SINFONIA DE LAS BOTAS

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SINFONIA DE LAS BOTAS Y OTROS RELATOS

Antton Obeso


Colección Narrativa

Primera edición: marzo 2016

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra y su contenido sin la autorización expresa del editor. Todos los derechos reservados.

© Antton Obeso © Tabula Rasa Ediciones S.L.

Apdo. Correos, 3153 - 20080 • Donostia-San Sebastián email: info@tabularasaediciones.es http://www.tabularasaediciones.es Diseño y Maquetacion: Mikel Fuentealba Iribarne Impresión: Imprenta Guipuzcoana Printed in Spain I.S.B.N.: 978-84-944543-1-8 Depósito Legal: SS-1264-2015


A Loli



SINFONÍA DE LAS BOTAS ¿Sabes lo que pienso? Que el militar… es el último periodo de la vida en el que no se tienen dolores de cabeza. Después, hay que sentar la cabeza. “El soldado” Carlo Cassola Para un individuo en filas las cartas tienen mayor importancia que nada en el mundo… excepto ser licenciado y poder regresar tranquilamente a su casa. “Las aventuras de Wesley Jackson” William Saroyan —… me recupero como un elástico. Pocos hombres han regresado de la guerra tan sanos como yo. —Porque te lo pasaste sentado a tu mesa de trabajo —dijo ella. —¿Y lo crees fácil? Hubiera podido contarte una sarta de mentiras. ¿No crees? No lo he hecho porque soy fuerte. Te dije la verdad. “El poeta en su casa” William Saroyan

LA VÍSPERA

Sentados alrededor de la mesa, en la cantina del campamento, se pasaban la botella uno a otro, en cadena. —Sólo dos tragos. Trincó la botella y después se la pasó al siguiente. —Solo dos tragos —le dijo también. Cuando la botella llegó al octavo, que hacía el último del grupo, protestó. —¡Eh! Que aquí no me ha llegado. Sólo había medio trago. —¡Bueno! —propuso uno de ellos—. Pediremos otra. 7


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Así que el último tomó su segundo trago, que le pertenecía, y pasó la botella al primero. Cuando la botella llegó al séptimo, éste dijo que allí el vino sólo le había llegado para olerlo, o sea, ni medio trago. —Pues habrá que pedir otra. Con la octava botella, al primero le llegó para sólo un trago. Y la ronda quedó completa. La conversación giraba, apasionada y vivaz, sobre las maniobras generales que al día siguiente habrían de comenzar y porque, además, eso significaba el final del servicio militar después de largos meses de vida cuartelera. Y todo eran planes y proyectos para ese futuro que estaba en puertas. —Es tarde. Tengo que cerrar —les advirtió en un momento el soldado encargado de la cantina. —¡Bueno, ya viene este arrollando! —protestó uno. —Pronto van a tocar a silencio —argumentó el cantinero. —¿Tan tarde es? —Vamos a ver. ¿Qué se te debe? —Ocho botellas —contestó el cantinero. —Está bien. No hay problema. Somos ocho. Así que, cada cual pague una botella. Salieron de la cantina canturreando hacia el barracón y la noche y los murmullos del campo arropaban el campamento. —¡Eh! ¿Qué es eso? A cercana distancia fuera del campamento en la campa podía apreciarse, recortado a la luz de la luna, la silueta de una persona empinando una botella. —¡Si será tonto! —¡No veas lo que le va a caer si le descubre algún oficial! —Vamos a advertirle. 8


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Y se dirigieron donde el soldado que bebía de la botella. —¡Oye tú! ¿Estás tonto o qué te pasa? —Eso, tu padre —le contestó molesto con la botella en la mano. —Escucha, cabezón, yo no me he metido con tu padre. —Entonces ¿por qué me insultas? —Amigo, tú no has pasado de recluta —le amonestó otro. —¿Qué os pasa que venís aquí a increpar? —soltó a modo de pregunta. —Nada de increpar. A salvarte la vida. ¿No te das cuenta que se te ve desde el campamento? —le amonestó otro del grupo. —¡Qué tonterías me dices! —¿Ves allí? —le dijo señalándole la luna. —¡¿Y…?! —Pues que entre la luna y el campamento te interpones tú. Y se te ve. Se te ve pegándole aquí a la botella que no veas. ¿Por qué te crees que hemos venido? —¡Ah, coño, coño! pues decirlo sin preámbulos. —Es que hay que dejar hablar, sin interrumpir. —¡Bueno, bueno! Gracias y perdonad. —Perdonado estás. ¿Pero… cuántos sois aquí que no se os ve en la oscuridad? —Cuatro. Estamos cuatro. ¿Y vosotros? —Ocho. —¡Coño, sois un montón! Pero, bueno, si queréis tomar un trago. —Venimos de la cantina y ya hemos dado buena cuenta… —Tenemos un buen reserva. —¡En fin! Vosotros qué decís. —Que hasta el toque de silencio… —Bueno. Pero vamos a buscar un sitio mejor. Aquí nos va a ver enseguida cualquiera. 9


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Bajaron por la ladera a una pequeña vaguada donde protegerse. —¿De qué Compañía sois? —De la tercera. ¿Y vosotros? —De la primera. —¿Cómo te llamas? —Jaime. ¿Y tú? —Diego. Se acomodaron sentándose sobre la hierba mientras abrían otra botella. —Toma, Diego, echa un trago. —¡Coño ¿esto qué es?! —Coñac. Ya te he dicho, que teníamos un buen reserva. —Pues lo estáis festejando a lo grande ¿eh? —Hemos cenado en el pueblo. Estas botellas las habíamos comprado para estos días de maniobras, pero… ¡bueno! Hemos decidido empezar ya. Las botellas abiertas circulaban de mano en mano tentándose en la oscuridad. Pronto las lenguas se desataron en prolija charla y antes de lo esperado llegaba a sus oídos el toque de silencio. —Ya estoy harto de esa trompeta. —No te preocupes, ya por poco tiempo. Los días que van a durar las maniobras. La noche se ceñía cálida y serena y el vino, después, entraba fácil. —¡Esta se acabó! Y la botella salió despedida cayendo sobre unos arbustos. —¡Y esta! Pero esta vez se estrelló contra una piedra con el consiguiente chasquido. —¡Tened cuidado, coño! ¿Quién ha sido? 10


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—¡Con tanta oscuridad…! —¡No te digo nada si nos descubren! —¡Sí, ya podemos también tener cuidado cuando vayamos a entrar en el barracón! —¿Y qué me estabas tú diciendo de Ava Gardner? —Que bailé un pasodoble con ella. —¡Vaya! ¿Dónde? —Ya te he dicho, en un cabaret, en Madrid. —¿Y cómo es que tú estabas allí? —Con unos amigos, tomando unas copas. —Y les hiciste una apuesta a tus amigos ¿no? —No, ninguna apuesta. Vi a Ava Gardner que estaba allí, en una mesa, con su gente, me acerqué a ella y le dije a ver si quería bailar. —¡Vaya! Y te dijo que sí. —Sí, me dijo que sí. —¿Y tú estabas seguro que te iba a decir que sí? —No. Yo pensaba que me iba a mandar a paseo. —¡Vaya! Pero te dijo que sí. —Sí. —Y bailaste con ella. —Sí, un pasodoble. —¿Y luego? —Luego le acompañé a su mesa, le di las gracias y ella me despidió con una sonrisa. —¿Y… nada más? —¿Te parece poco? A Pablo le pareció que aquel desconocido compañero puesto a mentir, con la botella en la mano y oculto en la oscuridad, se quedaba en discreto envite. Todo un acto de humildad. 11


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—¿Cómo te llamas? —le preguntó después. —Armando. —Y… ¿de dónde eres? —De Móstoles. —Cerca de Madrid. —Sí, a veinte kilómetros. ¿Y cómo te llamas tú? —Pablo. —¿Y de dónde eres? —De Valladolid. —Hoy ha sido el último día de cartero. Ya ninguna noticia de casa hasta terminar las maniobras —comentó alguno con evidente voz lastimera. —Pues yo esperaba carta de mi padre y dinero —se quejó quien estaba a su lado. —Y no lo has recibido. —Pues no. —¡Vaya faena! —Esto se está acabando. En esta botella no hay ni gota —se oyó una voz. Otra botella vacía salió lanzada en la oscuridad. DÍA CERO

Se estremeció cuando el pitido de la corneta se le incrustó en los oídos y volvió a quedarse flácido sobre la colchoneta del catre mientras percibía confusamente cierta agitación en su entorno. —¡Eh, la diana! —le advirtió un compañero. Las palabras retumbaron en su mente. Captó el aviso. Empezaba a hacerse cargo de la situación. Imposible incorporarse. Creyó de pronto que había pasado mucho tiempo y que no llegaría a la for12


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mación. Advirtió, sin embargo, que todavía sus compañeros estaban en el momento de calzarse las botas. Volvió a desmoronarse. Y en su cabeza el zumbido de balones de plomo rodando por una carretera cuesta abajo. No, no le iba a dar tiempo, pensó. Hizo un supremo esfuerzo, tambaleándose. Estaba de pie, sí, toda una proeza. ¡Pero dónde están los pantalones! ¡No están los pantalones, ni la camisa! por lo menos las botas, pensó. Las botas y el fusil. ¡Tampoco están las botas! ¡Quién me las ha robado! Exclamó. —¡¿Pero… qué te pasa?! —le increpó molesto un compañero con quien tropezó. Y de pronto se dio cuenta de que ya estaba vestido. Todo vestido. Vestido los pantalones, la camisa, las botas, todo. Había dormido vestido completamente. Tomó el fusil y salió todo lo presto que le fue posible. Y cuando el sargento, pasando lista, le nombró: Diego Laredo. —Presente —contestó con la voz que parecía salir de una caverna que hizo que el sargento, pasmado, clavara por un instante su mirada en él. A media tarde les dieron orden de abandonar los barracones y, con todas sus pertenencias y pertrechos, se trasladaron a unos doscientos metros de distancia, donde instalaron sus tiendas de campaña camufladas con ramas y arbustos y entre árboles. Pasarían la noche ahí y por la mañana seguirían ocultos. Podrían aparecer aviones “enemigos” para localizarlos. Por lo que un vigilante se situaría en la cercana colina para alertar a golpe de silbato para ocultarse y quienes se encontraran al descubierto se echaran cuerpo a tierra para tratar de pasar desapercibidos. Aquella noche no hubo toque de silencio. A las cero horas comenzaban oficialmente las maniobras generales. Anochecido ya, todos ocuparon sus tiendas correspondientes, 13


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cada tienda, para cuatro hombres. Tumbados en el duro suelo pronto comenzaron a quejarse de la dificultad para poder conciliar el sueño. En esa situación de molestia intentando tomar postura, molestándose unos a otros por la estrechez del espacio, surgió el sobresalto. —¡¿Qué pasa aquí?! —exclamó de pronto Fabio incorporándose con rapidez. —¡Sí ¿qué es esto?! —soltó José incorporándose también. —¿Qué os pasa? —preguntó Diego. —Enciende una cerilla, José, pronto —le urgió. —¡Estás loco! —protestó Pablo —Se van a creer que estamos fumando. Y nos van a cortar el pelo al cero. —Encender una cerilla, sí, pronto —solicitó José tremendamente agitado. —¡Pero decir de una vez qué os pasa! —les pedía una explicación Fabio. —¡La que estáis armando ¿os habéis vuelto locos?! —se lamentó Diego. José salió precipitadamente de la tienda dándose manotazos por el cuello y los hombros intentando desprenderse de algo molesto. —¡Aquí pasa algo, sí! —exclamó entonces Fabio. —¡¿Tú también?! —le reprochó Diego. Los cuatro salieron de la tienda. José encontró por fin sus cerillas y entró en la tienda. —¡Hormigas! —exclamó al descubrir a la luz de la cerilla —Hormigas como elefantes. —¡¿Será posible?! —masculló Diego. —¡Me lo imaginaba! —aseveró José. Tuvieron que desnudarse para sacudir las hormigas que corrían por sus ropas. Cosa nada fácil en la oscuridad de la noche. 14


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—Es un hormiguero enorme —dijo Fabio después contemplando de nuevo a la luz de una cerilla. Diego, Pablo y José, comprobaron asombrados el problema. —¡Si será… ! —exclamó Fabio. —Está claro que aquí no podemos dormir —se explicó Diego. —¡Tenía que pasarnos esto también! —se lamentó Fabio. —Desde luego que no —dijo Diego. —Desde luego que no ¿qué? —le preguntó José. —Lo que dice Diego, que no podemos dormir aquí. —¿Y qué vamos hacer, trasladar la tienda? —planteó Fabio. —Trasladando la tienda no vamos a adelantar nada, porque las hormigas están por todo, por la lona de la tienda, por las mochilas, hasta por el mosquetón y el machete, seguro —sentenció Diego. —Está claro, —intervino Pablo— así lo único que vamos a conseguir es llevarnos las hormigas con nosotros. Y estaremos en las mismas. —Y entonces ¿qué? —soltó José impotente. —¡Entonces… joderse! —soltó malhumorado Fabio. —No adelantamos nada cabreándonos —dijo entonces Pablo. —¡Pues tú me dirás qué vamos hacer! —le contestó Fabio en el mismo tono, todavía, de irritación. —No lo sé —dijo Pablo—. Pero cualquier cosa, antes que cabrearse. Diego había sacado de la tienda las mochilas y las mantas y valiéndose de la luz de una cerilla trataba de sacudir las hormigas. —¡Y son gordas de verdad! —exclamaba mientras tanto. —No merece la pena de que te molestes en sacudirlas —le advirtió Pablo—. Por mucho que intentes, no lo vas a conseguir. Además, vas a necesitar la tira de cerillas para nada. —Creo que lo mejor que podemos hacer —propuso José— es dejar la tienda como está y nos vamos al barracón a dormir y, mañana, a la luz del día, limpiaremos de hormigas todo esto. 15


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—¡Ya dices cosas! —le salió al paso Fabio—. No te digo nada lo que nos podría caer si nos descubren. —¿Y por qué nos van a descubrir si nos venimos justo al amanecer? —argumentó José. —A mí me parece una buena idea —dijo Diego—. ¿A ti qué te parece, Pablo? Llegaron a un consenso y, amparados en la oscuridad de la noche, se dirigieron con la mayor cautela al barracón. Tuvieron suerte, las puertas no estaban cerradas con llave. —Aquí vamos a dormir estupendamente —comentó Fabio cuando entraron. Y cada cual se acomodó a la mayor discreción en la litera elegida, distante uno de otro. DÍA UNO

Dormían como lirones cuando el sol penetró insolente por las ventanas del barracón. Fue José el primero en despertar con un ¡maldita sea! que le salió del alma. Por la ventana pudo observar, en la distancia, cierta actividad ya en el campamento. Movió a sus compañeros que se vieron sorprendidos con tanta claridad. Era ya tarde para salir. Deberían haber vuelto al campamento justo en el momento de amanecer. Ahora, podrían ser descubiertos por cualquier oficial. Fabio consideraba que lo mejor era arriesgarse cuanto antes no fueran a pensar, si habían pasado lista, que habrían desertado, o poco menos. Hubo disparidad de opiniones. No llegaban a un acuerdo. Oyeron entonces los dos pitidos de silbato que anunciaba la proximidad de un avión. Y por la ventana vieron cómo en la distancia sus compañeros se ocultaban bajo los árboles o, si estaban al descubierto, se echaban cuerpo a tierra, para pasar inadvertidos. 16


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—No sé cómo hemos podido los cuatro quedarnos dormidos —dijo José consultando el reloj—. Las nueve y media ya. — Nos hemos quedado sin desayuno —se lamentó Diego. —No sé cómo anteayer pudimos eludir la Vigilancia, pero hoy nos van a cazar como a patos —comentó Fabio. — Ocurrió un milagro —intervino José. —Pues no esperes más milagros —sentenció Fabio. —Vamos a procurar no caer en el pesimismo —trató Pablo de animar a sus compañeros. —¡Pues tú dirás! —exclamó Diego. Se quedaron callados. —No te digo nada, si han pasado lista —dijo José preocupado. —Pues yo pienso —comentó Fabio— que si han pasado lista, es mejor que nos presentemos cuanto antes. Pase lo que pase. —Si nos ven ahora salir de aquí —argumentó José— el castigo nos cae sin remisión. Si no han pasado lista y nos incorporamos a la Compañía en el momento oportuno… —¿Y cuál consideras tú el momento oportuno? —le preguntó Diego. —Todo es un cara y cruz. Esperar y verlas venir —le contestó Pablo. Poco más tarde oyeron pasos que se acercaban. Se miraron alarmados. Las botas pisaban fuerte y decididas sobre la zona asfaltada de los barracones, o sea, nadie que, como ellos, deseara pasar desapercibido. —¡Vaya! —exclamó José asustado—. Este es algún oficial. —¡Estamos perdidos! —exclamó Fabio. Con la mayor precaución, Pablo entreabrió la ventana lo justo para poder ver a quien acababa de pasar. —No es ningún oficial. Es un raso —dijo mientras los demás respiraban aliviados. 17


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—¡Psss…! —le llamó Pablo con suavidad. El soldado se paró desconcertado, mirando a un lado y otro, tratando de averiguar la procedencia de aquel susurro que parecía humano, hasta que descubrió los patéticos rostros que le miraban pasmados desde la ventana. —¡Pero… ¿qué hacéis aquí?! —les preguntó asombrado. Le contaron lo sucedido con las hormigas y no pudo evitar una risa contenida. —Sí, ríete, pero mira ahora nuestra situación —se lamentó José. El soldado les dijo que, por orden del comandante, iba a recoger unos documentos al barracón de sus oficiales. Luego, a instancias de los “desertados”, trató de explicarles el posible modo de volver. —Si salís por detrás de los barracones, bajando hacia la carretera, tomáis la vaguada antes del campo de tiro, ya sabéis ¿no? Podéis llegar bien, dando la vuelta, pues los oficiales están al otro lado de la loma. Pero tened mucho cuidado si suena el silbato de aviso de algún avión, pues todos los oficiales se ponen atentos por si alguno no acata la ordenanza. Mientras tanto, están distraídos, en sus cosas. —¿Y qué me dices de los suboficiales? —le preguntó Diego. —Sí, sobre todo los cabos primero —les advirtió—. Esos andan sueltos. Pero, en fin, hasta que no suena el silbato, tampoco se preocupan demasiado. —Gracias —poco menos que le hubieran abrazado. —Que tengáis suerte. A ver si nos vemos bien luego —les contestó con una sonrisa. Eran ya las dos de la tarde cuando fueron saliendo, de uno en uno, a intervalos de medio minuto. Una táctica que habían aprendido en aquel tiempo de milicia. A ver si ahora les daba resultado. Distanciados, corriendo en algunos tramos, rastreando en otros 18


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momentos, ocultándose tras cualquier matorral. El último en salir fue Diego. Y, cuando ya se sentía seguro llegando a la tienda de campaña, oyó a su espalda la voz del sargento Ferrer. —¡Eh, Laredo! Me ha descubierto, pensó angustiado mientras se volvía. —A sus órdenes, mi sargento —saludó cuadrándose, nervioso. —Laredo —le dijo el sargento—. Suba a la loma y releve a Gómez en el puesto de vigilancia. Que el chico está ahí desde las seis de la mañana. —Sí, mi sargento —le contesto ciertamente aliviado. Y cuando quiso avisar a sus compañeros de escapada, a Pablo, a José y a Fabio, para que le trajeran algo de comer, estos habían ya desaparecido. Gómez le recibió un tanto airado. —¡Ya era hora, coño! Ya pensaba que nadie iba a venir a relevarme. Todavía estoy sin comer desde el desayuno, a las seis de la mañana. ¡Bueno! solo un bocadillo que me han traído, ya ni me acuerdo cuando. —Pues yo… —iba a contestarle Diego que ni tan siquiera había desayunado, pero tanta explicación que tendría que darle y el peligro de que se fuera de la lengua descubriendo así el despropósito, se calló. —Ya sabes —le indicó Gómez mientras le entregaba el silbato— un pitido cuando veas aparecer cualquier avión y dos cuando desaparezca. Luego le vio descender ladera abajo y se sentó bajo el mismo árbol apoyándose en el tronco protegiéndose del sol. Desde allí dominaba la vaguada donde se asentaba el campamento y donde la tropa trajinaba que parecía un hormiguero. Sentía hambre. Realmente sentía un hambre canina. No sé si se 19


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han dado cuenta de lo que me ha pasado y de donde estoy y se les ocurra traerme algo de comer, pensó. Desde la distancia era imposible reconocer a nadie allí abajo y lo mismo pasaría con él allí arriba, pensó. Pensó también en cómo habrían encontrado la tienda de campaña, tan asaltada por las hormigas como la dejaron en la noche. Caía el sol cuando el cabo primero se le acercó indicándole que podía ya retirarse. Ningún avión había aparecido durante la tarde. Estaba hambriento. Llegó en el momento en que la tropa desmontaba las tiendas de campaña y el asombro reflejado en sus compañeros de tienda. —¡¿Pero dónde te has metido?! —¡Allí! —y señaló con el índice la loma—. ¡Allí! —repitió enfadado. —¡No me digas que eras tú el vigilante que estabas en la loma! —exclamó Fabio. —¡Tantas veces como hemos mirado…! —Buscándote como hemos andado por todas partes —intervino José. —Pues estábamos preocupados y a punto de ir a dar parte al alférez de tu desaparición —dijo Pablo. —¡Lo que faltaba! —soltó Diego. —¿Y cómo ha sido que…? —le preguntó José. Diego les explicó lo sucedido. —¡¿Y dices que estás sin comer todo el día?! —dijo José. —Como lo oyes. —soltó Diego. —Pues ya te puedes mover. Como ves, nos han dado orden de levantar el campamento y salir ya —puntualizó Pablo. —No hace falta que me lo digas. Ya lo veo. Y tú me dirás cómo voy a aguantar ahora una marcha si no como algo —sentenció Diego. 20


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Se preparó un bocadillo mientras sus compañeros recogían los bártulos y la tienda, terminando de sacudir las hormigas que, todavía algunas, se movían nerviosas por cualquier recoveco de los enseres. Después, el casco, bien sujeto, la manta y la cuarta de la tienda de campaña, liadas, y la mochila a la espalda, el machete al cinto, el fusil al hombro y al salir en marcha formando hilera, uno detrás de otro, a cada lado de la carretera, comenzó, en el silencio de la noche, la monótona sinfonía de las botas sobre el asfalto. Una rutina que le hizo moverse aturdido durante tiempo hasta que se fijó en el compañero que le precedía, no más que una sombra en la oscuridad, sin poder recordar quién era. Cargado también de pensamientos, comenzó a escribir mentalmente una carta a Estela. Tenía tiempo. Todo el tiempo mientras seguían andando. Así que, empezó: Mi querida Estela: (no, mi querida no, Estela, a secas). Hemos salido ya, carretera adelante. La noche está templada y la luna y las estrellas brillan en el firmamento. El murmullo de los animalitos en el monte es imposible oír ahora ya que las pisadas de nuestras botas sobre el asfalto seguro que los asusta y se callan. Comenzamos las maniobras generales que veremos cómo se desarrollan durante estos días, que son los últimos pues, como ya sabes, después nos darán la Licencia y… a casa. Aunque no sé si decirte que tenga alguna gana de volver a casa. Recibí tu carta, Estela. Hace tres… cuatro días, en fin, no me acuerdo bien. No me gustó. Qué quieres que te diga. No me gustó. No me gustó nada… tanto es así que no te he contestado pues la vida me ha empezado a parecer una lerdez y me emborraché. Una cosa que no había hecho hasta ahora. Me emborraché como una cuba hasta 21


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tanto que me salté el toque de silencio en la noche oscura en el campo. Todo me importa un carajo… De pronto percibió algo allí, en la oscuridad, en mitad de la carretera, que le llamó la atención. Era el capitán, montado a caballo, quieto, observándoles pasar. Luego les mandaron parar y, en la campa, casi a tientas, montar las tiendas solo iluminados con la tenue luz de la luna. Cuando ya las tenían montadas una orden del sargento les avisó de cambiar de lugar ya que, a la vista de la carretera, no procedía el acampamiento. Rezongadas maldiciones se sucedieron mientras se cambiaba buscando la zona requerida, limpiándolo de abrojos para poder tumbarse dentro de las tiendas. —¿Qué hora será? —comentó José dejándose caer sobre la manta. Fabio encendió una cerilla. —Las tres y media —dijo después. —Pues, desde las diez de la noche que salimos y teniendo en cuenta la media hora de descanso, hemos caminado cinco horas —comentó Diego. —Ya se nota —dijo Pablo—. Estoy reventado. —¡Ya verás, cuando lleguemos a terreno minado! —se lamentó Fabio, una vez más. Nadie dijo nada. Enseguida estaban los cuatro dormidos. DÍA DOS

Lo que le despertó fue la voz del cabo primero llamando a Gómez. Poco después oía como Gómez le decía al cabo primero que ayer tarde había sido relevado por Laredo. Después el cabo primero volvió a vocear. —¡Laredo… Laredo!... 22


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—Diego —le llamó José. —¡Sí! —¿Estas despierto? —Sí. —Te está llamando el cabo primero. —Sí, ya le oigo. ¡Que llame! —concluyó Diego un tanto airado. —¡Laredo… Laredo!... —proseguía el cabo primero—. ¡¿Dónde coño se habrá metido éste?! —protestó. —Será por lo del silbato —dijo José. —Supongo —dijo Diego mientras se incorporaba. —Es mejor que salgas cuanto antes —le apresuró Pablo. —Tendré que hacerlo. Qué remedio. ¿Qué hora es? —Las seis —dijo José. —¡No me digas! —exclamó Diego —¡Si no hemos dormido ni tres horas! —Y el día viene claro —puntualizó José. —Si aparece algún avión y tú tienes el silbato… ¿Por qué lo tienes tú, no? —dijo Fabio. Se estaba ya calzando las botas, precipitadamente. —¡Laredo… Laredo!... —sonó la voz cada vez más ácida del cabo primero. —¡Masca mierda! —masculló Diego entre dientes. Los demás estallaron en una carcajada. Diego terminó de colocarse el correaje, sin ceñirse, y salió rápido de la tienda. —¿Dónde estaba usted? —le reprendió el cabo primero. —En la tienda, mi Primero. —¿No sabe usted de que ya es hora de estar haciendo algo? —le dijo el cabo suavizando la voz. Diego, calló. 23


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—¿Tiene usted el silbato? —Sí, mi Primero. —Pues suba ahí —le dijo mientras le señalaba una loma— y vigile. —Ayer estuve toda la tarde, mi Primero. —Pronto le mandaré un relevo. Por el momento, siga usted. Comenzaba a amanecer cuando Diego subía la colina indicada por el cabo. Poco después el sol surgió vivaz en el horizonte. El panorama desde la loma era hermoso. Por un lado las tierras se extendían llanas hasta el infinito. Por otro lado, al fondo, una montaña rocosa se alzaba soberbia y, en su ladera, un pueblecito, poco más que una aldea, con la torre de la iglesia sobresaliendo de los tejados. El cielo, de un azul intenso, se ofrecía completamente despejado. Recostado contra el tronco de un árbol, a pocos metros de un cañón de combate oculto bajo frondoso ramaje, confió en no quedarse dormido. Estela surgió en el recuerdo. Y se dio cuenta que no tenía ningún deseo de escribirle carta alguna. Hora y media después, José, le trajo el desayuno. A media mañana apareció el capitán andando pausadamente, hizo un gesto a Diego con la mano a modo de saludo. Diego se había puesto en pie y el capitán le hizo señal de que se sentara. Luego el capitán se sentó a la sombra que le ofrecía el cañón de combate. Fue un simple intercambio de saludo, nada formal, sencillamente apacible y hasta con una cierta indolente tranquilidad. —Hoy vamos a tener mucho calor —comentó entonces el capitán, recostado en la rueda del cañón, mientras se pasaba el pañuelo por la frente y el cuello para secarse el sudor. —Así es —le contestó Diego. El capitán siempre le pareció a Diego un hombre asequible, abierto. Y no es que se pudiera decir que era un blando. Sin embargo, esa opinión favorable que tenía de él la mantenía, en defi24


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nitiva, después de los catorce meses de tiempo de milicia. Su primer encuentro personal distaba ya en el tiempo. Sucedió en las primeras semanas en el periodo de instrucción. Había disfrutado de un permiso general de veinticuatro horas en fin de semana que sólo les permitía pasarlo en Burgos. Prohibido salir de la capital. Y volvió al campamento sintiéndose tranquilo en su propia piel. Pero tres semanas después se hallaba hundido, deseando ir a casa y, sobre todo, estar con Estela. Y se presentó al capitán. —Mi capitán. Desearía que me concediera unos días de permiso. Se lo dijo sin demasiada esperanza y con ánimo un tanto retador. Sabía que la posibilidad era remota, por no decir nula, ya que, en periodo de instrucción, como estaban, los permisos oficiales sólo se concedían por causas realmente excepcionales. —¿Y… el motivo? —le preguntó el capitán con evidente aspereza. Diego calló, impresionado por la gravedad evidente en el rostro del capitán. —¿Alguna novedad en su familia? —No —contestó Diego resignado. —¿Entonces…? Diego se mantuvo en silencio. —¿Si no tiene motivo alguno? —dijo el capitán como deseando liquidar el asunto. —No —contestó Diego tratando de contener su disgusto—. No de los que justifiquen para ustedes un permiso —concluyó. —¿Qué quiere decir? —le preguntó el capitán con sequedad. —Perdone, mi capitán —dijo tratando de parecer dócil—. No ha sido mi intención molestarle. Permítame que me retire. —¡No! —le contestó autoritario. Diego se mantenía erguido, preocupado, muy preocupado, las estaba viendo venir. Nada bueno podía suceder con el cariz que 25


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estaba tomando el asunto. Se veía en un callejón sin salida sintiendo como una losa la mirada escrutadora del capitán. Para qué me habré metido en este lío, se dijo. —¿El motivo es quizá… —hizo un silencio y concluyó— usted mismo? —Algo así, mi capitán —contestó entregado. —Está bien. Tómese cinco días. Váyase a casa. Diego se quedó paralizado, sin poder dar crédito a las palabras que acababa de oír, acaso no había escuchado bien, pensando que, quizá, habría una segunda intención, una maliciosa intención. —Que le preparen el permiso en la oficina. Ahora mismo voy para firmarlo. Luego supo más de esa manera de proceder del capitán. Pero no siempre era así. Sumido en tales pensamientos vio de pronto aparecer un avión en el horizonte. —Es un avión militar —dijo el capitán observándolo con los prismáticos. Luego miró a Diego y le hizo un gesto para que diera la alarma. Diego hizo sonar el silbato. Y la tropa, en el campamento, en la vaguada y muchos que se habían llegado hasta el río para asearse, rápidamente se movieron para esconderse bajo los árboles, tras los matorrales, en cualquier repliegue del terreno que les protegiese o, simplemente, si no tenían otra opción, tirándose al suelo totalmente inmóviles. Tan sólo dos, en la lejanía, que venían del río, continuaban andando, tranquilamente, charlando, se podía apreciar, aunque, a su derredor, bien podían ver a todos sus compañeros que se ocultaban cumpliendo una orden. —¡Esos imbéciles…! —masculló el capitán que les observaba con los prismáticos. 26


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Ellos seguían caminando despreocupados y Diego pudo apreciar la inquietud en el gesto expectante del capitán. —¡Imbéciles…! —soltó de nuevo, dirigiendo después su mirada hacía el avión. De pronto el avión en la lejanía cambió de rumbo y desapareció. —¡Ufff! —Diego sopló pensando— ha habido suerte. El capitán, mientras se incorporaba, hizo un gesto a Daniel para que diera la señal y de nuevo volvió la normalidad a la tropa. Entonces el capitán alzó la mano y Daniel pudo ver en la lejanía al sargento Varea que captaba la señal y comenzaba a subir a la loma. —Varea ¿ha visto usted allí a esos majaderos? —Sí, mi capitán —contestó con gesto apagado. —Vaya a por ellos. Si no son de mi Compañía, preséntelos a su capitán. Mejor dicho… —dijo cambiando de opinión— tráigalos a mí. Yo me voy a encargar personalmente de esto. —A la orden —contestó el sargento. Desde la colina podían observar cómo el sargento llegaba a los soldados y les hacía venir. —¿De qué compañía son ustedes? Les preguntó el capitán. Pertenecían a una Compañía llegada de la Región Militar de Madrid. —Bien… ¿Por qué no se han echado a tierra, como todos, cuando se ha dado la orden? Los dos callaron. —¡Está bien! —se dirigió entonces al sargento—. Que les corten el pelo al cero y les presenta usted después al capitán de su Compañía. Luego pasaré el informe al Comandante y veremos lo que se determina con ustedes. Se pueden retirar. En nada le sorprendió a Diego aquella determinación. 27


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A medio día fue relevado del puesto. Con Fabio, José y Pablo, se dirigieron, bajo un sol abrasador, a las cocinas. Tuvieron suerte después de hallar un lugar agradable, junto al río, donde acomodarse para dar cuenta del rancho. Estaban hambrientos y no pusieron ningún reparo al cocido. Diego les contó el incidente de los dos soldados con el Capitán pero ya era asunto que se había corrido y lo sabía todo el mundo y se hablaba, según Radio Macuto, de un posible consejo de guerra. Con gran ceremonial abrieron el bote de foie-gras que compraran días antes en el pueblo para tener un suplemento alimenticio aquellos días de maniobras. Cortaron unas rebanadas del chusco y se sirvieron una copiosa porción, como estreno. Después, quizá, habría que racionar. Diego se tumbó bajo un árbol, protegido del sol, oyendo el murmullo del riachuelo a su lado. Podía percibir una ligera brisa susurrante entre el ramaje. Y se quedó profundamente dormido. Anochecido ya, volvieron a la carretera, uno tras otro, en fila, y el rumor, una vez más, de las botas pisando el asfalto. Así durante una… dos… tres… cuatro… horas, luego no llevó más la cuenta. Cuando montaron la tienda y se echaron a dormir, se le olvidó mirar la hora. DÍA TRES

La voz del cabo primera avisándoles para levantarse les despertó. —¡Las seis! —exclamó José. —¡Están locos! No hemos dormido ni tres horas —protestó Fabio. —¡¿Nos quieren matar o qué?! —soltó Diego. —Desmontar las tiendas, nos vamos —surgía también la voz del sargento Ferrer. 28


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Les repartieron un desayuno sobre la marcha y salieron monte a través. Una hora más tarde pasaron por una aldea donde los labriegos, curiosos por tanto soldado, se asomaban a las puertas y ventanas observando. —¿Qué pasa, a dónde vais? —preguntó alguno. —¿Qué, es la guerra? —añadió el más asustado. —Estamos en maniobras —contestaron algunos. —¡Ay Cojona! —saltó alguna exclamación. De la tropa hubo alguno que no perdió ocasión para piropear a las chicas que se asomaban a las ventanas. Hacía el mediodía la primera Compañía se cobijó en lo alto de un pequeño bosque desde el cual se podía contemplar una extensa llanura de tierra árida hasta donde la vista llegaba. Un paraje agreste bajo el sol no exento de belleza. Se dejaron caer, cansados como estaban, apenas hablaban. Los acemileros trataban de mantener en pie a sus mulas, de que no doblaran sus patas debido al exceso de peso que portaban. Llegó un jeep con el capitán. Reunió a los oficiales. Extendió un plano sobre el capó del jeep dando indicaciones. Luego se volvió a montar en el jeep y se fue. Más tarde un camión con alimentos, repartiendo dos chuscos a cada soldado, una lata de carne y dos manzanas. Pablo sugirió después hacer un reparto de foie-gras entre los cuatro. El bote lo tenían ya abierto desde el día anterior. Así que se limitó a levantar la tapa ayudándose con el cuchillo. Y con disgusto pudo advertir que el interior del bote estaba lleno de hormigas. —¡Vaya con las hormigas! ¿Es que no nos van a dejar en paz? —protestó. —Sólo están en la superficie —dijo José—. Las apartas con la navaja. Verás, déjame. Y, con cuidado, fue sacudiendo a las hormigas fuera del bote. 29


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Se repartieron después y todavía tenían ración para algún tiempo. De vez en cuando aparecía algún avión y se mantenían entonces inmóviles ocultos bajo los árboles hasta que desaparecía en el horizonte. A media tarde reanudaron la marcha siempre buscando terreno fragoso donde poderse ocultar de la vista de los aviones que de vez en vez aparecían. En uno de esos momentos de parada uno de los compañeros tan cansado estaba que dejó olvidado el machete y caminó sin advertirlo hasta que se lo hicieron notar. A Diego, aquel olvido le pareció inconcebible. —Se me está acabando el agua —comentó en un momento mientras agitaba su cantimplora. —Si quieres. Tampoco tengo mucha, pero algo hay —le ofreció Pablo. —No te preocupes. Trataré de hacer durar la que tengo. Me racionaré un poco. —Yo la tengo prácticamente seca —comentó Fabio. —¡Con este calor…! —protestó José. —¡Pues verás, cuando nos encontremos con las minas! —soltó Fabio. Nadie le tomó en consideración. A media tarde reanudaron la marcha. Siempre que aparecía un avión en el horizonte se echaban a tierra. En un bosque se pararon para descansar, dejándose caer sobre la hierba. Luego, al reanudar la marcha, un compañero olvidó el mosquetón hasta que le advirtieron de su descuido. A Diego aquel desliz le pareció inadmisible. Oscurecido el día, prosiguieron la marcha por la carretera, en hilera, uno detrás de otro, a ambos lados de la calzada. Diego no podía menos que añorar la litera del barracón. No tenía otra cosa 30


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en la cabeza, sólo el vehemente deseo de dejarse caer sobre la colchoneta de paja. La añoranza, en las primeras semanas de milicia, lo que echaba en falta, era la cama de su casa. Ahora, marchando por la carretera en plena noche, lo que deseaba con toda fuerza y por lo que estaría dispuesto a dar su reino, al igual que aquel rey de Shakespeare derrotado en la batalla gritando mi reino por un caballo, era la colchoneta sobre las tres tablas que había quedado en el barracón del campamento. La orden de pararse para un nuevo descanso corrió de hombre en hombre. Se volvían hacía el que les seguía trasmitiéndose la voz. —¡Alto! —¡Alto! —¡Nos van a reventar! —exclamó Diego. José encendió una cerilla iluminando el reloj. —La una menos cuarto. Quince minutos después reanudaron la marcha y fue entonces cuando Diego advirtió que le dolían los pies. DÍA CUATRO

Cuando se despertó eran las siete y media y el día estaba avanzado. Lo primero que sintió, de pronto, fueron sus pies. Se despojó de las botas y de los calcetines. Llevaba ya tres días sin quitárselas y no le sorprendió nada ver aquellas ampollas en las plantas de sus pies. Les comunicaron que no se moverían en todo el día, esperarían a la noche para salir, que, mientras tanto, mucho cuidado con cualquier avión que apareciera y ocultarse inmediatamente. Así que, a media mañana se alejó del campamento buscando un lugar 31


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donde poder estar tranquilo y solitario. Se recostó bajo un viejo roble y dejó los pies desnudos al sol. —¡Qué hermosas son! —exclamó contemplando las ampollas. Llevaba en la mochila unos relatos de Steinbeck, en edición de bolsillo, para que ocupara lo menos posible, pero, así y todo, parecía empezarle a pesar también. Cualquier cosa pesaba ya. Hasta de unas simples alpargatas, que pensó le vendrían bien para momentos de descanso, terminó por deshacerse por eso, para restar carga de la mochila. Tomo a Steinbeck en las manos. Así estaba pues, tumbado bajo el árbol, con la mente dispersa, protegiéndose del sol, el libro en las manos y el deseo ardiente de que las maniobras terminaran cuanto antes. Pero la realidad era que estaban en el cuarto día quedando seis por delante todavía. Demasiados días para caminar con estos pies —se dijo. El recuerdo de Estela le vino a la memoria. Bueno, le venía siempre, constantemente, y más en un momento así de placidez. Pero, esta vez, trató de borrarla del pensamiento. Una golondrina abandonó el árbol perdiéndose de vista en prolongado vuelo. —¿A dónde vas, amiga? Tú eres libre ¿eh? —le despidió. Luego pensó que bien podía escribirle una carta a Estela. Papel, sobre y sellos tenía en la mochila. En el primer pueblo o aldea por donde pasaran hay un buzón de correos. Y la carta llegaría a su destino antes que él, por supuesto. Pero… no… no lo voy hacer, se dijo. Podía haberle escrito antes de salir de maniobras, o sea, contestar a su carta. Pero no lo hizo. No quiso hacerlo. Llevó la mano al bolsillo de su guerrera y tomó la carta. Y… la volvió a leer una vez más. ¡¿Cómo has podido hacerme esto, Estela?! —se dijo. —¿Qué coño haces aquí? —oyó la voz de Fabio que llegaba sonriente. 32


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—Ya ves, estoy —le contestó mientras plegaba la carta y se la volvía a introducir en el bolsillo de la guerrera. —Me han dicho que hay un buen río por aquí. —¿Dónde? —Cerca. Diego miró a un lado y otro no pudiendo dar crédito a lo que Fabio decía. —Debe ser por ahí, pasando esa colina —indicó Fabio. —Pues vamos —dijo Diego mientras se calzaba las botas—. Darnos un buen baño es lo mejor que podemos hacer. El río no estaba a la vuelta de la esquina. Tuvieron que caminar un buen trecho, así como dos kilómetros. Era un buen río, amplio y con buena corriente. Encontraron un grupo de compañeros, no muchos, que disfrutaban revolcándose a placer. Daniel comenzó a desprenderse de las botas con cuidado. —¿Qué te pasa? —le preguntó “Pastor”. Le llamaban así, “Pastor”, pues realmente era pastor de ovejas. Oficio que a Diego se le antojaba duro. Además, el muchacho no perdía ocasión para mostrar su contento por estar en el ejército. Siempre decía que prefería estar en el cuartel que cuidando rebaños en el monte. —Ya ves —le contestó Diego— me han salido ampollas. —Pues no metas los pies en el agua —le advirtió “Pastor”. —¡¿Pues?! —Porque se te ablandarán y entonces lo tendrás peor para caminar. —¡No me digas! —Es lo que te va a pasar. —Y entonces… ¿cómo me doy un baño? —Un poco difícil lo vas a tener sin mojarte los pies —le contestó “Pastor” con evidente ironía. 33


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De algún modo se refrescó, haciendo lo posible para no mojarse los pies. En el momento de acostarse, y mientras se soltaba las botas, le preguntó a José. —Oye, José, ya sabes tú quien es “Pastor” ¿no? —Sí, desde luego. Se llama Crescencio y es de Soria. —Ya. Y es pastor ¿no? —Sí, como yo, pastor de ovejas. —Y… ¿por eso le llaman “Pastor”? —Es de suponer. ¿Por qué me lo preguntas? —Verás… ¿tú crees que si me mojo los pies lo voy a tener peor para caminar? —dijo mostrándoles las ampollas. —¿Te lo ha dicho él? —Así es. —Te ha dicho bien. —¡Vaya! DÍA CINCO

No había amanecido todavía cuando desmontaron las tiendas y se pusieron en marcha. Luego salió el sol apretando. —Hoy también la vamos a tener buena —comentó José. De vez en cuando surgía lo que debía considerarse aviación enemiga y rápidamente se tiraban cuerpo a tierra si no encontraban un resguardo donde ocultarse. Cualquier parada, deseada siempre, suponía, sin embargo, un inconveniente para quienes, como Diego, los pies ya no estaban en condiciones. El momento de reanudar la marcha significaba una tortura. Y se miraban unos a otros con gesto destemplado. —¿Cómo te va a ti? —Fatal. 34


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Un bosque les dio cobijo para un prolongado descanso. Casi sin hablar, tratando de superar el cansancio, media hora después volvían a ponerse en pie. Inesperadamente Diego se sintió ágil, ciertamente liviano, desconcertado en cierto modo. Sí que le dolían los pies, pero, por otro lado, parecía sentirse flotar. No había dado una veintena de pasos cuando un compañero le advirtió que se había dejado el fusil olvidado. —¡¿Será posible que me encuentre tan aturdido?! —masculló entre dientes. Y esta preocupación le acompañó largo rato. Poco después, para más incordio, al echar mano de la cantimplora, advirtió que estaba ya vacía. Vamos a ver si pronto encontramos aunque no sea más que un regato que nos sirva de consuelo —pensó. —Después de esa colina hay un río —le comentó un compañero llamado Mateo. —¡¿Ah, sí?! ¿Cómo lo sabes? —Alguna vez he estado por aquí. Pero cuando llegaron, pudieron ver que el arroyo estaba completamente seco. —Este año está siendo muy seco por estos lugares —comentó apenado Mateo. —¿Sabes si hay alguna corriente o cosa que se le parezca más adelante? —Pero no me extrañaría que también estuvieran secos. A Diego se le cayó el ánimo a los pies. Mateo, por su condición de labrador, siempre había dado muestra de ser un buen conocedor de terrenos. Era de esos compañeros, había podido observar Diego, para los que, la vida del cuartel, no era inconveniente alguno, sino, todo lo contrario, les suponía una situación cómoda, tranquila. Todavía recordaba Diego, al poco de iniciar el servicio 35


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militar, cómo el muchacho, uniformado de militar, sacó una fotografía y, con el mayor orgullo, se la remitió a sus padres. —Te has quedado sin agua ¿no? —pareció adivinar Mateo. —Así es —le contestó Diego lacónico. —Todavía yo tengo, toma —le dijo ofreciéndole su cantimplora. —No sabes cuánto te lo agradezco. —Para eso estamos —concluyó Mateo. Una hora más tarde, con gran alborozo de todos, apareció un río en el que, desde la distancia, podía apreciarse cierto caudal. Pero la desilusión a la llegada fue que la corriente arrastraba considerable tierra que hacía imposible tomar el menor trago de aquella agua. Diego se limitó a enjuagarse la boca y a llenar la cantimplora para refrescarse de vez en cuando. Salían a campo abierto donde miles de soldados avanzaban por la planicie a todo lo ancho hasta perderse de vista en la lejanía. —¡¿De dónde ha salido tanta gente?! —, no pudo menos que exclamar Diego—. Nunca hubiera pensado que estuviéramos tantos metidos en este fregado. —Cabe suponer que será aquí donde nos concentremos todos —argumentó Pablo. —Ten en cuenta que vamos al encuentro del enemigo. Y, al enemigo, se le tiene de frente, no de lado, como vamos con estos —razonó Diego. —También es verdad —razonó Pablo—. Entonces… estos son de nuestro bando. —Pues ya ves, cuanta gente somos. Después de un tiempo, que no le era posible precisar pues el cansancio, la sed, el calor y el dolor de los pies se lo impedían, se dio cuenta de que, otra vez, se habían reducido. Claro que la orografía del terreno había cambiado. Habían dejado atrás la llanura. 36


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Pero el hecho era que sólo caminaban la Compañía. Pero, qué más daba. Lo que importaba era caminar, seguir adelante, sostenerse, y toda su energía estaba dirigida en este empeño. Caminaba, paso a paso, soportando su cuerpo, soportando la mochila sobre su espalda, soportando el fusil, soportando la manta enrollada sobre el hombro, soportando el machete colgado a su cintura, soportando el casco sobre su cabeza, soportando el sol que todavía se hacía sentir ardiente. Pensó que le vendría bien descansar un momento. Lo necesitaba. Sólo unos minutos para recuperar la respiración. Así que, sin pensarlo más, se dejó caer a un lado del camino. Simplemente, abandonó su cuerpo sobre la tierra. —¿Qué te pasa? —le preguntó alguien. —Nada. Voy a descansar un momento. Unas manos trataron de incorporarle. —Enseguida me recupero —les dijo. —Pero… ponte a la sombra. —No importa, sólo es un momento. Le extrañó no sentir el sol. La verdad es que, no sentía nada. Tampoco sentía los pies doloridos. ¡Nada! Ni tan siquiera sentía su propio cuerpo. ¡No lo sentía! Como si existiera sin cuerpo. ¡Verdaderamente maravilloso! Oía voces, sí. Hablaban. Alguien sugería que habría que moverle hasta la sombra. Se referían a él. Desde luego. Pero le daba igual. Oía las voces y las pisadas de las botas de los que pasaban. Botas que caminaban lentas y pesadas. Abrió los ojos. Podía ver pasar las botas. No veía más, sólo las botas. Y luego, empezó a sentir el sol sobre la espalda. Y el corazón palpitándole en la garganta. Intentó incorporarse. Entonces le ayudaron a situarse bajo el árbol, en la sombra. Y volvió a dejarse caer. —¿Qué te pasa, Laredo? —le preguntó el alférez Villar. —Nada. Enseguida estoy dispuesto. 37


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—Está siendo demasiado ¿verdad? —comentó el alférez. —Si por lo menos supiéramos cuanto falta —argumentó Diego. —Enseguida ya —dijo el alférez dirigiendo la mirada a la cumbre—. Luego, una pequeña bajada y estaremos en el lugar donde vamos a acampar. De todas formas —prosiguió— el capitán ha dado la orden de que todos vosotros os quedéis en la retaguardia. —¡¿Todos nosotros?! —Sí. ¿A quienes, a cuantos, podía referirse el alférez? Y pudo advertir que no era el único a quien le habían flaqueado las piernas en aquella subida. Algunos lamentaban haber bebido agua del río. —He bebido agua de ese maldito río y me ha sentado fatal. He devuelto hasta el primer rancho —comentó uno. —Venía con mucha tierra. No estaba para beber —argumentó su compañero. —Es que ya no podía aguantar la sed —se pronunció otro. Lamentó, en cierto modo, no haber podido seguir y, como tantos compañeros en su circunstancia, se dirigió a la aldea donde les indicaron retirarse. De camino, tuvo que tumbarse varias veces en el suelo para recuperar las fuerzas que parecían abandonarle. Les dijeron que la aldea se hallaba a escasos dos kilómetros pero empezaba a pensar que había un gran error en aquella apreciación. Por fin apareció. Se trataba de una aldea de no más de una docena de casas y una taberna y, a unos doscientos metros, en una campa, las cocinas del ejército, puesto donde les habían ordenado dirigirse. Bueno, las cocinas las estaban instalando en aquel momento. Hasta la noche no habría nada preparado. Así que un grupo, ocho eran, decidieron llegarse a la tasca para comer algo y reponer energías. Una ensalada de lechuga y dos huevos fritos con 38


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abundantes patatas fritas y suficiente ración de vino y agua. Al final se sentía bien, recuperado, satisfecho, animado. Luego, apoyó la mochila contra la pared y se recostó. Le vino a la memoria, de pronto, la paliza que los acemileros propinaron a un mulo para que se levantara pues había caído al suelo agotado de la pesada carga hasta que lo pusieron en pie. Lo que no podía recordar era cuándo ocurrió, ¿ayer, anteayer? Y… lo del lagarto. También le vino el recuerdo. Después de una agotadora jornada de instrucción, medio tirados en la campa, que apareciera aquel pobre lagarto, lo atraparon, le abrieron la boca, metiéndole vino hasta hincharle el vientre. Después le ataron una cuerda al cuello y lo colgaron. Más tarde uno sacó su machete y lo partió en dos. Así, porque sí. Como con aquella rata en el cuartel. Al oír el jaleo se asomó a la ventana y estaban jugando con ella a patada limpia como si fuera una pelota. Trató de quitar estos pensamientos. Eran ya tiempos pasados. El futuro estaba ya cercano. De todas formas, consideró que no se podía quejar. Su vida militar había transcurrido en las oficinas del cuartel, sentado a una mesa, tecleando la máquina de escribir. Se había quedado dormido y cuando despertó la tarde estaba avanzada. Se puso en pie. Notablemente restablecido. Tomó la mochila sobre la espalda, el mosquetón, el machete al cinto, la manta, la cuarta de la tienda de campaña, el casco, mientras la dueña de la tasca al ver tanta juventud que llegaba y enterada ya del motivo se lamentaba no haberlo sabido con anterioridad para haber avituallado su comercio debidamente. Al salir de la tasca se encontró con Fabio que, montado sobre una mula, llegaba conducido por un compañero. —¿Fabio, qué te pasa? —Agotado. No podía más. Pero, ya ves, he tenido suerte, he po39


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dido disponer de una mula —dijo sonriente como si todo aquello fuera una broma. —Luego nos vemos. —Bien. Se acercó en la campa al lugar donde estaban instaladas las cocinas observando el trajín que se traían y cómo cargaban los mulos con grandes recipientes para trasladarlos a los distintos lugares por donde se hallaba la tropa dispersa por la montaña. Se encontró con el cabo Rodrigo, compañero siempre amable y animoso, que iba a reengancharse en el ejército y que, en este momento, era uno de los encargados de las cocinas. —¿Qué te ha pasado, Laredo? —Pues te puedes figurar. Prácticamente me he parado para descansar y, como a tantos más, también me han ordenado que me retire. —Antes le he visto a Gómez… —A Fabio. —Sí. Ha estado aquí. Y me ha dicho que ha sufrido un desvanecimiento. Pero que se encontraba ya muy bien. —Sí, me lo he encontrado yo también. —Es que os están metiendo una paliza de miedo. —¡Bueno! Lo verdaderamente malo es el calor. Este sol que cae de justicia. ¿Y vosotros, tendréis un lío del carajo con las cocinas? —No te creas. Nos estamos arreglando. Además, siempre nos llevan de un lado a otro en camiones. —Malo sería que tuvierais que ir de un lado a otro con esos calderos a hombros. Rodrigo no pudo evitar unas risas. —Y dime, Rodrigo, ¿así que estás decidido a quedarte en el ejército? 40


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—Desde luego que sí. La vida del campesino es muy puñetera. Aquí, ya sabes, después de un curso me ascenderán a cabo primero y tendré un sueldo fijo todos los meses. Y esto te da tranquilidad. —Comprendo. —Tú lo tienes mejor, que te vuelves a casa y a tu trabajo de oficina en el banco. —¡Sí… sí!... —asintió Diego pensativo a la vez—. ¡Bueno! Rodrigo —le dijo entonces a modo de despedida— voy a intentar encontrar a Fabio. Además, habrá que buscar un buen lugar para poder dormir. Hoy tendrá que ser a la intemperie. No hacemos nada si no estamos los cuatro. Como cada cual llevamos una parte de la tienda de campaña… menos mal que hace buena noche. Fabio ni apareció ni pudo verlo por parte alguna, tanta gente allí en la campa y decidió, por lo tanto, como ya lo estaban haciendo todos, extender la manta para pasar la noche al raso. Se despojó de las botas y se miró durante un buen rato las ampollas que le lucían en los pies. Luego se tumbó, se cubrió doblando la manta y dejó posar la mirada en las mil estrellas suspendidas en el cielo. —¡Diego, coño, ¿dónde te has metido?! Llevo dos horas buscándote —le sorprendió entonces la voz de Fabio. —Así he estado yo también contigo, buscándote. Fabio le contó entonces lo ocurrido. —Se me doblaron las piernas y estaba en el suelo. No sé cómo. Ha aparecido un capitán-médico, me ha auscultado y ha pedido una mula. Me han montado encima. Y aquí estoy. Pero, ya estoy bien. He dormido un buen rato y estoy recuperado. Y ahora, podemos ir a la tasca a tomar un vino. —No estoy para perder ni un minuto. Quiero dormir. A saber mañana lo que nos espera. 41


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—Como quieras. Dejó su equipo y Diego le vio marchar a la aldea. La noche estaba templada. Se sentía bien. Pensó que ya quedaban pocos días y enseguida estaría en casa. No se podía quejar. Había tenido una mili tranquila. Después de los primeros meses de instrucción, su vida militar había trascurrido en las oficinas del cuartel, sentado a una mesa, tecleando la máquina de escribir y los permisos disfrutados fueron más que cumplidos. Y, ahora, pronto a casa definitivamente. Pensó en Estela. ¡¿Por qué tu carta ha tenido que ser tan destemplada?! Es que… ¿algo no va bien entre nosotros? se dijo. Pues, si al principio, en nuestros primeros encuentros, pude parecerte indeciso, no es porque dudara de mis sentimientos hacia ti, pues siempre he tenido claro que eres la mujer de mi vida y siempre he pensado que tú así lo veías, pero si es así, si tú pensabas que yo vacilaba, era quizá porque, pensando en el futuro, no veía claro la cuestión del trabajo pero, bien sabes que desde hace un año esto está solucionado y parece que se nos presenta un futuro prometedor. Bueno, se nos presenta. No sé si puedo contar contigo después de lo que me cuentas en tu carta, se dijo. Pero… así y todo… debería haberle contestado y no el silencio por respuesta. Y empezó a sentir cierto remordimiento. ¡Estela… Estela…! DÍA SEIS

Justamente despuntaba el día cuando se despertó. A su lado, Fabio dormía plácidamente. Pero enseguida comenzó a desperezarse. —¿Qué tal ayer? —le preguntó Diego. 42


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—Tomamos unos vinos, nada más. Es que no tenían nada. Se les acabó todo. No tenían ya ni pan, ni tan siquiera un paquete de galletas o una lata de sardinas. Les hemos dejado las estanterías vacías. Nos preguntaron si teníamos intención de quedarnos todavía, para traer suministros. Comenzaron a recoger el equipo. —¿Qué habrá sido de José y de Pablo? —comentó Diego. —¡A saber! —dijo Fabio pensativo—. Es que… ya ni me acuerdo cuando les vi la última vez. Así como si hubiera transcurrido mucho tiempo, mucho. No sé. Es una extraña sensación la que estoy viviendo. Diego palpó con cuidado las ampollas de sus pies. —Las tienes buenas —le dijo Fabio con evidente ironía. —Si no van a más o no se revientan, no está mal. —Consuélate que no eres el único. —Ya lo sé. Con cuidado se calzó los calcetines y las botas. Luego se puso en pie, pisó probando hasta donde podía soportar la molestia o, quizá, el dolor. —Parece que va —dijo intentando ser optimista. Recogieron sus pertenencias y se acercaron a las cocinas con la sana intención de procurarse un desayuno antes de salir a la búsqueda de su Compañía. En las cocinas se desarrollaba gran actividad cargando mulos con grandes marmitones con leche y sacos con chuscos. Se encontraron con Rodrigo. —Venid conmigo. Os voy a dar un desayuno especial —les dijo. Les llevó a un apartado, detrás de unos camiones. Después, por medio de quienes llevaban los desayunos con los mulos a las distintas patrullas dispersas por los montes, supieron 43


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donde se encontraban los suyos. Y no sin dificultad, después de tiempo caminando para un lado y otro, lograron encontrar a su Compañía. El abrazo de los cuatro compañeros fue tan efusivo y cordial como si hiciera años que no se vieran, contándose después profusamente las incidencias de esas horas en que estuvieron separados. Luego se presentaron al alférez Villar. —Me alegro de veros otra vez en marcha —les contestó afable. Al anochecer les comunicaron que se prepararan para salir. Cuando ya se encontraban alineados, llegó el capitán y habló con el alférez. Luego, el alférez se dirigió a la tropa. —Quiénes ayer se retiraron que den un paso al frente —ordenó. Los pocos que estaban en tal circunstancia obedecieron adelantándose un paso. —Ustedes se quedan aquí. Serán evacuados a retaguardia —concluyó. —Ya lo ves —le dijo Fabio con cierta sorna a Diego—. Estamos jugando a la guerra. Tú y yo estamos en perfectas condiciones para seguir, pero, lo mismo que en una guerra, tiene que haber bajas. —¿Y por qué no vamos a incorporarnos y seguir? Estamos ya recuperados y en perfectas condiciones. ¿No os parece? —comentó Diego. Todos estaban de acuerdo. Momentos después y antes de separarse, Fabio se dirigió al alférez. —¿Y si nosotros queremos seguir? —Vosotros os quedáis aquí como se os ha ordenado —le contestó tajante el alférez con cara de malas pulgas. Diego, José y Pablo no pudieron menos que esbozar una sonrisa de circunstancias. 44


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DÍA SIETE

Fue a las dos de la madrugada cuando dieron la orden de partir a la tropa. Fabio y Diego vieron como Pablo y José se alejaban en la oscuridad mientras levantaban la mano en un gesto de despedida. Ellos iban al frente, a la guerra. Los que quedaron trataron de dormir envueltos en sus mantas. La temperatura, respecto a la noche anterior, había descendido considerablemente. Podía ser debido al lugar también, allí, en aquella profunda vaguada, donde la excesiva humedad les había creado inconvenientes para montar las tiendas de campaña. Ahora, sin tiendas donde cobijarse, a la intemperie, aunque evitaron el lugar de mayor humedad, con el frío, era difícil conciliar el sueño. Así que, Diego se levantó y comenzó a dar saltos para entrar en calor. Se alegró al observar que los pies le respondían, que le molestaban menos. Luego, volvió a enrollarse en la manta y, cuando parecía que el sueño se apoderaba de él, el ruido de los motores de dos camiones y sus faros iluminando en la oscuridad les hizo incorporarse expectantes. Simplemente, les dijeron que les tenían que llevar. Así que, se acomodaron lo mejor que pudieron en el carguero de uno de ellos y después de un tiempo, cuando ya comenzaba a amanecer, les dejaron en una campa, al margen de la carretera, a ellos y a otros que venían en el segundo camión. —Nos han dicho que os dejemos aquí —les dijeron sin más. Eran así como unos cuarenta que, desconcertados, optaron por avenirse a la situación en espera de mejores acontecimientos. Transcurrida la mañana, el hambre comenzó a punzar sus estómagos y los lamentos y las maldiciones se sucedían. —¿Y si se han equivocado? 45


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—O acaso nos han dejado en lugar equivocado. —¿Y qué podemos hacer? —Marcharnos. —¿A dónde? —Estoy viendo que vamos a terminar comiendo la hierba. —Si hubiera por aquí alguna huerta… Al atardecer apareció un jeep del ejército. Un teniente saltó de la cabina. Todos se pusieron en pie. —Ustedes son los retirados ¿verdad? —preguntó. —Sí. —Pues, tienen que esperar aquí hasta mañana. Se miraron unos a otros confusos. —¡¿Y… de comer?! —surgió una voz. —¿De comer… qué? ¿Qué quiere decir? —preguntó el teniente. —Que hoy todavía no hemos comido. El teniente pareció sorprenderse. —Pues… lo siento —dijo después—. Yo no puedo hacer nada. Tendrán que esperar hasta mañana. Y volvió al jeep y se fue. Las maldiciones se sucedieron en cadena, cada vez más fuertes. —Estoy viendo que vamos a terminar comiendo esta hierba —dijo airado uno mientras arrancaba una mata mostrándola en el puño. —¡Pero… es absurdo que nos hayan dejado así ¿no?! —Lo que es absurdo es que estemos jugando a la guerra. —Todos los juegos son absurdos y la vida está llena de juegos. Siempre estamos jugando. ¿No te parece? Este, es un juego más. —¡Vaya, ya salió el filósofo! —Tonterías. No decimos más que tonterías. El hambre nos hace decir tonterías. Tonterías y más tonterías. Cuando llegó la noche y se envolvieron en sus mantas para tratar 46


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de conciliar el sueño, el crujir de sus tripas concertaba con el murmullo de los animalejos del campo que hacían sentir su presencia. DÍA OCHO

La noche estaba avanzada cuando se despertó. Algo había ocurrido, se notaba en el ambiente. Trató de indagar con la mirada en la oscuridad. Aguzó el oído. ¿Qué podía ser? Imposible de precisar. Estaba claro que no podían ser brujas o duendes quienes produjeran esa misteriosa sensación que percibía. Todos los demás parecían dormir bien aunque más que verlos los adivinaba allí bajo sus mantas en el campo en la densa oscuridad de la noche. Pensó que lo que le parecía notar en el ambiente bien pudiera ser una apreciación subjetiva y volvió a quedarse dormido. Cuando, no mucho tiempo transcurrido, abrió los ojos en la tenue claridad que se perfilaba en el horizonte lo que pasaba no era ninguna suposición sino una realidad. Algo había ocurrido, sí. El valle se había transformado. Y, con la mirada fija, esperó paciente a que las tinieblas cedieran lo que no sucedió con la rapidez que su inquietud y curiosidad exigían. Poco a poco fue la existencia, allí, de miles de tiendas de campaña surgidas por la magia de un brujo. Tropa que había llegado durante la noche sin que se enterara, tan profundamente había dormido. Un par de horas después, en las cocinas recién instaladas, solazaron la hambruna del día anterior desayunando una buena ración de leche empapada en chusco. Supieron luego de un río cercano, más bien una cascada, donde pudieron asearse. El agua bajaba fría y rápida y no hubo inconveniente alguno para que, a grito pelado, con el propósito de aguantar la dura sensación, sumergieran sus cuerpos en la corriente. 47


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Se enteraron de la existencia de un pequeño pueblo, a unos tres kilómetros, donde en sus dos tascas, abarrotadas de soldados, pudieron disfrutar de bocadillos y vino y lamentar no haber sabido el pasado día de tan cercana ocasión. De haberlo sabido, el hambre no habría sido problema. En las tascas los soldados, todos los cuales habían participado en el “enfrentamiento con el enemigo”, comentaban las incidencias del suceso. La “guerra” había terminado, por lo tanto, y ahora todo eran historias para contar. —¡¿Ah, sí?! —¡No me digas! —¿Y cómo sucedió? —Sí, eso, qué… ¿qué es lo que paso? La pregunta surgió ávida de aquel grupo, que parecían ser todos de una misma Compañía pero de distinto Pelotón, cuando Diego y Fabio entraron en el bar y aunque el barullo llegaba a cotas imposibles se les podía comprender si se les prestaba atención. —Pues… los encontramos en un bosque —prosiguió el interpelado—. Estaban distraídos, algunos tomándose un bocadillo, cansados, bueno, como todos. Entonces, Lebrija, que no es más que un cabo primero nombrado de ocasión… —¿Quién, ese que le llaman “Polvorilla”? —Sí —confirmó el que contaba el suceso. Y estalló la carcajada en todos. —Pues se encargó del grupo ya que el sargento y el cabo primero se quedaron retenidos unos momentos recibiendo instrucciones, parece ser, y nosotros seguimos adelante. Entonces, como os digo, de pronto, nos encontramos con estos que, por lo que se ve estaban, descansando. Entonces Lebrija nos dice: a estos nos los “cepillamos”. Y nos dio la orden de rodearles, sin que se dieran cuenta. 48


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Y les dimos el “alto”. El capitán, que estaba con ellos, se puso chulo y nos dijo que nos dejáramos de tonterías y que nos fuéramos. Nada de tonterías, se le plantó Lebrija: o se vienen con nosotros o les fusilamos aquí mismo. —¡No digas que le dijo eso! Soltó uno asombrado. —De “Polvorilla” puedes esperar cualquier cosa —puntualizó otro. —¿Y qué paso y qué pasó? —preguntó otro presuroso. —¿Y se dejaron tomar prisioneros? —surgió una pregunta que hizo callar a todos y a otros que no paraban de reír. —Al principio el capitán se resistió. Venga, chavales, hacer el favor de no hacer chiquilladas y seguir vuestro camino, nos dijo. ¡¿Chiquilladas?! Soltó entonces Lebrija cabreado ¡¿me va usted a decir que llevamos ocho días haciendo chiquilladas?! Para empezar ¿quiere que le enseñe cómo están mis pies llenos de ampollas? —¡¿Le dijo eso?! —le interrumpió un compañero. —Se lo dijo, sí. —¿Y entonces? —Entonces el capitán se quedo callado. Pero Lebrija estaba chulo y nos dio la orden de dispararles si no se rendían. Aunque eso no hubiera sido pues ya sabéis que las balas que llevamos, las que hemos disparado, son balas de fogueo. Entonces el capitán, que ya estaba muy serio, le entregó su pistola y dio orden a los suyos para que también entregaran las armas. —¿Y luego? —Luego, cuando hemos llegado al Puesto y nos hemos presentado al Capitán diciéndole que traíamos prisioneros y de pronto ve que entre ellos había un capitán ha tenido que hacer un esfuerzo para no soltar la risa. Después se han saludado, eso sí, muy serios, y se los han llevado en un camión a retaguardia. Los comentarios se soltaron en el grupo. 49


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—Estas batallitas no vamos a poder contar a nuestros nietos, Diego. Ya ves, llegar hasta aquí y nos perdemos el combate —se lamentó Fabio. Diego se limitó a amagar una sonrisa. —Me dan ganas de emborracharme —soltó Fabio. Al atardecer, otra vez en la campa, siempre esperando órdenes y haciéndose conjeturas. —¿Dónde estarán ahora José y Pablo? —comentó en un momento Diego. —¡Vete a saber! Cuando se envolvió en la manta bajo las estrellas para dormir en la memoria de Diego estaba todavía lo sucedido, hacía pocos días, la víspera de comenzar las maniobras. Aquella noche sí que deseaba emborracharse. La carta recién recibida de Estela… Y sucedió que no contestó a su carta y que se metiera en la cantina con una botella delante y siete compañeros. Luego, la situación se tornó complicada, allí, tirados en la campa. No estaba él, sin embargo, tan aturdido como para no darse cuenta que solo no tendría inconveniente alguno para llegar al barracón y a su litera. Pero, sencillamente, eso no podía hacerlo. Estaban con él allí todos aquellos compañeros. Así que, se puso en pie. —¡Venga, hay que moverse! —dijo lo suficientemente alto para que todos le oyeran. Y, apoyándose unos en otros, llegaron hasta el límite del campamento, donde, inevitablemente, la pareja de vigilancia los descubrió. Todos los ruegos fueron inútiles. —¡Bueno, entonces ¿qué?! —concluyó Diego. —Tenemos que llevaros donde el Oficial de Guardia. —Pero ¿tú ves la que se va a armar? —suplicó Diego. 50


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—¿Y qué quieres que hagamos nosotros? —se excusó el de vigilancia. —Está bien —aceptó, por fin, Diego—. Pero, no vamos a ir todos. —Como quieras —admitió el de vigilancia. —José, acompáñame —le pidió. —Ni lo pienses —se excusó su amigo —¿No ves que no puedo con mi alma? Además, le estoy sujetando a este, que, la verdad, no sé ni quién es —concluyó intentando averiguar en la oscuridad sin resultado. —¿Y tú, Pablo, que no te veo, dónde estás? —Aquí. Pero estoy sujetando a dos, a Fabio y a un tal Jaime que todavía no le he visto la cara y que, además, no es de nuestra Compañía, creo que me ha dicho que es de la tercera. —Pero… que alguno me acompañe ¿no? —suplicó. —Vete tú, Diego. Y no te preocupes. Al fin y al cabo la vamos a pringar todos —intentó animarle Pablo de algún modo. —Vamos —le ordenó el de vigilancia —Tú quédate con estos —le dijo a su compañero. —¿Quién está en el Puesto? —le preguntó Diego de camino. —El alférez Villar. Diego sintió cierto alivio aunque la situación no era para alegrías. —¿Qué pasa, Suarez? —le preguntó el alférez Villar al de vigilancia. —Verá, mi alférez —titubeó un momento— hemos encontrado a unos cuantos… Fue entonces cuando el alférez reparó en la presencia de Diego y, sin dar tiempo al de vigilancia que terminara, se dirigió, con gesto preocupado, a Diego. ¿Qué sucede, Diego? 51


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—Sucede que… hemos bebido un poco… bueno, más que un poco y… El alférez pareció tranquilizarse. —¡Ya! —exclamó displicente— y… no habéis oído el toque de silencio y os han pillado estos. —Algo así. —Y cuantos sois. —Pues… varios. —Varios, cuantos ¿tres, cuatro? —Alguno más… —¿Alguno más? Vamos a ver ¿dónde estáis? —Detrás del último barracón, mi alférez —dijo el de vigilancia. —¡Vamos! —ordenó el alférez El de vigilancia caminaba primero seguido por el alférez y Diego. —¡Santo Dios! —exclamó el alférez al verlos. Los once, empapados como esponjas en alcohol, se mantenían en pie justamente apoyándose unos en otros formando una piña. ¡Todo un espectáculo! Pensó Diego al borde del espanto, desalentado ante las consecuencias que eran de prever. Hubiera deseado con toda su alma no haber estado implicado en tal desaguisado. —¡Pero… ¿qué es esto?! —exclamó de nuevo el alférez alterado. Diego conocía bien al alférez Villar. Destinado en oficinas, había tenido oportunidad de relacionarse con él surgiendo entre ambos una buena amistad. Pero, ahora, ante aquella exclamación y su gesto de preocupación, se daba cuenta de que el castigo era inevitable, de que Villar no podía eludir su responsabilidad y que, sobre todo, su condición de alférez de complemento, le obligaba con mayor justicia a adoptar una actitud de dureza. Así que, ante el gesto de guasa difícilmente disimulado de los de vigilancia, 52


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Diego se dispuso a aceptar el castigo que el alférez, su amigo, dictara en aquel momento de desorden. —Haced el favor… —se pronunció enérgico el alférez— de desaparecer en vuestros barracones sin que se oiga el más leve rumor. Porque si oigo tan solo un suspiro, no respondo hasta dónde voy a llegar, empezando, por supuesto, por un corte de pelo al cero a todos. ¡Desapareced de mi vista pero ya! No os quiero haber visto. ¿Entendéis? Y tú, Diego ¿qué pintas aquí? Porque… tú no has bebido. —Bueno… un poco —trató de excusarse. —¡Pero ¿es que estáis locos? hacer esto cuando oficialmente estamos ya en unas maniobras generales! Esperemos que no se entere de esto el capitán. No queráis saber lo que nos puede pasar. A vosotros y a mí. ¡Desapareced, coño, desapareced! —y dirigiéndose a los de vigilancia les advirtió —¡Bueno! Aquí no ha pasado nada. Ya lo sabéis. No ha pasado absolutamente nada. Quiero vuestra boca cerrada. Si me entero que se os escapa una sola palabra, mando que os corten a vosotros el pelo sin remisión. Ahora, ayudadles a que entren en sus barracones sin que se oiga el aleteo de una mosca. —A la orden, mi alférez —respondieron cuadrándose. Y apoyados unos en otros, ayudados por los de vigilancia, se fueron a sus correspondientes barracones. Su atención se fijó entonces en el cielo plagado de estrellas, se rebujó con la manta y, sin darse cuenta, se quedó dormido. DIA NUEVE

Los pies estaban mejor. Las ampollas se habían endurecido y la molestia se hacía soportable. Esta mañana podía ya apretar los cordones de las botas sin mayor cuidado. 53


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A media mañana se llegaron al pueblo y sentados en el bar dando cuenta de sendos bocadillos de queso y de una botella de vino comentaban reposadamente los incidentes de los últimos días y de la esperada licencia para volverse a casa definitivamente. Ya todo iba quedando atrás. Pronto empezaría el pasado a ser un recuerdo. Una etapa de la vida que había transcurrido con esas molestas incidencias por verse sometidos a una disciplina especial pero, en definitiva, sin mayores problemas. Cuando a Diego le dio por mencionar… —¿Te acuerdas, Fabio, de la tajada que cogimos el otro día, después del toque de silencio, en el campamento? —¡Ni me lo menciones! No tengo ni puñetera idea de cómo llegué a la litera. No te digo lo que hubiera pasado si nos llegan a descubrir los de vigilancia o el oficial de guardia. Hubiéramos tenido un verdadero contratiempo. Diego le miró incisivo. —Nos descubrieron —soltó después de un momento de silencio. —¡Qué dices! —soltó Fabio sorprendido sin poder dar crédito a lo que le decía su amigo. —Que nos descubrieron, Fabio. Nos descubrieron. —¿Entonces… por qué no pasó nada, por qué no hubo castigo alguno? Porque… no nos hicieron nada ¡o qué! —Porque estaba el alférez Villar de Puesto. —¡Joder! De buena nos libramos. —Y que lo digas. —Y tú ¿cómo lo sabes? Porque yo, ni me enteré. —Yo sí. Me enteré. —¡Joder, qué escapada! —Y… ¿sabes lo que te digo, Fabio? Que hay que tener cuidado. Hay que tener mucho cuidado en qué momento se bebe aquí, en la mili. Fabio le miró perplejo durante un rato. 54


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—¡Vaya a qué horas me haces esta consideración! —le contesto después. A media tarde varios aviones surcaron el cielo sobre el campamento. Ya no había pitidos para alertar de su presencia. Después, centenares de paracaidistas se dejaron caer en la llanura. Cuando se acostó, pensó que, de todas formas, debería escribir a Estela. Aunque… por otra parte —pensó con inquietud— todo sea que este haya sido un primer paso para decirme que hay otro en su vida… ¡¿entonces…?! Y, con esta desazón, tardó en dormirse. DÍA DIEZ Estaban en ese momento de sacudirse el sueño, colocarse las botas, recoger la manta, dar unos saltos para desentumecer los músculos y prepararse para desayunar cuando Fabio fijó la mirada escrutando en la distancia. —Aquí vienen —dijo cuando lo tuvo seguro. José y Pablo llegaban con paso vacilante, cansados, sonrientes sin embargo, y los abrazos y achuchones se sucedieron. Luego se despojaron de los bártulos y se tumbaron sobre la hierba mientras seguían hablando del encuentro con los otros… —Con el enemigo —le corrigió José con irónica severidad. —Sí, sí, claro, con el enemigo —aceptó Pablo la advertencia sonriendo —Con el enemigo —repitió— yo iba pensando cómo habría de ser el enfrentamiento, si al vernos nos diríamos, bueno, hasta aquí hemos llegado y se acabó y nos haríamos unas risas o si, por el contrario, nos pondríamos a darnos de bofetadas. La cosa es que, no sé como habrá sido el encuentro para quienes lo tuvieron por 55


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el monte, pero, nosotros, que fue… ¿cómo se llama el pueblo? —le preguntó a José que se limitó a contestarle con un gesto que parecía decir que no recordaba y Pablo prosiguió —… bueno, en un pueblo de seis bares, que los había. Nosotros íbamos alerta ya por las calles, pues el capitán ya nos había advertido de antemano que en cualquier momento, pero yo pensaba que habría de ser en la campa, una vez que saliéramos del pueblo, pero, de pronto veo que por el otro lado de la calle empieza a asomar gente y me digo, estos no pueden ser los nuestros, y nos paramos y ellos también, que, por lo que se ve venían ya expectantes y comenzaron a disparar, bueno, la verdad es que no sé quien empezó primero si ellos o nosotros, y dos viejos que estaba allí, en una huerta, nos preguntaron a ver si estábamos en guerra, ¡a tierra, a tierra! les gritó alguno y se tiraron a tierra asustados, bueno, primero dudaron un momento, pero cuando vieron la ensalada de tiros que se estaba armando, de un lado y de otro, se les veía allí, a los pobres, agazapados, tratando de ocultarse bajo cualquier arruga del suelo … —¡Es que fue una pasada, coño! —intervino José—. A mí me dio lástima verles allí a los dos viejos. ¡Bueno! y no sólo a los viejos que, al principio, cuando llegamos y entrabamos por las calles, a las ventanas y a los balcones salían la gente y, cuando empezamos el tiroteo, desaparecieron como un rayo cerrando a golpe puertas y ventanas que no veas y no estábamos más que disparando balas de fogueo, sin ningún peligro para nadie, y asustamos a todo el pueblo… en fin, se les tenía que haber advertido. —Luego todo se pasó —intervino Pablo—. A la noche… —Así y todo —le interrumpió José—. El miedo que se llevaron fue de muerte. Ya viste lo que nos decían: ¡Joder chavales, que susto nos habéis dado! Estoy seguro que a más de un vecino le hemos dejado con diarrea. —Esperemos que no —dijo Pablo—. Ya viste después, a la noche. 56


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Todo el pueblo estaba con nosotros en las calles y en los bares tomando vinos. —Y… con los dos bandos —puntualizó José. —¿Cómo con los dos bandos? —pidió Fabio una explicación. —Sí, verás —trató de explicar José—. Nos dieron orden de retirarnos un kilómetro, de lo que se consideraba la línea de combate, a uno y otro bando y montar los respectivos campamentos. Y así lo hicimos. Un kilómetro unos a un lado del pueblo y otro kilómetro al otro lado el otro bando. Pero a la noche tanto los de un lado como los del otro, muchos, nos hemos llegado al pueblo a pasar un rato. —¿Y eso, con autorización? —preguntó Fabio. —Todo lo contrario. Lo teníamos prohibido —contestó José— prohibido confraternizar con el enemigo, según orden del Comandante. Pero allí estábamos de los dos bandos bebiendo juntos armando un jaleo que no veas. —Pero no parece que ha pasado nada —aclaró Pablo—. El pueblo parecía que estaba en fiestas y hubo quienes querían ir donde el alcalde para que sacara la banda de música a la plaza y organizar un baile. —Los mozos se plantaron —dijo José—. Sólo hace falta que después del susto que nos habéis dado os queráis ahora aprovechar de nuestras mozas, protestaron. —Así que la guerra ha terminado casi en una juerga —comentó Fabio con una sonrisa. —¡Bah! —comentó Pablo— no te has perdido nada. Yo, te digo la verdad, estoy reventado. No te digo las ganas que tengo de que termine todo esto. Aprovecharon que un camión salía para llegarse al pueblo a tomar un buen almuerzo de media mañana. Los bares estaban a 57


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reventar de soldados que en cierto modo festejaban el final de las maniobras aunque oficialmente faltaran un par de horas. Había vino, bocadillos de lo que fuera y animada charla. En aquella algarabía Pablo creyó percibir una voz que, de pronto, se le hizo familiar. —Perdonad un momento —se justificó ante Diego, José y Fabio. Y se acercó hacía el soldado y esperó hasta que volviera a hablar con el grupo con quienes se encontraba. Tardó el muchacho en tomar la palabra y cuando lo hizo Pablo le escuchó con la mayor atención. Y después también. Y luego, tomándole del hombro le apartó ligeramente del grupo mientras el muchacho le miraba sorprendido. —Verás… ¿tú te llamas Armando? —Sí. —¿Me conoces? —Pues… la verdad es que no. —Me llamo Pablo. Armando continuaba con el mismo gesto de extrañeza. —Verás Armando —prosiguió Pablo—. El otro día, la víspera de comenzar estas maniobras, a la noche, hubo un grupo en el campamento… —¡No me vas a decir que tú también estabas allí! —le interrumpió sorprendido amagando una sonrisa. —Sí, estaba. Armando estalló en una carcajada. —¡Pues tú me dirás cómo salimos de allí, porque yo…! —Pero seguro que sí recordarás que me contaste que una noche de copas con amigos en un cabaret de Madrid sacaste a Ava Gardner a bailar. —¿Te conté eso? Pues sí que estaba borracho de verdad para contarte una cosa así. Espero que te diste cuenta que… 58


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Durante un buen rato comentaron los incidentes de aquella noche. —No sé qué chiste le has contado a ese para que se haya reído tanto —le dijo Diego a modo de pregunta cuando volvió. —No ha sido nada de chiste. El otro día me confesó una vivencia suya que terminé por no creerle. Y ahora, que me ha negado ser verdad aquello y por su forma de refutarlo, es cuando me doy cuenta de que sí, de que sí es verdad que bailó una noche en un cabaret de Madrid con Ava Gardner. Diego, José y Fabio abrieron los ojos desorbitados pidiéndole una explicación lo más detallada posible. A las doce en punto del mediodía el sonido incisivo de una corneta anunciaba el cese de las maniobras generales. Un estruendoso ¡hurra! Y las gorras lanzadas al aire fue la respuesta. Una hora después una interminable caravana de camiones llevaba a la tropa a los cuarteles. Llegaron entrada ya la noche. No pudo evitar, una vez más, acostado ya en su litera, tomar en sus manos la carta de Estela un tanto ya manido el pliego tras esos días de marchas transcurridos en el bolsillo de la guerrera hasta donde la humedad del sudor fue inevitable que calara. Apenas ya se hacía adivinar el aroma del perfume que Estela usaba y transcendía a los papeles que cuidaba en su mesilla. Quería pensar que aquella noticia desalentadora no podía encerrar una intención más allá de lo que explícitamente expresaba. Deseaba convencerse de ello pues una nueva ola de desesperación parecía cernirse sobre su ánimo y la tentación, otra vez, de plantarse ante una botella, y de las que vinieran después, comenzaba a tomar visos de posibilidad. Y esta vez con todas las consecuencias sin dejarse sorprender por la más mínima reflexión ni prudencia sino ya con toda la intención de dejarse caer en la más profunda desolación. Porque 59


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¿qué adelantaba con un desquite de similar medida? Lo había pensado, desde luego. Pero, aun llegando a aventajar en el hecho de que la chica, a la que fuera a ceñirse con toda pasión, se dejara llevar por su arrebato y lo que pudiera suceder después, sucediera, le parecía una venganza realmente ruin. Así que, lo expeditivo era plantarse ante una botella y… EL DÍA SIGUIENTE

—El cartero te ha llamado mil veces ¿dónde estabas? Tienes carta —le comunicó Pablo. Estaba desayunando en el comedor cuando recibió la inesperada noticia. Así que, salió disparado a por la carta que ya llevaba seis días en la oficina de correos del cuartel, según le dijeron. ¿… qué te ha pasado que no me has contestado a mi anterior carta? ¿No te ha dado tiempo? Siempre has dispuesto de unos minutos para escribirme aunque no fueran más que tres líneas. En este momento en que te escribo sé que estáis en plenas maniobras y tu carta tenía que haberme llegado ya. Estoy preocupada. He oído a gente comentar que son unas maniobras muy duras. Qué ganas tengo de que terminen y estés de nuevo conmigo. No sabes cuánto deseo volver a verte. Quiero pensar que no has tenido tiempo para escribirme. Pero, ¿ni tan siquiera dos líneas? ¿Tan ocupados habéis estado con los preparativos? Seguro que en plenas maniobras no os habrá sobrado ni un minuto de tiempo. Y a saber además por dónde andaréis. ¿Estás bien?... —¡He sido un tonto! —pensó en voz alta. Consideraba, de pronto, que había dado una importancia desmesurada a un hecho verdaderamente baladí. Una actitud que le podía haber costado una grave sanción en un momento tan ino60


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portuno como era en vísperas de licenciarse. Y una corriente de felicidad estremecía su piel mientras, una vez más, volvía a leer la carta. “Radio Macuto” pregonaba que en cuarenta y ocho horas tendrían ya la Licencia en la mano, que habían oído comentar en ese sentido a tal o cual oficial. Otros decían que los documentos estaban a la espera de la firma del General y que el trámite, en cuestión, podría llevar tiempo, por lo menos ocho o diez días. Esta situación desesperaba a cualquiera y la protesta era continua en boca de muchos. —¡No te pongas así! —le salió al paso el alférez Villar—. Si se puede decir que, prácticamente, tenéis la Licencia en la mano. —Pero con eso no adelanto nada si, mientras tanto, tengo que estar aquí metido. —¡No es para tanto, Diego, no es para tanto! Lo que te pasa es que eres alérgico a la disciplina. Diego se sintió sorprendido con aquella observación. —Creo que nadie se puede quejar en el Ejército de mi comportamiento —le contestó con gesto contrariado. —Desde luego que no. No se te puede hacer ninguna objeción. Tienes un buen historial. —¡¿Entonces?! —Pero es evidente que la disciplina militar no va contigo. Es algo que he observado en ti. Y me confirma el hecho del día pasado… Diego le miraba expectante. —… estaba claro que algún día habrías de reventar. ¿No es así? y no fue ninguna sorpresa encontrarte nada menos que comandando aquella manada de borrachos. ¡Y mira que la teníais buena! —¡Bueno… ¡ —trató de excusarse Diego amagando una sonrisa de circunstancias—. Pasarse un tanto en la bebida y, sobre todo, 61


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cuando se está en la mili, es algo que está poco menos que a la orden del día. Y nada tiene de sorprendente. —Desde luego —puntualizó el alférez—. El que uno se emborrache en una tarde de asueto y entre en el cuartel tambaleando, en fin, nada tiene de anormal. Pero… emborracharse, después del toque de silencio, fuera de los barracones, en la campa, a pocas horas de haber comenzado unas maniobras generales… hay que estar verdaderamente desquiciado ¿no te parece? ¿Te das cuenta de las consecuencias? —Sí. Ahora que lo dices. La verdad es que fue realmente arriesgado. —¡¿Arriesgado?! —exclamó el alférez—. Arriesgado es decir poco. Suicida, diría yo. Y que no erais sólo dos… o tres, que era toda una manada los que estabais allí. —¡Bueno…! —trató Diego de quitar hierro al asunto —Menos mal que estabas tú de Puesto esa noche y evitaste el percance. Es algo que se te agradece, de verdad. —No es a mí a quién habríais de agradecer —dijo el alférez mientras comenzaba a esbozarse un gesto de sorpresa en el rostro de Diego —sino al capitán Torres. También yo debería agradecerle. La sorpresa se hizo total en Diego que quedó mudo, incapaz de articular una palabra. —No me mires así, Diego —prosiguió el alférez—. El capitán se enteró. Aquella noche andaba por el campamento vigilando, acompañado del teniente Jiménez. Y lo vio todo. Hasta os vio cómo llegabais de la campa. Yo he sabido esto hace dos días, que me lo ha contado el teniente. Me dijo que el capitán no quiso intervenir y que se dejara pasar la cosa si no había escándalo. Menos mal que todos os fuisteis a los barracones sin ruido. Los muchachos están nerviosos, dice que comentó el capitán, y se han des62


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cuidado con la bebida. Así que hubo suerte, Diego. Ya sabes cómo es el capitán. ¡Si hubiera sido otro…! Diego miraba al alférez sin poder abrir la boca. —¡De buena nos hemos librado! —exclamó después. —De buena nos libramos todos, sí —comentó el alférez—. Vosotros, por lo que hicisteis, y yo, por no notificarlo en el Parte. —¡Bueno! Te voy a decir que… la verdad, aquel fue un momento para mí, en que todo me importaba un comino. Pasara lo que pasara. —No era mi caso, Diego, a mí sí me importaba, si eres capaz de comprender —le contestó Villar un tanto molesto. —Perdóname, no he querido molestarte. —Tú sabrás por qué no o hasta dónde te importaba la sanción que hubierais recibido que, aparte del corte de pelo, bien hubieran podido ser unos meses más de servicio militar. Es cosa que va a ocurrir con algunos que han incumplido órdenes durante las maniobras. Pero el hecho fue, Diego, que tú no estabas tan borracho como para no darte cuenta de que la situación era realmente peligrosa y tuviste la suficiente cabeza como para dejar a los demás ocultos y llegarte, con los de vigilancia, al puesto de guardia, para tratar de arreglar de algún modo la papeleta. No te digo nada si los doce hubierais llegado por mitad del campamento con aquella facha y, como sabemos ahora, con el capitán de espectador en palco de preferencia. —Sí… hubiera sido tremendo. ¡Tremendo! —Y que lo digas. Ahora estarías deseando que tu mili se alargara hasta que, por lo menos, te creciera el pelo medio centímetro para no llegar a casa con la cabeza rapada. Que también eso hubiera podido suceder, pues un tiempo de calabozo habría sido lo más probable y, si te descuidas, unos meses más de mili también. 63


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Diego no pudo menos que sentir un escalofrío sacudiéndole la espalda. Y, por otra parte, pensó, si los mandos se llegan a enterar que la noche siguiente la pasaron en el barracón, en vez de, como toda la Compañía, en las tiendas de campaña, por culpa de las hormigas… A media tarde les concedieron unas horas de asueto. Eran las primeras horas de una cierta libertad después de las maniobras. Así que, salieron del cuartel como flechas. La intención era meterse en una cafetería y escribir una carta a Estela, como tantas veces siempre, para notificarle que había recibido su carta, excusarse de algún modo, sin saber cómo, del motivo por el cual no le había escrito carta, y decirle, sobre todo, lo mucho que la quería. Y en eso estaba, con la cerveza delante tomándolo a pequeños sorbos, hasta que llegó el momento de intentar justificar un motivo, una disculpa, un pretexto, que se le hacía imposible razonar. Y algo tenía que argumentar, pensó. Sí que dentro de unos días hablarían pero no podía ahora eludir una explicación a un hecho que tanta preocupación parecía haber causado a su chica. Ante la imposibilidad tomó una decisión. Pidió al camarero si era posible solicitar una conferencia telefónica desde el establecimiento ya que el asunto requería más bien un diálogo que un soliloquio. No se lo dijo así pero por ahí fue más o menos la petición del favor. Fue la misma Estela quien contestó a la llamada. —¡Diego! —exclamó sobresaltada. Y tantas cosas que decirse así de pronto con atropelladas palabras hasta ¿por qué, Diego, no me contestaste a mi anterior carta? Porque… la recibiste ¿no? Y si no la recibiste ¿por qué no escribirme antes de salir a esas lamentables maniobras? ¿Por qué los hombres siempre estáis con esas cosas? —Sí, Estela, la recibí, la recibí. Recibí tu carta. —¿Entonces, por qué no me contestaste? 64


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—Bueno, Estela, mira, es un poco difícil de explicar. —¡Qué es difícil de explicar, Diego! ¿Hay algo que sea difícil de explicar? —Verás… —Te veo lento, Diego. ¿Hay algún problema? —No, Estela, no… no hay ningún problema. Pues sí que me estoy complicando, pensó Diego. —Diego… —Verás, Estela —y fue decidido al grano—. En tu carta anterior hubo algo que no me gustó y me dio que pensar. —¿Qué te decía que no te gustó? Ya tuvo que ir al meollo del asunto: Ernesto, la invitación, el café, el baile. —¡Pero que no hubo baile, Diego, que sí el café y las amigas, Ernesto es amigo tuyo, Diego! —No tan amigo, no tan amigo, Estela, que le conozco bien. —O se es amigo o no, Diego, no hay intermedio. —Ya sé lo que me digo, Estela. —¡Oh, Diego, estás celoso! —No digas tonterías, Estela. —¡Sí, sí, que lo estás, lo estás! —Estela… —¡Nunca lo hubiera pensado, Diego, qué ilusión, cuánto te quiero! —¡Lo que faltaba! —masculló entre dientes. —Ven pronto, Diego, cuanto antes, enseguida, ven ya. ¿No puedes ahora mismo tomar el tren? —¡Estela, por favor!

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¡EL DÍA!

Como casi siempre, “Radio Macuto” falló. No fue a las cuarenta y ocho horas, como los optimistas esperaban, ni tampoco a los ocho o diez días, como los pesimistas presagiaban, sino a la sexta jornada de haber llegado de maniobras, cuando les dieron la Licencia. Se levantaron al toque de corneta como todos los días, a las seis y media de la mañana. Era un día más, con su carga de desesperanza. Y fue después del desayuno cuando se corrió la voz de que las cartillas, con la Licencia, estaban preparadas. La noticia, de primeras, sorprendió por su espontaneidad y no sabían si creérselo o no. Seguro que es un bulo propagado por algún hijoputa, hubo quien llegó a comentar malhumorado. Sin embargo, la noticia comenzó a tomar visos de veracidad cuando el brigada López les dijo que se prepararan para dejar en Intendencia sus pertenencias militares. —¡Estamos lilis! —surgió entonces el grito que todos tenían contenido en los pulmones. Llegó el momento de las despedidas, de los abrazos. —Bien, Laredo —le dijo el capitán Torres cuando se despedía de los destinados en oficinas—. Le deseo lo mejor en la vida civil. Diego hubiera querido decirle algo respecto al incidente sucedido la víspera del comienzo de las maniobras. Decirle algo, quizá, a modo de agradecimiento por su comprensión y tolerancia al haberse mantenido al margen de los hechos. Pero sabía que no podía hacerlo. Que no debía. Porque, claro estaba también que el capitán había incumplido con su deber al no haber tomado medidas por aquel desacato de la ordenanza que estaba ocurriendo ante su 66


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vista, por lo tanto, no podía ponerle en evidencia ni tan siquiera ante sí mismo. Así que, se limitó a agradecerle sus palabras y a un apretón de manos. Hubo, eso sí, un cruce de miradas cómplice, acompañada de una sonrisa, que venían a decirse lo que con palabras no era posible. Sabía a qué hora tenía el tren. Y no perdió ni un minuto. Sus pasos le llevaban a la estación. Sus pisadas en la calle, toc, toc, un, dos, un, dos, un, dos, izquierda, derecha, izquierda, derecha… ahora todo eso quedaba atrás… las botas también… botas pisando la carretera… monótona sinfonía… Cuando llegó a la estación, faltaban veinte minutos para que llegara el tren.

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EN LA VERDE RIBERA DEL SPREE

Paramos en la frontera. Nos hicieron bajar del tren. Pasamos por un departamento donde nos revisaron las maletas. Y volvimos de nuevo al mismo vagón. Después, ya en marcha, primero pasó un funcionario, provisto de una bandeja, colgada del cuello por una cinta, donde se alineaban estampillas y un tampón, pidiendo la documentación a los viajeros para estampar el sello correspondiente. Cuando llegó a mí, le extendí mi pasaporte. Lo miró con detenimiento. Y me lo devolvió, sin sellarlo, mientras me escrutaba con la mirada. Y continuó su labor pasillo adelante. Quince minutos después entraron en el vagón dos policías que directamente vinieron a mí. Me pidieron la documentación. Observaron con detenimiento. Me dijeron después que se la llevaban y que dentro de poco me la devolverían. No pude menos que sentirme incómodo al verme de pronto privado de mi pasaporte mientras viajaba por un país extranjero. Pasaba el tiempo, ese rato que uno considera prudente para que le devuelvan el preciado documento y nada hacía presagiar la vuelta de los dos policías. La incomodidad dio paso a la preocupación y empezaba a lamentar mi decisión de llegarme a Berlín para visitar a un amigo. Cuando en Hamburgo consulté en el Consulado español mi propósito y me preguntara la secretaria si era en avión donde habría de hacer el viaje y yo le dijera que en tren, ella me dijo con evidente gesto de inquietud, bueno, ya sabes que España no tiene relaciones diplomáticas con la República Democrática de Alemania, entonces, si te pasa algo, nada podemos hacer por ti; hasta ahora, que sepamos, no ha pasado nada, pero… nada te podemos asegu68


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rar. La tentación de la aventura, mi actividad de periodista, poco menos que recién estrenada, y mis veinticinco años de edad, no lo pensé más y me subí al tren aquella mañana de principios de octubre. Pero, en ese momento, a menos de una hora de llegar a Berlín, sin mi pasaporte, verdaderamente, empecé a sentirme muy preocupado. ¿Cómo había podido ser tan pardillo de, a la primera de cambio, encontrarme en una situación así? ¿Qué había hecho yo en mi vida para verme ahora en semejante circunstancia? Cuando terminé el servicio militar y decidí estudiar periodismo y me presenté al director del Diario con el fin de realizar prácticas y me preguntó qué idiomas sabía, le dije que lo aprendido en el bachillerato, latín, griego, inglés y francés; o sea, un poco de todo. Me contestó que eso mismo lo sabían todos los de la plantilla de la redacción. Me quedé confuso, sin palabra que decir, hasta que logré farfullar: y… ¿entonces? Entonces, me dijo, aprende alemán. Lo soltó así como bien pudiera haber dicho, aprende chino. No quedaba más remedio y me ocupé en el intento. Dos años después y con la intención de mejorar el idioma me fui un mes a la Universidad de Hamburgo, en el verano, a un cursillo intensivo. En ese tiempo, entre otros, conocí a Herbert. Ahora, cinco años después, he vuelto para visitarlos y me encuentro con la sorpresa de que Herbert ha sido destinado, por la entidad bancaria donde trabaja, a sus oficinas de Berlín, de Berlín Occidental se entiende. Y después de hablar con él por teléfono, yo mismo le he dicho que, ya que estoy en Hamburgo, me acerco ahí para estar dos días contigo, y me veo envuelto en este propósito de visitarlo. Dos días en Berlín bien puede tener, además, algún interés periodístico, me digo. Por otra parte, daba toda la sensación de que la tirantez política entre las dos zonas alemanas de algún modo algo se había distendido. Por ejemplo, ahora yo viajaba en el tren, por la zona 69


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comunista, sin que las ventanas estuvieran cerradas. Podía ver los campos y los pueblos por donde transcurría, tranquilamente. No como años atrás, cuando, según me habían contado, las ventanas tapadas impedían mirar al exterior y los viajeros se veían obligados durante esas horas, encerrados en los vagones, a viajar poco menos que en la oscuridad, solo con la tenue luz eléctrica del vagón. Así que, ahora, que cierta tranquilidad me animaba, me sorprende este incidente inesperado en que la policía me deja de pronto tan desprotegido. Nunca me había pasado una cosa así. Medía hora antes de la llegada, apareció el policía con mi pasaporte. Herbert me esperaba en la estación. Cuando le conté a Herbert lo sucedido en el viaje mientras me llevaba en su coche a la pensión donde había encargado una habitación para mí, amagó una amarga sonrisa. —Pablo… —me dijo— aquí todavía no ha terminado la guerra. No estamos a tiro limpio, pero en cualquier momento podría suceder. Los soviéticos quieren hacerse con la ciudad. Desde que en 1948 los Aliados comenzaran a retirarse quien nunca tuvo voluntad de replegar sus tropas fue Stalin. Y han pasado once años. Y aquí están esperando a que los berlineses de la Zona Occidental, por agotamiento, nos vayamos, para tomar Berlín por completo. Me quedé callado. Conocía, desde luego, la situación política de Berlín, pero el que, de algún modo, mencionara a Stalin como si estuviera vivo, cuando era un hecho su fallecimiento hacía ya seis años, me dejó descolocado. No sé qué significado le podía dar a esa referencia. Estábamos hablando en alemán, claro está, ya que Herbert desconocía mi idioma, y pensé que mi deficiencia del lenguaje me impedía captar aspectos que ellos, los alemanes, refiriéndose a la situación política, daban por hecho. La sentencia 70


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de Deutsche Sprache, schwere Sprache (idioma alemán, difícil idioma) que tantas veces había oído durante mis estudios del idioma me conminaba a ser prudente. No quise, por lo tanto, entrar en matices y la conversación enseguida se fue por otra vertiente. Me preguntó por Olga, mi novia, a ver cuándo pensábamos casarnos y yo, a mi vez, por su Katrin. Me dijo que casi todos los fines de semana los pasaba en Hamburgo, que si se alargaba su estancia en Berlín tendría que pensarlo para alquilar una vivienda, pero que Katrin ya tenía un puesto de trabajo en Hamburgo y que sería un lío hacerla venir. En fin, que todo andaba en función del trabajo. Como yo, le dije, que todavía no tenía afianzado el puesto en la redacción del periódico, ocupado en labores triviales, esperando una oportunidad y, por consiguiente, la necesaria subida de sueldo que afianzara mi futuro. Llegamos a la pensión donde habría de instalarme, en la Schlüterstrasse, una calle adyacente a la avenida de Kurfürstendamm. La dueña me condujo a la habitación, donde dejé la maleta, y, seguidamente, Herbert me llevó a la casa donde se alojaba. Me presentó al matrimonio que le acogían, Herr Fischer y su esposa, jubilados ya, y que nos habían preparado un té con galletas que disfrutamos mientras charlamos con ellos sin parar de hacerme preguntas. Para Herr Fischer, Di Stefano era ese futbolista al que desearía ver fichado por el Herta Berliner Sport Club. Parecía decirlo en serio. Por las corridas de toros no demostraba especial aprecio, sin embargo, sabía de Luís Miguel Dominguín y dijo haber lamentado la muerte de Manolete, de eso hacía ya doce años. Que sí que habían estado, dos veces, en España, en vacaciones, habiendo hecho largos recorridos. La conversación derivó después en la cuestión política. —Se puede uno mover por toda la geografía nacional, sí —le dije— pero ninguna libertad de expresión, mucha censura, la prensa, es71


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tamos siempre muy vigilados y hay presos políticos en las cárceles. Herr Fischer amagó una sonrisa de condescendencia que en aquel momento no comprendí. Al anochecer cenamos en un restaurante y Herbert me comentó la imposibilidad de pasar el día siguiente conmigo, como lo había pensado, debido a su trabajo. Pero sí que comeríamos juntos y que haría lo posible por pasar la tarde conmigo. Me aconsejó hacer una Rundfahrt, una visita a la ciudad en uno de esos autobuses guiados que me llevaría también por la zona soviética. —Pero no se te ocurra andar solo por cualquier parte —me advirtió con severidad. —Descuida —le dije—. No saldré de la Kurfürstendamm. —Te vas pasado mañana. Es poco tiempo —puntualizó. —Esperaremos a otra ocasión —le dije—. No era intención mía venir a Berlín. Y no tengo más tiempo. Las vacaciones se me acaban. Me acompañó a la pensión. Enseguida me quedé dormido, me sentía realmente cansado. Hasta que, avanzada la noche, oí que alguien movía la manilla de la puerta. Me incorporé sobresaltado en la oscuridad. Oí que lo intentaba otra vez y después desistió. Me acosté con la mirada fija en dirección a la puerta. En algún momento me quedé dormido. La dueña de la pensión me sirvió el desayuno en la habitación y cuando me preguntó qué tal había dormido estuve a punto de preguntarle quién habría sido quien intentó de madrugada abrir la puerta de mi cuarto. Pero no le pregunté. Tenía tiempo para la visita guiada a la ciudad y me dediqué, mientras tanto, a pasear viendo escaparates por la Kurfürstendamm. En uno de los quioscos de venta de periódicos me entero del fallecimiento, en Roma, del actor norteamericano Mario 72


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Lanza, tenor, por otra parte, intérprete de la película “El gran Caruso” que tanto éxito de público tuvo así como seis años atrás. El viaje en el bus por la ciudad fue de lo más atractivo. Pasamos a la zona comunista por la Puerta de Brandeburgo, donde nos hicieron bajar del bus, presentar la documentación en la garita, y volver a subir después. Ya el guía, desde el principio, nos advirtió de no hacer fotografías. Así y todo me arriesgué hacer algunas en el cementerio donde están enterrados los soldados de la Unión Soviética que murieron en la toma de la ciudad, aprovechando una manifestación de trabajadores que recorría el lugar. También hice alguna más en la Avenida de Stalin. Siempre lo hacía intentando la mayor discreción, colocándome detrás de cualquier compañero de viaje. Pensaba que todo lo más que me podía suceder fuera que me obligaran a sacar el carrete de la máquina y entregárselo y que no pasaría de ahí la cosa. Como periodista, no podía dejar escapar una ocasión así. Pensaba, además, lo bien que le parecería a mi jefe un reportaje con aquellas instantáneas. Mientras almorzaba con Herbert, después, en un restaurante de la Kurfürstendamm, tantas cosas para contarnos, me dijo que, para cenar, nos acompañaría un amigo suyo, periodista. Me pareció estupenda la idea. A media tarde me llevó a las afueras de Berlín, concretamente a la ribera del río Spree, por donde paseamos sosegadamente mientras charlábamos. De pronto apareció una familia de jabalíes, el papá, la mamá y cuatro cachorros, que apresuradamente se dirigían a no se sabe dónde. Herbert los miró sorprendido. —¡Esto no me ha ocurrido nunca! —exclamó—. Y mira que vengo a menudo por estos campos. Desaparecieron enseguida entre los árboles. Fue lo primero que comentó Herbert con Ludwig, que así se llamaba su amigo el periodista, cuando nos encontramos con él. 73


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—¡Y los mayores, Ludwig, tenían unos colmillos así! —dijo marcando un espacio entre una mano y otra—. Casi tan grandes como un toro de los que torean en España. Ludwig estaba ya enterado pues la noticia había llegado a la redacción del periódico. El evento nos sirvió para bromear un buen rato y entrar en animada conversación mientras cenábamos. No pude menos que contar entonces el hecho de que alguien, en la pasada noche, había intentado abrir la puerta de mi habitación. —Algún hospedado que llegaba borracho y se equivocó —comentó Herbert en tono de broma. —Si no insistió más ni derribó la puerta… pero… por lo que se ve te asustaste —intervino Ludwig. —Pues la verdad es que sí —dije. —Me asusté. Herbert contó a Ludwig el apuro que pasé en el tren al quedarme sin documentación durante más de una hora. —Bueno… —dije entonces—. Me dejaron sin el pasaporte, pero no estaba totalmente indocumentado, también llevo el carnet de periodista. —Ya… ¿y qué hace un periodista español en la República Democrática de Alemania sin ninguna documentación oficial? —soltó Ludwig con evidente ironía. —Pues… —dije intentando dar una explicación razonable —viajando al Berlín occidental a visitar a un amigo. Ludwig se limitó a mirarme con cierta sorna. Gesto que no pudo menos que molestarme un tanto pues una vez más volvía a sentirme como un pardillo. —Hubiera tenido problemas —dije entonces a modo de pregunta. —Los hubieras tenido, sí —dijo Ludwig con gravedad—. Hubieras podido ser un desaparecido más de tantos que de vez en cuando sucede. Algunos de los cuales son noticia en la prensa del día. 74


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—Estamos en guerra, Pablo —dijo Herbert preocupado—. Y, además, por su declarado anticomunismo, España no tiene relaciones diplomáticas con la Alemania Oriental. —Aquí está el frente, en Berlín —dijo Ludwig—. Si el estalinismo logra apoderarse de esta ciudad, se apoderará también de Alemania y, de seguido, no cejará hasta llegar a Gibraltar, no te quepa la menor duda. Si se pierde Berlín, se pierde Europa —sentenció—. No sé si en España sois conscientes de ello —recalcó. —Stalin ha muerto hace seis años. Querrás decir, comunismo —dije entonces con cierto énfasis, un tanto molesto. —Llámalo como quieras —sentenció Ludwig—. Pero yo quiero pensar que no es comunismo lo que nos quiere avasallar. No entendí qué diferencia podía considerar Ludwig entre los dos conceptos y no quise entrar en disquisiciones que me fueran imposibles de entender por eso del schwere Sprache del idioma alemán y dejé que la conversación tomara otros derroteros saliendo de la depresión en que parecía envolvernos. Y hablamos de futbol, de cine, de literatura y, finalmente, del propósito de volver a vernos. Tardé en dormirme. A media mañana tomé un taxi que me llevó a la estación. Al ir a comprar un periódico al quiosco pude advertir que los jabalís en la verde ribera del Spree eran noticia en todos los diarios. Durante el trayecto, en el tren, no tuve ningún contratiempo con el pasaporte. Sencillamente, llegó la pareja de policía, me pidieron el pasaporte, lo miraron y me lo devolvieron en el acto. Llegué a Hamburgo al atardecer. Una semana después me encontraba de nuevo trabajando en la redacción del diario en Madrid. Pasados dos años, el 13 de agosto de 1961, Ludwig, con quien seguí teniendo siempre relación, me anunciaba, con pesar, la cons75


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trucción, por parte de la República Democrática de Alemania, de un muro que dividiría Berlín, Alemania, Europa y el Mundo. Me lo dijo con estas mismas palabras.

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Carta desde horizontes lejanos CARTA DESDE HORIZONTES LEJANOS Garoa ikusten lortzen nuenean ia negarra nerion, ta orduz egoten nintzen han. (Cuando llegaba a ver el helecho casi lloraba, y pasaba allí horas y horas) Bartolomé Azkoitia (pastor vasco que desarrolló su labor en Oregón, California y Nevada)

California 25 de marzo de 1959

Queridos padres: Os escribo especialmente esta vez porque ayer… esta noche… esta madrugada… La verdad es que… me encuentro… no sé cómo decirlo… de algún modo, impresionado. Por mi carta anterior sabéis que estoy en California. Entonces os decía que a los pocos días de llegar, a este mi nuevo destino, no pude menos que sentir algo especial que nunca antes sentí allí en Oregón. Algo que no sabía explicaros. Y que todavía sigo sin poder explicarlo aun después de lo que me ha sucedido esta pasada noche. 77


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Antes que nada os diré que hasta que yo llegué aquí, había estado Meder al cargo del rebaño. Me dijeron de la Compañía que yo iba a relevarle, sin darme más explicaciones. Tampoco me dijo nada el que me llevaba en la camioneta que es quien, cada diez o quince días, nos llega para traernos alimentos, la correspondencia y demás enseres. Yo iba contento y con deseos de ver a Meder. Me acordaba de todo lo que nos hizo reír en el viaje cuando veníamos, aliviando la pena que llevábamos por dejar nuestros hogares. Era el más alegre y chistoso del grupo. Luego, cuando llegamos a Los Ángeles, ya sabéis, cada cual fuimos a distintos destinos. Unos a Nevada, otros, como yo, a Oregón y Meder, con otros, aquí, a California. Pues ahora, cuando le he vuelto a ver, después de tantos meses, no era el mismo. Estaba delgado, tenía aspecto de abandonado, no me habló ni una sola palabra, perdido en el mayor silencio y sin tan siquiera dirigirme la mirada en ningún momento. Hasta podría pensar que no me reconoció. Cuando se montó en la camioneta con sus bártulos y arrancaban, entones sí, fijó su mirada en mí y pareció decir algo que era imposible que yo pudiera oír pues ni tan siquiera gritando, con la ventanilla cerrada como estaba. Abría una y otra vez la boca como si repitiera una sola palabra. Me quedé impresionado. Luego, cuando entré en el carromato, que también nos sirve para cobijarnos y para dormir, observé que lo había dejado descuidado, sin atención alguna. He pensado en Meder todas estas semanas y ninguna explicación me ha dado el encargado que me llega con la camioneta en estas dos o tres veces que, desde entonces, ha estado aquí. Bueno, sí, algo de que no se encontraba bien y que había sido hospitalizado pero que ya se estaba recuperando. En definitiva, que no era grave. Lo que me tranquilizó. 78


Carta desde horizontes lejanos Pero lo que os quiero contar es lo que me ha sucedido esta noche. Como os digo, cuando llegué aquí empecé a sentir algo especial, algo que nunca lo sentí en Oregón. Y no sabía qué. Miraba a todo horizonte esperando algo. Hasta pensaba que podían aparecer indios a caballo con sus plumas y flechas, como en las películas que tantas veces hemos visto en el cine. Tonterías, me decía luego a mí mismo. Y lo curioso es que nunca había pensado esto en Oregón. No había pensado esto ni nada que me hiciera sentirme inquieto como ahora lo estaba. Pero hace unos días, buscando con el ganado nuevos pastos, mirando en un momento con los prismáticos, me pareció advertir en la lejanía unas colinas cuyas laderas el verdor se movía con una cadencia singular. Pensé que cuando fuera transcurriendo el día y al cambiar el sol bien pudiera precisar a qué pudiera deberse aquello que tanto llamaba mi atención. Pero el día fue transcurriendo sin que cambiaran las cosas. Pasaron unos días y a caballo me volví al lugar de nuevo. Aquel herbazal seguía allí sin ningún cambio aparente. Ayer, antes de lo habitual, encerré a las ovejas en el redil y como Zigor, que así le llamo al perro, me mirara extrañado como siempre que me salto una norma, le dije que me iba a ausentar, que no sabía el tiempo que habría de tardar y que, mientras tanto, cuidara de las ovejas. Zigor pareció comprender mis palabras y entonces monté a caballo y salí al trote. Justo comenzaba a ocultarse el sol cuando llegué al lugar con la suficiente claridad para ver que aquella curiosa fronda que tanto me llamaba la atención desde la distancia era helecho. ¡Helecho! Y el corazón empezó a latirme aceleradamente. No me es posible expresar todo lo que sentí en ese momento. De todas formas algo puedo decir de las imágenes que se sucedieron por mi cabeza, la familia, la casa, el pueblo, nuestros montes… 79


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Enseguida se hizo de noche. Pero a pesar de ello podía seguir viendo los helechos pues el cielo estaba completamente despejado y la luna brillaba con mucha claridad. Me envolví en la manta. Creí hallarme en las campas cercanas al Mendaur con el rebaño de casa. Y me decía a mí mismo si no estaría soñando. Soñando que pronto iría a América. Creía estar todavía en Mendaur pensando en América, pensando cómo sería Nueva York, cómo sería California. Pero… no exactamente así. No. No sé cómo explicarlo. Quizá, podría decir, como si estuviera en Mendaur y América surgiera en mi recuerdo como un sueño ya sucedido. Eso es. No como un proyecto, sino como algo ya pasado. Pero, a la vez, como algo no alcanzado. Y esto me produce una tremenda inquietud. Me había hecho el propósito de volver enseguida. Pero me he quedado toda la noche. Una tentación irresistible me obligaba a esperar el amanecer para ver los helechos a pleno día. Y estaba yo allí como clavado. No había otra cosa. Quiero decir, que me olvidé del ganado, me olvidé de todo. Creo que me olvidé hasta de mí mismo. Sólo el helecho importaba. Con el amanecer llegó una ligera brisa y los helechos se ondularon como el mar. Como un mar verdoso y brillante pues el ligero rocío que había caído durante la noche lo hacía relucir. ¡Santo Dios, qué hermoso ha sido! He tenido que hacer un tremendo esfuerzo para moverme. He saltado sobre el caballo saliendo a galope. Sin mirar atrás. Bueno, sí, ya con la distancia no he podido evitar volver la mirada un segundo sin dejar de espolear al caballo. Menos mal que cuando he llegado al redil no había ninguna novedad. Las ovejas estaban tranquilas y los perros cuidándolas con normalidad. Aunque eso sí, los perros algo inquietos y se han alegrado cuando me han visto llegar. Ha transcurrido el día y no he hecho más que pensar. Volver 80


Carta desde horizontes lejanos tantas veces cuanto pueda. Será como estar en mis montes allí en el Mendaur. Pero… creo que no es solo eso. Hay algo más. Porque nunca antes pasaron tantas cosas por mi cabeza. Cosas que no me es posible explicar. Cosas que necesito pensarlas poco a poco, para aclarar, para saber. Pues de pronto me he dado cuenta de lo poco que sé. Como si me hallara en un pozo del que es necesario salir. Volveré, sí, a las colinas de los helechos para escuchar su voz, sus palabras. Eso creo yo… En este momento se quedó cortado. No sabía qué más decirles. Nunca había tenido tanto para contar y, sin embargo, no sabía cómo hacerlo. La carta la estaba escribiendo para sus padres o… ¿es para mí mismo para quién la estoy escribiendo? se dijo de pronto. Tenía que pensarlo. Tenía mucho que pensar. Y con esta certeza optó por concluir la carta. Termino por hoy. Os quiero mucho. Vuestro hijo. José

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CARTA DESDE DESESPERACIÓN

Bremenhaven a 25 de Nov. 1966 Querido Don Isaías: Se extrañará de recibir noticias mías, sobre todo después de tanto tiempo. Espero que se encuentre bien. El que haya tardado tanto en escribirle no quiere decir que me haya olvidado de usted, ni mucho menos. Lo que pasa es que, ya sabe usted, por una cosa o por otra, se deja para el día siguiente y uno no ve el momento de ponerse a ello. Por otra parte, la vida aquí es muy dura. Hay que levantarse muy temprano por la mañana pues las distancias son muy largas para llegar al trabajo. Y luego, hasta la noche, que uno llega a la pensión, sin ganas de nada, “kaputt” (rendido), como dicen aquí y que suena más a como realmente termina uno después de una jornada de trabajo. Sin ganas de nada, ni de escribir dos líneas a nadie… Prométeme que, por lo menos, me escribirás una carta al mes… … es por eso que he tardado tanto en contestar a sus cartas y también a Dora que la escribiré mañana mismo, sin falta. Pero es todo por el cansancio del trabajo, por nada más. Y es por esto mismo, por este cansancio, por lo que le quiero escribir. Verá, don Isaías, en la empresa nos hacen una revisión médica cada cierto tiempo y el miércoles pasado… —Tienes el té preparado en la mesa, Juan. Es ya tarde. Me voy a la cama.

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Carta desde desesperación … tuvimos otra vez. Y me han visto que tengo un fuerte cansancio. Bueno, aquí lo llaman estrés. Pero, no se preocupe, me han dicho que no es nada grave, que es cosa de los nervios. Lo único, que tengo que hacer una semana de reposo y tomar unas medicinas. Hace ya unas cuantas semanas que me venía esto encima. Aquí todo fastidia a los nervios. Es demasiado rápido el trabajo como hay que hacer, de mucha tensión y responsabilidad. Y, luego, esta comida, que uno no termina de acostumbrarse… Me alegra que ya tengas amigos y te vayas acostumbrando… … pero, en fin, vamos tirando, que es lo que vale. Lo que quiero decirle… —¿Dónde has dejado el periódico? ¡Ah! Está aquí. … es que quisiera que le dijera usted a Dora esto que le digo con el fin de que no se alarme. Sé que ella se preocupa… A veces no sé qué pensar, Juan, pero los niños se están acostumbrando a no verte y si, además, tardas tanto, cada vez más, en escribir… … y cuando mañana le escriba que el médico me ha mandado hacer reposo, va a ser capaz de pensar cualquier cosa. Y la cuestión no es más que descansar unos cuantos días. Por eso desearía que usted la tranquilizara… No te entiendo, Juan, por qué ahora me mandas menos dinero y me dices que más adelante te lo incrementarán en el sueldo…

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… pues, además, últimamente me he retrasado en el envío de dinero. Pero, no sé si Dora le habrá explicado… —¿Sabes, Juan, que mañana en el Holi ponen una película de Romy Schneider? Me gustaría ir. … que en la empresa hemos empezado una especie de ayuda mutua. Cosa que nos beneficiará a nosotros en el momento oportuno. Pero, en principio, ya se sabe, es necesario aportar… … ni don Isaías ha entendido bien. Él me dice que no me preocupe, que si tú lo dices estará bien. Pero, aunque bien sabes que yo hago durar las prendas, los niños van creciendo y… … por otra parte, el invierno aquí es largo y duro y no he tenido más remedio que comprarme alguna ropa de abrigo… —Juan. … además Dora ya le habrá explicado que tuvimos un problema con un compañero… —¡¿Juan, me oyes?! … que tuvo un accidente y… —Sí, te oigo. ¿Qué quieres? —Que en el Holi ponen una película de… —Sí, ya iremos.

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Carta desde desesperación … y aunque el Seguro paga los gastos… —¿Ya te acuerdas que tienes el té preparado en la cocina? Se te va a enfriar. —Sí, lo sé. No te preocupes. … de clínica y demás, ha sido de necesidad una aportación de los compañeros por sus dificultades familiares. Le parecerá mentira, don Isaías, pero aquí, aunque se gana bastante bien, los problemas son también complicados de verdad. Y entonces se necesita mucho dinero siempre… —Es tarde ya, Juan. Deberías venirte ya a la cama. … sobre todo los emigrantes que han venido con sus familias… … han pasado ya ocho meses, Juan, desde tus últimas vacaciones, que no te vemos. Y dos los años que estas ahí. Creo que ya es hora que, de una forma u otra, hagamos algo para no seguir separados. O voy con los niños ahí o te vienes tú aquí. Algún trabajo ya te saldría. Los niños necesitan de su padre. Y yo creo, también, que nos casamos para vivir juntos y no uno tan lejos de otro… … pues la vida es más cara y la mujer también trabaja, dejando a los niños en una guardería. Ya me entiende ¿verdad? Bueno, lo que le quería decir es que me retrasaré unos días en enviar el dinero a Dora por estos días que estaré en casa por el reposo que tengo que hacer y por la medicina especial que primeramente tengo que pagar yo y que cuando haga los papeles me abonarán. Todo esto se lo diré mañana a Dora. Pero desearía que también se 85


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lo dijera usted así ella se dará mejor cuenta de las cosas… … cada vez lloro más, Juan, y te echo mucho de menos… … ya sabe usted que a veces las mujeres se apuran demasiado sin motivo alguno… … tu mujer te necesita, Juan, haz lo posible por… … la cuestión del piso… … te lo vuelvo a repetir, Juan, consigue cuanto antes un piso para que tu mujer y tus hijos se reúnan contigo. Mira que un hombre necesita… … está ya en marcha. Las perspectivas son buenas. Pero todo requiere su tiempo. No se crea que soy el único que tengo este problema. Aquí hay muchos que están esperando conseguir un piso para traer a la familia… —Juan. … qué más quisiéramos todos que poder hacerlo. Créame. Son muchos los problemas. Cuánto me gustaría hablar con usted de todo esto. Como solíamos hacerlo paseando por la plaza, para un lado y para otro, comentando tantas cosas, o por los arcos, protegiéndonos del sol… —Juan. —Dime. 86


Carta desde desesperación —Es ya muy tarde. … me acuerdo como si fuera ayer. Charlando hasta que nos daban las tantas de la noche, después de un día caluroso de verdad. Daba gusto disfrutar de la calle. ¿Verdad? Pero la vida es difícil. Para algunos, sobre todo. No sé por qué lo es. Uno tiene que salir lejos de su tierra y es muy duro. Porque uno no sale para hacerse millonario. Ni mucho menos. Solamente para tratar de subsistir. Y yo desearía decirle muchas cosas más, muchas más… —Juan. … también sobre problemas laborales, sobre la justicia social y de tantas cosas más que yo entonces hablaba creyendo saberlo todo. Y de otras cosas, como la soledad, la tremenda soledad… —Juan. —Dime. —Pero ¿qué haces? —Estoy escribiendo. —¿Sabes qué hora es ya? ¿No puedes dejarlo para mañana? … y cómo agradeces cuando uno de estos alemanes se te acerca hablándote tres palabras en español. Serías capaz de todo… … y no te olvides, Juan, no te olvides, de dirigirte a Dios en los malos momentos… … pero es lo que pasa, ellos aprenden el español y… —¿A quién? 87


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—¿Qué dices? —¿A quién escribes? —A un amigo. … es como si te sintieras engañado. No sé… —¿A qué amigo, Juan? —A uno. —Deberías darles ya a todos esta dirección. A tus padres también. No es preciso que te remitan la correspondencia a la empresa. Y deberías de escribir a tu amigo cura, a don Isaías. Hace tiempo que no me hablas de él. ¿Ya no te escribe? Nadie mejor que él para que nos manden la documentación necesaria. Yo mismo podría escribirles dándoles la noticia. Se alegrarán, además, de saber lo bien que me estás enseñando el castellano. —¡¡Um Gottes Willem, (Por el amor de Dios) Helga, quieres dejarme en paz!! —¡¿Juan, qué te pasa?! —le preguntó apareciendo asustada en la sala. —Estoy escribiendo y tú me estás interrumpiendo constantemente. —¿Es sólo por eso que te has puesto así? —¡Donnersetter! (expresión de enfado) —¡Por Dios, Juan, ¿qué te pasa, de verdad, qué te pasa?! ¿No te encuentras bien? —Perdona, Helga, perdona. Es que… —Algo te pasa, sí. —¡Scheisse noch mal! (expresión de enfado) —¡Por Dios, Juan! —exclamó abrazándole—. ¿He dicho algún inconveniente? —No Helga, no. Ningún inconveniente, ninguno… 88


Carta desde desesperación —Dijimos que cuando llegara este momento nos casaríamos. Que comunicaríamos a tu familia lo del hijo que esperamos. —¡Oh Dios… Helga! —Estás temblando. Déjame que te abrace. Tranquilízate. —Es que… —Dime, Juan, dime. —¡No puedo, no puedo! —Juan… —¡Mein Gott! ¡Mein Gott! (¡Dios mío, Dios mío!).

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EL VICARIO SE PRESENTÓ EBRIO

Coincidieron al salir de la redacción y entraron en la cafetería mientras charlaban sin mayor intención antes de despedirse. Fue en esa charla de dimes y diretes que Eugenio con maliciosa sonrisa comentó la nota llegada hacía unos días a la redacción acerca del evento sucedido en un pueblo de Inglaterra en que un sacerdote se presentara borracho a la ceremonia de un enterramiento en el cementerio. —¡No me digas! —exclamó Pablo sorprendido. A Eugenio le llamó la atención que no estuviera enterado pero la razón de su ignorancia era debida al hecho de haberse hallado ausente durante unos días en Italia cubriendo un certamen cinematográfico. Entonces Pablo le pidió explicaciones de los motivos del lamentable proceder del sacerdote pero Eugenio poco sabía más allá de la escueta nota. —Pues la verdad es que nada más te puedo decir del suceso —se explicó Eugenio—. Eso es todo lo que venía a decir la nota, que el cura llegó ebrio a la ceremonia. —¿Y no se ha recibido un posterior comentario? —apuntó Pablo. —Pues no, por lo que se ve. Se hubiera sabido. Tampoco parece que en dirección tuvieran ningún interés en la noticia. De todos modos, esa breve reseña se publicó en el diario. —Hubiera sido preciso saber todo lo acontecido ¿no te parece? —Pues sí. Desde luego, pues es como para escribir más que una simple reseña. —Como para escribir un buen artículo —sentenció Pablo. —Tú, Pablo, que siempre has sido crítico con la Iglesia, con los curas pederastas, con los que llevan doble vida, con los curas vascos que de algún modo justifican el terrorismo… 90


El vicario se presentó ebrio —Los he conocido, Eugenio, los he conocido. He pasado tiempo allí. Para escribir un reportaje, ya se sabe, hay que ir allí donde se ha producido el hecho. En cuanto a este cura inglés que me dices… —se quedó pensativo— habría que saber qué motivos le han inducido para… —¡Pero, que se presente a una ceremonia achispado, tú me dirás! —Lástima de no disponer de mayor información. —Eso tú, Pablo, que te gusta sacar punta al lápiz, bien podrías escribir un reportaje. Conoces a los curas. Conoces sus pecados. Ahora puedes añadir a la lista, los curas borrachos —concluyó. Pablo se limitó a esbozar una sonrisa de compromiso. Después el tiempo se les pasó haciendo cábalas, imaginando el suceso, salpicando el trance como un hecho chusco, pícaro y a saber. —Hasta si te descuidas, hay una mujer en el fondo del asunto —aventuró Eugenio con maliciosa sonrisa. Al día siguiente rebuscó la noticia en la redacción y, como Eugenio se lo había comentado, sólo halló esa breve reseña, sin más, que ya figuraba publicada en el diario. Esa noche se despertó inquieto, sin poder conciliar el sueño, obsesionado con el suceso del cura. Optó por levantarse y se puso en el ordenador para intentar sacudirse esa desazón que le embargaba tratando de escribir lo que bien o mal pudiera soltar. Y comenzó… En el momento en que fue a asperjar el hisopo su cuerpo le venció y aunque el monaguillo soltó el recipiente del agua bendita, que tomaba con las dos manos, para sujetar al vicario, no pudo evitar que este cayera sobre el ataúd que ya posaba en el fondo del foso.

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Bien, se dijo ante el texto escrito, una cosa así pudo haberle sucedido. Y continuó escribiendo. No les cogió el evento del todo desprevenidos a los allegados del finado allí presentes, en el cementerio, y que más bien parecían presentir que algo parecido podía ocurrir ya que, desde el comienzo de la ceremonia, pudieron comprobar sorprendidos que don Flavio se encontraba sobremanera “pasado”… ¿Sobremanera “pasado”? Más bien… se podría decir… …realmente ebrio… Vamos a dejarlo claro, se dijo. Pero… de pronto, no pudo evitar que la historia se le fuera de las manos… y se dejó llevar. …hecho que nunca antes había sucedido ya que, don Flavio, era hombre de parcas costumbres, de vida ciertamente austera. Tuvieron que bajarse al foso y tomar al sacerdote mientras otros, desde arriba, lo agarraban de los hombros y sacaban al hombre, embarrada la sobrepelliz y el hisopo abollado debido al golpe sufrido con el canto del ataúd. Todo eran lamentos y exclamaciones de los asistentes al entierro que ayudaron al accidentado a recostarse sobre la losa cercana para que fuera recuperándose. —Dadle un poco de aire. —¡Pobre don Flavio! —Ha sido la emoción. —No os echéis todos encima. Lo vais a ahogar. —Un poco de agua… A Don Flavio, a medida que recobraba la consciencia, le crecía la preocupación por el escándalo que el suceso supondría en el pue92


El vicario se presentó ebrio blo. Pero estuvo a punto de perder el sentido de nuevo cuando se dio cuenta que la mano que con tanta ternura le pasaba el pañuelo húmedo, previamente empapado en el agua bendecida del hisopeo, por su frente herida, era la mano de Elisa, la viuda de su mejor amigo a quien, ahora, estaban dando sepultura. Por eso se emborrachó. Su mejor amigo muerto repentinamente. ¡El corazón...! según sentenció lacónico el facultativo. Y Elisa viuda en un abrir y cerrar de ojos. Elisa, sí, la mujer de su vida. Su gran amor de siempre y que el destino hizo unirse en matrimonio a Efrén por un azar que bien pudo desnivelar el canto de una hoja de papel. No tuvo tiempo de escucharle en última confesión. Efrén yacía muerto cuando llegó, nada más que lo llamaron. Sólo pudo administrarle los últimos sacramentos, mientras el médico extendía el certificado de defunción, y tomar entre sus brazos a Elisa, rota en llanto, mientras hacía por dominar su propio corazón a punto de reventarle el pecho. Elisa apretada a su vida como jamás hubiera podido pensar. ¿Por qué, Señor? ¿Por qué has permitido? No pudo menos que exclamar en la soledad de la sacristía fijando su mirada en el Cristo crucificado cuando, después de la noche de velatorio, se preparaba para dar sepultura a su mejor amigo, mientras un sentimiento de culpa le atenazaba al haber percibido, en esta noche de desconsuelo, que su amor por Elisa comenzaba a superarle. Le temblaban las piernas y la compasión le hundía en simas de tristeza que empezó a pensar no iba a poder soportar. Y, tomó un trago. Y otro más después ya que no era vino consagrado y al buen Jesús no habría de molestarle que su pastor en la Tierra intentara de algún modo cobrar fuerzas para sobrellevar el dolor más amargo de su vida. Él sabía que aquella mujer le quería. Lo supo después. Lo fue sabiendo poco a poco, con el tiempo, cuando, ya sacerdote, compartían los tres ocio, mesa y oración. Lo supo, sí, por aquellas miradas pro93


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longadas, por aquellas atenciones solícitas, por aquellas manos de seda que se posaban sobre su brazo. Y definitivamente lo supo cuando, una noche de nieve, Elisa se asomó al confesionario y turbado nada más sentir en su rostro el cálido aliento de la mujer tras la rejilla, recibió como un latigazo la voz temblorosa de su boca... —Flavio... no puedo evitar seguir enamorada de ti. ¡No puedo! ¡No puedo! ¡No puedo más! Te quiero... Perdóname. Por favor, perdóname... Saliendo precipitadamente sin esperar la absolución. Se quedó paralizado en la oscuridad del confesionario, en el silencio del templo. ¡Dios mío! No pudo impedir el grito desesperado desde el fondo de su alma. Lo veía claro. Elisa siempre le había querido a él. Sumido en mares de timidez no vio nunca que las sonrisas de aquella niña de sus juegos tempranos tenían un destino y que ese destino era él mismo. Y esta inocencia le llevó a alimentar la audacia de su mejor amigo, Efrén, para lanzarlo a los brazos de Elisa por la que, el buen Efrén, había perdido el juicio. Elisa pensó que en la vida de Flavio había otra mujer. Y aceptó a Efrén. Luego creyó que era Dios quien se interponía entre sus vidas cuando Flavio, chorreando amargura su corazón, se dejó perder entre las paredes de un Seminario buscando sosiego para su alma y porque no deseaba otra mujer que no fuera Elisa. Los años de seminario pusieron silencio y distancia. Ni tan siquiera una carta. Por terceros supo que Elisa y Efrén se unieron en matrimonio y oró recogido en el templo para que la felicidad les acompañara en la vida. El reencuentro, después de los años, surgió por casualidad, como suele suceder cuando se cree olvidado el pasado y el pasado se presenta de golpe, recibiendo además el evento como una bendición por creer que el azar es deseo del Destino o voluntad de Dios, y como si el 94


El vicario se presentó ebrio paso del tiempo dejara el rosal sin espinas, nada más los pétalos abiertos a la felicidad. Pero, aunque escondidas, las espinas perduran. Fueron tiempos de alegría. Aparente. Hasta que un día advirtió en Elisa aquella mirada de antaño y su alma se conmovió en desazones. Pensó que la carne es débil y que habría que superarse vigorizando el espíritu con la oración y la templanza. Elisa era así, él no podía remediarlo, abierta y generosa con el prójimo y su mirada expresaba esa virtud. Por lo tanto, no debía engañarse. Debería admitirlo como una prueba más que el Destino le marcaba. Habría que sobrellevarlo. Y no le parecía imposible pues veía a Elisa feliz junto a Efrén y esto le hacía tolerable su sufrimiento. Hasta que, inesperadamente, aquella noche de nieve sintió la respiración agitada de Elisa tras la rejilla del confesionario y el calor de su aliento en la frente. Esa noche los sentimientos no le dejaron dormir. Y casi no había amanecido cuando, ante el altar en el templo, tomó en sus manos el pan y el vino de la Eucaristía y con el rostro bañado por las lágrimas, exclamó: —¡Padre! ¡Aparta de mí este cáliz! Pero, no se haga mi voluntad, sino la tuya. Evítale a Elisa todo sufrimiento. Ella es de buen corazón. Es mujer de fe. Cuídala. Y tomó una decisión. El obispo hizo caso omiso a su solicitud. No estimó suficiente la razón de sentirse cansado para cambiarle de Parroquia. Ante la insistencia, prometió tomarle en consideración, pero habría de esperar el momento adecuado. La feligresía, enterada de la intención de su párroco, hacía lo imposible para que desistiera en su intento y prosiguiera su labor evangélica con la ayuda de todos. Y Efrén, su buen amigo Efrén, le invitaba cuando casualmente se encontraban a que volviera por casa. 95


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—Sabes que mi casa es tu casa, Flavio. Consideró que Efrén pudiera sentirse ofendido con su actitud. Y volvió. Pensó que se le haría imposible recibir la mirada de Elisa. Fue Efrén quien le abrió la puerta con el agrado del amigo esperado, mientras Elisa aguardaba en la sala. La mesa estaba preparada con singular primor. —Inicia tú la oración, Flavio —le invitó Efrén—. Bendice la mesa, como siempre. —Padre... —comenzó vacilante; nunca le había sucedido así, pues siempre tuvo la palabra firme— ayúdanos a vivir fraternalmente —prosiguió después decidido—. Danos la paz para comprendernos y para escucharnos con cariño. Ayúdanos a vivir con sencillez y generosidad. Gracias por reunirnos contigo en torno a esta mesa. Bendice estos alimentos. ¡Gracias por el Pan que nos une! —Amén —concluyó Efrén. —Amén —surgió después temblorosa y apagada la voz de Elisa. —Esta vez parece que me he alargado un tanto en la oración —se excusó Flavio con una sonrisa mientras salía de su recogimiento. —No te preocupes —le salió al paso Efrén con humor—. Siempre has tenido un ramalazo de vate algo despistado. Recuerda que ya en la escuela... —¡Efrén! —intervino después su amigo con un gesto de ironía. En la escuela tú eras un inquieto que no dejabas títere con cabeza. —Ja, ja...—estalló Efrén en una carcajada. —¿Y por qué era que siempre estabais juntos...? —preguntó en algún momento Elisa. La tertulia, jocosa y distendida, transcurría por veredas de recuerdos felices de la infancia, una vez más. —Tus coletas, Elisa... —convinieron tanto Flavio como Efrén— eran siempre una tentación para darles un tirón, ¿recuerdas? 96


El vicario se presentó ebrio —¡Cómo no! —saltó Elisa risueña—. ¡Lo que me costó convencer a mi madre para que me permitiera dejar el pelo suelto! Y eso fue siendo ya adolescente. ¡Qué tiempos aquellos! El consomé le pareció a Flavio delicioso, con sus trozos de gallina, huevo cocido y jamón picadito. Sabroso, después, el róbalo al horno. Y pensó que esta vez Elisa se había esmerado de modo excepcional. Elisa conocía bien sus gustos. En la conversación surgió, claro está, el asunto de su solicitado traslado. —¡¿Cómo se te ha podido ocurrir tal cosa, Flavio?! —exclamó Efrén a modo de pregunta—. La gente no quiere que te vayas. Elisa lo sabía. Sabía el motivo. Y en la profundidad de su mirada, Flavio pudo adivinar un poso de tremenda amargura. Quiso entonces ser convincente, más que nunca, argumentando sobre su cansancio, sobre la necesidad de cambio en toda actividad y por el deseo de sentirse renovado en otro destino para ser realmente útil a la comunidad. Luego, llevó su copa de vino a los labios, quizá para evitar que su boca expresara matiz alguno de la tristeza que sentía en su corazón. Y las natillas, del postre, con el regusto de la canela, endulzaron un tanto su verbo. —Elisa, la cena me ha sabido a gloria —comentó festivo. —Gracias... Flavio —dijo Elisa amagando una sonrisa también. Ya anochecido, una vez pasado el corredor, ante la puerta, la mano de Elisa se prolongó un tiempo sobre el brazo de Flavio en el momento de la despedida, mientras Efrén cerraba la ventana de la sala todavía, y con la mirada ahogada en ternura volvió a suplicarle. —¡Perdóname, Flavio. Perdóname! —No hay nada que perdonar, Elisa. No tengas ningún temor. 97


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Y no sufras. Le tenemos a Dios. Siempre —y tomó el rostro de la mujer entre sus manos—. ¡Desde cuándo nos conocemos tú y yo! —concluyó mientras el gesto se le abría risueño. Elisa cerró sus ojos en el fervor de aquellas manos. Supo de las presiones a que se veía sometido el Obispado por la feligresía que deseaba, a toda costa, que continuara en la Parroquia. Y en esos días que intentaba convencerlos para que no se opusieran a su deseo, pues habría de ser en beneficio de todos, fue cuando llegó el aviso de Elisa de la gravedad de Efrén. Ni tan siquiera pensó en tomar la estola cuando salió precipitadamente en ayuda de su amigo. —¡Señor... Señor... ¿por qué has permitido que esto suceda?! —se dijo una vez más. La brizna de una nada había bastado para cambiar el rumbo de la vida. Todo era distinto ahora. Completamente distinto. Su mejor amigo le había dejado para siempre. Y... Elisa... Estaba Elisa. Además, como brisa marina había corrido ya por el pueblo el hecho del estado de embriaguez con que se había presentado al sepelio. Son noticias que vuelan. —Pero... ¿cómo te has podido descuidar así, Flavio? —parecía amonestarle Elisa con el mayor cariño mientras, una vez más, le colocaba un paño húmedo sobre la frente. —¡Qué van a pensar ahora...! —se decía Flavio dolido. —No te preocupes por eso —salieron consoladoras las palabras de Elisa—. La gente te quiere. La gente te quiere mucho. No te puedes imaginar lo que serían capaces de hacer por ti. Te necesitan. Estaban solos en la casa parroquial una vez que los asistentes a la ceremonia del funeral se retiraran y los familiares, sabedores de la amistad que los unía, consideraran oportuno dejarles. El rayo de sol que penetraba en la sala en el atardecer fue declinando sumiendo la estancia en acogedora penumbra. 98


El vicario se presentó ebrio —¡Señor, Señor, cuánto me tienes que perdonar! —suplicaba quedo Flavio. Y el silencio los acogió con serenidad. —Esta noche... he visto a Dios —dijo entonces Elisa con la mirada perdida en el infinito. Flavio la miró asombrado. —No sé... acaso le he sentido. He sentido su mano sobre mi hombro. No sé... no sé... no puede ser... no sé qué pensar —proseguía Elisa dubitativa—. Pero, algo ha sucedido. Algo ha sucedido. Y... si no ha sido Dios ¿quién ha sido? Flavio, enmudecido, seguía con la mirada fija en Elisa. —Estaba allí —prosiguió Elisa — junto a Efrén. Había una intensa luz que los envolvía... Flavio recordó que, durante el velatorio, hubo un instante en que el rostro de Elisa se iluminó. Ella mantenía la mirada fija en Efrén y, de pronto, su gesto dolorido se le cambió en reposada belleza como nunca antes le viera. Fue en ese momento en que se sintió desbordado por un intenso amor hacia Elisa que le dominaba más allá de sus fuerzas. —Creo, Flavio, que ha sido el Señor quien ha venido para llevárselo con Él. —Efrén era un hombre bueno, Elisa. Un hombre muy bueno. —Lo era, sí. Verdaderamente bueno —Elisa se quedó en silencio, con la mirada en el pensamiento—. Él sabía que... —Qué, Elisa, ¿qué es lo que Efrén sabía? —le preguntó Flavio interrumpiendo su largo silencio. —Sabía que yo amaba a otro hombre. Flavio no pudo menos que contraer el gesto, preocupado. —Lo supo desde el primer día de nuestro matrimonio. Y nunca me lo reprochó. Siempre fue bueno conmigo. Hasta tanto lo fue, Flavio, que hubiera sido capaz de todo por mí... si yo se lo hubiese pedido. 99


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—¡Señor... ¿por qué has permitido que las cosas hayan sucedido así?! —exclamó Flavio apesadumbrado. La mano de Elisa se apoyó delicada y maternal sobre el hombro de Flavio con un gesto de protección. —¿Y, ahora qué, Señor? —se preguntó Flavio aguardando quizá una respuesta del Cielo. Elisa guardó un prolongado silencio. —Ahora… seguir, Flavio. Seguir como siempre, como todos los días. La gente te quiere. —¿Y, tú, Elisa? —Me voy… —¡Te vas! ¿A dónde? —Lejos —dijo entonces con una mirada desesperanzada, abierta y mansa como un mar sin límite en el horizonte. Las manos de Pablo pararon de pronto dejando sus dedos de teclear el ordenador. No había más que decir. Él mismo se sintió sorprendido. Lo leyó lentamente y pensó en el título… “EL PAN QUE NOS UNE”

…se dijo. Y casi no podía creer que hubiera sido él quien lo escribiera, no lo hubiera pensado nunca así. Entonces citó a Eugenio en la cafetería, tomó la decena de folios y se los llevó. —Aquí tienes la historia del vicario borracho —le dijo. Eugenio leyó el relato y, cuando concluyó, fijó la mirada en su amigo. —¿Piensas, Pablo, que habría podido ser así? —le preguntó. —Bien pudo haberlo sido.

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El deseo de ser Robinson Crusoe

EL DESEO DE SER ROBINSON CRUSOE

No entregarse a los pánicos de las tinieblas. Kant

He de reconocer que mi falta de conocimiento del problema que para un trabajador podía suponer el paro laboral era realmente considerable. Que una persona, sana y cabal, cesado por contratiempo habido en la empresa que le contrató no encontrara, más bien pronto que tarde, un trabajo, era impensable, a no ser que fuera un gandul o un vago camuflado. Yo veía que el dinero se movía. Se jugaba en Bolsa, se concedían créditos, se abrían vías de negociación, se cotizaban acciones, se repartían dividendos y desde mi cargo en el banco, en la sección de moneda extranjera, podía observar el tráfico de divisas para mil operaciones que sucedían diariamente: dinero, números, estadísticas. También, para mí, los parados no eran más que mera estadística. Fue Alfonso quien me hizo salir de este esquema. Alfonso, sí, un amigo de siempre. Empezamos juntos en el colegio y, desde entonces, cualquier momento ha sido bueno para hablar un rato cuando nos hemos encontrado. Hombre con sentido del humor, recuerdo su comentario el día que cumplió los cuarenta, edad que nos parecía conflictiva, por lo que de etapas críticas tiene la vida, mientras ponía su mano sobre mi hombro: ¡Chico…! Cada vez que una mujer atractiva me mira con una sonrisa… me tiemblan las 101


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piernas igual que cuando tenía veinte años. Y concluyó con un gesto como si el hecho le produjera cierta contrariedad. Dos años después pude observar un cambio notorio en su talante, el gesto ensombrecido y tratando de evitar el encuentro. Luego me enteré, por medio de común amigo, que tenía dificultades en el trabajo. Alfonso se colocó como dibujante en una agencia de publicidad a los dieciocho años de edad, justo haber terminado el bachillerato. Siete años después, el propietario, por motivos que ignoro, decidió vender la agencia y Alfonso, con tres más, empleados también, se hicieron cargo comprometiéndose con un crédito. Estaban situados en plena Avenida en un estudio, cerca, a escasos cien metros de mi trabajo en el banco. Así que, en la primera ocasión que le vi, antes de que me rehuyera, me acerqué a él. Sí, estaba preocupado. Pero inesperadamente parecía tener ganas de hablar esta vez pues se mostró realmente locuaz y estuvimos más tiempo de lo acostumbrado. —Le he propuesto a mi socio, a Emilio, ya sabes —comentó con evidente ironía ya en el transcurso de la conversación —, que trate de vender un eslogan atractivo a una agencia de viajes. Podría ser así: “Viaje usted a cualquier isla perdida del Planeta y ponga una Marilyn en su vida”. ¿Qué te parece? Una publicidad que bien pudiera estar dirigida a jefes de empresa, a altos directivos, a maridos insatisfechos, a aventureros… ¡qué sé yo ¿quién no sueña alguna vez con tener una aventura?! —Y… ¿qué piensas? —le dije un tanto sorprendido por la causticidad que brotaba de sus palabras —¿incluirles una pilingui en la habitación del hotel? —No precisamente —puntualizó—. Una vez llegado a la isla, “Marilyn” bien podría ser el nombre de una barca de vela que la agencia de viajes pusiera a disposición del cliente para su disfrute. 102


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Siempre puede ser posible una verdadera aventura capitaneando un velero. No me lo vas a negar. No pudimos menos que echar unas risas. —De todas formas —le dije—, te veo con ánimo. —Sí… durante el día mantienes el tipo, pero, por las noches… —concluyó amagando una sonrisa que parecía destilar cierta amargura. Siempre le había dado por el dibujo, desde chico. Lo podía recordar en clase. Solía pintar un elefante que a todos nos llamaba la atención por la rapidez con que lo trazaba. Un elefante africano con grandes orejas. Lo dibujaba una y otra vez y luego lo repartía entre los compañeros. —Lo mío es dibujar —me contó cuando la situación se les hacía insostenible—. Es lo que he hecho siempre, bien lo sabes, esbozar un proyecto publicitario, plasmar una idea comercial, ilustrar un libro para una editorial, trazar una viñeta, preparar un logotipo, diseñar un cartel, estudiar impresos de propaganda, preparar bocetos para una campaña publicitaria… en fin. Y… ¡si ya no me voy a poder dedicarme a esto…! —concluyó pensativo. Por informes que circulaban interinamente en el banco me era posible conocer la situación de empresas en precaria situación y condenadas a desaparecer. La competencia imponía sus leyes en el mercado y quien mejor estaba preparado se llevaba el gato al agua. También me enteré que la agencia de Alfonso había hecho quiebra. —Estoy en condiciones de poder ayudarte —le dije en el primer encuentro—. Te puedo prestar un dinero, tranquilamente, sin ninguna prisa. —Te agradezco de verdad tu ofrecimiento —fueron sus palabras—. Tengo, por el momento, la suficiente ayuda de la familia. La suficiente… sí. No creo que me vaya a morir de hambre, pienso. 103


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Pero… esto… ¡hasta cuando! Cada vez que pienso en la ilusión con que empezamos con la Agencia. Nos fue bien durante unos años. Trabajábamos sin horas. No importaba después que algunos de nuestros clientes tuvieran dificultades y atrasaran sus pagos. Seguíamos trabajando para ellos. Saldrán del bache, pensábamos. Pedimos un crédito, mientras tanto, con la esperanza de recuperar lo que nos debían. Quizá pecamos de ingenuos. Por otra parte, las grandes agencias acaparaban cada vez más llevándose los mejores clientes. Los seguros. Y ahora… estamos endeudados hasta las cachas. Entrampados como una liebre en un cepo sin piedad. Creo que podríamos recuperar algún dinero. Pero, no me gusta nada esto de recurrir poniendo el asunto en manos de abogados. ¡Tanto lio y a verlas venir! Pero parece que no nos queda más remedio. Vamos a ver qué sale de todo esto. ¿Te acuerdas de aquella canción de nuestra juventud que decía que lo más importante en la vida es, salud, dinero y amor? Por este orden, además. ¿Te acuerdas? —Sí, me acuerdo —le dije. —Pues para mí, lo más importante era el amor. Lo único importante. Ni siquiera pensaba en la salud ni en el dinero. ¡Ya ves! —concluyó fingiendo una sonrisa. Traté de animarle de algún modo, aunque pensé que de nada le servían mis palabras. Me enteré, al poco, que se dedicaba a vender seguros, pero cuando al fin lo paré un día en la calle, no pudo evitarme esta vez pues hubiera sido muy descarada su actitud, llevaba una cartera con catálogos de libros para la venta de puerta en puerta. Hizo lo imposible para que no me enterara de qué libros se trataba. Me dio la impresión de que no quería comprometerme. Sí que me dijo que el asunto de los seguros lo había dejado. Posteriormente le encontré con cierto ánimo cuando me dijo, en 104


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un encuentro casual, como siempre, que acababa de tomar una representación de tablero para su venta a fabricantes de muebles. Tenía que usar su coche, un tanto vetusto ya, para largos recorridos. Pero, bueno, había perspectivas, me dijo. Lo de la venta de la enciclopedia era agotador, se quejó. Pasó mucho tiempo sin que lo viera. Su nueva actividad lo mantenía fuera constantemente, cabía pensar. Y cuando un día me lo encontré, lucía poblada barba y tardé en reconocerlo. Me dio la sensación de cierto abandono, no en su aspecto personal, que iba como siempre adecuadamente vestido como corresponde a quien se dedica a una actividad comercial y tiene que tratar con clientes, sino, en su ánimo. Parecía un tanto abatido, desalentado, a falta de estímulo. Sin embargo, en sus palabras ponía un tono de esperanza en el sentido de que esperaba poder llegar pronto a esa cifra necesaria de venta para que el negocio le fuera rentable. —La competencia es feroz —aclaró— y yo soy nuevo en este circo. Mi preocupación tenía su fundamento. Me estaba enterando de gente que, en su misma situación, habían caído en problemas de comportamiento, matrimoniales, de alcoholismo, en fin, y que los siquiatras podían recetarles pastillas pero no lo preciso, el proporcionarles un trabajo estable. Hablando con cualquiera de ellos, todos venían a decir de las largas noches de insomnio y pesadilla en el oscuro túnel en que se hallaban. Y al amanecer, enfrentarse al vacío, salir a la calle, consultar la bolsa de empleo en la prensa, redactar currículos, presentarse a convocatorias, rellenar un test tras otro, para, muchas veces, toparse con el muro de la edad que les impedía el acceso al puesto solicitado. El traspasar la barrera de los cuarenta es fatal, ya nadie te quiere —me confesaba un parado que se dedicaba eventualmente a realizar recados y que, por tal motivo recaló ante mi mesa de trabajo en el banco—. Y te sien105


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tes mal —prosiguió— hasta te sientes avergonzado de estar en esta situación. Ves gente que te rehúye como si fueras un apestado. Quienes antes te llamaban ya no lo hacen, te ningunean, hasta en la misma familia, algunos. Hay quienes te insinúan que un hombre debe agarrarse al mango de una escoba, si es preciso, con el fin de salir adelante… ¡como si no lo estuvieras intentando! —se lamentaba. Le dejé hablar. Lo necesitaba. También necesitaba hablar la mujer que atiende la limpieza de la planta en las oficinas del banco donde me ocupo. Habían pasado unos días de descanso en un camping, en agosto, mes imposible para propósitos laborales. Marido e hijo compitiendo como amigos en la playa a ver quién era el primero en llegar a nado al gabarrón. Se le veía relajado, contento, parecía. Pero… acabados los días de asueto, llegado el momento de volver, otra vez el gesto se le tornó ensombrecido por la preocupación. Estaba en el paro —comentó la mujer— y había que seguir enfrentándose al problema. Surgió el accidente. El volante le partió la vida. El chico y yo nos salvamos, pero… él… no sé si era eso lo que en su fuero interno buscaba en definitiva. Me he quedado con la duda siempre —concluyó la mujer con la fregona en las manos desde el fallecimiento de su marido. Un día, en las páginas del Diario, perdido entre mil noticias, se notificaba la detención de un individuo que desahogó su ira incontenible rajando con una navaja las ruedas de cerca de un centenar de vehículos estacionados. Estaba ebrio y acababa de perder su puesto de trabajo. Fue motivo de comentarios en la oficina pues uno de los vehículos dañados correspondía a un compañero de trabajo. Un amigo fue la mano salvadora de Alfonso. García, gerente de una empresa que fuera en el pasado cliente de su agencia de pu106


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blicidad, le contrató como administrativo. Así, de pronto, después de tanto tiempo, estaba ahí un trabajo estable. Alfonso lo tomó con cierta prevención, con temor. No es lo mío —me dijo. Tendría que dedicar un tiempo intensivo para estudiar, para informarse. Lo consiguió. Pronto pude comprobar cómo recobraba su tono, el brillo en la mirada y la sonrisa de antaño. También es verdad que tanto tiempo de dificultades habían añadido un matiz de escepticismo a esa mirada y a esa sonrisa. Afianzado ya en su trabajo, una vez más nos citamos un atardecer para tomar un café y conversar un rato, costumbre que adquirimos desde que nos tomábamos un tiempo para que le informara sobre temas de índole bancario que consideraba preciso para su labor. Recuerdo ese momento. Surgió el tema de la política y, de pronto, inopinadamente, Alfonso hablaba de la situación desquiciada que había vivido. Y qué mal se siente uno… —comentaba pensativo —realmente mal… pasas de ser alguien a ser nadie. Devaluado, completamente. Algo así, pienso, como si en Bolsa tus valores bajaran y bajaran constantemente sin parar… en caída libre —sonrió con ironía— y no te queda la menor autoestima. Es que, realmente, no vales nada. Como si sufrieras una enfermedad que nadie entiende o, lo que es peor, que creen entender y consideran que si no te curas es porque no te empeñas en curarte. Te sientes culpable y salpicas tu desazón a los tuyos, a tu mujer y a tus hijos. Pierdes la paciencia por nada y saltas por la menor tontería y ves en el rostro de tus hijos que parecen decirse ¡qué está pasando aquí! No te llega tampoco para dar la educación que todo padre desea para sus hijos. Te quedas corto. Esto es lo que más duele. Pensaba que si hubiera estado solo, sin hijos, sin mujer, solo en la vida, la situación sería como para soltar la carcajada. ¡Qué más daba! Deseaba estar solo en una isla desierta. Como Robinsón Crusoe. Es lo que pensaba en aquellas largas noches mientras hundía 107


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mis dedos en la barba con la mirada clavada en la oscuridad quizá esperando encontrar una estrella. Estás en una isla perdida en pleno océano, me decía a mí mismo, separado de toda la humanidad, solitario, desterrado, nadie con quien hablar, libre y salvaje. Y durante el día me pasearía desnudo por la playa interminable, solo cubierto con un taparrabos, bajo una sombrilla de hojas de palmera para protegerme del sol, escrutando lo que las olas del océano podrían traer sin ninguna esperanza. Estos pensamientos parecían aliviarme y me dormía. —Fueron pensamientos que te ayudaron en aquel momento ¿no? —También podría pensarse que fuera por el valium que tomaba. Alguna vez tuve la pesadilla de que alguien me rapaba la barba y me despertaba sobresaltado, empapado en sudor. ¡Qué cosas…! —Hubo quién, habiendo pasado por tu misma situación, me contó que pensó en el suicidio —me aventuré con cierta prevención a comentar. —Fue lo que me preguntó el siquiatra, a ver si, en algún momento, había pensado en el suicidio. Pues, no. No lo pensé nunca. Yo lo que pensaba era en estar solo. Solo, en una isla desierta, como Robinsón Crusoe. Era todo mi deseo —y después de un momento de silencio prosiguió—. Por lo que se ve, si hay algo que te ayude de algún modo para que no te estrelles contra el asfalto, puedes dar gracias a Dios —y de nuevo se quedó callado, pensativo —Pero verás… —soltó entonces saliendo de pronto de su desánimo mientras me clavaba su brillante mirada en mis ojos. —No fue Daniel Defoe quien me sacó del atolladero… Le miré expectante. —… fue Saroyan. Sorprendido, guardé silencio y esperé a que continuara. —En una situación así —continuó— apenas cabe posibilidad para lecturas. Te puedes imaginar. Vives tenso, preocupado, y no pue108


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des concentrarte en nada que no sea el de hurgar en la prensa el modo de encontrar un trabajo como sea. Mira… cuando me dediqué a la venta, me sorprendió darme cuenta que alguna idea tenía del asunto. Cosas aprendidas de Emilio ¿te acuerdas? mi socio en la Agencia que se dedicaba a la parte comercial. Eso hizo que me defendiera en mi propósito de vendedor aunque no fuera con el éxito que era de esperar. Pero, bueno, lo intenté. Emilio tuvo suerte, enseguida encontró un trabajo. Al igual que Julio, que llevaba la contabilidad del negocio. Pero, para un dibujante, por lo que se ve, es más difícil. A no ser que tengas mucho talento. Llegué a odiar el dibujo. No quería ver un lápiz ni nada que me recordara el oficio. En una situación así, no sé ni cómo pude empezar a leer algo. Saroyan… quizá, es de suponer que un hombre que, de algún modo, cuenta su propia vida en todas sus novelas, su afición al juego y a la bebida, los problemas habidos con su mujer y sus hijos, siempre metido en deudas… en fin, un desastre. Sin embargo, no le falta sentido del humor, cierta ironía y, sobre todo, una verdadera capacidad emotiva por sus personajes. Te hace ver la naturaleza cómica y patética, a la vez, que hay en todo ser humano. ¡Qué te voy a decir! Parece no tomarse en serio su profesión de escritor, ni tan siquiera tomarse en serio su propia vida. Así estaba yo, con facturas atrasadas, con un crédito en el banco sin poder hacer frente, debiendo dinero a media familia y, contrariamente a Saroyan, tomándome la vida en serio desesperadamente. Y, una noche, leyéndole uno de sus cuentos, sentí de pronto un aliento que hizo que me levantara de la cama en busca de mis carpetas de dibujo. En algún lugar tenían que estar. Apareció Isabel en la sala, preocupada a ver que hacía. Estoy buscando mis cosas de dibujo, le dije. Todavía mantuvo su mirada sorprendida un rato. Son las dos de la madrugada, me 109


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contestó asustada. Lo sé y no te preocupes, sólo quiero hacer un dibujo, nada más. Pero hace tiempo, Alfonso, que no… Me costó un poco tranquilizarla. Están en el trastero, me dijo después. ¡¿Y te vas a poner a dibujar ahora?! Sí, le dije, y tú vete tranquilamente a la cama. Que no habría sido así, pues a saber todo lo que estaría pasando en ese momento por su cabeza cuando tanto desprecio manifestaba yo por la profesión. Entonces, me senté a la mesa. Preparé la lámina, los lápices y… mientras dibujaba… —¿Qué dibujaste? —le interrumpí guiado por un presentimiento. —Un elefante. Dibujé un elefante… sí —repitió pensativo. No pude evitar un gesto de sorpresa que Alfonso no creo que lo captara, abstraído, como estaba, en los hechos que me estaba contando. —… y… mientras lo dibujaba, me decía a mí mismo… Alfonso ¿de qué te quejas? Tienes salud, tienes amor… sólo te falta el dinero y… el dinero está ahí, a la vuelta de la esquina. Sólo te hace falta estar alerta y… un poco de suerte. Y cuando terminé de dibujar el elefante… no pude evitar que las lágrimas inundaran mis ojos… y sentí que estaba en paz, que nada había que temer. Advertí que la ventana de la sala comenzaba a clarear con las primeras luces del amanecer. Me llegué a la habitación. Isabel no había dormido mientras tanto, esperándome, preocupada. ¿Te encuentras bien? me preguntó inquieta. Isabel siempre aguantó con entereza la situación. Ya ves la historia. No puedo menos que pensar que fue Saroyan quien me puso los lápices en la mano esa noche. Desde entonces, empecé a sentirme mejor. Seguí dibujando para mí. Sólo para mí. Poco después me surgió el empleo. Ya lo sabes. Necesitaban un contable y recurrieron a Julio. Julio estaba ya empleado y le propuso a García que me llamara a mí, que yo podía hacerlo y que, además, él nos asesoraría. Y todo lo demás bien lo sabes, 110


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que me has ayudado tanto en lo referente a los asuntos de banca. Durante un momento nos miramos en silencio. —No es verdad eso de que ahora sólo dibujas para ti —le dije entonces. Hizo un gesto esperando una explicación. —La empresa, donde ahora trabajas de administrativo, ha modificado el logotipo, el diseño de los impresos, el estilo de las etiquetas, qué se yo qué más, y, en todo eso, seguro que está tu mano. —Bueno… —me contestó con cierta timidez amagando una sonrisa —es que, de algún modo, la empresa también es mía, ahí trabajo. Anochecía ya, cuando decidimos retirarnos. Carteles, acuarelas, bocetos colgados de la pared, recogidos en carpetas también y… el Elefante, justo sobre su mesa de trabajo. Un elefante africano con grandes orejas, potentes colmillos y patas robustas que mantienen un cuerpo poderoso. Un elefante que te mira mientras lo ves venir con una mirada cargada de sentimiento y de un cierto cansancio también y la trompa ligeramente elevada. Ya no es el elefante que dibujara en nuestra niñez. Aquel era un elefante de perfil, todavía jovencito, inmóvil, sosegado. Este es un elefante que te viene decidido, con la piel curtida por los años y el alma saliéndole por la mirada. Un día te vienes a cenar a casa con Estela, me dijo. Te enseñaré las cosas que hago. Veo que tienes curiosidad. La tengo, sí. Siempre es interesante conocer el lugar donde un artista desarrolla su obra, su mesa de trabajo y del universo que se rodea. Durero, Velázquez, El Greco, Vermeer, Picasso, Hopper… tantos volúmenes en los estantes, también literatura… Vargas Llosa, Delibes, Hermann Hesse, Faulkner y… ¡cómo no! William Saroyan… “La comedia humana” seguido de “Es cosa de reírse” y de “Tú estás loco, papá” 111


Antton Obeso

parece que está todo Saroyan aquí… “Las aventuras de Wesley Jackson”… tomo en mis manos “Un tal Rock Wagram”, las hojas se me escurren entre los dedos y en una de las páginas unas líneas subrayadas… no me gusta trabajar por dinero, pero soy padre y no tengo otra solución... “Allá voy, aquí vengo”, un ejemplar un tanto castigado por el uso, una autobiografía por lo que se ve, más bien una exposición de la intimidad personal del escritor por lo que puedo apreciar enseguida, subrayados por mil páginas… velando de su propia persona, se vela, a la vez, por toda la raza humana… y más adelante… estar vivo constituye un inexplicable milagro que no puede ser considerado a la ligera… y después… los más abandonados, los más feos, los más despreciados por el resto de los seres vivientes, es amado por sí mismo, por la naturaleza y por el Testigo… y no tengo más tiempo para intentar hurgar en ese Pensamiento de Saroyan que mi buen amigo Alfonso me dijo haber penetrado y que le supuso salir de ese oscuro y profundo túnel en el que durante mucho tiempo estuvo perdido pues, en este momento, le siento acercarse por el pasillo y, rápidamente, dejo el libro en su correspondiente lugar en el estante. —Diego… —me dice dándome una palmada en la espalda —nuestras mujeres nos esperan en la sala, la cena está servida.

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Las Meninas

LAS MENINAS

Visito el Museo del Prado tantas veces como me es posible y me paso un buen rato ante la obra de Velázquez. Mi interés por contemplar sus pinturas no es sólo disfrutar de ese placer. Lo que en el fondo de mi corazón late es el deseo vehemente de encontrarme algún día en el museo con García. Con García, sí, pues, recuerdo, con especial complacencia, un atardecer, uno de esos momentos de la vida que lo tienes siempre ahí, en que estábamos los dos, apartados del campamento, tranquilamente sentados en la campa a la sombra de un árbol, charlando de cosas de cine en aquel momento, en que me dijo. —Verás, Benjamín, tú te pones delante de Las Meninas durante cinco minutos, mejor si estás sentado, si hay un asiento, y verás que todos esos personajes que están en ese espacio, parecen estar en un plató de cine, preparados, mirando de primeras a la cámara, esperando a que el director dé la orden de “acción” y la claqueta suene para comenzar a actuar. El protagonista, el pintor con el pincel en la mano, las actrices, que están en primer plano, el actor, en el fondo, en la puerta, dispuesto a entrar en el estudio del pintor, en fin, es que… ¡hasta el perro pestañea! Velázquez estaba inventando el cine. Te lo está diciendo con su mirada. Entusiasmo un tanto exagerado, no pude menos que pensar. Nunca había estado yo en el museo de El Prado, pero, “las meninas”, las tenía más que vistas en libros, enciclopedias y en tanta revista ilustrada y nada me hacía sospechar tamaño prodigio. Pero que no quede por probar, me dije en la primera ocasión que se me presentó. No fui de seguido a Velázquez. Empecé tranquilamente desde 113


Antton Obeso

el inicio, Carducho, Maino, Zurbarán, Tiziano, muchos de tantos desconocidos para mí entonces. Recuerdo que el Greco me dejó clavado a pesar de haber visto con anterioridad sus obras en ilustraciones impresas mil veces. Y, luego, de pronto, me encuentro con las hilanderas y las lanzas. Aquí está, me dije. Y sí, allí estaban las meninas. Bueno, no es para tanto, pensé de primeras. Luego, olvide el tiempo. Olvidé cronometrar los cinco minutos que, según García, eran suficientes. Y de pronto, sí, allí estaban preparados todos para actuar ante la cámara. ¡Diablos! No acerté a decir más. Cuando salí del museo habían transcurrido tres horas y notaba los pies tan cansados como en aquellos días de maniobras en la mili. Ahora ya no me ocurre eso. Tampoco estoy tanto tiempo. La intención suele ser ver con tranquilidad determinadas obras. Las meninas, siempre, desde luego, con la secreta esperanza, también, de encontrarme un día con García. Claro está. ¡Cielo Santo, lo que daría por encontrarme con García!

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Tardes de cine, Cacahuetes y pitillo

TARDES DE CINE, CACAHUETES Y PITILLO Hay momentos, vestidos de nostalgia casi siempre, en los que me parece ha valido la pena vivir. Uno de esos momentos, en cierta manera gloriosos aunque también tiernos y ensoñadores… se me ofreció la otra noche de la semana pasada, en la que, solitario como siempre, jugando a la inveterada afición de barajar pensamientos y memorias, me dio en pararme ante la pantalla de la televisión ante el reclamo de una película como “Casablanca”. Santiago Aizarna

“Debo más a la Metro Goldwyn Mayer que al Quijote” declaraba en una entrevista de prensa el conocido escritor Terenci Moix. Y no hay como una sentencia expresada con sentido del humor, salpicada con unas gotas de ironía y desde la inocencia, para que te venga todo un mundo a la memoria ya que, de inmediato, me vino el recuerdo de Benjamín, compañero de clase que fuera en aquel tiempo de adolescencia en que los días se hacen interminables en el colegio. A Benjamín le gustaba el cine. Bueno, nos gustaba a todos. Pero Benjamín, por ver una película, era capaz de jugársela una y otra vez. Tanto es así que, cuando tenía un “duro” en el bolsillo, aquella tarde no venía a clase. O sea, ¡se la jugaba! Su excusa más socorrida era el haber necesitado ir al dentista. Un día te van a calar —le dije— 115


Antton Obeso

y vas a tener problemas. Empiezan a mirarte con desconfianza —le insistí— y hasta podrían expulsarte del cole, bien lo sabes. ¡Bah! —exclamó indolente—. ¡Qué me van a enseñar “aquí” que no pueda aprender en el cine! —concluyó con ironía. Aguda respuesta que no supe aquilatar y que, ahora, Terenci Moix me viene a confirmar la sabia apreciación que mi compañero Benjamín tenía de la vida. Sin vacilación alguna Terenci Moix me ha recordado a Benjamín, me ha traído a la memoria aquella edad proclive a hacerse preguntas, momentos abonados para la duda y la desazón, de domingos de misa y futbol, también de cine, cacahueses y entrada de General, o sea, arriba, en Gallinero, que también así lo llamábamos, con peldaño de madera sin respaldo como asiento. Pero Benjamín, además de cacahuetes, en el mismo puesto callejero se compraba un “celtas” donde era posible adquirir por unidades los pitillos. Y es que, Benjamín, era un tipo adelantado, un avanzado, un progresista que diríamos ahora. Las primeras caladas las dimos de su pitillo. Pitillo que pasamos de boca en boca como la “pipa de la paz” en una tribu india de una película del “Oeste”. Atrás quedaba nuestro entusiasmo por los “dibujos animados” y por Cantinflas y comenzamos, lo que se dice, a participar de la vida. Lo que le sucedía a John Wayne, a Kirk Douglas, a Gary Cooper, a Burt Lancaster, en fin, ya se sabe, a todos ellos, lo que sucedía “allí”, se entiende, lo sentíamos en propia carne y sus problemas eran los nuestros. Aventuras que transcurrían en río Conchos, en río Lobo, en río Rojo, en río Bravo, en río sin retorno, por tierras lejanas, tierras generosas, por horizontes lejanos, horizontes de grandeza, por caminos de Oregón, camino del sur, camino de Santa Fe, con el hombre de las pistolas de oro, el hombre de río Nevado, el hombre de Laramie, el hombre del Oeste, el hombre 116


Tardes de cine, Cacahuetes y pitillo

que mató a Liberty Valance, en definitiva, el hombre siempre en su aventura en la búsqueda de una estrella y de su destino. ¡Nos entusiasmaba el Oeste! Los mejores años de nuestra vida, me ha repetido una y otra vez Helenio cuando en nuestros encuentros ocasionales ha surgido en la conversación el recuerdo de nuestros años de adolescencia y juventud. Fíjate bien —puntualiza su argumento— no teníamos responsabilidades, no teníamos preocupaciones, sólo tenías que dejarte llevar por la vida. Ahora, sin embargo, ¡dime tú! —comenta afligido —empezando por la declaración de la renta, ¡es que no te dejan ni respirar! Pienso que Helenio simplifica el asunto. Preocupaciones las teníamos. Benjamín, por ejemplo. Benjamín, cuando no tenía el pitillo en la boca, chupaba vehemente un pictolín. Claro está que le preocupaba que, en casa o en el colegio, le notaran que había fumado. Sabía que en tal caso tendría el correspondiente castigo. Lo sufrió alguna vez y después trataba de tomar las debidas precauciones y en el caramelo mentolado confiaba su estrategia, su salvación. Por otra parte, también estaban nuestros sentimientos. Todos teníamos un amor de cine, más o menos expresado. Sin embargo, Bernardo, nunca decía nada. Parecía que no le gustaba ninguna chica. Hasta que un día se descubrió que su amor tan celosamente guardado era Julita. Recuerdo bien aquel momento. Vagábamos al pairo, una de esas tardes del verano, dando caladas al pitillo, haciendo aros de humo compitiendo a ver quien expulsaba más lejanos y redondos, que en estos lances Benjamín era un maestro, tirados como estábamos allí en la hierba junto al río. Benjamín hablándonos de colonos conduciendo caravanas más allá del Missouri en busca de grandes praderas, tratando de convencernos, como siempre, todo lo que en el cine se aprende… a 117


Antton Obeso

montar a caballo, a manejar el revólver, a besar a las chicas… decía, con el pitillo colgándole de la comisura de la boca. Entonces intervino Bernardo contándonos, una vez más, la escena final de “Scaramouche”, en que Stewart Granger se bate con Mel Ferrer a sablazo limpio. Una película genial donde Eleanor Parker estaba divina. Así que, Bernardo, pudorosamente, sin mentar a la Parker, se desataba, sin embargo, contando el duelo. Y cuando más entusiasmado estaba amagando con su diestra un supuesto sable, Manolo, con evidente indiscreción, soltó —tú, Bernardo, lo que pasa, es que estás enamorado de Julita–. Bernardo frenó de golpe en su interpretación de la escena quedando mudo, en silencio, sin poder evitar que el rubor le asomara en el rostro llamativamente. Julita, sí, que se parecía sobremanera a Eleanor Parker. La recuerdo todavía con su uniforme del colegio de monjas, la falda azul plisada y la blusa blanca donde comenzaba a perfilarse su condición de mujer. Nos sentimos todos conmovidos en aquel momento, sin saber qué decir, si consolar a Bernardo por sus sentimientos ultrajados o reprobar a Manolo por su descarada deslealtad. La tarde en que vimos “El gran Caruso”, con una Ann Blyth maravillosamente encantadora, pues bien, aquella noche terminamos en la taberna de Matías a las tantas de la madrugada cantando, descosidos, “la donna e movile” y la vida estaba cambiando. Ya vestíamos pantalón largo, chaqueta y corbata los domingos, habíamos dejado de subir a Gallinero y entrábamos por el pasillo del patio de butacas como Cary Grant paseando por Sunset Boulevard, por un decir. Los celtas ya no los comprábamos sueltos, en el puesto callejero, sí, desde luego, en paquete, en el estanco. Nos seguían gustando las del “Oeste” y, además, no podíamos menos que sentirnos turbados cuando Ava Gardner, Donna Reed, Marilyn Monroe, en fin, iban surgiendo en nuestras vidas. 118


Tardes de cine, Cacahuetes y pitillo

Ellas hacían latir nuestro corazón inquieto y nuestro amor por el cine. Luego sucedía que llegabas al baile y decías invitando a una chica —¿bailamos, nena? Y la chica, si era inteligente y tenía sentido del humor, con una sonrisa llena de perspicacia, te preguntaba —¿qué película has visto? Un día, Lorenzo, compañero poco amigo de jaranas y que nunca aprendió a fumar, siempre tosía, se sinceró conmigo después de una copa. ¿Sabes mi problema con las mujeres —me dijo. Dime —le pregunté. Siempre te miran con gesto de superioridad ¿no te has dado cuenta? —me confesó. Me quedé mirándole en silencio, pensativo, sin saber qué decirle. En aquellos “los mejores años de nuestra vida” como considera el amigo Helenio, tanta filosofía me abrumaba. No obstante, con el tiempo, parece que vas encontrando alguna explicación a los anhelos y comportamientos humanos. En un encuentro casual con Gonzalo, un amigo de siempre, ese tipo de amigo con el que hablas de todo lo humano y lo divino y, por lo tanto, de cine también, en un momento que me sacudía la añoranza, por lo que se ve, le dije: —¡Qué tiempos aquellos, Gonzalo, cuando íbamos al cine con la mayor inocencia! —Sí… —me contestó un tanto pensativo— íbamos al cine porque, en definitiva, queríamos tener un corazón salvaje y una chica tierna y cariñosa en nuestros brazos. No pude evitar sentirme sorprendido por la agudeza que desprendían sus palabras. —Lo leí en alguna parte —me aclaró enseguida—, pero… ¿verdad que es así? —Los mejores años de nuestra vida, Gonzalo —dije entonces recordando la opinión de Helenio. 119


Antton Obeso

—Así lo fueron, sí, los mejores años… hasta que nos licenciaron al acabar la mili y volvimos a casa. Entonces comenzaron los problemas —sentenció Gonzalo. Benjamín tiene en común con Terenci su apasionado amor por el cine. Los dos se consideran deudores de la Metro. Y, seguro que también, de la Paramount, de la United Artist, de la Universalia-Roma, de la Century-Fox, de la London Films, de… en fin, hasta de Cifesa, seguro. Y aunque en algunos aspectos de la vida son completamente distintos, sin embargo, tienen en común, además de su amor por el cine, el haber nacido en el mismo año, su inveterada afición por el tabaco y el hecho que, una vez entrados en los cincuenta años de edad, el destino les ha dado un aviso a sus corazones indomables. La noticia surgió sorprendente por inesperada pues la noche anterior se encontraba estupendamente en la cena de amigos que disfrutamos. Saltó el teléfono con palabras inquietantes: a Benjamín lo han ingresado en el hospital. Salí corriendo. Estaba en la UVI. No obstante, la opinión del médico era optimista: se ha llegado a tiempo, saldrá adelante. Pero su mujer, Isabel, se lamentaba, una vez más, de la excesiva inclinación de su marido por el tabaco. ¡Si esta vez le sirve de lección! —decía—. A mí nunca me hace caso —proseguía en su lamento—, vosotros, los amigos, tendríais que decirle algo —concluyó con cierto desánimo. Entré en la habitación en el mismo momento en que le decía a la enfermera que le atendía. —Beatriz, dime por favor, con sinceridad, ¿hay alguna posibilidad de escapar de aquí? La enfermera, sorprendida, le miró durante un rato, casi clavado como estaba a la cama, con el suero metido en la vena y los electrodos agarrados a su pecho, luego me miró a mí. 120


Tardes de cine, Cacahuetes y pitillo

—¿Siempre es así? —me preguntó. Asentí con la cabeza sin poder reprimir la sonrisa en mi boca. —Entonces vas a tener suerte —le dijo—. No vas a necesitar escapar. Te dejaremos suelto, pronto. —Simpática ¿verdad? —comentó Benjamín después mientras la observaba marchar. Benjamín parecía estar disfrutando de la situación. O sea, como siempre. —Me han dicho que todo va bien —le dije. —Eso parece. Y entonces consideré oportuno hacerle la advertencia. —Sin embargo… vas a tener que dejar el pitillo —le dije tratando de parecer amable. —No importa… —dijo pensativo haciendo una pausa— verás, Fabio, si tienes un caballo, una manta y, por delante, los grandes horizontes… lo tienes todo. Y yo, lo tengo. Tú ya me entiendes. Esa fue su contestación, que venía a ser como una declaración de principios. Eso me pareció. Han transcurrido ya unos años de este suceso. Seguimos siempre con nuestras cenas de amigos. También, ocasionalmente, nos encontramos en la calle o en el paseo. En el paseo apenas nos paramos, solo un saludo, ya que, vestido con indumentaria deportiva, Benjamín camina ligero durante una hora, todos los días. ¡Quién me iba a decir que llegaría a ser un deportista! —ha comentado alguna vez con evidente ironía. El pitillo ha desaparecido de su geografía personal, si acaso succiona un pictolín por eso de engañar la afición, dice. Y sigue cabalgando a lomos de su sino con la mirada siempre puesta en los grandes horizontes. “El cine ha sido mi ‘Nuncajamás’ y mi iniciación a la cultura… —seguí leyendo en la entrevista las manifestaciones de Terenci Moix— …el cine es mi magdalena proustiana, mi forma de medir el tiempo”. 121


Antton Obeso

El HOMBRE EN EL VIENTO

Paró el coche. Cerró el contacto. Echó el freno de mano. Apagó los faros. La calle estaba húmeda, iluminada por los faroles. Había llovido al atardecer. El hombre se recostó en el asiento con la mirada perdida en la oscuridad. Después de un rato aspiró profundamente. Luego, con lentitud, como si llevara un enorme peso sobre sí, salió del coche y cerró la puerta con llave. Durante un momento fijó la mirada en el balcón y las ventanas del tercer piso ligeramente iluminadas que correspondían a la sala. Después, sacó el llavero del bolsillo y abrió el portal. Llamó al ascensor. Llegado al tercer piso dudó un momento si abrir la puerta con la llave o tocar el timbre. El timbre sonó con el agradable tono de una campanada. —Hola Jim —dijo la mujer agradablemente sorprendida recibiéndole con cariño— no te esperaba hoy. —Buenas noches Laura. —¿Cómo así que has tocado el timbre? ¿No tienes las llaves? —Las tengo, sí. Acaso quería que me abrieras tú la puerta. Laura tomó sus palabras con una sonrisa condescendiente. Jaime se acercó al mueble bar y se sirvió un whisky. —¿Te he interrumpido? —dijo al observar en la habitación que servía de estudio a Laura la lámpara encendida de la mesa de trabajo. —No, cariño. Estaba recogiendo ya —dijo entrando en el estudio para finalizar. Tomó un prolongado sorbo y dejó perdida la mirada por la ventana en la noche. —¿Preocupado? —preguntó Laura. 122


El hombre en el viento

—Cansado —contestó lacónico. —Siempre hay tensión cuando se pone un programa en marcha. —Laura… te puedo decir que tengo ya alguna experiencia en renovar y sacar productos nuevos al mercado. Bien lo sabes. Pero… —se quedó callado, pensativo —pero… ya estoy cansado. —Eso es un estado de ánimo pasajero, Jim. Le pasa a cualquier emprendedor en algún momento. No debe preocuparte. —Hace ya un tiempo, sí. Antes, ante un nuevo reto, sentía una fuerza dentro de mí, una euforia, como si fuera a comerme el mundo. Ahora… —No te dejes amilanar. ¿Has estado con el médico? —Enseguida te dan pastillas. Sí, Laura, me encontré con Emilio… —Tu amigo. A veces es mejor ir a una consulta. —Bueno… fue como ir a una consulta, Laura. Nos sentamos en una cafetería y hablamos un buen rato. —Y qué te dijo ¿te recetó pastillas? —No, precisamente. ¿Qué te va a recetar un médico cuando después de contarle todas estas pijadas de insomnios, pesadas digestiones, cabreos, terminas diciendo, diciéndote a ti mismo en definitiva, que, realmente lo que estás es harto? —¡Harto! —Sí, Laura, harto. —Harto… ¿de qué, Jim? —De todo. —Tú estás cansado y necesitas tomarte unas vacaciones. —Yo nunca he tenido unas vacaciones. Laura le miró en silencio. —Nunca, Laura. Bien lo sabes tú. La mujer le miró en silencio. 123


Antton Obeso

—Siempre me pareció que te gustaba el trabajo —le dijo después. —Laura… —se quedó pensativo— no es el trabajo… —¡¿Entonces?! —¡Entonces…! —se quedó callado y aspiró profundamente— entonces… —repitió una vez más— entonces… entonces… en fin… —se quedó pensativo. —Te veo a ti tan activa, que he llegado casi a media noche y todavía estabas trabajando, que no sé qué pensar, aunque, también es verdad que eres bastante más joven que yo y… —Doce años, que tampoco parece. Bien lo sabes. Tú estás en plena forma. Pero parece que los hombres tenéis ciertos complejos que… —y no dijo más, se mantuvo en silencio. Él no pudo menos que esbozar una sonrisa y apurar de seguido un buen trago de su copa que previamente se había servido. —Tú siempre tan especial, Laura —le dijo con afecto. —Eres un empresario con prestigio, Jim, reconocido. —Sí… —contestó escéptico— y cansado. —Nunca te has manifestado así. No sé ahora por qué, sin motivo alguno… —Hace un tiempo que… —Bueno, sí, te has quejado que los impuestos suben constantemente, que el comité de empresa en cada reunión exige más, de la competencia cada vez más difícil, en fin, pero siempre lo has tomado con espíritu deportivo. —Sí, Laura, sí, así es —contestó cabizbajo. Y el silencio les oprimió como un ahogo. —Voy a preparar una infusión —dijo de pronto Laura dejando el sillón y dirigiéndose a la cocina—. Esa intención tenía antes de que llegaras. Por cierto, Jimmy —habló desde la cocina—. Ayer me llamó Ondina con tantas cosas para contar que al final decidimos 124


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cenar un día juntas. Me propuso que vinieras tú y así ella vendría con Carlos. Yo no fijé el día hasta hablar contigo. Pienso que… Se sirvió otro whisky y pulsó el televisor mientras Laura preparaba la infusión en la cocina. “El puente sobre el río Kwai” palpitaba en la pantalla cuando Laura entró en la sala con la bandeja y la infusión preparada esbozando una sonrisa. —¿Cuántas veces, Jim, has visto esta película? —No sé… muchas. La vieron en silencio hasta que acabó, así como media hora, ya que estaba muy avanzada cuando la puso. —No has tomado la infusión. Se te ha enfriado —le advirtió entonces Laura—. Te la caliento enseguida —y en ese momento vio cómo mantenía la copa de whisky aferrada a su mano y no pudo menos que sentir un punto de inquietud. —No bebas más, Jim. Es ya muy tarde —le dijo. —No te preocupes. Nunca me he pasado. Bueno… sí, una vez. Sólo una vez. Y, de esto, hace ya mucho tiempo… —amagó una sonrisa de complacencia —¿No te lo he contado nunca, Laura? —No, nunca me has contado una cosa así. —¡Tiempos aquellos! —exclamó con gesto de añoranza. —Se supone que eras jovencito. —Has visto la película, “El puente sobre el río Kway” —le dijo señalando el televisor—. Pues…también yo hice una guerra. —Querrás decir, que cumpliste el servicio militar. —Lo cumplí y… también hice una guerra —reiteró ahora con un gesto de picardía. —¡¿Una guerra?! —Sí, una guerra —insistió. Laura le miraba sorprendida. 125


Antton Obeso

—Al finalizar el servicio militar… nos endilgaron unas maniobras generales de mucho cuidado. Unas maniobras generales, ya sabes, Laura, es un ensayo de guerra. Y allí fue donde me emborraché como un tonto. Sí. Y digo como un tonto pues antes nunca había cogido una melopea, ni por asomo y después tampoco, nunca, desde luego, hasta aquel extremo. Cada vez que me acuerdo… me parece que estoy soñando —sorbió un trago de whisky y continuó—. Estábamos salidos. Prácticamente teníamos la licencia en la mano, sólo nos faltaba pasar por aquellos días de maniobras. Para despedirnos de la vida militar, bajamos a cenar unas chuletillas de cordero y ese buen queso de la región. Estábamos felices, contentos del final de los catorce meses de mili transcurridos y antes del toque de silencio, pues siempre bajaban oficiales a tomarse un café o unas copas, se nos ocurrió hacernos con unas botellas de coñac. No para tomárnoslas en el momento, sino pensando que en los próximos días de maniobras bien nos vendría un trago, de vez en cuando, para aguantar lo que nos viniera encima. Y, cuando nos dirigíamos al campamento, pensamos que un primer trago ya, no estaría mal, después de la cena disfrutada. Estábamos en ello, tomando ese primer trago, cuando se nos presentaron una cuadrilla, que dijeron ser ocho, si mal no recuerdo, pero que no los pude contar pues la oscuridad de la noche lo impedía, que nos advirtieron que desde los barracones éramos objetivo fácil para cualquier oficial o para los vigilantes de guardia. De hecho, ellos nos descubrieron así de fácil. Así que les invitamos a un trago. Sí recuerdo que quien se dirigió a mi dijo llamarse Diego. Pero apenas le pude ver en la oscuridad de aquella noche y tampoco nada supe después de él. Así las cosas. Nos retiramos a un lugar más seguro y… seguimos. Seguimos charlando y charlando y dándole al coñac. Seguimos de tal modo que agotamos lo que llevábamos 126


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y dos de ellos se ofrecieron para bajar al pueblo y traer más mercancía. Los dos que bajaron al pueblo dijeron saber de una moza, hija del dueño de uno de los establecimientos, que con la mayor amabilidad nos surtiría de cualquier cosa que se le pidiera. No sé cómo hicimos las cuentas pero sí que un dinero se reunió. Estábamos lanzados. Dentro de pocos días licenciados y un evento así había que celebrarlo. En algún momento se oyó el toque de silencio y… ya todo fue flotar en una galaxia que, cada vez que lo pienso, sólo me llegan algunas imágenes que me descolocan pues, veo a dos que nos detienen con voz áspera y uno de nosotros que les habla y luego un alférez que aparece con voz autoritaria y con el que también habla y que la cosa se pone verdaderamente tensa, peligrosa, y, de pronto, todo se calma y que los mismos que nos han detenido nos llevan después con la mayor consideración a nuestro barracón. Y eso es todo, pues al día siguiente me desperté aturdido, así como desparramado, y por más que intenté analizar con mis tres compañeros lo sucedido, ellos, menos que yo, podían decirme algo coherente de lo ocurrido. Fue así como un milagro que de aquel despropósito saliéramos de rositas. Al día siguiente, al anochecer, comenzaron las maniobras, largas caminatas, para, días después encontrarnos con el supuesto enemigo en un bosque a tiro limpio. Sabíamos que eran balas de fogueo las que llevábamos en nuestras cartucheras, pero quién te dice si alguien no ha cometido un error y son las balas que disparábamos en el campo de tiro las que ahora alguno podía estar disparando. Así pensé yo y me tiré al suelo, rastreando, intentando encontrar cualquier resquicio donde poder ocultarme. Y así los demás también. Luego fue comentario general. Todo terminó después en abrazos y risas y com127


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partiendo el vino con el “enemigo” en el pueblo cercano. ¡En fin… lo que daría por estar en aquel momento… ahora! —concluyó pensativo. —Ya me has contado tu batallita, Jim —le dijo entonces Laura amagando una sonrisa. —Pero… te diré, Laura, que unas maniobras no son un juego, aunque ahora, contándolo, pudiera parecer. Aquello iba muy en serio y la disciplina se aplicaba con verdadero rigor. Verás… uno de los días, dos de nuestra compañía, que no atendieron a la señal que indicaba la aparición de un avión supuestamente enemigo, para empezar, les cortaron el pelo al cero y no les dieron la licencia. Allí se tuvieron que quedar, después de las maniobras, en Burgos, detenidos. Se habló que serían sometidos a un consejo de guerra… No supe más… Por eso, lo extraño de aquella noche que, habiéndonos saltado el toque de queda y en aquel lastimoso estado, nos libráramos tan milagrosamente… si te digo que… Se despertó. En la sala, tenuemente iluminada por la débil luz que llegaba de refilón por la entreabierta puerta del dormitorio, el silencio de la noche se hacía intensamente sensible. No pudo recordar en qué momento de la conversación se había quedado dormido. Estaba claro, desde luego, y no podía menos que recordarlo con cierto disgusto, que nada de diálogo había habido sino un lamentable monólogo preñado de sentimentalismos y nostalgias, hasta quedarse dormido. Pensó en lo pueril de su actitud y en lo fastidioso que habría sido para Laura, que, evidentemente, se había ido a la cama, después de colocar un cojín bajo su cabeza y cubrirle con una ligera manta. Se incorporó. Durante un momento apoyó su rostro en sus manos. Sintió sequedad en su boca. La copa no estaba. Laura la 128


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abría recogido, pensó. Se levantó, se acercó al mueble-bar y se sirvió un whisky. Tomó la copa en su mano y se acercó a la puerta del dormitorio. Empujó suavemente la puerta. La pequeña lámpara, sobre la mesilla de noche, iluminaba la habitación en acogedora semioscuridad. Observó desde la distancia a la mujer dormida que le esperaba cubierta por ligera sábana. Ella le había respetado su sueño en el sofá. Le había dejado allí para que descansara de la desazón que parecía agobiarle. Y ahora, en el lecho, le esperaba, como siempre. Pensó que era una mujer maravillosa. Entrecerró la puerta y desde la sala miró por el amplio ventanal la avenida iluminada por las farolas, pensativo. Se dirigió al baño, se miró en el espejo intentando conocer al hombre que parecía observarle desde el otro lado. Luego, lentamente, vació la copa por el lavabo. Se refrescó el rostro enjuagándose la boca. Y dejó la copa en la sala. Tomó la gabardina. Abrió la puerta de salida evitando el menor ruido y salió. Bajó las escaleras mientras lentamente se ponía la gabardina. Se sentó al volante en el coche y arrancó. Cuando entró en la habitación dejó la puerta del pasillo entreabierta para que entrara un mínimo de luz. El leve crujido de la ropa al desvestirse hizo que la mujer se volviera. —Vienes tarde, Jaime —le dijo. —Buenas noches Sonia —le contestó lacónico—. Un poco tarde, sí —dijo. Acostado ya, pensó que su mujer bien podría, de algún modo, estar enterada. Tanto tiempo ya de excusas, de cenas de negocios y reuniones de trabajo que empezaban a no tener sentido. Y la desazón le oprimió el pecho. Tardó en dormirse.

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Antton Obeso

UNA CABAÑA EN LA SIERRA

EDITORIAL DELBERT

Bertrand Delbert París

25 de Mayo 2001

Querido Pablo: Tal como te adelanté en mi llamada telefónica hace unos días, ahora, por medio de estas líneas, te confirmo mi intención de publicar una selección de relatos de diversos escritores que a mi juicio tenéis un nexo común. La idea surgió en una conversación que mantuve con Helmut Eisern cuando pasó por mi casa hace unos días a visitarme ¿te acuerdas de Helm de tus días de corresponsal en Berlín? Pero no quiero descubrirte, por ahora, qué fundamento me ha motivado ni quiénes van a ser tus compañeros en el equipo, tampoco ellos lo saben, ni adelantarte el común denominador que yo pienso os une. Se trata de una pequeña aventura que me propongo y espero me prestes tu colaboración, como siempre lo has hecho cuando te lo he pedido. Así pues, ya te estoy viendo la tarde de fin de semana en tu “cabaña”, como tú llamas a tu casa de campo en la sierra, donde tan felices días hemos compartido, descanso, amenas charlas, paseos montañeros y los exquisitos guisos que tu mujer prepara, te estoy viendo, digo, sentado junto a la ventana, en el silencio del atardecer, escribiendo, en esa media docena de folios, una historia que estoy seguro me va a complacer. Tienes un mes por delante, no te agobies, mientras tanto, nuestro 130


Una cabaña en la sierra

mayor afecto por tu mujer, Olga, y el cariño que vuestros hijos y nietos nos merecen. Un fuerte abrazo Bertrand

Querido Bertrand: 18 de Junio 2001 ¿Cómo no voy a recordar al bueno de Helm, el interés que le traía aprender a tocar la guitarra, su pasión por las bailaoras y su entusiasmo por las corridas de toros, cuando pasó unos días aquí, en Madrid? Desde luego que le recuerdo, cómo no. Y también sus Prosit! cuando levantaba risueño la jarra de cerveza, en aquellos días en Berlín. Felices recuerdos, sí. Siempre está la esperanza de un reencuentro algún día. Pero bien, querido Bertrand, sin embargo no me puedo hacer idea de tu intención tras el encuentro con Helm, ni de qué propósito te mueve. Dices que, por el momento, lo deseas guardar en secreto. Nada que objetar. Y el hecho es que adjunto te remito el relato que me solicitas. Pero he tenido mis dudas. Sí. Bien sabes tú que soy un modesto periodista que a veces se ha atrevido, además, a pergeñar un relato. Que después haya tenido suerte de que se publicaran algunos, ha sido debido a esa buena disposición de personas que, como tú, siempre estáis dispuestos a echar una mano a los que nos aventuramos en terrenos literarios. Por eso doy por hecho que quienes me vayan a acompañar en el libro sean también aficionados en estas lides de contar un 131


Antton Obeso

cuento. De ahí, también, que consideres una aventura tu proyecto. Una vez más, ese espíritu de alentar a desconocidos. De primeras pensé en enviarte uno de tantos relatos que duermen en los cajones de mi mesa. Pero un evento sobrevenido me ha hecho cambiar el propósito. Como bien sabes, mi “cabaña” dista una hora escasa de Madrid. Y, desde que me jubilé, fácilmente me tomo el coche y me vengo a pasar dos, tres o cuatro días. A Olga no le gusta nada, como te puedes figurar, que venga solo. No vengo solo, siempre vengo acompañado de Boris. Pero ella, parece ser, no considera suficiente compañía la de un pastor alemán. Olga me acompaña algunas veces. Pero se le hace largo el tiempo aquí. Disfruta, sin embargo, cuando vienen nuestros hijos y nietos. Como bien te puedes figurar, aquí, solo, con Boris de compañía, a Dostoievski se le lee con piedad. Cerca, como a media hora de camino, hay una residencia de verano para ancianos y jubilados. Son gente amable, que no hace falta más que pase por delante de la finca para que tanto cualquiera de ellos como el personal sanitario que los atiende, me inviten a tomar un vino o un café, según el momento, y charlar un rato. Invitación que es de agradecer y a la que a veces accedo, con verdadero placer. También Boris, a quien consideran como si de la casa fuera. Tanto es así que, cuando salimos a dar un paseo, de primeras enfila su marcha hacia la finca “Mar de hierba”, que es así como la denominan, y tengo que llamarle al orden para cambiar de dirección. El tiempo de visita suele ser corto pués, además, casi siempre me los encuentro atareados en las labores que una finca tan extensa requiere, desde cortar el cesped, podar las ramas del arbolado, arreglar el seto, hasta atender un huerto pués, claro está, aunque cualquier eventualidad es atendida por profesionales 132


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también los residentes, que están en condiciones, colaboran con gusto, así como las mujeres en el quehacer de la cocina preparando gustosos guisos, que alguna vez me han dado a probar. También, desde hace un tiempo, he podido observar sacos de cemento y abundante graba que es de suponer alguna finalidad habrá de tener. Algún comentario se dejaron caer sobre el templete que pretenden construir. Espacio tienen. Hace pocos días pasé y encontré algunos afanados en montar una caseta para almacenar leña para la chimenea, cajas con botellas de vino y trastos en general. Gustosamente les ayudé a ensamblar las tablas, sujetar, clavar, durante unas horas, hasta que el sol comenzó a declinar, dejando avanzado el trabajo. Luego me invitaron a cenar y después de una copa, prolongada charla, anochecido ya, cargado con una bolsa de tomates, cebollas y zanahorias, que amablemente me regalaron, producto de la cosecha de su huerta y que Olga agradece cuando le llevo, me volví con Boris a mi cabaña en la noche estrellada por el camino y los pinares bañados por la tenue iluminación de la luna. Y me acosté. Y aquí, mi querido Bertrand, sucedió. Tuve una pesadilla. Una angustiosa pesadilla. Me desperté sobresaltado, sudando. Encendí la luz de la mesilla. Boris me observaba preocupado. ¿Cuánto tiempo llevaría así, con su mirada fijada en mí? Lamenté que no estuviera Olga a mi lado. Su presencia me hubiera sosegado. Después de un tiempo, me levanté, bebí un poco de agua y me refresqué el rostro. Y, sentado ante el teclado, comencé a escribir el relato que te envío. No ha sido en el silencio del atardecer, como me dices en tu carta, que pensabas que lo escribiría. Ha sido en el silencio de la oscuridad de la noche. Y, bien te puedo decir, querido Bertrand, que sentí verdadero alivio cuando comenzó a amanecer. Ahora me encuentro bien. No ha sido más que un mal sueño. 133


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Hasta me da la sensación de que Boris se está riendo de mí. Procuro no mirarle. Así que aquí te envío “El Campo”, que así he titulado el relato que, a decir verdad, no es ni relato siquiera, solo un apunte, nada más, poco más de cuatro folios, lo que pudiera ser el relámpago de una pesadilla. No sé si te puede servir para tu propósito. De cualquier modo, no te sientas obligado. Nos complacerá visitaros como siempre y disfrutar de ese exquisito soufflé que con tanta delicia prepara tu mujer, encantadora Lorraine. Un abrazo. Pablo El CAMPO

He perdido la noción… el motivo… tanto tiempo arrastrando la carretilla con los sacos de cemento… hasta la hormigonera. Toneladas de cemento y grava que siempre se renueva… nunca se acaba. Nos dijeron… nos dijeron… ¡ah, sí! Nos dijeron de un monumento a construir… creo recordar. Sí. ¡Claro… claro! Un Monumento. Claro. Lo recuerdo. ¡Hace ya tanto tiempo! ¡Y este calor! No sé cómo los demás lo resisten. Cuatro por delante. Tres, tras de mí. Y cómo me duelen las manos… El sol del estío cayendo de justicia. Afanados en la labor, sudorosos, lentos, mientras el superintendente se esmera en colocar el encofrado enclavando las tablas, indicando a los ancianos, de vez en cuando, dónde y cómo deben ir colocando los sacos de cemento. En algún momento aparecerá por la ventana la mujer que nos llamará para sentarnos a la mesa y no es que tenga demasiado 134


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apetito pero el cansancio me va pudiendo y ya tengo ganas de parar y descansar un rato. Las mujeres nos ven sofocados y desean ayudarnos pero aquí no hay opción alguna para una mujer en semejante labor. Ellas, como siempre, preparan con todo esmero el almuerzo y, como siempre también, recogen la mesa y friegan la vajilla. Luego charlan sentadas a la sombra de los árboles observando un tanto preocupadas el esfuerzo de los hombres. No sé cuándo terminaremos con la construcción del Monumento a la Solidaridad. No sé, no sé cuando lo vamos acabar pues creo que llevamos todo el verano con el endiablado trabajo. ¿Pero cual fue el motivo? ¿Por lo que se hablaba? ¿Por aquellas discusiones? Pero… no había otra cosa que hacer después más que charlar y charlar de fútbol, fútbol y fútbol y de los programas de televisión y… después… de política. De la maldita política. El apasionamiento verbal calentaba el ambiente hasta hacerlo arder en chispas. Pero todo eso es ya cosa pasada. Casi olvidado. Ahora la cuestión radica en cuándo estará acabado el Monumento. Tanto tiempo ya metidos en esta labor, las manos encallecidas de tanto recorrido portando el cemento y la gravilla con las carretillas y las lumbares resentidas. Si me hubiera dicho hace cinco años de meternos en este trabajo cuando con setenta todavía me encontraba fuerte, pero… ahora… se queja mi compañero y le comprendo pues las rodillas pasadas en quirófano por una mesa de operaciones no las puede tener ahora demasiado en condiciones. Tampoco los demás se puede decir que estén para hacer risas. Mientras, el superintendente se esmera en colocar el encofrado enclavando las tablas. Antes ya había utilizado su herramienta para todo arreglo y mejoramiento del mobiliario y toda otra chapuza que se le presentara delante. Y, cuando no había una tabla, una pared o cualquier artesa o parecido para perforar, lo inventaba. La cuestión era tala135


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drar, martillar, cepillar, lijar, ensamblar, listonar, escofinar, en fin, toda una labor que realizaba con detalle, con perfección, sin dejar un pelo al aire. Y, ahora, estaba el “Monumento” en proyecto. Se comenzó la colocación de las barras de hierro que habrían de ser el armazón que sujetara el pedestal y luego seguiría la escultura encima. Barras que se insertaron en la tierra envolviendo con un encofrado. Tablas debidamente aserradas y colocadas en perfecta simetría. Y la explanada, mil metros cuadrados, de cemento, la gran plaza en cuyo centro se elevaría el Monumento. Preferiría convertirlo en huerta y cultivar cebollas y tomates, hubo quien comentó. Llegado el otoño el superintendente consideró que el proyecto requería más tiempo. Y llegaron también las lluvias que embarraron la campa y las botas se nos quedan hundidas en el barro mientras acarreamos los sacos de cemento sobre el hombro pues es imposible utilizar las carretas ya que se quedan las ruedas clavadas en el lodazal en que se convierte el terreno a la menor chaparrada. ¿Cómo pude yo entrar aquí? Me pregunto una y otra vez. ¿Quién me llamó para este propósito? No tengo nada que ver con esta gente. Y no consigo una respuesta a mis preguntas. ¡¿Por qué, por qué, por qué?! Y si en algún momento esto tendrá fin. Y empiezo a preguntarme quién soy yo en realidad. Todas las noches acostándome con este dilema. Hasta cuando… —¿En qué piensas? —Como siempre, en cómo hemos podido llegar a esto. —¡Ya…! El silencio de la noche nos embarga una vez más. —Helm… —Dime. 136


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—Lo que no he podido entender nunca es por qué estás tú aquí. —Otra vez. —¿Otra vez? —Sí, otra vez. —¡Otra vez! —Pero ahora ya no lo aguanto y cualquier día me escapo. —¿Tú crees que hay alguna posibilidad? —No lo sé. —Ya… no lo sabes… El invierno nos atrapó de sopetón. Comenzando la jornada diaria apartando la nieve que ha caído durante la noche. Tirando de carretilla después con las manos ensangrentadas y los pies helados en las destrozadas botas. Malamente las rodillas, de ya no sé cómo se llama, resisten el frío y tiene que protegerse, bajo el pantalón, con unas rodilleras que, por otra parte, le impiden realizar esa flexión necesaria para manejar la pala. Parecido problema tiene con sus lumbares mi compañero del catre a mi diestra. Quien dice llamarse… está preocupado con su hipertensión ya que lleva tiempo sin el reconocimiento médico que cada cierto tiempo requiere. Helm cogió un resfriado que le retuvo en cama tres días y ahora se siente agotado y cada momento se para y lo que empezamos a advertir en él es que habla solo. Para más inri, llevamos más de dos semanas sin recibir alimentos pues la carretera ha quedado intransitable debido a la nieve. Así que… ¡estamos aislados! Me despierto sobresaltado y advierto que entra aire por algún lado. Un aire helado que si así sigue dejará gélido el barracón en poco tiempo. Salto de la litera, la puerta al campo está abierta y puedo ver a la luz de la farola pasos marcados en la nieve. Alguno ha salido. Falta Helm. Despierto a los demás. ¿Qué es todo este alboroto, qué pasa? —pregunta el superintendente. 137


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—Parece que Helm ha salido —le digo. —¡¿Qué ha intentado huir?! —grita furioso— ¡Cómo se puede ser tan insensato! ¡Maldita cuadrilla de inútiles! —masculla después entre dientes. Salimos en busca de Helm. Seguimos sus pisadas marcadas en la nieve. El sonido de las sirenas llenan la noche y focos de luz buscan al hombre que vemos intentar subirse por la alambrada. Unos disparos desde las torretas y el hombre que cae desplomado al suelo. Me quedo paralizado, espantado. ¡Helm! —El Führer se está pasando —comenta alguno a mi lado— Y algo habrá que hacer para terminar con todo este despropósito. Pero las toneladas de cemento están ahí y las de gravilla también y más toneladas solicitadas que habrán de llegar. El proyecto del “Monumento a la Solidaridad” no se puede abandonar. El sueño del Führer está en marcha. Sólo falta, pienso angustiado, que en la verja de entrada al campo figure el rótulo y entonces esto no será una pesadilla sino una espantosa y horrible realidad. Levanto la vista y… ahí está… “Arbeit macht frei”. Y un tremendo escalofrío me sacude el alma.

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El viejo que deseaba ser Dios

EL VIEJO QUE DESEABA SER DIOS La mayor parte de los huéspedes del Hotel Gloriana habían pasado de la edad de la jubilación. “Carpe Diem”, de Saul Bellow DOMINGO.

29 de Mayo. Ocupados ya en acomodarnos en los asientos, colocando maletines y pequeñas bolsas en el portaequipaje, las maletas ya instaladas previamente en el maletero del bus, cuando Estela, girando su mirada, exclama con evidente tono de decepción. —¡Todos viejos! Observo y… efectivamente. Pero, no sé a qué razón viene su desengaño. Era de esperar esta clientela para este viaje. “Caja Rural”, que es la entidad que ha organizado las vacaciones, lo ha dispuesto así, para jubilados, para los que hemos llegado a la edad del retiro laboral. ¡Empezamos bien, con esta observación! Un aviso que presagia momentos de un humor de diablos. Estela, tan opuesta siempre a todo tipo de fiesta con gente mayor, que tampoco nunca se anima a un viaje de vacaciones con el Imserso. ¡Que se te quite de la cabeza!, me lo ha soltado siempre cada vez que se lo he sugerido. Menos mal que ella aprobó estas vacaciones cuando se lo propuse. Quizá pensando que por el hecho de ser una entidad privada quien lo organiza habríamos de ser, por ello, “menos mayores” quienes acudiríamos a la cita. Pero, ahora, de pronto, tras este contundente dictamen expresado 139


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por mi mujer, parece que me ahoga la aprensión y que el ambiente empieza a oler a jubilado. Y comienzo a angustiarme al pensar que este efluvio tendré que soportarlo durante catorce días. Aroma difícil de definir, así, de pronto, pero que ya se me antoja pegajoso, pringoso, sofocante, ¡a saber! Sensación semejante, salvando las incuestionables diferencias, claro está, al que percibí el día en que entré en el cuartel para cumplir el servicio militar. Me lo ha dicho más de una vez mi cuñado, Pepe, que al igual que su hermana, mi mujer, tampoco es partidario de vacaciones con el Imserso, “mira, Diego, unas vacaciones compartidas con jubilados tiene que ser como caminar con un rebaño de ovejas, siendo tú una más”. Y parece que empiezo a sentir el síndrome del jubileta que a saber qué problemas me va a causar. —Espero no marearme —suelta Estela mientras se acomoda en el asiento. ¡Lo que faltaba! Álvaro, nuestro hijo, que nos ha traído desde casa en su coche, nos mira desde la acera con una sonrisa que más bien se me antoja ahora un gesto de misericordia al vernos en el rebaño que va a ser trasladado en un vagón con a saber qué destino. —Se nos ha olvidado comprar algún periódico o revista para el viaje —nos dice. —No te preocupes —le tranquilizo—. En alguna parada, de camino, tendremos ocasión. Y Estela le hace una señal para que se vaya ya. Lo que hace levantando la mano a modo de saludo y deseándonos un buen viaje. Arranca el bus. Bueno, somos cuatro los buses que formamos la expedición. Son las diez y media en punto. Y abandonamos Valladolid. El asiento es cómodo, el chofer conduce con suavidad por la autopista y es placentero dejarse llevar disfrutando del pa140


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norama. Así la actitud de los demás viajeros en general. Alguno que otro lee la prensa. Dos asientos delante, uno lee una novela, parece ser. Son las doce, con una parada en un área de servicio para tomarnos un café con leche en la cafetería o un bocata para quien le apetezca y son muchos, por lo que veo, a quienes les apetece. Estela me dice que va a comprar alguna revista. —Mira a ver alguna que tenga crucigrama —le sugiero. Pasamos Madrid, y son ya las tres de la tarde cuando paramos en Terruel para almorzar en un hotel. Cuando me presto a salir del bus, me fijo en el libro que con empeño está leyendo el compañero, salvo en pequeños ratos que levanta la vista para contemplar el paisaje. Se trata de una obra de Vargas Llosa, “El lenguaje de la pasión”, una selección de artículos que en su momento publicó el autor en el diario “El País”. Un buen libro para un viaje. Temas cortos que no requieren una atención prolongada y que, por lo tanto, en cualquier momento puedes prescindir de su lectura. Entramos en el hotel en grupo, en manada se podría pensar, todos los viejos, como es de suponer estará pensando mi mujer, viajeros de cuatro buses, ocupando un buen espacio del amplio comedor del hotel, acomodados en mesas de cuatro. Un matrimonio que nos acompaña en la mesa. La mujer nos explica que su marido tiene prohibido el alcohol por orden facultativa. Y que ella tampoco toma para evitar que su marido se sienta tentado. El marido no habla. No dice nada. Está callado. Come con cierta ansiedad y, de vez en cuando, se le desprende la dentadura postiza del paladar que ayuda con la lengua a sujetar de nuevo. Y cuando su esposa se va al buffet, para tomar el segundo plato, el hombre nos pide, por favor, que le sirvamos un 141


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poco de vino ya que su médico sí le autoriza a tomar una copa en cada comida. —Lo que pasa —se explica— es que mi mujer extrema con rigor la autorización médica y, si tiene que tomar una pastilla de cualquier medicamento, ella siempre toma media. ¡Me tiene frito! No podemos menos que sonreír, no él, que se mantiene con gesto grave. No es para menos el problema, pienso. Y Estela se presta a llenar su copa, ya vacía de agua, y le sirve el vino que él, con delicadeza, le dice que es suficiente con dejarlo en media copa. Y, con verdadera fruición, se lo bebe de un trago. Cuando llega su mujer, puedo observar, con cierta preocupación, que en la copa se le ha quedado una gota en el fondo que evidencia el pecado cometido. Pero parece que la mujer no se ha dado cuenta o, si lo ha advertido, lo deja pasar sin hacer el menor gesto. A las seis de la tarde llegamos al “Gran Hotel Peñíscola” donde nos instalaremos durante doce días. En recepción nos comunican que ha habido un error en la asignación de nuestra habitación, que no es la 216 la que nos corresponde, que es la 146, y cuando la ocupamos, advierto que hemos salido perdiendo con el cambio, aunque tampoco es tanto la diferencia en cuanto a la orientación ya que ambas habitaciones dan a la parte posterior. Nada de vistas al mar. ¡Qué le vamos hacer! Después de abrir las maletas y de darnos una buena ducha, bajamos al comedor para cenar. Son las ocho de la tarde. El guía que nos atenderá todos estos días nos advierte que habrá turnos para el almuerzo y la cena. Uno, a las trece horas y otro a las catorce, para comer y, para cenar, uno a las veinte horas y el siguiente una hora después. El primer turno corresponde a los buses uno y dos y el segundo a los buses tres y cuatro. Y surgen las primeras protestas. A mi me parece bien el que nos ha tocado, el primer turno. Salta, sin embargo, el primer desacuerdo pues 142


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uno se queja que no le parece bien que se aplique la norma durante los doce días que va a durar la estancia. Dice que habría que cambiar, alterar el orden, una semana unos y otra otros. Considera que la una del medio día, como a él le ha tocado, es un poco temprano si va a la playa y tiene que regresar tan pronto. El hombre se explica un tanto alterado, vehemente en su expresión, apasionado él, considerándose víctima de un proceder injusto, le parece, por lo que se ve. La norma, de momento, queda establecida así, susceptible de cambio cuando lo volvamos a plantear. Después de cenar, salimos a dar un paseo, bordeando la playa. LUNES —30.

Hemos dormido bien y largo. A las ocho, desayuno de buffet, zumo de naranja, dos rebanadas de pan con aceite, café con leche, mermelada, en fin. El guía nos informa sobre excursiones que realizaremos en días venideros. Por otra parte, el día ha surgido nublado. Nada de playa. Nos llegaremos caminando hasta Peñíscola. Aunque la ciudad se nos asoma en el panorama, es fácil, sin embargo, calcular que la distancia que nos separa será de unos cuatro kilómetros. Por lo tanto, el paseo es grato, lindando la playa, junto al mar, y ver, mientras caminamos, cómo la ciudad, poco a poco, parece acercársenos. Apenas llegamos, nos limitamos a comprar la prensa, tomarnos un cortado en una cafetería y volver de nuevo al hotel, pero, ahora, caminando descalzos por la orilla de la playa. Para visitar la ciudad, habrá otro momento. La tarde tampoco se muestra propicia para un baño playero. Y el tiempo lo pasamos con largos paseos. 143


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MARTES —31.

Estela lleva unos días con molestia de garganta y decidimos consultar a un médico. Para lo cual hemos de llegarnos a Peñíscola. Tomamos temprano el bus. El bus tiene su parada a unos cien metros de nuestro hotel, justamente enfrente del Hotel Casablanca En el dispensario nos dan hora para las doce y media. Tan temprano que hemos venido. Son las nueve ahora. Aprovecharemos para entrar en la ciudad y visitar el castillo del Papa Luna. El último tramo de escaleras que accede a la parte alta del castillo es una escalera estrecha y cerrada que solamente de uno en uno es posible subir o bajar. Por lo tanto, hay que dejar primero que pasen los que de arriba bajan. Se trata de un grupo de jubilados franceses. Uno de ellos tiene todo el aspecto de un Charles Laughton, en pantalón corto, que se mueve torpe. Se le ve con sentido del humor, no para de hablar y va soltando su Bonjour a todo el mundo con quien se cruza, una vez que va saliendo del pasadizo. La vista desde arriba del castillo es sensacional. A las doce y media nos recibe la doctora quien diagnostica a Estela una perforación de oído, le propone un tratamiento y le advierte que tenga cuidado con el baño tanto en el mar como en la piscina. Deberá taparse bien el oído. Son las trece horas, cuando tomamos el bus de vuelta, a la vez que un numeroso grupo de jubilados que entran ocupando todos los asientos, teniendo que quedarse muchos de pie, hablando atropelladamente. En una de las paradas y ante la lentitud de una mujer con su bebé en bajarse del bus, uno de los jubilados poco menos que la increpa. 144


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—¡Vamos señora, que el niño llora, tendrá hambre! Llegamos un poco tarde al comedor, pero no hay problema alguno. Después, en la cafetería, cómodamente sentados en amplios sillones, tomamos un cortado mientras suena “Noche y Día” de Cole Porter. Después de una ligera siesta en la habitación, en un Supermercado, en dirección a Benicarló, compramos un par de botellas de agua para disponer en la habitación. Pero no logramos dar con una farmacia para comprar la medicación que la médico ha recetado a Estela. Dejamos las botellas en la habitación del hotel y nos encaminamos en dirección a Peñíscola donde, en el trayecto, Estela recuerda haber visto una farmacia. Cuando volvemos hacia el hotel, por el paseo, nos viene de frente, como una tremenda ola, una procesión enorme de jubilados. ¡¿De dónde habrán salido todos estos?! Y no puedo menos que recordar a mi cuñado Pepe. Mi intención de darme un chapuzón en la piscina del hotel se ve truncada ya que casi son las ocho y es la hora de cenar. Empiezo a observar que, entre los jubilados que componemos la expedición, hay gente con un apetito realmente voraz que me deja verdaderamente desconcertado. Cuando salimos al anochecer a dar un paseo, aprovechamos el momento para hablar por el móvil con nuestros hijos. Todos se encuentran bien. Los nietos también. En el espacio de noche en televisión, en el programa de José Luís Garci, ponen la película de Jacques Tati “Las vacaciones del señor Hulot”, película que he visto varias veces y que siempre me ha encantado. No sé si me dormiré ahora viéndola. Pero, mientras pueda resistir, disfrutaré de estas vacaciones del señor Hulot en la costa de la Bretaña de los años veinte. 145


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Y no me he dormido. Desde luego que no. Es imposible resistirse al humor de Tati. Es imposible resistirse a ese pequeño pueblo que presenta en la película, esa playa tranquila y plácida sin apenas bañistas, a esos personajes tan peculiares, a esos gags tan ingeniosos. Después, apago el televisor y, pensando en ese tiempo y lugar mostrado por Tatí en la película, dejo plácidamente que el sueño se apodere de mí. MIERCOLES —1 de junio.

El bus hacia Benicarló nos viene repleto de jubilados, de vaya uno a saber qué otra expedición que también ha recalado por estos parajes, que han entrado en la anterior parada cercana al Hotel Casablanca. El bus parece una jaula de pájaros o un gallinero con tantas voces y risas (me acuerdo de mi cuñado Pepe). En Benicarló, nos metemos entre calles, mirando escaparates. Una llamada al móvil de nuestro hijo mayor preguntándonos a ver qué tal nos encontramos. Y cuando decidimos volver al hotel perdemos el bus por segundos y tenemos que esperar media hora para el siguiente. Tiempo que da lugar para que se forme una prolongada cola con los mismos jubilados con quienes antes vinimos (y me surge de nuevo el recuerdo de mi cuñado Pepe). Luego, dentro del bus, otra vez las mismas risas, las mismas voces, el mismo guirigay. Me da la sensación de que toda esta buena gente, es gente de campo, gente franca y abierta, gente con deseos de diversión y solaz. Pero en un momento, no sé por qué, el chófer del bus se levanta de su asiento, enfadado, increpando a algunos. Desde el fondo del bus uno le replica. Parece ser que el chofer prolonga demasiado tiempo las paradas y esta actitud ha molestado a algunos de los viajeros. 146


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Llegados al hotel, me da tiempo, antes de la cena, de bajarme a la piscina y darme un baño, que, bendita sea, me relaja maravillosamente. Observo que la señora que, al igual que yo, con su plato en la mano, me precede en el buffet para servirse la ensalada, vacila ante la variada gama de ensaladas que se nos presenta. —Es como para dudar —le comento. —¿Verdad que sí? —me contesta amable con amplia sonrisa—. Todo tiene un aspecto de lo más apetecible. Ya ves, cuatro tipos de ensalada y no sé cual elegir. —Lo tienes fácil —le digo—. Coge un poco de cada uno. —También es verdad —me dice con un gesto de sorpresa—. Es que, una no está acostumbrada a que le den todo hecho todos los días y es como para sentirse confundida. Dos matrimonios, sentados en distintas mesas, cuyos maridos comentan mutuamente las dificultades que sufrieron, cada cual a su modo, en el difícil propósito de dejar el tabaco y sus mujeres matizan a su vez los detalles del propósito de sus maridos. Cuando voy a servirme el postre, en el momento de hacerlo, me veo al lado de uno a quien creo recordar de mis tiempos de colegio y decido abordarle. No ha cambiado nada su fisonomía, por lo que puedo apreciar. Hace ya dos días que he reparado en él. No creo que me equivoque. —Usted es Pomares —le pregunto. —Sí —me contesta un tanto desconcertado. —Usted fue al colegio de Maristas. —Sí. —Allá estábamos un tal Cirarda, Raúl, creo que era su nombre, y su hermano Clemente, aunque éste en un curso superior. —No, su hermano se llamaba Claudio —me aclara—. Pero no me trates de usted. Ya veo que tú también estabas allí. 147


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—Así es. —¡Pues mira que no ha pasado tiempo! —exclama—. Creo recordarte —dice escrutándome con la mirada—. Pero me es imposible recordar tu nombre. — Diego Laredo —le digo. —Empiezo a recordarte, sí —me dice —Lo que no me acuerdo es de tu nombre —le pregunto. —Egidio —me responde rápido. —Así es, sí. Sabía que no era un nombre muy corriente. Creo recordar que tú tenías mucha relación con Raúl. A mí fue él quien me enseñó a jugar al ajedrez. —Y a mí —salta animado—. Era un lince. Sí, fuimos muy amigos. Desde luego. Pero después se fue a Santander y perdimos la relación. Durante un rato recordamos nombres de compañeros, inevitablemente, pero habrá tiempo para hablar de todo. —Cualquier momento estaremos para charlar un poco —le digo. —Desde luego. Y damos por terminado este primer encuentro. En el momento de servirme el arroz con leche oigo una voz a mi lado. —¡Huy, qué pinta tiene! Se refiere al dulce de gelatina. Se trata de una compañera del grupo, de aspecto peruano, se podría decir, de pequeña estatura, al igual que su marido, y que se ponen ambos morados de comer. Comen de todo y se sirven a rebosar sus platos. No puedo menos que estar sorprendido del apetito de muchos de los compañeros, pero esta pareja le deja a uno perplejo. Y veo que se sirve su buena ración de dulce de gelatina. Comento con Estela mi encuentro con el antiguo compañero 148


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del colegio que, ahora, desde la mesa, veo que parece hacer lo mismo con su mujer, pues ambos dirigen su mirada hacia nosotros levantando la mano a modo de saludo. Parecen formar un grupo con dos parejas más en prolongada mesa. Son las diez de la noche cuando, desde la habitación, llamo a mi sobrino Ernesto pues amablemente se me ofreció para un encargo y se me olvidó comunicarle que estos días habría de hallarme ausente de casa. Ernesto me tranquiliza. —No hay problema alguno —me dice. —Ya perdonarás mi despiste —trato de excusarme. —No te preocupes —insiste—. ¿Y qué tal estáis ahí, en Peñíscola? —Bien. Muy bien, sí. —¡Como un rey ¿no?! —Bueno, sí. Como un rey una vez. Tu padre se toma tres viajes como éste todos los años. Así que, él, como tres reyes. —Sí. Desde que se jubiló disfruta de la vida lo increíble —me contesta. —Ya me dijo que él también estuvo aquí, en este mismo hotel, el año pasado —le comento. — Así es. ¿Y qué te dicen por ahí de él? —Nadie me ha dicho nada hasta ahora. Pero es que tampoco he bajado todavía ninguna noche a la sala de fiestas. Ernesto estalla en una carcajada. —No te rías tanto —le digo—. No quiero ni pensar lo que me pueda suceder si, por cualquier motivo, se enteran que tengo un hermano así de juergas. Ernesto parece no poder controlar la carcajada. Luego, Estela llama a nuestra hija Eva. Pero ya es tarde para que Lorenzo, Sibila o Pablo, cualquiera de nuestros nietos, se pongan al teléfono. A estas horas están ya dormidos. Antes de acostarme, me tomo una pastilla para aliviar mi gar149


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ganta que, a la vez que Estela la medicina que le ha recetado el médico, he comprado en la farmacia. Me gustaría ver una película como la de ayer de Tatí. Pero nada que merezca la pena hay hoy en la tele. Así que me sumerjo en Chéjov hasta que me entre el sueño. JUEVES —2.

Estela todavía no se encuentra bien de su dolencia de oído ni yo tampoco de mí irritada garganta por lo que decidimos evitar la playa a pesar del día tan luminoso que ha amanecido y optamos por tomar el bus y dirigirnos a Peñíscola. Tenemos una larga cola de jubilados en la parada que, evidentemente, han ido saliendo del Hotel Casablanca, donde se hospedan. Ahí, cerca de la parada del bus. Y cuando llega el bus, también viene con una buena carga de jubilados procedentes de algún otro hotel. Dos de estos veteranos, cercanos a mí, van contándose mutuamente sus correspondientes achaques. Así me entero que, uno de ellos, ha sido operado de un infarto, mientras desabrochándose el botón de la camisa abre lo suficiente para mostrar el inicio de una larga cicatriz que le tuvo en situación verdaderamente difícil, dice. —Ahora, gracias a Dios —comenta —, estoy bien. No siento nada. Pero lo que más me jode es que me han prohibido fumar. Hace diez años me prohibieron la copa que me tomaba después de las comidas. Y, ahora… el tabaco —se lamenta. —Pero estás bien, dices que no notas nada —le dice su compañero. —Sí, estoy bien, no siento ninguna molestia. —Eso es, cuando no te notas nada, es que está uno bien. Porque, 150


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cuando te notas algo, es que algo tienes, aunque no sean más que gases de una pesada digestión. Lo que tenemos que hacer es pasar la revisión médica regularmente. ¿Y, cómo estás con la próstata? En ese tono continúa la conversación. Llegados a la primera parada de Peñíscola, un grupo de jubilados se bajan del bus. Dos mujeres jóvenes, que se hallan de pie cercanas a la puerta en animada charla, comentan. —A ese que acaba de salir —le dice una a la otra mientras que con un gesto le señala a uno de los jubilados que acaba de apearse del bus—, apenas le dejabas paso. No veas la molestia que se ha tomado para evitar rozarte cuando ha pasado a tu lado. —Sí, lamentablemente —le contesta su compañera consciente del hecho. —No me digas que te hubiera gustado —le observa con un gesto de perplejidad. —Me hubiera encantado. Fíjate bien. No me dirás que no se parece a Paul Newman. —Está bien el hombre para su edad, desde luego. Pero, así como Paul Newman, tiene más de setenta años. — ¡Y qué! ¿No te gustaría que Paul Newman te diera una rozadita a pesar de sus más de setenta años? —Bueno, ahora que lo dices… —aprueba su compañera esbozando una maliciosa sonrisa. Nos apeamos en la última parada y nos encaminamos hacia lo alto de la ciudad en dirección al castillo dejándonos perder entre las callejas con sus comercios con tanto gusto decorados. El piso es de piedra, guijarros duramente apretados y gastados por la pisada y el tiempo y hay que tener cuidado para no resbalar si se llevan suelas de cuero en los zapatos. En uno de los comercios compro una pila que necesito para mi 151


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cámara fotográfica. Comento con la señora que me atiende sobre el encanto que se desprende de la ciudad. La señora me lo agradece diciéndome, además, que ella está completamente de acuerdo con mi parecer, que es nacida aquí, en esta misma casa, donde vive y se siente feliz regentando el pequeño comercio que es su medio de vida. Me explica, además, que Peñíscola no se extendió fuera de sus murallas hasta después de los años treinta en que un turista alemán, con olfato de negocio, organizó un camping en las proximidades de la ciudad. Antes de tomar el bus de vuelta compramos unas tarjetas para escribir unas líneas a familiares y amigos. Desde el bus podemos ver la playa realmente concurrida. El sol luce sin nube alguna que la pueda ocultar y el viento de ayer ha dado paso hoy a una suave brisa. En el momento del almuerzo siempre ocupamos la misma mesa. Salvo en raras ocasiones en que la organización del comedor requiere mover las mamparas por motivos de entradas o salidas de huéspedes que obligan a efectuar cambios. Entonces los comensales nos encontramos un tanto desconcertados tratando de ubicarnos del modo acostumbrado. Las mesas son para cuatro comensales pero, no pocos, la ocupamos sólo dos. Parece como si cada matrimonio deseara preservar su privacidad. Pero en cualquier caso, fácilmente cualquiera comparte su mesa con la mejor voluntad con quienes se ven afectados por los cambios habidos. Por lo que me parece, considero que somos un grupo de jubilados modosos, comparados con los que nos hemos cruzado en el paseo o en el bus. No sé por qué será. Casi, ni parece que pertenezcamos a un grupo de viaje organizado pues cada matrimonio, o cada pequeño grupo de amigos, campamos por distintos parajes. De todos modos, empezamos a conocernos y tanto en el comedor, como en la cafetería, en los pasillos y en la piscina, fácilmente 152


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surge el cambio de impresiones el comentario y la conversación. Al atardecer nos llevan en bus a Marina d’Or, situado a escasos veinte kilómetros de Peñíscola. Se trata de un establecimiento con piscinas provistas de chorros de agua a presión, pequeñas cascadas, ligeras corrientes de agua, toda clase de artificio para producir masaje y gratas sensaciones, distintas temperaturas de agua de una piscina a otra, hasta olor a manzana en uno de los estanques, saunas diversas, en fin, toda una combinación de ingenio con el agua para motivar relajación y divertimento. El complejo se encuentra instalado en el anexo de un hotel por lo que se deduce que sus clientes serán los principales usuarios pero, de todos modos, cualquiera tiene acceso pagando una entrada, claro está. Me encuentro, pues, complacido, disfrutando de tanta agua, tan mojado, tan relajado, tan ocioso, tan hueca mi mente, tan blando, tan flojo, tan esponjoso y mullido, tan vacío, y, en el momento de salir de unas aguas y dirigirme al siguiente zafareche prosiguiendo en ese deleite, puedo ver cómo a una joven paralítica la levantan de su silla de ruedas, la colocan con mucho cuidado sobre una colchoneta flotador en una de las piscinas. La joven sonríe complacida a sus tres jóvenes cuidadores, dos hombres y una mujer, que más bien parecen sus amigos, tanta es la suavidad y el mimo con que ahora la mecen sobre las aguas. —Hay momentos en que uno desearía ser Dios. Oigo cercanas las palabras de uno de mis compañeros del grupo, también testigo del suceso que acabo de ver, un hombre corpulento, más bien recio, se podría decir, vigoroso, todavía, a pesar de los años, de mediana estatura, de gesto destemplado, me ha parecido así siempre, como un tanto malhumorado, aunque, por otra parte, nunca he observado en él un ademán fuera de tiempo en su comportamiento, con su mostacho afrancesado, sin sus gafas ahora, mojado, con su pantalón de baño que dejan al descubierto 153


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unas piernas fuertes todavía, con vello, así como en su torso. Ha hecho el comentario a media voz, casi un susurro, como si estuviera solo y nadie le escuchara. Absorto totalmente en el suceso de la muchacha paralítica que tres amigos mecen tumbada en una camilla flotante sobre las aguas de la piscina y se da la vuelta y se va con la mirada ausente y su gesto de viejo gruñón. Advierto que para nada ha percibido mi presencia. Sencillamente, ha expresado su sentimiento en un momento de intensa soledad personal sin notar que alguien estaba a su lado y pudiera oír sus palabras: ¡Hay momentos en que uno desearía ser Dios! De vuelta en el bus al hotel, no puedo menos que observarle desde mi asiento, con su gesto áspero, como siempre, junto a la ventanilla, con la mirada ausente perdida en el horizonte y en el silencio. Mientras a su lado, su mujer, con aspecto de extranjera, bien podría ser alemana, aunque se expresa en un perfecto español, con un ligero dejo, siempre sonriente y abierta, habla locuaz con la compañera de al lado. Luego, durante la cena, veo que comparten la mesa con otra pareja, con la que mantienen animada conversación y hasta es capaz de reír abiertamente. No me puedo imaginar de qué estarán hablando. VIERNES —3.

Estela ha pasado mala noche, con el vientre revuelto y apenas ha dormido. Y decido llegarme al dispensario de Peñíscola para consultar a la doctora que nos atendió. Para hacerlo más rápido recurro al servicio de un taxi. Durante el recorrido, el taxista me comenta el despropósito que ha supuesto para el municipio tanta construcción cercana a la playa. 154


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—La playa ha terminado convirtiéndose en playa privada —me dice—. Sólo para los hoteles y para quienes tienen su villa o su apartamento aquí. Ya ve, no hay aparcamientos para coches. Quienes deseen venir de cierta distancia, no pueden aparcar cerca de la playa. ¡Y mire que son kilómetros de playa! Por otra parte, la calzada se ha quedado insuficiente para tanto tráfico. Es una calzada tercermundista, ésta. ¡Y qué le voy a decir lo que es esto en los meses de Julio y Agosto! Son las ocho y media cuando llego al dispensario y en recepción me dicen que la doctora no llegará antes de las nueve y media. Llamo a Estela, a la habitación, por el móvil. Estela me dice sentirse tranquila y que, para hacer tiempo, me vaya a una cafetería a tomarme un desayuno. Así que tomo asiento en una terraza abierta y amplia, cubierta, muy agradable. Pido un café con leche y cruasán. Desde el lugar, puedo ver el castillo, encima de la peña, arriba de la ciudad. El tráfico empieza a ser movido a esta hora de las nueve de la mañana. Empleados municipales arreglan los jardines junto a la playa. En la terraza de la cafetería están unas catorce personas. Algunos son extranjeros. Cuando llego al dispensario me encuentro con un matrimonio, compañeros de viaje y que, precisamente, son amigos de Egidio. Y es ella, la mujer, quien tiene el mismo problema que Estela. La doctora me dice que Estela deje de tomar el antibiótico que le recetó ya que, además, no tiene fiebre. Es el antibiótico, seguramente, el causante de su desarreglo intestinal. Cuando vuelvo en el bus con el matrimonio, la mujer me comenta que ella está tomando antibiótico y que la misma indicación le ha hecho la doctora, que lo deje de tomar. 155


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Estela me dice que podríamos salir a dar un paseo y que después me baje a la piscina. Pero la realidad es que sigue muy molesta y hemos tenido que subir enseguida a la habitación. Y aquí estamos, ahora, que son las doce y media, sin salir. Estela, en la cama, adormilada, que quizá sea lo mejor y yo leyendo unos relatos de Carver, que me traje para los ratos perdidos. A la una de la tarde bajo solo al comedor. Me sirvo un poco de paella y luego unas patatas en salsa y una fruta, suficiente. En un momento, Egidio se me acerca para pedirme mi número de teléfono ya que todos los años, un pequeño grupo de antiguos alumnos del colegio, organizan, en el mes de Julio, una comida y para contar conmigo. —Ven si tienes humor —me anima. —Desde luego que sí. Le pregunto por la mujer de su amigo, que no ha bajado a comer y me dice que está molesta y en cama. Mala suerte también. Estela tildó de “contestatario” a un compañero que expresó su disconformidad al guía cuando éste fijó un horario para las comidas y las cenas. Ahora, me acerco a él y le pregunto a ver qué le parece, después de estos días transcurridos, éste que nos ha tocado, de la una del medio día para comer y de las ocho de la tarde para cenar. —He de reconocer —me contesta amablemente— que me puse un tanto terco en la reclamación que hice. Este horario, desde luego, es mejor que el de las dos, para comer, y de las nueve, para cenar. Pero en aquel momento pensé que, la una del medio día, era demasiado temprano, si quieres ir a la playa. Ya me entiendes. Bueno, cualquier horario impuesto puede ser incómodo. Ya se sabe. Pero, somos muchos y está claro que tiene que haber un orden. Además, no pasa nada si te vas a la playa y te apetece quedarte hasta la hora que quieras. En vez de venirte al hotel a comer, 156


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te tomas un bocadillo en cualquier parte y tan tranquilos. Cuando le cuento a Estela la opinión, ahora, del por ella considerado “contestatario”, no puede menos que mostrar su asombro por el cambio habido. Además, le digo, se llama Anselmo. Por lo tanto, olvidemos el apodo. Comunico en recepción del hotel el problema de salud que padece Estela y, amablemente, nos traen a la habitación una comida adecuada para su dolencia. La tarde la pasamos entre la habitación y la terraza, leyendo, charlando y viendo un rato la televisión. Luego, al atardecer, bajo a la piscina y me doy un baño que me sienta de maravilla. Solo, también, para cenar, me sirvo un puré de verdura, luego guisantes con salsa y, de postre, un trozo de tarta de hojaldre. Anselmo me pregunta por mi mujer ya que, otra vez, me ve solo y le explico el motivo de su ausencia. Tanto él como su esposa me comunican sus deseos para que pronto se recupere y me invitan a su mesa con toda amabilidad. También antes Egidio me ha rogado que me sentara con ellos a cenar. SÁBADO —4.

Son las siete de la mañana cuando me despierto. Le dejo una nota a Estela sobre la almohada: voy a dar un paseo, estaré aquí a las ocho. El mar está tranquilo llegando plácidamente sobre la arena en ligeros rizos. Sólo dos personas pasean por la orilla dejándose mojar sus pies. Cuando vuelvo, Estela está ya levantada. Sigue con su malestar y, por lo tanto, malhumorada. Bajo solo a desayunar y a Estela le traen un té a la habitación. 157


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Transcurre la mañana. Estela parece sentirse algo mejor, pero no lo suficiente como para salir a dar un paseo. No obstante, sin abandonar el hotel, bajamos a la cafetería, en la terraza, junto a la piscina, y nos sentamos en un velador para tomar algo. Cosa que aprovecho para darme un chapuzón. Mientras braceo, tranquilamente, veo a Estela en la terraza observándome y a la gente en las tumbonas tomando el sol. El hombre que deseaba ser Dios está también metido en la piscina, inmóvil, apoyado en un lateral, observando, parece, o sencillamente, disfrutando de la sensación del agua, sumergido hasta medio pecho y cuando paso a su altura mueve la cabeza a modo de saludo y le respondo con un gesto de mi mano. A la hora de comer, Estela se anima a tomar algo de arroz y un poco de pollo, que parece sentarle bien. No obstante, la tarde la pasamos en la habitación. Una pequeña siesta. Un rato de lectura. Y una película en la televisión. Estela se limita a tomar un té, en la cafetería, como único alimento, al anochecer. En la cafetería nos cruzamos la gente, un cambio de opiniones con algunos respecto al día transcurrido, un saludo con otros. DOMINGO —5.

Estela sigue molesta. Cancelamos la excursión que teníamos concertada para visitar Morella, ciudad medieval, con verdadera pena. No nos queda más remedio que volver a la consulta médica. Nos sentamos en el paseo ante la playa para hacer tiempo ya que el doctor no llega antes de las diez según nos han dicho en recepción del dispensario. 158


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El día ha amanecido radiante y hay gente ya que empieza a pasearse por la orilla del mar tomando el sol. En la sala de espera del dispensario nos encontramos con otro matrimonio del grupo. —¿También con algún problema? —les pregunto. Él se limita a hacer un gesto de contrariedad. —Gota —dice la mujer—. No puede poner el pie en el suelo. Ya llegó aquí con cierto malestar. Pero, lo peor, es que no ha tenido cuidado y se le ha complicado. Antes de comer, me doy un baño en la piscina. Cuando salgo del comedor se me acerca Anselmo. —¿Qué tal está tu mujer? —me pregunta. —Mira, ahí adelante va —le contesto señalando a Estela que nos precede hablando con la mujer con quien nos hemos encontrado en el dispensario—. Está mejor. Ha empezado a tomar una medicación y parece que se encuentra mejor. Y le comento cómo nos hemos encontrado con el matrimonio cuyo marido se encuentra aquejado de gota. —¡Gota! —exclama Anselmo y rápidamente se alza la pernera del pantalón para mostrarme su pie derecho hinchado—. No me duele —prosigue—. Y puedo pisar. Pero, con lo que me gusta caminar, no tengo más remedio que limitar el paseo. —Ya le digo yo —interviene su mujer —que debería tener más cuidado con las comidas. —Aquí, es imposible —le ataja su marido. LUNES —6.

Estela se encuentra mucho mejor. Así que nos animamos a la excursión programada a Valencia para todo el día. En el hotel nos han preparado unas bolsas con bocadillos y al159


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guna bebida, nada apetitoso todo ello, en fin, un picnic barato, se nos antoja. Y, cuando vamos ya en el bus viajando carretera adelante, surgen los comentarios. —Oye —pregunta uno de los camaradas del grupo a otro —¿qué bebida nos han puesto? —Mira, “Marqués de Cáceres” —le contesta mostrándole una botella de “Font Vella”. Risas, claro. Luego, algunos chistes se suceden para la complacencia de los presentes. En un momento, el guía, Pedro, un joven murciano que lamenta que con el cambio político se haya suspendido el proyecto del trasvase del Ebro, toma el micrófono para informarnos sobre el paisaje en que transcurre el viaje, sobre los campos y cultivos que caracterizan estas tierras. Nos habla también de Valencia y de las diferentes influencias culturales que fue objeto en el transcurso de los siglos. —No en vano, los musulmanes estuvieron aquí durante setecientos años —comenta. “Crónicas moriscas”, del escritor americano Washington Irving, le sirve como base para sus explicaciones. Ya en Valencia, cambiamos de guía, se trata de una mujer joven muy versada en la historia de la ciudad, de sus monumentos, templos y la catedral, una guía que nos conduce muy bien, con autoridad y sentido del humor. Son la una y media del mediodía cuando disponemos de un tiempo para comer. Algunos optan por buscar algún restaurante. Cercano se encuentra un Área de Servicio. Hay gente que se decide. La mayoría optamos por recurrir a lo que en las bolsas de picnic nos han preparado en el hotel. No puedo menos que recordar el tiempo de mi servicio militar, los días de caminata en se160


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mana de maniobras generales a base de bocadillos y de rancho sobre la marcha. No están mal los bocatas con que nos han surtido, uno de lechuga y atún, que lo aderezamos con aceite y vinagre que vienen en dos bolsitas de plástico y, el otro bocata, va de queso. No obstante, hay quien protesta —No hay modo de manejarse y uno se pringa los dedos —suelta malhumorado. —¿No podían habernos puesto un botellín de vino? —se queja otro. —No sé cómo voy a poder comer este bocata, con la dentadura postiza —se lamenta otro pesaroso. Y su modo de decir nos hace saltar la risa que procuramos disimular en lo posible. A las tres de la tarde nos reparten los bonos para visitar el Museo Oceanográfico y, después, el Museo de las Ciencias. En un momento se me acerca aquella persona con la que compartimos mesa el primer día, en Teruel, y que aprovechando que su esposa se fuera al buffet, para servirse, nos pidió un poco de vino ya que por prescripción facultativa lo tenía reducido a un vaso por comida pero, su esposa, se lo prohibía por completo. El hombre, en cuestión, se muestra amable y locuaz, simpático él, y en la conversación sale a relucir la edad que tiene y me dice que son ochenta y un años los suyos. Para tal edad, que bien podría restarse unos cuantos, pues, delgado y ágil de movimientos, la mente la mantiene verdaderamente despejada y se expresa con soltura. La visita a los dos museos se desarrolla con demasiada rapidez por falta del tiempo preciso. Y es motivo para que algunos protesten al guía de falta de la suficiente organización. El guía se defiende alegando que la empresa considera que quienes deseen ver 161


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sólo uno de los museos, puede hacerlo, y quienes deseen ver los dos, aunque con prisa, también pueden hacerlo, y así se hacen una idea del contenido de ambos museos. Algunos tardan en admitir el razonamiento de Pedro. Durante la cena, en el momento de servirme el postre en el buffet, uno se me acerca y me comenta. —Ahí está una pareja de “pequeños” que se ponen moraos comiendo, sobre todo dulces. ¿Te has dado cuenta? Ya toda la parroquia les conoce. Y ella bien podría pasar por una entrañable abuelita india en una película del Oeste. Al jubilado, que querría ser Dios, le veo también por el buffet escudriñando el menú que se nos ofrece. Es un hombre, por lo que he podido observar estos días, que tranquilamente está aislado, solo, pensativo, con la mirada perdida en la lejanía del mar, cuando se le ve en el paseo de la playa, o locuaz, también, charlando en grupo, como alguna vez he coincidido, en conversaciones sencillas y animadas. Alguna vez suelta la carcajada por alguna salida de alguno de los contertulios. Y él tampoco es manco con una ironía a tiempo o un chiste luminoso. También le he podido ver paseando acompañado de alguno del grupo, tranquilamente, y como si se estuvieran desvelando su intimidad. Su mujer, que por su aspecto uno diría que es alemana ya que, además, aunque habla un perfecto español, se advierte en su pronunciación un leve acento, parece amoldarse con sumo tacto al modo de ser de su marido. Ante el gesto un tanto adusto de él ella mantiene siempre una sonrisa amable. Ahora los veo compartiendo mesa con Anselmo y su mujer en animada conversación. MARTES —7.

Hoy, por fin, se nos presenta plan de playa. El primer baño de playa desde que llegamos ya que, por un motivo u otro, no nos 162


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ha sido posible zambullirnos en el mar. Bueno, ya se sabe, la indisposición de Estela y algún que otro día que la climatología no acompañaba. Y lo hacemos hoy. Unas brazadas surcando las saladas aguas del Mediterráneo, dejarse después flotar boca arriba, en fin, disfrutar, en definitiva, de moverse flotando en el líquido elemento. Cuando llegamos al comedor, a la una de la tarde, otra vez han sido movidas las mamparas y las mesas están en distinta disposición de lo habitual. La pareja de “pequeños” parecen husmear alrededor del buffet. Él, como de costumbre, en camiseta y pantalón corto. Lleva una cadena por el cuello colgando una medalla de considerable tamaño, también lleva pulsera y sortija en un dedo, claro está. Buena mata de pelo. Su semblante todavía mantiene cierto aspecto juvenil. Tras sus gafas, sin embargo, si uno se fija con detenimiento, se puede advertir que su ojo derecho carece de perceptible vitalidad. Pero nada hace presagiar tal carencia si uno no se fija en ello. Es más, pasa inadvertido. Como inadvertidos pasarían ellos mismos si no fuera por la singular vestimenta con que se atavían ya que, en su forma de comportarse, tanto él como su mujer, son gente de modales correctos, comedidos y de evidente cortesía. Se relacionan sobre todo con otro matrimonio, un tanto especiales también, pero totalmente formales en su atuendo convencional. Salen juntos, almuerzan juntos y siempre se tratan de usted. Después del almuerzo nos hemos retirado a la habitación a descansar. Se conoce que el prolongado baño en el mar nos ha cansado un poco y hemos caído en profundo y prolongado sueño. Lo que se podría decir, en una buena siesta. Una larga caminata por el paseo que linda la playa, hasta la hora de la cena, nos sirve de relajado ejercicio. 163


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En el momento de la cena, o del almuerzo al medio día, siempre hay alguna abuela que se le oye hablar de sus nietos mostrando, a veces, fotografías. Hoy se nos ocurre llegarnos a la espaciosa cafetería donde, una vez entrada la noche, una pequeña orquesta ameniza la velada y algunos veteranos bailarines salen a la pista, acompañados de sus esposas, a marcar unos pasos de baile. Ahí estaría mi hermano Javier, pienso, si nos hubiera venido en el viaje. Bueno, lo hubiera estado desde el primer día. MIERCOLES —8

Hoy, también playa, cómo no. Y en el momento en que me dirijo al agua, veo salir al hombre que quería ser Dios, mojado, vigoroso de aspecto, relajado, embravecido. —Está el agua estupenda, muchacho —me dice entre gozoso y resuelto. —¡Estupenda! —repite complacido—. Seguro que luego me vuelvo otra vez a dar unas brazadas —dice animado— si mi mujer me lo permite —concluye en tono festivo. Palabras amables a modo de saludo que me suelta sobre la marcha mientras nos cruzamos y que discrepan un tanto de ese gesto ceñudo que siempre le acompaña. —Haremos por disfrutarlo —le contesto. Después del almuerzo, en la cafetería, en el momento de tomarnos un café, charlando con otros matrimonios compañeros, de pronto ellas por un lado y nosotros por otro, ha surgido la intención, entre ellas, de jugar una partida de bridge. Tres eran ellas y le han animado a Estela para que se una. Estela ha accedido y yo he aprovechado para retirarme a la habitación alegando a mis 164


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compañeros que un baño prolongado como el que he disfrutado esta mañana me ha cansado un poco. Han comprendido mi excusa. Y, tumbado en la cama, intentando leer un cuento de Chéjov, me quedo dormido con el libro entre las manos. Mientras paseamos al atardecer por el largo paseo marítimo, Estela lamenta que, en diez días que aquí llevamos, sólo dos hemos disfrutado de playa. —Por una cosa u otra, primero por la molestia de oído que he tenido y, después, por el que me ha producido el medicamento que me recetó, apenas hemos pisado la arena. —También ha habido dos días que el tiempo no favorecía demasiado para darse un chapuzón en el mar —le comento. —Sí, también eso. La cosa es que escasamente hemos podido tomar un poco de sol. —Tenemos todavía dos días por delante. — Tú me quieres animar ¿no? —me suelta con evidente ironía. No puedo menos que esbozar una sonrisa. —No me hace falta, Diego. La verdad es que, a pesar de estos inconvenientes, no nos podemos quejar. Estamos bien y nuestros hijos y nietos también están bien. Es lo importante. —Así es —le ratifico—. Cada día tienes alguna llamada, si no es de alguna de la chicas es de alguno de los chicos. —Es de agradecer —comenta Estela—. Lo que si voy hacer es llamar a Martita, a ver cómo se encuentra el niño. —¿Pues qué le pasa a Pablito? —le pregunto preocupado. —Si te lo dije ayer, Diego. Siempre estás distraído. Te dije que se cayó de la bicicleta y le han tenido que poner puntos en la rodilla. El pobre estará dolorido. Saco el móvil del bolsillo y se lo extiendo. 165


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—Prefiero llamarles cuando volvamos al hotel. —¿Y por qué no ahora? —Ahora no estarán en casa todavía. —Y qué más da. Es lo que tiene el móvil. Los encuentras en cualquier lugar. —Desde casa nos podrán hablar con más tranquilidad. —Bueno, como quieras JUEVES —9

Mañana de playa. Prolongado baño. Me hice el propósito, para estos días, de no comprar ningún periódico. Pero en este momento, sentado bajo la sombrilla, echo de menos el crucigrama. Dejo la mirada perdida en el horizonte, allí donde el azul marino y el azul celeste se unen en extensa línea horizontal. Después del almuerzo, tumbado en la cama de la habitación, me he quedado dormido. Cuando me despierto, advierto que Estela se ha encargado de retirarme la lectura que tenía entre mis manos así como las gafas abandonadas sobre la nariz. Luego, hemos salido. No hemos medido bien el tiempo del paseo y es justo un poco tarde cuando entramos en el comedor para cenar. Las mamparas otra vez movidas y desconcierto pues, claro está, las mesas se encuentran desplazadas de su lugar habitual. Y es la mujer del hombre que deseaba ser Dios quien nos hace un gesto con la mano, también él enseguida, para que nos sentemos con ellos a su mesa. Son de esas personas amables que con facilidad dan acceso a los demás para compartir su mesa. No todos somos así. Yo soy de los que me cuesta. Lamento decirlo. Será cosa del carácter. La conversación la iniciamos con el comentario de lo agradable que estaba el agua esta mañana y de lo bien que sienta un buen 166


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baño en la playa. Sí que la piscina está bien y se disfruta, pero, donde esté el mar. La charla transcurre por lugares comunes opinando a la vez cada cual sobre el plato elegido, ya se sabe. En un momento, Estela hace mención del ligero, ligerísimo podría decirse, dejo peculiar de la mujer dando por hecho que es alemana. —No. No soy alemana. Aunque mucha gente lo piensa así. La verdad es que soy sueca. Le comento que advierto en ella cierto parecido con Ingrid Bergman. Y no lo digo como cumplido, sino porque así me lo parece. —Todas las mujeres suecas nos parecemos un poco a Ingrid Bergman —apostilla con una sonrisa como si intentara excusarse. —Selma —interviene su marido—. Se llama Selma. Me asombra la perfección con que habla nuestro idioma y se lo comento. —Es que soy española, prácticamente. Vivo en España desde que me casé con Damián —dice con una sonrisa que contagia—. Y tenía entonces sólo veinticuatro años. Y Damián nos cuenta que la conoció en París siendo ambos estudiantes, un verano en que coincidieron en un curso de idiomas. Francés, por supuesto, apuntilla. —Yo empezaba entonces a estudiar Derecho —comenta Damián —porque algo tenía que hacer. Mi padre era sastre, tenía un comercio, y yo ya estaba harto de pasarme los veranos ayudándole en la tienda. Ese era el futuro que me esperaba y no me gustaba nada. Y no sé por qué, pues, la verdad, el de sastre es un buen oficio. Quizá pudiera ser que, el hecho de tener que desenvolverme a la vera de mi padre, no me agradaba nada. Así que, cuando acabé el bachillerato, me metí en Derecho como bien pudiera haberme metido a estudiar veterinaria. Cualquier cosa menos estar 167


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en casa. Y en las primeras vacaciones de verano que se me presentaron, con la excusa que me inventé de que el dominio de un idioma me era necesario para mi futuro como abogado, eludí el compromiso de trabajar en la sastrería y me fui a París. Prefería irme a Londres, pero a mi madre le pareció que Londres estaba muy lejos. Así y todo, me costó convencerles. Mi padre me decía que a ver si no era suficiente el inglés y el francés que estudié en el bachillerato. Era hombre obstinado y difícil de convencer. Creo que, además, se había hecho la idea de tomarme consigo en el negocio. Por fin accedió a que fuera a París. Y allí conocí a Selma, que estaba en el mismo Centro con la misma intención que yo, el de estudiar francés. Claro. En este momento Damián dirige la mirada a Selma, sin cambiar su gesto arisco, pero puedo advertir en sus ojos un brillo de ternura, Selma le corresponde con una sonrisa de complicidad. —Y entonces vinieron los líos, muchacho —me dice retomando el discurso—. Cuando terminamos el cursillo, claro está, Selma se tenía que volver a su casa y yo a la mía. Selma tenía diez y nueve años y estudiaba secretaría. Yo, tenía veinte, acababa de hacer el primer curso de Derecho, tenía todavía cuatro cursos más por delante para acabar la carrera y, además, el servicio militar por cumplir. Esto suponía que nos íbamos a ver distanciados por espacios siderales y por una eternidad en el tiempo. Estaba a punto de volverme loco. Nunca pensé que pudiera sucederme una cosa así, además, tenía una medio novia que me esperaba en Valladolid. Y por nada del mundo deseaba ya volver a casa. Le dije que la quería, que deseaba casarme con ella, que no podíamos separarnos por nada del mundo pues el destino podría sernos desfavorable, que nos quedáramos en París, que ya encontraríamos algún medio para sobrevivir. En fin, muchacho, que quieres que te diga de la 168


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amargura que en aquel momento de despedida me embargaba —concluye Damián tomando su copa para sorber un pequeño trago de vino. —Así fue, sí —apostilla Selma con una sonrisa—. Nunca pensé que podía haber en el mundo un hombre tan apasionado. Mejor dicho, sí lo pensé. Pensé que los españoles todos serían así, además de toreros y de que cantaran a sus novias serenatas acompañándose de la guitarra bajo el balcón. Damián, sin embargo, de torero nunca ha tenido nada ni le han gustado las corridas de toros ni tampoco sabe tocar la guitarra ni cantar —concluyó con una risita. —Fue ella quien tuvo la suficiente serenidad —prosigue Damián—. Supo convencerme para dar tiempo al tiempo. Me dijo que ella no quería una aventura. Que, como yo le proponía, también ella deseaba casarse conmigo. Pero no de un modo precipitado. Si no, como su madre lo hiciera, vestida de novia. —Así es —asevera Selma con un gesto, siempre sonriente. —Cuando volví a casa lo único que yo deseaba era tener cuatro años más de pronto —concluye Damián. —Dado vuestra presencia aquí, después de tantos años, es de suponer que después todo fue bien —les comento. —Dejé los estudios, con el consiguiente disgusto de mis padres, y me puse a trabajar como administrativo en una empresa de muebles. Bueno, mi padre se consoló pronto al ver que uno de mis hermanos accedía a trabajar con él en la sastrería. Yo no podía esperar, tenía que empezar a ganar dinero lo antes posible. Hice el servicio militar. Mientras tanto, Selma y yo manteníamos nuestro sentimiento mutuo con una correspondencia casi diaria. El cartero llegó a hacerse amigo mío. Ya ves. —¿Y cuando os volvisteis a ver? —le pregunto. —Dos años después me llegué en auto-stop a Suecia —me contesta 169


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Damián—. Me pasé más días en la carretera que los que pude estar con ella. Porque, además, Sundsvall, donde Selma residía, está a quinientos kilómetros al norte de Estocolmo. Allí arriba. ¡Ya me dirás! Al año siguiente ya tuve dinero suficiente para hacer el viaje en tren. —Ante tanta insistencia —interviene Selma— mis padres vieron con confianza que nuestra intención de casarnos era seria. Y trataron de hacer lo posible por nosotros. —Yo creo que lo que tus padres vieron en mi no fue la seriedad en mi empeño, sino la desesperación —suelta Damián con su gesto endiabladamente ceñudo. —¡Pobre mío! —exclama Selma riendo mientras que con la mano acaricia el rostro de su airado marido. —Porque, ya me dirás —prosigue Damián—, de aquellos años cincuenta de la católica España en que uno se veía sumido y, resulta que, me enamoro de una sueca luterana de una familia con una conciencia más estrecha que la de mi madre, que iba todos los días a misa. Bueno, todos no, pero como si fuera. Selma no puede menos que soltar la carcajada —Siempre estás con la misma cantinela, cariño. —Ahora, cielo, no te hubiera consentido que me hicieras pasar por semejante trance. —Ahora ha pasado medio siglo, mon chéri. Y no nos podemos quejar. Hemos tenido cuatro hijos y seis nietos. —Siempre me dices lo mismo, Selma. Es evidente en Damián un sentido del humor totalmente impensable si uno, por lo que se ve, no se sienta con él a una cena tranquilamente. —¿Cuándo os casasteis? —les pregunto. —¿Cuándo sucedió el evento, Selma? —le pregunta Damián a su esposa con evidente ironía. 170


El viejo que deseaba ser Dios

—El veinticinco de mayo del sesenta, bien lo sabes tú. —Tampoco lo tuve fácil —comenta Damián—. Cuando mi madre se enteró de que mantenía una relación con una sueca, puso el grito en el cielo. Y cuando se enteró de que era de religión luterana, por poco sufre un ataque. Y cuando, finalmente, le comuniqué que nuestra intención era la de casarnos por los dos ritos, primero por el luterano y después por el católico, si hubiera estado en su mano, me hubiera excomulgado. Así de claro. —Quien quiera que te oyera, cariño, podría pensar cualquier cosa de mamá. Realmente, era un encanto de mujer. Y fue muy buena conmigo. —Claro, con el tiempo, cuando ya te conoció. —Era lógico que tuviera una cierta prevención ante la elección de chica que habías hecho. Con veinte años te vas un mes a París para hacer un curso de francés y te vuelves a casa anunciando que quieres casarte con una sueca. Cualquier madre se hubiera preocupado. Damián la miró durante unos segundos y soltó. —¿Por qué será que siempre me dejas sin argumentos, querida? —Porque siempre cuentas la misma novela, mon chéri, y te conozco muy bien —le contestó con una sonrisa. Damián la miró durante un rato, luego aspiró profundamente y me suelta de golpe. —¿Y tú, Diego, a qué te has dedicado, en qué has trabajado? Me siento sorprendido por el repentino desvío del tema que nos traíamos y trato de centrarme en mi currículo personal. —Bueno, nada más terminar el bachillerato estuve ayudando a un tío mío que era encuadernador. Ahí estuve dos años pues, cuando terminé el servicio militar… —¿Dónde lo hiciste? —me interrumpe Damián. 171


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—En Burgos. —Sí. ¿Qué año estuviste? —En el cincuenta y cinco. —Yo hice la mili en Madrid. Pero tuve que pasar por unas maniobras generales en Burgos. Nos llevaron allí a todos. —Pues allí estaba yo. —Tremendo, chico, acabé reventado. —¡Dime a mí! —Aquello fue un verdadero tour de force. —Diles a mis pies… ¡cómo quedaron! —Y dices que trabajaste de encuadernador y ¿al terminar el servicio militar? —Sí. Cuando terminé la mili entré en el banco. —¿No te dio por seguir con el oficio de encuadernador? —Eso no lo ha dejado nunca —interviene Estela—. Todavía sigue encuadernando libros, en casa, para familiares, amigos o para él mismo. —Así es —comento—. Es una labor que siempre me ha gustado. Además, me sirve de relax. Y no veas el acceso que de este modo he tenido a libros verdaderamente interesantes. —En el autobús viniste en algún momento leyendo algo de Carver —me dice Damián. No puedo menos que quedarme sorprendido del sentido de observación de Damián. Poco tiempo tuve en las manos, durante el viaje, el libro de relatos del escritor americano. Y me salta a la memoria quién era el compañero que llevaba en sus manos un libro de Vargas Llosa. —Había uno que llevaba un libro de Vargas Llosa… —“El lenguaje de la pasión” —me dice Damián. —¡Vaya, eras tú! 172


El viejo que deseaba ser Dios

—Se trata de una selección de artículos que publicó en algún diario. —Sí, lo sé. No lo he leído, pero tengo alguna información. —Es también de esas lecturas que se agradecen en un viaje. —¿Eres muy de lecturas? —le pregunto. —No todo lo que fuera de desear. Empecé tarde con la afición. Verás, después de la empresa de muebles, donde empecé mi vida laboral, trabajé en una compañía de seguros, vendiendo seguros. Es un trabajo donde tienes que tratar con mucha gente. Llegan momentos en que te cansas y tratas de buscar tiempos y lugares de tranquilidad, de aislamiento, de silencio, en fin, ya sabes. Y en esos momentos está también la lectura. Así fue que, cuando me casé, que para entonces ya estaba en esto de los seguros, y me aislaba en casa, terminé con mis estudios de Derecho. Ello me valió para ascender con el tiempo en la empresa a un puesto directivo que me distanció de ese intenso trato con la gente para conseguir clientes. Y no es que eso me desagradara. Que no era el caso. Pienso que no me metí en esta labor sólo por dinero. La conversación se ha prolongado de tal modo que de pronto me doy cuenta que nos hemos quedados solos en el comedor pues también Selma y Estela, en algún momento y argumentando que se había hecho tarde, optaron por retirarse recomendándonos, al despedirse, que no nos alargáramos demasiado en nuestra charla.

VIERNES —10 Último día de playa. —Tanto tiempo metido en el agua. Vas a tener agujetas de tanto nadar. Te crees que tienes veinte años y estás ahí sin parar de dar 173


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brazadas —le reprende Cecilia a su marido que acaba de salir de las tranquilas aguas. —No seas pelma —le contesta Ramón mientras toma la toalla para secarse—. No ves que me muevo lento, suave, sin esforzarme en absoluto y que es un buen ejercicio —intenta convencerla. —¡Sí! Ven luego quejándote de molestias en la espalda y para que te dé masaje, no sería la primera vez —protesta su mujer. —En Valladolid no tenemos mar, Cecilia —intervengo en la trivial disensión matrimonial—. Tenemos que aprovechar el último día de playa. —Así es —tercia Anselmo—. Yo suelo ir allí a la piscina, pero, no es lo mismo. Y la conversación se diluye en pareceres de diversa índole entre los cuatro matrimonios del grupo que hemos coincidido en la playa. Pero Ramón, que parece ser hombre de mente inquieta y de lecturas agitadas, según nos ha hecho ver en conversaciones surgidas en estos días, parece seguir molesto por la amonestación que ha sido objeto por parte de su esposa en la mañana y, ahora, que estamos en la cafetería del hotel, tomando un café, hombres aparte, tras el almuerzo, no puede, por lo que me parece, salir a la brecha sin ahondar en preocupaciones que le embargan en su pensamiento. —A veces uno piensa —nos dice en actitud reflexiva —, que más que esposas son madres las mujeres con las que nos casamos. Nos tratan como si fuéramos uno más de sus hijos. O sea, cada vez su instinto maternal va aumentando con la edad. Tarda uno en descubrirlo ¿no os parece? —Primero, uno tarda en descubrir —repite Ramón— que a uno le trata como si fuera un hijo. Consideramos, de primeras, que se 174


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trata de un nuevo matiz de la expresión de su cariño. De un gesto más. De un gesto distinto de los del tiempo del noviazgo y de aquellos afectos de los primeros meses de recién casados. Y, sin darse uno cuenta, va cayendo en esa rutina llegando a veces al extremo de ponerse al nivel de sus propios hijos y de llamar “mamá” a la propia esposa. Porque, ¿no os ha llamado la atención de que hay maridos que, lo que digo, llaman “mamá” a su mujer? Sucede. ¡Vaya que si sucede! —concluye con una exclamación. —También hay esposas que llaman “papá” a sus maridos —interviene Anselmo. —Y sucede, también, que los hombres no dejamos de ser un poco niños siempre. Lo dicen los siquiatras —apostilla Elías. —No sé a qué conclusión nos puede llevar todas estas reflexiones que nos estamos haciendo. Pero, lo que sí se puede decir es que, en definitiva, nos tienen en un puño toda la vida —sentencia Ramón con ironía. Después de la cena, Estela se queda en la cafetería jugando una partida de bridge con sus compañeras. Al retirarme a la habitación, les advierto que no prolonguen demasiado el juego pues mañana tenemos que madrugar para salir en viaje de vuelta a casa. Cuando aparta de mis manos el libro de cuentos de Chéjov, con el que me he quedado dormido, me despierto y observo alarmado que casi son las dos de la madrugada. —¡Si son las dos de la madrugada! —no puedo menos que exclamar—. ¡¿Será posible que hayas hecho tan buenas migas con tus colegas jubiletas?! —Una buena partida de bridge, querido, requiere temple, tenacidad y… tiempo —me suelta con una sonrisa despiadadamente irónica. Nada que decir, pienso. Y me vuelvo para no perder ritmo 175


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y sumergirme cuanto antes en el placentero sueño en que me hallaba. SABADO 11

Primero ha sido trasegar las maletas al bus. Luego, un largo viaje tranquilo y relajado contemplando el paisaje. Al atardecer, hemos llegado. Nuestro hijo, Álvaro, nos esperaba en la estación. A otros compañeros también les esperaba algún hijo, o varios, y hasta algún nieto también. Nos hemos ido despidiendo de la gente. Egidio me dice que me llamará para la comida de antiguos compañeros del colegio, claro está. —No te olvides —le ruego. —Descuida, que no me olvidaré —me promete. A Selma le repito, una vez más, sobre su parecido con Ingrid Bergman. Cosa que parece agradecer con su inefable sonrisa. Y cuando le tiendo la mano a Damián… —Muchacho, que te vaya bien —me dice. Me siento conmovido por su saludo. Sencillas palabras que percibo van acompañadas de sincero deseo y de una bendición que parece salir del fondo de su corazón. No sabría explicarme. Y sin un gesto más, después de recibir su mirada firme y un insistente apretón de manos, le veo marchar junto a su esposa. Valladolid no es tan desmedido y cualquier día, en cualquier momento, podemos encontrarnos en la calle y que surja, por lo tanto, un saludo, un cambio de impresiones y hasta puede suceder, tomar un café en compañía.

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Atardecer en el camino

ATARDECER EN EL CAMINO

El limaco estaba en medio del camino, el hombre lo vio a tiempo para evitar pisarlo y prosiguió su paseo. De vuelta, le pareció que el bicho seguía sin moverse un ápice, que estaba en el mismo punto exacto, que bien pudiera estar muerto, ni tan siquiera sus tentáculos se movían, ni era visible el rastro de baba que estos animalitos van dejando. Aunque, a decir verdad, la humedad de la tierra por la lluvia de la pasada noche bien pudiera camuflar la señal. No parecía, sin embargo, estar muerto. Se le veía lustroso, lozano y, aunque inmóviles, los tentáculos los mantenía erectos. El hombre fijó su mirada con mayor atención. Se movía, sí. Tan pausado, con tan poco vigor. El hombre volvió a su paseo sosegado, silente, percibiendo el rumor que producían las hojas, las ramas movidas por templada brisa en el atardecer del día. Un día gris, de negras nubes panzudas que bien pudieran presagiar otra noche de lluvias. El rumor de las pequeñas olas contra las rocas en la lejanía llegaba atenuado por la distancia. El mar se veía en calma apreciándose, a unas millas, una barca de escaso calado con una luz en la cubierta, pero ningún velero. El hombre se paró un momento para mirar la docena de ovejas que pastaban en la ladera del monte. Solamente una tenía un cencerro colgando de su cuello que la hacía tañer con melancólica monotonía. Prestó atención al piar de unos pajaritos a los que le era imposible localizar. También el ladrido de algún perro guardián desde una lejana granja dejó notar su protesta. El alboroto de unos chiquillos por los jardines de una villa, apenas visible parte del tejado, ladera abajo, en sus juegos y correteos, soltaban alegres sus voces infantiles. Otro perro, desde lugar más distante, parecía contestar a su semejante. 177


Antton Obeso

Cuando volvió al lugar del limaco le pareció, esta vez, que sí, que se movía, que se había desplazado, que se acercaba lenta, muy lentamente, a la orilla del camino, donde bien podría adentrarse entre la hierba. Pero, todavía le faltaba un trecho. Era de esperar, pensó, que el bicho llegara a tiempo. Si no fuera así, tendría que empujarlo cuidadosamente con una rama. En cualquier momento se puede pisar un bicho si se va descuidado, pensó. Y continuó con su paseo. Recordó, entonces, las hileras de hormigas que nerviosas y diligentes en su quehacer se le cruzaban en la vereda y la precaución que tomaba para evitarlas. Esto sucedía en los días del verano cuando las mariposas revoloteaban, los moscones se hacían oír con su zumbido y el día terminaba en el momento en que el sol se hundía brillante y luminoso en el horizonte donde el mar se inclinaba orando una plegaria. Otra cosa es encontrarte con una culebra delante. Y no sería la primera vez. Lo prudente, entonces, es quedarse inmóvil, hasta que desaparezca. Y si la víbora está quieta, lo mejor es apartarse lo más posible. Lo malo es cuando el animal obstinadamente se mantiene erecto, tenaz, en medio del camino, aguardando, arrogante, borracho de orgullo, bravucón, dañino, matón, peligroso siempre, que te mira con chulería, los colmillos afilados y la lengua bífida mostrando con descaro, que no sabes si se está burlando de ti o si se te va a echar encima al primer descuido que tengas. Y se te hace evidente que no te va a dejar. Que va a por ti. Puede que la cosa quede en una sarcástica bufonada desapareciendo petulante o, lo que es peor, intente clavarte sus colmillos con toda su rabia y veneno. Y no puedes menos que sentirte sorprendido cada vez que esto ocurre, desconcertado y perplejo, porque nunca piensas que nadie se te va a poner así. Y te haces el propósito de ser cauto. Y sucede que te olvidas. ¡Torpeza, siempre! Que puede ser el caso del limaco, 178


Atardecer en el camino

se dijo, que esté pensando… más vale que me quede parado, inmóvil total, invisible a poder ser, no vaya a ser que este chulo de humano erecto que no saben dónde ponen el pie o la rueda del automóvil pues siempre están con la mirada en las nubes y que tantas veces está pasando ahora por mi lado sea capaz de venir a por mí sin misericordia. Y, haciéndose el hombre está consideración, se propuso acercarse al gasterópodo lo menos posible. Así que, cada vez que pasaba por el lugar, pisando suave y lo más alejado posible del bicho, se fijaba hasta dónde se había movido. Tan lento, tan lento, que si no hubiera tomado en cuenta como referencia un guijarro que se destacaba por su redondez, pensaría que siempre estaba en el mismo punto. Sin embargo, la distancia superaba los diez centímetros ya desde el primer momento que lo vio. Tendría que haber calculado cuanto avanzaba el animalito mientras él hacía su recorrido. Un recorrido de cien metros y luego la vuelta. Lo contó una vez. Tantos pasos. Un cálculo aproximado, claro está. Luego, nunca tomaba en cuenta el recorrido que estos paseos le suponían en definitiva, siempre metido en sus pensamientos. También hubo un tiempo en que salía del camino a la carretera y seguía caminando tres o cuatro kilómetros y vuelta. Hasta se dejaba acompañar a veces por un simpático foxterrier que le seguía como si fuera su compinche y que pertenecía a Frankey, que así le llamaban al vecino del chalé a dos parcelas de distancia. Un día el perrito desapareció, con enorme pesar de su amo que se lamentaba de lo excesivamente confiado que era el chucho. También al hombre le dolió la ausencia de su compañero de paseos. Empezaba a oscurecer. Ahora, sobre el mar había caído la oscuridad y se suponía que la barca continuaba allí por la luz que iluminaba sobre su cubierta. En cuanto al limaco, visible todavía si 179


uno se fijaba con la mayor atención, se hallaba ya muy cercano a la campa y fuera de peligro de la pisada de un hombre o de las ruedas de un coche. El hombre entró entonces en la “dacha”, así llamaban al chalé, donde se hallaban los demás de su peña jugando todavía la partida de póker. Cuando se fueron a marchar, saliendo el primero, iluminó con los focos de su coche el camino y se cercioró de que el limaco ya no estaba.

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Índice

SINFONÍA DE LAS BOTAS.................................................................................7 EN LA VERDE RIBERA DEL SPREE..............................................................68 CARTA DESDE HORIZONTES LEJANOS ..................................................77 CARTA DESDE DESESPERACIÓN ................................................................82 EL VICARIO SE PRESENTÓ EBRIO..............................................................90 EL DESEO DE SER ROBINSÓN CRUSOE ................................................101 LAS MENINAS ....................................................................................................113 TARDES DE CINE, CACAHUETES Y PITILLO .......................................115 EL HOMBRE EN EL VIENTO .......................................................................122 UNA CABAÑA EN LA SIERRA .....................................................................130 EL VIEJO QUE DESEABA SER DIOS..........................................................139 ATARDECER EN EL CAMINO.....................................................................177



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