas del aire, felices como las hojas del otoño que intuyen van a convertirse en detrito. Caían y caían, suavemente, con música de vals, tejas, botes de pintura, bomba para la cisterna del váter, cucharas sin cardenillo, tajadas de cecina de vaca gruesas como suelas de zapatos. Y una vez que reposaron en el suelo, los recogió con cariño de madre y los mandó de nuevo al cielo. Y según subían unos, otros bajaban. Y según bajaban, subían. Caían, caían, caían. Copos de espesa nieve, azulados, marrones. Disfrutaba como un niño con ese momento mágico. Luego, se tumbó en el camastro, atenazó la nuca con las dos manos cruzadas y se puso a soñar. ¡Nunca había ganado dinero tan fácil! Si por arrastrarse por la yesera unos metros se hacía con tres o cuatro o cinco o catorce o quince coloños o con toda la furgoneta llena, Jauja, el Potosí, las ruedas podrían ser nuevas, más el arreglo de la abolladura de la puerta, más unos retoques de color necesarios en el morro del vehículo, más, más, más. ¿Y por qué no furgoneta nueva? Hay mierda de sobra. Tardará en acabarse. Unas botas, por ejemplo; ¿no necesita unas botas? Un nuevo marco de la ventana de la cocina para frenar el aire frío cuando vuelvan las nieves. Los inviernos fríos revientan las cañerías y los veranos tórridos cuecen en el aire a los pájaros. Después, dejaría el reparto como había hecho el viejo Moisés. Simplemente. Sin levantar sospechas. Y entonces denunciaría con aplomo el picón para que el inspector Magallanes gratificase su comportamiento cívico con la medalla. Un servicio a la patria con la banda de música tocando aires marciales e Isabel ejerciendo de madrina, luciendo una mantilla española negra azabache desde la nuca al trasero, que lo tiene bonito. Memorable. Los sueños elásticos se dilatan hasta que se 103


rompen. Todo es cuestión de no estirarlos demasiado, de despertarse a tiempo. Una pelliza para los inviernos, calcetines con dibujo, una camisa a cuadros. ¡Qué hermosa se presenta a veces la vida! El dinero permite volar sin alas. Preso de una extraña agitación, como la mariposa cuando deja de ser crisálida. Con dinero en el bolsillo ¿quién se siente disminuido? Ensoñaciones. La primera figura que cobró fuerza en su desvarío fue la de su padre canijo, un ser irritable que desde lo alto del taburete le reprochaba al compararlo con los otros muchachos: mermado, desgraciado, bailón, retrasado, torpe, ¡pasarás hambre! Y cómo su madre se le agarraba a las piernas y le defendía: ¡deja al muchacho en paz que ya junta las letras! Les gustaría tenerlos enfrente ahora para mostrarles sus ganancias. Madre diría preocupada: ¿has robado, hijo? Y padre diría: si queda algo en ese cajón dónde has metido la mano, te acompaño para terminar de vaciarlo. Después, Isabel, la delicada Isabel, como un ectoplasma ingrávido se materializa en la primera mancha gris del techo, allá donde la araña negra como un moco seco juega a cazadora. Muestra él los dineros levantando la mano e Isabel le susurra palabras tan hermosas y dulces al oído que ya no tiene que sonreír como un tonto al mostrarse capaz de comprenderlas. ¿Y el inspector Magallanes? Como todo familiar aprovechado se materializaba a continuación, al lado mismo de su hermana, como un caballero medieval defensor del honor de las damas desvalidas, y aunque sus ojos de búho presagian tormenta, Germanines lo toma del brazo y le dice campechano ¡vamos a brindar por la familia, cuñado! 104


Ruedas de segunda mano. Germanines siempre que se mostraba incapaz de arreglar la furgoneta con un alambre acudía al taller. El dueño le recibió con la raya de grasa pintada en la cara para ejemplo de sus empleados; medía el uno sesenta de Germanines así que se llevaban ambos estupendamente al no tener que mirarse el uno al otro por encima del hombro. Era un sujeto nervioso, que gustaba de vociferar para superar sus complejos y al que empezaba a pesar el abdomen por culpa de los bocadillos de mortadela y las patatas fritas que acompañaba siempre con latigazos de vino tinto servido de una bota mal curada, apestando a pez. Vestía chaquetilla para diferenciarse claramente tanto del aprendiz como del oficial. Este, delgado y serio, le sacaba la cabeza; llevaba colgando del bolsillo del buzo un trozo sucio de cotón, que usaba lo mismo para frotar un chasis que para restregarse las manos o sonarse los mocos. Calzaba chirucas con ventilación artificial a los lados. El dueño le preguntó: ¿qué tenemos por ahí? Y cuando Germanines iba a responder intermedió el oficial, ¿qué?, respondió arqueando un poco los hombros como dando a entender que ni sabía ni le importaba lo que le estaba preguntando y que él estaba para cumplir las horas y cobrar la semana e intentar descifrar a final de mes el resto de conceptos del recibo salarial, que siempre venían untados en grasa para que no se entendiesen los números. Luego, dándole la espalda, empezó a inspeccionar con tranquilidad un motor con una lámpara de mano. Seguramente le gustaría decirle: para lo que me pagas, ¿quieres encimas que pierda el tiempo contestándote, cacho cabrón? Germanines, dijo: –Las ruedas. Entonces el dueño al desplante del oficial se dirigió al aprendiz, y le dijo: 105


–Mira por ahí a ver si encuentras cuatro ruedas con algo de dibujo y sin bultos y me las separas para colocárselas a este en la furgoneta. Germanines dijo rápidamente y con un tono de falsa humildad: –Dos, sólo dos, que no me llega para cuatro. El aprendiz, dijo: –Mejor sería cambiarle las cuatro. Con dos se evita media torta y con las cuatro la torta entera. –Busca primero dos entre el desguace, que igual ni las tenemos –dijo el dueño–. Y date prisa, que la labor espera. –Ya voy –dijo el aprendiz retirándose con aire cansado–. No empuje. ¿Para qué tantas prisas? El dueño dio una palmadita cariñosa a Germanines en la espalda, y le dijo: –¿Te interesa cambiar de furgoneta? –No tengo posibles –dijo Germanines buscando su compasión. No debía exteriorizar su esperada futura posición económica. –Tengo una en préstamo. Muy trabajada pero en buen estado. Oye, de categoría, cosa guapa. Uno de por aquí se ha comprado una nueva, y me la ha dejado para que se la venda. Carga el doble que la que tienes ahora. En una semana, lista. Te la pongo a plazos y muy barata. –¿Y con garantía? –¿Y para qué quieres la garantía?, cagüenlaputa, ¿cómo se te ocurre preguntarme eso? Poco hablas y cuando lo haces ofendes.

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7. ¿Y Carla? Cuando medre un pino en ese picón ni tú ni yo tendremos pelos en las cejas. Esa fue la sentencia apocalíptica del viejo Moisés. Pero las cosas tienen amo, se dio en pensar en su lógica Germanines. Aunque parezca una yesera abandonada –y acaso lo sea–, siempre existe la posibilidad de un dueño que precipite un jaleo. Se alivió pensando entonces en la cantidad de tierras perdidas que los ayuntamientos incorporan como propias a la política de repoblación forestal, para adueñarse de las subvenciones europeas. Podía ser una de ellas. Lo cierto es que ni por el sur ni por el oeste se detecta nada singular. El viejo en su desvarío le había dicho: coge un coloño entero, lo tapas con un trapo para que la furgoneta no se llene de moscas, y colocas encima un clavel. ¿Y por qué un clavel?, preguntó Germanines, y el viejo sonrió maliciosamente: vas a cortejar a una dama, gilipollas, a ver si te enteras; a Carla le encantan los claveles. Y Germanines pensó que los buenos jugadores nunca reparten de primeras la baraja entera. Un coloño hasta arriba para el mozo del mercado, sí, porque hay un acuerdo y dinero convenido, pero sólo una cajita de muestra para Carla por lo que pudiera acontecer en el futuro. Dos ruedas. Las dos ruedas adquiridas no es que tuvieran demasiado dibujo pero al menos ocultaban los alambres. La furgoneta esta vez se había detenido mansamente. Y aunque estuvo dudando un buen rato echó pie a tierra. Se retorció en un bostezo más artificial que necesario 107


acaso para disimular ante quien pudiera estar observándole. No se divisaba a nadie en 360 grados. Algún aguilucho posado sobre un poste telefónico y la pareja de cuervos en vuelo rasante buscando el lugar propicio donde detenerse. Todavía permanecía allí la colilla de su anterior cigarrillo y la marca del frenazo. Como buen rastreador de caminos, por si acaso había colocado una marca de piedras a propósito; las piedras seguían allí. De abajo subía el olor fétido. Pensó en el vuelo vagabundo de los billetes, en su lenta caída de techo a suelo, y se dijo que si en lugar del coloño hubiera entregado al mozo del bigote una saca entera, le hubiera sobrevenido del cielo el chasis y algo más de una furgoneta moderna. Desde luego visitaría a Carla. Diversificar el mercado: si pones los huevos en la misma cesta, gritan las abuelas a los nietos que trepan al gallinero, puedes perderlos todos. Basta con una caja de zapatos de esa cosa para mostrar su buena voluntad y la calidad de la mercancía. Si ha sido tan bien atendido en el muelle de abastos, ¿por qué esa Carla va a recibirle peor? El viejo le había despedido con una frase enigmática: dile que quieres cobrar lo que me adeuda, dile que me he muerto. –Pero usted no se ha muerto –dijo entonces ingenuamente Germanines. Germanines conoce a Carla. Accedió al local bajando unas escaleras tan peligrosas que necesitó sujetarse al pasamano roto para evitar la caída. Aquella voluminosa mujer olía a agua estanca en lugar de a fragancia francesa, lo que para su gusto era de agradecer. Pensó si sus enormes pechos serían naturales, inflados, ope108


rados, artificiales, blandos, duros, elásticos, confortables como almohada, si podrían batucarse como los huevos sucios que adquiere el pastelero el día que toca hornear magdalenas, o simplemente hacerlos explotar con un pinchazo de alfiler. Le gustaría comprobarlo. Al lado de Carla, el chulo de ojos verdes. Más atrás otro sujeto vestido con vaqueros y una camisa color vino, de culo estrecho y mirada amenazadora, vigilaba cerca de las escaleras. Germanines comenzó a sentirse incómodo. Aquella bodega parecía una ratonera. Atrapado allí dentro no había escapatoria ni siquiera para el futbolín descacharrado olvidado en una esquina. Había practicado cientos de mentiras delante del medio espejo del cuarto de baño. Las mentiras le saldrían igual que las verdades: a trompicones, a medias palabras. Importante que no se le tintaran las orejas, porque al tenerlas grandes pueden dejarle en evidencia. Carla se dirigió al chulo una vez abierta la caja de zapatos: –¿Qué te parece la mercancía? –La misma mierda. Huele igual que la del viejo –el chulo miró directamente a la cara a Germanines y le soltó a modo de saludo:– ¿De dónde la has robado? Germanines llevaba memorizada la respuesta. –No la he robado, señor –dijo humildemente–. La recolecto yo mismo. –¿Dónde? –En el Páramo. –¿En el Páramo? –habló entonces por primera vez el tipo de la camisa vino– Imposible. Aquella es tierra de conejos. –Es un lugar seguro. Allí nadie acude a buscarla –medio sollozó justificándose Germanines. Susurró entonces algo el chulo al oído de la mujer, y ésta, dijo: 109


–¿Dónde está el viejo zumbado? –Se murió –mintió Germanines; se sorprendió de hacerlo con tanto aplomo. –¿Muerto, muerto? –preguntó incrédula Carla. –Muerto. –¿Con Rip, funerales y todo eso? –Un día de lluvia. –¿Eso es todo lo que se te ocurre decir? ¡Un día de lluvia! ¿Muerto de muerte natural? –No quiso levantarse un día –dijo Germanines en su papel de actor–. No tomó la pastilla y le falló el corazón. –¿Y la tacita de té? –preguntó Carla. –¿Qué tacita de té? –¿No había ninguna en su mesilla? –insistió Carla. Germanines hizo como que recordaba. –¡Oh, sí! –dijo– ¡La tacita de té! Un té negro. –¿Seguro que fue así? –dijo el de los ojos verdes– ¿Nadie entonces le dio un paseo? –Estaba muy desgastado. Quería irse para siempre, y se fue –dijo Germanines. –¿Y estuviste en su entierro? –Naturalmente. También llovía ese día. Y en su funeral. –Ya. Así que muerto. – ¡Por eso nunca apareció más por aquí! –aclaró Carla. La falda le quedaba un poco corta, centímetros por encima de la rodilla, y las piernas las tenía sebosas, con una carnaza blanca en los muslos que gustaba mostrar–. ¿Veis? ¡Igual no era un ventajista! ¡Igual era un pobre hombre enfermo y gastado! –Ya no tengo que seguir buscándolo –dijo el de la camisa color vino con cierto alivio–. Un trabajo menos. Germanines pasó a la acción. –Yo era su socio. 110


–¿Socio? –se sorprendió la mujer– ¿Qué clase de socio? Aquel viejo estaba loco y no habló nunca de un socio. ¡Un socio! ¡Qué tontería! ¿Le escuchamos hablarnos de un socio? –Nunca –dijo camisa de vino–. Desvariaba y por eso resultaba peligroso. –¡Un socio! ¡Qué ocurrencia! –Solitario y huraño, con muchos arroyos en la cabeza. Jamás tuvo un socio –insistió camisa de vino. – Yo era su socio –afirmó Germanines. –Estás mintiendo –dijo camisa de vino, intentando acosarle. Germanines en lugar de sacudirse el orgullo agachó humildemente la cabeza. –No miento, señor. No sé mentir. –¿Te habló del dinero? –Sí –dijo Germanines. –¿Y qué te dijo? Germanines aventuró una respuesta. –Que se lo debía Carla. –¡Lo que faltaba! –gritó ésta. –¿Y pretendes cobrarlo? –preguntó camisa de vino visiblemente contrariado. –Sí, señor –dijo humildemente Germanines, abriendo inopinadamente los ojos. –Y si no te pagamos, ¿qué vas a hacer? –Nada, señor. Pensaría que mi socio estaba equivocado. –¡Pues estaba equivocado! –grito la mujer. –Es posible que ya lo hubiese cobrado y se le olvidase – dijo Germanines con afectada humildad. –O que se lo hubiese gastado en asuntos particulares, ¿verdad? –acotó camisa de vino esbozando una sonrisa irónica. –Claro –dijo Germanines–. También. 111


–Sin repartirlo contigo. –Igual el engañado soy yo –confesó Germanines en voz baja. El chulo de ojos verdes, dijo: –Pareces un tipo listo. Razonas con lógica. Nosotros somos gente seria. Respetamos los tratos. Los negocios son los negocios. No tenemos deudas. Somos hombres de palabra y formales. Pagamos al contado. Todo lo hacemos de forma legal. Somos unos contribuyentes ejemplares. –¿Lo has oído? –gritó insolente Carla– ¡Somos unos contribuyentes ejemplares! ¡Con nosotros no se mete hacienda! –y se puso a reír histérica. –¿Qué quieres de nosotros? –dijo entonces el chulo de ojos verdes. –Reanudar el negocio –dijo Germanines en ese tono de sumisión que nunca desagrada. –¿Eres nuevo en esto? –dijo el chulo. –Sí, señor. –Y te has hecho un castillo de colores. –Estoy muy necesitado. –¿A quién te has ofrecido antes que a nosotros? –preguntó Carla impetuosa. –A nadie. –¿Al Congresista? –No lo conozco, señora. –¿A los canónigos? –¿Quiénes son esos, señora? –mintió. –¡Señora! ¿Habéis oído, muchachos? ¡Me ha llamado señora dos veces! A pesar de su pinta de enfermo y de sus piojos este tipo es un caballero. ¡Me ha llamado señora! ¡Hay que joderse! Seguro que si tiene sombrero se lo quita en mi presencia. Seguro que me cede el paso a la entrada del ascensor. Tiene que venir un enfermo para recordarme mi 112


condición de señora! Porque soy una señora. Oídlo bien. ¡Una auténtica señora! –No nos mientas –amenazó el chulo. –No miento nunca, señor. –¡Y ahora a ti te llama señor! ¡Este tío ha estudiado en colegio de pago! –dijo Carla visiblemente festiva. Hizo una pausa para recomponerse, y dijo: –El viejo loco, muerto. Era una buena persona. Nos merece una consideración. Coño. En estos momentos es cuando vienen los buenos recuerdos. ¿De qué murió? Todo el mundo se muere de algo. –De viejo –dijo Germanines para no complicarse la vida–. Se fue sin despedirse. No le amaneció el día. –¿Así? ¿Por las buenas? –Como un pajarito. –Me parece que este tío no es de fiar –habló de nuevo camisa color vino–. Seguro que lo mandan los canónigos para montarnos una celada. ¡Esos cabrones! Esto huele a trampa. Parece un chivato camuflado. Un chivato muerto de hambre. La mujer le ordenó callar. –Así que pretendes continuar con el negocio y por eso acudes a nosotros –escupió luego, soltando una bocanada de ajo. –Eso es. –¿Y los canónigos? ¿Vas a seguir suministrándoles? –pretendió Carla el engaño, pero Germanines salió airoso del paso: –¿A qué canónigos se refiere, señora? –¿No partirás la tortilla dejándonos el cacho más pequeño? –No, señora, el viejo siempre me habló bien de ustedes. –¿Lo veis? –dijo camisa de vino– ¡No me fío de este tipo! 113


Al viejo nunca se le ocurriría hablar bien de nosotros. Este tío por lo menos está a sueldo del Congresista. ¡Seguro que le escribe los discursos! –La muestra se la ofrezco gratis –dijo Germanines a Carla temeroso de que estuviera llegando demasiado lejos. –¿Gratis? ¿Por qué esa deferencia? –dijo entonces el chulo. –Para que vean mi buena voluntad. Entonces, la mujer bramó: –Yo nunca echo un polvo gratis para que me paguen otro más tarde. ¡Y eso que también tengo buena voluntad! Camisa color vino rió descaradamente. El chulo comenzó a interrogar a Germanines: –¿En qué zona del Páramo lo cultivas? –En una de difícil acceso. –Hablaba el viejo loco de un picón con forma de nariz. –El mismo. –Nunca lo encontramos –confesó camisa de vino–. Por más vueltas que dimos nunca encontramos ese maldito picón. Esa tierra no existe, era una fantasía del viejo. ¡Un picón decía! Eso no existe. El viejo jugaba con nosotros, se reía de nosotros. –¿Y si existiera de verdad? –dijo Carla. –Pero no existe –siguió camisa color vino–. En cuanto se dio cuenta que no podía tensar más la cuerda para sacarnos dinero, desapareció. Intentó engañarnos como a unos primerizos. Seguro que fue a vender la misma historia a ese engreído del Congresista. Y ahora nos viene un tipo con pinta de enfermo diciendo que está muerto. ¿Quién te ha dado nuestra dirección? –Mi socio me la dejó escrita –dijo Germanines, mostrándoles una hoja de papel cuadriculado. El chulo miró el papel, camisa color de vino también lo 114


hizo y Carla después de examinar su contenido con atención, dijo: –Igual es verdad. Las letras grandes el viejo las hacía muy grandes, y aquí las letras grandes son muy grandes. Germanines respiró profundamente. Entonces el chulo de ojos verdes, dijo: –¿Sabes qué hubiéramos hecho con tu socio de encontrarlo? –No –Germanines miró al suelo. –Darle pasaporte a la tierra prometida de la que nadie vuelve porque allí se tienen todos los gastos pagados. Germanines le miró con sus ojos perdidos, y amagó el irse. –¿Qué haces? –dijo Carla. –No tenemos entendimiento –murmuró casi sin fuerzas, con ganas evidentes de alejarse del atolladero en que se encontraba metido–. Yo vengo de buena voluntad. –Sabes dónde estamos y lo que hacemos ¿y piensas marcharte por las buenas? –No sé. –No sabes ¿qué? –dijo camisa de vino. –No sé qué hago aquí. –Hablemos de la tierra del picón, si te parece –intervino el chulo sin cambiar de postura en la silla. –Lo que usted diga, señor. –¿Es tuya? –De nadie más. –¿No vendrá otro día un nuevo socio reclamándola? –No, no señor. No tengo socios. El que tenía se murió. –¿El viejo, eh? –Sí, señor, el viejo. Entonces Carla, dijo: –Pon un precio. Y a Germanines, sorprendentemente, se le ocurrió decir: 115


–Mejor me la tasan ustedes. –Muy razonable –convino el chulo–. Pues, mira, yo tengo un interés especial en conocer esa maldita tierra. Así que nos llevarás a ella. –Cuenten con ello. –¿Cuándo? –Cuando ustedes dispongan. Pero antes quiero conocer si la calidad es mala, porque entonces quemo el rastrojo, aro la tierra y pongo otra cosa. –¿Qué otra cosa? –dijo la mujer. –Girasol. –¿Girasol? –O cebada. Camisa color vino, dijo: –Este tipo chalanea. Si la zona es de difícil acceso ¿qué maquinista va a cosecharle la cebada? El chulo dejó nervioso la silla, y dirigiéndose a Germanines, le dijo clavándole los ojos verdes: –¿Qué tienes que decir a eso? Y entonces Germanines, con gran aplomo, contestó: –Puedo producir lo suficiente como para llenar todo este local incluido el retrete dos o tres veces al año. Y ustedes, la verdad, me cansan. Mi socio me dijo que hay más compradores en el mercado. Igual no debía haber dicho eso, pero lo dijo. El profundo silencio que siguió a sus palabras sólo fue roto cuando Carla le dijo mostrándole el cortinón de cocina que ocultaba una puerta: –Detrás de esa cortina hago felices a los hombres. Y mira por donde, como que me parece que tienes muchas ganas de comprobarlo.

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8. Dormir a gusto. Le costó conciliar el sueño, pero luego durmió de un tirón hasta que el gallo de Telésforo se empeñó en estropearle el cine mágico. Era el mejor despertador pero no había forma de cambiarle la hora, ni de darle al pulsador para que enmudeciera de una puñetera vez. Para el cuarto de hora ya estaba ronco, cacareando como un trombón inundado de agua. Se lo dijo un día a Telésforo, y Telésforo le contestó señalándose el oído: no me entero de nada porque estoy sordo desde el catarro, así que te jodes. Se despertó claro de mala manera y se empeñó a pesar del gallo en alcanzar una duermevela cargada de coristas y tías piernas arriba bebiendo champaña, hasta que se dio cuenta que en aquel sueño caprichoso, dulce, sereno, festivo, cargado de eternidad, aparecía Carla como un torbellino mágico, pero faltaba Isabel, su Isabel y se formuló una pregunta terrible: ¿en la cama sabría Isabel dar las mismas vueltas y revueltas que dominaba Carla? Y de conocerlas ¿dónde coño las habría aprendido? ¡Una casa nueva! Ahí radica el problema. No había sido claro con Isabel. Había pretendido satisfacerse él su necesidad perentoria y humana, sin darse cuenta que lo que demandan las mujeres es casa nueva. Porque las paredes de las casas viejas están enviciadas con recuerdos podridos que vocean en las noches amargas, que son todas. Una casa apropiada para una mujer alegre y de mando. Una casa con la fachada amarilla, para que se vea de lejos; de dos alturas y desván; con un corral para disfrutar del verdor de las tardes que van consumiendo su luz; con una gloria donde calentar las posaderas viendo arrimados la televisión. 117


¿Por qué condenarla a vivir en una casa vieja teniendo los posibles al alcance de la mano? ¿Es que toda recién casada no tiene derecho a un hogar mejor? ¿Por qué iba a encerrarla permanentemente entre paredes enmohecidas, soportando las pelusillas de la humedad debajo del aparador? ¿Y las de debajo del sofá roto? ¿La casa, su casa vieja, no era por tanto en definitiva también una cárcel? Una cárcel con puerta para salir a comprar el pan, pero cárcel al fin y al cabo. Y medio arruinada. Dinero, dinero. El viejo le había dicho: sigue mis consignas y te harás rico, gilipollas. El almuerzo. Almorzó un filete duro como la piedra y le molestaron los dientes por la falta de costumbre. Decidió acercarse a la residencia. La tarde encalmada invita a buscar en el cielo la nube imaginaria que sirva para recuperar la conversación de la última visita. Las chicas se mostraron dispuestas a compartir su presencia en la calleja donde los residentes se asientan para huir de las moscas. Fue cuando todos estaban alineados en el pretil corrido de piedra, frente a la fachada del edificio señorial, cuando se le ocurrió un sucedido. Él que casi nunca hablaba se puso a reír solo. Y las chicas también comenzaron a reírse. Y los ancianos se preguntaban ¿qué dice este idiota? y ¿por qué se ríen esas? y ¿dónde está la gracia? Y ¿se ha muerto alguien? Y entonces una de las residentes, la que en los rosarios se levanta y se sienta una docena de veces porque se le escapan sin querer las oraciones y necesita atraparlas como los niños pequeños a las mariposas nuevas, se acordó del Pigazos, aquel tipo de cuerpo estrecho como el filo de un cuchillo y nariz pendenciera, y muy mermado en todo, que vendía burros por las ferias y 118


que una vez vio aparecer por debajo del puente al martín pescador azul. Y uno de los viejos dijo que sus mulas hacen nueve kilómetros y otro dijo que nunca más de siete, y dependiendo de la alimentación acaso ocho. Y el primero dijo que sale a la una de la madrugada para vender las ovejas al cortador a las ocho de la mañana. Y como nueve por ocho son setenta y dos, dijo el otro, te sobran veinte, lo que demuestra que hacen siete, porque siete por ocho son cincuenta y seis, precisamente la distancia que media del pueblo a la capital y todavía faltan dos kilómetros. ¿Me llamas mentiroso? Te llamo lo que te mereces. Mi mula hace nueve. Tu mula nunca pasa de siete. Y dijo otro que sus vacas daban cuarenta, y que en la marmita blanca vuelca la leche pura y en la otra bendecida (callándose el otro aditamento especial que la engorda), y que las mujeres no notan la diferencia. El día que se helaron las cunetas también se heló el río angosto. Y así se estuvieron contándose retazos de sus vidas, cambiándose risas y confundiendo guerras y racionamientos, hasta que Isabel dio dos palmadas, y dijo ¡todos adentro! Fue Evangelina Gracia Floreada la que acercándose a Germanines le susurró con su voz melosa: el señor Moisés le espera. Germanines se fijó en ella. Era tan joven que le faltaba hechura para su gusto; llevaba un poco de tacón más que las otras, y un brillo muy bonito en los labios, olía a lavanda fresca y eso sí que le disgustó una pizca más. La siguió, y ella dijo: a la vuelta del pasillo, pero no se tropiece con nadie ni estorbe. El viejo aguardaba donde el lagar en desuso que recuerda a qué se había dedicado esa parte del palacete en siglos anteriores. Era un sitio oscuro, oculto a miradas ajenas. Se mostraba nervioso. Germanines le confesó a modo de saludo: –Ya he conocido a Carla. 119


–¿Te ha pagado? –preguntó ansioso. –Dice que ya le pagó a usted. –¡Cabrona! –exclamó con el rostro congestionado– ¡Lo suponía! ¿Le habrás dicho que estoy muerto? –Sí, señor; que falleció usted un día de tormenta. –¿Se lo ha creído? –Qué hacer. Se movió inquieto. Al final consiguió una medio sonrisa extraña. –¿Traes lo mío? Germanines le entregó una bolsita de tela. El viejo Moisés tiró de la cuerdita y olió su contenido. Dijo: –Ha mejorado estos últimos meses. Y guardándosela en el bolsillo, preguntó: –¿Te ha dado un adelanto por lo que le has entregado? Y Germanines le acercó un sobrecito. El viejo contó mentalmente los billetitos casi pegados, y dijo: –¿Te ha hecho ya el sesenta y nueve? –No sé. Igual sí, igual no. –Pero ¿sabes o no sabes lo que es un sesenta y nueve? –Igual sí, igual no –confesó avergonzado Germanines. –¡La puta! –exclamó el viejo fuera de sí– ¡Seguro que te ha dejado meter la nariz y has creído que con eso es suficiente! Y ya más calmado, añadió: –Amenázale la próxima vez con que mejor te lo hace la Seca, y te pagará el doble. Demasiado fácil. Todo estaba resultando demasiado fácil. ¿Cuándo comenzarán los problemas? Porque los problemas siempre llaman a las puertas de los pobres y él sigue siendo pobre, 120


aunque algo menos porque es rico en futuro. Y Germanines pensó: esa cosa repelente encierra algo mágico. Si nadie la recoge terminará por perderse. Eso sería tan inútil como quemar dinero. Así que están los canónigos, así que está Carla, ¿y la Seca? Visitará a la Seca, naturalmente. Aferrado al volante. Aferrado al volante, con el ánimo encogido y la boca cerrada acometió la curva con precaución. Miró a la orilla. Nada. Todo igual. La cicatriz del derrape continúa visible en el juego de piedras. El calor seco persigue a los pájaros desconocidos. Después de tantos días, aquel trozo de mundo permanece apagado como un cementerio perdido. Mejor. Era su tercer viaje con el mismo objetivo. Resopló. Sus temores terminaron por disiparse. Nada había cambiado. ¿Acaso a la estrella errante de su vida le había dado por arrepentirse de su mal comportamiento pasado e intentaba resarcirle? Pensó de nuevo en Isabel. Y pensó también que había llegado el momento de hacerse otra vez con un nuevo montoncito de aquello, ya en plan industrial, es decir un buen montoncito, o dos, porque los canónigos son dadivosos y Carla sabe portarse con los hombres. O tres, porque el viejo había hablado de la Seca. Pero el cosquilleo nervioso que golpea el corazón en los momentos de inseguridad, le hizo dudar. ¡Nunca podría contarle nada a Isabel! Estaba enamorado con la misma alegría de un adolescente, ¿no?, ¡y tenía que guardar un secreto! No podía arriesgarse a que su futuro cuñado al colocarle los grilletes le dijera: idiota, ¡mira que pretender a mi hermana pringado de mierda hasta las cejas! Bueno. 121


¿Y si se hubiera despeñado por el barranco aquel día? Dinero, mucho dinero, vamos a dejarnos de tonterías. ¿Y el inspector Magallanes? Claro que había empeñado su palabra. Pero resulta triste no poder aprovecharse un poco, un poquito de las circunstancias. Los tesoros no son para ocultarlos sino para disfrutar de sus beneficios. ¿Qué iría a hacer el inspector una vez denunciado el picón? Calcinarlo. Casi nada. ¿Cómo sería entonces el día siguiente de Germanines, el honrado buhonero? Una nueva andadura por esos caminos del diablo, con una medalla colgada del pecho y la conciencia tranquila. ¿Es que por aprovecharse un poquito, sólo un poquito del picón, la tendría intranquila? ¿Qué es eso de la palabra dada? Ningún comerciante la mantiene y él es un comerciante. Buhonero, para más señas. Realmente eso de empeñar la palabra es más dicho que hecho, como el estrecharse la mano como firma de un contrato. ¿No se incumplen todos los días palabras dadas? Por ejemplo, la pobre señora María acuciada por dolores de cabeza que la obligan a permanecer con la frente humedecida por el paño de vinagre untado en taza de porcelana, le había implorado con los ojos medio cerrados que le retirase por favor los huevos del gallinero, al que se accede por una escalera de medios escalones, de modo que debía ascender a medios pasos corriendo el serio peligro de medio perder el equilibrio. Le dijo: ten cuidado, Germanines, que yo una vez me caí y nadie me levantó hasta el día siguiente. El problema no era tanto subir como bajar. Subió fácil, retiró rápidamente las tres docenas de huevos y se fijó que uno de ellos tenía un agujero tan perfecto como horadado por un taladro. 122


La señora María, entonces exclamó enferma como se encontraba: –¡Ay! Y Germanines le anunció del peligro de que la tarima cediese en cualquier momento por culpa de la broza acumulada, y que entonces con el derrumbe podría suceder una desgracia. La señora María entonces exclamó de nuevo: –¡Ay! Y añadió a continuación: –Acércame, por Dios, la gallina que agujerea el huevo. Germanines al vender en otro pueblo vecino la media gallina desplumada, se dio cuenta que había incumplido otra vez la palabra dada, porque la señora María en su bondad pretendía que como prenda de agradecimiento se la comiese él entera con tomate triturado, bien colado y caliente, después de sorber el caldo, para que se le subiese la color y abandonara su pinta consubstancial de enfermo. Pero él como buen comerciante prefirió venderla. ¡Vender un regalo! Cosa del destino. El destino determina los tiempos. Todo está escrito. Si la señora María no hubiera tenido el dolor de cabeza, él no hubiera ascendido al gallinero, no hubiera visto las gallinas pelirrojas, no se hubiera infectado de pulgón, no hubiera corrido el riesgo de volverse a caer al vacío y hubiera desechado el huevo roto, no habría incumplido de ningún modo la palabra dada porque no la hubiera dado. Así de simple. Entonces, ¿por qué tantos prejuicios? ¿A quién le importa que coja un poquito más de esa cosa asquerosa? O un poquito más de un poquito más de un poquito más. 123


¿Le vería alguien? Y se respondió con el semblante sereno: no. Además, ¿quién asegura que esa cosa en realidad interese al inspector Magallanes? ¿No había hablado de cultivos extraños ocultos entre maizales? Comenzó lentamente a descender por tercera vez. La furgoneta parecía haber aprendido. Ante el picón la curiosidad malsana hizo preguntarse a Germanines por la profundidad de la oquedad. ¿Tendría salida a otra parte?, ¿habría en el fondo oscuro, apilados más y más montoncitos? Voces. Encendió la linterna. El agujero estaba tan oscuro como el vientre de una vaca inflada. Igual kilómetros y kilómetros. Allí había cagado mucha gente durante muchos años, a lo mejor todos los regimientos de infantería desde hacía siglos o de marinería en prácticas de supervivencia. Algo desconocido (lo más seguro un murciélago) revoloteó unos segundos sobre su cabeza protestando por molestarle su descanso. Lo angosto dejaba paso a un pasillo por donde podía avanzar hundidas las rodillas en la cosa olorosa. Sintió la falta de aire. Se ahogaba. Podía morir asfixiado. Lamentó no haberse provisto de una vela como en las bodegas para cuando fermenta el mosto. ¿Y si hubiera culebras? Retrocedió a gatas con el estómago revuelto. Respiró profundamente al asomar la cabeza fuera del agujero. Cuando se repuso de la arcada y aún con los ojos irritados llenó rápidamente el coloño; lo subió arrastrándolo, teniendo especial cuidado en que nada de la cosa cayera al suelo por las rendijas del cesto. Quería largarse cuanto antes. Pero igual no tenía bastante. Descansó unos minutos antes de bajar otra vez: segundo coloño. Y luego, la caja de zapatos. 124


Después, arriba del picón, sentado en la cuneta, frotándose las rodillas doloridas, prendió el cigarrillo. Entrega completa para los canónigos, la primera en serio para Carla, un poquito más como muestra para la Seca. Por si acaso miró al cielo temeroso de que alguien desde allá arriba le hubiera visto. Y se fijó en la luz tintineante de un avión. Nunca había viajado en avión. Y pensó que allá arriba aquel cajón metálico con alas llevaba en sus tripas más personas que los habitantes de los pueblos que visita. Viajaría él también en avión algún día. Con Isabel. Bueno, si no quiere venir Isabel tampoco le importaría que le acompañase Carmen, Matilde o cualquiera otra de las chicas, menos la cocinera. Arrancó la furgoneta. Conducía al ralentí, persiguiendo saltamontes, mientras su cabeza como un potro salvaje corría a toda velocidad hacia un mundo desconocido. Desde aquel día. Desde el día del encuentro con el inspector Magallanes –su futuro cuñado– viajaba para identificar olores con la ventanilla baja. Aparte de Europa, la Pac, los lloros, la paja y el grano, algunos agricultores avispados apostaban a otros cultivos que no eran precisamente garbanzos para avutardas. Si descubriese uno de esos cultivos podía darle el cambiazo a su futuro cuñado, y les colgarían a ambos una hermosa medalla. Y entonces pensó en lo fácil que es a veces ganar dinero sin problema alguno y que bueno era que comenzara a retirarse de la cabeza las cautelas; se dijo: un buen negocio, dinero, dinero, dinero fácil y agradecido: yo te doy esa cosa a ti y tú me das dinero a mí. Sencillo, sin peligro. ¿Cuánto tardaría en vaciarse el agujero? Tenía por lo menos para cien viajes o más, para un par de camiones de gran tonelaje. Des125


pués, desaparecería como el viejo Moisés: se mudaría a otra ciudad, y ya no tendría que madrugar para acudir al mercado central. Una casita en las afueras, con una ventana para colocar los geranios, en uno de esos barrios dormitorio de fachada blanca, creado artificialmente para atraer de los pueblos en otros tiempos la mano de obra barata, necesaria para el desarrollo del país. Para pasar desapercibido. Muchas de esas casitas estaban medio abandonadas porque habían sido construidas de prisa y de mala manera, y ninguna terminada, porque cesado el ministro la subvención viajaba corriendo a la provincia del nuevo. Sumido en sus pensamientos, de repente atisbó como un reflejo sospechoso y oyó lejano el ruido roto de un motor potente, de gran cilindrada, como el de un avión en vuelo rasante. Detuvo aterrorizado el vehículo retirándolo del camino, y armado con sus viejos prismáticos oteó el horizonte. ¡Sorprendente! Un coche deportivo, llamativo por sus colores pistacho, sin capota, subía a gran velocidad por aquella carretera angosta. “Se matarán esos dos jóvenes”, pensó Germanines, “si no los mata una curva los matará el polvo que vienen tragándose”, pero el conductor y su acompañante parecían disfrutar de las prestaciones de aquel motor de competición capaz de dejar media rueda en las frenadas salvajes de las curvas cerradas. Se tranquilizó. El deportivo aceleró y al tomar otra de las nerviaciones de la carretera comarcal se fue alejando el ruido hasta desaparecer por completo. Toma de posición. Su vida simple comenzaba a enriquecerse con fantasías desconocidas. Era menos pobre que antes, siendo el mismo pobre de antes. Mejor, de momento, pasar desapercibido: el viejo era muy listo por eso se había escondido en aquella residencia 126


de la tercera edad en lugar de buscarse un hotel de lujo. Seguro que el dinero obtenido en sus trapicheos anteriores lo guardaba en una caja alquilada en un banco, de las que nadie puede abrir sin contraseña. Jodido cabrón. Muy listo, sí señor. Loco, pero listo. Ahora, mermado por la pata coja, le utiliza a él como recadero. Inteligente, sí señor. Pero él comienza también a serlo. Aguantará unos meses más en su estado miserable, sonreirá enseñando los dientes sucios como el ingenuo que siempre ha sido, y luego, ¡que se joda el mundo! ¡zas!, las Bahamas o lo que sea. Con Isabel. Pasado el susto (el deportivo había desaparecido igual que como se había mostrado: de improviso) recuperó la alegría. Irá al taller a encargar las otras dos cubiertas usadas (sin suscitar sospechas en nadie) y luego visitará a Isabel. Y luego se sentará en el banco corrido de la calle a escuchar las andanzas de los viejos. Y luego y luego y luego. Cuando comienza la vida a tratarle a uno con respeto rebrota el optimismo. Un piano cuenta con un montón de teclas y los pianistas seguro que usan todas. ¿Por qué va a dejar él sin pulsar alguna?

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9. La Seca. Acudió a uno de los bares de comidas de las afueras. Pidió un torrezno, un huevo frito, una copa de aguardiente, él que nunca bebía más que vino, se sentó en una mesa, se fijó que el calendario señalaba un año atrasado. Se lo dijo al del mostrador. –Tiene usted razón –dijo éste–, pero nadie se ha dado cuenta hasta ahora. Después de limpiarse los labios con la servilleta, y eructar para quedarse a gusto, le abordó de nuevo. –¿A qué hora viene la Seca? El del bar cambió el palillo ensalivado de lado. Tenía el pelo rizado y las gafas detenidas en el hueso de la nariz. De ser algo más chato terminaría todos los días pisándoselas. Le miró con algo de prevención. –¿Qué quiere usted de ella? –le preguntó ciertamente incómodo. –Soy su primo del pueblo –dijo Germanines, aparentando sólo un interés lejano. El del bar le miró ahora con fijeza, y le anunció algo lúgubre: –Se murió. Hará los dos años. Está mal que se lo diga, pero si usted era su primo podía haber contribuido a los gastos del sepelio. Supongo que no desconocería su trabajo. Se murió aplastada bajo un gordo cabrón incapaz de separarse a tiempo. Un cerdo que necesitaba una grúa para levantarse. ¡Pobre muchacha! ¡Qué muerte más horrible! –Lo siento, lo siento de veras. –Asfixiada. El del bar ahora parecía interesado en conversar. –Era una santa. No subirá nunca a los altares porque la 128


iglesia premia a los que no se lo merecen. Pero yo la he visto acudir a los oficios con el velo puesto, y visitar para darles el último alivio a enfermos terminales. Todo el mundo se esconde de los moribundos pero a ella no le importaba besarlos. Igual usted me entiende. Les cogía la mano y se la ponía donde nos gusta a los hombres ponerla. Sí, señor ¡donde nos gusta a los hombres! Allí mismo. Oiga, como un milagro. Les llevaba una última alegría, la última sonrisa. Una santa. ¿Y de dónde dice que es usted? Germanines, documentado por el loco Moisés, citó el pueblo. –Coño. Pues sí que debe ser usted su primo, porque ese pueblo ya se lo oí mentar alguna vez. El hombre, buen conversador, sabía que los problemas del mundo se resuelven cortando cojones sin contemplaciones, eso dijo: cortando cojones. “Blancos, negros, chinos, pequeños o grandes todos cuelgan igual”. Zas, zas, a tomar por culo. “A reclamar al maestro armero”, gritó. Superado el catarro, quería corregirse la voz para que no le saliera ni ronca ni amariconada, pero sí de antiguo suboficial destinado a operaciones especiales. Insistió: zas, zas, “y como en Argelia, metérselos después en la boca”. En este país hay mucho cabrón suelto, mucha necesidad de barbero. ¿Me entiende, usted? Detectaba a simple vista a los tipos capaces de desocuparse las faltriqueras los días de mercado. Vienen como tontos, dijo, a coger sitio, como si no hubiera putas en sus ciudades. Las historias de cuernos le atraían especialmente. Era un experto. “Tengo el mejor orujo, blanco y cristalino, de la ciudad, nada de hierbas salvajes exóticas.” –Cuarenta grados, pero seguro que me quedo corto –dijo mostrando en alto la botella–. Diez más que esas otras porquerías verdes medicinales. Más puro que la nieve. Me tomaba yo entonces una botella entera para desayunar, 129


asustando a los moros. ¡Cagüenlaputa! ¡Hacía colección de chilabas! Pruébalo, y te regalo una si te gusta. Germanines aceptó el tuteo. –Sí que me gusta –dijo. El del bar, le dijo finalmente: –Vete donde la Angustias, donde el hospital de los militares. La casa ha quedado como una seta aislada entre un colegio, el hospital y un supermercado. Creo que quieren cerrarla porque daña la imagen de la ciudad, pero los militares se niegan y con razón. Por ahí hemos pasado todos. Esos sitios donde te haces hombre son los que debe subvencionar el estado y no las excavaciones para encontrar huesos de oso. ¿Qué narices nos importa a los contribuyentes que debajo de donde piso ahora diez mil años antes invernara un oso? ¿Por qué coño intentan socavar siempre nuestras raíces? ¿Para luego buscarlas diez mil años más tarde? Absurdo. Y mirándole a los ojos le dijo en tono amenazador: –¿Te parece o no te parece? Germanines se encogió de hombros. Y añadió el tabernero con un punto de sofoco: –¡Los burdeles enseñan más que una escuela de primaria, coño! ¿Estás o no estás de acuerdo? –Lo estoy. –Así me gusta –le dijo campechano el tabernero dándole un golpe amistoso en la espalda. La ciudad se expande. Efectivamente, la expansión había llegado a la antigua chopera, convirtiendo un lugar espacioso y salvaje, en bloques de cemento, y en un aparcamiento con tejavanas para el supermercado. La casa, aislada como una enferma contagiosa, estaba constreñida primero por una enorme malla 130


metálica que impedía la aproximación de los alumnos y después por las verjas de las casitas que jugaban a llamarse villas. Del supermercado surgían continuamente los reclamos de las ofertas, y las llamadas por el altavoz. Germanines se aproximó con cautela. Comprobó que las celosías estaban echadas y los cuartillos de las otras ventanas cerrados para impedir la entrada del refulgente sol de la siesta. Dejó la caja de zapatos en el suelo y pulsó el llamador. Lo hizo con delicadeza, pero ante su escasa fortuna comenzó a tocar con más insistencia. Angustias giró la oxidada mirilla, mostrando sus ojos negros. Dijo con una voz gangosa por el mal despertar: –¿Qué pasa? –Busco a la Seca. Traigo un paquete para ella. –Se murió. Llegas tarde para eso y temprano para lo otro. Tenemos prohibido putear antes de las seis, ¿me entiendes? A las seis terminan las actividades extraescolares y comienzan las nuestras. ¿Vale? Ahora, lárgate. Las chicas están durmiendo. –¿Eres la Angustias? Volvió a descerrar la mirilla. –¿Nos conocemos? –Abre la puerta y te lo cuento. –Límpiate antes los zapatos. La cara a medio pintar, con un exagerado polvo de arroz más que espolvoreado extendido a golpe de brocha, la peluca algo ladeada, y los ojos miopes cansados y con bolsas acuosas no disimuladas, Angustias abrió la puerta. –Habla –le conminó de forma agresiva. El recibidor mantenía el ambiente decadente parisino de la primera guerra mundial. Una chimenea, unos sillones cargados de polvo, un piano roto y el llamador. El balaustre de la escalera tenía los dorados brillantes y la alfombra roja 131


que cubría los escalones parecía algo desgastada por el centro. –¿Puedo? –dijo Germanines, y se sentó sin esperar la aquiescencia. La mujer también tomó asiento en la otra butaca. Dijo: –La Seca, una buena muchacha, sí señor, como una hija para mí. Educada y con grandes conocimientos. Sentí mucho su pérdida. Contaba con ella para cuando me hiciera mayor. Y ya me ves ahora. No puedo retirarme. Todo el mundo pidiendo trabajo y yo deseando quitármelo de encima. Esta sociedad camina hacia la extinción. Ni hay moral ni educación ni ganas de trabajar ni cortesía ni maneras. Concejales tísicos, ministros idiotas, alcaldes analfabetos, presidentes que parecen recortables de mesa. Encima nos imponen un horario como si estuviéramos sujetas a un convenio colectivo. No te jode. Los sindicatos, ¿sabes?, comen ellos y no nos dejan comer a nosotras. Dentro de poco vamos a tener que fichar a la entrada de la habitación y a la salida, y mostrarle las propinas al inspector de hacienda oculto bajo el colchón de la cama. ¡Y encima hemos bajado los precios! ¡Es la decadencia! ¡Una sociedad que persigue con saña los servicios de alivio es una sociedad condenada al destierro! ¿Pensarán hacerlo con un robot en el futuro? Seguro que lo piensan. ¡Un robot! Lo que yo te diga. ¡Al robot lo fabricarán con un agujero delante y otro detrás y ambos con calefacción! Hizo una pausa, y prosiguió: –La mayoría de mis chicas son universitarias. Con idiomas y experiencia internacional. Alguna ha sido azafata de uno de esos congresos que sirven de excusa para embetunar cuernos. ¿Qué se ha creído el gobierno? Todas han emigrado por los tiempos malos y ahora han vuelto con maneras nuevas. En mi juventud a un tipo descafeinado como 132


tú bastaba con un par de meneos para que se largara satisfecho porque comprendía las urgencias: tenías diez necesitados más guardando cola, como en los ambulatorios de la Seguridad Social. ¿Ahora? Ahora tienes que parlar de política, de filosofía, aguantarte las fotos de sus niños, y cuando no les viene el tirón frotarles el ombligo. ¡Desgracia de país! Cualquier día se ponen aquí a repartir las rentas de inserción y los subsidios de desempleo mientras les entra la inspiración. Fíjate en mí. ¿Qué hago sin la Seca? Pues fastidiarme. Me ha pasado lo que a tantos padres: te quedas sin hijos en cuanto estorbas, y si protestas te mandan al asilo o te declaran incapacitada para gestionar los ahorros como aquella reina loca que estaba cuerda. Ahí es donde voy a ir yo dentro de poco como no cambien las cosas. ¡Futuro! La Seca. ¡Pobre chiquilla! ¡Pobre país! Una buena muchacha, sí, señor. Germanines fue directo al asunto: –¿Quién se ha quedado con el negocio? –¿Qué negocio? –la Angustias no pudo ocultar su sorpresa. –Era ella la de los contactos, ¿no? Me lo han dicho de buena fuente. La Angustias saltó como un resorte: –¿Eres de la policía? –¿Tengo pinta de serlo? –¿Qué sabes entonces de eso? Germanines recordó las palabras del viejo loco. –La Seca tenía más pinchazos que granos una cara con viruela. La Angustias se derrumbó. –¡Seguro que eres de la bofia! Entonces, Germanines colocó el paquete sobre la mesita, al lado del cenicero. –Necesito entregar esto. 133


–¿Qué es? –Muff –dijo. La mujer abrió el paquete, comprobó su contenido, y dijo: –¡Es mierda! ¿La has encontrado por ahí? –La produce mis tierras. La mujer se quedó un rato pensativa, luego dijo: –Dame una dirección para localizarte. Sammy Davis. El tipo por sus andares resultaba grotesco. El pantalón le quedaba corto por lo que los calcetines blancos y los botines de charol adquirían una importancia excesiva. La chaqueta tan ajustada como estrecha remarcaba excesivamente su espalda. Se parecía a Sammy Davis jr, solo que en moreno artificial. Más que caminar se deslizaba de un lado a otro por el vestíbulo del hotel esquivando con soltura los obstáculos. Germanines (que había sustituido su bata habitual de tendero por una gabardina de estreno en día de sol) temía que se tropezase con algún jarrón o simplemente una esquina abriéndose una brecha en la ceja. Guaperas, uno de esos tipos que lucen con orgullo su condición de vago de solemnidad, se adornaba con un bigotito de peluquería, un color de rayos uva, una sortija destellante y un reloj de oro macizo del tamaño de un despertador de los exhibidos por los payasos de circo. Se detuvo el Sammy un momento, y dijo: –Ya tardan. Germanines, dijo: –No tengo prisa. Sammy volvió a las andadas. Esta vez cambió el orden de los pasos: se puso a caminar para atrás, y además antes 134


de darse la vuelta le dio por practicar una especie de paso de claqué, de negro Sam punteando a Frank Sinatra. El buhonero lo contemplaba atónito sentado en un sofá mullido, lo suficientemente bajo para que las señoras que lo ocupasen en el té de la tarde pudieran mostrar en público la hermosura de sus largas piernas. Le habían citado en el hotel por sitio seguro, sin miradas inquisidoras, un espacio cinco estrellas neutral para los negocios. La Angustias se lo dijo claramente: “No se fían de ti.” y él contestó: “Tampoco yo de ellos.” A los quince minutos un botones se acercó al Sammy, le sopló algo al oído, extendió la mano y no se movió hasta que el guaperas extrajo de la cartera de cocodrilo un billete de 10. El botones entonces les acompañó al ascensor, pulsó el número seis, y les condujo directamente a la habitación. El paquete destripado ocupaba casi toda la mesilla. Había dos hombres. Uno, el más viejo, con pinta de sabio despistado, no hacía más que oler aquello mientras revolvía el té con una cucharilla. Apenas levantó la vista. Estaba realmente interesado en su trabajo. El Congresista, elegantemente vestido, abordó a Germanines: –No tengo nombre. Si te diriges a mí llámame congresista, senador o diputado, siempre con el señor por delante. Soy una autoridad y me merezco un respeto. –Así lo haré –dijo Germanines. –He dicho con el señor por delante, no se te olvide. –Sí, señor. –Un padre de la patria. –Un caballero, señor –dijo a trompicones Germanines. –Efectivamente, pareces muy listo. Si alguien te pregunta por mí no me conoces. –No, señor, no le conozco. –No nos hemos visto nunca. 135


–Nunca, señor. –Ni aquí ni en ninguna otra parte. –Así es, señor. –Ni ahora ni antes. –Jamás, señor. –Y si me reconoces es porque me has visto salir en televisión o en la tribuna del Congreso. –Lo tendré en cuenta, señor. –Ok. Al grano. Hablemos de eso que suministras. El emérito intervino: –Dicen que es un buen alivio reproductivo. Tan eficaz como un supositorio para el estreñimiento. Pienso que podría estudiarse en la cámara baja como un derecho más adquirido por los ciudadanos gracias a la democracia. –¿Cómo el derecho a la vivienda, a un trabajo honorable y al salario digno? –Efectivamente –el emérito asintió. El Congresista se dirigió de nuevo a Germanines: –Vayamos al negocio. ¿Cuánto pides por eso? El emérito, siguió con su idea: –Lo recetarían en la Seguridad Social y lo suministraríamos en exclusiva nosotros. Germanines, dijo: –Sólo sé lo que me pagan otros. –¿Qué otros? –Los llaman canónigos, señor. –Bien. Al grano. ¿Cuánto te pagan esos cabrones? Germanines lo dijo al tuntún, inflando a lo loco el precio. –¿También esa puta de Carla te paga eso? –dijo el Congresista sorprendido– ¿Qué pasa? ¿Trabaja a destajo?, ¿ha subido el alquiler del camastro donde echa los polvos?, ¿la cabeza se le ha ido por otros rumbos? 136


–Al contado. El Congresista se acercó a la ventana de la habitación y descorrió un palmo el visillo. La vista de la calle pareció tranquilizarle. –De acuerdo –convino–. Supero esa cantidad. Y brindemos con champaña. Todas las relaciones comerciales hay que bautizarlas con burbujas. Las burbujas siempre van para arriba. Y acaso por sentirse gracioso, añadió: –Porque esa cosa parece que también hace subir todo para arriba ¿verdad? Luego, mirándole fijamente le abordó bruscamente: –Voy a facilitarte la vida. Desde este momento trabajas exclusivamente para mí y te resguardo de todos esos advenedizos que, sin duda alguna, te acosarán de mala manera. Soy tu mecenas. Como si te pusiera en nómina, ¿ok?, ¿queda claro? Fuera ni un saludo. Coño, ni un saludo. ¿Estamos? ¿De acuerdo? –De acuerdo –convino Germanines. –Señor. –De acuerdo, señor –repitió Germanines incómodo. –Me molestaría profundamente enterarme que sigues negociando a mis espaldas. Ni Carla ni canónigos. Seamos serios. Me desagrada compartir lo mío con otros, y ahora esto es mío. Hay cosas que no soporto. Mi dinero está limpio. Me lo trabajo. No soy comisionista de barcos que no se construyen. Me fastidia que puedan tomarme por el pito de un sereno. Espero que lo tengas en cuenta. –No se preocupe, señor. –Soy desde ahora tu único cliente, ¿estamos? –Sí, señor. –¿Lo dices con la boca grande o con la boca pequeña? Sammy se aprestó a descorchar la botella, sirvió las cuatro copas y brindaron. 137


El viejo, que parecía profesor emérito, agarró por el brazo a Germanines en un gesto de amistad y le dijo muy interesado: –Cuéntenos, amigo, ¿cómo ha conseguido ese grado de pureza? Fíjese que hasta me dan ganas de beberme yo mismo la tacita de té. ¿Cuánto tiempo dedica usted al secado? ¿Y la temperatura? ¿Qué me dice usted de la temperatura? ¿Y de las condiciones de almacenamiento? Háblenos por favor de su sistema especial de elaboración. Entonces, Germanines se acordó de que la tierra por allá arriba es arcillosa. Debajo del cascajo, arcilla. Tierra rojiza, una condena de la naturaleza. Una cosa misteriosa. El profesor de vez en cuando le interrumpía diciendo: –Más. Más. La arcilla protege del frío y aísla del calor. Sí, sí, de acuerdo, pero falta algo ¿cómo diría yo?, algo épico, inevitable. –¿Cómo qué? –dijo el buhonero. –Algo vegetal, pulverizado. A Germanines le vino al punto las tomatas carnosas de Remojos. Se le ocurrió como salvación para salir del apuro: –Cernada. –¿Cernada? –preguntó el profesor emérito absolutamente asombrado– ¿Ha dicho usted cernada? –Eso he dicho: cernada. –¿Cómo substrato químico? –Sí –afirmó tembloroso. –¿Como abono natural? –Sí –repitió asustado. El profesor emérito se quedó pensativo unos segundos que Germanines presintió trágicos; luego, estalló ruidoso: –¡Fantástico! ¡Santo cielo! ¡Qué simple! ¿De madera de pino? –Y de cartón, de periódicos y trapos –dijo Germanines con gran alivio. 138


–¿O sea que la cernada contiene intrínseco el catalizador de la dosificación de nutrientes? –Sí, señor. –¡Asombroso! –A veces quemo hasta ratas –se atrevió a decir Germanines llevado por la emoción. –¿Ratas dice usted? –preguntó el profesor abriendo increíblemente los ojos. –Ratas enormes, sí señor. Como conejos de campo. –¿De una raza especial? ¿Importadas de un país asiático? –No, no, comunes. De aquí. –¡Maravilloso, maravilloso! –Y cucarachas, topillos. –¿También cucarachas? –Pongo un balde boca abajo y al mes me nacen cien o mil. –¡Fantástico! Eso reducirá sensiblemente los costes de producción. El profesor apuntó en su libreta desgastada y de hojas más sucias que si hubieran servido para envolver un bocadillo de pez espada, la palabra mágica: cernada. –Coño, coño. ¿Y la proporción? –Depende. –¿Del fósforo? –De la humedad del ambiente. La tierra es muy sensible. A más humedad, más cernada. –¿Le habrá costado años de estudio hallar la dosificación perfecta? –Sí, señor –mintió Germanines, ¡qué fácil resultaba hacerlo!– Hay que ser paciente. Los árboles son añeros. –¿Añeros? –terció arisco el Congresista– ¿Qué quiere decir añeros? El profesor intervino con ganas de hacer público sus conocimientos. 139


–Que como se malicien un año no dan, o dan machos, y al siguiente igual tampoco. El jefe miró el reloj, y dijo: –Abreviemos –se dirigió a Germanines–. El tiempo es oro y tengo que preparar la sesión del Congreso. Pásanos esa fórmula y la ubicación de la tierra que lo produce y te haré más rico de lo que nunca has soñado. Y si esa Carla o esos advenedizos malcriados te molestan, me lo comunicas para que los fumigue como a los pulgones. Y el Sammy Davis dijo al despedirle: –Aquí no andamos con sutilezas, colega. ¡Somos toda acción! Si el jefe me dice que te retuerza los huevos, no espero a que en el Congreso se apruebe la enmienda que lo autorice, te los aplasto, y cuando el decreto aparezca en el Boletín Oficial de tus huevos no queda ni el moco del chito.

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10. Cantando a Valderrama. La mercancía (esa cosa: el Muff) nunca la recoge a la ida para que no apeste ante los clientes sino de regreso, a la vuelta. Y esta semana como no toca reparto comenzó lentamente el descenso del Páramo cantando a Valderrama. Por miedo a dormirse repite el estribillo a gritos, con toda la fuerza de sus pulmones. Es un buen recurso para combatir la soledad. Oírse a sí mismo supone encararse consigo mismo. Eres tu propio contrario. Es como llevar una conversación superficial libre de prejuicios con otro que no eres tú y al que puedes insultar sin que te parta la cara porque eres tú. Se daba ánimos llamándose por su nombre como si fuera un caballo de carreras a punto de la foto finish. Le gustaba encadenar ripios, por ejemplo “soy Germanines el buhonero que se va a forrar de dinero” o “Isabel sabe a rosa ¡ay!, qué deliciosa”. Y todo esto con la ventana abierta para que el calor le golpeara en las mejillas y los saltamontes y las mariposas y los ciempiés y el resto de animales del campo admiraran la calidad de sus composiciones. Naturalmente que podía regresar por la carretera angosta por dónde había subido, pero absorto en sus pensamientos, automáticamente, sin darse cuenta, atravesó un rastrojo, acortó por otro, se metió en un atajo y salió con los amortiguadores crujiendo al camino del picón. Cuando se dio cuenta ya era tarde. Retrasaría media hora el regreso a casa. Tenso, al ralentí, con el pie besando el freno, sorteó el montículo de piedras apiladas que formaban la barriga artificial. No tenía previsto reparto pero ya que estaba allí… Era un atardecer en que el sol al apagarse más tem141


prano deja sin el tinte de una desnudez rojiza a todas las tierras que desde lo alto del mundo se vislumbran. El nublo se acercaba amenazador, tan sigiloso como un lagarto al acecho. No las tenía todas consigo. O las manos le temblaban o era el propio volante el que intentaba soltarse como muestra de su indignación por someterle de nuevo al duro trabajo de conducir entre barbechos aquellas ruedas con tendencia suicida. Según se aproximaba a la curva cerrada, aquella que se entra con un cielo delante y se sale con el infierno detrás, seguía dudando si detenerse unos minutos para contemplar de nuevo el picón perdido del fondo del barranco. Como no se fía del banco lleva los billetes gordos escondidos en la furgoneta. Otros, los pequeños, los conserva debajo del colchón de su cama para el menudeo diario. Los canónigos pagan al contado, Carla también (cash, cash). A la altura de donde sufrió el primer derrape, comprendió que aunque peligroso se puede tentar más veces a la suerte aunque la tarde invite a salir de allí corriendo. Podía descargar lluvia. Sería de cualquier modo pasajera. Y ya que estaba allí... Prepararía una nueva entrega para los canónigos, prepararía una nueva entrega para Carla, y otra para el Congresista. Y a pasar por caja de nuevo. Dinero, dinero. Asomó la cabeza por la ventanilla. Malo. Desistió. El nublo es el mayor enemigo del hombre en el campo. La espesa nube blanca comenzaba a teñirse de gris tenebroso y avanzaba sin pausa. Mejor esperar otro momento; el nublo acongoja: es insaciable, salvaje. Decidió largarse sin detener del todo la marcha (ya volvería mañana o pasado: no tenía prisa para hacerse con esa cosa), e incluso intentó forzar un poco más acelerando para alejarse cuanto antes, pero el motor, autónomo en su funcionamiento, no 142


respondió a sus exigencias amenazando con ahogarse y quedarse gripado. Y se paró. ¿Por qué la furgoneta volvía a detenerse en aquella revuelta? ¿Por qué? El destino. El destino te arrastra a donde quiera llevarte, pensó Germanines con aire fatalista. El destino seguramente le conminaba a que echara pie a tierra, suspirase en la despedida del sol y arramplara con tanta mercancía como para llenar la furgoneta entera por si fuera su última incursión posible en aquella extraña lengüeta verdosa, apenas visible desde arriba. ¿Por qué no? Era una forma como otra de rendir homenaje a aquel trasto con motor, compadre fiel y servicial, en su último viaje por el Páramo antes de su abandono en el desguace. Bueno, si la furgoneta demanda esa despedida, adelante. Cuanto antes realice el trabajo antes estará de vuelta. La próxima incursión la hará al volante de la Ford roja que suena como los ángeles y que el del garaje se la ha ofrecido a plazos (le dijo: estoy corrigiendo unos pequeños golpecitos, la semana que viene te veo de estreno; verás la Ford más guapa de este mundo; es americana, no te creas; americana de las buenas, de las que salen en las películas; igual encuentras mujer con ella, verás qué buen reclamo). Tiene hasta ráfagas en el limpiaparabrisas, elevalunas eléctrico, un chivato indecente para cuando alcance los límites mínimos de agua, aceite, líquido de frenos, gasolina. Y si pincha, ¡ay, si pincha!, comienzan a brincar en el cuadro lucecitas rojas y amarillas intermitentes con tanta alegría como las bombillas de los churreros en vísperas de los 15 de agosto. Una cosa moderna. 143


Detenido el vehículo, abandonó la cabina mirando con prevención a los lados. No había nadie. ¡De nuevo a la faena! Algún pájaro sorprendido de la repentina noche intentó asustado un rápido cambio de arbusto. Teniendo cuidado en apoyar bien los pies para no resbalar sobre los cristales de yeso comenzó lentamente el descenso. Llenó un primer capazo y lo subió sin problemas. Servicio de canónigos, cumplido. Y un segundo, servicio de Carla, cumplido; y un tercero para el Congresista. Todos contentos. Le dio entonces por diluviar. A las tímidas gotas iniciales sucedió el ataque despiadado de la nube. Desistió de hacerse con más. Ya quitaría luego un poco de aquí, otro de allí y otro poco del tercero para preparar otra caja de zapatos de muestra por si acaso… Seguro que estaba solo en aquella parte del Páramo. No era cuestión de guarecerse en la oquedad oscura, esperando que escampe. Los nublos resultan traicioneros, lo mismo sueltan piedra del tamaño de huevos de codorniz que desaparecen en minutos. Tromba de agua. La tromba de agua salpicaba de aros el viejo asfalto anunciando que tenía consistencia de tormenta. Estaba al descubierto en lo más alto, con cuatro matorrales para resguardo de las picazas. Arrancó la furgoneta e intentó la salida de la procesión de curvas, pero pronto se dio cuenta que resultaba muy peligroso. Se separó de los árboles, se arrimó a un majano y apagó el motor. No era la primera vez que le tocaba sortear una tormenta. Culebreaban como locos los relámpagos en una carrera intrépida por alcanzar la tierra. Para dominarse las angustias se puso a recitar romances de ciego, aprendidos de pequeño a los hombres del bote. Recordó la escena. La plaza repleta de banderitas y farolillos de papel. Cómo se llegaban con 144


la mesita plegable, la lámpara de carburo, las almendras garrapiñadas, padre, hijos, hermanos, todos con sus apodos, los labios salivosos, el galleo al atrapar al borracho y zarandearlo cogido por las solapas, las ganas de pelea. Todas aquellas historias de ciego concluían con el fugitivo de la justicia (como si la perspicacia de los guardias radicara exclusivamente en las denuncias) preso por una delación del mismo pueblo favorecido por la actuación del bandolero. No había una sola historia en que los guardias fueran sagaces y supieran adelantarse a los movimientos del desgraciado analfabeto corto de entendederas. El golpeo metódico, constante, de la lluvia sobre el techo metálico de la furgoneta y más allá sobre las piedras unido a la luz apagada entre grisácea y marrón de la tarde le produjo una rara sensación, tan mágica como terrible. Los nublos contienen en esencia todos los misterios de la naturaleza. Capaces de modificar los caminos creando torrenteras, arrasan con una furia inaudita las cosechas. Como a la furgoneta le entra agua por el portón trasero puede disminuir el valor de lo recogido. Si pudiera entre asientos pasar atrás… Lo intentó. Imposible. Tuvo que salir al descampado. El estruendo de un trueno cercano le descompuso. Abrió el portón y lo cerró inmediatamente. Fue cuando vio la luz. ¡Una luz! Se sobresaltó. Vislumbró el tintineo todavía lejano a través de la espesa cortina de agua en la dirección de los postes telefónicos. La luz se aproximaba lentamente. De seguir en línea recta le enfocaría de frente. Aguantó conteniéndose la respiración. Sintió miedo. Carecía de defensa. Si quien anduviera por allí, en medio de la tormenta, decidera acosarle podría considerarse perdido. Solo, en lo alto, al resguardo de un montón de piedras, a pocos metros de la caída por la ladera. Instintivamente agachó la cabeza. El automóvil se detuvo a unos sesenta me145


tros. Quien fuera encendió y apagó las largas, como un mensaje en Morse, y las dejó de nuevo puestas. El majano, la oscuridad del entorno y los colores perdidos de la furgoneta ofrecían cierto camuflaje. Bajaron dos hombres pertrechados con chubasqueros y sombreros amarillos para la lluvia. El Sammy del hotel llevaba unos calcetines blancos bien visibles que pronto se mancharían con el barro. Se apeó por la izquierda: era el conductor. ¿Qué hacía allí? Germanines creyó reconocer también al acompañante, que se aproximaba lentamente, mirando a un lado y a otro: portaba una escopeta en la mano, como si fuera de caza. Se volvió el sujeto hacia el Sammy y le gritó algo y este le contestó señalándole una dirección. A diez metros o menos, temblando de miedo, Germanines lo identificó claramente. La cortina de agua cada vez más espesa se abría a su paso. El tipo camisa de vino se detuvo en el cruce de caminos y tomó el equivocado. Diez minutos más tarde regresaba al automóvil. Gritó: –Ese cabrón nos la ha jugado igual que el viejo. –Debíamos haber subido en dos coches. Uno por cada lado del camino –dijo el Sammy. –Nos la hubiera jugado igual. El Sammy anunció: –Debe estar por alguna parte. No puede haber ido muy lejos. –Por mucho que busquemos ya no lo encontramos –dijo camisa de vino. –Escondido, pero ¿dónde? –Hay que joderse, que un guiñapo se ría de nosotros. A Germanines le costó contrarrestar el sudor frío de su cuerpo. Tiritaba como si se hubiera caído al río vestido. ¿Qué hacían juntos, allá en el Páramo, bajo la tromba de 146


agua, el guardaespaldas de Carla y el guardaespaldas del Congresista? Le buscaban, ¿pero por qué? Era evidente que el Congresista estaba al tanto de que había suministrando mercancía a Carla incumpliendo el acuerdo. Pero estaban allí los dos juntos, detrás de un mismo objetivo: él. ¿Qué tramaban? ¿Qué estaba pasando? Los tipos en cuestión se pusieron a fumar dentro del automóvil y el resplandor de la llama al encender los cigarrillos alargó tétricamente sus rostros. Germanines no podía despejar sus ojos del parabrisas. ¿A qué esperaban para marcharse? Suspiraba al mismo tiempo porque tardase en remitir el nublo. Con la noche caída sería muy difícil que pudiesen localizarlo. Con poca luna era capaz de conducir sin luces. Y sin luna, también. De repente, los del automóvil emitieron nuevas señales apagando y encendiendo los faros, y se fueron. Amaina la tormenta. Esperó media hora más, y cuando la luz marrón sucumbió al empuje de una última plateada, puso pie en tierra, se acercó al borde del cerro y oteó el horizonte. El agua de los caminos, como culebrillas recién expulsadas del paraíso, dibujaba figuras retorcidas en el horizonte. No había nadie en el Páramo. Arrancó el motor y comenzó, sin luces, y muy despacio el descenso. Sujeto al volante, pensó que las cosas comenzaban a complicarse. Si Carla y el Congresista le perseguían unidos era por un interés común: localizar el picón y repartírselo, y de paso cortar el suministro a los canónigos. ¡Los canónigos se expanden con insolencia! ¡Son el auténtico peligro! Había montado un buen lío al chalanear con los tres, pero Carla es astuta y el Congresista es astuto y comparten preocupaciones. Al fin y al cabo ¿por qué tienen que tolerar la 147


intromisión de un tercero en el negocio, si con un simple tajo solucionas el problema? De esperarle lo harían abajo, en la herradura, una curva donde alguna noche de niebla espesa había sido despertado por corzos en celo arañando nerviosos el chasis de la furgoneta. Alteraría la ruta de regreso o mejor no dormiría esa noche en casa. El mal tiempo, la posible descarga de un nuevo coletazo de la tormenta, el resplandor lejano de los relámpagos, la próxima entrada de la noche que viene ciega, constituyen elementos disuasorios para cualquiera que no esté loco. Y Germanines pensó que a veces tampoco es tan malo estar loco. Pimientos verdes. Remojos (Juan de nombre, Juan de primer apellido, Juan de segundo, Juan triplicado) estaba con el huevo frito y los pimientos verdes con la gota de aceite sobre el plato cuando oyó la llamada insolente a la puerta. Germanines, insistió: –Ábreme el portón para que meta la furgoneta. Ya dentro, dijo: –Igual paso la noche aquí, porque no me atrevo a regresar con este tiempo. Remojos le preguntó: –Eso que llevas que apesta ¿qué coño es? –Algo que no se acaba nunca –respondió Germanines. Y mostrando un fajo bien alimentado de billetes lo desató y los billetes comenzaron a volar descaradamente mientras gritaba exultante: –Dinero, dinero, dinero. ¡Eso es dinero! Esa noche Germanines y Remojos bebieron hasta apurar la botella. Y como el vino tenía respe sucumbieron al embrujo de los tres cuartos de una segunda botella. 148


Remojos sirve para todo. Intentaba servir para rotos y descosidos. Cuando necesitaba retejar para evitarse las goteras, buscaba las tejas menos partidas de las abandonadas en la escombrera y se subía por el desván para solucionarlo por su cuenta. No era demasiado mañoso. Cuando el cortocircuito, cambiaba el hilo de los plomos, y cuando la bomba de la cisterna gemía brutalmente la sustituía por otra del chatarrero que igual lloraba todavía más. Alejado el nublo, en la primera hora de la mañana apareció el cielo blanco, brillante como el telón del cinematógrafo que preparan los curas cuando las fiestas. –Esta casa tuya es muy grande. Aquí dentro no encuentra nadie ni la vergüenza –comentó Germanines atacando el desayuno. Y tras el tazón de leche con sopas, añadió: –Me vendría muy bien ocultar unos días aquí la mercancía, por no llevarla todo encima. ¿Cómo lo ves? Remojos se encogió de hombros. –Busca un sitio por ahí –dijo. –Ayúdame. Descargaron el contenido de los coloños en tres bolsas azules de basura, que fueron colocando en la bodega. Luego, Germanines cogió de una de ellas un puñado de aquello y lo guardó en una caja de zapatos. –Esto es una muestra. –¿Y para qué la necesitas? –le preguntó Remojos. –Por si sale un cuarto. Ahora suministro a tres y mañana, ¿por qué no?, puedo suministrar a cuatro. Tomatas verdes, tomatas coloradas. Había tomatas verdes y tomatas coloradas. Y pimientos verdes y pimientos colorados. Y escarolas verdes y escarolas coloradas. Aquella huertita del bancal (donde esparcía la 149


cernada) era muy agradecida. Tenía un rosal al que todos los años podaba como si fuera un manzano, y un nogal, y un almendro. Se pasaron la mañana poniendo y quitando palos. Las tomateras explosivas y anárquicas tenían la tendencia de crecer desmesuradamente y cada cierto tiempo Remojos las llamaba al orden enderezándolas a base de cuerdas y palos. ¿Y las fresas? Un desastre. Daban unos fresones enormes, grandes como higos, y luego comenzaba su locura insensata de invadir el mundo. Remojos se obligaba a cortar los cientos de hilitos rastreros a los que de repente les salía una hoja y que de dejarlos desarrollar hubieran penetrado hasta en las habitaciones. Pasaron el día entretenidos. Germanines al despedirse, dijo: –Eres un buen amigo. –Pero no demores la vuelta, que eso atufa más que los purines de verraco. –Descuida. Volveré. Germanines se acerca a la residencia. Aparcó en la parte privada en lugar de en la calle. Saludó al viejo loco, y le entregó otro sobrecito más abultado que ni se molestó en abrirlo. Luego para pedirle consejo le contó lo de la aparición de los dos tipos allá en lo alto, y cómo había sentido miedo, y en realidad ¿en qué fregado estaba metido? Moisés preguntó ansioso: –¿De polainas blancas? ¿Estás seguro? Germanines asintió. –Cabrones –dijo el viejo. –Y al otro lo vi donde Carla. Fue el que me atosigó a detalles. 150


–Cabrones –repitió el viejo. –He sentido miedo. –Cuídate. Sorprendentemente el viejo Moisés llamó entonces a Evangelina Gracia Floreada y con disimulo, lejos de miradas indiscretas, la pellizcó el culo antes de entregarla el sobre. La muchacha lo cogió sin ningún reparo, lo palpó, sonrió y se le iluminaron los ojos, y los dientes la brillaron más que nunca. Y entonces el viejo dijo a Germanines: –Dame también un trozo hermoso de esa cosa. Y Germanines sospechó que el viejo Moisés pretendía regalarse una noche explosiva, onírica, desinhibida, fantasiosa, extraordinaria. Y se lo imaginó desnudo declamando estrofas pareadas encima del armario.

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11. Un resplandor misterioso. Aguardó a que oscureciera un poco más. Como tenía dos cubiertas con una sombra de dibujo, no tendría mayores problemas para acelerar un poquito y alcanzar la comarcal y llegarse a casa. Las despedidas siempre son ingratas, y Germanines estaba algo triste: era su último viaje en aquella furgoneta descolorida, el amigo con el que había sufrido tantas inclemencias, tantas mordeduras de la naturaleza hostil. La dio un par de palmaditas cariñosas en el morro antes de montarse de nuevo y arrancar el motor. Dijo: –Amigo. Se detuvo al salir de una de las curvas. Un destello apareció y desapareció a lo lejos. Un resplandor misterioso, un poco menos blanco que un relámpago, un poco más naranja dibujado bajo un cielo oscurecido. Esperaría. Demasiado bajo para que fuera el ramalazo eléctrico de su estrella vagabunda. Tardó la luz en volver y lo hizo lanzando al infinito tres destellos antes de desaparecer definitivamente. Muchas noches, las estrellas fugaces, las luces errantes o las de posición de los aviones transitan esquivando la inmensidad poblada de bolas de ese juego de billar que es el cielo. Alguna vez incluso había sido testigo de cabriolas imposibles de botoncitos plateados ante el telón majestuoso del firmamento. Pero esta otra luz (dos focos de automóvil, sin duda) había desaparecido misteriosamente en la curva, a cien o doscientos metros de allí. Y en su lugar, en otro punto distante aparecía otra distinta, más amarillenta, menos intensa, más enferma que jugó con los destellos durante unos segundos, desapareciendo también. Y un poco más allá, en la lejanía, moviéndose, le pareció 152


distinguir también un puntito intermitente de luz azul. ¡Nunca aquellos caminos en el Páramo habían estado tan transitados! Pensó en la posibilidad de un accidente. Un código de emergencia de la policía avisando de la entrada en el tobogán de vueltas y revueltas, con un asfalto tajado por los camiones de la diputación al transitar en los inviernos de nieve. De nuevo en marcha, despacio, sin pisar apenas el acelerador, con la vista persiguiendo posibles nuevos destellos, encaró el descenso. Por si acaso y para evitar a la Patrulla Rural (llevaba encima el paquetito de muestra) decidió adentrarse por otro de los caminos vecinales, casi un atajo de monte, para ganar de nuevo otra local. Luego, al enfilar la recta de buena visibilidad, exigió un esfuerzo más a la furgoneta. Fue al salir de otra de las curvas cerradas cuando el vehículo se desequilibró como un pájaro alcanzado en la cola dándose en patinar camino del abismo. Germanines intentó superar el enorme charco de aceite del suelo por la derecha o giró el volante al revés o las ruedas no le obedecieron o frenó cuando no debiera hacerlo, o ambas cosas, entornando por el terraplén, hasta estrellarse en el único árbol que daba esperanza al paisaje. Localizarlo. Llevó unas cuantas horas localizarlo de tan abajo como había caído y otras más sacar el cuerpo inerte atrapado entre los hierros. Uno de los guardias comentó al principiar el expediente pericial: –Jamás he visto una mancha tan grande de aceite ocupando ni a propósito todo lo ancho de la carretera. 153


Y otro de los guardias cuando comenzó a rebuscar la documentación descubrió que con la violencia del impacto una cosa olorosa se había desparramando por la furgoneta. Husmeó como un perro acercando su nariz, y rápidamente llamó por teléfono. Bocas exclamó fuera de sí: –¡La bomba! ¡Por fin ha estallado la bomba! ¡Tenemos la prueba! ¡Un buen día para las fuerzas de seguridad! ¡Ya ha conseguido un español dejar de mirarse el dedo como un idiota y ha descubierto algo de utilidad! ¡Sabemos de dónde procede el Muff! ¡Ahora les toca trabajar a los perros rastreadores! Se detuvo frente a los poster que adornaban la pared principal de su despacho. Posó primero su mano en los ojos picarones de la Rita Hayward, luego en los labios carnosos de la Marylin Monroe de la falda al aire y finalmente en las exageraciones de Jane Mansfield, y dijo: –¡Ya tenemos el hilo que nos lleve al ovillo! ¡Esta noche os pellizcaré el culo a las tres! Y balanceando la cabeza, se fue por los pasillos resoplando y dando gritos como un loco: –¡La puta! ¡Como del Páramo provenga el Muff, esto puede convertirse en el Chicago de los años treinta! ¡A cada buscador de Muff le obligaremos a adquirir su correspondiente licencia! El funeral. El cura dijo esas cosas bonitas en el funeral que a todos los muertos les hubiera gustado escuchar en vida. Parecía un iluminado al tintineo de la incandescencia amarilla de las candelas. Tantas loas por exceso sonaban a mentira. Trabajador, pobre hombre, voluntarioso, buena persona, todo verdad; dijo que si en este mundo materialista y desquiciado 154


hubiera tantos Germanines como barbos en el río, las rencillas serían menores, y la desolación quedaría olvidada al escuchar el trino vibrante de los pájaros que la naturaleza pone a nuestro alcance para que aprendamos a volar. Porque Germanines amaba la naturaleza, y como ser virtuoso, capaz de vencer las tortuosas insinuaciones de los malignos tentadores, gracias a la bondad innata de su corazón. ¡El maligno! Se puso a enumerar las fallas de la sociedad moderna. El pillaje, la vergüenza, la locura de una juventud atontada que aborrece la disciplina y los exámenes de conciencia. ¡El maligno es sombrío y camina a nuestra vera! ¡El maligno, hermanos, abre puertas que estremecen al alma! Habló también de la decadencia de la civilización, porque sabía que eso impresiona lo mismo a viejos que a jóvenes aunque no lo entiendan. –Las civilizaciones cultas –dijo, intentando hacer temblar su voz– y la nuestra lo es, se convierten en cadáveres en descomposición, cuando pierden sus dos valores intrínsecos: la gallardía y la moral. Y todo eso representa Germanines: gallardía y moral. ¿Qué era Germanines? La pregunta retumbó en las paredes medio rotas de la iglesia. Al cura le asaltó una duda al instante: no podía decir un hombre simple porque los pocos feligreses podían entenderlo como corto de entendederas, de menos luces que una bujía sin mecha, así que comenzó a clavar sus ojos en la techumbre con manchones de humedad y en la medio caída pila bautismal del fondo buscando ansioso la frase lapidaria que impresionara a los asistentes. Dijo: –¡Sabemos lo que no era! Esto despertó a los asistentes que se revolvieron inquietos en los bancos carcomidos de madera comenzando a murmurar entre ellos porque la edad avanzada de la mayoría les conducía a suponer que estaban asistiendo sin quererlo 155


al ensayo de su propio funeral. Y sólo faltaba que al cura, llegado el momento de su despedida, maldita la gracia, le diera por enumerar fracasos terrenales. Que hiciera públicas las estériles apetencias carnosas, por ejemplo, o las miradas lascivas y tocineras a las mujeres de los otros. Los curas deben limitarse a expresar en público las inocentes aspiraciones del difunto en vida y en absoluto lo que hubiera conseguido de no empeñarse el destino en molestarle, encerrando la realidad de sus actos privados en el misterio de su conciencia. ¿Y si no hubiese querido ser nada? Hay bastantes más hombres que no quieren ser nada que los que quieren serlo. ¿Cómo decirlo? Y ya estaba terminando el ciclo de negaciones, cuando despertando de un sueño confuso, el cura se rehízo de sus dudas gritando de forma desproporcionada: –¡Germanines era…! Y se atragantó de saliva, antes de añadir: –¡Una maleta sin llave! Los asistentes se miraron confundidos. ¿Una maleta sin llave? ¿Un arcón? ¿Un baúl olvidado en el desván al regreso del servicio militar? ¿Qué servicio militar? Lo curioso es que Germanines por estrecho de caja tampoco había jurado bandera. Es más, nunca la había besado y es posible que le importase un pito no haberlo hecho. Dentro de las metáforas posibles, aquella no resultaba excesivamente agraciada. Incluso es posible que nadie la entendiese. Chaqueta oscura. Con su chaqueta oscura y ojos de compasión más artificial que sentida, el inspector Magallanes asentía cada vez que el cura citaba al difunto como ejemplo de probidad y honradez. Nadie le había visto nunca borracho, nunca de mala manera, nunca con mujeres, siempre deseoso de hacer favores al prójimo. Un nuevo tipo de misionero. Sonrió. La 156


frase parecía acertada para la iglesia moderna: un buhonero repartiendo bendiciones entre lugareños cabreados por el bajo rendimiento de sus cosechas. Magallanes miró sin disimulo el reloj (el cura llevaba quince minutos glosando al buhonero, al que seguramente no había saludado en vida), y procuraba aguantarse con un estoicismo ridículo los olores secos de los sentados a su lado. Podía salirse y esperar fuera, pero entonces su mente fotográfica no podría componer el cuadro de asistentes. Bocas le había dicho: –Vaya, y me lo investiga todo. Hay que recomponer milímetro a milímetro la ruta de ese desgraciado. Añadiendo en la puerta de comisaría: –Entérese de lo que comenta la gente del accidente. –¿De qué accidente? –preguntó Magallanes sin disimular el matiz burlón de sus palabras. Maleta como idea fija. El cura insistía con vehemencia en lo de la maleta como idea fija. Cuando alguien sube al desván y se encuentra con un baúl candado, al abrirlo puede descubrir secretos íntimos de su propietario. Postales de juventud, cartas de amor, ese estúpido diario que se comienza y nunca se acaba, alguna fotografía de una muchacha irreconocible, un carné de conducir, la cartilla de racionamiento, el tabardo comprado el año de nieves, la factura de una boda, un cuaderno de cuentas. ¡Tantas cosas! Cierto que ningún hombre sabe lo que se reserva otro en ese agujero negro llamado conciencia, tan profundo que abarca el universo entero. –¡Porque todo el mundo oculta algo en el fondo oscuro de su corazón! ¡Todo el mundo! –gritó histérico, sacudiendo sin piedad el sueño de la única gárgola de la iglesia. Remojos sintió que se le erizaba la piel de gallina. 157


Llegado a este punto el cura poseído del temblor de los hombres trascendentes, volcó su homilía de nuevo en Germanines otros ocho minutos. Al concluir, cansado por el esfuerzo, seguramente pensó que la curia debería disponer la celebración todos los funerales del año en uno solo para que la cadencia melodiosa de sus palabras fuera reconocida por más personas a la salida. ¡Las iglesias vacías suscitan la malsana tentación de convertirlas en graneros! En la iglesia. Los bancos delanteros permanecían desocupados: Germanines carecía de parientes y desde ese mismo momento su estrella errante se quedaba sin trabajo a la espera de ser adoptada por otro desgraciado. Y el Ángel de la Guarda, que te guarda hasta la muerte, estaría ya buscándose un joven despistado que le ofreciera méritos que mereciesen la pena. Ni siquiera Isabel había acudido a las honras fúnebres; tampoco ninguno de los viejos de la residencia porque nadie se había molestado en organizar un autobús que los trasladara. El viejo Moisés, sí. Eso pensó Isabel al comprobar que no aparecía a la hora del almuerzo y que su servilleta azul con el arete seguía sin ser retirada del casillero. Y aunque le extrañó tanta deferencia para con el difunto no dio demasiada importancia a su ausencia hasta que echó en falta a Evangelina Gracia Floreada. La dulce Evangelina floreada, por lo visto, había decidido despedirse a la francesa, sin aguardar siquiera a firmar el finiquito.

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PARTE SEGUNDA. 12 La luna pálida. En aquellas primeras horas de la noche del último adiós a Germanines, Remojos salió a confesarse con las estrellas pálidas que juegan a intermitentes del cielo. No puede dormir. Tiene ese frío especial que congela el ánimo cuando uno se siente desbordado. Intenta recuperar los hilos de la lógica. Germanines era un conductor precavido, conocía perfectamente la carretera, y encima calzaba la furgoneta por primera vez ruedas con algo de dibujo. Le empezó a invadir la inquietud de lo desconocido. Conserva esa especie de plasta de vaca oculta en casa; se siente inseguro; ¿qué hacer? Comenzó a mirar a derecha e izquierda con el mismo recelo de quien por primera vez comete un desliz y cree que lo lleva impreso en el rostro como estigma de vergüenza. De esparcirla por las tomateras aquello se llenaría de moscas verdes. Hasta su propia sombra parece deseosa de echársele al cuello para asfixiarle. Germanines se había ido para siempre dejándole como herencia aquello. Se sentó en el poyo del bancal, y encendió un cigarrillo. Fumaba negro sin conseguir dibujar con el humo unos arabescos enteros. Y para limpiarse la cabeza de sospechas y presentimientos se puso a descubrir los montes de la luna pálida. Cuando aprecia el movimiento de alguna luz en el firmamento, se dice: ya ha vendido Germanines las tomatas, si será cabrón, seguro que se queda con las vueltas. Y quiere reírse. Y así estuvo hasta que al reloj de la iglesia le dio por equivocarse de hora, repitiendo la una. ¿Qué haría con la mercancía? 159


Prendió el candil; apiladas en la bodega las tres bolsas de basura de color azul que había ayudado a rellenar olían a soldados en descomposición desocupándose en las letrinas del cuartel. Adoptaría una decisión por la mañana. Fue al volverse cuando se percató de la presencia de un trapo extraño escondido detrás del carral grande. Coño. Una saca de harina, de las que usa Germanines como almohada en la furgoneta. ¿Quién la había dejado allí? Descolorida, medio amarillenta, con gotas de suciedad a lo largo, olvidada por el cardenal Cisneros o los mismísimos Reyes Católicos, seguramente. Con esfuerzo logró arrastrarla con el mango del rastrillo e izarla; deshizo nervioso el nudo y a la primera explosión de plumas de gallina sucedió el vómito de cientos de billetes de diez, de veinte, de cincuenta, muchos billetes de diez, de veinte, de cincuenta, atados amorosamente con goma elástica. Billetes, dinero, fajos de billetes usados, paquetitos inmóviles esperando a que una mano piadosa los ponga en movimiento. Comenzó a toquetear los fajos con las dos manos como si amasara pan, preso de un nerviosismo imposible. ¿Qué coño estaba pasando? El resto de la noche Remojos (Juan de nombre, Juan de primer apellido, Juan de segundo, Juan triplicado) la pasó en blanco tumbado encima de la cama. Necesitaba sujetarse las ideas. Para las seis de la mañana los billetes le habían dibujado un futuro preocupante. Germanines carecía de parientes y sus billetes sin dueño esperaban aburridos a que un necesitado se hiciera con ellos… Le dieron ganas de llorar. ¡Pobre Germanines! Las nueve y sigue pensando. Había dinero suficiente para venderle su soledad al diablo. Había dinero suficiente para largarse a Brasil a disfrutar 160


del ritmo frenético de los traseros de morenitas bailando samba. Su educación disciplinada entre frailes (“no hacer mudanza”) le conmina a ser precavido. Un cambio repentino de estatus suscita preguntas. Este es un país de chismosos herencia de la Inquisición; chivatos, envidiosos, versallescos malandrines, desfavorecidos, sinvergüenzas, vagos de solemnidad, vividores del estado y tontolabas. Basta con que alguien le viera adelantar el pago de su deuda con la entidad bancaria para que lo divulgase en público: ¿de dónde coño ha sacado el dinero este desgraciado?, ¿a quién alquila su culo por la noche? Largarse lejos, muy lejos. Una buena opción. Pero una ausencia repentina motiva también comentarios insolentes, y el sargento juega al tute en el bar, y el sargento ha dicho que en cuanto se jubile piensa quedarse a vivir en el pueblo, y el sargento no tiene un pelo de tonto, y encima es buena persona. No hacer mudanza. Esperaría a tomar una decisión. La ruta. Recomponer la ruta del buhonero ocupó muy poco tiempo a la policía. El día amaneció con una avioneta en el cielo. Dio seis o siete pasadas de forma temeraria. Una incluso tan a ras del suelo que bien podía haberse estrellado contra los nogales de los cascajos. Remojos siguió sus cabriolas con atención. El piloto parecía diestro porque lo mismo iniciaba un picado, que comenzaba una ascensión con el morro orientado al cielo. Al día siguiente, fueron dos las avionetas. La de la mañana, amarilla como un limón maduro, estuvo rondando hasta que se quedó con el combustible justo para regresar 161


a la base; la de la tarde, azul añil, desaparecía tan pronto en el firmamento como que regresaba de improviso. Alguien dijo que lanzaban sacas enteras de ratones vivos para alimento de las rapaces. Otro dijo que topillos, de los que se dejan pisar amodorrados en medio de los caminos. Otro que culebras. La avioneta azul repitió un par de días más. Y se conoce que al quedarse sin ratones desapareció definitivamente para desconsuelo de los gatos. Remojos respiró aliviado. Aquello no era normal. Una vez el helicóptero del hospital provincial aterrizó en una parcela próxima al pueblo porque al acarrear la paja, uno de los fardos se salió de la cartola, con tan mala fortuna que aterrizó en la cabeza del aparcero dejándolo como un pajarito. Todo el pueblo acudió a ver su traslado en camilla con la sábana blanca ocultándole el rostro. Nunca antes habían volado tan bajo ni avionetas ni los cazas del ejército del aire en el inicio de sus maniobras. Remojos bajó a la bodega. Ya era la séptima u octava vez que lo hacía esa misma mañana. Necesitaba estar seguro que lo del dinero no era una ensoñación. Incluso una de las veces se pellizcó hasta dolerse. Tomó con un respeto reverencial uno de los billetes de cincuenta soltándolo del fajo. Le sorprendió que fuera usado. Los demás, también. ¿Era posible que Germanines hubiese ahorrado tanto en su vida de buhonero? Le asaltó en seguida una duda. ¿Quién le aseguraba que no fuera falso? Germanines pecaba de ingenuo; las mujeres le engañaban fácilmente. ¿Por qué los había escondido allí? ¿Por qué no le había dicho nada? ¿De qué tenía miedo? Lo miró al trasluz, lo arrugó y desarrugó. Germanines, aunque sim162


ple, no era en absoluto alocado. Con todo ese dinero hubiese podido dotarse de una furgoneta de estreno, o mejorar el chamizo donde vivía o hasta de casarse con la Isabel de sus ensueños. Y no lo había hecho. ¿Por qué? Pensó que algo extraordinario había tenido que suceder en los últimos meses para ahorrar tanto y llevarlo encima. Recordó las preguntas extrañas. Nunca le había importado demasiado el dinero, pero últimamente en todas las conversaciones flotaba en el aire. Ricos, pobres. Su comportamiento resultaba curioso. Muchas otras veces cuando la tormenta le cogía a desmano había buscado alojamiento en su casa, pero nunca guardando la furgoneta en la cochera; la dejaba aparcada fuera para abandonar la casa de madrugada sin molestarle. Entonces Remojos hizo algo que hasta ahora no se había atrevido como si tuviera el presentimiento de que aquel dinero estaba manchado: volcó al suelo totalmente la saca. Y entre los fajos apareció sorprendentemente una hoja de cuaderno. Leyó con interés por ambas caras, comprobando que contenía columnas de números. ¡Germanines se había vuelto contable, datando entregas, nombres, direcciones y dinero recibido! Claro que le había hablado de los canónigos y de Carla, del chulo de ojos verdes, del Congresista engreído. Jodé. ¡Con qué gente alternaba! ¡Tipos que salen en negrita en los ecos de sociedad! Y lo más curioso, al lado de cada nombre el dígito seguido de ceros. Al uno le siguen como corderitos los ceros, y al dos también y al tres. Sumó, restó y no multiplicó. Hizo arqueo, ¡los números cuadraban a falta de una pequeña cantidad! ¡Seguro que el coste de las dos ruedas de segunda mano! ¡Cabrón de Germanines! ¡De tonto tenía menos que un borracho cantando de alegría al lograr enchufar el cable de su móvil en la farola de la esquina! 163


Traslado de la mercancía. Todavía en la casona quedaban huecos y habitaciones que Remojos jamás se había atrevido a investigar. Su abuelo el patriarca le había invadido la infancia con caballeros de frontera emparedando allí mismo a moros y a judíos, a cristianos renegados, a malhechores de lengua venenosa, a todo bicho viviente, incluido un avanzado de las Indias y un valido de calzón demasiado flojo. Un día de niño, crujió una puerta a su paso y el susto le hizo pegar semejante brinco a su corazón infantil, que todavía hoy le duelen las pesadillas. Pero lo peor es la curiosidad y aquella noche, con una vela empujó un poquito más la puerta y por la rendija atisbó huesos por el suelo, y una piel de cordero curtida colgada de un gancho cuya sombra al proyectarse sobre la pared en su ingenuidad atribuyó a un demonio encerrado. Para guardar la asquerosa plasta de vaca, podía elegir ese mismo cuarto maldito u algún otro de los desperdigados a lo largo de un pasillo de roble medio apolillado o incluso algún hueco vacío en la pared. Eligió el cuarto maldito. Si él no había entrado nunca era posible que tampoco entrase nadie que le visitase a deshoras. En su oscuridad aquel cuarto asemejaba una selva en miniatura. Con cuidado para no enredarse demasiado en las telas de araña, ocultó allí las tres bolsas de basura. Se duchó para desprenderse de los hilos pegajosos. Y se propuso una primera tentativa. Comienza a pagar las deudas. Se acercó a la plaza. Las subvenciones al Camino habían conseguido adecentar las sencillas arcadas, defendiéndolas con una cristalera e incluso encargar la escultura hueca de un peregrino con toda su parafernalia que marca el acceso al frontón. El pueblo cambiaba a mejor, eso no cabe duda, 164


incluso la pareja procreadora de cigüeñas ya no lo abandona en otoño y los grajos arrepentidos de su tétrico plumaje controlan al mundo desde la altura de los postes del teléfono. Tomó por Poniente, la calle que desde la plaza culebrea hasta el pilón de agua; se introdujo en la tienda de comestibles, un localito de acceso difícil por culpa de sus dos escalones siniestros desnivelados de la entrada. Estanco, mercería, frutería, panadería, con los chorizos colgando del techo. Subsistía gracias a los peregrinos del verano. La dueña y dependienta, mayor, soltera y abultada de vientre, fiaba cuanto fuera necesario; le saludó mostrándole los dientes disparejos y le dijo: –Tengo tu cuenta preparada. –¿Cuánto? –preguntó Remojos. –Dame cuarenta y los diez céntimos que sobran se los echo a la virgen. Entregó el billete de cincuenta y recogió los cambios. Sintió alivio: el dinero no era falso sino auténtico. La mujer, dijo: –Tengo morcillas de ahora mismo. –No puedo por el colesterol. –Calla, tonto, estas te lo quitan. Adquirió dos sin etiqueta ni marca, pagó y se fue. Al iniciar el descenso para su calle, se sorprendió al descubrir delante de su casa a un desconocido sujetando con la correa a un perro grande, entre labrador y mastín, que olisqueaba nervioso la fachada. Se le revolvieron las tripas. Se puso en guardia. No eran horas para que un peregrino rondara por allí. ¿Quién era aquel hombre? ¿Qué hacía delante de su casa? Esperó unos interminables segundos con la angustia dentro. Se dio la vuelta. Tomó la calleja del castillo, y en un recodo hizo un alto para observar desde otro 165


ángulo al individuo en cuestión. Ni muy alto ni muy delgado, fibroso, con una pinta de despistado inglés en tierra de conquista. No debía confiarse en absoluto. Tendría que extremar las precauciones. El problema era el perro que merodeaba estúpidamente. Al cabo de un rato que le pareció eterno, el hombre cansado de la terquedad del animal, lo llamó, estiró con fuerza de la correa para que le obedeciera. Y se fueron. Ya dentro de la casa, a Remojos le entraron demasiadas congojas. Había pasado miedo, porque eso era miedo. ¿Y si el hombre del perro regresaba? ¿Y si hubiera otros más? ¿Y si ya todo el mundo supiera que ocultaba algo? Se sentó en el banco de la cocina. Necesitaba reflexionar con tranquilidad. En un momento dado pasó por su cabeza acudir al cuartelillo. ¿Para qué? ¿Qué iba a decir? Al cuartelillo se acude a confesar culpas y él ¿qué tiene que confesar? Mejor enterrar esa cosa en algún sitio y que transcurra el tiempo. ¿Y si a pesar de todo sigue corriendo peligro? El sargento es un tipo campechano, lo comprendería. ¿Le entregaría la saca del dinero o sólo trataría de devolverle la cosa? Atrancó la portonera de dos cuerpos, colocó unos puntales en la más endeble de la entrada a la bodega y una silla en equilibrio en la puerta del zaguán. Cerró todas las ventanas. Aguantó media hora de vigilia tras los visillos, por si regresaba el del perro y, cansado como estaba y muerto de sueño, echó una cabezadita. Al buhonero se le había acabado la vida y resultaba absurdo arriesgarse a perder también la suya. Pero, la verdad, ¿qué entiende por vida? ¿Y si eso que oculta es la llave que abre otra vida bastante mejor? ¿Por qué no esperar a que se calmen las aguas? ¿Y si el buhonero hubiera sufrido simplemente un accidente? ¿Por qué imaginarse películas que a lo mejor sólo transcurren en mentes trastornadas por el 166


impacto de la noticia? Una mancha de aceite (mejor una balsa) y las ruedas patinan lentamente… Puede sucederle a cualquiera. Lentamente… el abismo... lentamente… Lo decidió. Haría uso del dinero porque Germanines nunca podría utilizarlo ya y porque, además, seguramente lo había dejado a propósito para que él, su mejor y único amigo, le sacara provecho de sobrevenirle una desgracia. Descendió a la bodega. Retiraría también el dinero de allí. ¿Y si las tres bolsas de basura las llevara de nuevo al bancal? Pensó al momento que tanto el bancal como la bodega son los lugares más apropiados para que alguien que pretenda buscar algo lo encuentre. ¿Y por qué no guardar el dinero entre paredes? Sólo él conoce los recovecos de la casa. Ese pasillo largo lleno de habitaciones, con puertas a un lado y al otro, puertas que a veces abren otros pasillos, y más habitaciones, huecos en las paredes... Nadie podría encontrar el dinero, su dinero, como nadie había encontrado jamás los cuerpos de los empalados por sus ancestros.

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13. Automóvil color pistacho. Aquel día, de un automóvil nuevo, deportivo, pistacho y grande, a propósito para llamar la atención, de ruedas anchas, que escupe alegría por el doble tubo de escape, bajaron dos hombres de apariencia juvenil. Calzaban zapatillas de calidad, camisas de marca; una mirada medio ausente de intelectual se refleja en sus caras. Uno de ellos se puso a fotografiar el rollo, la iglesia, el pilón, un arco gótico florido, una casa desvencijada y un palomar roto. También encuadró el pequeño ayuntamiento con sus cinco banderas desplegadas que ocupaban la anchura del balcón consistorial y al reloj ciego, con las agujas ocultas por los sarmientos sobresalientes del enorme nido donde la cigüeña coja tabletea para hacerse importante. El otro, también con aspecto aniñado, tenía un pequeño defecto en el brazo izquierdo que le obligaba a llevarlo pegado, parecía más interesado en palpar las fachadas de los edificios y las columnas redondas de piedra que sujetan los soportales para que las casas no se vengan abajo. Preguntó por Germanines. –¿El buhonero? –se interesó una mujer. –El mismo. –¡Oh, sí señor! –dijo la señora, que vestía de negro, incluso con media negras y un moño recogido en la nuca– Se murió, ¿sabe usted? Le vino la calorina conduciendo la furgoneta. –¡No me diga! –Terrible. –¡Pobre hombre! –Lo que yo le diga. –¿Tenía amigos? 168


–Amigos, amigos… –la señora titubeó–. Era muy querido. Y eso que sólo venía los martes impares. –¿Y algún amigo en especial? Remojos los ve venir. Comprendió por los aspavientos de la mujer que le buscaban. No los conocía de nada, pero tampoco se sorprendió demasiado. Llevaba mucho tiempo convencido que la mercancía oculta sería reclamada más pronto que tarde. No parecían peligrosos, pero por si acaso, acudió al cuarto oscuro, y condujo a la despensa anexa a la cocina una de las tres bolsas de basura. Mejor que no hurgaran en la casa. Cuando abrió la puerta, se encontró con los dos jóvenes delante. Tarde o temprano le tocaría afrontar una situación similar. Lo tenía asumido. Germanines como persona en absoluto desconfiada, no cambiaba su itinerario, de modo que sólo era cuestión de tiempo que alguien se llegara hasta allí. Con atuendo despreocupado, mochila a la espalda, lucían sin escrúpulos ese bronceado especial que da el contacto veraniego con la naturaleza. El que parecía mayor de los dos, dijo: –Disculpe que nos presentemos, señor. Somos profesores de historia y estamos muy interesados en hablar con usted de algunos sucesos que acontecieron en tiempos de los Reyes Católicos. ¿Nos permite pasar? –¿De los Reyes Católicos? –se extrañó Remojos. –Bueno, más bien del marido de la hija, el que jugaba tan mal a la pelota. Dicen que esta casa fue importante en aquellos tiempos. No pudo negarse. Se hizo a un lado y los condujo a la salita invitándoles a sentarse en el sofá tachuelado de funda estridente. –Ustedes dirán. 169


El mayor de los dos, dijo: –¿Es necesario que nos presentemos? –Ya lo han hecho –dijo Remojos. –Nos llaman los canónigos. ¿Le suena? No procesionamos con capirote ni acudimos a misa, pero así nos apodan. ¡Qué le vamos a hacer! Yo soy el canónigo mayor. –Y yo el menor –dijo el del brazo pocho. –Mejor obviar los protocolos ¿no le parece? –dijo el mayor– Como castellano recio seguro que quiere usted que vayamos directamente al grano. Remojos asintió, y el del brazo pegado dijo: –Aumenta la demanda y precisamos mercancía. Hemos iniciado además una segunda campaña de expansión del Muff. La primera fue un éxito, pero nos falló al final el proveedor, un viejo mala leche que desapareció de repente dejándonos a la intemperie. Pero ahora con el buhonero pensábamos lanzar el ataque definitivo a la línea de flotación de nuestros competidores, esos asquerosos materialistas que pretenden de nuevo comerse toda la tarta. ¡Las cosas tienen que cambiar! ¡Los cambios siempre son buenos para la sociedad! Pero ya lo ve usted. ¡Una desgracia! ¡La desgracia nos persigue! Primero el viejo, luego el buhonero, parece que una mano oculta intenta frenar el avance de la plebe. Pero el progreso es el progreso, amigo, y el progreso es imparable. Contamos con usted. –¿Conmigo? –preguntó ingenuamente Remojos. –Se ve claramente que usted es un progresista creyente –dijo el del brazo. –¿Quién? ¿Yo? –Usted era el mejor amigo de ese Germanines. ¿Me equivoco? Tenemos nuestras referencias –hizo una pausa el canónigo mayor, se miró las uñas, y prosiguió–: La verdad es que apenas nos ha costado esfuerzo localizarle. Desde el 170


primer momento pensamos que el buhonero carecía de luces suficientes para trabajar por su cuenta, así que sólo se trataba de contactar con sus clientas, y las respuestas a nuestras preguntas nos han llevado hasta usted. Concretando, ¿qué cantidad está en condiciones de suministrarnos? Remojos se hizo enseguida composición de lugar. Había mucho dinero en juego. Aquellos tipos bajo su aspecto juvenil no le inspiraban confianza. Tendría que improvisar. Coño. Germanines estaba muerto. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. Mentiría. Y mentiría con la misma convicción que ante la oficinista del banco. –La producción ha bajado –le salió sin querer, tentando la suerte. –Ponga precio. –Tengo restos. Poca cosa. –Ponga precio –repitió secamente el canónigo mayor. –Prefiero escuchar su oferta. –De acuerdo. Se le nota experimentado en negocios. –Se hace lo que se puede. En los pueblos se compra unas veces y se vende otras. Te engañan al comprar y engañas al vender. –Negociemos entonces desde la franqueza. –Muéstrenos la mercancía –dijo el del brazo pegado. Abrió Remojos la portezuela de la cocina, y les mostró la bolsa azul de basura. El mayor calculó el peso a ojo, abrió la bolsa, palpó su contenido, olió y dijo: –Nos lo llevamos. El del brazo pegado, dijo: –¿Esto es todo? –Tendré más dentro de unos días. –¿Cuántos días? –En este mismo mes. 171


–De acuerdo –dijo el mayor. El del brazo enfermo le miró con cierto aire prepotente. –Permítame una advertencia. Si se ha comprometido también con la competencia, malo; si pretende engañarnos, malo también. No veo ninguna ventaja en que usted nos engañe. Lo que a nosotros no nos beneficie tampoco tiene por qué beneficiarle a usted. ¿Le parece lógico? Igual debemos concretar mejor el asunto. –¿Qué quiere decir? –Digamos que nosotros somos sus únicos compradores. –Le compramos toda la producción –aclaró el mayor. –¿Y si tuviera más compromisos? –Pues los incumple. –Eso es imposible. –Nos lo está usted poniendo difícil –dijo secamente el mayor, dejando aparcada la pasividad de su rostro–. Nosotros somos el futuro, y siempre es mejor apostar por el futuro. El mundo funciona con el motor del futuro. Es la gasolina de 98 octanos. Juventud, futuro, ideas nuevas, visiones distintas del mundo. Nuevas emociones. Amigo, los jóvenes abrimos los brazos para recibir al futuro como los bañistas reciben las olas del mar. El progreso lo traen siempre los jóvenes, ¿no le parece a usted? Si no hay futuro el mundo termina por detenerse. Y en un mundo cansado, los viejos lamentablemente son los primeros en sucumbir. ¿Soy o no soy claro? ¿Lo entiende usted? –No –confesó Remojos. –Le estoy proponiendo un acuerdo, coño. –¿Con dinero por adelantado? –Efectivamente. Se deshicieron de las mochilas y ante los ojos de Remojos aparecieron fajos de billetes. Uno, dos, tres, cuatro… Todos iguales, todos alineados, todos sujetos con una elástica. Di172


nero usado. El mayor de los canónigos fue sacando los paquetitos despacio, lentamente, como dando solemnidad al momento, colocándolos sobre la mesa de madera de la cocina. Se detuvo un momento con un último paquetito en la mano y mostrándolo en el aire, dijo: –Bueno, este también. Y añadió después de esbozar una sonrisa condescendiente: –Esto por lo de hoy. Nosotros somos legales. Le dejamos más de lo que nos llevamos como signo de confianza. Le entregó una nota. –Búsquenos en este teléfono. Veinticuatro horas al día, como la funeraria. –¿Y si no lo hago? –Le pondremos suspenso en junio –dijo el del brazo pegado, mostrando una sonrisa cínica–. A mí jamás me han suspendido ni en junio ni en septiembre. Debe ser excitante. –Posiblemente. –Un cuatro con noventa y nueve periodo de nueve. Adiós al viaje de estudios –dijo sonriendo el mayor. Entonces, el más joven de los canónigos, dijo: –El buhonero era un buen tipo. Siento que le pasara lo que le pasó. –¿Y qué le pasó? –inquirió Remojos. –Lo sabe usted igual que nosotros. Un accidente. –Sé que resbaló y se precipitó al vacío. –Efectivamente. ¿Quién coño vertería tantos litros de aceite en aquella curva? –dijo entonces el del brazo pegado deletreando despacio las sílabas con aire cínico, y Remojos sintió primero una congoja y después un ansia de venganza infinita. Se levantaron. El canónigo mayor le señaló de nuevo el papel. –Si quiere contactar con nosotros hágalo. Estamos dis173


puestos a comprarle toda la producción pero también la fórmula. –¿Qué fórmula? –¿Se hace usted el bobo? El producto del buhonero es de la máxima calidad. Y eso obedece al abono que lo alimenta. A Remojos le entró el punto de inspiración. Guardó unos segundos de silencio para darse importancia, y dijo: –Lo siento. La fórmula no está en venta. –Todo en la vida está en venta. –Menos mi fórmula. –¿Y su vida? ¿Seguro que su vida no está en venta? El del brazo pegado comenzó a mirar descaradamente las vigas que sujetaban al techo y el resto del maderaje. Y comentó: –¡Qué peligro encierran estos palacetes antiguos construidos de madera! Daban las siete. Daban las siete de la mañana en el campanario de la iglesia de un día que vendría imposible de moscas cuando en las proximidades de su casa se detuvo un vehículo todo terreno, de color de camuflaje, preparado para el transporte militar de perros. Un tipo pequeño, peludo, con brazos largos de simio y la sahariana abierta, soltó un gruñido como saludo, y preguntó a Remojos, que acababa de asomarse al reclamo de los ladridos salvajes de los animales: –¿Dónde están los otros? –¿Quiénes son los otros? El tipo volvió a gruñir. No estaba preparado para la civilización. Seguro que sabía mejor reptar bajo espinos que caminar con las piernas arqueadas. Dijo: –Los de mi compañía, coño. Me han mandado que me 174


presente con los perros. Ya es ganas de joder. Igual no me han esperado y han comenzado la batida. –¿Qué batida? –Coño. La del jabalí. Parece que les están causando a ustedes un mal avío en los maizales. El jabalí destroza más que lo que come, y tiene querencia por los maíces. Y ustedes tienen en el campo más que corzos, lo mismo cien o mil. Estaba visiblemente cabreado. No podía aguantarse el mal humor, como si sufriera de incontinencia y no se atreviera a hacerlo libremente en la calle. De contar con el poder suficiente otorgado por la superioridad no le importaría en absoluto lanzar ahora mismo calle abajo a toda la jauría. Los perros medio asilvestrados, con la bandera nacional alrededor del cuello y un número de identificación pintado en el lomo, no paraban de ladrar, moviéndose nerviosos en sus diminutas jaulas. –Necesitan salir. Eso es que huelen algo estos cabrones. ¿No tendrá usted una perra en celo por ahí? –Sí –mintió Remojos. –¿Ve? Lo que yo le diga. Estos perros son unos golfos. Y hacen bien, porque se juegan la vida. Seguro que alguno de los ocho termina la mañana zurcido como una cremallera. –¿Para tanto, eh? –Tengo dos que olisquean, otros dos que fustigan y cuatro que se comen al animal vivo, y si les dejo hasta el rabo. Son los que me regresan bañados en sangre con la satisfacción del deber cumplido. –¿Quién los cura entonces? El militar pareció ofenderse. –Yo mismo. ¿Quién cojones va a hacerlo? ¿El ministro de defensa? ¿Algún otro inútil del gobierno? ¿Los ecologis175


tas? Natural que lo haga yo, ¿no le parece? Alguno de mis perros tiene más sietes que la tabla de multiplicar. Bebió un trago de la petaca, y dijo: –¡Eso es desinterés y amor por la patria! Según el todoterreno iba alejándose, Remojos comenzó a temer que el cerco a su alrededor se fuera estrechando. Demasiados avisos para obviarlos. Le pisaban los talones. La imagen de Germanines estampado contra el árbol consume sus pensamientos. No hay forma de sacarla de la cabeza. Está metido en un buen lío. Si la muerte no es accidental, ¿quién es el culpable? ¿Quién? Quiere consolarse pensando que si en los tiempos difíciles del racionamiento, su familia había logrado sobrevivir sorteando delaciones sin que las autoridades descubrieran ni siquiera entonces por aproximación el bancal, ahora si vienen a por él podría suceder algo parecido. Aguantaría sin moverse demasiado. Necesita el dinero, jodé, y allí lo tiene a manos llenas. En esta sociedad corrompida lo que no coge uno se lo lleva otro. ¿No admiten los secretarios, para cuando dejen de serlo, favores por las concesiones otorgadas? ¿No lo publicita la televisión? ¿No se recalifican los terrenos a gusto de los alcaldes? ¿Y los consejeros de los bancos? ¿Quién no roba en este país? ¡Si hasta los delincuentes con más de cien denuncian entran felices en el juzgado por la misma puerta por donde salen a los cinco minutos riéndose a carcajadas! ¿Qué tiene, sin embargo, él a sus años? Historia de la que no se come, abolengo del que no se disfruta; desmenuzando tabones más duros que rocas, masticando pan canido, haciendo de furtivo entre árboles de otros, ¡y con una educación exquisita! ¡El honor descolorido de la pobreza! Debe arriesgarse y tramar su propio juego. Un salto hacia adelante. Los camaleones se asientan en la rama antes de escupir su lengua viscosa. ¿Por qué hay que dejar pudrirse la tajada servida 176


en el plato? Sería inteligente, más que Germanines. Y cauto, más que Germanines. Y astuto más, mucho más, que el bueno de Germanines. Primero se desprendería de la mercancía previo cobro al contado (sabe que vendrán a buscarla; quedan dos bolsas de basura en su poder). Luego, luego, adiós, se retiraría. Se iría o se quedaría. Lo que le diera la mismísima gana. Iba a hacerse con dinero. Mejor: ya tiene dinero. Pues con más dinero. Vengará la muerte de Germanines como el hidalgo español que es, aunque tenga empeñada la espada. Los motoristas de la Rural. Días después, los motoristas de la Rural enfilaron la calleja haciendo todo el ruido del mundo. Tiesos, con la espalda recta, los cascos relucientes, con el orgullo que invade a los engreídos por la seguridad de un salario fijo. Remojos tuvo un golpe de sangre, subió rápidamente al piso de arriba, se arrinconó en una esquina, y a través de la fisura de la celosía con la respiración contenida comprobó cómo la pareja se detenía ante la Casa Grande, cómo miraban los colorines uniformes de la fachada, y cómo uno intentaba fisgar a través de los visillos de las ventanas de la parte baja, para alejarse poco después con sus ruidos y sus chulerías calle abajo. ¡Hasta la policía rondaba ya su puerta! La cosa aquella, de no abordarla con la mente fría, podía terminar convirtiéndose en una auténtica pesadilla. Estaba asumiendo un riesgo estúpido. Pero aquello era dinero, mucho dinero, más que el que había tenido nunca, tanto como para cancelar sus deudas y sentirse libre para emprender otra vida diferente. Dinero, dinero. La cosa esa es dinero. Brasil… Los canónigos ya le habían contactado. Todo es cuestión 177


de tiempo. Dos bolsas más señalan que hay otros dos compradores. Así de sencillo. No hay casualidades. Los rurales volverían; el ejército, la avioneta, el tipo del perro. Demasiadas señales para despreciarlas. Pero lo cierto es que la vida en el pueblo transcurre tan vulgar como siempre. No pasa nada. La alcaldesa se ha comprado unos zapatos enormes de aguja, el santero (con su pinta de trasegar orujo a las seis de la mañana) se pasea indolente haciendo sonar las llaves de la sacristía, al secretario parece que se le han encogido los pantalones, y los balcones, para primeras horas de la mañana, con sus remiendos y amarillos, lucen con descaro las sábanas al oreo. La del banco. La del banco llevaba ese día el botón del cuello de la camisa desabrochado y el siguiente también, y parecía incluso atractiva. Mostraba una puntilla de la camiseta y se le adivinaban los aros del sujetador. Se había dado una gota azul en los párpados. Le sonrió (seguramente al confundirlo con otro) al verle cruzar la puerta. Dijo: –Es usted hombre de palabra. –Y caballero –añadió Remojos, porque algo tenía que decir. –Pues, también –dijo ella, antes de echarse sobre los billetes para contarlos con la avidez del avaro. A Remojos le hubiera gustado invitarla a almorzar o a cenar, a lo que fuera para demostrarle que era un tipo legal, que si no le llega desde hace unos años para comprarse ropa interior tampoco puede hacer frente a la deuda. Pero que a la primera oportunidad ahí estaba, con los billetes sobados para cubrir los plazos atrasados, el presente y el adelanto del próximo. 178


La oficinista le entregó el papel del ingreso sin mirarle siquiera a los ojos, y dijo: –Siguiente, por favor. Salió de la oficina desvanecido el castillo mental, impropio por otra parte, de alguien de su edad. A sus años, los cincuenta se le habían colado de rondón sin casi enterarse. Seguramente la oficinista perdería el culo si él se presentase algún día con la totalidad pendiente del préstamo gracias a parte del dinero que esperaba conseguir vendiendo el resto de esa cosa. La lotería, un pellizco gordo, guárdame el anonimato. Entonces la tía dejaría de ser un imposible, saldría corriendo de su pecera a echarse en sus brazos, le llenaría la cara de besos, envolviendo los labios húmedos en un corazón de seda, y le diría: “Tómame, cariño, mientras cuento billetes.” Harían el amor en la oficina bancaria, sobre la mesa de su despacho de directora.

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14. Un vuelco al corazón. De nuevo le dio un vuelco el corazón. ¡Allí estaba olfateando otra vez la fachada de su casa el maldito perro labrador! Pensó fugazmente de que de ir a mayores tendría que matarlo. No querría hacerlo, pero tampoco le causaría remordimientos. Dejaría la puerta entreabierta y… La muerte de animales en los pueblos es algo natural. Se empieza por moscas y se sigue con arañas, ratones, cucarachas, escarabajo de la patata. Abriría la puerta y en cuanto comenzase a descender a la bodega le atizaría con la pala de recoger la cernada para rebanarle luego el cuello con el cuchillo largo de carnicero que guardaba en el vasar del primer escalón. Ya había sacrificado pollos, conejos, gallinas. Respiró. No sería preciso esta vez. El hombre llamó al perro, y volvieron a alejarse los dos lentamente calle abajo, como dos compadres de farra. Sorpresa. Veinticuatro horas más tarde, Remojos se sorprendió al desatrancar la puerta y encontrarse de nuevo con el hombre y el maldito perro. Esta vez el hombre llevaba colgada de su hombro izquierdo una bandolera. Vestía de calidad, aunque un poco amanerado. “Pinta de chulo”, pensó. El hombre se quitó las gafas de sol mostrando sus ojos verdes, y le dijo con una sonrisa iluminándole el rostro: –Creo que usted tiene algo para mí. Vestía dandi. No parecía demasiado corpulento aunque sí educado. Sujetaba al perro con la correa tensa para evitar que penetrase en la casa. –¿Quién es usted? –preguntó Remojos a la defensiva. 180


–Le traigo saludos de una amiga. –¿Una amiga? –Sí, señor. Una señora muy amable que guardaba un afecto particular a su colega, el de la furgoneta que patinó en el Páramo. La pobre está todavía impresionada. Intentaba hacerle feliz en sus momentos de desasosiego. Carla es su nombre. Igual usted ya lo ha oído con anterioridad. Tuvo que dejarle pasar. El hombre desató al animal y el perro buscó con ahínco algún acceso escondido. Se comportaba como si estuviera loco. Hurgaba, saltaba. Merodeaba de un lado a otro hasta que al fin se detuvo ante la puerta de la cocina. Se sentó entonces con la lengua fuera, jadeando, y se quedó firme esperando nuevas órdenes, con el destello orgulloso en sus ojos sagaces del que sabe que ha concluido bien el trabajo. –Está enseñado –dijo el hombre–. ¿La guarda usted ahí? Remojos abrió la puerta y mostró la bolsa de basura azul. El chulo de los ojos verdes, preguntó: –¿Es de la misma calidad que las anteriores? –Mejor. –¿Podremos contar con más entregas? –Los amores pagados nunca se acaban. –Entiendo –Remojos creyó descubrir la pistola al buscar el hombre el fajo de billetes dentro de la bandolera. Allí estaban los sueños. –Cuéntelo. –No hace falta –dijo Remojos, recogiendo los billetes. –No debería ser usted tan confiado. La gente no es buena. Hay muchos desfavorecidos con ganas de trincar lo que no es suyo. Yo como usted me cuidaría las espaldas. Lamentaría particularmente que a usted le pasara algo. –Sé cuidarme solo. –Eso espero. Ya iba a despedirse, cuando el hombre se agachó para 181


acariciar al perro. Dijo: –La jefa está sorprendida de la calidad de su producto. ¿Cómo lo consigue? Le agradará conocerle. –Igual yo no estoy interesado. –No sea usted necio. Quiere felicitarle personalmente. Le aseguro que es una deferencia especial. Su amigo o socio o lo que fuera ya disfrutó de sus bondades. Seguro que en su caso además quiere premiarle por la fórmula del abono empleado para conseguir un producto de tanta riqueza. Remojos se dejó querer. Un mundo de sensaciones nuevas se abría ante sus ojos. Más dinero. Dijo lentamente, como los villanos de las películas malas: –La fórmula es mía. Y no tiene precio. –Como la de la Coca–Cola. –Precisamente, como la de la Coca–Cola –repitió Remojos. –La de la Coca–Cola está a buen resguardo y solamente la conocen dos personas. –En mi caso sólo yo. –Eso es muy peligroso, amigo. Puede ser lo mismo su billete para la vida como para la eternidad. –Asumo ese riesgo –dijo Remojos. El hombre entonces sonrió tristemente. Y acostumbrado quizás a situaciones como esta, se limitó a decir: –Comprendo. Pero mi jefa cree que todo en esta vida puede comprarse con dinero y buena voluntad. Le mostró claramente la pistola, y añadió: –Mi jefa es posible que no entienda que haya algo en el mundo que no se quiera vender, por eso le ruego que reflexione. Ponga el precio que considere usted conveniente. Y negocie sobre esa base. Le compramos la fórmula. Podrá usted vivir el futuro con el lujo de un chino mandarín. Es mejor que continúe la historia a que tenga tan pronto un 182


punto final. A Cenicienta se le fue la magia a las doce de la noche. No sé si me expreso con propiedad. Le entregó un papelito con un teléfono, y le dijo: –Tómese unos días para pensarlo, amigo. La soledad es lo bueno que tiene. Uno se escucha a sí mismo y si habla en voz alta a nadie molesta ni nadie le contesta. Acuda con el resto de la mercancía. Le estaremos esperando con los brazos abiertos. Y no se olvide de llevar su fórmula magistral. Ingenuamente, Remojos cruzó la mirada de una forma insolente con el hombre. –¿Y si no acudo? –le preguntó, tensando la situación. El chulo de los ojos verdes se encogió de hombros. Dijo: –Haga lo que quiera, amigo. Es su problema. Pero recuerde que no hay madriguera en el mundo donde un conejo pueda sentirse seguro si ronda cerca el hurón. Y yo, señor, lamentablemente para usted, soy un hurón. Pegado a la pared. Miró a través de una de las ventanas: allí estaba la mujer. Los treinta, enlutada, con la cara pálida oculta en parte por unas gafas tintadas; a su lado, una bolsa grande de viaje. Un sudor frío le recorrió el cuerpo. ¿Qué hacer? Necesitaba pensar. La mujer parecía intranquila. Contuvo la respiración. Esperó a que volviera a golpear la puerta. La mujer, dijo entonces: –Sé que usted se encuentra en casa. Le he visto llegar. Insistió: –No vengo sola. Mi compañero espera en la esquina, y le aseguro que le molesta perder el tiempo. ¡Abra! –conminó con firmeza. Con sigilo, Remojos se acercó a la ventana del saloncito. Movió apenas la cortinilla: un hombre custodiaba la es183


quina. El pantalón demasiado corto dejaba asomar sus calcetines blancos y sus botines de charol. Fumaba nervioso, moviéndose con la cadencia de un bailarín profesional. No le quedaba otro remedio que enfrentarse a la realidad. –¿Quién es usted? –preguntó desde el interior, simulando una voz apenada, entrecortada, de anciano descreído que no piensa atender a vendedores de estampitas. –La cobradora del seguro. Le ha vencido hace un mes el recibo, señor. Vengo a discutir las condiciones de la póliza. Abra, por favor. No tenía contratado ningún seguro ni era la hora más propicia para venir a cobrarlo. La mujer podría aporrear la puerta o montar un escándalo y él no estaba precisamente por llamar la atención. Evaluó las posibilidades. Lo del seguro era una excusa estúpida, casi una contraseña. Le quedaba una tercera bolsa de basura. La colocó también en la cocina antes de descorrer la cancela. La mujer miró a un lado y al otro por si hubiera alguien observándola y al comprobar que estaba expedito, sin necesidad de que la invitara se introdujo resuelta dentro. Revisó impaciente la cocina, el dormitorio, el aseo y el cuarto escobero, abrió el armario, levantó la tapa de la cisterna para comprobar si hubiera algo escondido en su interior. Luego, le saludó como si se conocieran de toda la vida: –Hola, Remojos. ¿Te llaman así, verdad? Y se sentó tranquilamente en la primera silla que encontró a mano. Remojos se puso a la defensiva. Últimamente tenía demasiadas visitas. Desde la muerte de Germanines su casa se había convertido en un consultorio. La mujer cruzó las piernas: las tenía bonitas y ella lo sabía. A Remojos le parecieron demasiado largas, demasiado torneadas, demasiado 184


perfectas, demasiado esculturales, piernas de artista. A Germanines, que le gustaban todas, especialmente las que se enseñan sin descaro, le hubieran puesto nervioso. Una modelo profesional o algo similar pero de muy alto standing. La mujer aguardó a que Remojos la examinara: estaba acostumbrada. Cruzó de nuevo las piernas, y dijo: –Supongo que tienes algo para mí porque yo sí tengo algo para ti. Y abriendo su bolsa de viaje mostró los fajos de billetes. –Esto para empezar –dijo. –¿A cambio de qué? –acertó a decir Remojos impresionado por la cantidad de billetes. –Me ha sido fácil dar contigo, Remojos. Mi jefe y yo pensamos que un tipo con tus conocimientos encaja perfectamente en nuestra organización. Bien. Nos dicen que has flirteado con Carla, naturalmente eso nos disgusta. No tiene clase. Le falta educación. ¿Qué puedes decirme de sus modales? Nunca podrá darte ella lo que puedo darte yo, por ejemplo. Pero esa Carla tiene una cuota que respetamos y nosotros otra que ella respeta, y la cuenta de resultados de una afecta, pero sin demasiados dramatismos, a la otra. Un poco mejor nosotros hoy, un poco mejor ella mañana. Si te pones tú, me quito yo, y si te quitas tú me pongo yo. Somos un país civilizado de gente muy antigua que evita problemas. Nos soportamos. Tenemos incluso nichos de mercado distintos. Pero, querido, igual que los glóbulos blancos forman barrera para frenar una infección, también nosotros nos defendernos unidos cuando detectamos una invasión de cuerpos extraños. ¿Me sigues? No sé si me entiendes. Querido –elevó la voz la mujer–, nos dicen que te has dejado querer por esos canónigos descarados que todo lo manipulan. Seamos positivos. Nos fastidian los flautistas advenedizos. ¿Ok? Yo le he dicho al jefe: tranquilo, Congresista, la gente es razonable, quiere comer todos los días, 185


cenar por las noches, acostarse con sus parejas, darles carrera a los hijos, acariciar al gato, limpiar la pecera, guardarse unos ahorrillos para las vacaciones. Coño, la gente es muy normal. ¿Y sabes qué me ha dicho él? Me ha dicho ¿es normal no defenderse de los que quieren desordenar el orden? Y al decirle yo que sí me ha dicho: Adela, averigua si ese capullo se cree acaso más listo que los demás. Te ha llamado capullo, lo confieso. ¿Te crees más listo que los demás, Remojos? Y entonces, le he dicho al jefe: jefe, sabes que tengo poderes de seducción como las brujas. ¡Úsalos!, me ha conminado él. Y ahora Remojos, ¿quieres saber en realidad cuáles son mis poderes de seducción? Y después de cruzar de nuevo las piernas, introdujo la mano en la bolsa y mostró la pistola. –Estos son mis poderes. El luto aparentemente no le hacía justicia. Al soltarse el pelo y quitarse las gafas mostró sus ojos de un azul intenso. Luego sonrió provocativamente. Irguió el pecho, alargó el cuello. –¿Te gusto? Remojos tartamudeó: –Sí, sí, por supuesto. –Me llamo Adela y lo primero que voy a hacer es darte mi número de contacto. Me agradan más las suites de lujo y los hoteles que esta casa tuya destartalada y excesivamente grande. Aquí no me encuentro a gusto. En invierno tiene que hacer un frío terrible. Pertenezco a otra escala. ¿Vives solo, Remojos? La amistad y los negocios son compatibles, ¿comprendes? Igual tienes que adecentar un poquito más esta casa. Puedes llamarme cuando quieras, de día y de noche. Empecemos entonces por el principio. ¿Tienes algo para que no me vaya con las manos vacías? Remojos guardó silencio. Estaba metido en un buen lío. ¿Cómo una persona tan insignificante como Germanines 186


había conseguido alterar a tanta gente? La cosa esa regalaba dinero a cambio de riesgo, mucho riesgo. El mundo amanece cada día distinto y puedes encontrarte de repente extraviado en él. Se sentía como el viejo que necesita apoyarse en un escaparate para no caerse. Lo jodido es que entregada la tercera bolsa no le quedaba más. Desconocía la ubicación del picón y de no dar pronto con él sobrevendrían los problemas. Germanines, claro, le había hablado del picón como del Potosí de los conquistadores, la plata de las Indias. Al principio pensó que el pobre buhonero había cogido demasiado cariño a la mistela, que es el recurso de los perdedores para ensoñar ese futuro imposible que permita superar el presente, pero ahora comenzaba a convencerse que Potosí existe, que Germanines no era un visionario, sino un tipo cuerdo aunque insensato. Lo había utilizado como refugio, pero también llevado acaso por la amistad le había entregado las llaves del oro de Perú. Lo malo es que tampoco se encuentra en condiciones de salir al campo a patearse las miles de hectáreas que el buhonero recorría con su vieja furgoneta. La mujer comenzaba a mostrar síntomas de impaciencia. Dijo: –Vamos a establecer un acuerdo, si te apetece. Tú me das una cosa a mí y yo te doy otra cosa a ti –y señaló los billetes–. Me entregas la remesa que nos apalabró tu socio, te quedas con el dinero y hablamos especialmente del abono que usas para enriquecerla. –¿Y del aceite? –se atrevió Remojos a decir. La mujer le miró con insolencia. –¿A qué te refieres, cariño? –dijo. –A mi amigo –dijo Remojos irritado–. Me gustaría saber quién le tendió la trampa. –¿Todavía no lo sabes, cielito? En una partida de cartas 187


marcadas los tahúres listos se guardan las mejores; piensa en eso, cariño, piensa en eso. Remojos comprende. Al despedirse la mujer, comprendió que acababa de secársele la fuente futura de ingresos. Sin mercancía y desconociendo la ubicación del picón para reponerla quedaba a merced de la suerte. Y para colmo había sido tan estúpido de jugar de farol la baza de una supuesta fórmula, por la que todos estaban dispuestos a pujar fuerte. Cierto que con el resto de los billetes de la saca de harina y lo recaudado por las tres bolsas de basura se aseguraba librarse de deudas y de no mediar desgracias un ameno y largo pasar. Pero ¿cómo sobrevivir con las insinuantes amenazas de los tres frentes abiertos, a cual más violento? Había dinero, mucho dinero esperando por ahí oculto como una mina de oro sin descubrir. Le atacaron las tiritonas que sobrevienen en la infancia en las situaciones difíciles de afrontar. Comenzó a sentir que le faltaba aire, como a los peces que coletean sueltos en el cesto. Él era ahora un pez grande desorientado en un mar oscuro y profundo. Y Germanines convertido en polvo por culpa del patinazo sobre una balsa de aceite. Calor. Las hormigas se paseaban tranquilamente por cualquier parte de la casa salvo el dormitorio: allí no había nada que comer. Tapaba el zócalo con yeso, y los himenópteros buscaban rápidamente la salida para emerger sin problemas de su escondrijo subterráneo. Las encontraba lo mismo dentro del cajón del armario que bajo la fregadera o encima de la mesa de la cocina, incluso en la bolsa del pan y en el paquete de fideos. En cualquier sitio y siempre en permanente mo188


vimiento. Puso cuatro granos de azúcar en el poyo y de repente de las rendijas más inesperadas comenzaron a aparecer cientos de hormiguitas del tamaño de una punta de alfiler lanzándose como locas contra el montoncito dulce. Van, vienen, dan vueltas, se tropiezan. Tremendo. Un batallón de energía en movimiento. La contemplación del espectáculo le llevó un buen rato. ¿Por qué no se quedan quietas de una puñetera vez? ¿Por qué van orilladas bajo el marco de la ventana de un extremo al otro, retornan y vuelven? ¿Qué las impide pararse a descansar? No hay nada que las detenga, salvo el trapo húmedo cuando las aplasta o el zapato cuando las pisa. Situó obstáculos en su camino: el encendedor, una cuchara, un plato sopero, da lo mismo, sortean las dificultades con una indiferencia asombrosa. Una comenzó a subir por el mondadientes y al llegar a lo alto Remojos dio vuelta al palillo y la hormiga ajena a esa circunstancia continuó subiendo como si su reto fuera alcanzar el techo superando palillos. La naturaleza es tan sabia que obliga a rendirse a la evidencia. Había una lección en el comportamiento de las hormigas: el movimiento. Lo importante es el movimiento. La razón de su existencia es el movimiento. Tendría que moverse él también, adelantarse a los acontecimientos. Localizado, de quedarse encerrado dentro de la Casa Grande tendría los días contados. ¿Qué hacer? Evaluó posibilidades: a) Largarse del pueblo. Vendida la idea de una producción enorme enriquecida con un abono especial, en esas circunstancias jamás abandonarían su búsqueda. ¿Y cuando lo encontraran, qué? Aquella gente sin escrúpulos está dispuesta a todo. Tenía muy presente el final trágico del buhonero. b) Emprender la búsqueda del maldito picón. 189


Miles de hectáreas en llano, en laderas, en barrancos, desperdigadas por esos campos componen las retorcidas rutas del Páramo. Germanines le había hablado del picón, un ganchudo pico de águila, difícil de localizar. Llevaría años encontrarlo por casualidad. Imposible. Carece de tiempo para ello. c) La venganza. La convicción de accidente provocado le consume en los momentos de insomnio. ¿Por qué no aprovechar la situación para emprender una venganza fría y romántica? Germanines era su amigo, le había entregado un mejor futuro y él, hidalgo español orgulloso de su linaje, ¿iba a desparecer de la escena sin vengarlo? Coño. ¿De pequeño no se había hartado de leer comics de caballeros justicieros españoles, que daban espadazos al moro siniestro, ensartaban al chino diestro, combatían sin desmayo al infiel y perseguían hasta los confines de la tierra a los temibles piratas malayos? Caballeros con una cruz incrustada en la cota de mallas y un antifaz que salvaguarda la identidad de rostros curtidos e invencibles. La venganza hay que cocinarla. ¿Cómo? d) Necesita protección. e) Necesita un plan. Si el plan es sencillo las posibilidades de que fracase aumentan. Lo mejor es que además de complejo el que lo urda parezca ingenuo, un tipo blando al que el miedo se le escape por las axilas. Se puso a maquinarlo. Cuenta corriente. Subió a la ciudad en el autobús de las ocho y cuarto cargando sobre sus hombros la saca de harina, como si fuera 190


un marinero camino de embarcarse en aquella tierra sin mar. Lo primero que hizo fue alquilar una taquilla en consigna antes de comprarse una cartera fuelle de ejecutivo, de cuero, elegante. Se vistió para no parecer sospechoso con ropa nueva adquirida en una tienda de calidad, que mejorara la suya habitual tan desgastada, y abrió cuenta en tres entidades bancarias ubicadas en la avenida principal ingresando en metálico un buen pellizco en cada una de ellas, en una bastante menos que en las otras dos. En las tres, el mismo director de la sucursal sustituyó al cajero. Luego, visitó una agencia de viajes. Preguntó por los organizados. Se mostró muy interesado en Egipto, en el Taj Mahal, en los santos lugares y descartó los de los fiordos porque nunca había visto el mar de cerca y le parecía peligroso. Sin embargo, luego se inclinó por solicitar información del Caribe, del Méjico de las playas limpias, del Brasil de los cuerpos esbeltos. La muchacha de la agencia hablaba de todos los lugares como si ya los hubiera visitado. En un mundo tan hermoso el pueblo no deja de ser más que una charquita criadora de cabezones, a lo más un pozo de los que se construyen en los corrales cuando no hay agua corriente en casa. Daiquiris, sombrillitas, música, mucha música, toneladas de decibelios. Piscina. Los cuerpos desnudos son todos iguales por el bronceado, menos el suyo que tardaría en igualar el color de la felicidad un poco más. ¿Y la Casa Grande? Sin problemas. Regresaría cuando las cosas volvieran a la rutina habitual. La arreglaría, la adecentaría, la haría grande, tan grande como el orgullo de sus históricos apellidos. La trasera de la catedral. En la trasera de la catedral desgastan su tiempo como siempre los pocos mutilados que aún quedan sin seguridad 191


social y los menesterosos con sus barbas descuidadas y sus olores de establo. Compró un tetrabrik de vino peleón, negro como la pecina del río, y se sentó en el único banco libre, desentonando con el paisaje. Bebió, y luego simuló echarse a dormir. Diez minutos más tarde sintió cómo le zarandeaban los pies. El vagabundo estaba furioso. Tenía los dedos negros y la chaqueta corrompida y vieja. –Este es mi banco –le dijo. –Déjame en paz –contestó Remojos sin mirarle siquiera. –Aquí vivo yo, aquí como yo y aquí duermo yo –dijo el desgraciado. –Lárgate. –¿Qué has dicho? –He dicho que te largues. Bebe un trago de vino y te largas. El vagabundo bebió del cartón hasta agotarlo. Se pasó la bocamanga por los labios, y eructó como un auténtico cerdo. –Está muy bueno –dijo–. La pena que no te he dejado nada para ti. –No importa –dijo Remojos. Se levantó para estirarse y el pordiosero calibró su enorme humanidad. Abrió el fuelle y mostrando sin descuido una colección de billetes le entregó uno azul, de los de veinte, y añadió– Trae un par de cartones buenos para que bebamos juntos, y si quieres eructar también una gaseosa y te quedas de propina con el resto. El vagabundo estaba más asustado que contento. –¿Todo eso es dinero? –dijo, señalando el fuelle. Remojos asintió. –¿Dinero sin trampa? –De curso legal. –¿Y no temes que te lo roben? –¿Quién me lo va a robar? 192


–Aquí la gente es mala. –Y yo, peor. –¿No serás de la bofia? –¿Y tú? –¿Estás loco? ¿Quieres que te enseñe el agujero del pulmón? Remojos entonces le dijo: –Necesito alguien que me guarde las espaldas. –Lo supongo –dijo el vagabundo–. Algo así tienes que buscar para arriesgarte a venir aquí con tanto dinero. –Alguien que en un momento dado pueda matar a un hombre. –Bueno –dijo tranquilamente el menesteroso– por ese dinero cualquiera de los de aquí te matamos dos. Acordaron el trato.

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15. Simulando un arrepentimiento imposible, y vistiendo de nuevo la ropa vieja, Remojos (Juan de nombre, Juan de primer apellido, Juan de segundo, Juan triplicado) se presentó ante el sargento en el cuartelillo del pueblo, que al escucharle y tras mirarle de arriba abajo, le dijo: –Eres un cagado. Remojos, dijo con los ojos escocidos: –La vida está demasiado jodida para preguntarme qué soy. El sargento, insistió: –Ya te lo digo yo: un irresponsable. Un lamerón, un cagado. ¿Debes tanto para pringarte en eso? –Mucho. Tanto y más. El sargento llevaba diez años en el puesto y combatía el aburrimiento con sus rondas diarias por los bares del pueblo. Le privaba la partida de cartas, pero el perder no entraba en sus cálculos. –¿Se te hacen cortas las noches? Si la miseria es mala, la avaricia es peor. No se te ve borracho, tampoco pareces jugador, y nunca he necesitado sacarte de una pelea. ¿Qué pasa? ¿Juegas a ser el listo de la clase? –La casa que se me despunta y quiero evitar que se me arruine. –Pues, véndela. –¿Y con ella mis recuerdos? El sargento le invitó a fumar. Conocía a todos los del pueblo y los llamaba por su apodo. Y cuando el viento del sur viajaba envuelto en olores, achacaba la peste al marroquí que daba de comer a las cabras. Le dijo: –Mejor te hubiera venido casarte. Una mujer sana cimenta cualquier casa. Da sustancia a la familia, como el to194


cino a las alubias. Mírame a mí cómo me cunde. Mírate tú, sin embargo, cómo estás, con el cuello de la camisa tan rozado que da tristura. Una buena esposa, Remojos, y las alucinadas ideas de golfo se destierran para siempre. Remojos estaba encogido en el banco con las muñecas esposadas por delante y una mirada de resignación. Igual había ido demasiado lejos. Igual se había equivocado. Pero su propia delación era la parte importante del plan. El recuerdo de la visión de las pistolas de sus extraños visitantes le daba fuerzas para continuar con la representación. Lo iba a pasar mal durante unos pocos días. ¿Quién había acabado con Germanines? Quizá ya no importaba tanto. Su accidente no tenía nada de natural y de no mediar la balsa de aceite en otro momento lo hubiesen carbonizado en su propia casa o en cualquier otro sitio. Era cuestión de tiempo. Al columpiarse ingenuamente sobre el alambre, había firmado su propia sentencia. A Germanines lo habían liquidado los malditos intereses del mercado. Dinero, dinero, el puto dinero. Se le ocurrió pensar que el desconocido picón podría ser obra misma del diablo, que todo lo que uno pretende contra la lógica de la naturaleza conlleva una condena a muerte. Se estaba poniendo trágico, como los malos actores cuando afrontan el final de una obra de teatro. Hacía frío sentado en el banco a la espera del celular que lo condujera a la capital. Si se hubiera callado… pero tenía que vengar la muerte de su amigo y salvar de paso su culo de caballero maestre y los estandartes de su familia. El cuento de la fórmula. Agradeció al Germanines del cielo que se le ocurriese en su día el inocente cuento de la fórmula. Había sido ingenioso. Mientras lo creyesen estaba a salvo. Tenía que urdir bien la trampa. Un cebo tan apetitoso nadie desea desapro195


vecharlo. Arcilla, ratas, cucarachas, papeles, cartones. Tendría que pensarlo con cuidado. Una fórmula es una fórmula. Tanto de hierro, tanto de fósforo, tanto de agua, tanto de potasio, tanto de magnesio, la humedad ambiental... Dosificación, porcentaje. Los nutrientes de la tierra, la orientación sur, el abrigo de los vientos. De momento ya había dado el primer paso con la más simple y estúpida de las acciones que uno puede emprender: delatarse a sí mismo. Al sargento tampoco le había gustado la información de que por allí se diese esa cosa, porque de hacerse pública la noticia el ejemplo podría cundir, convirtiendo al pueblo en centro de peregrinación de buscadores de comportamiento peligroso. Siete años atrás, recordaba, había estallado la guerra de los recolectores de setas y cuatro la de los caracoles, obligándose a intervenir como autoridad. Lo de los caracoles fue peor, porque en abril (para mí) y mayo (para mi amo) se llegaban incluso de la capital para llevárselos en fardeles hasta que a los agricultores les dio por sulfatar las parcelas para exterminar babosas. Sólo faltaba eso. Que se publicitara que este tipo de tierra, pedregosa, gris como la ceniza, y triste, abandonada de Dios y de los ángeles, convenientemente abonada con cariño y con el riego justo daba sorprendentemente una mierda de calidad, para que la comarca se convirtiera en la nueva California del oro. Se imaginaba caravanas de labradores, de emigrantes, de parias del norte invadiendo el pueblo, al reclamo de algo que puede venderse sin cupo a un precio sin merma por su nivel de riqueza, con un cobro garantizado al contado, todo lo contrario a las indemnizaciones del consorcio por la maldita piedra de agosto. El sargento intentó unos consejos interesados: –Di que es sólo cosa tuya, que te arrepientes, que no tienes cómplices, y que no lo vas a volver a hacer. Que pensabas que era té o algo así. Cualquier cosa que se te ocurra. 196


Pero dilo con convicción y que vean que no te pinchas ni tienes el tabique de la nariz tan desviado que les haga escalofríos. –¿Me creerán? –No. Pero dilo. Luego al acompañarle al celular que le conduciría a la capital, le dijo: –Cuídate. –Lo haré. –Lo siento, Remojos. –Yo también. –Es mi obligación. –Lo comprendo. –Me caes bien y lo sabes. –Usted también a mí. –Y grita mucho cuando te partan la cara, que los gritos excitan menos que los silencios. El gordo. En un destello vio Remojos al gordo que gesticulaba histrión y se preguntó qué hacía en comisaría un tipo tan voluminoso que impedía que nadie se cruzase con él en el pasillo. Bocas necesitaba para sobrevivir apoderarse de todo el aire del mundo. Cada vez que hablaba, dejaba abierta todavía unos segundos más la boca para tragarse el resto de oxígeno que quedase dentro del pequeño habitáculo. Hablaba despacio, marcando las sílabas, como si las letras por saberse presas necesitaran licencia para formar palabras. A Remojos ya le habían cruzado la cara, aunque las marcas no desentonasen entre los miles de surcos de su rostro. Una guata le taponaba la sangre de la nariz, y un ojo medio dormido no alcanzaba a horadar la telilla sutil de la niebla 197


artificial que sustituye a los relámpagos nerviosos que culebrean por dentro. Intentaba consolarse. Le castañeaban los dientes y le supuraba el oído derecho. Había entrado con mal pie en esa edad nada orgullosa de los cincuenta, con el banco requiriéndole para saldar la deuda, cuando el azar, la maldita suerte de los pobres o la habilidad que acompaña agazapada siempre a los perdedores, le asaltó. Eso iba a decir y eso dijo. Había practicado a llorar ante el espejo, y lloró hasta con lágrimas. Habló también de los canónigos, del chulo de los ojos verdes, de la mujer de los ojos azules, del de los calcetines blancos. Habló de las pistolas que vio cuando se desabrocharon las chaquetas. Contó lo del perro. –¿Un perro? –Uno grande. Las manos del inspector Magallanes estaban curtidas por mil historias de calabozos. Sólo retiraba las gafas de sus ojos para reírse con esa superioridad que da tener cubiertas las espaldas. Y cuando terminaba de hacerlo, y la risa había agujereado como un colador las defensas de los detenidos, aguantaba unos minutos eternos en silencio, para que los actos de contrición corroyeran las almas. Luego, se ponía de nuevo en pie, y sus manos cambiaban inesperadamente de sitio para detenerse sobre la mesa, manchadas de nuevo de sangre. –¿Y qué les diste a cambio, mamón? Y cantó lo ensayado. Hay una bodega en su casa. Las hay en muchos pueblos donde los romanos dejaron su huella. Germanines había escondido en la bodega tres bolsas azules de basura que si no las retira él, más adelante vendría alguien a recogerlas. Se lo dijo, claro que se lo dijo. –Cada bolsa con una pegatina escrita a rotulador. –¿Un nombre? –preguntó incrédulo Magallanes. Y repitió el encuentro con los canónigos, con el chulo 198


de ojos verdes, con la hermosa mujer de los ojos azules acompañada en la esquina con el de los calcetines blancos. Y lo repitió una vez más. Y otra vez. Y otra vez más según se le iban amontonando los moratones. Y que Germanines escribía siempre a letras grandes porque tenía olvidadas las pequeñas. –Se lo digo a usted como muestra de mi buena voluntad. –¿Buena voluntad, desgraciado? ¿Me tomas el pelo? –y la mano derecha de Magallanes voló inesperadamente por el aire hasta estrellarse de nuevo en su rostro. La próxima vez se pondría guantes. –Así que tú eras el socio de ese Germanines –dijo con desprecio. Y añadió: –¿Cómo un hombre de tus apellidos pudo asociarse con semejante escoria? Bocas entra en el habitáculo. Bocas lo primero que hizo al entrar en el habitáculo donde Remojos intentaba alejar sin conseguirlo a las miles de moscas que bailaban en su cerebro, fue toser. Necesitaba hacerlo continuamente para que no se le parase el corazón. Era una tos nerviosa que de repente concluía con un graznido de cuervo. Bocas tenía interés en sacar a relucir su vena oculta campesina o algo así. Le dijo a modo de saludo: –Remojos, Remojos, te has pasado, coño. Y no me vengas con excusas, que ya soy mayor y tengo un pronto tan jodido que me revuelve las tripas. Me dicen que en tu casa un japonés puede ocultarse tranquilamente hasta acabar la tercera guerra mundial y la cuarta. ¿Qué pensabas? ¿Montar tu propia red de distribución para quedarte con todo el mercado? 199


Le pasó un cigarro por debajo de la nariz para que oliera la textura del habano. –Me dicen del laboratorio que tu producto es de una pureza increíble, así que descúbreme el secreto que soy tan elitista que sólo me atraen las cosas de calidad. –Debe ser cosa de la tierra –intentó justificarse Remojos todavía con un ojo entornado–. Le juro que no sé nada. –¡Claro que no sabes nada! Me parece una historia creíble la tuya. Tienes un socio que no comparte contigo sus secretos y que por eso desconoces la ubicación de la tierra. Natural. Convincente. Ya. Ahora dime que la paloma de Noé en lugar de pringarte encima de los hombros te ha soltado las semillas más puras jamás encontradas. Y ahora dime encima que eres un tipo legal y todo eso y entonces la vena del cuello se me hincha y ya no me contengo porque si lo hago exploto. Vamos a ser claros. Igual no eres consciente de hasta dónde has llegado. Ese producto es demasiado bueno para dejarlo en manos de especuladores. ¿Sabes qué supondría eso? El derrumbe de la bolsa, amigo. Hablamos de dinero. El dinero es el surami ese de los cojones. Tú me importas un huevo, Remojos. Eres un cero a la izquierda y los ceros a la izquierda se borran de los listados. Eres un arenque y yo pesco de merluza para arriba. Pero tienes un secreto que vale millones y hasta un Nobel si te descuidas. No quiero en mi jurisdicción caza recompensas persiguiendo a Billy, el Niño de las fórmulas. Lo mejor es que me entregues la fórmula. La fórmula, colega, pásame la fórmula y te prometo que nos vamos a emborrachar juntos y luego a revolcarnos en la cama con una filipina dulce e inofensiva que lame la piel hasta dejarla más sedosa que la de un bebé recién nacido. ¿Estamos? ¿Me crees? –Sí, señor –contestó Remojos todavía aturdido por los golpes. 200


–Así me gusta. Tienes educación y reflexionas con propiedad. –Pero no sé nada. La mano de Magallanes voló de nuevo por el aire. Remojos adoptó un tono de profunda humildad. Parecía un hombre vencido. Concentró su mirada en las losetas del suelo. Todavía permanecían las manchas de sangre, la suya y la de algún otro. Dijo compungido: –El dinero que me dieron por las bolsas lo tengo en el banco. –Seguro que te engañaron incluso en la cantidad –dijo Bocas. –Seguro –dijo Remojos. –Y quieres devolverlo al estado. –Sí, señor. Y Remojos dio referencia de uno de los tres bancos, y mostró el número de la cuenta corriente. Dijo: –Tengo miedo. –Y buscas en nosotros amparo. –Sí, señor. –¿Y de cuánta cantidad estamos hablando? Y Remojos dijo el saldo de la cuenta, y consiguió echarse a llorar. Bocas se levantó lentamente y aguardó de pie a que se calmase. Luego, volvió a sentarse, y dijo: –Te equivocas si piensas que entregando esa cantidad salvas el culo. Yo en tu lugar también tendría miedo, ¿qué quieres que te diga? Estás metido en un buen fregado. Primero está el chulo ese del que me hablas, el de los ojos verdes; luego, los putos canónigos que como los saduceos se creen perfectos; luego estamos nosotros; y detrás, fíjate, los otros, los del tipo que baila claque y sustituye las polainas blancas por calcetines porque ya no las fabrican y que acompaña a 201


la niña guapa vestida de viuda para ablandarte el corazón. Amigo, el Congresista es duro, representa a la puta organización que dirige en la actualidad el cotarro y que no quiere que se la arrebaten. ¿Qué voy a decirte de Carla? Seguro que te la has tirado. Los canónigos, Carla, el Congresista, nosotros, cuatro y en la partida de póquer se reparten cinco cartas. No me digas que hay una quinta escondida. ¿La hay? A lo mejor la tienes tú y pretendes con un poco de suerte salir del lío sin descubrirla. ¿Cómo? Desde luego tu amigo el fiambre no lo consiguió. ¡Pobre desgraciado! ¡Toda la vida pasando necesidades y al primer bocadillo de caballa se indigesta por culpa del aceite! Seguro que ni siquiera era de oliva. No quiero aguarte la fiesta, compadre, pero cuando a uno lo sacan con las piernas por delante es que la cabeza la lleva detrás. ¿Me comprendes? Así que si no te matan unos lo harán los otros o los tres a la vez. ¿Y todo por qué? ¿Por esa cosa, por una puta tierra?, no, amigo ¡por una puta fórmula! Bocas estaba satisfecho de su larga perorata. Dijo: –Colabora, Remojos, colabora. Lo jodido es que nosotros no podemos actuar. Los policías estamos tan sujetos a las leyes que nada más intervenimos por orden judicial y eso sucede cuando las cosas se ponen feas. Si fueras director general de algo o concejal o juez o un lameculos de los que gritan en la calle detrás de la pancarta principal, un cargo importante, te mecería en brazos y te cantaría una nana dulce. Pero amigo, no eres nada y careces de escapatoria. Nosotros somos los únicos que podemos protegerte, pero ¿por qué vamos a hacerlo? ¿Crees que vamos a jugarnos la pensión por ti? Demuéstranos tu buena voluntad. Piensa. Tendríamos que saltarnos el protocolo y el protocolo es el protocolo. Remojos: tienes que ser más razonable, si quieres que cuidemos tu culo debes colaborar ofreciéndonos algo tangible, algo que merezca la pena. Así que lo siento, que 202


te maten a ti o que se maten entre ellos tampoco es demasiado grave. Somos muchos en el mundo. Además te apuesto lo que quieras a que pagas una miseria en impuestos. Y esos otros, seguro que ni tampoco nada. Danos un aliciente para que nos movamos. Si te llevamos al juez te suelta enseguida y vuelves a estar en la calle, entonces ¿para qué perder el tiempo? Te soltamos ahora mismo, te dejamos sin protección en un callejón oscuro y ya iremos a la morgue a identificarte. –Tengo miedo –insistió Remojos. Bocas volvió a toser, esta vez más que a grajo sonó su tos a aullido de coyote del desierto. –Eso es terrible –dijo con desprecio–. ¡Un hombrachón como tú temblando como una vieja al confesarse con un cura sordo! Conoces el secreto para elaborar una mercancía que enriquece los bolsillos y te niegas a compartirlo. Hay que joderse. ¿Acaso pretendes a estas alturas de tu vida pasar por decente? Te voy a decir una cosa entre nosotros: la decencia es una idea horrible, nadie cree en ella. ¿Qué sería de la sociedad si el mundo se volviera decente? ¿Lo imaginas? ¡Qué idea más absurda! ¿Dónde estaríamos nosotros? ¿Y los jueces y los curas y los políticos? ¡Qué desatino! ¿Quién se cree de verdad que el progreso venga impulsado por hombres decentes? ¿Qué se puede esperar de una sociedad de decentes? ¡La decadencia, amigo! ¡El desastre! Menos mal que los decentes, además de pocos, son, en el fondo, malos equivocados dispuestos a cambiar. Menos mal. Añadió: –¿Qué crees que debo hacer contigo? Me disgusta exponerte a que te den un paseo, la verdad. Esperó a sentir el efecto de sus palabras. Bocas se comportaba con la elegancia de una ballena varada. Dijo: 203


–No quiero ser cruel, pero debo confesarte que a nosotros nos da lo mismo lo que te pase. Compréndelo. Con los rumanos, los serbios, los rusos, los chinos con su cama caliente y los negros danzones tenemos trabajo hasta la jubilación. Así que si quieres conservar el tipo unos cuantos años más te conviene colaborar. –¿Qué me propone? –dijo vencido Remojos. –Cash. ¿Cuánto quieres por la fórmula? –dijo de sopetón Bocas– En mis manos estará más segura que en las tuyas. Te la compro. Dime una cantidad, una cantidad que no sea un problema y te cuido las espaldas hasta que te vayas fuera del país, y punto final al asunto. Como si precisara tiempo para el cálculo mental, Remojos se mantuvo un buen rato en silencio. Luego aventuró con cara de avergonzado una cifra imposible. Bocas encajó mal la propuesta. Volvió a toser, y dijo visiblemente molesto: –Te has pasado, Remojos. Esa cantidad queda fuera de mis posibilidades de funcionario honrado. Incluso ni el mismísimo gobierno, con la carga de pensiones y las dietas infladas de sus cientos de asesores, podría con ella. Y entonces a Remojos humildemente se le escapó: –Los otros me dan eso y más. –¿Estás seguro de lo que dices? –Lo estoy. –Bien, bien, bien –se paseó Bocas por el cuartito reflexionando–. Analicemos entonces la situación con el interés que merece. Si Carla está dispuesta a contribuir a tu felicidad con una cantidad tan desorbitada, y al Congresista tampoco le hace ascos, y los canónigos enloquecen por comer algún día en la mesa de los señores, seamos positivos y dejémosles que alguno de ellos pueda disfrutar con la propiedad de tu dichosa fórmula. Haremos una subasta. 204


–¿Una subasta? –aventuró en un susurro Remojos. –Una subasta entre caballeros –convino Bocas–. Tú te llevas tu parte y yo la comisión por organizarla. –¿Y luego? –Las playas del Caribe, amigo, las de arena blanca. Y después de sonreír artificialmente, aclaró: –Subastamos la fórmula entre todas las ratas que quieren vivir de ella, yo me jubilo y tú te conviertes en un hidalgo de categoría, recuperando el honor de tus insignes apellidos. ¿Te seduce la idea? –Sí –Remojos suspiró profundamente. –Socios –dijo Bocas–. Remojos somos socios. Te quito las preocupaciones. Yo me encargo de todo. –Y yo ¿qué tengo que hacer? –inquirió entonces tímidamente Remojos. –Primero decir que te has caído por las escaleras, para justificar un poco los golpes, te haces cargo, ¿verdad? El aire de la respiración del Bocas se estrelló contra su cara. De cerca todavía resultaba más desagradable. –Más tarde citamos a los interesados, y el mejor postor pasa por caja y se lleva la fórmula. ¿De acuerdo? Y como Remojos guardaba silencio, repitió enfurecido: –¿Entiendes lo que te digo o necesitas otra sesión complementaria de masaje? Remojos musitó: –Entiendo. –Muy bien –dijo Bocas satisfecho–. Lo haremos en plan Hollywood con una puesta en escena acojonante. Vas a ser la estrella de la película, amigo. El Errol Flynn repartiendo sablazos entre bucaneros. Remojos desciende del coche de línea. Setenta y dos horas después, Remojos se apeaba del coche de línea con pinta de haberse escapado del hospital 205


por el desagüe del inodoro. El hematoma del ojo izquierdo con su color aceituno intentaba extenderse como un chicle pegajoso por el pómulo, volviéndole la cara amarilla. En los labios a las pústulas resecas le quedaban días para desprenderse. Cojeaba. Y un brazo le bailaba suelto, sin pareja. El sargento le dijo al recibirle en su presentación obligada al llegar al pueblo: –Así que te caíste por la ventana. –Eso pone el parte de urgencias –contestó con esfuerzo Remojos. –Menos mal que fue desde un primer piso. –Eso dijeron en comisaría –asintió Remojos. –Los hay que se caen del segundo o del tercero e incluso de mayor altura. Remojos sonrió tristemente. No le quedaba más remedio que pasar delante de la iglesia para superar los anchos escalones preparados en su tiempo para las caballerizas, que desembocan en la pequeña pendiente que conduce a su casa. Se fijó entonces en la inscripción del frontal: “O mors o eternitas”, esculpida entre tibias y calaveras desdentadas. Y se sorprendió de que nunca antes, ni siquiera cuando niño, se hubiera percatado de su existencia. Necesitaba poner en orden sus pensamientos. Para evitarse preguntas inoportunas aceleró el paso con el fin de eludir la justificación de su lamentable estado físico. ¿Cómo confesar que acababa de conocer el infierno, el limbo, el purgatorio, las angustias de la impotencia, los dolores ilocalizables, el despojo de su pequeña condición humana? ¿Que las paredes acolchadas de comisaría están diseñadas para la protección de la sensibilidad auditiva de los policías del turno de guardia? Después de su paso por allí, le faltaba por entender ahora algo tan simple como el funciona206


miento del cielo. ¿Pero qué es el cielo? Y lo que mueve más a la impaciencia: ¿para qué sirve después de que te hayan apaleado en la tierra? En el fondo estaba orgulloso de sí mismo. El éxito del buen pescador comienza con la elección del cebo y el suyo resultaba inmejorable. Cuatro marrajos merodeando ansiosos a su alrededor y él con habilidad a punto de encerrarlos en una misma pecera. Nadie había dudado de la existencia de la fórmula, ni siquiera Bocas. Experimental, nada teórica, explosiva, empírica. Todo el mundo desea dotar de un aire científico a lo que desconoce. Ya no hay límites. Todo es comprensible, nada es irracional ni absurdo. Le sorprendía la extrema ingenuidad de unos tipos acostumbrados a responder a los problemas con violencia. La salida de Germanines al venderles la idea de la cernada como catalizador mágico, resultaba merecedora de un reconocimiento futuro. Le gustaría decírselo a la alcaldesa, esos días de fiesta en que desinhibida baila toda la noche mostrando los muslos desnudos como si fueran a destituirla al amanecer. ¡La cernada! ¡Su estúpida prohibición de dejarla en el contenedor! Sonrió por primera vez desde su salida de comisaría, y le dolió la boca. Se le ocurrió, para rizar más el rizo de la estupidez, pergeñar sobre un papel unos porcentajes de cualquier cosa. 10% de fósforo, 30% de nitrógeno, 300 gramos de plumas de gallina trituradas, un par de ratas, un pescuezo de pollo, la piel de un conejo descamisado, quemado los detritos con papel de periódico, cartón de embalaje, madera de tilo podrido, sarmientos… ¿Cuánto tiempo tardarían en darse cuenta de la futilidad del intento? Que seguía vivo gracias a la inexistente fórmula era evidente, pero más tarde o temprano descubrirían el engaño. Y se acabaría la fiesta. Mientras no la entregue, lo mantendrán necesariamente vivo, pero ¿cuánto tiempo? Ya encon207


traría la salida. Se trata de jugar con habilidad. Resolver el asunto y desaparecer para siempre. Tenía que moverse con inteligencia. Si merece la pena morir por algo es simplemente por vivir. Germanines era un hombre bueno. Él también es un hombre bueno. Germanines y él son dos hombres buenos. La venganza hay que ejercerla contra hombres malos. Encontró la casa revuelta: habían agujereado las paredes realizando catas en aquellas zonas menos firmes. El colchón estaba roto, la colcha y las sábanas tiradas en cualquier sitio, los platos estampados contra el suelo, vuelto el armario de la cocina. Un trabajo poco profesional, de gente sorprendida, obligada rápidamente a huir. ¡Habían llegado muy lejos! ¡Se habían atrevido demasiado! Pensó en la policía, en los canónigos, en la gente de Carla, en los mercenarios del Congresista. La sociedad está repleta de chapuceros, es espuma y cansancio, sólo la aureola ficticia del poder (dinero, violencia) evita su desenmascaramiento. Evidentemente, las ratas se muestran nerviosas. En la plazoleta del rollo, los dos miembros de la Patrulla Rural, despejados del casco, fumaban tranquilamente sin perder de vista en ningún momento la portonera de entrada. Bocas le había dicho: –Donde te muevas, allí estaremos cuidándote. Comprobó que el resto del dinero (el que iba a portar en mano) continuaba a resguardo oculto en la trampilla. Aquella casa era un misterio. Efectivamente, en las noches aciagas de la niñez cuando la naturaleza escupe la bilis almacenada mostrándose con su rostro vengativo y salvaje, para equilibrar la mente y superar el miedo de las terribles fantasías, su familia hablaba al calor de la gloria de las mil historias de sacrificados en las paredes. Remojos de niño 208


había intentado descubrirlos, atinando con mil escondrijos. Una vez encontró un dibujo misterioso, otra unas monedas desgastadas, hasta esqueletos de animales venidos a refugiarse. En cuanto se recobrase de los golpes, bajaría de nuevo al banco para entregar el cheque finiquito de la deuda y despedirse mentalmente de la oficinista. ¡Pobrecita! Siempre haciéndose la interesante para que cuando la echasen a la calle desvanecerse su importancia como las pompas de jabón. Cuando estuviera en el paro, con sus tacones de aguja, el rímel exagerado, los botones sueltos, la arrogancia de una mandada sin más mérito alcanzado en su vida que el sueldo de final de mes sería por supuesto la más interesante demandante del subsidio. Se la imaginó rechazando ofendida trabajos impropios de su condición de ex directora de sucursal. Pensó en la estupidez de la raza humana, en el desquiciado atontamiento de la trascendencia. La gente vive la mística de la simulación: la empleada del banco se cree el propio banco, defendiendo con las uñas por delante la rapiña de los intereses con un vigor inaudito; un bombero, el mismo incendio, faltaba más; un borracho, la felicidad impagable hasta que la saliva blanda de la borrachera lo vuelve despreciable a ojos de los demás. Un maquinista de tren, tren. Y un profesor de universidad, un solterón arruinado, pero nobel de matemáticas. Gracias a Dios él jamás había tenido apetencia de nada. Como Germanines. Las cosas iban a cambiar. Se dedicó a preparar la estrategia del último día.

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16. Cosas en qué pensar. Remojos esa mañana tenía mil cosas en qué pensar. Estaba intranquilo. Había dormido mal. La tolerancia de las piezas por mucho que se ajusten puede terminar generando holguras. A eso de las cinco (el autobús sale a las ocho y cuarto), con la luna protestando a regañadientes por su próxima pérdida de poder, decidió que algo tenía que portar que visiblemente justificase la entrega de la fórmula. Es una soberana estupidez exponerse desnudo ante el pelotón de fusilamiento. Cogió un papel y se dispuso a escribir algo. A las cinco y media todavía no había trazado ni un solo garabato. El cerebro es tan mezquino que cuando más lo necesitas protesta irritado porque se le moleste. Aquel sin duda era el día más importante de su vida. Metió la muda interior en un bolso de mano, de los que usan los jubilados para hacer la compra, con dibujitos de colores estridentes. Una miaja de destemple: faltaba una hora para que la naturaleza anunciase que de nuevo el día volvería a ser tan magnífico como insoportable. En la ciudad, compró ropa de turista adecuada para el viaje que pensaba emprender, gafas de sol incluidas, alquiló un automóvil y almorzó temprano en uno de los bares oscuros que rodean la catedral. La patrona. Era una zona nueva, desconocida para él. La patrona al mostrarle la habitación y verlo tan sencillo, con alguna educación, luciendo una corbata de lunares, de las de las bodas antiguas, de nudo grueso, zapatos nuevos, negros y mates, le preguntó: –¿Y dice usted que es viajante? 210


Vivía la mujer una segunda lozanía. Tenía el cuello limpio, el pelo recogido, los ojos grandes y curiosos y el rímel sin desgarros ni ramificaciones extrañas. Las uñas pintadas a juego con el suave toque rosa de los labios. –Vendo maquinaria pesada –dijo Remojos. –¡Oh! –la señora se maravilló– ¿Y qué es eso? –preguntó ingenuamente. –Trituradoras de piedras. –¡Trituradoras de piedras! –exclamó la señora maravillada, como si supiera realmente de qué se trataba. –Las máquinas que se instalan en las canteras. Las que vendo son de última generación. Separan las piedras por su composición. Las que tienen más hierro van a un sitio; y las otras, a otro. Como las cintas distribuidoras de huevos. Todo automático. Las rompen, las desmenuzan. ¿Le gustaría ver en funcionamiento una? –¿Tendría que ponerme un casco como los ingenieros? –Naturalmente. –Pues, no. He ido a la peluquería y no pienso repetir esta semana. Remojos examinó la habitación. Cuidada, austera, limpia, sencilla. Una mesilla, una lámpara, un armario empotrado, casi como un cuarto de un hotel de carretera. Comprobó que la ventana estaba ubicada en línea recta con la entrada del snack donde se iba a producir la reunión, facilitando una visibilidad perfecta. Nada en medio que impidiera el control. El árbol, un tilo frondoso, quedaba a la izquierda. Podía vigilar la entrada y salida de la gente en el local. –Estaré un par de noches. La señora, dijo: –¡Qué curioso! –¿Qué es lo que le parece curioso? –Su primer apellido es un nombre, y su segundo también. 211


Juan, Juan, Juan. Eso es como salir al campo y encontrarse con un trébol de cuatro hojas. –Pues igual ya lo ha encontrado –dijo Remojos. La señora sonrió amablemente y Remojos pudo descubrir la blancura excepcional de unos dientes demasiado perfectos para no ser artificiales. La mujer le abordó al adivinar su intención de ganar la calle: –No es por inmiscuirme en sus asuntos, señor Juan, pero por lo que veo esta tarde se la ha tomado libre. Y Remojos dijo: –Hasta mañana no tengo visitas apalabradas. –¡Ah! Pues si le apetece me ofrezco a enseñarle la ciudad. –Se lo agradezco. –La zona del río es preciosa. Verá usted la cantidad de patos que cobija. –Vendré a buscarla y la invitaré a cenar. –¡Ah! –suspiró la mujer– Qué amable. Le estaré esperando. Remojos dejó la pensión, y decidió investigar a pie la zona. Necesitaba orientarse. Tenía toda la pinta de haber sido un pueblo anexionado por la loca expansión de las ciudades en su necesidad de crecer. Había calles anchas –las nuevas– en convivencia con otras más estrechas, pegadas a antiguos terrenos de labranza, solares sin edificar. Una capa de polvo desértico ensuciaba las orillas. Las casas se sorteaban en alturas sin ninguna lógica aparente. A una de ocho pisos le sucedía otra de cinco, luego otra de doce contigua a un supermercado de una sola planta, todo muy anárquico, muy como improvisado, diseñado con prisas, como si el ingeniero del ayuntamiento o quien fuera hubiese colocado los edificios sobre el plano el día después de una espantosa borrachera. 212


Al lado de unos pequeños barracones, olvidados por los obreros al terminar la contrata, un charco pecinoso producido por una fuga de agua. Hierba seca, aplastada. El patio militar estaba cercado. Remojos se acercó. Junto a la barrera de acceso, en la garita –comprobó con disimulo–, un soldado hacía guardia con un subfusil posiblemente descargado. Lo mismo podía estar dormido que despierto. Recordó su época de servicio militar. Reinaba una absoluta tranquilidad. Le hubiera gustado disponer en ese momento del Máuser para disparar al aire. Se imaginó el escándalo. ¡El desconcierto del pobre soldado escondiéndose corrido como si la garita fuese las faldas de su madre! Al coronel, cogido en la siesta y en mala postura; al capitán, sentado en la taza; al sargento con sus muertos inventados; al oficial de guardia ordenando la salida inmediata de los tanques para repeler el ataque. Timbres de alarma, sirenas, silbatos, corriendo unos a derecha, otros a izquierda. El aviso cifrado a Capitanía General. Se imaginó todo eso y mucho más. La galería de tiro donde las balas trazadoras denuncian la falta de puntería. ¡Qué hermoso conducir un tanque por la avenida principal de la ciudad machacando escaparates! Introdujo una moneda en una de esas expendedoras de helados con forma de churro y consistencia de plástico, y la máquina se tragó la moneda sin suministrarle nada. Empezó a zarandearla. La dueña salió del establecimiento. –¿Qué hace usted? –le preguntó visiblemente enojada. –La máquina, que se ha comida la moneda. –¿No sabe usted leer? –dijo la mujer irritada. –No –mintió Remojos–, me escapé del colegio. –Yo también –repuso la mujer, con su tez algo oscura por las fatigas del calor– pero sé juntar las letras y en ese letrero de ahí pone “Máquina estropeada”. –Y entonces ¿qué tengo que hacer? –preguntó Remojos. 213


–Aguarde que le preparo uno de fresa. –La fresa no me gusta. –Pues se aguanta. Se lo tendrá que tomar igual, porque de fresa es de lo único que me queda. Alguna furgoneta de trabajo, pero muy pocos coches. La zona estaba despoblada de obstáculos. Bocas sabía lo que hacía al elegir aquel lugar para la reunión. Caminó hasta el hospital militar, con su sencilla fachada de ladrillo rojo con ganas de caerse. Vio a tres o cuatro monjas salir por una puerta y entrar por otra; las vio de nuevo salir y regresar a la puerta anterior. Salían, entraban. Unos azulejos blancos con letras azules indicaban el destino de la dependencia. La puerta de la enfermería estaba abierta de par en par, como si acabara de entrar un paciente de urgencia en camilla y no les hubiera dado tiempo de cerrarla. Nadie tenía prisa en aquel barrio, ni siquiera las monjas. La hierba del jardín estaba lacia; las pocas flores, mustias; las ramas retorcidas de los plátanos facilitaban una sombra agradecida a la media docena de bancos vacíos. Dejó atrás el hospital y se encontró frente al patio de recreo de un colegio, con dos canastas de baloncesto, dos porterías de balonmano, y un potro. El patio también estaba cercado. Regresó por la calle paralela. El local elegido parecía a propósito para una celada en condiciones. Podía pasar cualquier cosa. Seguramente habría habido allí más de una reyerta. La circulación escasa de automóviles y los pocos transeúntes dejarían pocos testigos. El snack. Se decidió. Desplazó el mosquitero y penetró por fin en el snack, que hacía también de salón de juegos. Más que bar era club de apuestas, de aire anglosajón, con carteles de combates de boxeo de la primera mitad del siglo 214


XX esparcidos por las paredes. Había también muchas fotografías, casi todas color sepia. Una de ellas, la de un negro con la boca deforme, el ojo dormido, recibiendo en toda la cara el impacto del guante de un blanco con pinta de camionero, le impresionó vivamente. Parecía que las gotas del sudor mezcladas con las de la sangre estaban a punto de saltar del cuadro para mancharle la solapa de la chaqueta. Una docena de pantallas de televisión situadas estratégicamente, permitían con un solo movimiento de cabeza, atender al mismo tiempo una carrera de galgos como otra de caballos o incluso una aburrida partida de golf entre dos figuritas con bombacho y gorra playera. Tenis, fútbol, voleibol, baloncesto. Una barra de las antiguas, con una canaleta a modo de escupidera en el suelo, se encontraba justo al lado derecho, después de unas primeras mesas de mármol de las clásicas de bar de estación, conducía finalmente a una puerta oscura con el letrero de “Privado” escrito en caracteres latinos para que se viera sin dificultad en la distancia. En las otras dos puertas, tanto la que indicaba “Men” como la de “Women”, los letreros estaban escritos en cursiva, y eran más pequeños y estrechos. El suelo de terrazo gris facilitaba la limpieza del local. Del techo colgaban como elemento decorativo dos viejos ventiladores, de los que ambientan las películas del cine negro americano de la época de la gran depresión. La muchacha le miró con curiosidad: conocía a todos los parroquianos de la tarde; ya tenía ese día dos nuevos. El que acababa de entrar tendría la edad de su padre, con el dobladillo del pantalón sucio por el polvo de la calle. –¿Qué desea? –Café. –¿Con este calor? –Con hielo. 215


Enseguida se hizo Remojos una composición de lugar. Alcanzaba la visión completa del interior, aunque se le escapaba una mesa adosada a la pared izquierda que la columna del centro ocultaba de su vista. Con disimulo intentó buscar un mejor punto de visión. Se movió a la derecha, hacia la pared. Fue cuando descubrió a un tipo orillado, cejijunto, de nariz aguileña, pasados los cuarenta, sentado en la mesa, delante de un tablero de ajedrez. Estaba solo y no podía adivinar más detalles al encontrarse medio desaparecido en la penumbra. Le resultó por demás curioso que el tipo estuviera apenas sin luz delante de un tablero de ajedrez, intentando acaso desarrollar la terminación de la partida diaria del periódico. Remojos reclamó la presencia de la muchacha, pagó la consumición, y preguntó: –¿El servicio? –Al fondo, pero tengo que darle la llave. –¿La llave? –preguntó ingenuamente Remojos. –Lo tengo siempre cerrado porque por aquí vienen muchos, no sé cómo decírselo, ya sabe usted. –No sé, pero me hago cargo. Avanzó despacio por el pasillo central, fotografiando mentalmente la disposición de las mesas. Efectivamente, no había nadie más. Al pasar a la altura del hombre del ajedrez intercambiaron la mirada. El hombre la mantuvo con firmeza, y Remojos supo al instante que vigilaría sus pasos hasta perderse en el retrete. Aunque el ventanuco estaba entreabierto, el enrejado parecía sólido. Nadie podría entrar ni salir por allí. Si aquel sitio era un lugar propicio para las timbas prohibidas y seguramente el tráfico de estupefacientes, la salida de emergencia (y la entrada) estaría oculta en el reservado. Palpó las paredes y pisó el suelo por si detectara el hueco de alguna trampilla. 216


Al poco sintió como un ruido cercano. Alguien se aproximaba. Se introdujo rápidamente en el habitáculo de la taza y corrió el cerrojo. El hombre del ajedrez abrió la puerta del servicio, hizo tranquilamente uso del urinario y al terminar de secarse las manos, dijo en voz alta: –¿Está usted descompuesto? Le estoy aguardando para jugar la partida. Remojos, sorprendido, salió del encierro. –¿Por qué piensa que quiero jugar con usted? –Usted y yo somos profesionales independientes. Y los autónomos tenemos demasiadas horas libres para matarnos los pensamientos. Seguro que antes de venir aquí ya ha resuelto el jeroglífico de hoy y terminado el crucigrama y si me apura hasta encontrados los ocho errores. ¿Me equivoco? –Vendo hierros –dijo Remojos. –Yo, no –dijo el jugador, y le tendió la mano. Una vez se estrecharon las manos, dijo Remojos: –Apenas sé mover las fichas. –¿Conoce el mate en dos jugadas? El hombre caminó delante, y al acercarse a la mesa, dijo: –Le cedo las blancas. Es una pequeña ventaja si sabe aprovecharla. Al ir a sentarse, el hombre se desabrochó un momento la chaqueta dejando al descubierto durante una fracción de segundo la culata de la pistola asomándose por fuera de la sobaquera. Remojos supuso que lo había hecho a propósito, y se asustó. Dijo: –¿Me esperaba usted? El hombre sonrió, y dijo: –Soy el subastador o si prefiere usted el cortador parti217


dor. Impido que los licitadores se pongan de acuerdo a la baja y se lleven el pastel por menos precio del interesado. Hay reventadores a los que debo leerles la cartilla dos o tres veces. Esta va a ser una subasta profesional: nadie va a venir de farol para subir artificialmente los precios y repartirse las plusvalías por la arrogancia de los novatos. Me gusta la víspera de mi actuación revisar siempre el lugar para evitarme sorpresas. Ya he examinado anteriormente lo que usted acaba de examinar. Mi obligación es también impedir que alguien se desmadre y prenda a destiempo la mecha de los fuegos artificiales. Corto, parto y reparto. Al tercer golpe de mazo sesión concluida, pasen por caja, firmen los papeles, recojo mi comisión, hasta la próxima. Recriminaciones e insultos en la calle. Creo que me comprende usted. –Separó tranquilamente los peones de las figuras, y con una sonrisa suficiente, indicó–: Cuadro blanco a la derecha. Y ya no habló más. La primera del coche. Remojos arrancó el coche de alquiler. La primera marcha resultaba demasiado larga y nerviosa para su gusto, prácticamente anulaba a la segunda y casi a la tercera. Le costó habituarse. La cuarta entraba suave; todavía no había tenido oportunidad de probar la quinta y menos la sexta. Mejor haber alquilado uno automático, pensó; jugó con la palanca de cambio. Bocas se lo había expuesto con claridad en la despedida de aquella última mañana en que le partieran la nariz y sangraran sus labios: un pacto de no agresión. Todos amigos, todos deseosos de retratarse en caja, todos aguantándose dentro de un orden, todos somos civilizados y con ganas de comer gambones a la plancha en lugar de despojos de pollo, ¿comprendes? Y Remojos asintió. Y Bocas, dijo: no 218


quiero una permanente fuente de conflictos, cash, cash, ¿ok? ¡A pujar como si fuera un Picasso! Y luego, tranquilidad. Y añadió: me encargo del atrezzo: verás que soy un excelente organizador, verás cómo junto a todos como hermanitos llorando en el funeral del padre antes de disputarse la herencia, verás cómo, en el fondo, todos se comportan como corderitos. Como el local estaba ubicado en una de las calles nuevas que daba a la rotonda adornada con una fuente de agua que cambia de color, Remojos comprobó que no tendría problema para orientarse y acceder rápidamente a la esquina donde pensaba dejar aparcado el automóvil para emprender la fuga. Cien metros desde la pensión. Había inspeccionado el snack y ahora tocaba preparar minuciosamente la huida. Era cuestión de coger la segunda salida de la rotonda; comprobaría por si acaso antes la primera y la tercera. La primera moría en una serie de edificios modernos, alguno con la bandera nacional ondeando al viento sobre un mástil metálico. La zona parecía propia de oficinas. Había muy pocas tiendas, y la amplia avenida solitaria era cruzada por un sinfín de calles cada una en distinta dirección, pero en un calculado desorden. No es que a una de sentido derecha siguiera otra de sentido inverso, es que dos o tres paralelas podían estar trazadas en un mismo sentido y luego una siguiente en el inverso y otras dos en el contrario. Como un dominguero satisfecho de que el coche por fin le hubiese reconocido, siguió conduciendo por la avenida que parecía estrecharse a cada momento, y terminó de bruces en un descampado, como si al ayuntamiento se le hubiera acabado el dinero y abandonara a su suerte, en medio del Pacífico, a un trasatlántico sin proa. Intentó el regreso por una de las laterales, pero la calle de dirección única le condujo a unas escaleras, así que sin 219


hacer caso al tráfico que pudiera devenir, marcha atrás alcanzó la fuente para tomar la tercera de las salidas. Se detuvo en una gasolinera. El tipo, enfundado en su mono de trabajo, bostezaba junto a la caja. Remojos se bajó del automóvil, y fue a extraer la manguera negra de su ubicación cuando el tipo le gritó: –¡Eh, que aquí sirvo yo! Se acercó el empleado despacio, imaginándose acaso que era el base del equipo de Detroit y que por eso fintaba con las caderas. Llevaba la visera puesta del revés. Acertó con la boca de la manguera, y preguntó: –¿Limpia? –No. El tipo se encogió de hombros. Su trabajo consistía en separar la manguera de la boca en cuanto sonase el clic del nivel. Como estaba aburrido, dijo: –Hace bueno. Remojos, dijo: –Sí. –Y mañana, también. –Eso he oído. –Lo ha dicho el parte. –El parte también se equivoca. –Claro, pero en este tiempo es difícil. Llevará usted puesta la radio. –Por supuesto. –Entretiene más que la televisión. –Sí. –Pero el fútbol en televisión no es lo mismo que en la radio. –Ya. Y entonces Remojos, dijo: –Me he perdido. 220


–Lo supongo. Si no, no hubiera llegado nunca usted aquí. Entonces el tipo le explicó que como sobraba el dinero mandado por Europa y había que gastarlo, y las mujeres o los maridos de los concejales protestaban porque ya no sabían dónde ocultarlo en casa, el ayuntamiento se puso a comprar patatales en las afueras para que los ingenieros amigos pudieran también aprovecharse haciendo avenidas y calles aunque no condujeran a ninguna parte. –¿No se ha percatado usted, señor –dijo con algo de pesar en sus palabras– que todas las señales de tráfico de la zona son iguales? Y entonces, el hombre añadió: –Oriéntese usted con el río. Por más rotondas que usted se encuentre, alguna siempre saldrá al río. El río es nuestro particular metro sin vías. Si llega al río, ya lo sabe: a la izquierda le espera Europa; a la derecha, África. Usted elige el camino. Remojos le dio una buena propina, y el hombre le dijo: –Vuelva cuando quiera. Y acuérdese del río. Una noche de fiesta. Remojos descubrió en la señora de la pensión a una mujer estupenda y muy leída que gustaba de la ejemplaridad de los cuentos de tortugas, víboras y serpientes de Horacio Quiroga. Cenaron; bailaron en el único local dedicado a la música que odian los jóvenes. Hasta los pasodobles les salieron bien. Y en la pirueta de un tango la señora se echó para atrás y Remojos pudo detenerla antes de que rodase por el suelo. Un foxtrot, otro pasodoble, un galanteo al regreso a la mesa. Una velada agradable. Una lamparita de luz indirecta para invitar a las confidencias de pareja. 221


A la mañana siguiente, Remojos se vio gratamente sorprendido con la bandejita del desayuno que la señora le llevó a la cama. –No lo hago con nadie –dijo. El menesteroso del tetrabrik. En la trasera de la catedral aguardaba el menesteroso del tetrabrik con la ropa sucia y la cara más sucia todavía sujetando con sus dos manos como si fuera el globo terráqueo un balón de playa de colores llamativos. Le acompañaba otro desharrapado, alto y joven, de rostro alargado y manos huesudas, que había sido maletilla y sus movimientos elegantes denotaban que esperaba algún día seguir siéndolo. El del tetrabrik dijo a Remojos como presentación del desconocido: –Le apodamos Triste, imagínese por qué. –¿Por alegre? Se rieron los dos. –También me llaman el Invisible porque desaparezco cuando estorbo –dijo Triste. –Cuando bufa el toro y los pies no quieren despegarse del suelo. –Entonces, sí. Remojos sacó el paquetito de dinero. –Lo acordado –dijo. El del tetrabrik cedió el balón al compinche, cogió el sobre y se lo guardó sin necesidad de contarlo. –¿Te fías de mí? –dijo Remojos. –Entre colegas la confianza es sagrada. Y Triste sentenció lúgubre: –Y la vida también. Chaqueta estrecha. El tipo de la chaqueta estrecha, más guaperas que nunca, 222


con los zapatos de claqué tintados para la ocasión, escupió sobre la pistola antes de abrillantarla con la bayeta; dijo al Congresista: –Jefe, ¿de verdad confía usted en Bocas? –Nos ha ido siempre bien con él. Es hombre de palabra. Y la mujer enlutada, con los labios bermejos demasiado llamativos, dijo: –¿Y si nos prepara una celada? –¿Qué conseguiría con eso? –Meter la nariz en el asunto. –La tiene metida ya –dijo el Congresista. –¿Entonces vamos a pujar por la fórmula? –Hasta el fin. No hay que esconderse en los banquetes. –¿Y si no la consigue? –Pactaremos. Somos personas civilizadas, ¿no? –y esbozó una sonrisa poco convincente. El tipo de la chaqueta, dijo sin ningún asomo de emoción en su voz: –Y luego cuando acabe la subasta, ¿qué hago con ese payaso inflado del pueblo, jefe? –Le enseñas la ciudad. –¿Y luego? El Congresista sonrió perezosamente. –Que se pudra junto a los patos del río. ¿Para qué coño lo vamos a necesitar ya? –Lamentaré acabar con él. Creo que le gusto. Me miraba con aprecio las piernas –dijo la mujer enlutada cerrando su bolso. Canónigo mayor. Comprobó su pistola, apuntó a la pared, guiñó un ojo para calibrar mejor el punto de mira, y sopló en la boca del cañón, como un pistolero del viejo Oeste. Sabía manejarla. El del brazo pegado le dijo: 223


–Me disgusta encontrarme cara a cara con esos tipos. Esa peste es mala, muy mala, puede que afecte a nuestra reputación. Se traicionan entre ellos y nos la guardan a nosotros. ¿Por qué ese Bocas quiere reunirnos a todos en un local del extrarradio? Algo trama. Me desagrada que tengamos que rebajarnos a tomar café con tanto sinvergüenza. Me desequilibra mentalmente suponer que algún día nos obliguemos a chaqué y chistera. ¡Yo no sería yo y tú tampoco serías tú! –Tonterías. El estatus, amigo –dijo el canónigo mayor–. Nosotros somos ya gente y vamos a demostrarles que no nos acojonan. Es una reunión de jefes, y nosotros somos jefes. Hemos adquirido una importancia y nos la reconocen. Hay que aprovecharla. –Presiento que el sistema todo lo devora, tengo miedo que nos triture. El canónigo mayor sonrío con suficiencia, y dijo: –No está mal cultivar las relaciones públicas. Las relaciones públicas consisten en permitir que tu interlocutor tontee inocentemente con tu mujer mientras tú le engañas con la suya. –¡Pero nosotros somos solteros! –Mejor todavía. El del brazo pegado, dijo luego: –¿Y qué haremos con ese desgraciado de pueblo en cuanto nos hagamos con la fórmula? –Le paseamos por la ciudad para que sirva de ejemplo a los demás. Que se enteren que nosotros vamos en serio, que estamos dispuestos a todo, que nadie nos va desbancar ya, que nos vamos a quedar aquí para siempre. –¿Y luego? –Que se pudra junto a los patos del río.

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Chulo de ojos verdes. El chulo de los ojos verdes jugó con el percutor de la pistola. Dijo: –Ni me gustaba el viejo, ni su socio y menos este saco de patatas socio de su socio. Teníamos que haber acabado con ellos. El Muff lo está corrompiendo todo. Los aficionados terminan siempre entorpeciendo los negocios. –Es buen momento para finiquitar a los canónigos –dijo Carla. –Dudo que acudan. –Sin ellos no hay fiesta. La juventud es muy engreída. Hay que acabar con ellos. Acudirán. –Eso espero –dijo el chulo guardándose la pistola. –¿Qué piensas hacer con ese idiota en cuanto nos hagamos con la fórmula? –le preguntó Carla. –Darle un largo paseo por la ciudad. –¿Y luego? –Que se pudra junto a los patos del río. En comisaría. –¿Usted cree, jefe, que acudirán todos? –preguntó Magallanes a Bocas en comisaría. –¿Qué ratón desprecia un buen queso? –dijo Bocas. Y añadió después de limpiarse las uñas con el mondadientes: –Modositos en mi confesionario, ya lo verás. Cash, cash. Confesión y reparto de penitencias. Si matamos la gallina que sea después de incubar el huevo para que nazca su descendencia. Yo te doy una cosa a ti si tú me das una cosa a mí – y repitió con voz cantarina–. Yo te doy una cosa a ti si tú me das una cosa a mí. ¿Estamos? –¿Y si no entran en razón? Canturreó de nuevo: 225


–Tú me das una cosa a mí y yo ya no te doy ninguna a ti. –¿Y si se niegan a pujar? –¿Quién puede negarse a la autoridad? –Ellos, jefe. –Actúen entonces sin contemplaciones. –¿Y si nos sentimos amenazados? –¿Qué se hace con los trapos viejos y sucios? –preguntó Bocas altivo. –Se tiran a la basura. –A la menor sospecha ¡disparen a todo lo que se mueva! –dijo Bocas enérgicamente– ¡A todo, coño! ¡Pero quiero la fórmula y la ubicación exacta de esa jodida tierra! Desde la ventana. Desde la ventana del cuarto de la pensión vigilaba Remojos con prismáticos el trasiego de gente en el snack. El primero en aparecer fue el jugador de ajedrez portando un estuche donde se supone llevaría el tablero doblado y las fichas. Poco más tarde los dos canónigos con sus mochilas negras. Adela, la mujer enlutada entró decidida un poco más tarde, y tras ella el de los calcetines blancos y zapatitos de charol; finalmente, el tipo camisa color vino acompañado del chulo de ojos verdes. Descubrió a Magallanes y a otro que supuso también policía. A Magallanes lo reconocería en cualquier circunstancia. Tenía sus huellas dactilares dibujadas para siempre en la cara. Estaban todos los citados. Los jefes envían a las hormas que se creen zapato. Las abejas liban el néctar mientras la reina se prepara para el cortejo de zánganos. Faltan los peces gordos porque ningún jefe chapotea en el aceite, ninguno se ensucia las manos. Los canónigos, sí. Pobrecitos. Ni Bocas ni el Congresista ni Carla, pero sí el canónigo mayor y el otro más canijo del brazo pegado. Pobrecitos, se dijo pensando en ellos, son 226


tan cretinos y suficientes que ni siquiera delegan el trabajo sucio a mandados. Plan de acción. Según lo dispuesto en el plan de acción, a las seis Remojos entra con la fórmula a subastar y la escritura de propiedad de la tierra; tras él se canda la puerta, colgándose el cartel de “Cerrado por defunción”. Bocas ronda por allí cerca. Un jefe es un jefe. Con los prismáticos anduvo buscándolo. Efectivamente, por la ventanilla del coche negro de camuflaje aparcado en la esquina salía el humo gris de un tamaño cuatro, por lo menos. Un jefe de policía sólo muestra la cara en el telediario, para lo otro están los subalternos cabreados al tener que levantar el culo de la silla de las oficinas del carné de identidad. Remojos, por supuesto, tampoco iba a arriesgarse estúpidamente: había estudiado con los jesuitas y de estrategias había aprendido lo suficiente. A pocos minutos para las seis apareció por la esquina dando tumbos el menesteroso del tetrabrik ocultando su rostro tras el balón de playa. Le acompañaba el otro indigente tan sucio como él. Remojos respiró aliviado. Como un reloj. Cumplían la palabra dada. Triste se bamboleaba como si fuera a citar al cinqueño más peligroso de la tarde. Se le daba un aire torero. Comienza la función.

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17. Dos borrachos en el snack. El vagabundo del tetrabrik aguardó a su compadre que se había puesto a orinar en un árbol, y luego ambos con un aspecto desagradable y la barba manoseada de un gris sucio, se asomaron al local. Dando tumbos penetraron apenas un metro. Examinaron con descaro la disposición de las personas en su interior, y avanzaron tropezándose con las mesas. El del tetrabrik portaba el balón de colores llamativos. Parecía feliz, mostrándolo en alto como un niño pequeño. La de la barra les llamó la atención: –Aquí no podéis entrar. Tenemos reservado el derecho de admisión. ¿No sabéis leer? ¡Largaos! Se trastabillaron y el vagabundo, dijo: –No estamos borrachos. –Sí que lo estáis. –Tenemos dinero para pagarnos un vaso de vino. Y volviéndose al compadre, dijo: –Dile a esta que tenemos dinero. –Nos ha tocado la tómbola –dijo Triste. –Pero yo no quiero serviros. –¿Y por qué? –preguntó el vagabundo– Eres muy guapa. –Venga, fuera. –¿Tienes novio, bomboncito? –dijo Triste. –Largaos, borrachos. Apestáis –Sí que eres muy guapa. Una vieja entró inesperadamente en el local y les empujó de malas maneras para que se hicieran a un lado, y sin mediar palabra, con una habilidad asombrosa, se puso a apostar a los galgos apretando botoncitos por un lado y por otro. No le bastaba con un televisor porque necesitó dos para completar su juego. Se dirigió a la del bar: –María Micaela, ¿me toca ganar hoy? 228


–No lo sé, señora –dijo la muchacha del mostrador. –Llevo una semana perdiendo todos los días. –La suerte va por rachas. –Algún día me tiene que tocar. –Seguro que sí. ¿A qué número juega usted hoy? –Al cinco. –Pero hoy no corre el cinco. –Pues yo he apostado el cinco. –Sería el ocho. –Claro. Seguro que he apostado al ocho. El tipo que jugaba al ajedrez ocupaba la última mesa, la más cercana al servicio. Tenía la partida muy avanzada, de modo que podía darse mate a sí mismo en cualquier momento. Tras la columna de la izquierda la mujer enlutada untaba en el café el bollito de nata. El vagabundo se fijó que tenía colgado el bolso a la derecha, y encima abierto, en la silla próxima al pasillo. Generalmente las mujeres colocan como medida de seguridad el bolso lo más lejos posible de la zona de tránsito. Eso lo sabía muy bien él, por las dificultades que encontraba en la Plaza del Ayuntamiento para echar mano a carteras ajenas. En este caso, la silla de la izquierda era la más cercana a la pared por lo que lo lógico es que el bolso lo hubiera situado allí. Buen observador, le pareció que pesaba algo más de lo habitual. La correa estaba tensa, como si la fuerza de la gravedad tramara secuestrarlo arrojándolo primero al suelo. Había también dos hombres sentados. Uno de ellos vestía una chaqueta gris, holgada, con mala caída de hombros. Naturalmente, policías. No hablaban. Tenían aspecto de estar aburridos. Uno miraba de vez en cuando por la cristalera, buscando algo entre los transeúntes de la calle. El otro, no; el otro no perdía de vista al pasillo, como si en el 229


pasillo se estuviera celebrando un espectáculo invisible a los ojos de los demás mortales. Uno de los canónigos se levantó a pedir una cerveza. Pagó, no dejó propina, retiró el botellín y volvió a sentarse en una de las mesas centrales. El vagabundo le dijo mostrando el balón: te lo vendo. Y el canónigo que parecía a la espera del ligue de media tarde se lo quitó de encima de mala manera: lárgate, payaso, estorbas. El menesteroso se trastabilló y al agarrarse a la otra mesa se fijó en el tipo de los botines de charol y en el chulo de ojos verdes que lucía un grueso solitario con un pedrusco rojo. El chulo le empujó de nuevo al pasillo: no molestes, imbécil. El borracho sonrió y al abrir la boca exhaló el reflujo ingrato de la mala digestión y el golpe ácido del aliento invadió con desagrado el local. A las seis en punto, eructó groseramente, rió sin ganas, y exclamó: –¿Sabéis que os digo? ¡Ojalá vuestros hijos nazcan sin culo! Exageró el par de tumbos para recabar todavía más la atención y luego, inesperadamente, lanzó el balón de playa con violencia hacia el centro del snack, gritando: –¡Nos veremos en el cementerio, cabrones! Entonces Triste con una agilidad asombrosa sacó a relucir una pequeña pistola y disparó con acierto al balón. Fue entonces cuando se desató el infierno. El del ajedrez volcó el tablero; el de los botines se tiró instintivamente al suelo; la mujer del bollito de nata hizo un gesto extraño, como si le viniera un estornudo inoportuno, y el inspector Magallanes y el otro policía comenzaron a disparar descontrolados. El canónigo mayor se lanzó contra la pared y descargó también su pistola. El fuego cruzado duró apenas un par de minutos. El de los ojos verdes fue el 230


primero en ser alcanzado. Una bala suelta se estrelló en el cuerpo de Magallanes cayendo en redondo, como una pelota a estrenar de tenis. El menesteroso del tetrabrik sintió cercano el silbido empalagoso de una primera bala antes de abandonar el local empujado violentamente por Triste. Dos balas más terminaron incrustadas en el marco de la puerta del snack mientras que otras dos acertaban de lleno a la pobre mujer en el momento que llegaba a la meta el número ocho, dejándola con los ojos desteñidos para siempre. Con el desconcierto de lo imprevisible, el local de apuestas desertaba de su condición de viejo decorado de película para convertirse en un infierno tintado a brochazos de sangre negra. Los bomberos fueron los primeros en aparecer.

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Epílogo. La huida. Remojos recogió en la esquina al vagabundo y a su compadre emprendiendo rápidamente la huida. En la confusión de las sirenas de emergencia, erró en la rotonda. Tomó el cruce equivocado. Regresó para evitar el descampado, pero una de las salidas ya estaba cortada. Los vagabundos aprovecharon la parada para bajarse del vehículo. El del tetrabrik dijo como despedida “me he quedado sin balón para jugar”, y Triste le respondió “ya te comprarás otro, venga, corre”. Los vio alejarse entre callejas. Remojos volvió a confundirse entrando en la curva cerrada; sin retorno forzó al coche a descender por unas estrechas escaleras obligando a una anciana a retirarse a un lado, condujo por dirección prohibida y apareció casi de milagro en la gasolinera. El base de Detroit se le acercó. –¡Dios santo, qué follón! –No sé lo que ocurre –dijo Remojos– pero me han empujado hacia aquí. Yo quería coger otra salida. –No se preocupe –le dijo amablemente el de la gasolinera–. ¿Europa o África? –Europa –dijo Remojos. –Pues ni río ni señales. Tome usted el camino de cabras de la trasera, siga un par de kilómetros, dará a una comarcal en desuso, continúe recto y a cinco kilómetros saldrá a la autovía. No haga ni puto caso a los indicadores. Si ponen norte le están mandando al oeste. En caso de duda coja el que ponga sur. Ya sé que el sur es África, pero el tipo que puso los letreros no lo sabía, y el comisionado que lo enchufó tampoco, así que colocó los sobrantes a la buena de Dios, como le vino en gana. Para cuando las noticias ya estaban volando en la radio, Remojos pisaba a fondo su Peugeot por la autopista. Seis o 233


siete muertos, enorme confusión. Un tipo con los ojos verdes, otro al lado de una mochila, una mujer vestida de negro, un bailarín de claqué, un estudiante de la universidad, y como daño colateral una pobre señora cogida entre dos fuegos delante de la máquina de los galgos. El parte. El representante del ministerio del interior convocó de urgencias una rueda de prensa sin preguntas, y dijo: –La policía ha desarticulado un peligroso comando terrorista. Todos los muertos forman parte de una célula de legales infiltrados en nuestra sociedad. La policía venía siguiendo su pista desde hace unos meses. Gracias a un topo, teníamos controlados sus pasos. La operación bautizada con el nombre clave de “Cernada”, que como saben ustedes es el resto de ceniza que queda en las glorias cuando se las enciende para calentar, ha constituido un rotundo éxito que ha evitado el derramamiento de mucha sangre inocente en el futuro… Gracias a la diligente actuación... Entre las bajas, dos inspectores del… Daiquiri. Con el daiquiri en la mano, gafas espejo, música caribeña a todo trapo, vestido con un llamativo bermudas de colores, y bajo un parasol de paja, Remojos se imaginó al bueno de Germanines contando a los viejos, en su residencia del cielo, sus andanzas por el Páramo, cómo había dado con el picón allá donde el invierno deja aislados a pueblos enteros, y cómo hay ingenuos que compran mierda sin saber antes quién ha defecado.

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