5 minute read
Fitzcarraldo por Roberto Pagés
FITZCARRALDO
Por Roberto Pagés
Advertisement
WERNER HERZOG Y AL REVÉS
¿Por qué? ¿Por qué hacen todo esto, por qué trabajan para nosotros? ¿Por qué?
(Fitzcarraldo)
Una película en la catedral de Chartres. Fitzcarraldo es un film, es un río, una selva, una piel oscura, una ópera, un traje blanco y unos ojos alucinados. Es, también, una mirada visionaria a quien Kinski le presta sus ojos y nosotros los nuestros: no se puede ver Fitzcarraldo sin participación física y espiritual. Lágrimas, piel de pollo, escalofríos, se arremolinan con sensaciones inapresables —intelectualmente inapresables— que trascienden toda lógica, toda comprensión racional. Estamos en el terreno de la Belleza, vale decir: estamos en el terreno de la vida, con todo lo que conocemos (poco, Dios se apiade de nosotros) y, por sobre todo, con todo lo que desconocemos. Por una vez, sin embargo, no es la Belleza amarga de Rimbaud sentada en nuestras rodillas sino una secreta y gozosa felicidad la que se apodera de nosotros, incluyendo el miedo a lo desconocido, como chicos o salvajes asomados por primera vez al misterio de la creación. Tengo para mí que Fitzcarraldo es un film hecho con la sangre de un poeta, Herzog, pero también con la sangre, el esfuerzo, la voluntad incomprensible de cientos de indios alejados de esa impresión de luz que llamamos cine. Forjadores de una obra que, seguramente, no vieron jamás, son, también, los autores de una obra personal y a la vez, paradójicamente creo (no estoy seguro), anónima. Me gusta sentir —iba a escribir pensar— que dentro de muchos años, Fitzcarraldo, como la catedral de Chartres, será vista como un tributo de los hombres anónimos (incluido Herzog) a la incesante creación del mundo. No otra cosa que una catedral es Fitzcarraldo, hecha para ser vista en un santuario viejo y olvidado llamado cine. Obligados al video, estamos obligados a transformar nuestra casa en ese santuario. Durante dos horas y media deberán estar ausentes teléfonos, porteros eléctricos, latas de cerveza, personas hiperquinéticas y otros infiernos cotidianos. No es demasiado para la celebración de un ritual necesario y cada vez menos frecuente.
A los indios les gusta el lenguaje florido, al oro le llaman el sudor del sol.
(En Fitzcarraldo)
Chancho y chanchos burgueses. Hay un cerdo que gusta de Enrico Caruso, como también hay unos chicos primitivos que lo escuchan con religiosa atención. A ese cerdo le dedicará Fitzcarraldo la butaca de honor en el final del film, antítesis simétrica de otras butacas en el co-
mienzo, ocupadas por chanchos burgueses despreocupados de toda belleza, inmersos en el oropel de nuevo rico que contrata a Caruso y a Sara Bernhard como muestra de poder económico en un escandalizante teatro en el medio de la
selva y la hambruna de Manaos. La falsedad espiritual es tanta que la Bernhard simula el canto mientras en bambalinas una cantante
—por cierto desconocida— la "dobla" para completar el cuadro: no es el canto (expresión del espíritu) lo que cuenta, sino la presencia de una diva en su apogeo (la fama, puro cuento). Fitzcarraldo no tiene invitación para esa velada de lujo "pero tiene derecho", como dice la madama Cardinale. Como el cerdo, los chicos, los indios, el poblado, la selva, el río, los cielos infinitos. Derecho adquirido por la comunión entre el emisor/Caruso y el oyente/Fitzcarraldo: "la poesía es el encuentro del lector con el libro, el descubrimiento del libro", dice Borges. En el film, la poesía es el encuentro de Fitzcarraldo, y los otros que se le van sumando, con la música. En el cine, en nuestra casa, la poesía es el encuentro del espectador, nosotros, con la película Fitzcarraldo.
Fitzcarraldo, un musical
"De todas las artes, la música es de la que está más cerca el cine", dijo alguna vez Ingmar Bergman. Unos cuantos años antes, frente a la visión de una de sus películas (La fuente de la doncella, que Bergman detesta) me atreví a sentenciar: "Es música para ver". Como los mejores Kurosawa, los imperecederos Tarkovski, algunos Coppola (La ley de la calle, Drácula), ciertos Santiago o Favio (Invasión, Las veredas de Saturno, El romance del Aniceto y la Francisca, El dependiente), por cierto El toro salvaje (Scorsese), Mizoguchi, Bresson, algunos otros, Fitzcarraldo establece su reino en el reino pre-
vio de la creación, un continuo musical que abarca el río, la montaña, la selva, el sudor del sol y de los hombres.
"Cayahuari Yacu, nombran los indios de la selva a este país (el país en el que Dios no ha terminado la creación). Sólo luego de que el hombre haya desaparecido ellos creen que regresará para terminar su trabajo", se lee al comenzar el film.
Empujado por los indios, sabios en comprender que la empresa de Fitzcarraldo/hombre es tan vana como pretensiosa (construir un teatro en Iquitos, explotando, como los otros, el caucho de la selva virgen), Fitzcarraldo vuelve como un dios colocando la voz de Caruso —el espíritu de los hombres— en un templo más amplio que el de un teatro: el de la naturaleza toda. No es una
ecología de Partido Verde sino una comunión con el universo. Fitzcarraldo es un discurrir, un fluir sobre las aguas de la vida, como fluye el Amazonas y el barco sobre el río: en sentido contrario porque no busca el destino sino el origen que lo acerque al creador. "El pez está en el mar como el mar está en el pez", dice un antiquísimo proverbio sufí. Para ver Fitzcarraldo, para escuchar Fitzcarraldo, para sentir Fitzcarraldo, es necesario que Fitzcarraldo esté dentro de nosotros y que nosotros estemos dentro de Fitzcarraldo. Cualquier otra actitud nos ubica como polvo de biblioteca, quizá no menos vano que los libros que la habitan, como apuntara Borges, pero seguramente menos intenso. Menos bello.
“Le diré una cosa. En los tiempos que Norteamérica estaba casi inexplorada, un trampero francés fue hacia el Oeste desde Montreal. Fue
el primer blanco en llegar al Niágara. Al regresar contó sobre cataratas más grandes de lo que la gente había soñado. Nadie le creyó. Pensaron que era un mentiroso o un loco. Le preguntaron si tenía pruebas. El contestó: mi prueba... es que las vi (Fitzcarraldo).
Amén.
(*) Publicado originalmente en la revista El Amante Nº 15, Mayo de 1993.