Prólogo He anotado en mi libreta: “Veintisiete de abril”, y un poquito más abajo: “Florecen”. Son árboles hermosos, de rama fina y apuntada al cielo; no delatan su edad, pero sé que hace once o doce años, cuando Andrea empezó con los arrechuchos (en la sobrenoche, sus ojos fijos en la pared, breves ansias de corazón, toses, suspiros velados a duras penas y el deslizarse por la casa con pies arrastradizos, trabajosos, para apagar la luz del baño prendida en la alta madrugada, mientras el lecho tibio iba enfriándose sin esperar acomodos del cuerpo); cuando todo eso, empleados municipales nos trajeron esos árboles enjutos, espiritados, que aspiraban a la indulgencia de la nube o a su intemperancia, al ruido de futuras aves que buscarían pensión para una noche: grajillas, estorninos, gorriones, entre hojuelas duras y aserradas, ásperas al pulgar –papeles de verbena china– bajo el viento marero que nos llegaba desde la Costa de Galicia, a galope sobre los cantiles, contra el oraje, las rompientes y la resaca sempiterna del finis terrae. Estos árboles, cuyo nombre ignoro, son alegres, jóvenes y un punto osados, pero deben vivir –gavieros urbanitas– silueteando una chopera, parándonos un poco el corazón al verlos entre el cemento y al lado de automóviles de carrocerías charoladas, tan amenazadores éstos con sus trasparentes parabrisas y el CO2 de sus humeantes tubos silenciosos. He recogido las legumbres en el colmado, junto a mi casa. Es una tienda de coloniales, pero yo digo “colmado” porque así lo dice Bonafoux, mi amigo mallorquín, descendiente, en línea de bastardía, de los corsarios que recorrieron, a mediados del dieciocho, el mar de Ulises en incontables singladuras, armados ellos de un par de cule-
brinas, arcabuces de mecha y sable corto de abordaje –en siglo de casacas, pelucas e ilustraciones–, cuando la Corona pagaba sus buenos reales a los marinos de dudosa índole que pretendían, por roer la miseria, la desesperación y el aburrimiento, armarse en corso y dar sustos y estocadas a franceses e ingleses... Compro, tras detenerme en las alacenas, aferrado a un capricho presuntamente soportable, lechugas, brécoles, remolachas y espárragos trigueros (lujo asiático, aquí dicen), encaramada la imaginación a un surrealismo de raíz hortícola o marinera: “langostinos de Ibarra”. Hurtándome a los ojos de la dependienta, palpo unos plátanos, luego, melocotones de esos que viven bajo la lona y maduran con luces artificiales; acaricio después la superficie de un kiwi, cuya bastedad me lleva –San Agustín y el conde Sade me disculpen– al vello púbico de las niñas, de las doncelluelas, de las vírgenes. Toda esta fruta no está atemperada, le falta sazón; los parroquianos no parecen saberlo o se encogen de hombros ante estos crímenes de congojosa naturaleza. Pagan y se van; se marchan los individuos... “Usted, don Telmo, soba la fruta, ¡Señor, qué aguante!”, me espeta la propietaria sin enfadarse del todo. “Tengo las manos limpias, los dedos suaves y, además, esta mañana me corté las uñas”, le respondo. “¿Las uñas?”, dice. “Sí, dona, las diez, hasta el dedo más chiquitillo.” La dueña me guipa de buen talante; abre la boca para venirme con un discurso sobre la higiene o la compostura, pero algún hilo de su pensamiento se le traba: es una guedeja. “Ta usted bueno...”, muge. Dejo la bolsa en el portal, junto al trastero, con la intención de recogerla más tarde, pasado ya el mediodía. Vivir sin ascensor es penitencia para Sísifo –por más leve– y a mí me abruma diariamente. He contado los escalones, los peldaños; son ciento doce y se soportan por los descansillos
que, para consuelo de puretas, pensionistas gotosos, patizambos y enfermos del corazón, gozan de una especie de balda cruzada, con dos apoyos para reposar los culos flácidos e indeseables. Hace lustros subía yo con ritmo maratoniano, sin poner los dedos en una barandilla que por la indolencia de los vecinos deriva hacia el hueco de la escalera y da terror a la perra de aguas, Mari Beltza, animal dulce y mimoso, cuidada, con amorosa solicitud por su propietaria, quien, entre ladridos, jadeos y lametones, cumple con la obligación (su puntualidad es de clepsidra o reloj de arena) de sacar al chucho tres veces al día: con las claras, hacia las cinco y, por la noche, según el reloj de Las Salesas da el postrer cuarto de las diez. ¡Cinco pisos, Señor! Abandono, ya lo dije, las compras en un trastero donde también guardo el aguamanil de buena loza y una litografía con gamos, corzos y animales de cuerna, todos perseguidos por canes de mala fe (puntiagudos dientes para hacer carne), serviles como sus perversos dueños, que aparecen parapetados, tras escopetas de cañón doble, en un sotillo de jarales y de ramas bajas, resguardo este tan cutre y malhadado como las almas de los impíos cazadores. En una esquina del cuartucho, una bicicleta fija, despintada, que Andrea se empecinó en comprar por aquello de los gramos que le retienen las hojas de ese librillo –rojas, según Delibes– llamado menopausia. Encima de la bicicleta puede verse un maletín de becerro –piel lustrosa y a manchas– con el cierre de cobre devorado por las púas del óxido: maleta en la que llevé, durante cerca de veintisiete años, muestras de cuchillería colocadas en buen orden sobre los departamentos de su interior. Otras pocas cosas guardo en el trastero (pieza apenas más ancha que el habitáculo del más humilde cartujo); allí, un tipo de podadera que fracasó estrepitosamente, algunos tiestos de jardín, una damajuana
de infinitos ojos zarcos y un patinete infantil con las ruedas pinchadas, juguete reservado a uno de mis vecinos y que, a todas luces, nunca ha de reclamarme. Al salir apago las luces de la escalera. Próximos a la dársena, en el puerto, la chavalería recoge minúsculos animalillos, subespecie de cochinillas de humedad, aposentadas en la franja que divide lo seco de lo húmedo, entre las dos mareas. Prendidos en el anzuelo, cogerán lubinas o, en zonas de mayor fondo, salmonetes. Los veo faenar en la escalerilla, junto al embarcadero de los Optimist. Llevan las camisas arremangadas, no tienen frío (el frío es para los viejos, para las damas de la buena sociedad, tapirujadas ellas en sus pieles de animales sangrientos, para los pusilánimes o el suicida inmediato). Por la bocana del puerto entra un yate vetusto, de color caoba, empujado por sus foques y sin motor auxiliar. Un hombre, una mujer y un niño, despatarrados en cubierta, están atentos a la maniobra. Reconozco la enseña de la cruz azul. Son fineses. “¡Ah, bandera; cual la patria, tus colores son puros!”, suelen cantar. Hablan un idioma rico en consonantes y se mueven con pereza y gravedumbre –la piel, dorada; los labios, comidos por el salitre y los soles equinocciales–. Me sonríen. “Que la luz del regreso os sea propicia”, les grito. Ellos no entienden, pero abren sus bocas, me miran con inesperada simpatía. Por la noche, los dos adultos estarán muy borrachos, afectados por las libaciones de nuestro coñac y el gozo de estar vivos, de haber tocado puerto al sudoeste sobre la fragilidad de la madera, los cabos y la lona, contra vientos inoportunos, calmas chichas, olas arboladas y lunas pálidas y brillantes cual sumergidas en alcanfor. –¿Pasas envidia? Oigo la pregunta detrás de mí. –¿Eh?
Me vuelvo. Es Cosimo. No me lo imaginaba a esta hora y acá. –Vaya –murmuro. –Tienes curiosidades de jubilado –me dice él, enseñando los dientes. Una muela de oro ratifica su malicia. –Anda, no incordies –le gruño. –Te vi de lejos –dice Cosimo–. Y, como estoy ágil, te he dado alcance. –No presumas. –Venga... Lo agarro por el brazo; hago pinza con los dedos. –A estas horas deberías estar sobre tus dos periódicos –le digo–. O con los nietos. ¿Qué se te perdió en este barrio? –Es la primavera –dice. Suelto la tenaza. Lleva un jersey gordo, hecho con nudos de lana fuerte. Huele a sudor, o a pintura, o a nuestro vicio más habitual. –Tú volviste a los Celtas –le acuso–. Poca voluntad. –Te lo contaré mientras andamos –dice él–. Es historia repetida, de cobardones. Conozco a Cosimo del club o de la asociación –tanto monta–. También estuvo en esto de las representaciones, requerido por un taller de Arrasate que hacía útiles y herramientas para el campo. Aún poseo un tajamatas que me regaló y que me sirve de pisapapeles. Tuvo sus ganancias y las perdió en un negocio presentado cual panacea o recurso de su vejez. Era el setenta y la economía en el norte se fue al traste. “Me hundieron los rodamientos”, solía decir, y uno ignoraba, de tenazón, si se refería a las bolitas de acero importadas de Rusia o a las rótulas, goznes, bisagras y choquezuelas que conformaban un cuerpo ya muy dolido por la artritis. “Te arruinaron”, le decía yo. Y él: “Eso, las bolas aquellas de mala madre...”.
–Pita la sirena de las doce –dice–. ¿Tienes tiempo? –¿Para qué? –Coño, para dar la vuelta al Paseo Nuevo. ¿No era ésa tu intención? Cosimo hace un gesto receloso. Se sube el cuello cisne. –¡Qué va! –Me enrrumé –apunta–. Si arriba sopla el oeste… Dice enrrumar y façada. Esto le ocurre porque vivió en Francia algunos años: pocos. Primero, en Niza; en Montluçon después. Trabajaba para una cementera. Fue antes de la ferretería. Él echaba pestes de los franceses. –Continúas con acento –digo, pinchándole. Se me acalora, dice: –La mitad, colgados; la otra mitad, châtrés. –¿Y las chavalas? –Agua que no beberás... –Pero habrás bebido. Cosimo me contempla con un fulgor en los ojos, chispa triste, derrengada, venida a menos. –En Marsella conocí a una japonesa: Mitsouko. Eso era una mujer. Compañera para los días malos y los buenos. –¿La abandonaste? Cosimo se saca un cigarrillo de no sé dónde. –Es mi ración –dice–. Tomo uno al mediodía y otro a los postres de la cena. No mucho. –Se nos fue la nipona –digo, asediándolo. –Y con un griego... –suspira–. Éramos amigos. Los tres. Pero, con él, ella podía dar la vuelta al mundo. Ése era su único pecado. La víspera de marcharse me pidió perdón. Y me dijo: “Dios permita que te vuelva a ver... Y no te apenes, el tiempo es un gentilhombre”. –¿Lo es? –En absoluto. Es un canalla, rufián lleno de mañas y de trucos.
Pienso en mi espejo, en la luna picada y carcomida por los bordes. En lo que trata de decirme a diario. –Cura las llagas –le respondo–, pone sordina a los males de amor. Lo leí en los libros. –Libros, mujeres, tiempo que te arroja sal sobre las llagas. Es mejor pensar en otras cosas. Doblamos el paseo a pie enjuto y a paso suave, de cincuentones. Un delfín salta en la rompiente, cerca de la Bantxa. Los pescadores del puerto le bautizaron Paquito. Es un solitario cimarrón y se alimenta de verdeles y anchoas caídos desde los barcos de bajura que se arriman a la bocana. Un aprovechado. Pero a los chavales los fascina y siempre hay críos en el paseo porque quieren verle la aleta y contemplar sus cabriolas de títere animoso. Cosimo mira hacia Zarauz; festones gruesos de nubes dan al mar color agrio, de pizarra. Las olas, antes tendidas, se revuelven. Se ven borregos en la alta mar. –Este aire traerá golpe –dice mi amigo–. Verás tú. –Va a llover de madrugada –gruño–. Mejor para los árboles. –¿Qué árboles? –Es un secreto. Los árboles. He apagado la televisión poco después de dar la una. En la tele, además de las noticias para pudrirte las entretelas, salen muchachas harto vistosas, adornadas con el ardor y la despreocupación, tonta o sabia, de la juventud; juventud que un día fue nuestra y se nos fue entre las uñas como arena, polvo de esmeril o lágrimas en la tempestad. Se van los años dejando huellas, imágenes, bártulos inservibles, cosas desnudas, caedizas o perecederas; toda esa morralla te hace un gesto de lejana amistad, mueca displicente pero que pudiera tener el barniz de los encuentros mantenidos, del adiós, de posesiones mínimas, de miedos bajo el cielo 9
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raso junto al ratoncillo que te recuerda, con ojos de metalistería, que ya no hay vuelta atrás ni punto de retorno, sino lustre o baba, impregnación dentro de nuestro poros –inadvertida tiritona– para que vivamos y cohabitemos siempre con todo ello... Salen chicas en la tele; como melocotones tiemblan sus nalgas. Son de fruta. Si las abriésemos en canal, saldrían productos de una huerta, savia –no sangre ni heces–, especias de buen olor, semillas, algún pájaro, alguna mariposa mojada aún por la adscripción a su capullo... Al apagar el aparato se me eriza el vello, se vuelve hirsuto. Las radiaciones. Me acerco a la ventana y corro los visillos. Oigo un deslizarse de neumáticos; llueve. Caen finas hebras de lluvia, cual hilanza, sobre los brotes, en las cortezas limpias por el improvisado maniluvio. Brillan las calles, me deslumbra el alquitrán. Apunto luego en mi libreta: “Una y veinte de la madrugada. Veintiocho de abril” Llueven ares y mares. Soñé anoche con Andrea. Estaba en el balcón, peinándose, en una casa que nunca fue la propia, casa de sueños, adherida a sus amos, a sus criaturas. Debajo del balcón, el mar, muy espeso él y de color índigo subido: un horizonte corto, de teatro, sin embarcaciones. Volvió Andrea la cabeza y me dijo: “Está el mar”. “Ya lo sé –respondí yo, y sin venir a cuento–: No te descuides...” Me casé con Andrea en febrero del sesenta y cinco. Nació en Behobia. Su padre era artesano: pulidor colosal, habilísimo para construir herramientas a partir de cualquier tocho de acero. Decidimos que nuestra luna de miel transcurriera en la isla de Mallorca. Contra opiniones comunes, nos aguardaba un clima desapacible, la soledad de los parajes meridionales, las tierras yermas, el mistral. Subimos al monasterio del Lluc en nuestro automóvil, entre curvas tortuosas, bajo un paisaje de pinos de copa ancha y cuello des10
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peluzado, donde el escaso sol nos hacía guiños y parecía el alcahuete de nubes gruesas y esponjosas, cohortes que repasaban el cielo en los rudos brazos de la tolvanera. En el Lluc comimos caracoles y compramos una cinta con los tonos emblemáticos de Mallorca: gualdo, morado, carmesí. Volvimos al atardecer. Nos cruzaban, sobre el macadán, lagartos grandes y erizos. Briznas de hierba pálida iban enredándose en el parabrisas, y algún payés, calmoso, nos miraba pasar, con mezcla de indiferencia y compasión, para apartarnos pronto de su pensamiento... Mucho después, Andrea empezó a reunir, como si se tratara de naipes o huesecillos, los recuerdos. Los peores los borraba, hacía por anularlos. Los buenos fueron breves. Los regulares se los fue adhiriendo a la porción más desnuda del alma, la menos protegida. Así, de esta forma tan dulce y cruel, recorrimos las viejas sendas: a impulsos del corazón. Revivimos momentos filtrados tras los boquetes y junturas del alma; todo por incuria, por pereza y, si me apuráis, por el pecado de desconocer su densidad, su peso, su valor trascendido. Y sucedió aquello de reabrir las flexibles carpetas de los estantes, coger la lupa con dedos temblones, soplar el polvo de las láminas, alisar los pliegues amenazados por la polilla, poner de pie lo derribado en la indolencia, acariciar lo que nos parecía insustancial y acaso se moviese entre las cosas sagradas. ¡Qué pureza tiene la ingenuidad, cuánto destroza! He salido a la calle a mediodía, después de hacerme la cama y preparar un guiso de lentejas que se ha quedado, como san Lorenzo, en la quemadura de la olla exprés. Y, ya en la calle, me he topado con Echarri. “¡Qué bien vives!”, me dice jovialmente, como si no estar muerto supusiera, de añadidura, un bienestar superlativo. “Así...así”, le contesto a lo tonto, porque resulta preferible la envidia ajena, a la compasión. Y él me tienta: “¿Hace un vermú?”... En el bar 11
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de la Victoria, los morros de ternera cobran renombre cuasiuniversal. Nos comemos una ración, acompañada de dos riojas purpúreos de indubitable solidez. –Vengo de cobrar la paga –dice. Yo le corrijo: –La pensioncita. –Da igual. A Echarri lo conocí en la empresa. Él era jefe de compras, y yo viajante. Tiene buen aspecto a sus sesenta y pocos. Viste chándal azul; prenda de deportista o de jubilado. –Vengo del monte –dice–. Hay que mover las cachas. –Oye –le pregunto–. ¿Cuánto cobras de la social? –Una birria –dice, algo molesto por mi impertinencia. Luego, contraataca–: ¿Y tú? –Ni una perra –digo. –¿Eh? –Me pasé treinta y dos años cotizando a la mutua. Tú ya sabes..., la que respaldaba a los comisionistas. Pero quebró en el ochenta. Los empleaduchos y los burócratas se trajelaron los fondos. Volavérunt. –¿Reclamaste? –Fue inútil. El Estado sólo protege a los deshonestos. Echarri, de soslayo, mira su copa. Apenas sabe qué decir. –¿Y cómo te las arreglas? –indaga sin mucha curiosidad. –Con cuatro ahorros –le confieso–. Y porque gasto menos que un ruso en catecismos... Regreso a casa después de cruzar el puente. Junto a la última farola, un niño, con unos metros de sedal, intenta capturar cuanto llegue con la marea. (Me preocupan los niños; hay algo en ellos de arrebatado, de ansioso. Y el ansia es mala. Luego, cuando maduren tras la pubertad, toda esa basura se cubrirá de cinismo y disimulo...) Cerca de mi casa, en jardín liliputiense, ocupo un banco de madera. Es tem12
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prano. Una señora pasea al perro; con una bolsa recoge lo que el chucho expulsó. Ella sonríe mientras perdura en mi paladar el temple del buen rioja, que no obstante me da acidez. Y, para mi pena o pequeño bochorno, también en esto me vine abajo. El vino es una gloria y le tuve afición. Otros se desasosiegan por las mujeres, la gastronomía o los deportes. Todo eso puede convertirse en vicio. No me afectó. Pero he bebido mucho, aunque sin pasarme, conocedor del punto exacto donde el hombre debe detenerse, si es cabal, si tiene sentido de la medida. Entre mis preferencias estaban los tintos de cuerpo firme, caldos fuertes para templarte la sangre, para entibiar las asaduras. En mis viajes al Bierzo, yo no renunciaba a la sugestión de regalarme, antes de las comidas o las cenas, con ese vino pellejudo, testarudo, de uva Mencía, que atesoraba untos de terciopelo y dormíase en el gaznate para que de él no te olvidases con facilidad. Hacía yo la ruta del noroeste: un cabo en Toro y otro en Ponferrada. En León, con sus calores en verano y sus heladas en invierno, pasada Tierra de Campos (que bien pudieran ser campos de tierra, como alguien muy avisado supo decir), cenaba yo con un amigo, dueño de una editorial y escritor a ratos libres y dichosos, en tabernitas del Barrio Húmedo, muy próximos a la Pulchra. Nos regalábamos con tacos de jamón, el entrante; luego, sopa castellana y bisté de la tierra: carne jugosa, dadivosa, que nunca nos defraudó. Nos daban las tres, las cuatro, charlando de esto y de aquello, sobre un mundo inaferrable. Nuestras almas discurrían paralelamente. (En la vejez, cuando con el auxilio del valor damos entrada a los aconteceres de mayor enjundia, sucesos al parecer menores se nos agrandan, se nos arriman al corazón y allí, entre los pulsos de la sangre, echan sus redes. Estas tertulias leonesas, sin relevancia en su momento, se me vuelven hoy hitos, reductos, señales de travesía. ¿Quién, 13
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a las puertas de la senectud, no se estribó en parecidos pilares?) Después del apretón de manos o el abrazo de despedida se iniciaba la rutina consuetudinaria: esperas en los andenes, fondas con habitaciones sin servicio –siempre ese tedio de los minutos vacuos– y visitas comerciales a las cuchillerías de mi zona... Al pensar en estas menudencias distraigo el tiempo. Pronto, desde su torre, un petirrojo de pechera rubí, decidido a buscar pareja o amistades, pone azúcar en la hora, hace inestable este mal trago de las dos, cuando la gente se precipita sobre la pitanza, tras besar a los niños y exigirles informes –superficiales en su mayoría– del colegio. El petirrojo pide a la Providencia lo que ésta, tan inconsciente y hosca, tan poco dada a lo favores exclusivos, quiera darle. Calienta el sol y las acacias echan retoños. Hay cardos y simientes. Los hombres están muy lejos, allá abajo. Las gaviotas ya se marcharon hacia los vertederos de la ciudad. No hay predadores, no hay peligro. El petirrojo, si su cerebro de quince gramos diera de sí, pensaría que la felicidad se asemejaba a ese instante único, a ese corte frágil en el tiempo. Yo se lo digo: “Muchacho, carpe diem...”. Apunto: “El primer petirrojo de la primavera. Las dos y veinticinco del día veintinueve”. Almuerzo alubias de bote, acompañadas de pan muy ancho, con mucha miga –pan español–, y al final mondo una manzana de aspecto sospechoso, de invernadero. (En el sueño breve de la siesta me he trasladado a una ciudad del sur donde suenan las olas, que no se ven pero se huelen, y los jóvenes, parlanchines, gárrulos, van en mangas de camisa, decididos, alborotadores. Perdí el machete de destazar –la joya de la corona– y en el muestrario sólo me quedaban navajas tristes, oxidadas, y una tijera para aves, con herrumbre y las hojas abiertas. El dependiente me miró un punto hostil, y yo me dije: “Tierra, trágame”, pero no quiso tra14
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garme.) Me despierto con décimas y, sin ninguna necesidad, voy por el muestrario, lo bajo del estante último del ropero. No, no perdí el machete. Sobre la tarlatana de morado oscuro relucen mis compañeros de fatigas, mis camaradas y ahijados, mis niños dóciles. Diez cuchillos de corte agudo, en gama de lo pequeño a lo superior. Cuchillos de hoja ancha, para carnes; de hoja fina, buenos para el jamón en filetes y para deshuesar. Cuchillos de panadero, con la hoja ondulada. Para pescado: terebrantes, terribles. Hojas de filo discontinuo, con vaciados múltiples; y planas, de cerviz gruesa, para tajaduras magistrales. Más abajo, machetes; los cuadrados, que resultan fieros, de espeluzno, y otros de distinto perfil: acanalados, apuntados, redondeados. Fulgen cuchillas capadoras, navajas de carraca y muelle, la albaceteña –que dicen suele templarse en las mochetas de las ventanas con parteluz, bajo los hielos o en los relentes invernales–. Y, por último, en departamento independiente, un regalo para coleccionistas y fans del arma blanca y la historia, puñal de doble filo con la inscripción en la empuñadura: “Hispania, Legio VII”. Todo este utillaje me acompañó treinta años. Bendito sea. Hoy intenté conectar con el petirrojo. Para mi desaliento, voló a otro árbol, a otro nido, a un paraje diferente. Los pájaros son imprevisibles, su libertad resulta, cuando menos, enojosa. Hay quien sufre terrores ante los insectos, ante los invertebrados: ciempiés, polillas, cucarachas. Las arañas son de otro mundo. Freud, que todo lo reducía a la presencia del sexo, aseguraba que estos bicharracos recuerdan a las mujeres su bajo vientre, el de Venus; de ahí, esa histeria que el orbe femenino siente ante los artrópodos. Y, sin embargo, son sexistas. Como la hembra humana, las arañas son astutas, poderosas, maternales. Y tan crueles, que suele ser natural la inmolación del macho, destruido por los quelíceros amantes en las postrimerías de su coito. Esto no aterra, sor15
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prende. El primate nuestro, el hombre, por mucha desarrollo que haya disfrutado –¿padecido?–, es también caníbal devorador, fagocita a sus semejantes porque eso ordena el primer mandamiento del poder: aniquila, záfate de quienes te acompañan, no te arrebaten aquello que más desees. “El mundo es cruel, dulce e indominable”, decía mi paisano Baroja, hombre a quien el espectáculo de la naturaleza le causaba un dormido horror. Alargada la tarde, ya vencida de lado, con suave matiz entre púrpura y violeta, mi amigo el petirrojo pugnará en su rama por el hueco mejor para dormir esa noche. Asediará, picoteará; si debe sacar ojos ajenos, la pupila, lo va a hacer entre piada y piada, con inaudita despreocupación y desenvoltura… (Recuerdo ahora la novela de un escritor británico, acaso Greene –porque hubo un tiempo en que, por distraerme en los hoteles, empecé a escribir algunas cosas: relatos, aforismos, poesías sin rima o con metro y rima, y a leer novelas–, en la cual, el protagonista tiene presa una araña en una copa de vidrio, vacía ésta y volcada sobre balde de aseo. Comienza así la acción, y la novela termina del mismo modo, con el animal inerme en su campana y mazmorra.) Es metáfora del tiempo, que no es lineal o, como nos asegura aquel simpático paralítico desde su silla de ruedas, no existe, y si existiese, lo haría con otros mundos que se entrecruzan sin comienzo ni fin, en red inconmensurable. En verdad, los pájaros nos engañan, y eso al margen de su belleza, de su esbeltez, de su aspecto iconográfico. Son, al igual que los humanos, unos encantadores hijos de puta. Con lápiz fino anoto en la libreta: “Aves y hombres somos unos bastardos”. Recojo el lápiz, lo introduzco en el bolsillo izquierdo de mi camisola. Hace tiempo, creo, que me perdí. Ayer estuve todo el día en cama, con faringitis, viendo 16
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las diversas variaciones del sol –porque hizo sol– moverse por encima de la colcha, llegarse a mí, cerrarme un ojo con su destello. Después, cual las mareas en octubre, aquel beso templado huyó hacia las esquinas de mi pieza, para posarse en la consola, en el aparador, en los objetos inanimados que ni sienten ni padecen. Pero ¿es verdad? No habrá una chispa de vida –vida inexplicable sin aproximarnos a su vértigo– en una piedra, en una roca abandonada junto al camino, en un hierro, en un muro entrevisto entre la avidez de las campánulas. ¿Qué conciencia, qué percepción? ¿Qué pensarán a nuestro paso? Las filosofías orientales, más de una, consideran divino todo cuanto existe: hombre, animal o cosa. Y si piensan de manera semejante, es porque ven en ellos –por muy simples que nos parezcan– un trozo desprendido de divinidad. Hermano lobo, hermana sombra (lo diría el de Asís). Todo regresa, se transmuta, todo acontece. Tengo memoria de un personaje novelesco que advirtió, postrado en humilde catre de posada, cómo hubo un instante indivisible, cual flash o fosfeno, en que los muebles de su pieza: tablas, tarimas, vigas, recordaron que alguna vez, hacía años, lustros, décadas y siglos (la eternidad es soplo, corriente de aire tábido), fueron ramas florecidas, fueron troncos entrelazados, fueron raíces. Ese despertar se mantuvo apenas un átomo de tiempo, la infinita traslación de un instante a otro. Luego, se cerraron los recuerdos débiles. La paz volvió a la habitación. Anoto: “En El desierto de los tártaros. Olvidé el capítulo”. Al ser el último día de este abril (“Funerales de abril frío, viento en la flor, dicha mala...”, ¿quién soñó en tales versos?), me acerco al círculo, a mi zoológico peculiar. Veo poca gente: un matrimonio desayunándose con café cortado y bollería; una señora, de moño recogido, que repasa 17
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las esquelas y crucigramas, y está Felipe, solo, tenaz, obeso, con los codos blanquecinos por sempiterna soriasis. Me mira, tose. Estoy a contraluz. Por la puerta se nos cuela abril, su frío húmedo y mata viejos. –Temprano –dice aquel hombre–. ¿Me buscabas? –Busco a una chica mona, no a un carrozón –respondo, haciendo puro surrealismo. Felipe se echa a reír. –Anda, siéntate –me dice–. Dale tregua al esqueleto. Las mesas son de mármol veteado. En ellas se escabullen las fichas de dominó, blancas o crudas. –¿Algo nuevo? –pregunto. –Un momio –responde él–. Lo de Benidorm. –¿Qué de Benidorm? –Oye, no te aclaras. –Felipe hace un mohín, se impacienta–. Hay un viaje al sitio ese de Alicante. Mediado junio. Se apuntan doce mujeres y cinco hombres. Las viudas suman nueve. Ah, y tres matrimonios. Una estancia de veintiún días. Y lo mejor… –¿Lo mejor? Felipe frota con regodeo el índice y el pulgar. Se le avivan los ojos. Concluye: –Cinco mil duros. Queda él pendiente de mi gesto, de alguna anomalía o visaje que suponga entusiasmo o, por lo menos, sorpresa. –Sé lo que es eso –digo–. Once horas de autobús, ojo a la próstata, hotel de cuando Fraga se bañó en Palomares, self-service a base de legumbres y morralla de pescado con más espinas que Cristo. –No exageres. –Y animadora de veinte abriles, con dos tallas menos de tejano, que, por vencer el malhumor, nos sacará a la pista para bailar la yenka. A Felipe, los desencantos le hacen arrugar la nariz. 18
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–Te pasaste –ruge. –Durante el día, una vuelta por la playa para orear los huesos mondos, comida corta, siesta y, si no se ha producido ningún deceso, concursos hasta la hora de cenar. –No es mal programa. –Para ti. –Apoyo las dos manos en el velador para acercarme a Felipe. Nuestras cabezas permanecen juntas. Le hablo en voz baja–: Y por la noche, ya se sabe, broncas repetidas de los matrimonios, radios descompuestas y viejos machos solitarios, eternos cimarrones, corriendo por los pasillos, con su batín a rayas, hasta dar con esa puerta que supuestamente, porque ocurre, se les va a abrir entre cuchicheos. A Felipe le molestan las críticas. Fue, durante muchos años, empleado en la Sucursal de Higiene. Grazna: –Eres un inadaptado. –Y tú, un viejo recalcitrante. –¡A Benidorm! –me grita el otro: su venganza. –¡A la mierda! –, contesto yo y alzo el dedo medio, a la italiana. Después de drapear, Úrsula, la guardarropa, amasijo inaceptable de carnes magras, me reconviene: –Don Telmo, no se me agite; luego, le llega lo de las arritmias. Que se guarde la caridad para sus biznietos. –Con Dios –digo. Tomo un calmante para dormir, tras fregar dos platos y enjuagarme la boca. Las sábanas están húmedas y me ayudo de una botella de agua caliente para entibiar la parte donde pondré luego los pies. Vuelve el sirimiri y, en el tejado, el agua se atraganta, se añusga, hace borborigmos; los canalones se limpian esófagos de fierro y decrepitud. El vecino de la derecha apagó la radio. Oigo, claudicantes, los muelles 19
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de mi somier. Pero no me duermo. No me duermo... Hacia la una de la madrugada he contado varios centenares de merinas y de locomotoras. Las locomotoras, siempre “chocolateras”, fueron recurso eficacísimo y vistoso para convocar el lueñe tránsito a Morfeo. ¡Cuántas madrugadas no habré esperado en estaciones cuasiperdidas, trenes que yo aguardaba con la paciencia y la ligera exasperación de lo inevitable! Me hice experto no sólo en cuchillos, también en locomotoras. Aún veo las de Franco, pintadas de verde oscuro, que escupían agua por el testero y guiños de azul de gas en el doble roce del pantógrafo con el cable–guía, a la altura de las catenarias. Las llamaron “cocodrilos” por su aspecto poco indulgente y porque los morros torcíanse en las curvas, sobre el bastidor. ¡Qué hermosas, cómo impresionaban! Luego, llegó el “torpedo verde” –la 4.000–, ciclón en los raíles, diesel hidráulica, locura de muchos maquinistas que terminaron rompiéndola sólo por culpa de sus delicados engranajes. Y la 290 DB.BB., asimétrica, asignada a los mixtos y a los expresos de recorrido más fácil. Con todo eso, mi pasión eran las “chocolateras”, camufladas dentro de sus humos, trastos de bojes rechinantes, las cuales, sin ayuda de los chorros de arena, patinaban sobre el raíl. Sentí ternura, simpatía, leves celos y admiración por aquellos maquinistas de buzo azul, cara ojerosa, boina hundida en el cráneo, que se llegaban con la gran fiera a los andenes, hombres apoyados de codos en el bordillo de la cabina, capitanes de barcos que trocaban el oscilante vaivén del mar por los resoplidos de las calderas, las palancas de maniobra y el olor permanente a las pastillas de coque... Pero seguían allí recentales y locomotoras, y el tozudo sueño, ensimismado con la cadencia de la lluvia, hacíase el desentendido. Además, esta deshora es activa. Buen momento para los protectores del hogar –manes, penates–, a quienes siempre dejo 20
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migas y sobras de la cena, algo de mi arroz viudo, quesillo o pulgarada de sal marina en los rincones menos transitados de la casa, donde ellos, suspicaces, gustan de guarecerse, ríndense al sueño, descuidan su centinela. Y es entonces cuando pueden hacerte suyo complicadas premoniciones, pesadillas recurrentes y dolores de espíritu. Hora difícil, aguja en el reloj de péndola que marcará la llegada de los otros trasgos del hogar, no tan benévolos, que recorren con patitas de harina las alcobas desamparadas y, al abrigo de las duermevelas, nos meten por el pecho sus morros leves de musaraña, de ratón, sin demasiada fe pero prestos a introducirnos, entre la carne que viste el cuerpo y la del alma, su ponzoña segura, pequeños vómitos, vapores fuliginosos con olor a rancio y las arideces de una pila seca. A esa hora, la pertinaz dama del alba pulsa los timbres, sube escalones con pies algo perezosos, ronda la alcoba de los niños, deja tras de sí su hilo de Ariadna, huellas de no perderse, apunta nombres en su carpeta de hule, fechas, lugares, trabajos a punto de decidirse o que muy en breve van a tener su cumplimiento, y lo suele hacer con eficacia de funcionario, sin un error, lejos de pesares o alegrías, magra del todo, semientornados los ojos; su cuerpo frío, donde no cabe el ánima, toca las paredes escarnecidas con rosas o con flores de una primavera que el durmiente, enfermo o invitado sin querer, no verá brotar, ni dilatarse, ni reverdecer el mundo. Pienso en Andrea, algo lejos para superar males ocasionados por la fatiga o la desilusión. Extiendo el brazo, el cobertor está frío, la almohada, húmeda y sin el hueco de su cabeza. Digo “Andrea” con una punta de resuello, por si aparece convertida en la cosa más simple, más alígera: palpitación de los visillos, rumor llegado de más allá, efluvio de la ropa sacada del tendedero. Ella, de bruces sobre el cable (la lencería, con una rama de espliego para dar olor, 21
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para ahuyentar el moroso giro de las polillas tras las crispaciones del cortejo): sombra enhebrada, cadencia... Acude el sueño y, en su clepsidra, ambos bajamos a La Calobra, entre los bloques que pintó enfurecido Joaquín Mir, donde nos esperan guijas tan redondas, que podría colocarlas bajo la superficie de la lengua, cual el óbolo de Caronte. Pero nos miran las aguas verdes o de intenso añil, y posidonias que mueven su cabello y suben hacia lo alto. Y en La Calobra nos amamos sobre una media luna de arena pálida, convertida en polvo (respira ella, y yo avanzo dentro de sus muslos –el rito del amor–, y el aire mueve su pelo, le abre los labios, juega con sus pestañas: diosecillo iridiscente). Así va a llegarme el día. Se marcha abril. Se va en las hojas del calendario. Despídese cual veloz caballero. Decido dar una vuelta por el borde del agua, hasta las rompientes del cinturón marítimo: cauce del jubilado, el turista y el pescador de fortuna. Antes bordeo la zona que conduce a las estribaciones de la playa. Es una parte comercial fea y movida, donde se concentran servicios, mercados, talleres artesanales, tiendas de todo a cien. Se ve ropa en las terrazas, y las chicas las sacuden a pesar de lo avanzado de la hora y la orden municipal; se les da una higa. Dentro habrá infantes tediosos, radios con su noticiero, un cocker en el felpudo por si alguien, con una pizca de altruismo, le permite olfatear los alrededores. Me acerco a una pescadería; amas de casa hacen la cola. Con esta mar entró caballa, verdel, chicharro grande y pringoso. Pero me priva el pez de anzuelo y palangre, algo menudo, cogido al alba o en el límite de la oscuridad. Una dorada de ojos ribeteados me otea desde su muerte frigorífica; sobre su dorso, los euros. Si yo fuese un individuo con alcances, no lo iba a dudar. “Deme una de las dos”, habría de decirle a la pescadora, quien ahora mismo frota sus manos maltra22
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tadas en mandil blanco roto. “Desescámelas”, añadiría... Pero la escasez, aunque la ampare el decoro, es una víbora y te aboca siempre a esas renuncias comunes, de volumen tolerable, que se acumulan en las afueras de la voluntad cual mondarajas, y dan frío, desazón y rabia mustia que soslaya, como socaz de fecales, las ganas de vivir. Se ciernen las renuncias como los golpes sobre la cara del boxeador “sonado”, llueven, rompen sus defensas y, al tiempo, le causan un dolor casi aguantable, flébil, y él no reúne la debida persuasión para echarse sobre el suelo, a la lona, hacia la inconsciencia y el aturdimiento, hacia la paz. Pues la riqueza no garantiza ser feliz, mas la penuria, en el lado opuesto (quien no lo admite, jamás estuvo en esos trances) nos llena de malquereres. Al volver del paseo, la gente se apresura hacia el tentempié, y alguien, desde un banco de madera, dice mi nombre. “Don Telmo”, oigo en una vocecita. Es una mujer algo mayor; lleva ajustadas y feas fundas de plástico que le cubren los botines (truco muy anglosajón para los días de lluvia, y añado esto porque los ingleses, al menos en las viejas modas, llevan la comodidad mucho más lejos que su sentido del ridículo, si lo tuvieron alguna vez). “Don Telmo.” Me paro para enjuiciarla. Es amiga de Andrea, profesora de inglés en un ático del centro, quinto sin ascensor que sometía al alumno a ejercicios suplementarios. Tuvo un florilegio de muñecas de porcelana –eso dice mi mujer– sobre muebles decó, a lo largo y ancho de los salones. Las muñecas, rubias, pelirrojas, morenas la mayor parte, intranquilizaban, cuando no infundían secreto horror, a los alumnos de English fuently, quienes debían soportar aquellos ojos con bola de contrapeso, fijos en su nuca o en las vértebras de la espalda.“What awful weather”, murmuraban para pasar a otra cosa. 23
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–Le han cortado la cabeza –dice la estantigua, y añade–: Por segunda vez. Sonrío. Subo la palma hasta el borde de mi propio cuello. Noto mi cráneo. –Está aún en su lugar –susurro. –A usted, no –dice ella, alborozada. Y señala algo con la falange de un dedo–. A la Reina. A María Cristina. La mujer, en su banco hecho de listones, queda a pocos metros de la estatua. Remata el paseo un parque municipal, visitado antaño por niños con sus familias, perros ansiosos, vagabundos extravagantes y alguna pareja joven con más rostro de abatimiento que de entusiasmo o júbilo. En su parte última, una casamata de tonos chillones permite a los rapazuelos deslizarse por un tobogán de cinc hasta dar con los pies o las narices en la hierba. –Ya sabe usted –digo yo–. Los vándalos –Porque a esos mozalbetes, en su hogar, sus padres no les soltaron a su tiempo dos buenas guarras –explica ella. Hago esfuerzos por acordarme del nombre de la mujer ¡Ay, las neuronas! Pero ha dicho “guarras”, y eso me remite a la Pamplona profunda, Aragón quizás. –Estos tiempos –apunto. –Tres veces se la han cortado, fíjese usted, y no aparece. ¿Qué van a hacer con la pobre? –Tirarla al río. –Peor, peor. El río es un albañal –y convencida–: A ellos los tiraba yo... –No es mala idea. Ahora recuerdo que se llama Próspera y que su marido trabajó en el Instituto. –Siéntese, hombre –invita–, haga un alto en el camino. ¿O tiene prisa por almorzar? –Ninguna. Desayuné muy tarde. 24
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Me siento junto a ella; se encoge. Esta señora tuvo que ser muy agraciada. Sus labios sonríen apaciblemente. En los iris, fulgor de rebeldía, de picardía. –Nos lo podemos repartir –dice. Y extrae de su bolso un sángüiche de jamón envuelto en papel de estaño. Al desenvolverlo, veo el jamón, en tajada generosa, sobre el crujiente témpano. –Se agradece –gruño–. Pero no me llega el apetito. Sí me llega. Ocurre que uno se obliga a ser caballero civilizado, perdedor y mindundi. –Me vuelve loca el jamón –explica–. Cuando vivía en Londres, soñaba con esta exquisitez. Por mi sueño caminaban cerditos, todos con rumbo al matarife. –Es un sueño bestial. –Todo es así. –Se gira luego–. ¿Cree usted que este mundo está hecho o programado por un ser amable y bienhechor? –Lo creí cuando era joven. –¿Y ahora? –Ahora soy viejo. Mira su bocadillo sin la decisión de hincarle el diente. –No tan entrado en días como para evitar las preguntas capitales. –¿Capitales? –Ya sabe usted... Lo que la humanidad quiere saber sin conseguirlo. –La humanidad se me da dos higas –le respondo–. Soy ególatra. Parece contrariada. Para aliviarse, le da un tiento al jamón. –No siempre habrá pensado así –supone. No disimulo mi fastidio. –Mi memoria está en otros lugares –gruño. 25
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Se hace un silencio. La oigo masticar; lo hace con los labios plegados, educadamente. –¿En otra parte? –Sí. –¿Con Andrea? No me quiero indisponer con esta vieja amiga. Además, sus ojos son bonachones, de tono verde y dorado. De Minerva. –A veces. Ella simula arrepentirse de su inquisición. Siento sus dedos sobre mi brazo, a la altura del codo. –No quise importunarle. –Por favor... Pasa un chaval en bicicleta. Muy pequeño. Su madre, por detrás, le advierte de algún peligro o le recrimina. “Prou”, dice. Parece mediterránea… –Me molesta la iniquidad del mundo –dice Próspera–. Tanto dolor. Un mirlo salta entre los setos. Después se sube a la rama de un sauce para observarnos. –Lo conozco –apunta ella, y explica–: Ese pajaruco. –Ah. –Suelo darle pan. Y él canta un aria para corresponder. –Tan negro –digo. –Puede que sea Mefistófeles. El demonio convertido en cantor admirable. Canta, todo enamorado, porque ama el mundo, y el mundo no le quiere a él. –O no lo escucha. –Ahí reside el problema. Él nos parece prescindible. Miro a esta mujer. No hay locura en su mirada. Acaso, una pena sorda e incurable muy al fondo de la retina. –Toda una observación –digo. –Lo leí no sé dónde –se disculpa–. Me conmueve. Sin terminar su refrigerio, hace un rebujo con el papel y 26
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lo que sobró del pan. Abre su bolso para guardarlo allí. –He de irme –digo–. Me agradó mucho volver a verla. Y me incorporo. Ella suspira, pasa su mano por el halda, la sacude. Algunas migas de pan esperan a otros diablos voladores. Se despide: –Adiós. Ya en mi portal, busco la libreta y el bolígrafo. Anoto: “Me encontré con Próspera y con un pájaro. Ella se acordó de Andrea”. Se me cansan los pies, y en los pulmones siento pesadeces planas, tareas de una mano poco dadivosa que se apoya en el plexo. Hace seis meses me pasé por el hospital. (Antes, yo disfruté de un igualatorio con su clínica para ricos: enfermeras con ropas color celeste y sonrisas que se desplegaban con fatiga inabarcable.) Me subieron la cuota y lo dejé. En el hospital estuve un día ingresado, mientras los médicos, siempre recelosos, siempre advertidos, me hacían placas y análisis, dejando ver que lo suyo era eficiencia y celeridad. Dormí junto a tres internos en una misma habitación. Jerónimo, el menor, había sido camionero –guarnición de silla– y arrastraba un Mercedes, con su frigorífico, por las rutas de Europa. En su juventud, este trabajo tenía mucho de aventura, quehacer simpático y aleatorio; la carretera y los destinos finales ofrecían margen a la sorpresa y a lo imprevisto. Él hacía la ruta central: París, Amberes, Hamburgo, Munich, para llevar, la mayoría de las veces, fruta cargada en Murcia o en Valencia. Se trataba de productos de la huerta levantina: albaricoques, melocotones, nísperos, naranjas y demás cítricos. En alguna ocasión, la ruta hasta Almería, a cargar fresa. Luego, descargaba en lonjas y mercados colosales, dormía algunas horas en su litera y regresaba a España. Este hombre, más joven que yo, me confesaba sus filias y sus fobias. Detestaba de los franceses, 27
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“tan pedantes, tan orgullosos”, a los que atribuía secular desconfianza hacia lo español, mezcla de incomprensiones, soberbia y una envidia que a mi compañero le parecía inexplicable. “A ellos –exclamaba– les encantaría ver a los españoles arreando mulos, mendigando pan. La France: une merde!”. Por el contrario, sentía una pasión italiana configurada por paisajes, ciudades, encuentros y peripecias. “En Perugia me eché novia; era delgadita: un junco, un ruiseñor. La visitaba tres veces al año, cuando la ruta coincidía… Pero los pájaros nacieron para volar.” Trataba de consolarse: “Hoy tendrá tres o cuatro mozalbetes y un marido de pelo ensortijado que la dejará sola las tardes de los domingos para irse con los tiffosi al fútbol”. Y concluía en plan filósofo: “Así es la vida, compañero”. Me entregaron el alta tras explicarme los análisis. Me había hecho acreedor a una insuficiencia coronaria, si bien débil. Tenía artrosis en la falangeta de un dedo del pie –el gordo, creo–, tasas de azúcar en la frontera de lo normal y, de remate y corolario, debía vigilar mi próstata e incipientes hemorroides. Al llegar a mi casa saqué del sobre los análisis, las placas, y todo lo hice pedacitos. Nunca pensé que con la sola ayuda de los dedos fuera tan difícil trocear el plástico. Anoté en la libreta: “Fue en diciembre del sesenta y dos. En Perugia, al marisco le decían frutti di mare. Me lo contó Jerónimo”. Después de dar imágenes de guerra (he comprobado, con oprobio y estupor, que el ejercicio de la mentira se compadece bien con los medios audiovisuales), la tele ofrece una de esas series apoyadas en la naturaleza y su zoología. En tanto aquellas criaturas luchan por el condumio, huyen, cazan, se aparean, riñen amenazantes, despliegan sus añagazas, se hacen cuartos con sus uñas, dientes, picos, pin28
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zas o aguijones –todo para devorarse–, una modorra dulce y puntual va rindiéndome solazosamente: bálsamo conciliador. Un pez martillo, desde la pantalla, exhibe su miopía, pero apenas lo veo; las figuras y los símbolos se van borrando, se apelmazan, adquieren formas inusuales, mientras el agobio de los párpados acompaña mi laxitud y la pereza de los miembros se suma a la inevitable rendición. Y hete aquí que oigo la voz de Andrea, voz incolora. La reconozco al punto en su aparente fatiga, en su descaecimiento. –Oye –dice la voz–. Te estuve esperando. Ahora me veo junto a ella en una playa. Pinos y sabinas se hunden en el mar. Hace calor y el cielo es de arrabio, película que ciega si te quedas a contemplarla. –Andrea... –Te esperé mucho. Me aburres –dice. Va vestida con el batín de andar cómoda por casa, con nudo debajo de los senos; así lo hacían Eugenia de Montijo y sus damas de Corte –la moda Segundo Imperio– ya mediado el diecinueve. Está atractiva y muy joven, aunque en el rictus de su boca hay desinterés y una aérea desesperanza. Yo la tomo del brazo porque está molesta conmigo y se impone inmediata reconciliación. –No sabía que estabas por aquí –me disculpo. Ella se encoge de hombros de manera apenas perceptible. –Siempre estuve aquí. El mar hace un ruido bronco, de ventosa. No se ven pájaros ni animales sobre la arena, pero en ésta, si te fijas, se observan restos calcáreos de tono arcilloso, provenientes de vasijas, ánforas o ampollas que el oraje y sus rizos hubieran arrimado, con la previsible tenacidad de la naturaleza, hasta el borde bajo de la duna, donde se fueron escondiendo durante días y noches, ajenos e inconmensurables. 29
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–¿Te trajiste el muestrario? –me pregunta. Llevo, sin saber cómo, una maleta de cuero beige; al caminar, me lastima el muslo. La respuesta es obvia. –Claro que sí. –¿Y los cuchillos y machetes? –Por supuesto. En Andrea surge un mueca de aprobación. –Los quiero ver –pide. Extraigo de la maleta el tafetán donde se expone, ordenado, todo aquel utillaje. El malva esta arruinado, comido a ronchas. –Ábrelo –dice...– Despliego el tríptico con manos inseguras. Ella me ve temblar–. Te dejaste en casa las herramientas –añade. Voy a negarlo pero, aunque resulte increíble, Andrea tiene razón. Allí, sobre la tarlatana, sólo se ven peces de diferente longitud–. ¿Están muertos? –indaga ella. –Eso parece –le respondo, sin atreverme a tocarlos. –Son una ruina –dice ella, apenada–. Eres una calamidad. Debo decir algo por congraciarme. Para mi decepción, nada admisible se me ocurre. Mi mente sólo se fija en los brillos de níquel-cromo que fulgura sobre la playa. –¡Mujer...! Acude el viento. El aire se detiene en el cabello de Andrea. Pugna por taparle un ojo, agita bucles desordenados. –¿Qué me prometiste en nuestra noche de bodas? –dice ella, ceñuda. Siento malestar y frío. El aire corta como navaja de tundidor. –Quererte mucho –afirmo. –¿Solamente eso? –En la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza… 30
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Ríe despacio. Añade: –Paparruchas. –¿Eh? –Me dijiste que si no hubieses conseguido, al cumplir los cincuenta, ofrecerme una vida satisfactoria, te cortarías la yugular. Se despoja de su batín. Desnuda, coge la prenda con una mano y la arroja a las aguas. La corriente la admite pronto para hundirla en su buche. –Fue para darte confianza –aseguro. Ella ya no me escucha. En sus ojos hay humedad. Hace tanto frío, que tiemblo azogado. –Adiós, Telmo –dice. Voy a retenerla, pero es inútil. Se va en el aire; desaparece en la zona alta de las dunas sin volver la cabeza. Después del sueño apago el televisor. No hay animales en la pantalla, sino una señorita que se contorsiona, con ciertos lujos, bajo luces tenues. Ya anochecido, el viento empieza a rolar. Aire del finisterre toca en mis ventanas, logra sacudir los castaños jóvenes que ya superan el mes más cruel. Lunares de luz y sombra persíguense, cual duendes del hogar, en mi habitación. Con este airazo, pienso, la cabeza de María Cristina –nuestra reina regente– rodará por algún desconocido ángulo del parque, sucia de cieno, con hebras pegadas a la escayola; mi petirrojo se habrá amparado en la cúspide de su rama nocturna, para que no le incomoden las luces de travesía. Oigo soniquete de botellas en el extremo de la calle, y una voz. Me fumo el postrer cigarrillo. En mi zamarra, la libreta y el lápiz despuntado. Anoto fecha y hora, con lentitud. Después pienso en los machetes y, sobre todo, por su futuro protagonismo, en la daga mortal que se impacienta bajo el sopor del fieltro. 31
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I De la ciudad y el colegio De esta ciudad se ha dicho (lo decía un escritor) que era burgo de tenderos y cocineros. Dejando a un lado el malquerer, por otra parte remoto, del novelista, es así. No obstante, los veranos son tan húmedos, que Hemingway se atrevió a asegurar –con talante de gringo poco indulgente– que el envés de las hojas de los paseos siempre estaba mojado. Buen apunte. Pero no reparó en que dichos paseos eran muy hermosos, y los bulevares, y un sinfín de rincones donde la belleza cobraba lustre de melancolía para hacerla aún más fascinante. Los inviernos tampoco escatimaban sus riegos a cualquier hora y en cualquier punto del calendario. El cielo gris no invitaba al optimismo, tampoco nos sobrecogía. Se aceptaba tal cual, y a los muchachos jóvenes, siempre sudorosos tras el balón o en los dulcemente salvajes juegos infantiles, no nos importaba lo más mínimo. Yo subía con mis compañeros la cuesta de San Bartolomé hacia el colegio, el cual distaba del arranque de aquel declive cinco o seis minutos. Tenía dos aceras y, por norma tácita, cuando descendía alguno de nuestros profesores, los alumnos estábamos obligados a reconocerlos y a darles la mano, lo que muchas veces obligaba a cruzar la estrecha carretera con patente peligro. Los profesores y sus discípulos acabábamos con los dedos sebosos del apretón, y hoy me pregunto por el sentido de aquella quiroterapia más bien cutre y nada higiénica. Como era temprano –sobre las ocho–, bajaban a esa hora, con sus marmitas y potes, las lecheras de los caseríos ubicados en la zona de Ayete, donde se podía, a pesar de la escasez de pienso, criar un par de vacas de mirada dolorosa, 33
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acostumbradas a los ruidos y pequeños estrépitos de la ciudad tendera. En esto estábamos cuando me dio por enamorarme de una de las lecheritas, zagaleja que movía su cintura impúber bajo el ritmo de los dos potes de cinc cogidos con manos que, horas antes, tiraban de las tetas de las vacas propias con interés comercial. La mocita pudo haber sido una serrana de la Finojosa –así de espléndida y gentil–, pero la Finojosa quedaba lejos, y yo, pobre de mí, gazapo, no había conocido aún al señor marqués de Santillana. Mas con ese empeño que de niños ponemos en las empresas imposibles, yo hacía por llamar la atención para que ella, la favorecida, se diese cuenta aceptándolo. La miraba torciendo el cuello unos pasos antes, como suelen hacer los milicos ante la bandera, y ensayaba la más bobalicona de mis sonrisas: rictus atolondrado y tontuno, desaparecido cuando ella, sin un gesto, con los ojos en el horizonte, continuaba moviendo las dos nalgas con ritmo divinizado. Nos separábamos de forma inevitable hasta la próxima mañana, y yo sentía las piernas débiles, hechas un flan. Soñaba en ocasiones con aquella Heidi madurita, y en aquel ensueño la ayudaba a trasegar la leche desde las ubres ubérrimas hasta el pote, sin importarme la coyuntura de una coz o el mugido de desaprobación por mis maniobras. Las más veces, mis manos chocaban con las de la pispoleta, y entonces, para mi infortunio, me despertaba o despertaban. “Así son los sueños”, discurría yo de chico (y también lo pienso ahora), siempre nos hurtan nuestros mejores y más felices hallazgos... Rumbo al colegio –al caserón ominoso– nos dirigíamos los infantes con nuestras maletas, pieles de cuero donde se movían, al compás de la marcha, los libros y sus rancios saberes. En el verano corto y caprichoso de septentrión nos esperaba a la puerta del colegio un personaje que me producía 34
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repeluzno, ternura e indefinible complejo de culpabilidad. Tratábase de un buscavidas, ganapán de edad sin definir, delgado, desamorado él, vestido con ropa cuyo color se había desvanecido años antes o décadas, ¿quién pudo saberlo?, y se apoyaba en los goznes de la verja que, al anochecer, daba cierre al caserón de las almas prisioneras. Tal estafermo nos pedía, con voz temblona de flauta destemplada, la mitad de nuestro bocadillo. (Era costumbre, en aquellos tiempos de precariedad, que las madres –las amatxos– nos proveyesen de amaiketakos de mañana o tarde para el bienestar de nuestras tripas.) Estos refrigerios consistían en un trozo de pan en cuyo interior la solicitud materna y su desvelo habían introducido algún comestible substancioso: jamón de York, chorizo de Pamplona, chocolate y, no pocas veces, una tortilla francesa que nos calentaba los fondillos del pantalón cual una promesa de posteriores deleites. La caridad infantil, que, dígase lo que se diga, no suele ser mucha, unida a las prédicas cristianas, nos movían a repartir de buen grado nuestro alimento con el pobre. Como la tropa de estudiantes pasaba del millar y medio (el colegio era prestigioso y tenía su arraigo entre lo más in de la ciudad), calculo, libre ya de la inconsciencia del párvulo, que aquel mendigo podía hacerse, en menos de media hora, con cien o más bocatas, si el cálculo numérico se compadece con el altruismo colegial. Al sujeto (pudo haber sido arrancado de las páginas más divertidas del Buscón) le venía de perlas, una vez fuera de nuestra vista, desembarazarse de tanto pan, por mucho cuerpo de Cristo que representara, y almacenar en su zurroncillo las tortillas, el jamón y los chocolates en una medida para dar vómitos al mismísimo Pantagruel. Huyeron los años en un vuelo, las frustraciones nos fueron descaminando –lo dijo el poeta– y este cuitadillo cobró 35
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fama en la ciudad. Tocaba un instrumento de percusión y recogía las monedas que los viandantes, encandilados por tanta candidez, depositaban en su cestillo de pedigüeño. Los ciudadanos le tenían, en lugar de desdén, afecto superficial. El homúnculo no les hacía ascos a algunos lujos considerados privativos de las personas con posibles. Mi mujer, ya mayor, solía verle en la cripta de los mercados, por su cola de merluza, su salmonete o su orondo queso de Idiazabal. Al morir, un promotor literario, ansioso de notoriedad, propuso al Ayuntamiento dedicar a nuestro simple bullebulle una calle o plaza. Y así fue… La caridad se resuelve en no menguadas ocasiones, pienso yo sin avergonzarme, en despropósito, y los humanos pretendemos enjugar nuestra íntima inquietud, nuestra larvada pasión por la propia culpa –cosa estarcida en nuestras profundas entretelas–, con acciones que la especie aprendió a ejercer, incluso a golpes y por la fuerza, en aras de un convivir armónico en tratos de empatía. El consejo: “Haz el bien y no mires a quién” dice mucho de la moral cristiana, y nadie soy para refutarlo, pero – Dios me perdone– las personas deben distinguir entre las ajenas necesidades y los ajenos vicios, toda vez que frecuentemente damos nuestra pequeño óbolo con la mano encogida y el remusgo de que nuestro acto, si no a benevolencia, se debe a estupidez enmascarada en los ropajes de la caridad. Por eso siento profunda devoción por Francisco de Asís, el Poverello, que no se hacía preguntas y se despojaba, con pasmosa naturalidad, de cuanto podía servirle al prójimo; o por Martín de Tours, el militar que, con un gesto –según nos cuentan las crónicas provenzales– hizo renacer en un segundo todas las rosas de Francia. Sin embargo, la caridad será una de las llaves, la maestra, que nos hará llegar al Paraíso, al lado justo de Pedro, quien estuvo en el reparto de 36
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los panes y los peces y receló de los codiciosos, de los epulones, de los midas. En aquel colegio, regentado por seglares con votos y disciplina, no nos hacían cantar el Cara al sol: himno de hermosa letra. Al borde del cuarenta y nueve, las alharacas del nacionalcatolicismo se habían mitigado, por fatiga acaso o porque empezaban a resultar antañonas, ridículas. El problema para nosotros, galopines, pollitos de diez años contaderos, no venía del sistema político; el riesgo estaba en aquellos religiosos a quienes se había encomendado nuestro pastoreo o, mejor, las atenciones a la pollada. Dichos enseñantes eran, en no escasa proporción, víctimas de los años de plomo y de una religiosidad que, tras nuestro conflicto, cojitranca, se sostenía en lo más discutible y episódico de ésta. Recuerdo, con una miaja de rencor, al Padre Lete, quien transmitía sus represiones de clérigo al torturar alegremente a los alumnos. Una de sus preferencias era situarse detrás de mí, cuando yo trataba de no hacerme un embrollo con la traducción al castellano de los verbos latinos. Disponía su índice y pulgar junto a mi oreja y, en el momento de advertir falta o simple perplejidad del pobre alumno –éste ya sentía el aliento del negrero al lado de su nuca–, disparaba su falange, su falangina y su falangeta en papirotazo crudo, golpe que me volvía el pabellón auricular de un carmesí mudado a viola. Esto ponía aún más estorbo en el alumno, incapaz de traducir ni el más simple ablativo. Yo no creí nunca en esa noción tan extendida de que hay en el niño buena levadura. Yo rezaba –y esto era un sinsentido– para que mi profesor se reuniese cuanto antes con San Pedro. Soñaba con accidentes de automóvil, derrumbamientos de techumbres en las oscuridades de los claustros, cólicos miserere y parecidos retozos. Cuando me dijeron, años después, que aquel señor había finado, pensé 37
que Dios, a pesar de su patente convicción corporativa y gremial, había procedido con buen pulso. Algo hay en la crueldad aleatoria, en la sevicia sobre quien no puede defenderse, en la violencia hacia el más débil, que descubre el niño y luego le originan malos instintos a pique ya de aflorar. Se daña la intención de hacer con él un hombre solidario Cosa parecida me ocurrió con un compañero de una clase superior, que vaya usted a saber por qué voliciones o agriada linfa la tomó conmigo. (Yo era buen chaval; en este texto intentaré explicarlo algo más tarde.) Me perseguía por los patios, me encerraba en retretes hediondos, me robaba las pelotas de goma adquiridas con gran esfuerzo en la tienda de deportes Alzugaray (único almacén de la ciudad bien equipado en su clase a comienzos de los cincuenta), e incluso alguna vez llegó a golpearme. Todo sin ningún motivo, por supuesto. De mi mal no se hartaba. Por ello, un día me irritó de tal manera, que le arrojé al rostro, con furia irreprimible, una pesada paleta de frontón. Esquivó el choque y la madera se deshizo contra las columnas del patio, cabe las aulas. Palideció y se fue. Yo creo que vislumbró en mis ojos esa chispa –diminuto fuego de San Telmo– que nos acompaña si tomamos una decidida y lacerante actitud. La suerte nos salvó a los dos; sobre todo a mí: el agresor por un día. Meses más tarde y ya de vacaciones, supe que el pobre muchacho –no pasaría de los trece– había fallecido en un estúpido e imprevisible accidente en la mar… El hecho no me alegró; tampoco me entristecí. Pensé resueltamente (y, para el jovencito, la idea de cometer pecado, incluso con el simple pensamiento, resultaba atroz), en lo azaroso de este mundo, más habitable si estuviera huérfano de los muchos seres que nos hacen la vida muy difícil, poco comprensible,
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adusta e inquietante. Sostuve, sin sentir por ello la más mínima atrición, que aquel mozo hubiera resultado, ya de adulto, elemento peligroso y combativo, sin ese plus de hombría que nos conceden la tolerancia y la solidaridad. El colegio era un caserón dividido en varios bloques, con capilla de estimable anchura y cuatro patios de tierra flanqueados por superficies pavimentadas. Si llovía, nos refugiábamos en un amplísimo soportal, bajo las instalaciones más modernas. Luego, tres pisos escalonados donde se dispusieron buen número de aulas, más el gran corredor que atalayaba la totalidad de los espacios recorridos por los alumnos. Aquéllas daban, por su lado norte, a la cuesta de Aldapeta, y desde sus ventanales podía verse un trozo amplio de la playa, nuestra playa: el lugar del sueño, el Walden, el Edén en la tierra con forma de media luna. La playa, además de ser el lugar más socorrido en los veranos atlánticos (junio era lluvioso y agosto, imprevisible), era la palestra para dar cumplimiento a nuestras rivalidades. Allí, lejos de la burla de nuestros profesores, resolvíamos las rencillas que en el transcurso de la semana iban sucediéndose en la clase. Llegados a las manos, la cosa se resolvía con algún coscorrón, revolcones sobre la arena y el deterioro de una ropa planchada con mucho mimo en los hogares. También jugábamos al fútbol, utilizando balones dolorosísimos. El peso de la arena adherida a los cordajes de la badana quebraba dedos del pie y veía casi turulato al valeroso rematador por arriba; él, unos instantes ido y con los sesos flojos, tal era el choque de la pelota sobre las cabecitas aún en desarrollo. Una tarde neblinosa de enero, allá por el cincuenta y tres, alguien advirtió que un barco de cabotaje de dos palos, sin timón, había perdido la derrota y, a merced de la corriente, había terminado por varar en el mismo centro de la playa. 39
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Con el corazón a cien aguantamos la media hora de clase del día lectivo; concluida aquélla, toda la troupe se abalanzó sobre La Concha para acercarse a la malhadada embarcación, cuya escora ya se advertía desde muy lejos. Mojándonos los zapatos, nos acercamos lo más posible a la goleta desvencijada, cuyas jarcias y velas ya se tendían sobre las últimas rompientes de la ola. Los bomberos –no pasaban de seis o siete– nos despacharon a empujones mientras tendían cuerdas para que la tripulación, escasa en número, pudiera resguardarse de la mala mar. En apenas dos credos salió la pobre gente de su jaula varada, ayudándose los unos a los otros con la solidaridad de los marinos. Algún muchacho, lector de Stevenson, emocionado con las aventuras de Sandokán –el Tigre de Mompracén–, hacía cuentas sobre los bienes que reposaban en la crujía de la goleta. Para su desconsuelo, en sus entrañas sólo había patatas, similares a los que nuestra madre nos servía todos los jueves por eso del poder proteico de las solanáceas. Ni doblones, ni balas de fusil, ni culebrinas, ni oscuros sables de abordaje: todo fue pura patata. Volvimos decepcionados y con la promesa de un buen resfrío, si bien éste podría deparar, después de las domésticas censuras, un par de días de asueto sin madrugones, con caldillos al mediodía y, al atardecer, gárgaras de limón y vahos. Ganábamos en el trueque. Los profesores, sobra decirlo, tenían un sistema muy católico de fastidiar. Ello nos obligaba, al final de la tarde, sobre las siete, cuando ya ardíamos en la hoguera de la cercana y justa libertad, a presenciar funciones religiosas. En el mes de mayo –el de María– se llamaban “Flores” y, en octubre, “Mes del Rosario”. Esto, añadido a la misa diaria de las ocho de la mañana, nos llevó a muchos a sentir tirria, culposa pero duradera, por la liturgia y sus manifestaciones, contraria a lo que nuestros pedagogos nos querían inculcar. 40
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Yo, aparte de mi enojo por perderme las aventuras y los juegos del anochecer, fui “aspirante a congregante”, distinción mariana no obtenida debido a mi displicencia y falta de fervor. Una Pascua de Ramos, y por terquedad de los directores, asistimos a la misa solemne llevando cada alumno una palma litúrgica. Por dictamen paterno llevé palma de niño (yo, con once años), que apenas si me rebasaba en altura. Para mi sorpresa, mis compañeros aparecían con palmas monstruosas, cual si se tratase de competición por conocer qué ajeno bolsillo había sido el más potente y dadivoso. Seleccionaron a doce alumnos para subir al altar con los dichosos vegetales. Yo veía desde mi banco de madera (con olores a jabón humilde) mi triste palma, casi desaparecida entre las demás, y, para mayor atrición y engorro, los ojos encendidos y la cara roja de cólera, purpúrea, del compañero que sostenía la ofrenda. Acabada la misa, aquel chicote se llegó a mí con rabia de Vesubio. Me espetó: “Hice el ridículo, y todo ha sido por tu culpa”. Y se lió a tortazos conmigo ante la algazara, la chufla y la aquiescencia no intervencionista de mis propios compañeros de clase… Poco más allá, nuestros profesores nos dejaban hacer, pegados a una sonrisilla que tardó en borrarse de mi cerebro. Con determinada gente –aprendí entonces–, está de sobra el recto juicio, la mesura, lo comedido y proporcionado. Valdrá con ellos, como único recurso, fatuidad y jactancia, desproporción y torpe engreimiento; lo despreciable y hortera, en suma. Y digo aprendí, sabedor de que mi actitud no iba a abrazar esa pauta tan desagradable, ajena a mi propio ser; y también supe que, aunque saliese malparado de mil situaciones, víctima de energúmenos, toleraría a duras penas imitar aquel odioso comportamiento, ponerme al mismo nivel del egoísta o del ofensor. Al ser yo niño y, por lo tanto, criatura vulnerable y fácil a tomar de41
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cisiones arbitrarias o contradictorias, tuve la certidumbre de que nunca me alinearía con aquellos que abusaban de sus semejantes y les ponían estorbos u obstáculos para abatirlos o para imponerse de manera aborrecible sobre ellos. En alguna ocasión, yo abandonaba la compañía de los otros alumnos, entretenidos en jugar al fútbol, a la pelota o a los deportes y esparcimientos propios de niños que iban entrando, sin apenas percatarse, en la pubertad, y me retiraba a una zona donde me podía permitir quedarme solo, rumiar mis pensamientos, hacer pequeños hallazgos, fortalecerme ante los riesgos que el día a día acumulaba contra mí o contra quienes pretendían escaparse a las conductas y actuaciones dominio y cauce de los otros. Aquel retiro se ubicaba en una elevación, más bien tolmo, próximo a los muretes del colegio por su parte sur. Los alumnos de cursos superiores le llamaban La Acrópolis, haciendo gala de una erudición que permitía tropos no muy apropiados; pero, al menos, nos hacía bromear y dotaba al paraje de un halo menos cerril que el contraído por el resto de las inclusiones colegiales. Si hablamos con propiedad, era un trozo de tierra sobreelevada, a la cual, la institución no había sabido o querido darle algún fin. El témpano de tierra estaba invadido por matojos de helechos y de juncos, felices por las perennes humedades escurridas muro abajo hasta una zona de ciénaga, hogar muy valorado por la lagartija, la lombriz y el mosquito violero y zanquilargo, que acostumbraba volar, al atardecer, por su condumio. Muchos recreos los pasaba yo en este reducto breve, comprobando, cual si los observase a través de un catalejo de marina, los afanes de mis condiscípulos, consumidores, con ansia depredadora, de los veinte minutos de recreo hasta oír los silbatos; entonces, todos acudíamos a las escaleras para entrar en las aulas confusamente pero ya en silencio más o menos aceptable. 42
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Resaltaré los descubrimientos entomológicos y de zoología que el lugar me brindaba en bandeja: observación de larvas corporativas y torponas, orugas y ciempiés, arañas medio miopes, mariposas convertidas en dulces papelillos en el viento, coleópteros –sicarios medievales con su yelmo y coraza–, o salamanquesas que, atrapadas, olvidábanse de la cola; y pude conocer otros sucesos para la devanadera tejida y destejida en aquellos ratos marginales tan míos e intransferibles. Repetidas veces se me presenta la memoria de otro colegial, algo mayor, estudiante de cuarto o quinto de bachillerato, que subía, por una esquina del altillo, hasta la base de un árbol de hoja caduca, acaso roble a juzgar por sus hojuelas, símbolo del valor según supe algo más tarde. El chaval, entonces, se arrodillaba de cara al tronco –dedos en actitud orante– y movía los labios como si rezase una plegaria o hablara con el árbol majestuoso. Nunca entendí qué le decía ni quién era el actor de esta especie de culto tan familiar, tierno e imprevisible, pero se me ha quedado para siempre aquella imagen, estampa que prevaleció sobre otras muchas sombras posteriores, signo que guardo tal hoja seca entre las páginas de un libro: marca misteriosa, inmarchitable. Pero también fui testigo de sucesos de menor carga espiritual, más triviales y, si se quiere, hasta rayanos en lo obsceno… Hubo un profesor de química, al que apodábamos Propanona, grande y torpe oso polar, de mofletes enrojecidos por sempiterno y repudiable arrebol; él, al filo de las ocho, en primavera, cuando las claridades declinaban y las iba azucarando poco a poco la noche, subía hasta La Acrópolis y se acodaba, grandón y espeso, en parte del muro, en la zona que daba a la referida cuesta de Aldapeta. Allí permanecía largo rato mientras de la parte exterior, o sea, de la misma cuesta, nos llegaba un rumor joven de gritos y ex43
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clamaciones. Tardé cerca de dos meses en darle forma racional al proceder del Propanona, quien, además de lo dicho, me suspendía sin rubor su tediosa asignatura. En la parte alta de la cuesta se ubicaba un colegio de niñas. Las mayores, elegantes con sus blusas azules –cuello blanco y medallón prendido– y sus faldas plisadas (era colegio exigente, de ahí el uniforme), frisarían en los trece o catorce abriles. Doncellas núbiles cuyo cuerpo frutal pronto las desbordaría gozosamente. Ellas bajaban por la cuesta alborotando; y el Propanona, desde su refugio de voyeur, las manos en los fondillos del pantalón, miraba aquel inusitado, si no repetido, despliegue de frescor, de gracia incólume, de suave lumbre, de belleza. Nuestro colegio tenía gran prestigio en la ciudad. Era institución “para señoritos”, y uso el término sin ningún recato, pues nosotros y los del colegio de la Compañía de Jesús, en el barrio de Gros, nos considerábamos niños excelentes, de la media o alta burguesía ciudadana, cuyos padres tuvieron el poder, restringido a muchos, de educarnos en un colegio religioso, no de curas, de muy alto standing. Lo sabíamos, y muchos de nosotros, a pesar de nuestra corta edad, alzábamos la voz al tropezarnos con otros escolares que, por pertenecer a familias de menor patrimonio, se escolarizaban en colegios más humildes o en la escuela pública. Mi colegio, en el que ingresé con sacrificios familiares –“a un hijo nada se le debe prohibir”–, estaba lleno de apellidos ilustres, si por ilustre juzgamos a familias notorias en la ciudad por este o aquel motivo. Parecía lógico que quienes disfrutasen de unos famosos progenitores formaran parte de las primeras filas en la deferencia tanto de sus compañeros cuanto de la institución. Y resultaba así. El niño cuyo padre era arquitecto, cirujano, deportista de altura o tendero con clientela fiel y numerosa, nos llevaba ventaja 44
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a los otros, a quienes no podíamos presumir de tales méritos. Se conformó una pequeña y a todas luces punible sociedad de castas, círculo que pudo deshacerse por nuestros propios educadores si nos hubiesen mostrado un poquito de ética, de amor a la igualdad o misericordia. Pero no sucedía, y por tal motivo se formaban clanes, pequeñas mafias, grupos de extorsión, pandillas y pandilleros. El alumno cuyo padre o pariente fue alguna vez director de cierto club deportivo –por ejemplo– me miraba con desdén muy mal disimulado y sabía, además, que a él iban a perdonarle faltas o negligencias que otros plebeyos purgaríamos según las normas al uso. Siempre existió, por parte de nuestros profesores, benevolencias cariñosas no extensibles a segundos o terceros niveles, allí donde nos veíamos los menos halagados por la fortuna o la nombradía. Por ende, estas deferencias nos iban generando un malestar soportable, no profundo, prendido al alma de unos chicos que comprendían, al no ser necios, y vislumbraban dolorosamente los ineludibles intereses creados. Un rapaz como yo, cuyo contacto con otros niños no vino a darse hasta los nueve años, mantenía intacta, bien por intuición o por la dulzarrona enseñanza materna, una fe sin límites en la bondad natural, en la igualdad y la justicia, virtudes algo infrecuentes y cuyo alcance me rebasó en algunos momentos, pero que yo veía quebrarse en las pequeñas cosas observadas en aquellos patios, en aquellas aulas, en conversaciones entre chicos, en la relación del día a día. Fue mi primer desdoro, mi fracaso como joven bueno que les decía a los demás: “Vale, está bien, si tenéis problemas, podéis contar conmigo”. Craso error. Con el tiempo aprendí a defenderme, a medir las otras connivencias, a sellar pactos, a comprometer a los demás llevándolos a mi terreno, a los ajustes de no agresión, a ser, contra mi 45
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gusto, un poquillo pérfido. Y esto constituyó mi segundo fracaso sentimental, pues renuncié, por convivir y defenderme, a lo más mío, a cosas esenciales en las que había depositado una ilusión desmesurada. A mayor abundamiento, nuestros doctos profesores hacían alarde de ironías e ingeniosidades, y siempre iban a recaer en estas filas de proscritos y segundones, incapaces aquéllos de ensayar su agudeza con los elegidos… Un día, en la lectura de notas que celebraba los viernes nuestro director, hombre de sotana, espigado –lezna de carpintero–, temido como a la misma imagen de Luzbel, me preguntó: “González, a usted ¿qué le gustaría ser de mayor?”. No lo dudé un instante, lo tenía bien aprendido de mi padre, siempre deslumbrado por la técnica. Respondí sin titubeos: “Ingeniero industrial”. “Pues con dos sobre diez en Matemáticas, lleva usted buen camino…”, contestó el poderoso. La carcajada fue tan grande en el aula entera, que solicité, con toda el alma, estar a kilómetros de allí, aunque fuese picando bloques de piedra y con grilletes en los tobillos. Ni la delicadeza, ni la educación, ni siquiera la diplomacia daba carácter a los docentes. Y, para mayor inri, se dejaban adular y correspondían a las lisonjas y al aplauso con privilegios que resultaban, en el corazón del niño, discutibles y poco edificantes… Un mal día, mi padre quiso tener con ellos el detalle estiloso, no por adularlos ni porque me concedieran algún favor o ventaja, sino por sentimiento cívico heredado de los hidalgos (quizás parte de nuestra estirpe). Mi progenitor subió al colegio con un regalo muy bonito. A mis superiores les hizo entrega de un conjunto de lápices espléndidos, fabricados en Alemania por la Casa Stadler, industria destruida por las bombas del enemigo hacia el final de la guerra, y cuyos muestrarios fueron a parar a nuestra 46
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ferretería como tantas cosas que, a regañadientes, cedieron los perdedores. Era obsequio atractivo y de valor si tenemos en cuenta que las fábricas españolas, deficitarias por escasez, estaban a años luz, en calidad y buen gusto, de las germanas. Al tercer día, durante el reparto de las calificaciones semanales –las malditas “notas”–, me quedé sorprendido al ocupar el tercer puesto entre los treinta y tantos alumnos de mi clase. Yo solía salir entre los doce primeros, pero rara vez adelantaba al octavo. Llegué a mi hogar con la papeleta roja. El color rojo equivalía a una media de sobresalientes; el azul, a los notables; el verde, a los aprobados; y el malva –liberanos domine!–, a los suspensos. Tal como era previsible, la reacción paterna fue, en un primer momento, de alegría. “¡El niño nos ha traído notas rojas…!” Luego, ya sosegado, me preguntó por mis méritos y si se los podía detallar. Le dije, compungido, que aquélla fue una semana normal y, además, me esperaba el consabido cate en Matemáticas. A mi padre le temblaron las manos. Miró después el informe escarlata y en aquel momento debió de pasarle por el magín, en ominoso y cruel desfile, el medio centenar de lápices ofrecidos. “Espero que la próxima semana tus notas sean azules –dijo con rabia–. Será mejor.”
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II El beneficio de la soledad Yo era un niño bueno, lo he confesado. En esta pretensión me apoyo ahora, cuando –¡qué más da!– mi memoria es poco fiable y las ilusiones están borradas en el encerado con goma fina. No sé si era así mi natural: abierto, candoroso, o se dieron circunstancias para que a mis nueve años yo fuese una criatura bien ahormada en lo espiritual, crédulo e indulgente. Fui niño razonable entre otros chiquillos, en mi opinión, zafios y brutales. O sea: granujas. Cabe pensar que, por haber sido un niño solitario hasta Ingreso, sin conocer apenas a otros chicos mayores o menores, padecí fuertes desventajas en el ocluido régimen colegial, donde la ley del fuerte y el “sálvese quien pueda” eran realidades que yo no supe ver, ni admitir, ni medirlas a tiempo. A mis cuatro años, con la segunda guerra mundial todavía indecisa y los alemanes de paseo por una ciudad inerme, atontada bajo el síndrome de su reciente posguerra, mis padres se animaron a trasladarse a un pueblo de la provincia y vivir en un pequeño chalé heredado por la familia, sito en valle muy hermoso, con escasas edificaciones alrededor. Como estábamos a siete kilómetros de la ciudad, mi padre podía ir en bicicleta o en omnibuses antediluvianos de nuestra casa a la ferretería, y volver. Por la mañana y hasta media tarde atendía el negocio, y, cerrado éste, se nos juntaba con tiempo hábil para juguetear conmigo, subir al manzanal a respirar el atardecer y repartir el pienso a la docena de gallinas que cloqueaban entre el cobertizo y los corrales. A mediados de los cuarenta, mi padre adquirió, de segunda mano, un automóvil alemán, el DKW. Por entonces, Alemania estaba comprometida en el desarrollo de sus equipos 48
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bélicos: armas de toda suerte. El automóvil, en consecuencia y a pesar de sus airosas líneas, había sido fabricado con tan pocos medios, que hasta la parte baja donde se apoyan los pies estaba guarnecida con madera de ocume. Era factible que un pisotón o el golpe de una piedra en esa zona dejara al conductor con los dos pies en el aire. El trasto tenía dispositivo de rueda libre (para ahorrar gasolina) y motor de dos tiempos algo ruidoso. Hacia las seis de la tarde, nuestra perra Pochola, alto el hocico y meneando el rabo, bajaba hasta la verja de la entrada. Se suponía que mi padre y su caldero teutón estaban a dos kilómetros. (Desde entonces confié en el oído de los chuchos, tan sutil y percuciente.) Bajaba el hombre del coche y la perra se volvía loca: ladraba, saltaba, corría en nuestra dirección para volver rauda al lado de su dueño. Era una explosión de puro júbilo, conducta admirable en los canes: seres atentísimos al menor deseo de sus amos y que no conocen el rencor. A Pochola la dimos, ya mayorcita, a un casero de Hernani. Su lealtad la hizo volver a casa dos veces; la oíamos, llamándonos, rascando con sus patas delanteras los cristales de nuestro dormitorio principal. Se había fugado para volver con sus familiares putativos, con su camada olvidadiza. Me dijeron, meses después, que la perra se hizo muy famosa en Hernani. Se iba con su dueño, por los bares, a tomar sorbitos de vermú. Yo la quise mucho, la echaba de menos y hube de felicitarme, quieras o no, porque hubiera hallado otra familia. ¿Se olvidaría de mí? Pasé cinco años de mi niñez en aquella casa. La diseñó un arquitecto conocido, respetando las formas tradicionales del caserío euskaldún: tejado con vertiente a dos aguas y alero pronunciadísimo. El chalé tenía terraza principal con plataneros de corteza escamosa, sauce llorón y pequeño jardín en declive, donde crecían hortensias, geranios y rosales. 49
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Así mismo, disponíamos de una pérgola orientada al sur, al Buruntxa, y gran mesa de pizarra donde yo hacía mis carreras de lentos gorgojos o escarabajos de patatal. Al vivir solos, el lugar era apacible. La única nota discordante la ponían la pareja de propietarios, marido y mujer, de un caserío junto a la carretera, el cual se levantaba a cincuenta metros. Un día, enzarzados en su habitual trifulca, la emakume le lanzó a su cónyuge una abarca mugrienta, para alcanzarle en lugar doloroso. Agachó el hombre la testuz y el zapato salió por la ventana con tan mala fortuna que fue a parar al interior del tranvía proveniente de Tolosa (ferrocarril o diplodocus), que iba de paso. Se detuvo el maquinista y allí se armó un mare mágnum de gritos, imprecaciones, amenazas y vilipendios. Fuéronse al final y no hubo nada. Pero, para mí, que di en reírme a tope, fue la prueba de que el matrimonio corría a veces sobre falso, y su rutina, tras las primeras fogosidades, acarreaba estos otros fuegos o, mejor, rescoldos; si bien podía recurrirse a la reconciliación, la cual, según oí mucho más tarde, daba frutos dulcísimos. En aquella casa el día duraba demasiado. El infante sufre febril metabolismo y su inquietud le lleva a desear nuevas expectativas, una vez pasadas las primeras. Muy temprano, una mujer joven venía a darme clases. Era la hija de un famoso yóquey, francés de origen, hospedado en el pueblo para estar más cerca del hipódromo. La joven era educada, parecía postal o daguerrotipo del pasado diecinueve, aunque participase de la moda de los años cuarenta. Lección y turno de deberes no difíciles. Por tal motivo, yo tenía la tarde para aburrirme mucho, para inventar juegos o para subir con nuestro perro Ruski (hijo de madre loba, traído a su regreso por un soldado de la División Azul), hasta el manzanal. Y me sobraban minutos para rodear el gallinero, 50
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donde las inquilinas se alborotaban al ver los ojos de un lobo que, por otra parte, nunca causó el menor daño a las gallinas propias… Las tardes se hacían lánguidas según rodaba el sol y daba la vuelta al jardín. Por entretenerme, hacía carreras de automóviles con fichas de la oca, sobre una mesa de pizarra que yo rayaba con tiza para controlar los avances o retrocesos de mis pilotos. Además, en una finca rústica siempre hay sorpresas. Me acuerdo bien de los combates a muerte entre los zánganos, hacia el mes de abril, para dejar una sola hembra fundadora del colmenar. Las tibias losas se llenaban de multitud de malheridos que bordoneaban para emprender vuelos irrealizables. Todas aquellas muertes diminutas me causaban repeluznos y me hacían reflexionar. Me preguntaba por el germen de tan vibrante enojo, por qué la naturaleza precisaba de víctimas y victimarios en orgía de violencia y aniquilamiento; y en primavera, bajo el sol, cuando todo el campo, redivivo, quería ser vergel en su derrota hacia la plenitud. Yo tendía la mirada y casi todo en los límites del valle era confortador: árboles renacidos, trochas llenas de umbría, frescas regatas, ribazos húmedos, bosques sonoros y pujantes. El sol calentaba ya, y alguna golondrina, a la espera del insecto jugoso, buscaba rincones y saledizos para hacer su nido cóncavo; chillaba junto a su pareja en vertiginoso y trenzado vuelo. Pero, bajo este despertar, los mínimos cadáveres repartidos por la pérgola, enlazados algunos en el choque del combatiente, me susurraban ideas lóbregas que contradecían ese cenit edénico extendido en la mañana de oro, en las horas de miel. Sostengo que el animal es perpetua fuente de sabiduría. Sólo hay que observarlo y pretender, si no entenderlo, inferir alguna consecuencia que pueda ser provechosa. Caminamos por la misma senda, seguimos una ineludible 51
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dirección, somos ajenos o despreocupados camaradas de viaje. Al anochecer, las sombras ya declinadas, los montes próximos adquirían presencia de recortable. Dijérase que sus bordes, como en el romance viejo, estaban imantados bajo cielo de seda, con esa duda de la luz, entre el cobalto y el prusia, en su huida precipitada hacia los cantiles del oeste. Por la zona opuesta, sobre peñascos blanquecinos, hechos de piedra caliza y de árgoma, se asomaba la luna. Era enorme, perezosa, y parecía un globo de los niños o gran vejiga a la que se le pudieran contar sus cráteres. Aún dormitaban los luceros; en el campanario, la lechuza movía su cabeza de diosa sabia, de un lado a otro, para escuchar mejor. A esa hora, yo me subía al manzanal, rebasaba un gallinero con las internas en su duermevela, cruzaba el aljibe de líquido potable, junto a las casetas de los chuchos, y me introducía entre los pinos y manzanos para observar a mis queridos ciervos voladores. Porque, a mis siete abriles, yo deseaba ser entomólogo reputado, y no había zapatero, ni sogalinda, ni araña tomatera, ni vaquita de San Antón, ni limaco, moscarda, escarabajo de la suerte, mantis religiosa, tábano o libélula que no despertasen mi curiosidad. Los ciervos volantes (Lucanus cervus) se nutrían de la madera de los bosques. Anidaban en los pinos y los manzanos, y dormían en las horas de sol para salir de ronda al anochecer, con el despunte de las primeras lunas. Volaban lastrados por su ceguera, emitiendo con sus alas córneas un ruido casi mecánico muy fácil de detectar. Yo los derribaba con un simple bastón, para luego meterlos en botes herrumbrosos, de hojalata. En un solo raid caían cinco o seis, y todos machos, pues las hembras, en la época de celo, aguardaban sumisas el arribo de su príncipe volador desde sus zahúrdas. La gracia y la desgracia de estos tenaces aviadores 52
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era que disponían de unos cuernos enormes, semejantes al ébano, otorgados por la naturaleza para combatir por la cópula y trucidar o roer la materia arbórea: su pitanza. Tales mandíbulas lustrosas se asemejaban a las cornamentas del venado, y su solidez causaba admiración. Ya he hablado de mi repugnancia por lo que conllevase sufrimiento, pero en el niño, e ignoro las causas, hay una crueldad latente aliada tal vez con el irrefrenable fisgoneo infantil. Incluso así, me propuse coleccionar tales cornamentas y, para ello, con tijera de jardín, decapitaba a mis mártires, como a Robespierre, y poseía sus cuernos, abandonando en la tierra –pronto lujo de hormigas– cadáveres que continuaban durante horas moviendo los ocho artejos: autónomos, empeñados en decidirse a vivir. Me engañaba al pensar que no sufrían demasiado (sin cerebro, poco imperio nos queda). Así, mis capturas no eran muy dañinas y la afición hacía permisibles esas tolerables ejecuciones. Tuve valiosas cornamentas; las enseñaba con orgullo a los demás, hasta que un día, algún invitado poco sensible a mi afición las hizo desaparecer. Dios le perdone. Con esa pérdida se me fueron, velis nolis, mis flámulas de nocturno predador, y me dediqué a observar a culebras, viborillas de agua, topos, murciélagos y a cuanto pequeño ser se encontrase conmigo; pero supe, a partir de entonces, acatar sus hábitos y mantener una distancia de respeto o solicitud entre su mundo y el propio. Me tomaba la noche en semejantes quehaceres, y pronto oía una voz llamándome desde casa. Luego, era la cena, la radio, las conversaciones familiares y la piltra. Al acostarme, tras subir los peldaños que daban acceso a mi habitación del segundo piso, oía al mochuelo en su imaginaria de ratones. Si era el cuco, me tapaba raudo las orejas. Daba muy mala suerte –mal fario– el escucharle. Pero estas sabidurías 53
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nos eran dadas a los niĂąos soturnos y melancĂłlicos del campo, siempre ajenos a las astucias del seĂąorito de la ciudad.
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III A la ciudad me llevaban muy poco. Eran los años de la posguerra, cuando nos consumíamos en el fragor de los fuegos finales. La gente, al saber de hecatombes, se conformaba con sobrevivir. Mi padre me acompañaba en un trenecillo que hacía el trayecto hasta el primer barrio ciudadano, protegiendo él mi inexperiencia y algo celoso de mi curiosidad. La mayoría de los viajeros eran mujeres de las aldeas cercanas al río Oria; desde Andoain hasta la misma Bella Easo. Se acompañaban de cestos rebosantes de hortalizas: coliflores, lechugas, nabos, remolachas y un largo etcétera de alimentos extraídos en las pequeñas huertas de su propiedad. Y gallinas, pollos, o huevos frescos que se apilaban en recipientes de alambre por temor a las roturas. Todos estos productos solían controlarse, ya dentro de la ciudad, en una especie de aduana o fielato donde se pagaba, de grado o por la fuerza, una contribución antes de que las mercancías se expusiesen, ante los compradores habituales, en los mercados de San Martín, La Brecha o Gros, lonjas acreditadas y muy atentas a la voracidad de los posibles clientes. De aquel tranvía me tentaban los manejos de su conductor. Iba él de pie, estribada la chepa en simple aro de hierro, manipulando los dos rotores, uno para avanzar, otro para frenar, con pericia que yo juzgué admirable. El pie derecho accionaba el timbre, obligatorio antes de pararse, y al reanudar la marcha. En los inviernos, los pocos días de nieve, este hombre magistral se ayudaba de capazos con arena, cuyo contenido despedía por agujeros hasta los raíles y delante de las dos ruedas tractoras, pues los rieles nevados ocasionaban que los discos patinasen y detenían su impulso. El cobrador era un portento. Con andares templados, osunos y despaciosos recorría el pasillo, acarreando 55
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una caja metálica por cuyos agujeros brotaban los billetes. Lo mejor de esta caja reflectante era el ruido que hacía cuando, tras coger el tique, la cerraba de golpe. Era un “clac” encantador. Más tarde, ya adulto, supe que ese sonido era similar al que producen las claquetas de los ayudantes cuando en el cine se hacen las tomas. Vivía emocionado con aquellos solos de claqué… El tranvía me ocasionó un primer pulso erótico (apenas si yo sumaba cinco años) y me dejó huella indeleble. Al recordarla me hace sonreír. El convoy iba repleto, y de la mano de una señora se sujetaba, entre vaivén y vaivén, una criatura rubia, de mi edad. Entonces surgió en mi padre la idea terrible. Dijo: “Señora, si éste (yo) va sentado, podrá llevar a su nena sobre las rodillas. Ella irá más a gusto y no correrá el riesgo de caerse”. Y acordaron hacerlo. De tal guisa, yo me vi con la chicuela casi en mis brazos y pude sentir contra mi vientre, durante un tiempo embarazoso, el calor y temblor de aquellas nalgas reducidas, turbadoras… Y poco más recuerdo del humilde ferrocarril, pero mi voluntad de hacerme tranviario prevaleció, sobre otras muchas opciones, durante lustros hasta que, por afinidades, decidí hacerme ingeniero industrial. La ciudad, por aquel entonces, no pasaría de cien mil vecinos, incluso con los barrios próximos. A comienzos del veinte fue lugar de moda y, además, sede del Gobierno en los veranos, con reina inglesa y corte de ministros, aristócratas, militares y burgueses del gran Madrid. Guardaba un aire de distinción mal compadecido con el origen de los autóctonos: pescadores, artesanos, hosteleros y, sobre todo, comerciantes de toda índole y jaez, élite distinguida y algo ridícula, no linajuda, de una ciudad de provincias asentada en el Cantábrico. Y si fue siempre aldeana la burguesía, no tuvo entonces, ni siquiera hoy, percepción de sus límites, de 56
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su parvedad. Todo esto la afectaba poco. Detrás del mostrador, el camisero, el salchichero o quien vendía maromas para las embarcaciones de bajura se sentía un pequeño rey. Los fines de semana, al acabar las incontables cenas de las sociedades gastronómicas –disfrazadas éstas de culturales– se cantaba el Agur Jaunak o el Boga, boga, mariñela con voces recias y viriles. Todos parecían, o lo estaban, muy satisfechos de sí mismos. Llegaba puntual el mes de agosto y, con él, la semana festiva por definición. Para entonces, ya se notaba mayor movimiento en calles y paseos. Los veraneantes eran, en mayor número, madrileños y zaragozanos. A los franceses, apenas se les veía, aún doloridos por la barbarie nazi (bastante penitencia era para ellos mantenerse incólumes en su país). Bajo el cielo color panza de burro y los dieciocho grados de temperatura, las damitas de la ciudad nadaban en La Concha, los provectos se protegían del débil sol bajo toldos, y los peques pateaban la arena con su salvajismo inveterado. Por las tardes, la opción eran los toros o las carreras hípicas. Vuelvo a ver coches de toreros –relucientes, vetustos–, hacia la cuesta que daba entrada al patio de caballos. Lo segundones de la cuadrilla asomaban los codos desde su vehículo, y los alamares, lentejuelas y seda de los antebrazos –bisutería más cutre que barata– se adornaban de un fulgor mortecino y lastimoso. A su vera, las gentes les decían ingenuidades, ya bañados en polvo porque el camino era de tierra sin asfaltar. Olía a estiércol, a cerotes. El público doblaba las rodillas, pues la cuesta era aguda, acalambrado por una emoción difusa que se intensificaría con el sonido del primer clarín. La bandera del coso se plegaba sin una gota de viento. Había algo forzado y lúgubre en el ambiente, impropio de una fiesta. A lo lejos, como chapa, se veía el mar. Las carreras de caballos eran el segundo gran aconteci57
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miento del estío. Se celebraban en el hipódromo de Lasarte, el valle idílico donde mi familia tenía su chalé. La pista estaba separada por dos zonas, una de hierba y otra de arena, ésta para ejercitar a los caballos. Quinientos metros antes de la tribuna se habían construido, ya en plena guerra civil, hangares en forma de arco carpanel, con la idea de que los aviones que aterrizaran en aquella pista, cosa poco probable por su peligrosidad, pudieran poner, al menos, la cola y parte del fuselaje a salvo del enemigo. Pero no llegaron aeronaves, a excepción de una avioneta que otra mañana encendió mi entusiasmo. Bajó por la esquina sur para tomar tierra sobre el césped. La tripulaba Kindelán y durante dos días fue el foco de atención de las gentes del pueblo, poco familiarizadas con estas apariciones. (Ya estábamos en posguerra y no tenía sentido la inquietud.) Aquel gran óvalo era el orgullo de la comarca y obligada convocatoria de la sociedad más favorecida de la urbe, compuesta en los veranos por gentes acomodadas del centro de la nación. Los caballos seguían un giro a derechas, según las agujas del reloj, dato este bastante inusual y peligroso para yóqueys hechos a correr en sentido contrario. La apuesta mínima era de dos duros. Caída ya la tarde –la luna sobre el hipódromo–, las gentes desfilaban para coger el tren o los escasos automóviles, camino del hogar. A media noche se quemaba una colección de fuegos artificiales. Éstas fueron las fiestas de Semana Grande en honor a la Patrona, Virgen del Coro. Lo visible. Pero no se veía la otra situación: la hambruna. Porque la clase baja, al contrario del ámbito rural –donde no faltaban alimentos para llevarse a la boca–, padecía hambre. El hambre agudiza el ingenio (tripas llevan pies, y no pies tripas), y mucha gente humilde se las ingeniaba para entonarse el estómago con algo mejor que agua caliente. Como Dios aprieta, y mucho, pero no 58
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ahoga, la década de los cuarenta fue feliz para los pescadores de bajura. En sus cardúmenes, la anchoa llegaba hasta Monpás. Había verdeles, brecas, chicharrillos, y los barcos de arrastre –el Guillermina, el Flor de Mayo– aguardaban, a un tiro del mismo puerto, la marea para atracar. Iban llenos de capturas y en ocasiones llegaron a tocar fondo. Aquellos pescadores no eran ricos, pero sí altruistas. Desde las grandes cajas, era frecuente que cayesen al suelo algunas piezas; sobre todo, anchoas. Los chiquillos, a la espera de tal fortuna, dábanse prisa en capturarlas mientras el descargador se hacía el desorientado. Eran de ver niños precipitándose para conseguir las rebuscallas y los frutos de una mar más dadivosa que los hombres. Incluso no era extraño que los marineros, ya en lonja, repartiesen ejemplares entre la jauría de galopines. Luego, la vuelta con el botín, rezando ellos para que madre tuviera un chorrillo de aceite, situación no siempre acontecida... También proliferaban peces ordinarios, los mújoles, naumerosos en los puentes del río: víctimas oportunas. La puntera, anzuelada con simple miga de pan (pasta de pescado como cebo), cumplía su tarea, y el pescador izaba sus corcones –dos a la vez reiteradamente– mientras el bambú (no la fibra) se combaba en un arco que parecía desbaratarse. En este punto, la gente se agolpaba junto a los pescadores, y mientras el pescado, boquiabierto, movíase unos instantes sobre las losas del puente, los zapatos de los curiosos e incluso sus pantalones, en castigo al fisgoneo, se cubrían de escamas o de sangre muy turbia. Tuve un colega, años después, en las cuadrillas de indigentes que gambeteaban junto a las cajas de pescado en su viaje hasta las lonjas. Pasaron fames. Si tal fuese falsedad, yo lo hubiera sabido. El randa, para ganarse pesetillas, se hizo responsable de recoger las pelotas que los jugadores del frontón Gros iban perdiendo en la grada. Y no sólo pe59
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lotas. Recogía las puntas de aquellos puros Voltigeurs que los apostantes, más o menos irascibles, desperdiciaban en los partidos difíciles. Luego, tras retirar la envoltura, extraía tabaco, vendido en cuanto se presentaba el futuro comprador. De tanto moverse sobre el cemento, vino un día a dar con su osamenta en el piso, con la mala uva de golpearse la nuez en una esquina de la grada. Allí, como ocurriera con Lázaro de Tormes y su jícara de morapio, dejó dos dientes, y peor le hubiera ido si dos habituales del frontón no lo hubiesen transportado al Cuarto de Socorro. (Ahora hay clínicas y residencias. Yo solamente conocí, a guisa de centro de primera atención, el dichoso Cuarto, y, de últimos auxilios, el Asilo Matía, en lo más viejo de la ciudad.) Creo meritorio que al pobre le alcancen algún bocado; un pisaverde del Frontón Gros, con apremio y por las tardes, solía enviar a aquel chico por dos duros de reinetas. El hombre, sin sus dientes, tragaba el interior, y el caracolillo de la monda era para mi cuate, el émulo de Carpanta. Oía: “Toma, julai, cómete eso; en la peladura es donde se da lo sustancioso, va muy bien pa la barriga de los peques”. Con la misma intención, tan abyecto personaje le alargaba la parte correosa de los panes que él, con su piorrea, no podía masticar. “Cosa buena pal bandullo.” Mi compañero, para matar las hambres, solía recurrir a curiosos menesteres, trabajillos que le agenciaban algunos céntimos. En compañía de su progenitor, o en soledad, subía a las laderas de Urgull a por pedruscos: piedras incómodas, vendidas luego como lastre a los pescadores, quienes las usaban en sus barcos para, con la mar dura, mantener las redes en los fondos. El muchacho solía hablarme, en ocasiones, de un compañero que, por las señas, coincidía con el tragón de bocadillos del cual hablé al tratar del colegio. El mocete se situaba en una calle de barrio o 60
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cruce, con varias bolsas a su vera. Y gritaba a voz en cuello: “¡Arena blanca de Casablanca y del Marruecos francés!”. Esta arena, claro está, no procedía de tan lejanas tierras. El mañoso las acopiaba en oculta pedriza cuya ubicación, para su beneficio, era secreto impenetrable. “¡Arena blanca…!” Y con este material, las amas de casa cepillaban los fogones de las cocinas de leña y de carbón, sucias a todas horas y refugio idóneo para dictiópteros voladores y otros lares del hogar. Como suele ocurrir en los regímenes totalitarios, esta gran hambre de los pobres se silenciaba y solía justificarse por la eventualidad de la posguerra. Había, claro está, cartillas de racionamiento, y era corriente ver a las seis de la mañana a chiquillas en la cola del producto lácteo. Mi mujer, Andrea, solía decirme que su madre, con cinco hijos a su cargo y el marido prisionero en el odioso fuerte de San Cristóbal, les daba talo y agua tibia. No había más. ¡Ah, sí, la teta: ubre pura y altruista! Andrea estuvo tirando de pezón hasta los tres años, ya los dientes de leche con el ratoncito Pérez. Esto –antes lo dije– ocurría en la ciudad. En el campo, la situación era mejor. Raro el baserritarra que no dispusiese de su huerta. Lechugas nunca faltaron, ni alguna col, ni tomates o patata del tiempo. Fue menor la necesidad, si bien cualquier cotejo nos llevaría a muchas desigualdades. En la provincia era más fácil sobrevivir.
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IV En aquel caserón tomé conciencia de mi cuerpo. No de mi anatomía, sino del cuerpo cual arcano, continente que rebasaba mis controles. No fui niño astuto ni rijoso en el laberinto de la sexualidad; ni siquiera los abrazos de mis condiscípulos, siempre en lides deportivas, me parecieron cosa extraordinaria ni me producían sensación placentera alguna. A lo que parece, los golpes, puñetazos y patadones retrasaban el conocimiento de otros contactos sutiles y, si me apuran, gozosos. Siendo así, algo despuntaba en mi interior, la mayor parte de las veces por los estímulos de los demás. Por eso era estomagante que mi profe de Latín de segundo año, don L., se empeñara en embutirme la camiseta de fútbol cuando los partidos se disputaban –los jueves– en el colegio. Al hombre le disgustaba que me dejase la camiseta floja, por fuera, y me la ponía de forma que me cubriese los glúteos, donde el docente –o indecente– se demoraba unos instantes para que, según él, el pliegue no enturbiase mis ejercicios de deportista. Este señor, vejete trasañejo y arrancado de alguna página de Dickens, nos hacía limpiar con nuestra propia saliva las manchas y chafarrinones de tinta azul de los pupitres y su madera. Después frotábamos con el índice, vigorosamente, y aquella untura hacía el milagro: el manchón se borraba… En el asunto del sexto mandamiento, Don L. no era el peor. Los meses de julio y agosto solían ser de vacaciones, pero en los patios siempre hubo indolentes que acudían a clases de recuperación o utilizaban los emplazamientos para jugar entre amigos. En estas fases de holganza, junio o julio, llegó al colegio un sacerdote joven, el Padre J., con quien de inmediato simpaticé. Yo tendría doce o trece años, y él, los treinta. El cura, al encontrarme, me daba su bendición con 62
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palabras de afecto para mí o de interés por mis cosas. Una tarde que me hallaba solo en la sala de los deportes entró el mosén, me sujetó de los hombros y me empujó contra una esquina. Trasudaba, olía a confesionario y los botones de su sotana iban clavándose en mi cuello. Eludí el abrazo y escapé a tambor batiente. A partir de entonces, el buen siervo de Dios, que, sin duda, sufrió súbito desliz en lo tocante al sexto mandamiento, me buscó las cosquillas en sentido figurado. Ya no me bendecía y, al cruzarnos, me miraba con una cólera sin disimulo ni concesiones. Sólo me volvió a hablar para imponerme castigos. ¿Por qué? Mi crimen era… ¡llevar las manos al fondo del pantalón! (Me represento la penosa imagen que pasaría, cual chorro de fecales, por aquella mente trastornada.) Y no le guardé rencor; mi candidez, en aquellos años, era de tal naturaleza, que las agresiones me resbalaban sin causarme excesivo desorden... Sobra decir que los alumnos más listos hacían comidillas de tal o cual docente. No me olvido de una expulsión muy comentada; ésta vino a salpicar a un profesor de quinto curso. Al pobre hombre le habían sorprendido encamado con un interno. Tapó el claustro tal bochorno, y el lúbrico profesor, ¡nos daba ética y filosofía!, fue destinado a otra comunidad. Comprendo a tales descarriados. Sus votos horadaban el magín de unas personas, en su mayoría jóvenes, recluidas, desnortadas, silentes. Fue tiempo de continencia, si no de virginidad, virtudes que se potenciaban por mor de preceptos religiosos llevados a un punto de imponderable deshumanización. Pobres de nosotros, criaturas aún en agraz, tan maleables, tan aturdidos; y pobres educadores, impúdicos, incapaces de llevar una vida acordada con su ministerio. ¡Válgame Dios! El colegio no me pareció condena de seis años, pero 63
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tenía ribetes de reformatorio. Y, para mi sorpresa, lo peor e intolerable no venía del quehacer de mis educadores, por displicentes, salaces, livianos y corruptibles que éstos se manifestaran; lo que quebró mi adolescencia fue sufrir el maltrato de mis condiscípulos, su desdén al no parecerme a ellos, su desamor. Sé que siempre ocurría así, y no sólo quienes hemos notado ese distanciamiento, esa exclusión, éramos jóvenes. La sociedad de los adultos ha dado, una y otra vez, pruebas de sevicia, de un egoísmo que ni siquiera se compadece con lo implantado en el carácter de los animales. La vida es cucaña, y a quien se guinda en el grasiento poste le viene la voluntad de dar puntapiés a quienes suben, para derribarlos o disuadirlos de seguir en la contienda. Pero esto –el adulto lo admite con cobardía– le parece al niño, al joven, injusto e incomprensible. Maduramos en la aceptación de la maldad y de lo inicuo; la mariposa se convierte en larva, no al revés. Crecemos corrompiéndonos, y, para mayor oprobio, esta sucia carrera la aceptamos sin que nos estorbe en demasía. Al hombre no se le quiere o reconoce por sus buenas partes y virtudes, tan sólo por un éxito cuya procedencia puede ser crapulosa y efímera, pues acaba en la muerte.
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V La soledad no es buena compañía para un niño, y en nuestra casa rústica, rodeado de naturaleza y de pequeños animales, yo me sentí excluido, fuera de este mundo. Porque corrían malos tiempos, tal circunstancia les debió de parecer a los míos, si no conveniente, sí aceptable. Hacia el año cuarenta y cinco, las noticias de los periódicos eran nauseabundas. En Europa se escenificaba la apoteosis de la guerra, de la carnicería más indescriptible que conoció la humanidad; en España fue el hambre, la represión más o menos permitida, el sufrimiento por lo perdido –seres, haciendas, ideales–, el rencor y el hueco que dejaron quienes no iban a volver nunca. Se hablaba de un chisme sorprendente: la V– 2, de bombardeos con el terrible fósforo y del proyecto de una bomba para aniquilar ciudades enteras. Horas antes de la media noche, mi padre ponía la radio, conectaba, entre pitidos y barahúndas, las emisoras que nos daban noticia de la rápida e ineluctable progresión del holocausto. Aun siendo corto de entendederas, yo me imaginaba a esos otros niños, en Colonia o en Dresde, ardiendo por la calle en una llama infernal. Para los matarifes profesionales eran cerillas móviles y silenciosas, luces que la muerte iba encendiendo con aplicada solicitud. También me representé a los ocupantes de los blindados, cocidos en interiores sin salida. Vi a los marineros de los sumergibles en el fondo del mar, sin la fortuna de emerger, a la espera de que el oxígeno se les fuese agotando junto a sus vidas. Para remate, el Negus confiaba en pasar a cuchillo a todos los españoles en cuanto se le diese una pequeña oportunidad. Por endulzarnos tan adorable pastel, Radio España Independiente nos mentía con el augurio del cambio de régimen; pero eso no importaba, tan alicaídos como estábamos, tan exhaustos, tan al 65
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cabo de todo. A la hora de acostarme –yo dormía en una habitación del segundo piso, pieza que daba al campo–, era el temblor, mientras pisaba los escalones pegado a la pared por el miedo a una oscuridad que parecía reclamarme desde la caja de la escalera… El día me llegaba con el espantajo de los malos sueños, húmedo de sudores, agradecido al más estrepitoso de los gallos en su concurso para hacer palpable su viril pregón. Cruzaban carretas por el camino próximo, y el casero, arreando a los bueyes, les decía palabrotas reservadas para los poseedores, ricos y maketos, de aquel chalé. Eso pasaba los días de labor. El domingo asistíamos los cuatro: yo, mis padres y un abuelo que vivía tiempo ha con nosotros, a la misa de doce, celebrada, apenas a un kilómetro, en la parroquia de San Pedro. A esa hora solían acudir las fuerzas vivas del pueblecito: el alcalde pedáneo, el teniente de la Benemérita, los dueños de la fábrica de gomas y otras destacadas figurillas de una aldea sin personalidad ni deseo de causar engorros. En esas misas de horario bajo, la plática y la lectura del Evangelio se decían en español; a las seis, siete y ocho, con feligreses vascohablantes, en vascuence. La tarde de los domingos, los caseros se quedaban en casa o al amor de sus huertas. En verano, las gentes acudían al hipódromo; muchas formaban parte del servicio de yeguadas y preparadores aposentados en el pueblo. Todo era rutinario; nos acometía una sensación de boba placidez. Las grandes preocupaciones, al menos para nosotros, eran bien escasas. Los nublados, una de ellas. El mal tiempo solía venir, la mayor parte de las veces, del sur; el cielo iba ennegreciéndose, refrescaba un aire lleno de humedad y la cruz del Buruntxa se nos volvía más grande y sólida para alertarnos de peligros próximos. Las gallinas ya se habían recogido, y nuestro perro Ruski erizaba el lomo, casi azul, en espera de 66
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lo venidero. “Santa Mónica bendita, en el Cielo estás escrita…”, musitábamos. Las moscas, nuestra plaga bíblica, contumaces huéspedas de los fogones, se mostraban desobedientes y se daban en la cabeza contra los vidrios. Una tarde cayó un rayo a escasos quinientos pies, en los tablones del puente. Se fue la luz y enmudeció el teléfono. Nuestra terraza olía al azufre del purgatorio, y en las losetas comenzaron a caer goterones semejantes a monedas de cinco duros, de las que llevaban en el centro un agujero taladrado. “… con papel y agua bendita.” Hablé de las moscas, y hoy día me pregunto cómo pudimos vivir azote semejante. En el hall y las habitaciones, los dípteros escaseaban. La cocina, empero, era un hervor. Los insectos, reclamados por el tufo de las carnes y verduras de la fresquera –el frigorífico fue exceso que no estaba a nuestro nivel–, se apoderaban del armatoste. Como comíamos allí, los almuerzos y cenas se convertían en combate continuo contra las indescriptibles. Subíanse a los platos, hocicaban en las salsas, se cernían con impudor sobre cualquier alimento; todo con un propósito de incontinentes amazonas. Era terrorífico. Sin ninguna educación y en el frenesí del apareo, se me colaban por el boquete de la camisa, en el pecho, en la nuca. Me volvían loco… (Queda claro: las moscas son mal ineludible en las viviendas rurales; aun así, el asumirlo no reducía mi inquietud. Me recordaban la lucha con las cohortes de tábanos que la familia del paciente Amenofis –¡gran temple el suyo!– soportó porque no le parecían agradables los hijos de Israel.) Manotazos, aspavientos, maldiciones y rechinar de dientes. Vana cosa. Ellas, las indestructibles, las testarudas, volaban a nuestro alrededor sintiéndose de la familia y disputándonos las legumbres, el pescado y la carne. Por aquellos idus y calendas, –no se había descubierto el DDT– resultaba más rentable matar 67
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hombres que moscas. Ni espráis ni otros ingenios químicos podían remediar aquel suplicio recurrente Al fin, mi madre decidió comprar tiras encoladas, con un pequeño peso en su parte inferior. La argucia abominable se colgaba del techo, y los dípteros dábanse contra ella y permanecían atrapados, razonando, tal vez, que no sospechaban tal perversidad en aquella familia tan poco gratificante. Cuando el cintajo estaba lleno de moscardas –el amarillo se había vuelto negro–, mi madre lo desprendía de su lugar, y con cuidado para no pringarse en el horror, lo dejaba caer por la boca del horno de una cocina de carbón y leña (orgullo de toda ama de casa). Surgía alegre llama junto al papel embarduñado y, en un decir amén, todos las moscas pasaban, entre estallidos, a un cielo particular lleno de azúcares y de zullas de mulo. Dichas representaciones me hacían reflexionar. Entre las páginas de mi catecismo había un dibujo donde las almas de quienes cometieron pecados graves intentaban cruzar el puente hacia el Edén. Para entonces, el dichoso puente iba haciéndose pedazos, y las figuras, al no conseguirlo, se precipitaban en olas llenas de monstruos o fieros animales: cocodrilos, pirañas, peces antropófagos y hasta leones con cola de pescado. Era un zoo del disparate, instruido para dar pavor, no fervores, a las afligidas almas infantiles. El sacrificio de las moscas y la caída del réprobo se unieron siempre en mi memoria, acompañados de repeluznos inmensurables por la crueldad, viniera ésta de los hombres o de las peregrinas divinidades que la Iglesia –muy creativa– puso ante nuestros ojos. Así, siempre aprecié a pecadores, rebeldes e insumisos, y a los desobedientes, a quienes se amotinaron ante un azar hipócrita o injusto. Mi infancia en el chalé no sufrió mucho por las tormentas, los moscardones o el catecismo. Tenía un jardín con 68
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rosas, regado con amor en los atardeceres, corral y un trozo grande de campo donde los pinos ponían su esbeltez austera y los frutales el don agridulce de la poma. Los días se deslizaban sin sobresaltos. El invierno traía la plenitud de la nieve; la primavera, su frescor; el otoño, sus eclosiones de cárdenos y rojos; y el verano, las noches sosegadas en que se podían contar estrellas y cometas, y medir la peregrinación lenta de la luna y de los luceros. Sabedor de mi peligrosa soledad, mi padre me buscó un amigo, hijo del hortelano que se ocupaba del huerto, muchachito de pocas palabras pero leal y de buena cepa. Con él, con Josecho Pachi, jugaba yo al balón en el manzanal, utilizando los troncos de dos manzanos a guisa de portería. Él disparaba los penaltis, yo intentaba detenerlos. Para entonces, además de entomólogo, tranviario y aviador de combate, yo quería, en el fútbol, ser arquero, cancerbero. Mi punto débil era no blocar los balones. Años más tarde, en el colegio, me pusieron a prueba. Fue una derrota. Para mayor injuria, me retorcí el anular. Todo previsible. Los balones que nos compraban eran de piedra mármol. “Si quieres hacerlo bien, sufre al principio”, pudo ser la consigna.
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VI En la ciudad, mis padres disponían, además de la tienda, de un piso próximo a la catedral: viejo, de techos altos y suelo entarimado, suelo donde, si colocabas canicas, rodaban hacia las paredes cercanas a la escalera. Era un primero y daba, por una punta, a calle de bastante tránsito, con negocios algo variopintos: mercería, farmacia, colmado, almacén de especias, servicio municipal de pompas fúnebres… Y panadería. Ésta nos facilitaba el pan, los cruasanes y, todo hay que decirlo, las cucarachas. Al calor nocturno de los hornos, las cucas –hijas de un dios menor– se refocilaban con las sobras de pan y los montones de harina. Para evitar el tormento, en las juntas de la carbonera derramaba mi madre un polvillo de color azufre: ácido bórico, veneno que, de no matarlas, ponía en fuga a las muy insistentes. Las cucas fueron un mal minúsculo. Lo importante fue que, en su lado oeste, el piso disponía de tres balcones, y estos daban a una zona de jardines con árboles crecidos y suelo de baldosín y guijarro. En el centro alzábase la iglesia, luego templo catedralicio, construcción del neobarroco con planta de cruz latina, torre airosa, vitrales en sus costados y amplio altar. Desde allí, yo veía ponerse el sol o las trombas del oeste gallego, y llegaba a mis oídos la bulla de los chavales que en el atrio de la iglesia jugaban a diversas invenciones para entretener los años lueñes, despaciosos. Y, cómo no, podía escuchar el estribillo de las niñas, sus canciones un punto disparatadas, la orden para sus saltos en la comba: cuerda inagotable. Mi primera memoria, si hago tareas de dulce recordación, tuvo lugar en aquella plaza, junto a los plátanos silenciosos. En el apunte de los sucesos renacidos, yo, con cuatro abriles, en patinete de dos ruedas –la plaza ya tomada por la 70
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noche–. Y alguien, una voz infantil, gritaba y repetía: “¿Dónde estás, pues no te veo?”. Y otras gargantas: “¡En el culo de Mateo, eo, eo…!”. Con esta evocación, pizca escatológica, se inician mis evocaciones de parvulito y se acompañan de un escaparate iluminado y todo lleno de pasteles, de bollos, de pirulís. Igualmente me acechan niños que arrojaban moscas sobre una tela de araña, en rincones de nuestro sótano. Previamente, las privaban de volar. El monstruo, con rapidez de endriago, las envolvía en sus hilos y luego se retiraba a lo más oscuro de su cubil. El juego, lo gastronómico y la barbarie de los niños se unen de esta forma en los albores de mi caletre, y yo era un chiquilín de ojos muy negros, algo escuálido, algo desalentado. La ciudad, para un mocito inmaduro y sometido casi siempre a la hercúlea vigilancia paterna, tenía escasas proporciones. Ni siquiera se me permitió, años más tarde, jugar en los aledaños de las playas o en la arena misma, sitios en los cuales mi exaltación de chicuelo podía ser muy poderosa. Me convino más aproximarme al sur, donde la ría iba cediendo el rigor de su cauce para repartirse en esas zonas de baldíos poco apreciadas, allí donde la ciudad –lo dijo Paco Candel– pierde su nombre. Hubo una casa de arquitectura presuntuosa, coronada por un águila en actitud de otear con las plumas abiertas. En su límite, mi ciudad comenzaba a desbaratarse, a contender con lo rudo y estéril, con calveros y berrocales, con la tierra que no tenía quien la quisiese. Desde allí veíanse campos sinuosos, dunas, zonas arboladas acogídas al río y a su humedad. A quinientos pasos de la casa del águila, el Ayuntamiento levantó un campo de deportes. Dicho stadium, ceñido por tapial con ojivas, tuvo zona de arena y escoria desmenuzada. Dentro se hacía patente su trazado oval, con espacio para la práctica del fútbol o el hockey sobre hierba –aunque sin césped–, 71
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deporte este muy de moda en los años del medio siglo. Se me pone carne de gallina al analizar los riesgos que dicho campo nos deparaba. Si caías al suelo, abrasivo, los cortes se llenaban de herrumbre y limaduras, y la infección podía ejercer sus malas artes impunemente. Al ser campo popular y próximo, se celebraron sobre sus pistas concursos de gimnasia: carreras, saltos de altura y longitud. O de pértiga, pértigas hechas, debo decirlo, con cañas de bambú robadas en los juncales del monte Ulía. Ya en los cincuenta, las asociaciones de aeromodelismo, asistidas por alguna sección del Frente de Juventudes, participaban allí con sus aviones de hélice y vuelo circular. Yo no me perdía los ensayos. Vislumbro ahora el Sr. Astrain, orfebre muy prestigioso y amante de la aviación hasta límites inauditos. Oigo la voz del juez de vuelo: “Señor Astrain, a la pista…”. Éste hacía girar, con el índice, la hélice, pero al aparato no le apetecía ponerse en marcha. Dos minutos. Y la voz otra vez: “Señor Astrain, se agotó el tiempo… Retírese de la pista”. Entraba otro concursante y la liturgia iba repitiéndose… En mi nariz, los efluvios de la gasolina, el éter y el glicol. ¡Qué hubiese dado yo porque alguno de los servidores me hubiera requerido para ayudarlo! No fue así, fui pasivo devoto que se sabía de memoria los modelos prestos a volar: Messerschmitt 109, Stuka Ju–88, Spitfire, Fiat “Chirri”, biplano Bucker de acrobacia… ¡La afición! Lejos de aquel estadio para masoquistas se entraba en la zona del marjal, un poco a la derecha. El río tenía allí sus veleidades y mañas, fluctuaba según vaivenes de la marea y de la luna, y era paraje algo insalubre, con mosquitos zancudos –los llamados violeros–, renacuajos y bestezuelas de fango y lodo. Para no añadir tintes sombríos, diré que el viene y va de las mareas, cada seis horas, removía aquellas aguas y permitió que sobre el ribazo se levantara un meren72
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dero, unido a tierra firme a través de un puente de madera muy característico y gracioso. Los rapaces merodeábamos por allí con viejos reteles para la captura de quisquillas y camarones, o para buscar, con pala y en el limo, txitxares y cangrejos de muda, seres que más tarde cedíamos a los pescadores de la ribera (éstos siempre pertrechados con cañas, carretes y sedales). Pronto los trocábamos por lubinas o platusas. Otro de los atractivos de aquella zona deshabitada y con tan escaso aseo eran los árboles de morera. En resolución, crié de niño, durante una temporada, gusanos de seda fina. Resultaba muy interesante y hasta didáctico ver convertirse en capullos aquellas larvas feúchas que, vueltas mariposas, engendraban, con una prisa sin pausa, su descendencia. Lo arduo era la comida de la población de orugas, cuya voracidad excedía a la del grillo que, en bote de guisantes, me alegraba las noches de verano desde el balcón. Pero estas orugas sibaritas no preferían la lechuga, era morera su alimento, y me azacanaba por buscárselo en aquellos lugares que me lo podían proporcionar sin poner en ello mucho estorbo. Esta sana diversión duró unos meses. Mi madre, harta de aquellas mariposas y de su bulla en la caja de zapatos, las hizo desaparecer. (En los niños, las ilusiones no permanecen mucho, y más si son coyunturales y se ciñen a un antojo o a moda.) Mis compañeros criaban sus gusanos de seda; yo también. Fue mi primer proyecto empresarial y, como otros más tarde, terminó en fiasco. Otro asunto deleitoso era contemplar las gabarras del río. Eran embarcaciones de fondo plano, sin obra viva, arrastradas por tipos forzudos provistos de una pértiga. Los barqueros, todavía hoy, me remiten a un óleo que vi en el Prado de mozo: Caronte, en la laguna Estigia, llevando un alma consigo. La asociación de ideas funcionaba, y ambas imá73
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genes, la del arenero y la de Patinir, aún continúan en mi mente. Es así de simple. Aquellos sucios lanchones dragaban toda la ría, almacenando la arena y los detritos que sus pilotos –medio cuerpo sobre el agua turbia– recogían con grandes cucharas, brillantes al introducirse, una y otra vez, en la corriente. Luego, aquellos seres portentosos remontaban el río, con la ayuda de un varal enorme, hasta las riberas de Loyola. Era plausible su técnica. El gabarrero recorría todo el borde de su pontón, y éste se deslizaba por efecto del empuje. El esquife se ponía en movimiento, y el hombre levantaba los pies para no caerse; algo parecido a lo que se hace en los artilugios para caminar que vemos en los gimnasios (se mueve la plancha que se desliza bajo nuestros pies; la ilusión es que somos nosotros quienes nos movemos). Los hombres trabajaban todos los días, con sol, con viento y con lluvia, con los meteoros menos favorables. Y en las cuatro estaciones. Creo ver aún esas gabarras sobre el río, bajo una luna de piel, negras, silenciosas, intactas, con su Caronte a bordo. En la otra esquina de la ciudad estaba el núcleo primigenio de casas y vecinos, bloque con seiscientos años de existencia, de cuando la población, quince o veinte manzanas, se escondía tras sus muros de los empujes del francés, amparada tras un monte de pequeño perímetro y coronado por una fortaleza que, a principios del diecinueve, padeció asedios y fue protagonista, bien a su pesar, de cruentas hazañas militares que hoy se reproducen en litografías de anticuario. Amábamos los críos aquellas ruinas donde temblaban las trepadoras, pasto del verdín, de los helechos, de las humildes flores sin perfume, de las plantas ocultas que recogen los curanderos para perlesías, parasismos y males de muy dudosa naturaleza. A pique de enceguecer, los chavales nos peleábamos, con juncos a guisa de espadas 74
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y piedras por munición, en los corredores del castillo, castillo que ofrecía muchos lugares para esconderse, para la emboscada, el breve asalto y el fugaz golpe de mano. Viejos cañones enmohecidos, pozos y aljibes en su aparejo de herrumbre, escaleras hacia ninguna parte –con halo de conducir a tesorillos secretos–, polvorines abandonados, calabozos, zahúrdas, lienzos de muralla, barbacanas; todo se nos ofrecía, todo era solaz para los niños, acicate y lustre para nuestra imaginación. Con denuedo, sin mudar propósito, peleábamos en la muralla. “Oye, yo me pido El Cachorro.” “Y yo, El Guerrero del Antifaz.” “Pues yo soy El Olonés.” Entrepernados sobre las losas, combatíamos a puñada limpia, o con cañas–sables, o con lo que nos caía más a mano. Resultaba normal volver a casa con rasguños y moretones, o, peor aún, con una prenda rota o un ojo a la virulé. Habíamos disfrutado como energúmenos, y las consecuencias de aquel despliegue de virilidad, fantasía y literatura de cómic eran insignificantes: contribución que aceptábamos de buena gana. Un día, rapazuelos en busca de tesoros se toparon con una arqueta. El cofre les proporcionó doce luises de plata escondidos por algún mílite franchute. (Años después, y en biografía localizada al azar, leí que en dicho fuerte había sido alcaide, Francisco de Aldana, el poeta de la Epístola a Arias Montano: “Y entrarme en el secreto de mi pecho”. Figura célebre y memoriosa, moriría, por la doblez y mala conciencia del rey Felipe, en el desastre de Alcazarquivir…)
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VII No todos mis educadores fueron, debe decirse, como algunos de los señalados. Tuve buenos pedagogos que se preocuparon de mí, y su desvelo y dedicación los agradezco infinitamente. No era, para mi mal, lo más común; lo ordinario fue la incuria, el menosprecio muchas veces o el interés más o menos doloso. Recuerdo a don Abilio, mi profesor de Literatura, atento a los alumnos y a sus avances en la disciplina. Yo adoraba sus lecciones, las lecturas que recitábamos por turnos, su peculiar dirección. Entre otras cosas, él me estimaba porque mis trabajos siempre lo sorprendieron. Solía felicitarme, con algunas pegas. Susurraba: “González, puntúe bien, haga un esfuerzo; si no aprende a puntuar, nunca sabrá escribir”. Por esa causa me peleé toda la vida con la coma, el punto y coma, los dos puntos, las comillas y corchetes. “Varios temas –aseguraba– ofrecen dificultad a todo el que se proponga conseguir un castellano correcto: los tiempos verbales, los gerundios y el trabajoso régimen de preposiciones.” Y añadía: “En cuanto a las mayúsculas, la propia Academia suele vulnerar sus normas. Yo intentaré darles a ustedes ideas más exactas”. Y no olvido, en estos apartados, su porfía: “La mayúscula tiene un empleo demarcativo y otro expresivo. En cuanto a la puntuación, los escritores, hasta el Siglo de Oro, puntuaban al ritmo pulmonar. Luego, para darnos trabajo, los lingüistas y su sintaxis nos hicieron las cosas un poco más molestas”. Oigo su voz, una pizca endeble, desde el pupitre, junto al mapamundi; y veo el rostro de un hombre considerado, menudo, vuelto hacia el resol que se venía hasta el aula y levantaba, con dedos invisibles y traslúcidos, átomos de polvo circular como en los retablos de los místicos. No conozco lo que la vida le habrá proporcionado… Ni sé de don Moi76
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sés, que me cateaba el latín de Cicerón, Tito Livio y Suetonio, pero supo soplarme descaradamente los textos más difíciles del examen final de lenguas muertas, en sexto de bachiller. “At urbe condita.” Lo dañino, dicho queda con reiteración, no era la sembradura educativa, ni la falta de delicadeza del pedagogo, ni los abusos corporales, ni el pasitrote de los días que se iban repitiendo. Lo que me amargaba hasta el desespero era el desamor y lacería de algunos niños, su maldad, arrojada –caldibache nauseabundo– sobre quienes no pensábamos ni actuábamos como lo hacían tales epulones. Lo llaman bulling, pero se ha tardado mucho en reconocer al pequeño monstruo, y éste se cebó en tolvaneras de muchachos, culpables, según parece, de tener buena voluntad. A usanza de los adultos, había niños empeñados en negarse a los demás, en crear grupúsculos, ínfimas mafias o camorras para favorecerse a expensas de los ajenos. Ensayaban la conducta que prevalecía en el círculo de los mayores: egotismo, barbarie, insolidaridad. Otros alumnos, por miedo o para sentirse de esta forma respetados, jaleaban las bellaquerías y gracias al grupo de mandamases. Nuestros profesores, condescendientes, sin la más elemental noción de ética, dejaban que los aprendices de victimarios campasen a su antojo. Los abusos consistían, por ejemplo, en hurtarte cualquier favor, en robar apuntes, libros y material didáctico –sobre todo en vísperas del examen o el mismísimo día–, en introducirte con violencia dentro de retretes hediondos por obra y gracia de energúmenos que, apoyados en la puerta, te retenían dentro de la asfixiante placa turca, en el empleo de los motes más dolorosos para corearlos y hacer de ello baldón... Una tarde de partido me convocaron para sustituir – yo era suplente– al titular: ensueño indescriptible. Cuando ya dispuesto –camisilla, calzones y borceguíes de fútbol–, 77
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estaba para salir al patio, surgió el titular, un aparecido, exigiendo la indumentaria para él. Se había ocultado el muy tunante tras un pupitre, pues nos mudábamos de ropa en la misma aula, para surgir en el último segundo, reclamarme su puesto y causar tremenda desilusión al pobre niño que esperaba, cual lluvia de mayo, medirse en una plantilla con los colores, para mayor pena, de la Real Sociedad. Salieron todos y yo me quedé allí dentro, maldiciéndolos y maldiciéndome, a la espera de que algún cataclismo: terremoto, sunami o diluvio universal alcanzara al bastardo que me arruinó aquel día… Pero estas cosas, tales depravaciones, eran usuales. Repetíanse y las sufríamos quienes recelábamos de aquellos grupos de delincuentes en agraz, de futuros pendencieros. Dado que yo era un inconsciente estudiante de Álgebra, mi padre dispuso que, en el verano, con el suspenso en el bolsillo, asistiera a clases de recuperación. Las daba un maestro de Matemáticas de andares algo espaciosos, muy ceñudo, el cual moriría, pocos años después, de grave empacho de ostras contraído en un restaurante de Madrid. Por desgracia, asistió a esa misma clase para obtusos, el clan de sayones con su jefe a la cabeza, un tal Conrado, perteneciente a la crème de la ciudad pues sus padres administraban, cerca de la zona centro, una zapatería. Todas las noches, el mismo juego. Al finalizar la clase y so pretexto de urgencias, la cohorte de vándalos se me anticipaba. La cosa era colocarse, de dos en dos, en los rellanos de la escalera para esperar al mártir. Desde un sexto piso yo era empujado por los primeros botarates hasta el rellano inferior. Allí, el segundo turno volvía a zarandearme y sacudirme con la ayuda, para mayor desfachatez, de los esbirros anteriores, llegados desde detrás. Maltratado, vejado y lleno de un furor que pocas veces he sentido, yo alcanzaba el portal entre las 78
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chuflas de tales bestias. De haberme hecho con machete, cúter o cualquier otra arma blanca, hubiera rajado a alguno; pero el miedo al soponcio familiar me contenía una vez y otra. De tan triste manera pasé los meses de las clases, sin concentración, conociendo la angustiosa lidia que me aguardaba. Y, de facto, volví a suspender… Hasta hace poco me telefoneaban mis excompañeros para una cena de hermandad. ¡De hermandad! Siempre en otoño. Pospuse las invitaciones. Quien insistía no fue, ni mucho menos, un ángel para mí. Ante sus ímpetus, le dije: “Óyeme, L., no voy a la cena. No me apetece veros. Así de simple. Ya me jodisteis seis años; parece poco y es mucho para quien sufre. Éramos niños, y casi todos os portasteis como recalcitrantes hijos de puta. No me llames más. No os quiero reconocer…”. Esto no es óbice para admitir que también hice amigos. Gracias a los contrapesos de la justicia terrena, mis dos o tres buenos amigos resultaron más tarde vencedores, triunfaron en esta vida. Yo no estuve a su altura. Contrariamente, el grupo de mentecatos y de rábulas que tanto me hacían sufrir acabaron detrás de un mostrador, vendiendo boinas y cinturones a los pueblerinos, o cortando sus chuletas de cerdo, y, en la mejor de las oportunidades, tras la ventanilla de alguna sucursal. Ésa fue la fortuna de quienes destacaban y me malquerían, bien arropados en apellidos que poco dicen a nadie, ya polvareda de los porvenires azarosos. Durante los recreos, yo me reunía con los leales y sentíamos insistente desazón por la brutalidad y rudeza de los demás, los gallitos bitongos, poseedores de una ejecutoria que sus padres parecían haber labrado para ellos, necia y risible a poco que se reparase en su sinsentido… Un primero de mayo –mi cumpleaños–, al abrir el pupitre por la mañana, me encontré con algo insólito, sobrenatural. Era una 79
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holandesa y simulaba documento antiguo, con cinta y lacre; en ella me aplaudían, felicitándome, tres de mis compañeros. Lo redactó un caletre muy joven y generoso. Junto al papiro pude ver un montón de canicas de porcelana y cristal, tesoro inapreciable para los niños de la época, acostumbrados a jugar con sus bolitas de pasta. Durante medio minuto, anonadado, mantuve abierto el pupitre sin dar crédito a mis ojos. Este breve éxtasis no pasó inadvertido. Mi profe de Latín descendió de su estrado para exigirme, sin excusas, que le mostrara aquello. No quise protestar. Con sonrisa de labios finos y tirantes –para sí la hubiera deseado un convencido iconoclasta– el gólem se llevó consigo canicas y diploma. Acabada la clase, lo abordé. “Hoy cumplo diez años”, le dije en lengua tartamuda. Y concluí: “Es un obsequio”. El maldito sayón levantó un índice admonitorio. “Aquí, González, no estamos para memeces; estamos para aprender. Mañana podrá estar usted muy orgulloso de su centro de estudios.” E hizo gesto para que me alejase… Jamás recibí el regalo ni de él tuve noticia. El profesor, años después, se fue a misiones, y todavía sueño con la flecha del aborigen clavada en sus testículos. Ignoro si Dios es justo; de serlo, así lo dispondrá. Pensé: la injusticia y la iniquidad son atributos de los hombres, desde la infancia hay que premunirse para padecerlos con el menor deterioro. El ser humano es felón hic et nunc; lleva consigo la mala levadura de la que hablaba el Poverello. Solamente una buena crianza, la armoniosa educación sometida al respeto y a los valores de la ética y la moral, pueden hacer que el hombre –pavorosa criatura– dé la magnitud que ya en Atenas nos pedían los pensadores peripatéticos, arropados en sus togas y sus juicios. Pero aquí se trata de la educación del púber, moldeable y sin norte, mas con gran ánimo de entrega y recortado por una sociedad 80
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donde los logros del espĂritu se ven envilecidos o son probatura flagrante de flaqueza o cobardĂa. Sentir el alma aquebrazada no es bueno para nadie. Para el niĂąo, es el dintel del Infierno.
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VIII El Caudillo venía en los veranos y pasaba siempre junto al chalé. Yo, en la rotonda del jardín –lugar de observación de cuanto cruzaba el mundo– distinguía a su séquito. Era época difícil; por la carretera, a escasos metros de nuestro hogar, apenas si cruzaban automóviles. Los más adictos eran camiones perezosos, con gota, renqueantes sin las ayudas del gasógeno. Éste y el estraperlo fueron las señas de identidad de los cuarenta. El gasógeno consistía en un tubo de dos metros y diámetro respetable. En su parte baja, un agujero candente daba paso al hogar. Por el portillo se introducía la leña o el carbón, y después se pegaba fuego al combustible. Eran años de carestía y cualquier invento peregrino no era rechazado si remediaba la escasez de otros recursos. Cruzaban los camiones con su infierno a lomos, a cuarenta o a cincuenta por hora, alertando erizos y lagartijas inmóviles sobre el macadán. Yo me conocía de memoria las marcas de aquellos trastos. Los más vistosos, los yanquis: el Mack de morro grande, los Federal, los Diamond-T. Luego venían los camiones cogidos en nuestra guerra: Saurer u Opel. Conocí sus jadeos y el sonido de los cambios de velocidad. Hacia el mediodía y a las seis y cuarto de la tarde cruzaban mi horizonte los autobuses de La Roncalesa, inconfundibles por su pintura de verde palidísimo, color que, con muy buen gusto, aún mantienen. Estas guaguas disponían, en su techo abombado, de dominio para viajeros. Trepaban por la escalera para instalarse a la buena de Dios, sabedores de que su viaje iba a ser un albur en cuanto al tiempo, bueno, malo o regular. Podían partir con sol y encontrarse luego, a mitad de camino, con ventolera o granizada. Y como parte del macadán se veía maltratado, era frecuente ver el autobús envuelto en nubes de un polvo 82
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que disfrazaba a los sin techo y los volvía del color mismo de la tierra. No obstante, conservaban su humor y le hacían guiños, al pasar, al chiquilín, quien a su vez, les deseaba buen viaje con ademán amistoso. Éstos se dirigían a Pamplona. El horario de su regreso se me ha perdido, aunque, luego de tres horas de baches y frenazos, no volvían tan felices. Una vez, el chófer paró junto a la verja para pedirme agua. Se la di en cubo de barro, mientras del motor salían vapores nada buenos. El hombre, curtido en estas lides, continuó arreando a su máquina hasta alejarse de mis ojos. Entonces solté a Ruski, el fiel perro de la estepa, que no me perdonaría la oportunidad de haberle propinado un buen mordisco al conductor, en señal de sus lobunas atribuciones. Franco pasaba todos los agostos delante del chalé. La hora no se sabía; ¿sobre las cinco de la tarde? Yo no me quise perder la coyuntura. Cortaban la carretera dos motoristas de banderín rojo, con sus DKW. A quinientos metros, la motorizada –al menos doce–, muy bien fardados con sus chaquetas de cuero crudo. Las Harley Davidson hacían un ruido impresionante. Después, cuatro coches de a dos, sin capota y con la guardia particular: requetés de feo caqui con sus chapelas encarnadas y cairel gualdo. Iban seis en cada coche, tres frente a tres en la trasera del americano, más el conductor y su acompañante. Desde lejos parecían juguetes. (También se dijo, con desembozo, que el general no iba en su Rolls –el coche negro y vetusto, de ventanillas oscuras, que seguía a los precedentes–, sino en los otros vehículos; él, de requeté, y eso era sutil argucia ante un posible atentado.) La comitiva la clausuraban otros cuatro automóviles, todos de color betún y con mucho cromo, al gusto estadounidense. Yo quería entrever la figura señera, al general invicto, al hombre del que se contaron tantas cosas buenas 83
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y tantas malas. Y llegué a visualizar un rostro de mujer, sentada ella en el fondo del Rolls. En su cabeza, ¿una mantilla española?... ¿Lo vi?, puede; ¿lo soñé?, quizás. Los domingos de verano, si el cielo no prometía nublo, mi padre y yo hacíamos excursiones de corto alcance. Nos acompañaban los dos perros, al principio; luego, sólo Ruski. Solíamos apostarnos junto a un puente muy esbelto, de cuatro ojos. Allí pasaba el tren del Plazaola, movido por vieja chocolatera; tiraba de dos vagones con aspecto poco seguro. Surgía la máquina del túnel, fragorosa, y se colaba en otro. El cansancio del ferrocarril, a trote, era disnea natural. Ruski se ponía a la par de la locomotora, todos sus pelos en punta, amenazando al conductor. Éste, conocido, pitaba un par de veces y nos decía algo poco inteligible, dado el ruido a herrajes del convoy. Después cruzábamos calveros, regatos, aguazales, y comenzábamos a subir hacia formas rocosas –Santa Bárbara– aparecídas sobre lo verde cual la dentadura de algún monstruo telúrico. Por el camino, libélulas, avispas, topos, ratas de campo, alacranes y alguna culebra de colores que Ruski nos traía atornillada en su trufa. Supe analizar el canto de la alondra, la malviz, el petirrojo y el jilguero. Pero mis preferencias estaban con el mirlo. Raramente un pájaro puede cantar mejor, con más poder y gallardía. Y, además, usando de talento y de paciencia, pueden enseñársele tres o cuatro palabras, pues viene a ser un cuervo chiquitito. (En la literatura universal, a varios pájaros se les ha tenido gran estima por sus gorjeos, caso del canario o el ruiseñor. Yo prefiero, con Josep Pla, al humilde mirlo, tan dotado y tan hereje, que en la mitad de un arpegio nos derrota con apunte de títere burlón. Él es así, juglar simpático e insolente, y sabe bien que en este mundo nada debería ser perfecto.) Regresábamos de nuestras excursiones sucios y sudorosos, con hambre y ganas de llegar. Pero 84
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yo había aprendido muchas cosas y las aceptaba; era una esponja e iba absorbiendo cuanto me ponían por delante… Otras tardes, la excursión a montes más lejanos: el Buruntxa, el Andartxa. El retorno, a la salida de la luna, con el primer mutis del murciélago, criatura de seda. Casi éramos felices. Al ser época de estraperlos, y a pesar de nuestras gallinas y de los capones (se cebaban introduciéndoles por el gaznate un largo embudo y gruesa cantidad de pienso), teníamos déficit de hortalizas, carnes y pescados. Conseguimos, al fin, un proveedor de estos productos, a excepción de los peces. La carne y las verduras nos las proporcionaba un caserío ubicado en el monte que ensombrece Oria. Aparecía la casera en la baja noche, con una joven de ayudante, eludiendo las rutas más comunes. Lo repartían todo en nuestra alacena e iban a volver para cobrar el estraperlo. Eran los trasgos de la noche, magas para matar el hambre. En el pueblo próximo, el máximo exponente de aquellas prácticas dolosas era huevero. Regentaba un colmado, tienda de comestibles donde también se servían las sopas Maggi, el aceite y el vino. El propietario, patán simpaticote, era de la región; el apellido –comenzaba por Gazta– dio fe de ello. Entrados en esa tienda, abierta siempre hasta horas tardías, llamaba nuestra atención la escasez de artículos expuestos en el escaparate. “Hola, Paco, ¿no tendrá usted ahí un par de pollos de corral y algún filete de buey gallego?”, preguntabas. “Ni una sola pieza”, respondía el ladino, con gesto de compunción. Cuando el visitante comenzaba a irse, oía un siseo: ¡ssssssssssssssssss! Y Paco: “Venga usted pacá”. Se iba el cliente a la trastienda del colmado, donde varios bultos disimulaban lo que ellos mismos cubrían. “La verdad, señora, es que se la juego a los de Arbitrios”, susurraba él, con jeta consternada. Y después, con hechuras de 85
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hombre corajudo: “Pero a doña Asun no puedo dejarla sin lo que pide”. Y añadía: “Esta vez haremos excepción; ¡no se pueden creer los riesgos que se sufren en este negocio!”… Y doña Asun se marchaba feliz con sus filetes de buey gallego; eso sí, pagados a precio desorbitante. Paco hizo millones del cuarenta y cinco al cincuenta, fundamentalmente. Un día lo vendió todo y se fue del pueblo. El estraperlo convenía a la gente notable, a las familias con posibles. Nosotros, gracias a la previsión paterna y a sus duros, no comíamos mal. Nuestras gallinas, rozagantes y coloradotas, eran de raza catalana y se adquirieron en una granja avícola de Arenys (la Sinera de Salvador Espriu). Tenían las patas de color añil, y los vecinos, al verlas, se mofaban de ellas y de nosotros: “¿Y eso les pone huevos?”... Para su estupor, ponían huevos en las cuatro estaciones, mientras que las del país, tan blancas y tan estándar, con sus zancas amarillentas, no eran capaces de hacerlo… El caso es que mi padre se enceló con el quehacer de las gallinas. Se hizo construir un corral con ponederos de trampa¸ puso travesaños para que las aves durmiesen a su antojo, seleccionó algunos gallos y preparó en el centro del cobertizo un reloj de sonería que despertaba a las aves, en invierno, a las tres de la mañana. Esta última argucia proporcionó a todas las inquilinas cuatro horas más para escarbar en la tierra, comer los gusanillos y ser cubiertas por el gallo con gran batir de espolones y alharaca de cloqueos. Dado que mi padre leía libros y éstos eran de avicultura, pronto se convenció de que era pertinente dar a los animales un pienso particular: la concha de la ostra –pitanza rica en cal– , que vigorizaba la cáscara del huevo y eludía el espectáculo de ver a nuestras aves dando con pico y uñas contra las paredes. Tuvimos yemas todos los inviernos y hasta pudimos cambiar con los aldeanos la provisión sobrante. 86
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Yo pasaba largas horas cerca de mis gallinas. Las puse nombre. Al convertirse en cluecas, había que colocarles huevos bajo sus buches para su incubación. Cosa era de ver a las futuras madres revolviéndolos con el pico, buscándoles el mejor rincón dentro de las plumas, aguantando el tedio de su inmovilidad durante varias semanas: impasibles, impertérritas. Yo no era cursado en gallináceas, pero descubrí cosas singulares. Los gallos oteaban de continuo el cielo y, si divisaban un gavilán o un cernícalo, advertían de su presencia a las alegres mozas del corral, las cuales, con grandes aspavientos, corrían a cobijarse en él. El macho se quedaba inmóvil, desafiante, erguida la cabeza y tiesos los espolones; sus sonidos debían de suponer señales de incertidumbre. Hubo gallinas con dos sexos; les crecía pelusa sobre las patas y asomaba sobre sus cráneos un bonete reducido, cual cresta. Estas maritornes bisexuales pretendían a las otras de su género y escapaban del gallo, el varón poderoso que hubieran querido ser. Ponían huevos estériles y sin chito... pero huevos. Yo sentía lástima de ellas, futuras candidatas a la olla tan pronto le apeteciese a la familia –en algún cumpleaños o con motivo de alguna efeméride– el antojo de regalarse con un ave de corral. Para corregir mi incomunicación, algún domingo acudían al chalé mi prima Soledad y mi primo Josecho. Soledad me adelantaba en un año; Josecho, dos. La idea consistía en que pasasen en el campo, en aquel reducto de sosiego, el corto fin de semana. Yo, con mi prima, me llevaba de cine; con mi primo no tanto. Nos entreteníamos en el manzanal o en la huerta, pateábamos los corrales y les descubría bichos que nos dejaban perplejos. Por la noche, irse a la cama era un jolgorio. Ya no sentía temor de lo peldaños, ni de las sombras de los pasillos, ni del uuuuh del cuco, ni del aleteo de la lechuza en el borde de las tejas. Todos los miedos se desvanecían. Según imagino, mis dos primos también se so87
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lazaban, aunque él, que ya asistía a los primeros cursos del colegio, estaba más pendiente de sus nuevas amistades que del primito aldeano. Era admirable ver a los tres chicos revolcados entre el herbazal, hábiles en la busqueda de manzanas ácidas o arañas tomateras, al aire mi vieja boina para atrapar el murciélago torpón, a ver si éste era capaz, ya en tierra, de fumarse la punta de una colilla. Ancho era el mundo, no ajeno, y nosotros en él representábamos una comedia desahogada. Las tardes de los domingos, en agosto, desde la cisterna de agua potable que dominaba el chalé, se veían los caballos. Bajo el sol ¡las grupas color caoba, la seda de sus jinetes! Cierta vez, tras un largo galope, cayó un caballo en la difícil curva de Bugatti. Desde donde yo estaba, se le veía tendido, doblado uno de sus remos de modo deplorable. Fueron por él dos hombres. Sonó un disparo. Toda la tarde se estremeció. Voló alguna paloma. Yo seguí oyendo el tiro durante varios meses. Cierro los ojos y todavía lo escucho. A media tarde se nos preparaba, para merendar, pan con “mantequilla”. La mantequilla eran las natas de la leche, dispuestas sobre el témpano porque nada se desperdiciase. El pan lo hacíamos nosotros, y resultaba estimulante reducir la masa con el rodillo, una y otra vez, hasta lograr el espesor de una oblea. El pan… En cuanto a la mantequilla, el deleite se lo debo a una montonera: la Duarte. Al venir a Madrid, en lo más crudo de la dictadura, nos trajo a los españoles carne, leche y mantequilla. Dios la tenga en su Gloria. Mi padre compró –de estraperlo, naturalmente– uno de aquellos botes anaranjados, de dos kilos, que al abrirse soltaban efluvios cuasicelestiales. Supe que la nata era flojo sucedáneo y que había niños, en países distantes y con la mar de por medio, que tomaban mantequilla en sus meriendas. Guardo, en los desvanes de la memoria, un hecho que es 88
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una filfa, pero informa de los inconvenientes de la petulancia y la fatuidad, las cuales –flaquezas sin categoría de vicio– ensucian el comportamiento. Con ocasión de una visita de mi tío Paco al chalé –media semana apenas con los suyos–, invitó a un amigo de Madrid, médico veterinario que había ganado justo crédito al atender a los monos en los circos de la capital, el Price entre ellos. Hablaba con ternura y elegancia de chimpancés, monos capuchinos y titís. Era hombre jocundo, barbitaheño, con la cara roja y ademanes que recordaban a los oficiales ingleses del diecinueve. Vividor, amigo de francachelas y de los caldos de buen catar, me cayó simpático a primera vista. Horas antes del almuerzo, mi tío, quien conocía los gustos de su invitado, imaginó darle una sorpresa. (Mi padre había dispuesto, en el garaje de la casa, una bodeguilla con vino alavés joven, de graduación. Vino asequible. Esta circunstancia no alteró a mi tío.) Y en un aparte: “Telmo, escucha, vas a hacerme un favor…”. El favor consistía en envejecer, más que a paso, una botella para servir en el almuerzo como gala y hecho excepcional. Hete aquí al pobre Telmo aderezando la botella con polvo del camino. Y el detalle excelso, indiscutible: las telarañas. Las busqué por los rincones, aparté a las inquilinas y froté el vidrio contra redes inextricables. Parecía la botella chupa de dómine, si bien engañadora. Mi tío la presentó tal y como se la habían entregado. “Paternina de reserva –dijo–. Tendrá más de dos lustros.” Y señalándome: “Más vieja que este chaval”, aseguró. Hasta ahí todo fue bien, pero, al pasar un trapo por la botella insigne –pues no era lógico tenerla allí con sus telarañas–, apareció impoluta, cegadora, la etiqueta. Resultaba patente, irrefutable, el encorchado: 1945. El doctor se dirigió a mi tío, corrido éste hasta los pelos, y le espetó: “Colega, el caldo no sé qué edad tendrá, ¡pero no cabe duda de que las arañas son viejísimas!”. Y se sirvió buen copete. 89
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IX Una mañana del año cuarenta y cinco, la ciudad pareció estremecerse con un evento insospechado. Desde la lejana Oslo, un aviador alemán arribó a nuestras playas para poner fin a su aventura bélica. El hombre se llamaba León Degrelle –oficial de las S.S.– y lucía en su guerrera la cruz de hierro. El aparato –Heinckel-111, torpe y de difícil maniobra– amerizó de panza, dejándose un motor y trozos del fuselaje desperdigados por la arena. El agua inundaba la carlinga. Varios marineros sacaron de su celda al aviador y éste se entregó a las autoridades militares (a la segunda guerra mundial sólo le quedaban meses de carnicería). Casi de noche, mi padre y yo fuimos a ver el aparato. Era un pecio, una osamenta lastimosa que se desmoronaba al capricho de la rompiente. Unos muchachos, de espaldas a dos números de la Guardia Civil, recogían la munición: balas gruesas escapadas de las ametralladoras. A la salida de la luna, la expectación cesó. Dos camiones se llevaron el inútil despojo que horas antes había evadido cielos hostiles para salvar a un hombre. Guardé durante años un proyectil; más tarde, solamente la memoria. Mi ciudad se alteraba muy poco. Vivía pendiente de la cartilla de racionamiento, de sus mercados, de las festividades religiosas, del pueblerino que llegaba en el autobús para hacer escuetas adquisiciones, de quienes volvieron, a la chita callando, tras pasar por la cárcel o el campo de concentración. Las noches eran el paradigma de la soledad. Los serenos dormitaban en los cruces o emprendían su ronda y, de tanto aburrirse, daban espolazos con el chuzo en el adoquín, las llaves en la cintura. El ciudadano, aparte de hacer dinero, aplaudir a la Real y celebrar sus tradicionales comilonas, se interesaba por el cine. Mi favorito era el Teatro 90
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Príncipe, pues disponía de un ático desde donde era fácil asistir, a través de amplias cristaleras, al romper de las olas contra el “tambor” durante las mareas vivas de septiembre, en las grandes marejadas. Allí me sentía yo capitán de barco, con todo el mar a mi disposición, y protegido… Proyectaban, a finales de los cuarenta, películas del Oeste, filmes que me satisfacían en grado sumo, sobre todo si los indios, tan emplumados, eran cheyennes o arapahoes. También veíamos en aquella sala películas de guerra en las cuales los japoneses, perversísimos, eran duchos en cometer, con la frialdad del saurio, los mayores atropellos concebibles. Este salón se encontraba cerca del Miramar, otro cinematógrafo acreditado. Y, ya en la calle Garibay, el Salón Novedades –de los jesuitas–, coqueto y cómodo. Disponía, además, de ambigú; se llegaba hasta él por los laterales, en el descanso, y permitía tomar algún refresco y comentar el transcurrir de la película. Tuvo este cine columnas de diseño oriental o rococó, que enmarcaban la pantalla. Segundos antes de comenzar la película, las luces generales se apagaban y permanecía un reflejo breve en las columnas, que se iba extinguiendo con lentitud. Sonaba un gong… A mis padres, más que por los filmes, les gustaba de aquel espacio la comodidad de sus sillones y su ambiente cursi y acogedor. Los programadores eran proclives al cine negro americano, con mucho gángster, mucha golfa arrepentida y mucho pandillero que tiraba de fusca por un quítame allá ese dólar. ¿Se acuerdan de Cayo Largo?... Como yo era adolescente, sólo podía acudir a las películas toleradas y presenciar las horrorosas cintas de Fred Astaire o las aventuras maritales de Bing Crosby y su pareja. El amigo Crosby, para mayor deterioro, acostumbraba protagonizar películas de curas –buenos, se entiende– y convertía a niños bitongos en las antros de Harlem o en otros lugares de perdición. Lloré con La 91
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mies es mucha, me aburrí con La ciudad de los muchachos y me quedé frío, por la raigal antipatía que me inspiraba James Stewart, en Qué bello es vivir. Más lejanos en el tiempo –los títulos me llegan en aluvión y ser documentalista resulta aburridísimo–, pude emocionarme con Balarrasa y Botón de ancla, películas afines a los niños y muchachos que soñábamos con ser héroes. La solidaridad entre compañeros, la viril ejecutoria del soldado y la omnipresencia de la mar nos excitaban y hacían que nos sintiéramos próximos a los ases. Salíamos del cine con la testosterona acentuada, más tiesos y emprendedores, menos propicios a obedecer las consignas paternas y a consentir la indecente y sebosa estupidez de nuestros dignos pedagogos. Y fue glorioso el escándalo de Gilda. La amenaza de anatema para quienes asistiesen a sus proyecciones recorrió la ciudad cual reguero de pólvora. Todos hablaban del asunto, todos mantenían su criterio. Los censores, cegatosos siempre, le dieron un cuatro, o sea: reprensible y peligrosa. ¿Qué había ocurrido?; ¿cuál era el pleito?; ¿qué podía enviarnos a las calderas infernales? Pues Glenn Ford, muy en su papel, le había atizado una galleta justificada al pendoncete verbenero de sonrisita tentadora: la Cansino. Eso y el fastuoso resbalar del guante de tisú. Era normal que, ante una película demoníaca, respondieran los aficionados. Éstos se pusieron a la cola para ver a la Rita más electrizante que nunca dio la pantalla. Los ablandabrevas y pisaverdes se quedaron con su frustración, y yo, sosua –no la vi pero me la supuse–, no pude imaginar qué clase de soplamocos, por fuerte e inmerecido, podía justificarnos las excomuniones… Cierta cosa no marchaba. ¿Eran así de botarates los adultos? ¿Qué había detrás de aquel embrollo? ¿A quién se intentaba perjudicar? Ni me curé de saberlo, renuncié. Pero, durante 92
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años, el gentil rostro de Gilda apareció en mis sueños, y aún hoy, la actitud de la actriz y su brazo enguantado vienen a socorrerme en la noche tortuosa o en el despertar. Hubo una sala de proyecciones favorita de la grey infantil. Era el Cine Bellas Artes, con su arquitectura fatigosa, su patio de butacas y su “gallito”. En gallito –la planta superior– nos situábamos quienes no teníamos una perra chica (aunque esto sea tropo, toda vez que el billete nos costaba, más o menos, el duro). En gallito se podía hablar, patear durante los apagones, comer pipas y cacahuetes y tirarlos al suelo, embravecer al acomodador y proferir un ¡uuuuuuuuu! cuando los protagonistas, muy pocas veces, se besaban. En este cine tuve oportunidad de ver Locura de amor, rollo carpetovetónico de inusitada insulsez, y cintas de parecido tono, como Alba de América. Pero lo habitual eran los filmes de bribones y de piratas. Éstos, los de piratas, me enloquecían. Estaban rodados en lejanos países y remotos mares: las islas Tortuga, el golfo de México…; y en una época que a mí me resultaba perturbadora. No olvidaré nunca la pelea entre el buzo y el calamar gigante en Piratas del mar Caribe, con la muerte del ídolo en pena de lo pecado. Desde entonces le profesé gran simpatía a John Wayne, y, siendo yo veintiañero, se hizo más sólida cuando, en un cine de la madrileña calle de Alcalá, vi El Álamo. Me complacía John Wayne por la mezcla de virilidad y de ternura patentizada en sus papeles; capaz de besar a un niño después de hacer pedazos al mismísimo Jerónimo. ¡Y qué primor el mantenido en aquella escena inmarchitable: Wayne haciéndole la corte a la bellísima tejana mientras morían, lentos, los violines de Las hojas verdes del verano… Ah! A estas alturas (la memoria suele retener secuencias irregulares) retrocedo en el tiempo para verme muy niño, aún no escolar, con mi padre bien próximo, a la espera del au93
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tobús que nos llevaba, todas las tardes de los viernes, de nuestro piso del Buen Pastor hasta la villa del pueblo. Los viernes, mi padre me regalaba, con algún énfasis o recomendación, el último Pulgarcito. ¡Qué impaciencia!... Pulgarcito era un tebeo –no cómic–adecuado a mentes infantiles. Lo compraba en un estanco de la calle Loyola ( y allí me llegaría, en soleada tarde dominguera, el rumor de que en Linares –rosa y oro el traje de torear– había muerto Manolete). Pulgarcito tenía dibujantes estupendos: Conti, Vázquez, Escobar, creadores de seres tan macanudos como Carpanta, Doña Urraca, Zipi y Zape o las hermanas Gilda. Mis predilectas fueron las historias de espeluzno, protagonizadas por el inspector Dan, de la Brigada Volante, y de su novia, Stella. Momias, demonches y seres teratológicos acechaban siempre a la inglesita, pero allí estaba el de Scotland Yard, con su sombrero calado hasta las cejas, su intuición sin igual y su pistola, para excluir a Stella de apuros inimaginables. El revólver de Dan hacía ¡bang, bang!, en asonante, y no fallaba nunca o casi nunca si decidía finiquitar a los perversos. Los dibujaba Giner, quien, junto con Ángel Pardo, se ocupaba de las viñetas tenebrosas y violentas de Pulgarcito. Me daban tanto pavor, que abría sus páginas por una esquina, muy despacio, para no verme sorprendido por imágenes insostenibles. Cuántas noches soñé con la propia Stella, en las mazmorras y pasadizos de Salisbury Castle, para salvarla… Otro suceso desmontó la rutina de los lustros de plomo, conmocionando a toda la ciudad; fue el peregrinaje de la Virgen de Fátima. Vino por carretera –simple turista–, escoltada por gran séquito de clérigos y una hervorosa multitud, en bicicletas o en coches, que la aclamaba sin cesar… Yo me los topé en el pueblo. El autobús se detuvo, y descendimos para arrodillarnos mientras pasaba aquella ima94
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gen con cara de niñita: virgen infantil, pero que pudo remover el benigno sol de Portugal. Dos furgonetas con altavoz, tras la carroza, reproducían himnos marianos. Hubo mujeres que arrojaron flores a la Virgen; otras le enviaban besos. Olía a polvo, a asfalto derretido y a muchedumbre. Le pedí a la Virgen que me devolviera a Ruski, arrollado por un camión, porque mis padres, para no causarme pena, me dijeron que estaba rehabilitándose en una clínica de Alemania. Pero Ruski, el lobo ruso, no volvió nunca, y acaso estaría contemplándome, desde el Edén, con sus bellos ojos humedecidos… (Y ocurrió un leve accidente. Cierto clérigo de Añorga, joven y gay, se empeñó en seguir a la comitiva en su bicicleta. En un despiste se fue al suelo: rotura de tobillo. ¿Simple avatar o punición por el vicio nefando? Piensen ustedes.) Pronto me olvidé del itinerario de la Virgen, pero supe de su retornó a su cueva de Fátima, en Santarém, bajo el sol pálido de Leiria, cerca de Alcobaça y del prestigioso monasterio que da fe de los dos Juanes enfrentados en Aljubarrota. Las fiestas eclesiásticas, en un país de espíritu católico más impuesto que probado, tuvieron en la ciudad una importancia fundamental. El Jueves Santo constituía una de las mayores festividades. En la procesión, el sacerdote, bajo palio, portaba la Custodia en opalescente lluvia de oros. Los mílites de Ingenieros y de Infantería se alineaban en el recorrido. Su “rindan armas”, rodilla en tierra, era el protocolo militar. Se estrenaban estandartes y de los balcones llovían claveles blancos, rojos, que los chaveas pretendíamos recoger. Se cantaba, se rezaba. Hombres y mujeres aparecían endomingados, muy formales y serios. En los cruces, olor débil a incienso, a humanidad. Otras jornadas para adherirse a la Iglesia eran las de Pascua de Resurrección. Madrugábamos los colegiales el Vier95
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nes Santo, ¿a las seis?, y acudíamos a un Vía Crucis en la Avenida: el corazón de la ciudad. Acabado éste, comenzaba otro; de la Parte Vieja, iba subiendo hasta la capilla del monte Urgull, cuyo remate era la imagen ciclópea del Sagrado Corazón, que nos bendecía con su índice e intentaba perdonar las liviandades del ciudadano. Aquel Vía Crucis era agradable. A pesar de las guijas del camino, las losetas puntiagudas y las raíces de los árboles más frondosos, transcurría todo aquello bajo el dosel de verdor de la gran masa arbórea. Piaban gorriones y jilgueros, y cantaba algún cuco. A la derecha se abría el mar Cantábrico, rico en verdes y azules, salitroso, rizado por el aire húmedo que se nos venía, en aquellas calendas, desde el mismísimo Finisterre. Subíamos cada vez más fatigados, pero restablecidos por aquel aire de piratas, de mariñeles, de hombres con gorra o boina azul y pelo en pecho. ¡Brrrrrrr! Concluido el segundo Vía Crucis, todos los críos nos lanzábamos cuesta abajo, pues era la hora del chocolate y éste, sin pertenecer a la liturgia, era rito ineludible. Se mojaban los churros, en el chocolate recién hecho, con la certeza de haber cumplido con Dios y el propio estómago. Después, la mañana se consumía tras el saludo a los “Monumentos”, engalanados con velas de todas las magnitudes junto a explosiones florales. Al no poder ser recorridos en su totalidad, se dejaban algunos para la tarde –los templos, a disposición del feligrés–. Esta costumbre no sólo consagraba un rito religioso, sino ciudadano. La sociedad tenía pretextos para saludarse, comentar sus asuntos, contar anécdotas, preguntar por los vivos y los ausentes; siendo así que todos lo aplaudían. “Hola, adiós, adiós, ¿qué hay?” Sonaban los saludos en la tarde, y el pueblo, el buen pueblo de actitud compungida y hechos indefendibles, se estrechaba la mano tantas veces cuantas fuera preciso. Los más jóvenes, al eludir la devoción de los 96
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adultos –falsa pero fraterna aquellos días–, nos íbamos al monte en ruidoso tropel, y era dejar a nuestros padres las dobleces, los fingimientos y el rendibú. Después de Mendiola tocábamos Pasajes, Ulía y sus laderas. Huroneábamos. Más tarde, al monte Igueldo, tras subir por la ruta del faro: la más hermosa, la más fuerte. Era colosal. Se nos juntaban chicas de otras escuelas y el grupo adquiría una dimensión lúdica, peligrosa, galante. Debido a nuestra juventud, no era fácil pecar, pero la presencia femenina nos alteraba la sangre y las hormonas, y, si no de hecho, de propósito traspasábamos la raya. Era este Viernes el día más procaz de todo el año y se recibía con astuta expectación. A la semana siguiente, yo le confesaba al páter: “Estuve parapetado entre matojos para ver a las chicas hacer pis”. Y el cura, seducido por mi ocurrencia: “Eso está feo, muy feo, en un niño. Reza diez jaculatorias”. Yo insistía: “Además, he dicho puta”. Y la voz desde los fondos de la cajonera: “Pues que sean doce”. Otra circunstancia que se compadece bien con el espíritu de los años cenicientos fue la erección, en la cúspide del citado monte Urgull y sobre la fortaleza cacarañada, de una figura similar o parecida a la del Pan de Azúcar en las jorobas de Río. La efigie, obra de arte medianeja, remataba una capilla de ámbito marinero, muy airosa y alegre, con una goleta en el único altar y bancos olorosos a paño húmedo. Décadas después, un edil donostiarra, ya sin efecto el nacionalcatolicismo, intentó dinamitar la obra. La idea no prosperó, pero delataría a quienes la mantuvieron con aplauso. (Cuentan que, una vez, dos monjitas observaban a un obrero muy solícito que le daba a la estatua varias manos de pintura. “Con qué piedad trabaja este buen hombre”, declaró una monja. “Un ángel de Dios”, respondió su compañera. El obrero, oído el runrún de las voces, ahuecó la 97
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mano para gritar a las religiosas: “¡Anda que no da trabajo este muñeco de los cojones!”)… Hoy, la estatua está ahí, testigo en hormigón de una época de grises. Es harto vulgar pero se ha transformado en todo un símbolo, suceso muy frecuente dada la común estupidez humana. Para subir el horizonte religioso de los años cuarenta y primeros cincuenta, nuestros jerarcas propusieron que la ciudad tuviera obispo. (Bien se sabe: ciudad sin obispo es alero sin gato.) Para tal menester se convirtió en catedral o templo catedralicio –en concreciones litúrgicas hay que poner ojos de alinde– la iglesia más moderna de que se disponía: mi parroquia del Buen Pastor. Quedaron relegadas en la puja la iglesia de San Vicente y la de Santa María, ambas de mayor empaque arquitectónico e histórico. El obispo de la ciudad llegó de Cataluña; era hombre entrado en años, tolerante y obeso. Él inauguró en Urgull el referido Sagrado Corazón, y, además, hubo misas solemnes, novenas y otras actividades del credo católico. Su primera iniciativa popular fue pedir a los jóvenes que, en las playas, nos cubriésemos con camisetas decorosas. Al buen prelado le pareció que nuestros torsos juveniles podían contener liminal llamada a la lujuria. Dos años más tarde, en mañana luminosa, jugábamos un grupo de pilletes sobre el atrio de la catedral. Al advertir la venida del obispo y su séquito, la turbamulta de mocosos se precipitó, de consuno, a besarle el anillo y su gema: amatista refulgente. Me quedé algo cortado; fui el último de la fila. Al llegar a la oronda figura, algo me tironeó y no supe qué hacer. ¡Vergüenza! El obispo bajó el rostro y me preguntó con lentitud: “Noi, ¿cómo te llamas?”. “Telmo”, respondí. “Y dime, Telmo, ¿por qué no quieres besar el anillo?”, concluyó él, amigable. Desde mi casa veía salir la comitiva de los entierros. Ya no se hace, pero entonces, siendo yo párvulo, estos episo98
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dios llevaban consigo una pompa efectista y solemne. Los rocines, cuatro o tres, según la importancia de la conducción, iban empenachados con gualdrapas y plumeros negros. Los cocheros, de negro. El carruaje –madera noble–, negro igualmente. Y detrás, un grupo de gente con ropa negra. Muchos hombres, de chaqueta y corbata; las mujeres, con mantilla o echarpe. Desde la catedral, por Alfonso octavo, alcanzaban la Plaza de Bilbao, que dividían en dos mitades los raíles del “Topo”. Desde allí, hasta el cementerio. La gente, al verlos pasar, se despojaba de sus boinas; algunas mujeres se persignaban. Los municipales y los soldados de uniforme hacían saludos obligatorios. ¡Pompa y postín! El acontecimiento tenía mayor empaque y lustre que la conducción de los Viáticos, si bien éstos me estremeciesen. Iba el sacerdote con la custodia oculta. Un monaguillo, dos o tres pasos por delante, hacía sonar su campanita. A pleno sol emocionaban menos. Pero rememoro un viático bajo nieve espesa: copos en un cielo de turba. Casi el óleo de Baroja. Y la campana nos movía el corazón, recordaba que somos polvo más o menos enamorado, y al polvo regresaremos. Durante días, todo eran alabanzas para el muerto, por muy granuja que hubiese sido. Tal actitud, aun siendo yo un infante de muy escaso meollo, me confundía. ¿Qué límite vuelve respetables a ciudadanos que en su vida se comportan como viles, infames o, en todo caso, nocivos para con el prójimo? Algo estaba fuera de orden. Mucho después, el ciego Borges afirmó: “Se fusila poco”. Fue una boutade, pero me hizo discurrir. Hoy, la sociedad occidental toca el tema de la justicia con guantes de cirujano. Mientras permiten nuestros gobiernos que mueran seres inocentes en hambrunas, guerras y desatenciones, sin mover un solo duro, la Justicia pone en libertad, tras cuatro años de refor99
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matorio, al violador y asesino de una muchachita discapacitada e indefensa, a la cual abrasó con gasolina hasta causarle la muerte. Coartada del bárbaro: “Me faltaban horas para cumplir la edad penal…”. Éste es un ejemplo repugnante, mas no insólito, y se repite con frecuencia. Y, en el crimen político, ¿qué ocurre…? Gustavo Bueno, sin temores, nos persuade de que la pena de muerte debe ser abolida “salvo en los casos de crímenes horribles”. El profesor y más de un ciudadano conceden que parte de nuestra sociedad está de sobra, y en esa parte cierran filas quienes abusan de nosotros, nos engañan, inhiben nuestra buena disposición, nos conducen, cual bóvidos, hacia lucros inconfesables, nos humillan, nos zarandean el ánima o, aún más serviles, nos condenan a permitir su deshonra y abocarnos a la miseria moral de condescender con sus perversidades. En este tema, el niño es más tajante y radical que sus mayores. Para un peque, en el mundo hay buenos y malos, y cree –no le influyen falsas caridades, dogmas falazmente humanitarios o los estúpidos dengues de nuestra torpe sociedad– que los malos deben desaparecer o, al menos, ser reducidos. Luego, le hablarán de comprensión, misericordia, altruismo y demás alternativas, y comprenderá que nos hallamos en la letra del tango aquel, metidos en un merengue, y que juzgar es muy difícil y más aún arrojar la primera piedra. Pero ¿no es esto transigir ante las insanias? ¿No es una derrota? ¿Todo es impuro, hasta la justicia y la libertad: bienes supremos? Jesucristo, dice San Lucas, perdonó en la cruz a quienes lo habían condenado. “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.” (Jesús, discúlpame, pero lo supieron. Los judíos demostraron al poder de Roma que quienes impartían la justicia eran los prebostes del Sanedrín, no el caudillaje advenedizo y opresor. Y los romanos ejercieron, con el lavatorio de su poncio, un acto de sutil habi100
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lidad política, en el cual, las águilas del imperio no perderían una sola pluma…) Sin que suene a blasfemia, ¿hubiera perdonado Jesucristo a los verdugos y jueces si, en lugar de él, la detenida, flagelada, vejada y crucificada hubiese sido María? Confesaré que, de crío, me encantaba subir hasta Polloe con mis padres. Esto lo hacíamos con ocasión de la muerte de algún lejano familiar. Me ilusionaba el taxi –Morris del treinta y dos– y ascender por la cuesta, a través de las calles de Eguía, hasta la necrópolis. Ésta era espaciosa y en ella se respiraba paz. Al ubicarse en un alto, el viento sur ceñíase a los cipreses con mansedumbre. A la izquierda de las losas privadas estaba situado el cementerio de los niños, y, ya fuera y más al norte, el reducto donde se enterraba a los infieles, a los de otras confesiones, a quienes no tuvieron la oportunidad de fallecer confortados con los auxilios espirituales. También podía advertirse, en zona muy apartada, un calavernario a cielo abierto, lleno de cráneos mondos y de fémures… Entre la grava veíanse piedras muy menudas que nos gustaban a los niños. Eran tximistarris (en vascuence): piedras de chispa. Al frotarlas surgían minúsculas deflagraciones, centellas que nos dejaban en los dedos gozoso olor. Los críos caminábamos por allí a nuestras anchas, de zoca en colodra. A lo último nos esperaban el Morris y los deudos, quienes nos advertían con miradas zahareñas. Llevábamos en los bolsillos nuestra provisión de tximistarris para enseñarlas a los camaradas y darles algo de envidia. El cementerio era lugar muy acogedor. Sensaciones más permanentes me las causaba nuestro médico de cabecera: chico, cotilla y germanófilo. (Ahora, los hospitales son casonas de reparación de cuerpos. El alma se cuida algo, pero poco. Lo importante es desocupar la cama de la carne momia que tuvo la mala suerte de caer 101
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por allá.) El médico de cabecera fue distinto. Llamaba a nuestra puerta, se le abría y el postrado recordaba el tono: “A ver a ese pillete qué tripa se le descose”. Me auscultaba con el estetoscopio y luego recorría mi cuerpo con índice doblado. “El higadillo de nuevo”, decía. Me tomaba la temperatura y, tras el cachete más cariñoso: “Bribón, tú no sabes qué hacer para faltar a la escuela, ¿eh?”. El bribón se sentía conforme y su médico volvíase a la madre: “Caldo, pescadito blanco y no se mueva de la piltra. El miércoles me daré una vuelta por aquí”… Yo me tranquilizaba, si bien la inmovilidad era tediosa; pero el lunes teníamos Latín, Mates y Griego, y el folio de color verde podía deberse a la obligada postración. El galeno nos pedía paño y chorro de colonia, y se marchaba tras decirnos que los rusos iban a quedarse sin traspasar el Elba. Yo me hacía un ovillo dentro de la cama, aborujado, estremecido del goce. Y pensaba en mis compañeros y sus disputas con el Álgebra. Había salvado mis pocos muebles.
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X Las estaciones y los años se sucedían y, a la par, los cursos del bachiller. Según nos hacíamos adolescentes, los profesores nos dispensaban mayor respeto. Yo había ganado un concurso de redacción (sobre tema religioso, se sobreentiende). Me regalaron un Kempis, un Mi Jesús que aún conservo, chiquito y con las tapas grises. Leí ese trabajo, en la capilla, frente a todos, haciéndome violencia para no tartamudear. Allí estaba el director, mis profesores, algunos padres y los alumnos de las clases más altas: de tercero a quinto. Fue trauma fuerte, pues, con mis trece años, no me sentía con fuerzas. Un compañero me sopló al oído: “Si te pones nervioso, imagínate a esos fulanos sin sus pantalones, en gayumbos…”. Me eché a reír con risa de conejo, al filo del desmayo, pero la cosa funcionó. Más tarde, en el hogar, padecí cámaras durante un par de días, del apuro. Empero, a partir de entonces, utilicé este recurso casi escatológico en situaciones que solicitaban de mí una actuación frente a los demás. Con la Literatura, fíjense, yo iba de las manos. Tampoco me llevaba mal con la Geografía y con la Historia, y mis calificaciones en Filosofía eran sobresalientes. ¡Cómo estimé a Schopenhauer, el misógino, y los delirios que me ahorró con su clarividencia! “Si la criatura puede convencerse de que es, desde un punto de vista moral y ético, superior a quien la ha creado, inferirá que éste no existe, pues sería inferior a su creación…”. A cuántos miedos me hurté y qué bien se entendía que la voluntad entraña ansias, sufrimiento, y que el arte puede ser el bálsamo para una posible o probable curación. Me aficioné a la filosofía y pude hacerme con la obra de Descartes, Jaspers, Spinoza, el existencialismo… Era de presumir que dichos textos no figuraran en 103
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nuestra exigua biblioteca, ni se comentasen en los apuntes recomendados para pasar con nota los exámenes. En tercero me tocó San Agustín; en quinto, Balmes y el Padre Feijóo Con franqueza, aquellos pensadores no se acoplaron a mi ánima. Mis gustos iban con David Hume, por aquello de que, cuando nos comemos una tortilla, no sabemos si comemos la tortilla o la mera idea de tortilla…Una tarde, en la Acrópolis, mi maestro de lógica me sorprendió releyendo El mundo como voluntad y representación. “No es que esté mal –me dijo, sonriéndose–, pero es el libro de un pesimista; demasiado triste para un joven.” Terminado segundo, de aliciente, mis padres me llevaron a Madrid. Era el mes de agosto y diluviaba. (En la Villa y Corte tuve yo unos tíos, soltero él, que residían allí desde antes de nuestro conflicto nacional. Les tocó padecer el Madrid del hambre, de las checas, de los registros y apreturas. La capital se quedó sin gatos: deleite gastronómico de paladares epicúreos. Para sobrevivir con su pequeña peluquería, el hombre tuvo la ocurrencia de afiliarse a varios partidos a la vez: a la FAI, a la Falange, al POUM… Cuando sonaba el timbre de la puerta, con los sicarios de turno, mi pobre tío: “¡Pero si somos de los vuestros!”, les decía y les enseñaba los papeles; eso sí, con la imprescindible precaución de que no se visualizase el carné de los otros. Salvó el pellejo y, además, pudo enriquecerse en las postrimerías del desbarajuste; las tropas nacionales ya cruzaban la Ciudad Lineal. No lo hizo. Fue honrado y recto, o sea, tonto. En la posguerra hablaba bien de Franco, y esa lealtad la conservó, sin cambiar de camisa, hasta su muerte. Gracias a mi tío conocí Chicote y Pasapoga: dos cotos de caza. Y Cuelgamuros, y el Bernabéu… Pero ya me había convertido en un muchacho y esta última historia se nos va a otra época.) Madrid me parecía una ciudad llena de sol, de sorpresas, 104
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de veloces gentes. Al caer la tarde nos aproximábamos a los bares de la Castellana a tomar vermú. Yo, estudiante, quise ver el Prado, después de tantos portentos como leí en los libros. No me defraudó. Quedé prendado de Patinir, de Van Eick y la pintura flamenca, y, por encima de los demás, de Hieronymus van Aeken, el Bosco. Pasé una mañana en éxtasis junto al Jardín de la Delicias, mudo en la sala, obstinado, hechizado. La zona izquierda del tríptico, representativa del Infierno, me pareció un parque de atracciones. Si se prescinde de las llamas, las calderas de azufre y otras socorridas atrocidades, aquel lugar, con tantísimo aparato, podía parecerles hasta divertido a las almas en pena. Allí, encaramado el réprobo a una lira monstruosa, podía medir el horizonte, intimar con un absurdo petirrojo para después ser engullido por su garganchón, relacionarse con gurriatas que fueron monjas en su día, defecar doblones sin esfuerzo de los peristálticos, escurrirse, en extraño patín, sobre lagunas de hielo oscuro… Nada de aquello me causó alarma o me empujó al arrepentimiento. Se asemejaba a un Euro Disney para los adultos exhibicionistas. El Bosco, a quien se ha tildado, en repetidos textos, de homosexual, curtido él en disciplinas de gozques y gente baja, y seguidor de sociedades secretas contrarias al Santo Oficio, era un mago, un trujimán, comediante y camarada de juergas algo sórdidas. Y, claro está, poco aplicado a virtud. Por ello, mucho me confunde que el rey Felipe mandara suspender, cerca ya del óbito, ese tríptico cerca de su alcoba principal. ¿Qué intentó el pío mandatario?; ¿atribularse ante las penas del Infierno?; ¿arrepentirse de sus faltas y tener próxima una muestra de la aventura que más allá de esta vida podría acaecerle? ¿O vibraban en el Rey algunos factores sádicos y le placía el barullo de seres y de máquinas en ambiente frondoso pero poco cruento? ¿Qué pensarían 105
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sus esposas y amantes de aquel Apocalipsis? ¿Vendría a resolverse en vetusto afrodisíaco, estímulo del confesor por las muchas hembras con las que el Rey hubo de cumplir sin gatillazos y garbosamente?... El bedel me miraba con ojos punzantes, algo molesto ante aquel rapaz que permanecía, sin moverse de su sitio, tantas horas de una mañana en la que alborotaban los gorriones, lucía el sol y, afuera, todo era de acceso fácil a los placeres de este mundo. Al día siguiente, en solitario, cogí el metro hasta Príncipe Pío y, por la carretera de Valladolid, me encaminé a San Antonio de la Florida. Quise ver a Goya en dimensión bien diferente de la que pude percibir en las pinturas de su quinta terrible y espectral, petrificado por una España que iba helándole con parsimonia de verdugo. Entré en la ermita y me situé bajo la cúpula. Estaba el santo en su prodigio, algo encorvado, mientras el pueblo, displicente, parrandero y valentón, se asomaba al barandal bajo los aires llegados desde la sierra para mover los paños y las ropas, casi deshechos, de las adorables vírgenes de Madrid. Reparé en las columnas. Sobre su superficie, el amargo sordo de la Corte había retenido unas figuras femeninas –mitad doncellas, mitad ángeles– ataviadas con sutiles atuendos de color pastel, que oscilaban del morado al siena, del añil al celeste. En sus manos, el cuenquito del agua, y, en sus bocas, sonrisas de azúcar cande. Eran las aguadoras de San Isidro, detenidas en actitud de perseguir el agua; muy bellas, inmóviles para toda la eternidad. Yo estaba conmovido y rompí en sollozos. ¿Cómo puede la hermosura herirte tanto, ponerte fuera el corazón para oprimirlo luego, volverte mudo, alojar plomo en las rodillas y en los pies, producir sofocos y extinguirte en júbilos lacerantes? Salí después. El sol cegaba, empalidecía con sus dedos los prados isidriles, íbase a Entrevías y la Rosaleda para extraer, de todo cuanto era suyo, relumbres 106
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vivos. A muy corta distancia, los muertos del tres de mayo –víctimas de la noche– soñaban, en su cementerio tan umbroso y solo, con los días fugaces. Le agradecí a Dios permitirme experiencia parecida, tal remoción de mis sentimientos, la seguridad de un Edén mantenido, por manos y ojos que recibieron la gracia de la Pintura, junto a mí y en la tierra. De madrugada no pude dormir. Todo quietud, y se oía hasta el respirar. Era en el piso de mi tío, en Cedaceros, muy cerca de los leones que colocan sus uñas sobre las balas de cañón. Pasaban carros, se percibía el chuzo de los serenos contra los adoquines. En mi duermevela, se me apareció una aguadora. Llevaba el cántaro a la cintura en un escorzo entre el donaire y la fatiga. Me habló con voz a la que no supe responder: “No me compadezcas, no te duelas por mí. Don Francisco me puso allá, agachadita en la columna, viendo brotar el agua. Aunque ni siquiera soy de carne, me siento muy venturosa”. Quise abrazarla pero fue esfuerzo inútil, se disolvió entre mis brazos. Me desperté. Por una punta del cielo, el nuevo día. Cantó un gallo en lejanas huertas comunales. Me froté los ojos. En ese instante resolví ser pintor. Nos volvimos a casa en uno de aquellos Talgos. Sobre el morro de la locomotora ponía “Virgen de Lourdes”. La meseta castellana, su altiplanicie, me pareció tierra y cielo, tonos en horizontal quebrados por un cerrillo, por una suma de chopos o espiritadas alisedas junto a un débil caz de agua. Azul y cárdeno, y amarillos bajo el empuje de la luz. Alguna nube reptaba sobre la tierra, cual duende, ¿qué pretendía? Al pasar por Ávila, el turbión de flores y simientes recamaba los muros. Me encantaron aquellas piedras, tan lisas y acariciables, que surgían del monte llamadas a rebato por una voz inaudible… Ya en mi ciudad, vimos llover 107
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a mares. Hacía fresco aquel junio (me empapé la camiseta y estuve flojo una semana). Pasado el Puente de Hierro, a medio kilómetro del andén, vi luces y girándulas: las ferias. “Ya han llegado los feriantes”, dije a mi padre. Él me respondió: “Los gitanos querrás decir”. Porque las casetas que se erguían en los baldíos de Amara nuevo, junto al puente del ferrocarril, donde los trenes cruzaban a todas horas, eran anticipo o confirmación, para muchos chavales, de las vacaciones.
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XI En los pueblos, cualquier distracción es suficiente. Yo me entretenía con las pocas sorpresas deparadas por aquel entorno y también, todo hay que decirlo, con mis crueldades de impúber. En el patatal lindante con el chalé, dominio de aquel casero –ya lo dije– de la zapatiesta con el conductor de los tranvías, hubo una plaga móvil: el escarabajo. Eran bonitos los coleópteros. A rayas negras y amarillas, me recordaban a los delanteros del Peñarol; eso sí, vistos desde la altura. El bicho fue un criminal. Se comía las hojas del tubérculo, lo destrozaba. Y como no se había inventado el DDT, ni el Flit, ni las pócimas habituales con las que el mundo contemporáneo nos ha ido abasteciendo, la lucha contra los enanitos futbolistas era guerra sin esperanza. Con la crueldad del párvulo –apenas si yo contaba seis abriles–, me hacía con unos pocos invasores para ponerlos patas arriba sobre un largo saliente de cemento contiguo al muro de la pérgola. Allí, en minutos, se abrasaban al sol. Su abdomen adquiría tonos amoratados sin el empuje de sus cortos élitros. Pensé en justicia, pero una tarde se acercó por allí, celoso de mi bien, mi abuelo y dijo: “Eso que haces está muy mal. Estos animales, por feos que te parezcan, son criaturas del Señor”... Dejé de suprimir a la familia gualda y presencié cómo el patatal perdía sus hojas ante la desesperación y las blasfemias del propietario lanzador de zuecos. En dos meses lo arrasaron todo. Quedaba nítido que la encomiable caridad cristiana no suele reparar, tras repetidas coyunturas, en el interés y la economía de los pobres. Otra calamidad más onerosa era la oruga procesionaria, animalito que camina detrás del anterior, de ahí su nombre. Trepan a los pinos y se tragan las hojas tiernas. Suele suceder en veranos muy secos, y resulta fácil detectar la plaga 109
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por las bolsas de tono blancuzco donde se protege de la lluvia. El remedio, entonces, era la gasolina. Mi padre, provisto de inyector, tanque de nafta en la cintura y gafas de Barón Rojo, rompía aquellas bolsas para introducir el líquido mortal. Era maniobra un tanto expuesta, pues a las orugas les gustaba tener su hábitat en la copa del pino (si ésta se roe, el “insignis” muere), y a los árboles altos sólo podía llegarse con ayuda de una escalera apoyada en el tronco. Para mayor dificultad, las muy voraces desprendían líquidos defensivos; si te alcanzaba los ojos, te quedabas ciego un par de horas. Veo a mi progenitor, con disfraz de marciano, quebrando las talegas donde hervían larvas a barullo, prontas a alimentarse en cuanto salieran de su falansterio. Fue penoso, pero aquél, que siempre presumió de no arredrarse ante problemas campestres, accionaba a su salvo entre el ramaje enfermo, como si en su vida no hubiera hecho cosa dispar. A mí no me daban miedo las culebras, ni las víboras, ni los alacranes, ni los escorpiones, ni los tábanos, ni el sapo gordinflón que te escupía su veneno desde las charcas. El entomólogo debe ver a todos esos entes sin inmutarse. Contra mi propósito, las orugas me repelieron hasta una punta de histeria. (Llegué a soñar que se subían a mis ingles con sus pelos hirsutos.) Al advenir las lluvias del otoño, la plaga desapareció. Pero nosotros supimos que solamente sería compás de espera o pausa. En la naturaleza, todo vuelve, nada hay irrepetible. Es el retorno, ese círculo descubierto, siglos ha, por los presocráticos. Durante las fiestas del pueblecito –los sampedros– se organizaban diversiones para gente menuda. Se decía: “Por San Juan, la cigüeña a volar; por San Pedro, la cigüeñita al cielo”. (Ése era un dicho de Valladolid, donde las cigüeñas, en torres y espadañas, machacaban el ajo con el pico hacia el horno del sol.) Las fiestas de los dos santos, tan próximas 110
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en sus días, formaban casi un nudo. Una noche –víspera de San Juan–, mis padres me sacaron de la cama. “Verás, Telmo –escuché–, el Buruntxa arde…” Salí fuera y me quedé estupefacto. En la negrura de la noche, la montaña relucía con gran número de fogatas; el noroeste se había convertido en tremendo Vesubio. La explicación era simple: los pastores, de vigilia con el ganado en las faldas del Buruntxa, habían encendido sus hogueras. Casi medio centenar. Mi madre me arropó con el batín y permanecimos extasiados viendo una imagen brotada de los óleos de Peter Brueghel. Era un obsequio de los pastores, rito de expiación y de esperanza. Otro atardecer, quizás dos días más tarde, cruzó la carretera un enorme Gargantúa. Se inclinaba feroz y devoraba a los niños que se introducían en su gañote. Los niños, por el estómago y tobogán del monstruo, eran expulsados hacia fuera entre las chuflas y las declaraciones escatológicas de sus compañeros. Cierto día, un amigo de mi padre se ofreció para llevarnos hasta la próxima regata, cerca del puente del Plazaola, en su carreta de heno. Me subió a mí y a mi prima Sole a lo más alto, desde donde veíamos un paisaje desigual según los bueyes acompasaban su andadura. Mas hete aquí que una de las ruedas se deslizó en un hoyo de légamo blanduzco. Tiraron los bueyes con mayor ánimo y, a pesar de la aijada del conductor, el vehículo y sus dos pasajeros viniéronse a tierra; ¡nosotros, claro está! Me costó una torcedura de tobillo y empecé a recelar de ciertos animales. No mucho después, otro asno malhumorado me esperaba para resolver mis dudas. Ocurrió en Santesteban, pueblo de la Navarra vasca. Fue cosa de mi padre llevarnos hasta allí, en las vacaciones de los niños, para que gozáramos de un aire transparente y nos conociésemos, chavalines y adultos, algo más. Mi familia se 111
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unió a la de mis primos: seis personas mayores y tres o cuatro peques. Las vacaciones no empezaron con buen pie. A mi padre se le averió, pasado el puente de Endarlaza, su DKW. Al ser de todo punto imposible encontrar mecánico, pedimos a una furgonetilla que nos remolcase hasta Santesteban. No tenía soga de remolque. La solución fue muy celtibérica. El animoso amigo fue dándonos empujones para así mover el DKW. salvo en los declives, donde se aprovechaba el desnivel. A los pocos kilómetros, nuestro parachoques era una chapa deplorable. Pese a tal inconveniente, conseguimos llegar al pueblo. Allí nos alojamos en un hotel que avizoraba el río Bidasoa, hostal con reputación de servir platos generosos. Fueron dos semanas muy felices para los críos, inolvidables. Ya temprano, apenas con el sol, hacíamos pesquisas por los alrededores, atrapábamos a dedo alguna trucha y se fisgaba en las calles desiertas. Todo nos abría el apetito: objetivo principal. Por las tardes, al coincidir con las fiestas del pueblo, presenciábamos en el viejo frontón partidos de pelota o carreras de sacos, disciplina esta en la que yo, delgaducho, tenía ventaja. Los domingos había baile en el citado frontón, con un buen acordeonista llegado de la ciudad; él interpretaba pasacalles, habaneras y pasodobles de moda. (Este músico tuvo, cerca de nuestro piso del Buen Pastor, una librería bien llevada, hasta pasados los ochenta.) La gente se movía por la cancha, y nosotros, en el graderío, incordiábamos lo nuestro, cual gazapines. Una mañana –lo traigo a colación tras el episodio de los bueyes– me subieron a un burro de muy buen parecer, sobre la grupa. Caminábamos junto a veredas de matas chicas y silvestres. Piaban los pajarillos. Todo fue bien hasta vernos encajonados entre jarales espinosos, sobre cuyas púas apuntaban las moras, ya en sazón. En un momento preciso rebuznó el burro y se levantó sobre sus manos. Ca112
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yeron seroncillo y grupera; la baticola se salió, y yo me vi hundido bajo aquel cardizal. Me rescataron lleno de rasguños, de limo y ramas agudas: pequeño mártir. Y lo peor, con el deje a pila seca de la derrota… (Sin dedicarme a brujo, siempre confié en la sapiencia de los animales, naden, corran o vuelen, no sólo en la intuición que les asigna el instinto. En lo que toca a los asnos, es posible que Dios Nuestro Señor les diese el discernimiento por aquel bucólico paseo hasta Jerusalén entre palmas y vítores. ¿Y la mula del Portal? En cabo de cuentas, hija era de burra.) Volví de aquellas vacaciones más fuerte, mejor alimentado y con más apetito. Yo era todo nervio y rechazaba la comida. Nuestro médico habitual, con buen ojo, me recomendó aceite de hígado de bacalao. Tal pócima, digna de Torquemada, sabía a orines, pero había que bebérsela. Por ahorrarme la pesadumbre, mi madre me daba luego un chorrito de quina San Clemente. En aquella época, los recursos contra enfermedades e indisposiciones solían ser toscos y caseros. Si caías en tierra rasguñándote, agua y jabón Lagarto; si llevabas perezoso el vientre, copiosa lavativa con dedal de ricino; si te torcías un pie, hielo y venda lanuda… y a esperar; si te acosaban seguidillas, arroz blanco y orégano; si eras propenso a las migrañas, masaje craneal con alcohol o colonia y tacita de verbena; si la gripe, tres pediluvios de mostaza o de salvado, vahos de laurel y la costumbre de permanecer en un lugar sin aires; si era muy urgente un vomitivo, ¡señor!, ajenjo y camomila, las buenas plantas del país. Era de prever que la generación de la posguerra iba a resultar resistente y forzuda. Al menos, no nos anduvimos con disimulaciones ni blandenguerías, bastante fue, para algunos, alcanzar un bocado. Buena razón para deducir que el tiempo pasa y en su transcurso muda nuestro carácter (no palpé, con sinceridad, entre mis coetáneos, señas de di113
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ferente índole). No más vigorosos ni aguerridos por la niñez y sus padecimientos. No más flexibles. Pienso en nuestros padres, enfrentados en una guerra que la mayoría nunca quiso, sufridores, lejos de la familia, de parientes que militaban en el otro campo, retenidos, rabiosos, con la amenaza de la enfermedad y la presencia de la muerte. Y luego, reunidos sus pedazos, nos parieron y nos criaron privándose de lo suyo, por deleznable que esto fuera. Cantaban nanas a la cebolla, y con cebolla, boniato, lentejas con habitante y duro pan de centeno mantuvieron a la siguiente generación, a quienes ahora todo eso nos parece letra pasada que convendría, para el bien de unos y otros, olvidar. Dentro de lo que cabe, yo fue un niño privilegiado, si constituye privilegio quedar al margen de la miseria. La soledumbre, la incomunicación con los chicos de mi edad, fue el otro fiel de la balanza. Pero yo nunca fui feliz; no me pregunten por qué.
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XII Las Ferias solían instalarse en solares abandonados del viejo barrio de Amara, allí donde el río toma su deriva para aparecer, más taciturno y lento que en su final, cabe los cuarteles de Loyola. Su flujo cruzaba con dilación un puente por el que accedían los convoyes llegados de la Península y de la frontera. En el Puente de Hierro, los novios se guarecían contra sus chapas, bajo el amparo de la oscuridad, para besarse y magrearse un ratito. Las Ferias ocupaban un espacio anchuroso, pero cedían distancia prudencial a las primeras edificaciones. No obstante, el ruido del altavoz, el estrépito del tiovivo y el olor a churros representaban un calvario, y se repetía anualmente. Me encandilaron las Ferias. Permanecía allí durante horas, sin un duro en el bolsillo, gozoso ante unas atracciones plurales, renovadas. Aún oigo la voz del macizo feriante, su timbre de tenor: “¡Sabrosas que son, que buenas que están, almendras de José Alcalá!”. (Estaban buenas, y mucho.) Pero mi delicia eran los autos de choque, si bien un solo viaje costaba la suma de dos pesetas. Tratábase de chocar contra su través o popa, porque los encontronazos de frente te hacían saltar sobre el asiento y el empuje del otro coche anulaba el tuyo. Una vez le di tal coscorrón a una muchacha, que le saqué medio cuerpo de su vehículo y fue arrastrando el pompis por la pista. El vigilante cortó la electricidad y preguntó a la víctima. Ella me señalaba con el dedo. Me encogí de hombros. El tipo se me acercó con una llave inglesa dentro de su buzo. “No quío verte acá, chinorri. Aquí venís los payos a pasalo de buten, no pa hasé el animá”. Abandoné con harta pena y colegí que las mujeres valían poca cosa, tan frágiles, chivatas y lenguaraces, con sus voces de hilo. Fue mi primer pujo de misoginia… También disfrutaba de la noria y de 115
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una suerte de fortaleza, con rampa en espiral por donde uno iba cayendo a toca penoles. La rampa era exterior y, según se descendía, los pies puestos hacia delante, alcanzabas a ver la luz de las farolas, rojas, verdes o azules, del recinto. Además de las almendras, me gustaban las nubes grandes de azúcar: lardosas, vaporosas, puro beso. Y el tiro a los gazapos o a las perdices, en galpones con carabinas descentradas para que el virtuoso no acertase. Como yo no era virtuoso, daba en el blanco con regularidad y conseguía bagatelas que mi madre, con muy sano juicio, destinaba al olvido. Pero el engorro sempiterno eran los charcos. En junio nos llovía lo que negó abril. Pasaban torrenteras, y aquel suelo de turba trocábase en manglar. Las luces se reflejaban en los charcos, doble imagen, y a las jóvenes se les veía en el espejo lo que con tanto brío trataban de defender. Picardías de poca monta. A la vuelta convenía eludir los tenderetes de los gitanos, siempre prestos a engañarte con algún truco. Una tarde, de regreso a casa, me acompañó un adolescente. Era cetrino, querendón, sureño, y su linaje descendía, según él, de los faraones. Mayor que yo, me causaba inquietud. Charlábamos de menudencias cuando me dijo: “Si me das un duro, te diré lo larga que vas a tener la pisha…”. Intimidado, le di el duro. El ganapán me hizo extender los dedos y abrirlos. Sentenció: “La tendrás tal la distancia de aquí hasta aquí”. Y me midió los centímetros entre la parte pulposa, junto al pulgar, y la uña del dedo medio: el jeme. “Con esto ya te salvas, colega –dijo confidencial–, para las jais, oro molío. Ya lo sabes. Abur.” Veíanse también gitanas guapetonas, de garabato muy hermoso, con pupilas chispeantes y esa flexible ondulación de la cintura que la Providencia las otorgó. Pero las Ferias nos duraban quince días, y los chavales, ya de vacaciones, debíamos proporcionarnos otros refóciles. Viajar en los tranvías sin billete era uno de 116
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los más estimulantes… Hacia los cuarenta subsistían los llamados “blancos” –del servicio interior–, con morosa rodadura y velocidad que avergonzaría a un camellero del Atlas. Entre los blancos, las “jardineras”. Tales coches motrices, con un segundo vagón según fuese su recorrido, los sacaba la Compañía en los veranos de sol. Los laterales los llevaban sin cubrir, para que el aire y el horizonte les resultasen más vivos al pasajero. En las jardineras hacíamos “montadiña”; subíamos lateralmente y, cuando el cobrador lograba distinguirnos, nos descolgábamos otra vez para dejar al pobre hombre con un palmo de narices. Tal operación conllevaba sus riesgos. A veces perdíamos apoyo y nos íbamos al suelo con las piernas hacia fuera para evitar el borde de rodadura. En días aciagos, el cobrador te agarraba del hombro para dejarte en tierra a la parada siguiente, entre las humillantes y quizás caritativas chacotas de los viajeros. En orden al transporte, el gran convoy que daba la vuelta a la ciudad y que por su tamaño, ruido y empaque nos parecía un tren, era el llamado “Topo”. Al Topo se le asignó el recorrido desde la ciudad hasta la frontera con la dulce Francia. Cruzaba barrios y pueblos de demografía débil, pero ascendente: Loyola, Pasajes, Rentería… Y su final era Irún, donde los raíles españoles acababan con su dibujo. Este Topo, llamado así por los cuantiosos túneles que debía atravesar, comenzó su andadura con mal fario. La jornada de inauguración sufrió un grave accidente. Mole ominosa, a pesar de reducir la marcha dentro de la ciudad, era un peligro. A una pobre mujer, no tan lejos de mi barrio, le cupo el infortunio de atrancarse en el raíl: los tacones de aguja o los “topolinos”, seguramente. Fue atropellada a la vista de todos, mientras el conductor se deshacía en el empeño de frenar al mastodonte, al diplodocus. El maldito Topo arrolló a personas, animales, automóviles y bicis. Sus frenos no 117
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eran de este mundo, pertenecían al mundo de los cuarenta en una España hecha jirones. El Topo me despertaba a las siete y media, y era la señal para asearme, vestirme, desayunarme, coger los libros y salir a espetaperro para el cole. El fragor del tranvía era tan desorbitado, que bien pudo alertar a regimientos de húsares. En el primer servicio llegaban las lecheras a proveer a sus clientes, pues era costumbre por entonces (no se conocía la leche embotellada) que las poseedoras de ganado parasen en la ciudad con las grandes marmitas del precioso líquido. Ellas contaban con buen número de clientes e iban por las casas para proporcionarnos nuestro desayuno. Antes de las ocho ya estaban tocando timbres y haciendo ruido con el tintineo de los potes. Eran mujeres recias, salerosas; a mayor abundamiento, solían adelantarnos las noticias últimas habidas en la ciudad. Años después, una empresa de productos lácteos intentó impedir este suministro. Hubo algaradas… Al final prevaleció la evolución y, poquito a poco, fuimos adaptándonos a comprar la leche en botellas o envases y en los comercios del ramo. Fue una derrota de nuestro entorno rural, aunque las lecheras continuaron fieles a los asiduos que recelaban de las novedades: los melindrosos. Un aciago día de septiembre, mi padre me invitó a ver carreras de automóviles. Desde el circuito de Lasarte, no se había vuelto a competir. El recorrido era en Amara, muy peligroso por los árboles y las curvas sin peraltar. Los bólidos, una caricatura. Coches de artesanía, apenas si sobrepasaban los cien kilómetros por hora… Yo debía de tener siete u ocho abriles y, para acercarnos a las pistas, accedimos al Topo en su estación terminal. Al ir repleto, los valientes se colgaron en el exterior. De esta guisa hacían el viaje –apenas dos kilómetros– sin pagar un duro. Frente a mí, y 118
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por la parte de afuera, iba un muchacho, pegado a mi rostro a través del cristal. Y nos cruzó otro convoy. Se oyó un crujido y al joven lo perdí de vista. Alguien tiró del cable de emergencia y el Topo, con gran esfuerzo, se detuvo. Se observaba al joven caído sobre la vía, en amplio charco de sangre. El saliente del otro coche –parece ser– le golpeó en la nuca. Se lo llevaron entre dos, sin mayor esperanza. Acta est fabula. Aquella tarde yo no vi automóviles, ni carreras, ni reparé en lo que no fuese aquel rostro jovial, tan cerca de mi cara como de su muerte. Soñé con él varias noches. Luego, las imágenes se fueron apagando. Hubo también gente con mucha valentía que montaba en los topes a parrancas y con los zapatos a la altura de las terribles ruedas. Éstos y los enganchadores vagoneros me causaban constante admiración. A escondidas, me escapaba a los andenes de la Renfe para ver las maniobras de los virtuosos. Redaños los de unos hombres que, patiabiertos, esperaban el otro tanque, que se les venía sin ruido. Sonaba el plumb de las planchas de hierro, y el enganchador unía ambos vagones para asegurar su enlace. Medir mal las distancias o demorarse unos segundos podía equivaler a un accidente, porque los vagones no llegaban sujetos a la máquina tractora, sino libres en la oscuridad, con impulso al albur del maquinista y a la pendiente del raíl. Eran hombres de chapa, tipos de una pieza. Para mí, héroes. Otra distracción: coger somorros. El somorro era ciempiés que, al tocarlo, se defendía convirtiéndose en bola. Pasado el peligro, desplegaba sus múltiples artejos y echaba a correr a tambor batiente. Vivían en el límite entre la marea alta y la bajamar, en las grietas movidas por el oleaje; allí se alimentaban de otras ínfimas criaturas. Las noches de sirimiri eran las favoritas para capturarlos. Sus lugares más pasajeros eran las escolleras, los muros de nuestro muelle y la pared 119
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que lindaba con el Club de Tenis. Preferían también aposentarse en el río, al socaire de los imprevisibles depredadores. Los cogíamos a puñados con rastra o con los dedos; después iban a parar a un recipiente en donde alojábamos mondas de patata, pues perecíanse por este alimento de tradición tan poco marinera. Los somorros eran la manduca preferida de salmonetes, sargos, brecas y albanitos. En las tardes sosegadas de septiembre y octubre –fructíferas para quien pesca al lanzado–, podía verse, en el muro exterior del malecón o subida en aquél, gritona chavalería pertrechada con cañas, carretes, sedales y somorros. Un corralito. Y era necesario ponerse de común acuerdo, pues lo habitual era que se cruzaran las líneas de los sedales y se hicieran nudos, con el consiguiente nerviosismo. Presencié trifulcas para reclamar un triste pancho que brincaba sobre los adoquines prendido del anzuelo, pez solicitado por dos pescadores a la vez… Al cerrar la noche, las capturas disminuían. Poco más tarde, y ya en casa, era el tiempo de abrir el vientre a los infelices –todo un rito– limpiarlos bien y dárselos a la amá para que los sirviese en la cena. Los panchos eran mis predilectos; no por nada son las crías del besugo: bocado de cardenales. El muelle de pescadores también era lugar de juegos y de aventuras. Siempre había algo para ver o curiosear. La salida y entrada de pequeñas embarcaciones constituía uno de los elementos más comunes de distracción. Las broncas entre pescadoras y rederas, otro. Había que oír los disparates que se dedicaban; y lo hacían entre el vascuence y el español, inventándose una lengua maravillosa para el insulto, el vituperio, la contumelia y las injurias. Llegaban a las manos, se agarraban del moño o de cualquier otra zona de su anatomía: panteras vociferantes. Concluido el chubasco y al atardecer, tras su labor en los remiendos, se reunían en 120
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corro para jugarse unas manos al tute, la brisca o las siete y media: compinches, inseparables, hermanas… En los diques había embarcaciones obsoletas, repintados botes para salir al chipirón o chinchorros para los servicios del propio puerto. Julián era uno de los personajes más curiosos que pululaban en aquellos pagos. Tenía una goleta de dos mástiles mordisqueada por los grandes roedores. Sin poder navegar, siempre se la veía junto al muro. Para nuestro hombre, la goleta era su casa; allí dormía y se aseaba. Era frecuente verlo con Imanol. Su amigo Imanol era perito en txautxas: especie común de sepia. Durante el celo de estos animales, él ataba una hembra a varias pitas, dejándola caer a pocos palmos y a popa. Los machos, atraídos por su compañera, se prendían en saludo mortal. Imanol halaba con suavidad para obtener de este modo una o dos capturas. Libre la hembra, ¡hale!, otra vez al agua. Era pesca con reclamo. Pero el tipo célebre del puerto era Manrique, hombre ya entrado en días, con las arrugas y quemazones que dan, al alimón, el sol y el mar. Manrique frecuentaba muchos de los asilos de los congrios, desde el comienzo del muro del Club Náutico hasta el remate posterior del matadero, ya en Sagüés. En noches de luna nueva, desde su bote, les ponía la carnada casi en la boca. Pescaba muchos. Por si el mito no quedaba ahí, poseía récord de capturas con caña y carrete. Usaba “chocolatera”, artilugio que requería mucha habilidad para que aquello no terminase en una bola de nudos y de trabos. Murmuraban los viejos que llegó a cobrar, cabe el Aquarium, una andeja de treinta y siete kilos. Tan pesada era esta enorme loba, que fueron a buscarla en una embarcación mientras el brazo de Manrique resistía los tirones de aquélla. (Alguna vez me lo crucé frente a la dársena o en las calles tortuosas de la parte antigua. Más tarde, nuestros encuentros se esfumaron. Era tenido, en las socie121
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dades de caza y pesca, por auténtico maestro. Y hubo una foto con el pez rebasándolo en altura. ¡Treinta y siete kilos y a pulso no se pueden olvidar!) Lo que reclamaba la atención, en los años de plomo, eran los deportes y, sobre todo, el fútbol. Y, con el fútbol, nuestra Real Sociedad. A la Real de aquel entonces la llamaban “el ascensor”. Subía a primera o descendía a segunda en secuencias de un año. Era un club intermitente, de corto recorrido. Mi padre me nombró socio al entrar en Aldapeta –¡yo no iba a ser menos que los otros aprendices de cavernícola!–. Los partidos se celebraban a las cuatro o cinco de la tarde, según las estaciones, y a más de un aficionado, postre, café y puro consiguieron hurtarle el primer gol. No era Atocha un campo feo. Por su parte trasera, los trenes procedentes de Madrid o de Irún; oíamos la balumba de mercancías y mixtos. Delante, bloques que avizoraban algo, poquita cosa, de lo que ocurría en el terreno. ¡La Real, con camiseta a rayas verticales, blancas y azules, y calzón blanco! (Esas camisas las cortaba mi tío el de la tienda –teniente de alcalde–, gordo, hábil y simpaticote.) Los chavalines nos colocábamos en las filas bajas; muchas veces detrás de la portería. Y arrojábamos al portero rival cáscaras de cacahuete, alguna monda de naranja o, los peores, flecha de papel con alfiler en su punta. Lo más bonito era, para mí, cuando las escuadras aparecían en el campo con la elasticidad y el júbilo inconsciente de la juventud. Y la foto, el saludo, la permuta de banderines. Luego, el partido. En el palco de honor se arrellenaba una persona muy principal, médico estomatólogo, cuyos dicterios se repartían por el perímetro del estadio. Él, en su vida privada, era hombre razonable, pero, dentro de aquel recinto, el bruto llevado en su interior salía a relucir. “¡Náufrago!”, le gritaba al réfere. Luego expelía otros improperios menos felices y de impropia reproduc122
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ción… Este equipo semiprofesional lo formaban buenos jugadores. Yo me acuerdo de Ontoria, quien, al margen del fútbol, trabajó en el Banco Guipuzcoano; de Pérez, vecino mío, media punta ágil y corretón; de Bagur –menorquín y celoso de nuestro arco–; de Benito Díaz, memorable al inventar la doble WM; de los hermanos Elizondo, los cuales alumbraron, años después, un excelente equipo de alevines. No se enriquecieron, ni se concibe que la Real los hospedase en hoteles de lujo. Era otra mentalidad. Pero defendían los colores blanquiazules con tesón, garra y honradez… Lo peor, para nosotros, la vuelta a casa. Al principio, la salida, codo con codo y con movimientos de galápago; seguidamente, el cruce de la vía férrea; y, para remate, el retorno al hogar y el encaro con deberes que yo había diferido por la molicie o el frenesí dominguero. La idea de que el lunes se encontraba próximo, al final de la noche, y que me remitía al aula, a mis condiscípulos, a tantas asignaturas y a la sempiterna sensación de ahogo, me turbaba y hacía de la baja tarde un indescriptible padecer. Otro de los ceremoniales que conmocionaron la ciudad hacia los primeros cincuenta fue el Congreso Eucarístico. Fiel a su nombre, se celebró en Barcelona, pero aquí, para no parecer ateos o pacatos, decidimos constituir una jornada conmemorativa. Durante una quincena no se habló de otro asunto, y la ciudad, el día señalado, ya se añusgaba de exaltación. Amén de las autoridades religiosas y de los políticos, nos propusieron desfilar a los alumnos de las escuelas y colegios, y a los coros de las tres provincias. Me preparé a conciencia pero no se contó conmigo. Mi antigua voz, en el tránsito a la pubertad, estaba rota. Yo movía los labios haciendo ver que cantaba. A pesar de la argucia, me separaron del grupo. Me supe de memoria el himno del Congreso: “De rodillas, Señor, ante el sagrario, que guarda 123
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cuanto queda de amor y de unidad, venimos con las flores de un deseo para que nos las cambies en frutos de verdad. ¡Cristo en todas las almas y en el mundo, la paz…, Cristo en todas las almas y en el mundo, la pazzzzzzzz…!”. Y luego: “Caídas a tus plantas las armas de la guerra, rojas flores tronchadas por un ansia de amarrrrrr”… Lucía el sol, corría un ligero sur, y los niños estrenaban sus trajes, sus zapatos nuevos. Bien alineados, parecían ángeles custodios, no los seres insufribles que acostumbran ser. Desde una cuarta ringlera de espectadores veía yo a mis compañeros con las manos juntas, chispeantes los ojos. (Los habían premiado con bocadillos de jamón para que no acudiesen al desfile sin el desayuno.) Repique de campanas y olor débil a incienso. Las palomas, asustadísimas, volaban sin derrota ni rumbo, de un lado para otro, poniendo, sin querer, alegre apunte aéreo en toda aquella conmoción. Libre, me fui por hojas de morera para los sedosos. Mi garganta, de lo más única, también debía de estar, a juicio de la gente, henchida de gusarapos.
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XIII Transcurrían los meses, y mis padres, celosos de mi bien, intentaron ayudarme en los estudios. Me aconsejaban y, dígase lo que se dijera, parecían pendientes de mi avatar en el colegio. Yo era apocado, hosco, y los mimos me hacían perder la compostura. Posiblemente debí ser más juguetón, más amigo de confidencias. Mucho de mi sufrir se hubiera ralentizado si mi comportamiento hubiese sido otro. Un niño tratable y conversador; normal a capite ad calcem. No fue así, pero diré, en mi descargo, que eran días de recelos y la confianza familiar en mis educadores no tenía fisuras. Si me hubiese quejado de mis condiscípulos, de las veleidades crapulosas en las que eran tan duchos, la respuesta hubiera sido: “No te dejes acoquinar, muéstrales tu valor”. O: “Yo, de chico, si alguien me molestaba…”. Consejos, brisas polares, vilanos, copos de nieve. No me abrigaban, no me servían. ¿Pude yo exhibir, con la solvencia del comprendido y respetado, lectura de congojas, achaques y desamores?; ¿los espejos que iba dejando atrás?; ¿lo que me aguardaba todavía, vivo, percuciente y a todas luces insoslayable? ¡Arriedro vayas, peque! Esta fe recalcitrante en el principio de autoridad, en el magisterio de los adultos o de los más doctos, deja muchos vacíos. No creo en él. A menudo, los padres creen que sus hijos se quejan o conduelen por el mero hecho de sentirse inferiores, de tener que adaptarse a un reglamento o disciplina. Si hurgasen en el alma del pequeño, si le borraran el hollín de la pena y las púas de la inseguridad, se percatarían de lo duro que es ser párvulo, y luego niño, y luego adolescente. Pero la familia, en ocasiones, se ve ocupada. Hay otros apuros reclamando su atención y poco tiempo para pedagogías o advertencias. Actúan sobre falso sin perca125
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tarse, con amor algunas veces, y otras con una punta de desidia o descuido. Abunda, empero, otra falacia alarmante: creer que la servidumbre moral o ética, en la educación de la grey infantil, reside en los profesores. Y no es verdad. Los profesores enseñan, pero no educan. Tampoco podemos aplicar coeficiente tan correcto, que dé los grados de compromiso para unos y otros. Hay profesores competentes, padres incompetentes, y viceversa. Ahora bien, delegar en el enseñante la estructura del hombre tras el niño es error, lo pagaremos luego. El hijo siempre ha escuchado con mayor afecto al padre y a la madre que a una persona distinta llamada profesor, aunque éste se empeñe en asumir roles preponderantes. Puede haber criaturas con apego reverencial o cariñoso hacia determinados preceptores. Y resulta efectivo si tal educador reúne la vocación, destreza y cualidades que se le exigen. Pero el día a día se hace en el hogar, y el espejo donde se mira el niño, en muy alto porcentaje, viene a ser el de sus ascendientes. Parir hijos para que el pedagogo se encargue, en su casi totalidad, de la educación de aquéllos, roza la insensatez. Padre y madre estarán siempre situados en el vértice superior de la curva constituida por el aprendizaje de los retoños. Éstos van a hacer no sólo lo que vean, sino lo que sientan en la propia casa. Y la atención al niño, genuina, no podrá dársela, por voluntad que en ello ponga, medio oficial alguno. También hay malos padres, lo sabemos. Padres indolentes, pusilánimes, bruscos, desnortados. Todos se fían de la escuela; eluden así una carga engorrosa e imposible de controlar. Los niños, según crecen hacia la madurez, lo reconocen. Unos lo tolerarán de grado o por la fuerza, y otros no. Mas el reproche y la censura estarán siempre en sus bocas, amargo jarabe, y su sabor durará hasta el espíritu del adulto. En Semana Santa traían al colegio a un paparote o bus126
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cavidas ensotanado para que supiéramos lo grave de aquellos días de Pasión. El cura, muy en su sitio, pertenecía a los del apocalipsis. Eran tan absurdos sus tropos del Infierno, que los chaveas, a las calladas, nos reíamos de él. Le satisfacía adaptar cercanos componentes para hacernos percibir los horrores que le acechaban al réprobo. De esta forma, la columna de mármol, a pocos centímetros del púlpito, le venía de molde. De su caletre bajó un gorrión que rozaba, con el extremo de sus plumas y cada cien mil años, tal apoyo. Gran cosa era de ver al individuo convencernos de que se desgastaría la columna antes de que transcurriese un solo instante de eternidad… B., mi compañero de pupitre, antigua víctima inconfesa de los maniluvios de don J. –el despedido paidófilo–, me daba con el codo. Decía: “¡Ay, me quemaré el culo y la cola, ayayay!”. Yo le soltaba una risita de nervios, ya desligado de las idioteces del inquisidor. Dos días después llegaban las confesiones para todos los alumnos. Confesiones generales. Y a contar desobediencias, desacatos, etc. De todo eso me desinhibía. El problema, mis torpes pensamientos. ¿Jesucristo defecaba y hacía pis?; ¿la Virgen tuvo sus reglas?; ¿María de Mágdala acabaría, tras su jornada laboral, con el trasero cual horno? Eran quizá faltas mortales para remitirme al crudo infierno de la columna. Me confesé tres veces en una tarde de infortunio para, con sugerencias, explicar aquello. Empeño torpe, no me salían las palabras. Posteriormente, con la juventud y el raciocinio, huyeron tales estragos, pero llegaron, cual parasitaciones, los escrúpulos, tiquismiquis que eliminé, ya de mayor, pues la vida se me hacía insoportable. Me dije: “Al vado o a la fuente. Anda, chico, sobrevive”. Todo ello enfrió mis fervores, fue a cubrir, con película de verdadero malestar, un discurso más acendrado y ortodoxo sobre la Iglesia y el Catolicismo. ¿Para bien? 127
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Seguía enrabietándome que los pedagogos nos sustrajeran las mejores horas de dos meses: marzo y octubre. Al acabar las clases llegaba la capilla. ¡Flores! ¡Mes del Rosario! ¿Qué podían concebir nuestros maestros para prohibirnos la libertad a la salida del aula, en los minutos deslizantes y con dulzuras cuyo sabor aún me pertenece? Para mayor engorro, a la hora arrebatada descendían de su colegio las alumnas de San Bartolomé. De azul y lazo crudo, o de gris. Nos mirábamos de reojo, silbábamos, nos hacíamos los independientes. Ellas parecían siempre ajenas; no era así. Miraban, elegían, susurraban, confraternizaban: un contubernio. Ocurre que, a los diez añitos, ellas nos intimidan. A los trece nos interesan mucho. A los quince nos gustan a rabiar, y, a partir de ahí, ya hombres, aprendemos que a las mujeres no las vamos a comprender en toda nuestra vida. Quinto curso de bachillerato fue devastador. Mucho estudiar, corregir, retener. La enemiga de los compañeros había remitido; éramos mayores. Una mañana del mes de octubre aparecí en la clase con pantalón largo. Acontecimiento. Por primera vez oí aplaudirme. Fue un traje de color teja que, según imagino, estaba confeccionado con algodón, porque no picaba. Eso de los picores me persiguió toda la niñez. Me picaban las camisas, los suéteres, las bufandas. Ya treintañero, me hice un análisis concienzudo: alergia a los estambres. Desde entonces me he vestido de pana cual segador o falangista. Panas de color siena, marrones, azules o burdeos, de canal fino o gordo… Soy el rey de la pana. Tras el examen de bachiller nos dieron la libertad. No padecí recuperaciones ni otro estudio superfluo. El último día, ya en el portalón, un profe, J.M., a quien llamaban “Chaquetas” por lo muy justas que las llevaba, me vio quitarme los zapatos. Se fijó en mí. Los volteé; átomos de tierra 128
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volaron hacia los jardines. “¿Qué hace usted, González?”, me preguntó el tirilla, sonriente. “Es rito de torero –respondí, y armándome de valor–: De esta plaza, ¡ni el polvo…!” No giré la cabeza. Supuse que me miró apenado. Mi familia se preocupaba por mi porvenir. El propósito de convertirme en técnico industrial había reventado: pompa en la bruma. Dije: “No lo sé. A lo mejor sigo con vosotros en la tienda”. Mi madre me miró recelosa. “¿Y la universidad?” “Tengo antes el preuniversitario –repuse–, y se me hace cuesta arriba.” “Tú verás –terció mi padre–, si de mí dependiese, te mandaría a Francia para aprender el francés. Te abrirá muchas puertas.”
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XIV Volviendo atrás una década y como término de mi estadía en el pueblo, a los ocho años me prepararon para la Primera Comunión. Lo hizo el párroco de Lasarte, don José. La guerra mundial llegó a su fin, y nosotros, los españoles, salíamos, con mucha calma e incertidumbre, de coyunturas que en el cuarenta nos parecían irreversibles: cárcel, represión, hambre, miseria y desconfianza de los vencidos. La ciudad había sido tomada con rapidez por las fuerzas franquistas, aunque los republicanos fusilasen a gusto en los cuarteles de Loyola (no quedaron oficiales ni suboficiales de los adscritos al Alzamiento) y el postrer día de ocupación –13 de julio del 36–, con Beorlegui y sus requetés ya en las calles, asesinaran a los hermanos Iturrino y al joven Aizpurua.) Este Aizpurua fue un arquitecto del Modern Style, autor de dos edificios de bandera: la Equitativa y el delicioso Club Náutico. Lo fusilaron (¿quiénes?) sólo por el hecho de pertenecer a Falange. Mi comunión fue a coincidir con los últimos meses de residencia en el chalé. El tiempo de mis estudios primarios se extinguía y los negocios familiares hicieron imprescindible nuestro traslado a la ciudad. Estrené traje gris, con gran lazo blanco en la manga izquierda. El uniforme correspondía a Eton: colegio inglés de Berkshire, muy prestigioso por lo que parece. Crucifijo a la altura del pecho y, en las manos, misal de nácar de hojas tornasoladas. Sobre el anular, una piedra de color azul. Me tocó leer dos pasajes del Antiguo Testamento y lo hice con aplomo indudable. Luego, el desayuno –era la costumbre– en un sala de té de la calle de Andía. Regresamos a media tarde un poco languidecientes, no sé discernirlo. Me tendí en la cama y me quedé roque al minuto, entregado al sueño. En paz con Dios y mi conciencia. Esta cuestión de las comuniones ha conseguido, bien a 130
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mi pesar, que me emocionase muchas veces, más aún cuando las ceremonias se celebraban de modo no individual sino comunitario. La visión de las niñas vestidas de comulgantes (medio monjas, medio novias), con las manos juntas según se acercan al ara, me ha conmovido hasta muy adentro, me ha causado gran ternura, pena suavísima, anhelar gozoso. Ellas fluyen entre las flores: rosas, claveles, dalias, lirios del campo. Ellas también son lirios. La pureza es de las niñas, de las flores. El oficiante exhibe una casulla de oro. El lino que cubre el ara es inmaculado. Las luces dejan caer lágrimas de júbilo sobre las cabecitas tapadas por el velo. Se oye música. Y la letra dice: “Yo soy de Dios, ¡oh, dulce complacencia!, ven hacia mí, dulcísimo Señor…”, o “La puerta del sagrario, ¡quién la pudiera abrir…!”. Lloran las madres. Los padres intentan adivinar, entre las veladas, a su niña. En ocasiones la descubren: “Mírala, mírala, es una Virgen”. “Una Virgencita, mi Matilde”, susurra, entre hipos, la mujer. Y el rito sigue, pues aquí, en esta liturgia de la Eucaristía, la Iglesia juega con los afectos, con lo delicado y turbador. Es la pureza del Cordero y la inocente ingenuidad de quienes van a recibirlo. Jesús, desde su altura, llora de alborozo. “Vamos, niños, al sagrario, que Jesús llorando está…” Blanco sobre blanco, ola de corazón, alta marea, sencillez y catequesis, y el futuro llama, con suave toque, en el pecho… Siempre me retiré de esta epifanía con los ojos húmedos, siempre he rogado por quienes se iban a convertir en activos miembros de la Iglesia. ¡Señor, protégelos!, ¿qué será de sus vidas? La comunión puso fin a mi permanencia en la villa del pueblo. Ésta se iba a vender. Yo, hijo único, hube de ingresar en un colegio de la ciudad tras el examen correspondiente. Nos alojamos en el piso del Buen Pastor, en el ensanche, junto a la que iba a convertirse en catedral, edifi131
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cio este rodeado de jardines en cuadrícula y plataneros de sombra. Las campanas convocaban a misa. También doblaron por las tardes. En los bautizos, la rapazuelos que transitábamos por allí, a los padrinos: “¡Bautizo cagao, que a mí no has dao, si le cojo al niño, lo tiro al tejao!”. El padrino, claro, aflojaba los reales después de hurgar en los fondos de su pantalón. Volaban las monedas, y todos los galopines parecíamos gorriones. Al minuto nos colocábamos junto a la cestera para gastar allí, a carga cerrada, los reales tan merecidos. Las cesteras fueron toda una institución. Se trataba de mujeres mayores socorridas por su pequeño negocio. Situábanse en los soportales de la calle de San Martín, lugar pasajero frente a la iglesia, para aguardar, a pique de coger una pulmonía (pues en los arcos soplaba el viento en todas las direcciones), al tumulto de pardales que habían sido más rápidos tras la salida del padrino. A lo último, nos quedábamos sin fondos; todo se lo llevaba esa señora; por algo poseía el cuerno de la abundancia. Veíanse en la cesta chuches de todos los colores y sabores: pipas, cacahuetes, leche de burrita, chocolates, magdalenas, regaliz, patatas, bolas de anises, nueces, el precursor del chupa chups, bizcochos de nata y crema; y canicones, peonzas, pelotas de fútbol y de frontón, pirulís… Para las damas, cuerdas de comba y salto, adornos de colores, pulseras, anillos, bisutería… ¡Jopé, qué pronto se terminaba el dinero! En mi niñez, la gran plaza del Buen Pastor fue un Edén compartido. Los rapaces del barrio acudían allí, pues los lugares de esparcimiento eran pocos en aquella época. Jugábamos a guardias y ladrones, a burrukas, a disputar carreras pedestres junto a la catedral. (Yo era ágil de pies.) A veces atropellábamos a viejecitas, a caballeros en la senectud, a transeúntes que se esforzaban en zaherirnos. “Si te viese tu 132
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padre, ¿qué diría?” Pues casi nada, harta labor eran sus hierros, sus tirafondos, sus alicates, tijeras y cortaúñas. Venturosamente, el lugar de placer caía a tiro de honda de nuestra casa; fue, si bien se mira, nuestro jardín. A mí me encantaba jugar a chorro-morro. Varios chaveas se ponían cabeza abajo, con las narices entre las piernas del compañero que estaba más adelante. El ganador daba un brinco de canguro, tras breve carrerilla, para descargar todo el lastre de su cuerpo sobre los riñones de los adversarios. Y preguntaba: “Chorro, morro, pico, tallo, ¿qué?”. Una posibilidad sólo entre cuatro. Si lo intuía alguno de los penitentes, el saltador ocupaba su puesto. Y a seguir. También gratificante era jugar a chapas; como pista, los peldaños del atrio. Las chapas de cerveza se disparaban con el gatillo del índice y el pulgar. En el corcho, dibujos de corredores del Tour de France. A cada uno, su ídolo. Al comienzo serían Delio Rodríguez o Bernardo Ruiz… Después, los grandes: Gino Bartali, Fausto Coppi, Robic, Kubler, Marinelli… Yo gané varias veces por ingenioso; echaba una gotita de cera en la superficie de la chapa, la alisaba con el dedo y, al subir gramos, mi cápsula corría unos centímetros más. Otra diversión, al hilo de las chapas, era la peonza. Después del bote, la recogíamos en la palma de la mano, bufadora, y la arrojábamos contra el borde de aquéllas. A causa del pellizco, el cierre era proyectado a varios metros en la dirección apetecida. Quien alcanzase la meta era el ganador. Aparte de bertan txulo, con canicas, otro de nuestros pasatiempos favoritos era jugar a la pelota contra las paredes de la iglesia. El frontis era irregular y la pelota salía en ángulo voluble; se necesitaba estar apercibido y tener los reflejos del tigre bengalí. Pero toda moneda tiene su cruz. El atrio era dominio de un personaje calamitoso: el “Templos”, paparote que se encargaba de poner algo de disciplina en la catedral, 133
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adecentarla, recaudar limosnas. El australopiteco salía por nosotros –a tenor de la bulla que organizásemos fuera– con algún arma en la mano: cirio, centellero, pisapapeles, y no le parecía inoportuno arrojárnoslas al rostro si su bilis había excedido la paciencia de Job. ¡Qué zozobra!... También nos resultaban algo gafes los celadores que acudían, bajo el propio atrio, a los mingitorios. No se fiaban de los críos. Y quien menos lo hacía era Peio Bishente, el cuidador de los jardines, pues cada pocos minutos, pelotas o balones se introducían en los parterres. Entonces, el rescate obligaba a cruzar el césped, hacerse con el objeto y retroceder sin que el guardia jurado lo pudiera intuir… Este Bishente no era mal tipo. Combatió con Mola, y su posterior colocación la debería a los vencedores. Lo bueno era que su primogénita, pelirrubia de once o doce abriles, jugaba junto a nosotros con los demás niños… ¡En el atrio había chicas! Ellas eran rancho aparte y nos observaban con la superioridad, la descortesía y el desdén que otorga el sexo a las doncellas púberas. Saltaban a la comba y me descubrían las canciones que aprendieron de sus madres, abuelas, tatarabuelas: “La mejor es una rosa”, “Por aplicadita”, “De Cataluña vengo”. Desde mi balcón, yo escuchaba, en voces cristalinas, aquella copla tan célebre: “Mambrú se fue a la guerra, mire usted, mire usted qué pena…”. (A mí, este estribillo de Mambrú –acaso el Marlborough de nuestra disputa sobre la Sucesión– me erizaba el vello. Ese “y ya no volverá” me producía una mohína indescriptible. “Do, re, mi; do, re, fa, ¡y ya no volverá!”) Cantaban las muchachas, encendíanse las farolas y el atardecer iba apagándose. Entre los divertimientos del Buenpas –así llamábamos al barrio–, no eran desdeñables las discordias con los chiquillos de su entorno. Los de Amara eran fieros espartanos. Venían por nuestra piel con tiradores, pedruscos o lo que 134
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contuviese el forro del pantalón. En la defensa, nosotros éramos más hábiles; el atrio nos defendía y desde allí se contraatacaba. El cuerpo a cuerpo –por lo de conservar incólume la ropa–, no era recomendable. Si caías prisionero, te aplicaban “balandra”, espanto consistente en bajarte el pantalón para reírse de ti: el culmen de la indignidad. Moraduras, ojos semicerrados, heridas y rozamientos eran el desenlace de refriegas, razzias organizadas y periódicas. (A mí, las luchas no me preocupaban demasiado; es más, podía reducir mi adrenalina sin ningún tipo de represión.) Los combates eran nobles. La burla, el ardid y cualquier otro truco feo veíanse ruines si se producían. Perdedores y ganadores, tras la refriega, se retiraban a sus cuarteles con los éxitos y las bajas. Bien mirado, todos aquellos ciscos y trifulcas me parecían bien poca cosa tras lo que me alcanzaba en el colegio. Y reavivaron mi virilidad, mi obligación de medirme sin trampa, subterfugio o cualquier otra vileza, a mis especiales enemigos. El Buen Pastor fue mi mejor lugar de juegos, donde dejé de ser niño timorato para convertirme en adolescente que agradecía la amistad de los otros, por torpes y de baja condición que parecieran. Hubo entre nosotros un niño muy desgraciado, hidrocéfalo. Lo traía una señora a tomar el sol en los parterres y ver el discurrir de los otros infantes. Estaba siempre postrado en un vehículo de mimbre, con ruedas, envuelto en mantas. No supe nunca su edad. Todo eran ilustraciones a su alrededor (sus padres las comprarían más para retener a los chiquillos junto al enfermo que para disfrute de la criatura). Su carricoche se encontraba siempre rodeado de pillines. El niño les sonreía. Una tarde pregunté por él y por su ausencia. Se había ido con el Buen Dios... Yo sostengo que ninguna sonrisa, bien de serafín o de querube, pudiera compararse con la de mi amiguito. Cuando 135
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le plazca al Hacedor convocarme a su lado, reclamaré esa sonrisa; será mi salvoconducto para quedarme allí y atender, con nuevas pupilas, “el dorado pasar de los gloriosos”. Aparte de estos juegos, los chavales del Buen Pastor teníamos el recurso de los cómics. Yo me flechaba por Hazañas Bélicas, historias de la reciente guerra mundial, con dibujos de Boixcar en trama muy sutil, reales cual fotografías. Hubo quien prefirió El Cachorro, empeños de piratas en los profundos mares del Caribe, cerca de Tortuga y de las islas donde se refugiaban bucaneros y “Hermanos de la Costa”. Aquel héroe disponía, además, de un potingue que si tocaba al enemigo, volvíalo osamenta. Hubo chavales que se decantaron por El Guerrero del Antifaz, en perpetua acción contra los sarracenos, hábil en evadir el potro de tortura, la trampa de punzones tenebrantes o la perola de aceite hirviendo. El dibujante Gago creó a Puck, cavernícola, tozudo con el saurio, la anaconda o el odioso tigre de colmillos sobresalientes. También llegaba, en entregas irregulares, Flash Gordon, adelantado del cosmos. Era la obra de un americano de talento; sus viñetas abonaban nuestra inmarcesible fantasía. Y no me olvido tampoco del Hombre Enmascarado, con su slip a rayas diagonales y sus peleas, bajo la luna, sobre los tejados de Constantinopla. Ya eran reliquias, para entonces, los ejemplares de Roberto Alcázar y Pedrín, leídos en los cuarenta. (Roberto era trasunto de José Antonio, dicen; no lo sé. Lo recuerdo pegando tortas y golpizas a maleantes y “pillos”; a su socorro acudía Pedrín, con pantalones de golf y la gorra de Pichi.) Más tarde llegó el turno del Capitán Trueno y El Jabato. Trueno tenía una imponente novia escandinava, de melena rubia; se llamaba Sigrid… Aquellos cómics ¿no aportaban cultura? Sustituyeron a libros apreciables, pero, tras los farragosos textos del bachiller, representaban la evasión, la posibilidad de convivir, 136
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junto al protagonista, en horizotes antes vedados. El tebeo nos hacía soñar, y, sin los sueños, el niño se convierte en rara estantigua, se opone a su naturaleza. ¡Benditos cómics que nos hicieron olvidar, en años de goma arábiga, tantas liviandades y penurias! La bicicleta supuso otra de nuestras ilusiones. En la calle Prim, muy al final, un establecimiento, “Ciclos Lupeffe”, alquilaba bicis. No estaban en estado inmejorable, pero poseían ruedas, manillar, pedales y sillín de cuero, lo suficiente para que nos sintiéramos sobre ellas emperadores de la creación. Las alquilábamos por horas, mañana o tarde, sin apenas evaluarlas. Pedaleábamos para salir famosos en el “Tour”. Con ayuda de la Providencia solíamos regresar sanos y salvos al punto de partida; eso sí, con algún freno sin zapata, bielas sin rumbo y cadenas que se habían salido sin interrupción. El propietario de “Lupeffe” sudaba para explicarnos que los desperfectos iban a ser superiores a los duros del alquiler. Salíamos a galope de la tienda pero, días después, allí estábamos de fijo con el dinero en la mano y nuestros rostros angelicales. Entre el puente de la estación –tan esbelto, con sus caballos y sus torres– y la estatua de María Cristina hubo un espacio defendido por seis pilares de piedra. Este trozo de calzada, hoy abierta al automóvil, corría paralelo a una de las rondas más agradables de la ciudad, con chalés de corte modernista o floreale, ricos en arabescos, plantas enlazadas y forjados de gran exquisitez. En esta zona, con nuestros velocípedos, disputábamos carreras, se arriesgaban maniobras y, en ocasiones, se propinaban sustos al peatón distraído. (Téngase en cuenta que ir montado en bici por la acera suponía requisa o multa, y siempre hubo guardias, con blanco salacot, pendientes de que los chicos no transgredieran la ley.) A pesar de las prohibiciones familiares, hacíamos la ruta. Nos acercábamos a Goizueta, 137
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localidad próxima a Hernani. Allí había curvas acusadas, badenes y baches, todo lo que conseguía hacernos más atrevidos y felices. Regresábamos sudorosos, con algún churre de aceite en pantalones sujetos con dos pinzas, exangües, satisfechos. “A ver si cualquier día os pegáis un coscorrón…”, presagiaba mi padre. Y mi madre: “¡Ay, Jesús, qué cosas dices!”. Lo cierto es que, con tan poco tránsito, la posibilidad de accidente reducíase mucho, si bien una mañana estuve a punto de precipitarme contra una herbosa tapia al perder el tubular trasero. ¿Y la emoción? Al cumplir yo los trece años, mi tío Francisco, el de Madrid, tuvo la idea luminosa de cederme su bici. Era artilugio pesadísimo, pero pasó a ser de mi propiedad. Yo me arriesgué en zonas a las que muchos otros no accedían. De pie sobre los pedales y por la carretera de la Hípica, podía subir hasta el edificio de Zorroaga. Nada puede frenar a un esforzado de la ruta. Otro paraje al que acudíamos de mocetes, con gozo errabundo, era el monte Igueldo. Desde allí se alcanzaba una vista completa de la urbe, sus playas lunares y los montes que la vigilan o protegen por el sur. Los domingos de regatas se reunía allí, desde horas antes del evento, una gran multitud con banderas de sus tripulaciones predilectas. Era espectáculo luminoso y también, debo apuntarlo, de provincianismo. En Igueldo existía un parque de atracciones con una osa, Úrsula, prisionera en su jaula de doce metros cuadrados –ella ya enloquecida–, que paseaba de un lado a otro maldiciendo, plausiblemente, a su Hacedor. La jaula de los monos, héticos, de deplorable escualidez, que enseñaban sus encías sangrantes por míseros cacahuetes, era muy popular. Y, para los chaveas muy pequeños, cochecitos empujados por ponis o por cabras, hastiados de correr, un día tras otro, la misma ruta. En la parte superior podía pa138
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tinarse con patines de ruedas y, más abajo, dar un paseo en barcas de gasóleo algo apestosas. El plato fuerte lo marcaba “La montaña rusa” (le cambiaron el nombre, después de nuestra guerra: “La montaña suiza”). Eran espeluznantes los alaridos de los viajeros que subían y bajaban taludes vertiginosos. Contra ciertas opiniones, nunca hubo accidentes. Yo –un mono más con mis siete años– adoraba la atracción de navegar en bote por un canal estrecho, construido en óvalo, bajo el piso de la terraza. Letreros nos advertían: “El río misterioso. Viaje a la felicidad”. A su costado, una gran rueda de paletas, en verde oscuro, movía la corriente por donde se deslizaban los lanchones. (Esta noria me remitía a los viejos barcos que fueron el orgullo de los tahúres de chaleco ceñido y Smith & Wesson –cañón corto– a la cintura: las “reinas” que navegaron el cenagoso Mississippi.) Los botes, en su último recorrido, se introducían en una gruta y allí, oh, sorpresa, nos aguardaba el caimán del perverso Garfio, con sus mandíbulas y sus ojos luminiscentes. Los niños, sin pestañear, quedábamos boquiabiertos, eufóricos. Años más tarde construyeron –ahora hay un hotel– cine y pista de baile. El baile nos costaba siete pesetas. Los viernes eran “de moda”. Sobre la pista, dos sectores. En medio y en lo alto, la orquesta Miramar. Más resguardada, una barra para bebidas. (La tradicional era el “manchado”: brebaje compuesto de vino blanco y ginebra.) Como somos selectivos, la parte derecha de la pista la ocupaban mozas del clan doméstico, cuyas manos, si te las arrimabas a la nariz, olían a cebolla. Hacia la parte izquierda se sentaban jóvenes de mejor natural: dependientas, empleadas de banco, chicas “bien” y pijitas. Lo milagroso de aquel dancing era que, de aburrirte, quedaba el recurso de cambiarte al cine por el mismo precio. Sobre las nueve y media, la es139
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tampida, el trance de coger un último funicular que descendía con gravedumbre entre la vegetación y se cruzaba con su coche gemelo. Minutos después, el trolebús (híbrido entre tranvía y autobús) iba dejándonos, sin rotura del trole, cerca de nuestros lares. Hogaño, las pistas enceradas donde nos lucíamos con el chachachá o los primeros rocks son los comedores de un lujoso hotel. ¡Qué decadencia! En aquella coyuntura, el chalé ya era el pasado. Mi nostalgia por lo rural y los animales se reducía. Al principio, el traslado a la ciudad hizo mella en mi ánimo. Soñaba con el chalé de pizarra a dos vertientes, con las gallinas y los perros, con el manzanar y los pinares, con el aljibe donde contemplábamos, las tardes de los domingos, las carreras en el hipódromo. Soñaba con la luz matinal y con el dosel, blanco de luceros, del otoño. “Mira, Telmo, ésa es la Vía Láctea. Repara en Orión y en su gigante roja: Betelgeuze. A su lado, Rigel y Bellatrix.” (Porque mi abuelo supo leer las constelaciones.) “Esas dos estrellas del oeste –añadía– pertenecen a Altair. En minutos, ya no las verás. Van corriendo la noche…”
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XV Las lecturas sensatas fueron otra cosa. Me vienen a la cabeza los libros de Salgari y su pirata Sandokán, las aventuras, en el planeta Marte, de un abducido cuyo nombre desapareció de mi magín, pero no su autor, el inglés Edgar Rice Burroughs, padre también de Tarzán de los Monos; y las peripecias de nuestro justiciero, el sin par Coyote. (Mallorquí, creador del personaje y de otros muchos, no gozó de suerte en este albañal que es el universo de la crítica. Fue capaz de concebir las más diversas situaciones. En su género, la prosa era más que aceptable. Es de esperar que algún día sepan reconocerle todos sus méritos. ¡Ay, de forma eviterna, España face a sus homes y los desface!) Un día di con Platero. A mis ocho años fue toda una conmoción. “Que se diría que no tiene huesos.” Me sentí tan a gusto con el poeta de Moguer, entre los paisajes de Huelva y Ayamonte, que los soñaba. Figuras inmensurables, prosa sutilísima, cercana a mí y protectora como hogar en la intemperie. Lloré la muerte de Anilla, la fantasma, y la del burrito: “Y tú, Platero, feliz en tu prado de rosas eternas, verás las rosas amarillas que han brotado de tu descompuesto corazón”. Aprendí párrafos de memoria. Todavía los tengo muy bien escondidos en los lugares resplandecientes que el hombre guarda para las cosas entrañables. A ratos, me hacía reír: “El guarda del sandiar suena el latón; los rabúos huyen por el monte oscuro”… Adquirí hasta cinco ediciones diferentes de Platero, y en mi casa creían que el chiquillo estaba trastornado con sus pasajes. Se equivocaban. Juan Ramón y el asnito me llevaron pronto hasta Tagore y su luna nueva. Tagore me condujo a Andréyev, el gigante. El ruso, a Saint–Exupéry. Y el aviador de los vuelos nocturnos me acompañó hasta el libro en el cual Buzzatti se perdía en 141
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su inextricable bosque viejo. Quise, a partir de ahí, dar en el camino de la buena literatura. Pues bien, nadie me ha llegado tanto, y lo digo con nieve contadera y mucha agua bajo los puentes, como el de Moguer. Mi padre fue hombre instruido; empero, su trabajo lo llevó a preocuparse más por hierros y exportaciones que por la literatura. Así y todo, conservó una extremada lucidez para juzgar las cosas importantes de este mundo. Le interesaron geografía y matemáticas. En la biblioteca, primero en el chalé y luego en nuestro piso del Buen Pastor, se alineaban volúmenes de diversas disciplinas. Nunca he olvidado, y son difíciles de hallar, los tomos que la Gallach de Barcelona editó el año 1929. Ediciones de lujo, con encuadernación insólita, e ilustraciones –mapas, esquemas y fotografías–. Era un deleite contemplarlas. La serie (nunca la pudimos completar) reunía estudios sobre artes y ciencias, con trabajos de los pedagogos más conspicuos en cada uno de los métodos. Los días que la lluvia daba con sus falanges en los aleros del chalé o en los balcones de nuestra casa en la ciudad –no era cosa de perder el tiempo callejeando– me enfrascaba en aquellos tomos para conocer tierras desconocidas y fragantes, poseedoras de la atracción de lo oculto, lo que jamás, salvo si la suerte quiere acompañarnos, veremos o disfrutaremos, si no es en pura ensoñación. Mi favorito era “El Espacio y La Tierra”, volumen que se ocupaba de los cuerpos celestes, con croquis, mapas estelares y cuanto la astronomía puede revelarnos. Así supe del sistema solar, de galaxias a miles de años luz, novas y supernovas, ciclones, tornados y tormentas del trópico; en resumen, lo que cielo y tierra guardaban celosamente. De mi devoción eran, por igual, libros concernientes a los animales, vertebrados e invertebrados. En aquellas hojas en cuché se representaban los especímenes más ajenos y seductores. Veíase un arácnido –recuerdo la viuda negra–, verdadero 142
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horror. Hasta tal punto, que llegué a cubrirla con un folio. Incluso así, la sombra del bichejo era horripilante y yo propendía a pasar la página a tambor batiente. Tuve cuatro volúmenes de Historia Universal, divididos en períodos históricos: Antigüedad, Alta y Baja Edad Media, Edad Moderna y Contemporánea. Los lienzos de combates me trasponían. Memorizo un óleo de Gisbert: el fusilamiento de Torrijos en las arenas de Marbella. De espaldas al piquete, absorto y con las manos prendidas a las de sus compañeros, tiene la mirada en el horizonte; la muerte está ahí, inexorable, inútil. Se me representan las Vísperas Sicilianas y Farinata Degli Uberti, a caballo y en plena lucha, blandiendo maza de combate. O el general Concha, herido en Monte Muro. Y el simón del general Prim, el hombre más guapo del Reino –“o faja, o caja”–, tratando él de esquivar, en grabado a pluma, los plomos del arcabuz… Otros libros similares se ocupaban de mi país de manera profusa. Aparecían Don Pelayo y los reyes carolingios, las reinas y princesas de Austria y de Borbón, los correveidiles en la Corte; y marinos, cartógrafos, guerreros, arbitristas, verdugos… Además, tratados de geografía física y humana, geología, etnografía, paleontología… Todos los saberes se acompañaban de viñetas aclaratorias, fueran éstas de tapices, lienzos al óleo, sanguinas, planchas al ácido, daguerrotipos, aguafuertes, fotos o apuntes a plumilla o lápiz. Hoy almaceno, como oro en paño, esta colección que no pude terminar; ella ilustró mi infancia ofreciéndome edenes, ora gustosos, ora infelices, derroteros para las figuras moldeables del niño. No olvidaré nunca las enciclopedias, el placer ofrecido y las visiones que me supieron dar. Hubo quien se atrevió a decir: “Los libros curan la melancolía”. Si no la curan, la reducen. Mientras otros niños jugaban al balón o a la pelota, con poca estima por los estudios, yo disfrutaba bajo el Etna, o en Bariloche; o en un 143
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glaciar de Ushuaia, todo envuelto en dulces pieles de recental. Mucho despuĂŠs he comprendido que la cultura sirve, en menguadas ocasiones, para acopiar caudales; no es sitio para ella. Pero nos cura de los males del alma, de perlesĂas que no reduce la riqueza. Nos ampara en momentos de mucho agobio. Es bĂĄlsamo que bebemos cuando cierra la noche y la vida se tuerce. Sosiega un punto, nos reconcilia con nosotros mismos; si bien, en lo tocante a amores, cultura y talento suelen ser falsa moneda, mas ya se sabe: en este litigio dulciamargo pocos salimos gananciosos.
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XVI La France: un bonbon glaçé Un mes después de terminar mis estudios, mi padre me envió a Francia para familiarizarme con su lengua. En buena hora, porque yo me hallaba aborrecido tras mis seis años de bachiller. Permanecí tres meses en la villa de Pau, muy cerca del Pirineo, de pupilo de un anciano abate que había participado, como capellán, en la primera guerra europea. En Verdún fue víctima de los gases. Por las noches, yo le oía toser imparablemente, con sus pulmones vueltos exágonos de panal. Nunca le pagaré del todo unas palabras que me dijo al referirle la zozobra de mis escrúpulos: “Voyons, Telmo. Piensa que resulta casi imposible cometer pecado mortal. Nunca se tienen demasiado claras las condiciones, o sea, la advertencia plena y el pleno consentir… Eres un garçon muy complicado”. Y lo remataba: “Además, no hay Infierno; son bétises pour des idiots”. A este cura le cogí cariño. No me daba clases, me dejaba flâner, callejear a mi antojo por una ciudad grácil, distinguida y hermosa, heredera de la tradición gala del buen gusto. Pau enriquecíase con clima benigno en los veranos y soportable en los inviernos. Los rigores estivales se diluían en el soplo de la cordillera, viento que no aceptaba el calor ni sentir mucho la humedad. No era villa muy populosa: unos cien mil habitantes. Foco de la atención turística era el castillo de Enrique IV, al que se llegaba por esbelto puente medieval. A su vera, un bosque poco transitado, asistido con esa solicitud del jardinero francés. Pero era su mejor gracia una larga avenida, colgada a mucha altura sobre una cuesta serpenteante. Me daba vértigo asirme en el pretil, cosa que hice con frecuencia por contemplar los 145
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picos más destacados del Pirineo, puros cuando soplaba el sur y neblinosos con el oeste. (Pau había sido en el siglo dieciséis capital del reino de Navarra. Los franceses siempre avariciaron esas tierras, continuo objeto de disputas y creadoras de pactos y coaliciones. El rey Enrique abjuró del protestantismo y puso punto final –edicto de Nantes–, a las guerras de religión. Para su mayor gala y adorno firmó en Nervins –corría el año 1598– una paz con la Corona de España. Fue un buen rey…) El burgo, como ocurre con la mayor parte de los pueblos franceses, olía a pan recién hecho y a gasolina Castrol. Hacia la una, hora de almorzar, aumentaba el tránsito y las mujeres volvían a sus hogares con los productos del mercado, muy firmes en sus bicicletas o en las simpáticas Velosolex. A mí, cumplidos los dieciséis, me atraían las mujeres y, aunque todo se alcanza, aquellas doncellitas de tan espléndido parecer, estrechas de cintura, de pecho breve y gentil, me resultaban inaccesibles. Mi terquedad perseverante era digna de mejor suerte, pero mi aspecto despertaba en ellas el atavismo del español ruin, del moro malo; cuanto más que, al anochecer, las calles se quedaban semidesiertas. ¿Dónde paraban las muchachitas en flor, en qué lugar guarecían su alado talle, qué se hicieron? En mi otra ciudad, el paseo de las tardes–noches era rito diario. La Avenida de España o la calle de San Jerónimo eran crisol de juventud. Nos cruzábamos una vez y otra, saludándonos cortésmente, y se veían grupos, corrillos, nutridas pandas. Era el tiempo de hablar de nuestras inquietudes, de lo que atañe e interesa al joven, por más que nuestros proyectos se previesen a término ultramarino y fueran a concluir en agua de cerrajas. “¡Retrocede, Telmo –me decía ahora–, éste no es tu territorio!” Pero la ciudad de Pau me reservaba otras com–pensacio146
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nes. A veinte minutos, en el extrarradio, había un aeródromo. En sus amplias pistas, ¡las clases de vuelo sin motor! Los veleros –grandes gaviotas– eran remolcados hasta el aire por un biplano del catorce y, una vez allí, sobre las térmicas, giraban durante horas sobre el caserío. Entablé confianza con uno de los pilotos, joven en la segunda guerra mundial y derribado durante la Ocupación. Este buen colega se ofreció a imponerme, por cuarenta francos viejos, el “bautismo del aire”. Tal aventura me sedujo. Tan así es, que decidí tomar lecciones de vuelo sin motor. Escribí a mi casa. Fue inútil. Si a mi familia la hubiese mordido un áspid, no se hubiera armado tal belén. Y, claro está, dieron al traste con mi ensueño, pues, para mis padres, dos asuntos que a mí me interesaron desde niño fueron tabú, cosa non grata: la aviación y las motocicletas. En contrapartida recibí el cheque y –¡oh, Dios misericordioso!– un libro imperecedero: El viejo y el mar. Por aquellos idus, al semisalvaje tigre de Illinois le acababan de otorgar el premio Nobel. Una noche, al ir a darle propina a la acomodadora del cine de mi barrio, tiró las monedas, toda enrabietada. “¡Ah, español: manos sucias!”, escuché. Y es que los españoles teníamos poco crédito. Llegaba algún autobús con compatriotas, y yo me evadía. Eran chocarreros, procaces, hablaban en voz muy alta y se dirigían a los franceses con ademanes impropios. En los urinarios no querían pagar y, para pesarse en las básculas callejeras, subíanse de dos en dos; luego, uno se bajaba y de esta forma deducían el peso. Esta actitud del español en Francia viene dada por la sempiterna enemistad latente entre los dos pueblos. Fuimos poderosos con los Austrias y nos volvimos débiles. Ellos, astutos, pasaron a ejercer su hegemonía con Luis XIV y Richelieu. Explotaron las ideas de la Ilustración y el mito hipócrita de la igualdad y la fraternidad. Pero eran cultos y 147
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dispusieron de los pensadores necesarios, en los momentos precisos, para hacer de Francia una nación grande. Nosotros nos achicábamos hasta llegar al astracán de Bayona, con el cornudo de Carlos IV y el felón de su hijo. Todo el diecinueve fue para nosotros descenso acusado, bajada a las zahúrdas del disparate. Sin clase media y con políticos abstrusos, la monarquía siguió esa trocha. Y luego, el veinte y lo que engendró. Los franceses, asistidos de fe y de coraje, supieron afrontar y reducir sus crisis y vicisitudes. Nosotros no. ¿Es extraño que, hasta hace bien poco, nos hayan recibido con indiferencia y con desdén? ¿Quiénes se ganaron a pulso el menosprecio?... (A mediados del treinta y seis, algunos balcones de las casas de Hendaye, del otro lado del Bidasoa, se alquilaron a precios exorbitantes. Eran balcones “con vistas a la guerra de España”. Otra vez nos habíamos constituido en espectáculo lastimoso.) En clara noche de octubre me acerqué hasta la Avenida de los Pirineos para asistir al discurso del que era, a la sazón, Presidente del Consejo de la República Francesa: Pierre Mendès France. No había demasiada gente y, al final de su parlamento, bajó del escaño para saludar a los reunidos. Daba apretones. Al llegarse a mí, me estrechó firme la diestra, fijándose, de pasada, en el bombón helado que yo sostenía con la zurda para no humedecer de chocolate a los demás (era mi capricho de las tardes–noches, y su costo: ochenta francos de los viejos). Reparó Mendès en la golosina y estoy cierto de que estuvo en un tris de pedírmela. Se la hubiera dado. Simpaticé con aquel hombre menudo –judío–, de modales indulgentes, con mucho imperio y palabra atemperada y fácil. En la ciudad hice un nuevo colega. Era mayor que yo, vasco de Zumaya, aunque de padres maketos, y estaba casado con una francesa ojialegre pero ceñuda. Su nombre: 148
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Félix. Poseía una moto petardeante, Torrot de color gris, para acceder a sus labores de maestro de obras. Llevaba varios lustros en el distrito pirenaico y su español contenía no pocas palabras de patois. Al arranque de la moto lo llamaba demarror; y al asiento, asiete. Yo me reía. Me contó que, en los años más duros de la posguerra (escaseaba la comida hasta en los caseríos) era reputado en su pueblo como sobresaliente pescador de pulpos. En la bajamar descendía a por capturas hasta los cantiles extendidos en el perfil de la costa cantábrica, que hoy producen la admiración y el interés de los geólogos de media Europa. Con ayuda de bichero y palo, Félix se introducía en las cárcavas y boquetes del largo friso que dibujan las peñas. Al final de ese garrote, el cangrejo. Al ver esta delicia, el pulpo pugnaba para llevársela con tres de sus tentáculos; los otros cinco, en la pared. Tras el tirón, mi amigo metía el bichero hasta dar con el cefalópodo y tiraba hacia fuera. Sólo hacía falta retorcerle la cabezota para que el animal muriese rápido ¡Y a por el segundo…! Un día de San Juan, el hijo del médico de Zumaya, estudiante, le dijo a Félix: “Oye, tú que eres figura en ese lío de los pulpos, ¿no viste conchas resecas pegadas a los cantiles? Parecen caracoles…”. “Jopé, hay cantidad de esa basura –explicó mi amigo–, y de todos los tamaños.” Y el otro: “Bueno, si me traes parte de esa basura, te daré guita; pero me guardas el secreto, ¿eh?”. “Vale –contestó el chaval–, ¿cuándo quieres que empiece?”… Durante cerca de tres años, además de pulpos y de alguna nécora emperezada en el limo, Félix entregó a su socio cientos de fósiles. Un día, el estudiante los expuso en una tienda del pueblo. A cada fósil le había puesto un nombre estrambótico: Ceratitis nodosus, Trachyceras austriacum, Margarites circumspinatus. “Vaya pérdida de tiempo –pensó mi amigo–, si al menos sirviesen para algo…” 149
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Félix perteneció a la vanguardia de emigrantes que se fue del país sobre el sesenta. Al principio, pocos. Después marcharon en aluvión por la frontera de Hendaye, tras pasar día y medio en Irún adquiriendo algo de comida. A quienes no les gustó Francia se atrevieron a ir al Ruhr. Nuestros vecinos los empleaban como recolectores. La recogida de la betterave fue muy especial. Los que eligieron Alemania se colocaron –mano de obra muy barata– en los sectores de la automoción. Allí, en albergues húmedos y congojosos, con muy frágil higiene, debieron confraternizar con italianos, turcos y polacos. (Los veo todavía, en trenes de tercerola, cual ovejas descarriadas y sin socorro, con sus maletones de madera y un fulgor mortecino en las pupilas de sueño, más cerca de la resignación que de cualquier otro género de entusiasmo. ¡Ojú, qué frío: los españoles!) Félix era forofo del Real Madrid. Yo le pregunté cierto día: “Oye, ¿cómo un vasco puede ser de ésos?”. “¿De quiénes?”, dijo. “Merengue, coño, ¿me lo aclaras?” Y me lo aclaró. Fue desquite o, si nos ponemos presumidos, una manera de establecer las señas de identidad. Porque a los emigrantes, y más aún si eran españoles, los franceses los subestimaban de propósito. No tardó Félix en encontrar motivo para embravecerlos. La molestia radicaba en que un equipo de fútbol de la palurda piel de toro sometía a los clubes franceses más prestigiosos de aquellos años. “Ayer os dimos por el culo”, les decía Félix a quienes lo fastidiaban de continuo. Y la cantinela: “¡Mucho Madrí!”.
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XVII Próximos a una guerra que, oficialmente, no ocurrió nunca A poco de volver a mi ciudad –con un francés aceptable– mi familia decidió que yo ingresara, voluntario, en el Ejército. Dos meses después me sería imposible. La mayor parte de nosotros no se alistó por ansiedad guerrera –lo diremos–, sino para elegir destino y conseguir rebaje que nos permitiese pernoctar en casa. Contrapartida: veintidós meses de mili, algunos más de los pedidos en las quintas anuales. La semana anterior, en la Caja del Recluta, pasé el examen médico. Nos desnudaron, tallaron e hicieron toser. En el examen oftalmológico y ante una pantalla llena de signos, un capitán intentó que los descifrase. Yo le dije: “Erre, jota, uve doble”. Y el otro: “Justo, pero no son letras, son cuadradillos a los que les falta un lado.” Oí su risa. “Ves fenomenal –añadió, punzante–. Te doy por bueno.” Y firmé unos papeles. El primer día resultó divertido. Era el turno de hacernos con el uniforme de verano, pues era septiembre, y el suboficial que los entregaba lo hacía a ojo de buen cubero, según llegábamos allí. Había reclutas chaparritos a quienes la guerrera les rebasaba las rodillas; a otros, más larguiruchos, apenas si les llegaba al tras. Poco a poco, y gracias a los trueques, se fue solventando una situación que fue la mofa y befa del cuartel. Quedé inscrito en Ingenieros, sector de Telefonía. Nuestro cometido era tirar cable y que las comunicaciones entre el frente y los puestos de mando no se interrumpieran. Lo peor: el ejercicio de subir a un poste. Nos daban “trepolines” medio romos, despuntados, o el modelo de la media luna: ineficaz. El poste, de diez metros, era un puercoespín, peligrosa colección de astillas. Durante las 151
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prácticas, un recluta cayó desde lo alto y, para sujetarse, por poco se deja los diez dedos en el maldito mástil. Yo no quise subir y fui arrestado. (Consistía el castigo en permanecer veinticuatro horas en el cuerpo de guardia, sin más labor, sobre las literas que utilizaban los diferentes relevos de la noche. Como se hacía junto al calabozo, penetraba un asfixiante tufo a escatol, a fecales, y, en alguna oportunidad, se atrevían a medir el terreno ratas cuarteleras de hocico firme, lustrosas. A lo último, si me venía la tentación de descansar en los somieres bajos, la borra arrojada por los superiores, hendidos y mohientos, llovía sobre mis ojos y era preferible sestear con el auxilio de un pañuelo, que me colocaba sobre la nariz para no llevarme la mugre de los muelles.) Hicimos instrucción muy recia y sin descanso. Fue a coincidir con una ola de calor, y era cosa de vernos –polainas, correajes, cartucheras, máuser y machete– por los alrededores del cuartel, en el circuito de garitas con nombres animosos: el polvorín, la puerta de los carros, los cerdos, la piscina… La peor era la segunda. De noche cruzaban su portalón oficiales y la clase de tropa que se había ido de cervezas al bar Americano, cabe el puente, o al Sumbilla. La orden era vociferar: “¡Alto!, ¿quién vive?”. Y la réplica: improperio o runrún no inteligible. A los suboficiales les pedía la contraseña. “¡Qué contraseña ni qué h….!”, me gritaban, tambaleándose. Antes del toque de retreta, los reclutas libres de servicio nos presentábamos en el Hogar. Allí se hacían –¡Dios se lo pague a la cantinera!– bocatas con lonchas de tocino frito, y nos apresurábamos a ingerir un vinazo matrero y rompedor de entrañas. Gran cosa era contemplar a tanto mozo devorando, empujándose, riéndose a voz en cuello, mientras piropeaban a la zagaleja del mostrador. El peor servicio, para mí, fue el de cocina. Restregar perolas con la sola ayuda de un par de calcetines, o raer los bidones grandes de fuelóleo hasta dejarlos relucientes era 152
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cometido repugnante, sucio, agotador; de siete de la mañana a doce y media de la noche. Un lunes nos trajeron ánades para el rancho. Estaban vivos. Todavía se me representan la cuadra de los mulos y los reclutas dispuestos en cordón. Al final de esa hilera, el matarife con su tronco y su machete. Los reclutas nos íbamos pasando, de una en una, las aves, que hacían mucho aspaviento con las alas y los picos. Al llegar al verdugo, éste, de certero corte, las degollaba. Pero lo terrible era que, al soltarse el bicho, aún conseguía revolotear, dacapitado, hasta caer en el estiércol. Siempre recordaré el pandemónium: los reclutas nerviosos, sudorosos, las avecicas que graznaban para escapar, los sacrificados y su postrer vuelo, las órdenes y los gritos del brigada, el olor a pluma estuosa, a sangre muy caliente, a paja sucia y boñigas. Y de fondo, los rebuznos y coces de las mulas que, desde sus lugares en la cuadra, percibían la muerte ajena, excitadas hasta el paroxismo… Salí de allí con desazón y me propuse no cenar pato. A los reclutas, siervos para todo, nos cupo repoblar la ladera norte del Jaizkibel. Con “insignis”. Jaizkibel es un monte marítimo y hostil. Y pasábamos sed. Accedía el rancho tarde y frío. Al llegar la noche nos bajaban, en GMC residuo de Corea, por aquellas curvas peligrosas, dormijosos, dentro de la caja del camión. Solamente el chófer –bien comido en el cuartel– estaba de buen talante. Se ceñía a las curvas tal Lamborghini, pero a nosotros, pecientos, cenicienta la color, no nos importaba la velocidad, tal era nuestra fatiga. Las clases teóricas nos las daban a la hora de la siesta. No era de extrañar que algún recluta se traspusiese. Tal cosa le ocurrió a un soldadito cercano a mí. El brigada M., muy oportuno, lo asió por el cogote con aquél entregado al sueño. De la compañía de las musas pasó al esquilador, que 153
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le dejó la cabeza cual bola de billar. Porque los cortes de cabello, las patadas en la ingle y el bofetón eran moneda muy corriente en un colectivo sin defensor del soldado. No obstante, todas estas contrariedades las tolerábamos sin demasiado encono. Éramos jóvenes gallitos y lo más notable entre nosotros era la disposición al juego y a las bromas. Reíamos. La risa era nuestra terapia… Un sábado, dada la ingente cantidad de pulgas querenciadas en la compañía, el capitán de cuartel se trajo al desinsectador. El hombre fue rociando, con polvos malolientes, literas, taquillas y jergones; hasta el suelo. Y con adhesivos cerró la puerta. Por esos chistes del azar, las cintas y su advertencia se evaporaron. Y nada se le advirtió al cuartelero de naves que entraba de servicio al atardecer. Hete aquí que, de pronto, éste salió a escape de la compañía, rascándose bajo el caqui como si se quisiera despellejar, con la cara y el cuello de betún. Llevaba encima tal vez miles de pulgas, animalejos que, por huir de los polvos y albergarse en una fuente de calor, pensaron guarecerse sobre la piel del soldadito. Lo atendieron en el botiquín. ¡Vaya usted a saber qué remedio le aplicarían! Pero hubo un riesgo subyacente y de él se hablaba con cautela y en grupos. La aprensión nos tenía sometidos a las alertas continuas, que intentábamos disfrazar con recursos para conjurarla. ¡Y era la guerra, tal cual!: la incógnita marroquí. (Se ha hablado escuetamente del conflicto, y al gobierno franquista no le interesaba que la población supiese hasta dónde se erosionaban los pactos con Marruecos. Pero la ruptura se había producido. Fue en dos enclaves españoles reivindicados por el moro: Villa Cisneros –actual Dajla– y El Aaiún, ambos en el Sáhara Occidental. Allí acudieron legionarios para sofocar a los levantiscos, pero escaseaban zapadores. En nuestro mismo cuartel se disponía de toda una Agrupación, cuyo grupo se hizo llamar, con el arrebato 154
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casi infantil del combatiente: “Los primeros siempre en el tomate”. Y un atardecer, semanas antes de ingresar nosotros, tocaron generala y la Agrupación entera hubo de formar con armamento y pertrechos. Del patio del cuartel, ya anochecido y en camiones, llevaron a la tropa a la estación de Renfe. De allí, a Algeciras. De Algeciras, en un carguero, a las dos colonias españolas… Se habló de bastantes bajas, silenciadas, y varios chicos de aquí no volvieron jamás. Por otra parte, lo que se contaba de los moros nos deprimía. Se supo de torturas y mutilaciones. Para los fanáticos, la Edad Media no había concluido. En Villa Cisneros y El Aaiún, ni trincheras ni frente: confusos datos del enemigo. Los zapadores temían las encerronas, la oscuridad y los golpes de mano. El calor y la disentería hicieron mella en algunos. Liendres, piojos y otros parásitos cebábanse en la carne joven, bajo el caqui. La munición se deterioraba y el cerrojo del máuser, tras una sola noche, aparecía con menudas motas de roña. Humedad y calor, los dos al tiempo. Pero de la guerra, en los dos años de conflicto, apenas si hubo noticias.)
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XVIII Aquella noche, mi madre me planchó el uniforme de invierno. Era de tela picosa y basta, tan ruda al tacto, sobre todo para mí, que llevé por dentro, durante toda la mili, un pantalón de pijama para evitar el escozor. Llegué al cuartel antes de las siete y me reuní con mis compañeros, quienes aquella misma mañana iban a jurar bandera. Se hicieron corros en la mitad del patio, tras subir a la compañía y disponer del material: cinturón, correajes, cartucheras y gorra. Y en el armero, el máuser y su machete. Pasamos lista: setenta y dos voluntarios. El capitán de cuartel se dirigió a nosotros. Dijo: “En media hora, a formar. A ver si vale la pena todo lo que os hemos enseñado”. El relevo de guardia esperaba en sus puestos, mojándose. Al ser noviembre, la humedad se sentía en los tuétanos. Para aplaudirnos, acudió público a la ceremonia: familiares de los reclutas o amigos y amigas de los barrios próximos: Txomin Enea, Loyola y Martutene. Y, al no cesar el sirimiri, nuestro coronel solicitó que desfilásemos a cubierto y protegidos del chubasco. Pronto llegó un jeep con el militar y comenzó a desarrollarse el proceso de un año tras otro: saludos, presenten armas y el desfile de los gastadores con sus manoplas negras y el pico, la pala o el hacha sobre el hombro. Veteranos, en las barandillas, ajenos a la aguacella, nos miraban con sorna o compasión, y recordaban lo que fue otrora para ellos acontecimiento memorable. “Me estoy meando”, dijo Constan, en la fila. Le sonreí: “Pues ya puedes aguantarte; esto va pa las calendas griegas”... “¿Qué dices tú de las griegas?, susurró él, poco ducho en latinismos y menos en mujeres. “Que están de buten las de arriba, y después, si hay suerte, se reunirán con nosotros para probar el menú”, dije en voz baja. Y mi amigo, a lo suyo: “Lo haré en el pantalón, 156
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¡ya lo tengo empapado!”. A las doce y diez sonó el cornetín de órdenes para el “marcha de frente”. Se oyó ruido de botas mientras alguien, un oficialillo, puso en el fonógrafo una marcha militar. Mucho mejor. ¡Ep, o, ep, o, ep, aro! ¡Izquierda, derecha, izquierda! ¡Izquierda, derecha, izquierda…! Se desfilaba con el máuser al hombro, sin ajustar los machetes. Al llegar al banderín, nos quitábamos la gorra con la mano derecha para volvérnosla a calar pasos después. Esto era peliagudo. A los torpes les quedaba de lado o les tapaba medio rostro. Algún zopenco hasta lo perdía. Llegué junto al estandarte (la Agrupación de Ingenieros, por haber cedido su bandera en el treinta y seis, sólo poseía banderín.) Era rojo y gualdo. Un teniente lo sostenía con la punta del sable, de modo que bastaba con torcer el cuello para besar la seda. La noté en mis labios. “Sagrada tierra de la patria”, que dijera Uslar Pietri. La gente nos aplaudía. Entre nubes oscuras, un pedazo de sol… En aquel momento dejé de ser un muchacho para convertirme en hombre.
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EPÍLOGO Treinta y uno de julio. Veo la tarjeta en el buzón. Sirve para asistir a un cóctel con motivo de una muestra de pintura contemporánea. Se trata de mi amigo Ferrero. Expone en una galería de la ciudad. Ferrero es excelente hiperrealista. Su estilo lo emparenta con Antonio López. Pero él ha renunciado a las ventajas del marketing y se conforma con exponer, cada dos o tres años, una obra firme, selectiva. Tiene la visión de los pintores del Quattroccento, su pincelada vehemente; nada rehúyen pulso y retina privilegiados. Llego muy tarde y el espectador, ya sin champán y canapés, se ha despedido. Él me coge del brazo y nos sentamos juntos. –Pasé tiempo sin verte –dice–. Me gusta que te tomaras la molestia de venir. –Siempre saboreé tus novedades –le respondo–: Soy un admirador. Lo conozco desde el colegio. Ahora, él me lo recuerda. –Me adelantabas tres cursos –indica–. ¿Volviste allá? –Ni loco –digo–. Lo prometí. Toma un gran buche de aire. Luego, el ceño se le aborrasca. –¿Sabes qué me han dicho? –me pregunta. –No. –Pues que en la Compañía hay un puñado de masones. –¿Entre clérigos? –Lo oíste. Y hacen negocio con su editora, que tira libros para estudiantes. No quiero volver atrás, pero pienso en la ortodoxia de aquella gente, en su rigor cristiano, en su intolerancia. –La vida hace volatines –digo–. Por otra parte, ya eran secta. Pertenecer a otra más razonable y perspicaz no los va a poner en riesgo. 158
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Me da palmadas afectuosas. Y murmura: –De cualquier modo, es algo infrecuente, ¿no? –Lo es; pero no me afecta. Cuando salí de allí, justo el último día, ¿sabes qué hice? –Cuéntalo. –Me despojé de las botas y de los calcetines. No quise llevarme de aquella casa ni el polvo. Ferrero me susurra: –Mudaron de chaqueta y se acomodan a los nuevos tiempos. Lo que ni tú ni yo vamos a hacer jamás. –Ciertamente. Me despido al rato. Mantiene él su sonrisa cómplice. Susurra: –Cuídate. No tienes muy buena cara. Ya estoy para salir y veo un rostro conocido. Es la camarera que nos atendía. –¿Me reconoces? La mujer, ya entrada en la sesentena, gorda y jovial, se ríe con discreción. –Así, así… –dice. –Bajabas con tus cántaros de leche por la cuesta de mi colegio. Yo me hacía el encontradizo; y eras tan joven que ni te enteraste. Se sonríe otra vez. Me observa con mesura. –Ahora caigo –dice, frunciendo el ceño; y luego, tuteándome–: ¿Cómo es que aún te acuerdas? Creo descubrir en sus ojos que ya lo sabe. –Me gustabas mucho –digo sin ningún pudor–. Yo tenía diez años. –Bajaba desde Ayete, desde el caserío, con los potes. ¡Qué pesadez! –¿Vives todavía allí? –No. Me casé y me separé. Ando por Morlans. Tengo seis nietos. 159
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–Nunca supe tu nombre. –Viqui. –Pues me alegro, Viqui, de volverte a ver. Nos estrechamos la mano mientras ella parece reparar en alguna cosa. Después lo aclara: –Chulo ya me parecías. Pero en aquel colegio ¡erais todos tan señoritos…! Con mi figura de señorito y el billete del autobús me acerco, la mañana siguiente, a lo que un día fue nuestro hogar. Sol entre nubes. De la parada al chalé no hay más de doscientos metros. Los hago a pie enjuto… Y aparece la casa –antaño sola en el valle– entre edificaciones. A la altura de la pérgola, donde yo vi ponerse el sol sobre los cerros de poniente, pasa la autovía y, con ella, un tránsito enrabietado. El sauce y los plátanos de sombra han desaparecido. La glorieta también. Me dice un joven que aquella casa es reputado “puticlub”, que los caseros de los alrededores, con sus euros calientes, alternan hasta altas horas de la madrugada. De vuelta a la ciudad, ya en el piso, quiero explicármelo. Me sale, no sé por qué, una especie de poema. Pongo sobre el papel: “He regresado, sin querer, esta mañana de poco viento. Un charol limpio, virginal, encima de las hojas aclaradas en su parte más noble y calentándose. El valle está silencioso, hay coches entre los pueblos. No canta el mirlo, no se acosan los pájaros en esta hora del mediodía. El campo oculta sus atributos, se desvive con esta luz dominante. Me gustaría bajar el sol hacia el este y los hayedos, en taludes sombríos que se desploman sobre el hipódromo. Vuelvo a reunir todo aquello que me infunde valor, paso alambradas, cruzo la pelambre de un hotel –no suena el presumible Danubio azul–, los niños surgen entre los tallos de alcachofas. 160
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Tras el restaurante está mi casa. Por orden municipal han expropiado el jardín; la rotonda y su sauce pluvioso se perdieron, los sustituyen una caseta con su perro caniche y una tabla de surf. En la cocina no se oye ruido; sobre el cable, sudaderas de hacer deporte y muchas sábanas –el viento mueve las colchas, me descubre–. Por sentir aflicción, busco el pellizco en algún punto, lacerándome con una voz contenida que pregunta por mí desde borrosas habitaciones. Nada de esto me pertenece.” Regreso a casa y me doy una ducha. Después, con mi teléfono de ojales, llamo a Andrea. Hubo suerte. Ella se pone. –Hola, ¿cómo estás? –pregunto. –Algo mejor. El médico ya me dio el alta. Tenía mucho cansancio y una pizca de neurastenia. Estas semanas me han venido bien. –Han sido trece... –O catorce. Aquí se pierde la noción del tiempo. Trago saliva. –¿Cuándo quieres volver? La voz se oye muy lejana: –Cuando tú me necesites. –No quiero presionarte, ¿me comprendes? –Sí. –Te echo de menos –aseguro, titubeando–. Soy una calamidad. Oigo su risa. –Algo parecido –dice. –La tortuga se curó –añado tontamente–. La cuido un poco, pero se me hace que también te añora. –No lo sé. –Me llamas y me confirmas la fecha –puntualizo–. Salgo a tu encuentro. –Te lo agradeceré. Voy a ir cargada. –Lo supuse. –No te demores. 161
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–Descuida, Telmo –dice ella, más alegre–. Debo arreglar algunas cosas. –Besos, Andrea. –Un beso. Al anochecer, ya las sombras sobre la ría, el alboroto de los estorninos sobre las palmeras del Paseo de Francia me produce bienestar. La luz se extingue con dengues de dama rusa; quiere medir su penúltimo rastro. Abro el balcón. El aire está detenido, entumido, y con él se detiene la misma noche. Puedo respirar hondo. Las buganvillas me piden el riego correspondiente. Saco de una gaveta el muestrario de los cuchillos. Cojo en mis manos la hermosa daga –Legio VII– que quizás pudo pertenecer a un senador (con ella y la ayuda del físico, los dignatarios de toga y púrpura ponían fin a sus aflicciones.) Paso el corte por mis muñecas. Hay algo acumulado y tentador en ese tacto tan gélido. Después suspiro y arrojo el arma al cubo de la basura.
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