7 minute read

Close-up sobre el espectador por Fabián Slongo

CLOSE-UP SOBRE EL ESPECTADOR

Por Fabián Slongo

Advertisement

A Guillermo Fernández, ensayista, crítico y amigo, in memoriam.

En 1990 Abbas Kiarostami presenta Close-up (Primer plano). Empleando el método inverso al que empleara Michelangelo Antonioni en Blowup (que en la jerga fotográfica es una gran ampliación durante el revelado de una foto), el director iraní apuesta aquí a la mínima expresión, cerrando el plano sobre un personaje determinado.

El individuo en cuestión se llama Sabzian (existe en la realidad, es de carne y hueso, lo que le da a la película su apariencia de documental) y se encuentra detenido en una cárcel de Teherán.

Se lo acusa de ingresar al seno de una familia acomodada, supuestamente con intenciones de estafa o robo, haciéndose pasar por el director de cine Mohsen Makhmalbaf.

Kiarostami se entera del caso a través de una

revista y, como es obvio, por su referencia al cine, la noticia le llama la atención. Según la nota, usurpando nombre y profesión, Sabzian le había hecho creer a esta familia que haría una película con ellos, y había dado unos cuantos pasos en ese sentido: los había llevado al cine a ver una obra “suya” (es decir de Makhmalbaf) para que captaran su impronta, había elegido locaciones en el interior de la casa, tenía un bosquejo de guion en su cabeza; además de autoinvitarse a comer y dormir en la residencia con la excusa de tomar contacto directo con el

material. Sabzian (hombre de escasísimos recursos, pero culto y estudioso del cine) que habla con total propiedad sobre el asunto, en un principio, les hace morder el anzuelo. Cuando la familia se da

cuenta del engaño, Sabzian es denunciado a la policía y va a parar a la cárcel.

Kiarostami lo visita en la penitenciaría y, con su consentimiento, consigue que se le permita asistir al juicio y filmar sus alternativas. Para esto acuerda llevar dos cámaras: una para una vista general de la sala y otra para hacer foco en el acusado. Quiere seguir sus gestos y expresiones mientras hace su descargo.

Durante el juicio queda en claro que Sabzian no perseguía la finalidad de estafa, ni mucho menos la de robo (más allá de cierta cantidad de dinero que pide para un trámite y que luego, a raíz de su precaria situación económica, no puede devolver). Por el contrario, el acusado se interesa en demostrar que ni siquiera tenía la intención de mentir. Convencido de su saber, Sabzian alega que él habría sido director de cine, o actor, si hubiera contado con las posibilidades.

“¿Hasta dónde estaba dispuesto a llegar?”, le pregunta el juez. “Hasta donde ellos quisieran”, responde Sabzian, dejando entrever que si la familia hubiera estado dispuesta a financiarlo, él habría realizado la película sin problemas.

Al finalizar el juicio, la familia acepta retirar los cargos, a condición de que Sabzian no vuelva a intentar algo parecido con otra gente, y así se da por terminado el pleito. Es entonces cuando Kiarostami, contando con el material filmado durante la audiencia, propone a los involucrados interpretarse a sí mismos para completar la historia. Para ello necesitará dramatizar todas las

demás instancias: las primeras charlas, la visita a la casa, la desconfianza posterior, las averiguaciones, la intervención del periodista que escribe la nota, la detención, el perdón, etc.

De esta manera Sabzian y la familia burguesa, vedado el acceso a la pantalla grande por las circunstancias, finalmente serán protagonistas de una película, haciendo de ellos mismos.

Como resultado de esta experiencia Kiarostami logra una obra que rompe la narración convencional. No se trata exactamente de un documen-

tal (su misma hechura pone en discusión la calidad de “documento” del género), ni de una ficción realista, lo que crea un espacio real/ficcional diferente, enrarecido. Se está ante un hecho real (que ocurrió sin dejar registros) que ha sido actuado posteriormente por sus protagonistas con la intención de ser filmado. “Para atrapar la verdad es preciso en parte traicionar la realidad”, Kiarostami dixit.

La película empieza con un viaje en taxi por la ciudad. En el vehículo viaja el periodista que escribirá la nota y los dos policías que van a la casa de la familia a detener al impostor (el taxista, en una larga charla circunstancial con sus pasajeros, dice no saber quién es Makhmalbaf ni conocer nada de cine. Es la imagen de Sabzian invertida en el espejo).

Close-up termina con los dos Makhmalbaf (el falso y el verdadero) haciendo el mismo viaje por la ciudad, juntos, en una moto. El famoso director de cine lleva a Sabzian para que pida perdón a la familia ofendida. Kiarostami los sigue, y los filma (aparentemente de incógnito, aunque a esta altura el concepto de verdad está puesto en duda), desde el interior de un auto-

móvil. El rectángulo de la ventanilla del vehículo, un recurso habitual en el cine del maestro iraní, aparece como el marco de una segunda pantalla.

“¿Sos Makhmalbaf o Sabzian?”, pregunta el verdadero Makhmalbaf. El sonido, deficiente a propósito, escamotea la respuesta.

Entre las múltiples lecturas que ofrece la obra, cabe la de observar a Sabzian, incondicional del cine de Makhmalbaf, como un espectador ejemplar. Aquel espectador que todo cineasta quisiera tener, siempre, sentado en el patio de butacas. Empezando por el director de Close-up, por supuesto.

El cine de Kiarostami, dicho por él mismo, se completa en la cabeza del espectador. Y Sabzian luce como el espectador ideal, y hasta necesario, para un cine de estas características. Alguien que por sus conocimientos, capacidad de análisis, y devoción, es capaz de ir, de manera activa, “en busca de la película” cuando ésta, deliberadamente, no se esfuerza por retenerlo en su asiento. Distinto es el caso del cine de factoría o

industrial, con su fórmula perfectamente estudiada, que dispone de otros medios, y los utiliza sin miramientos. De cualquier manera, para no cargar las tintas sobre el asunto, quizás pueda coincidirse en que cada forma de hacer cine y cada época, busca y tiene a su espectador ideal.

Haciendo un poco de historia, Jeff, el mirón de La ventana indiscreta (1954) de Hitchcock, inmovilizado por su yeso, pasivamente sentado, viendo, con gran deleite, las diferentes historias que transcurren delante de sus ojos, podría representar al espectador ideal que requería el cine (industrial) de la época clásica. No el de su autor, claro está, que en La ventana indiscreta termina tirando a Jeff por la ventana. Hitchcock, aunque lo negara y se hiciera el distraído, hubiese querido tener un Sabzian mirando sus películas. Pero su espectador ideal, el que requería su cine, en aquel momento todavía estaba en pañales (basta recordar a Pauline Kael, crítica norteamericana de culto, que despachaba sus películas, sin más, como mero entretenimiento).

De igual manera, años después de que los teóricos franceses de la Nouvelle vague, y tantos otros, dijeran lo que tenían que decir a favor de un buen número de autores del cine clásico, un autoconsciente Brian De Palma empezaba a necesitar también un espectador de característi-

cas particulares (para no extraviarse en el fárrago de su manía citatoria y sus rompecabezas barrocos, ese espectador debía conocer, por lo menos, la obra de Alfred Hitchcock).

Es probable que Jake Scully, el mirón de su película Doble de cuerpo (1984), respondiese en gran medida a ese patrón. Si se hace memoria, ese personaje, que pertenece al mundo del cine (actor en desgracia), es elegido (por alguien que conoce sus debilidades) para ser testigo de un crimen. Se lo quería un espectador pasivo, como a Jeff en La ventana indiscreta, alguien que viera sólo las apariencias y no abrevara en las profundidades. Pero para los ochenta mucha agua había corrido abajo del puente (mucha crítica, mucha escuela de cine, mucha autoconciencia). Por esa razón Jake, que es alguien que pertenece al medio, no podría (o no debería) ignorar la historia previa. Y es gracias al cine (porque alguna vez vio Vértigo, por ejemplo, y lo que ocurre delante de sus ojos le resulta “conocido”) que, poco a poco, superando sus fobias, se dará cuenta de la trampa y empezará a desmontar el artificio. Su Jake Scully (o el espectador de fin de siglo), a esa altura del partido, no puede darse el lujo de permanecer ingenuo. La caverna de Platón, o la sala de cine como lugar de ensueño, ya no tiene cabida.

La obra de Kiarostami, para algunos realista, para otros resulta naturalista, es fiel habitante de su tiempo: el de la posmodernidad. Se desentiende de los grandes relatos y raspa el fragmento para atrapar lo real (basta recordar su película Shirin, del 2008, donde la cámara no hace otra cosa que recorrer los rostros de una veintena de espectadores que miran una película). El cine de Kiarostami, al igual que el cine de muchos de sus coetáneos, requiere un Sabzian para completarse. Ese espectador necesita construirse día a día, con películas y con teoría.

This article is from: