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El exorcista casi 50 años después por Varinia Mangiaterra
EL EXORCISTA
casi 50 años después
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Por Varinia Mangiaterra
Cuarenta y nueve años después de su creación, repusieron El exorcista en el cine y pensé en invitarlos, tres adolescentes habituadísimos a las “películas de terror” y yo, que nunca la vi en la pantalla grande. Hubo muy pocas funciones —apenas un horario por día— , pudimos coincidir los cuatro en “noche de brujas”. Aunque la sala estaba prácticamente vacía, unas mujeres ocuparon nuestros asientos, tuvimos que reclamarlos. Se deslizaron casi sin ponerse de pie a los contiguos y celebraron durante toda la función un sonoro picnic de pochoclos y
pizzas. También se oían risas, ninguna de nuestro grupo. Contrasta con lo que ocurrió cuando se estrenó: ambulancias apostadas en la calle frente a la sala y bolsas de papel en los asientos por las dudas y espectadores huyendo en crisis de llanto.
Me pregunto qué es lo que hace que hoy pueda provocar risas verla. ¿Que transcurrieron 50 años y la película “envejeció”? No creo. El inicio en Iraq, una secuencia impecable de casi diez minutos sin líneas de diálogo, podría haber sido filmada hoy. Elocuentes travellings y planos detalle engarzados como por un orfebre transportan al espectador a un clima de mucha inquietud, como si se estuviera efectivamente frente a las puertas del mismísimo infierno.
La razón está en la película misma. Es el alfa de una larga serie de films de terror, realizados en base a efectos de sonido, efectos especiales hasta entonces inéditos. Este film fue el que inauguró esa “sensorialidad” y está realizado con tanta maestría que puede opacarlo muy poquito el avance tecnológico. Friedkin hizo de esa “sensorialidad” la matriz desde donde imprimir en el celuloide. Refrigerando el set, haciendo sonar disparos, sobresaltando a los actores. Tanto se lo replicó después, que puede parecer rudimentario —y dar risa a los distraídos—. Me dijeron que “tal parte les recordaba a It” , a lo que respondí tajante: “es al revés, It te recuerda a El exorcista”. El exorcista es un clásico. Del cine y de su género.
“Qué alto es”, me dijo al oído cuando apareció el padre Merrin. Como abrió el diálogo me sentí autorizada más tarde, cuando Merrin le pide a Karras una sotana, a cuchichearle “no le va a resultar tan fácil conseguir una de ese tamaño”. – “No sé qué es eso”, contestó. Fue el fin del cuchicheo.
William Blatty decía que no era una película de terror sino de fe. En Roma, en mayo de 2019, el mundo anterior a la pandemia, me di cuenta de cuánto hacía que no veía a un sacerdote vistiendo sotana. El recuerdo está teñido del
naranja del Aperol durante el almuerzo, las columnas de la plaza San Pedro deformadas por la curvatura de la copa, como si fuera una lente. Sotanas, cuellos romanos, la sotana blanca, monjas en sus hábitos iban y venían por las calles como hormigas. Casi como en la secuencia de Iraq. Esa vez fuimos a la audiencia de los miércoles del Papa argentino y vimos su desfile circense en el carromato alrededor de la
plaza. Rezamos a coro el Padrenuestro en latín. El Papa venía de Albania y centró su discurso sobre la ternura, la tenerezza, como alcancé a adivinar en la primera lectura que fue en italiano.
Los adolescentes no saben siquiera qué es una sotana, porque hoy es raro ver una. Menos
todavía podrían conocer un alzacuellos, esa tirita blanca que mira Regan en el padre Dyer al final. El padre Dyer es un cura verdadero, no un actor. No es casual ni deliberado que Friedkin eligiera fotografiar un alzacuellos “real”. Friedkin quiso que ese plano contrapicado —porque es el punto de vista de una niña— fuera también el nuestro, nuestro puente hacia “lo alto”. El alzacuellos es signo de la presencia de Dios en ese hombre consagrado. Consagrado como vector o vehículo. En la lucha entre el bien y el mal ese cuadradito blanco es un pequeño salvoconducto, una ínfima contraseña. Regan reconoce ese recorte de luz entrevisto durante su noche
oscura.
Creo, junto con Blatty, que es una película de fe y no de terror, aunque haya sido capaz de inaugurar un estilo. No solo en lo técnico sino también en el modo de cifrar el Mal, que luego fue infinitamente replicado: multiforme, cínico, un usurpador de conciencias capaz de ingresar en la psiquis humana tomando la forma de sus amores o sus miedos.
Karras aprende del padre Merrin cómo realizar un exorcismo, porque ya entonces había un puente que estaba cortado. –“¿Por qué una
niña?”, le pregunta. –
“Para desesperarnos”, Des-esperarnos: perder toda Esperanza. Donde la ternura (tenerezza) es borrada, ya no hay Esperanza. El demonio que invade a esa nenita angelical y la convierte en un cuerpo agrietado y de un color extra humano tiene la voz de
Mercedes Mc Cambridge, quizás la voz más irritante que recuerde del cine. Su miserable Emma Small, de Johnny Guitar. Nada queda de la niña a medida que avanza la invasión. Desesperamos junto con el padre Karras.
Luego de conversar por última vez con la madre de Regan, Karras asciende la escalera decidido a salvar lo que queda de ternura, de niña, en ese cuerpo agónico. No sabe que será a golpes de puño. Más cerca de su vocación de boxeador que de sacerdote. En la batalla entre el bien y el mal, éste se hace presente y el bien apenas envía a sus secretarios. La cama de Regan convertida en un ring, ella convertida en la caricatura de una nena riendo por la muerte de Merrin, son el punto de máximo despojo, la humanidad de Karras cuestionada que, en su desesperación, “pone el cuerpo” y da la vida por otro, la mayor demostración de amor según San Juan 15, 1217.
Tuve que responder muchas preguntas a mis compañeros de función, tendiendo un puente retrospectivo. Desde la sotana al alzacuello pasando por la duda existencial de si el Diablo existe. Donde haya una reunión donde poner palabras, seguirá triunfando la ternura, el cáliz donde lo humano se resguarda.