#26
ARTE
Avignon
MAYO 2016
Publicación mensual de distribución gratuita producida por: Taller de Artes Plásticas El Portón Verde
un puente hacia otra forma de ver SALAMONE
Haiku de las cuatro estaciones
por Walter Pugliese
S
emana santa, fin de semana largo, ideal para realizar un pequeño recorrido por el llano de la pampa bonaerense. Antes, infaltable como desde hace cuarenta años, el jueves 24, se imponía marchar, caminar, recorrer una vez mas de la mano de mis hijas y mi compañera, la vieja y bella avenida de mayo, testigo de un pasado y observadora fiel del futuro cercano. Es Memoria y Justicia. Son muchos años, se avanzo tanto y hoy, sin embargo, están quienes nos quieren llevar a dar un paso atrás. Forzar ese paso hacia atrás. Para eso está la multitud. Dicen ¡presente! No habrá ningún paso atrás. Viernes 25 y el reloj del celular, campanea su sonido digital a las 5.05hs. A la hora negociada. Un rato más tarde ya estamos en camino, ruta hacia el centro geográfico de Buenos Aires. Azul nos espera. No recuerdo bien cuando fue la primera vez que tuve noticias de él y sus obras, ni tampoco cómo. Pero sí que me impacto de entrada desde las fotos de algún diario. Arquitecto Francisco Salamone. Y una cantidad increíble de obras monumentales, distribuidas por tantos puntos distantes entre sí de la enorme provincia. Llegamos al mediodía. Nos alojamos primero y después a almorzar algo. La vida transcurre tranquila cuando uno se predispone. Una siesta, mates y entonces sí, marchar por la calle Neuquén hasta el portal magnifico, enorme del cementerio de Azul, impresionante de imaginar, en un
tiempo en que solo se encontraba rodeado de campo, viento y lejanía. Hoy una ciudad simple, baja y humilde, acompañan cotidianamente al ángel guardián de hormigón, pero no lo amedrentan. Él sigue ahí, estoico, firme como desde el primer día, con su espada tomada por la empuñadura con sus dos manos apoyando la punta contra el suelo. Setenta y ocho años separando con su mirada recia y su fortaleza de guerrero acorazado, el mundo inquieto y fecundo de los vivos del silencio inagotable, profundo, perplejo de los muertos. El atardecer impactaba de frente con todo su amarillo-anaranjado, realzando las rectas que se amontonan y distribuyen por todo el monumento. Las alas del ángel abriéndose como un abanico gélido, reflejaban sol brillante y sombras duras y sobre el pecho se dibujaban cada costilla de piedra avisando de su coraje. Por detrás un R.I.P. gigante de placas atornilladas gris oscuro, en remplazo del castellano Qepd, símbolo quizá, del antiguo cementerio inglés que se oculta aún por detrás de los ya idos más recientes. A sus costados, dos torres sostienen antorchas pétreas de diagonales entrecruzadas, dan la imagen de un fuego congelado y aquietado por el tiempo. Un fuego que no vive pero juega con su movimiento como si aun existiera, como cada uno de los que allí duermen infinitamente y renacen en el recuerdo ocasional de visitantes anónimos, lejanos y silenciosos.
Al atravesar el portal, una pequeña capilla invita a pasar el Cristo cubista, anguloso, rectilíneo que sufre su crucifixión en la cruz de piedra sobre un altar geométrico. Nos alejamos ya por una vieja ruta de tierra y soledades. En la nada mas pura de campo el viejo edificio del Matadero, abandonado pero acompañado por apicultores del lugar, le devuelven algo de vida a ese filo de cuchilla de cemento, que corta el viento del lugar con su erección perfecta en el centro de la mole que se impone al paso, entre el verdor que lo rodea. Ya en el centro de la ciudad, la plaza San Martin se presenta como un damero del delirio, en un piso de rectas zigzagueantes en tonos blanco, gris y gris oscuro y nos sumerge en un mundo que ondula como un Van Gogh moderno y racionalista. Todo recortando una alzada de múltiples formas rectangulares entre las que brotan torrentes de agua, sostienen a un padre de la patria montado a su caballo libertador y de figuración absoluta en color verde bronce. Hasta las farolas y los bancos donde las gentes del lugar descansan incómodamente sus tardes domingueras, se componen de su Art Decó, sin dar tregua a todo lo racional que nos inspira Salamone. Como si la curva casi de lo femenino no existiera en su manual de posibilidades. Todo es firme, duro, imponente, quizá sí, también impotente. Pero hay un misterio que aliviana, dulce y seductor e invita a seguir con la mirada. Se sostiene a través de los años. Ese misterio extraño que toda gran obra posee y que en la ciudad de Azul se vistió de hormigón y melancolía, en un país que se soñó fuerte y seguro de sí mismo.
Mis viejos muslos, que delgados a la luz del fuego.
El misterio de la piedra liquida (1)
por Juan Forn
H
ace cosa de una semana llegó a casa, en un enigmático sobre a mi nombre, un material fotográfico. Al vaciar el sobre encontré, además, una invitación, de la Fotogalería del San Martín, para una muestra de Esteban Pastorino que se inauguraría el martes 4 de junio. No había imagen en la invitación. Lo que sí había, en uno de los márgenes, escrito a mano en tinta azul, era la siguiente leyenda: “Entérese de lo que hizo Salamone. Y vaya a la muestra”. Sin firma. Salamone es un objeto de culto en el mundo de la arquitectura y sus márgenes, por una serie de razones: 1) el demencial cruce de estilos de esas construcciones monumentales que erigió en medio de la pampa; 2) el hecho de que se “especializara” en tres rubros de lo más elocuentes: mataderos, cementerios y palacios municipales; 3) el breve y febril lapso de cuarenta meses en que realizó toda su obra (unos 60 edificios en más de 15 pueblos perdidos de provincia), supervisando desde el primero hasta el último detalle en cada una de ellas, y 4) que todas esas edificaciones fueran un proyecto de connotaciones ideológicas de lo más sugestivas, encargadas en persona –y salteándose licitaciones– por el gobernador provincial, de francas simpatías fascistas, Manuel Fresco. Estamos en 1936, y las obras públicas son uno de los motores esenciales para la reactivación económica, en un país aún azotado por el crac mundial del 29. Bajo el lema “Dios, Patria y Hogar”, el gobernador Fresco (un hombre cuyas simpatías fascistas lo llevaban a saludar públicamente con el brazo en alto, además de ensalzar sin pudor al Duce), decide encarar un ambicioso plan de edificaciones en los 110 municipios de provincia. Mientras el “patricio” ministro de Obras Públicas José María Bustillo adjudica a su hermano, el arquitecto Alejandro Bustillo, la magna tarea de urbanizar la playa Bristol en Mar del Plata, queda para Fresco el enorme patio trasero que era el sudoeste de la provincia, y éste elige a Salamone para “consolidar urbanísticamente” todos aquellos humildes asentamientos que, hasta los años 30, seguían siendo sucedáneos de los fortines defensivos que se habían levantado a fines del XIX para protegerse del indio, o bien habían nacido como puntos intermitentes de concentración sembrados cada cincuenta kilómetros por la avanzada del ferrocarril. (continúa en la siguiente página)