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Alima no tiene quien le escriba

En octubre de 2022, un grupo de periodistas viajó a Mozambique para conocer la realidad del país y los proyectos que apoyamos en el terreno. Javier Carbajal, del periódico El Español, relata su experiencia en un país marcado por la guerra.

Aún recuerdo el sol quemando la capulana que llevaba puesta en la cabeza en la parte trasera del jeep que utilizamos durante parte del viaje con el que Manos Unidas nos invitó a conocer su trabajo en Mozambique y esas realidades que rara vez se ven reflejadas en los medios de comunicación. «Te pareces a Jesús», me dijo una de las hermanas mientras se reía. Allí, justo allí, me sentí feliz. Y no solamente por la broma de la hermana, o por el sol, o por las fotos que estaba sacando. Era feliz porque cuando uno hace lo que le apasiona, sea cual sea la situación, es feliz y más si va acompañado de buen humor y de una gran compañía.

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Considero que la vida, la de verdad, siempre está más allá de lo que puedo alcanzar a ver con mis ojos y Manos Unidas me ha acercado a una pequeña gran verdad sobre la condición humana. Siempre, al final, hay esperanza y donde hay esperanza hay una madre que lucha por sus hijos pese a todos los obstáculos y guerras. Hay misioneros que son capaces de crear presas y placas solares y cobijo para su gente. Muros que se elevan a lo alto gracias al trabajo de los que lo dan todo por los demás. Donde hay esperanza, hay hermanas dispuestas a todo por conseguir ordenadores portátiles que ayuden a los estudiantes a cambiar el mundo, a tejer su futuro con el hilo de esa esperanza. Hay padres vestidos con camisetas que representan el mapa de África que son incansables para conseguir crear la mejor escuela del norte de Mozambique. Hay padres que, sin ser religiosos, dejan España y se van a las orillas del océano Índico para apoyar a quienes necesiten apoyo. Hay voluntarios que crean proyectos para cambiar vidas y hay onegeros que te llevan al otro lado del mundo para cambiarte por dentro y hacerse tus amigos.

En Mozambique he visto colegios construidos sobre una tierra donde antes no había nada. Casas de barro que albergaban historias ciegas de mujeres que no se levantaban por lo enfermas que estaban y recibían una única ayuda que llegaba a través de unas manos que estaban muy unidas. He visto a Dilson, con su mirada, que te hacía añicos y que me da lecciones cada vez que la recuerdo. He visto a Salmira dando sus últimos alientos a la vida y, en los ojos de Vicente, la alegría de agarrarse a esa vida que se le escapaba. Dos caras de una misma moneda, la esperanza de vivir pese a todo.

Puede que me ponga sentimental, ¿y qué si todo lo que importa realmente en esta vida no se puede tocar con las manos? Seamos emoción y pasión como la que pone el personal de Manos Unidas. Apoyemos como ellos hacen a todos estos proyectos que ponen nombre a historias amarradas a un pasado doloroso. Ancladas a un presente de guerra y, entre todos, generemos un futuro que pueda traer cartas a orillas lejanas que brinden ilusión a quienes más la necesitan.

Al atardecer, en la Isla de Mozambique, donde se puede ver el pasado colonial de esta tierra, el agua golpeaba con fuerza. Esa fuerza sonaba a despedida mientras una parte de cada uno de nosotros se quedaba allí. Sujeta al fuego del sol que nos golpeaba cada día, a fuerza del silencio que reinaba en la parte trasera del jeep que nos llevaba de un lado para otro. El mismo silencio que había en las caras de los niños que llegaban de la guerra y que tan sólo querían olvidar; olvidar el horror que les persigue y que no sirve para quebrantar con ese sentimiento tan puro, con ella, con la esperanza.

Pese a la tuberculosis, pese al VIH, pese a las largas colas bajo los techos de metal del hospital de Akumi, pese a todo, siempre hay un rayo de luz que todo lo ilumina. Allí, bajo el calor sofocante, una niña de seis años lleva a la espalda a su hermana pequeña de un año. Aguardando su turno en las largas colas del hospital, para poder así salvar sus vidas un día más. La vida, la de verdad, se encuentra donde menos la esperas. Ves que todo pasa a cámara lenta para que se quede bien grabado en la retina y te haga sentirte muy pequeño.

Tratas de acercarte con honestidad y con humildad, los dos aspectos que más admiro de la condición humana y aun así sientes que no es suficiente. Lo sientes porque es así, no es suficiente. Hay mucho por hacer y mucho dolor el que paliar. 800.000 personas han huido del norte por un conflicto que no debería afectarles y que les condiciona su existencia, y todo por la codicia de quienes sólo quieren mirar a otro lado. Pese a ello, siempre habrá hueco para quienes quieren transformar el mundo. La esperanza tiene muchos nombres. Puede cambiar de rostro o de identidad, puede caer en la amargura o el desamparo, pero, al final, define a cada uno de los que he conocido en este viaje a Mozambique. No se dan por vencidos. Los moldea y transforma a medida que entre todos hacen un país mejor. Pese a lo malo, siempre habrá un Alberto Vera, dispuesto a reírse de todo, a llorar con los que sufren y abrazar a los que se sienten huérfanos. Siempre habrá una Alima esperando a que llegue su carta en una botella de cristal bañada de esperanza a las orillas de Nacala. Puede que esa carta nunca llegue y que, como el coronel de García Márquez, sea la espera lo que defina y transforme su vida. ¿Pero qué es la vida si no aquello que transcurre durante nuestra lucha? ¿Qué es la vida sin esperanza? l

Madagascar

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