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El hombre profano: Jugando en los campos del Señor por Roberto Pagés
Jugando en los campos del Señor
Por Roberto Pagés
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EL HOMBRE PROFANO
En un lugar, el film de Babenco es una denuncia contra la intromisión del hombre blanco en los
dominios y en la cultura de los primitivos del Amazonas. Allí están sus protestantes, con chucherías y charlatanerías ad hoc: el salvaje debe ser domesticado —convertido— a la
verdad de la civilización y de la Cruz. Por ahí también anduvo un católico con las mismas
pretensiones —muerto por las tribus del lugar— , y otro, de la misma religión, más sabio y prudente: se mantiene a distancia, como comprendiendo la inutilidad —la prepotencia— de cualquier intento violatorio de los usos y costumbres de esos hombres y mujeres incomprensibles e incomprendidos. En otro lugar, el film ensaya una defensa del buen salvaje: los blancos están matando a los milenarios habitantes del Matto Grosso —lo
leemos en los diarios de estos días, una vez más— y eso no está nada bien. El intento es loable; el resultado, escandaloso. Imprudente, Babenco se interna en la civilización primitiva con su propia arma violadora: la cámara de cine. Los recluta entre distintas tribus, les inventa un
idioma, se queda trabajando en la selva durante seis meses y se va. Peor: los muestra en sus quehaceres cotidianos, en sus rituales y celebraciones, invadiendo ese mundo tan ajeno como codiciado por los buscadores de oro, que los matan; por los tipos como Babenco que, solapados, los usan para sus films plagados de "buenas intenciones". Otra vez el blanco
profano arrogándose el derecho de ofrecer la visión correcta del estado de las cosas. El
espectador asiste a gritos, saltos y bailes incomprensibles —la cámara de Babenco no revela nada— y sospecha lo elemental: a esos hombres hay que dejarlos en paz, en su propia cultura, en su natural religiosidad, sin dominarlos, sin evangelizarlos, sin filmarlos.
Dicho de otra manera: Babenco hace lo
contrario que Herzog en Fitzcarraldo. El alemán hizo su film —escribí en El
Amante/15— "con la sangre, el esfuerzo, la voluntad incomprensible de cientos de indios", mancomunados con el director para la construcción de una plegaria respetuosa del "continuo musical que abarca el río, la montaña, la selva, el sudor del sol y de los hombres" (nota citada). Herzog no filma la vida de los primitivos porque sabe que es un misterio que se le escapa. Su mirada y la de su protagonista es una mirada azorada; "¿Por qué, por qué hacen esto, por qué trabajan para nosotros?", que encuentra respuesta sobre el final del film: los hombres del Amazonas han trabajado para mandar a Fitzcarraldo a su cultura; ellos, sabios, se quedan en la suya. Algo, sin embargo, los une: el espíritu que se expande sobre toda la Creación. Los aborígenes ligados a la Naturaleza, su templo de todos los días; Fitzcarraldo con la voz de Caruso expandida sobre el verde y el agua de Manaos. Babenco, por el contrario, nos envuelve como para regalo una mentira falaz: los primitivos de su film son primitivos de Babenco, lo que él cree o imagina que son sus vidas. La proximidad de su cámara —una visión "desde adentro" imposible— lo revela como un igual a aquellos a los que critica: hombre blanco condolido por las penurias de los aborígenes, y pretendido conocedor de esa cultura ajena. Un plano de Apocalypse Now descubre la falacia. Un soldado en la guerra de Vietnam es atravesado por una lanza. Su perplejidad frente al arma de la Edad de Piedra que lo mata desenmascara la estupidez y la arrogancia del hombre blanco, civilizado y conquistador. Entre Fitzcarraldo y Apocalypse Now y el film de Babenco la diferencia la marcan los poetas con sus cámaras —sus miradas— visionarias (Herzog, Coppola) contra la estrechez visual de los hombres del negocio cinematográfico, ustedes ya saben quién. El hombre profano no tiene lugar en el espacio donde reina el misterio de la Creación incesante, infinita. Tampoco en el cine, claro está.