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Prometía

óscar antón vacas

Prometía. La verdad es que era un año que prometía. Comenzaba la Cuaresma a tope con Luz Penitente, asociación de la que soy presidente, pues ofrecíamos una programación muy interesante con varias actividades a lo largo de los siguientes 40 días. Cierto es que nos dio tiempo a celebrar algunos de esos eventos, como una conferencia y una proyección audiovisual, además de las entregas de premios de los concursos de fotografía y dibujo infantil pero, de golpe y porrazo, todo se esfumó.

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Teníamos el certamen de cornetas y tambores a tan sólo dos días vista, con bandas que vendrían desde Medina del Campo o Burgos… ¡Burgos! ¡Con la que se lio en aquella provincia con el virus en esos días! Una mezcla de impotencia y tristeza corría por mi cuerpo. Evidentemente pensaba en la situación real y mundial que estábamos viviendo y en todas las personas que estaban muriendo a consecuencia del virus, pero sobre el tema del que toca tratar hoy yo seguía sin creerme que no hubiera Semana Santa, así, de un día para otro. Y es que nunca habíamos vivido algo semejante, no estábamos preparados para ello. En los días previos al Estado de Alarma las calles y personas con las que te cruzabas daban como mal rollo, un mal augurio. Caminabas por Santa Clara y existía un ambiente tétrico, similar a una nube de humo invisible que flotaba por encima de nuestras cabezas y que conseguía apagar la energía positiva de los seres humanos. Las Cofradías iban suspendiendo sus actos y procesiones poco a poco: la Tercera Caída y la Vera Cruz creo que fueron las primeras y, de repente, se publica el comunicado oficial: se suspende la Semana Santa de Zamora. Una frase que sabías que, tarde o temprano, ibas a terminar leyendo o escuchando. Esas palabras atravesaron mi corazón como largas y finas espadas, quedando paralizado el tiempo por unos segundos. Pasaban los días de Cuaresma y me daba cuenta de que, a pesar de la gran apretada agenda que tenía tan sólo unas semanas antes, ahora estaba en casa pensando en lo que podría haber sido y nunca existió: realizar una exposición de dibujos, presentar un certamen en Villaralbo, asistir al pregón de Valladolid, proyectar en el de Madrid, reuniones con todos los amigos de la Semana Santa... y, de repente, llegó el Jueves de Traslado. Ahí fue cuando comencé a ver procesiones grabadas de años anteriores y a escuchar marchas fúnebres con el volumen a tope en mis auriculares. La tarde en la que

el Nazareno de San Frontis debió salir de su barrio, yo sentía mucha rareza con la situación pero no terminaba de sentirme triste del todo. Al día siguiente, viendo la procesión del Espíritu Santo, en el mismo momento en que debía entonarse el Christus Factus Est en la Plaza de la Catedral, comenzaba a darme cuenta de la realidad de la situación. No podía creer que esto fuera posible. Fue entonces cuando comencé a colaborar con la mayoría de las Cofradías en la realización de vídeos para su publicación en redes sociales a la misma hora en la que se suponía saldrían a la calle. Esto provocó en mí un sentimiento enfrentado, pues estaba encantado de colaborar con ellas pero, una vez acabada la Semana Santa, terminé con más cansancio que en los años en los que grababa las procesiones. Quizá la importancia que tenían estos vídeos para todos los cofrades que lo podrían ver desde sus casas y el poco tiempo con el que disponía para hacerlos, creó en mí una agitación que jamás pensaba llegar a tener. Volviendo a los días de procesión, llegaría el primero en el que llegué a sentirme totalmente triste: el Domingo de Ramos. Y “suerte”, al menos, que llovió. Pero claro, como siempre he dicho, no es lo mismo que se suspenda la procesión por una lluvia a que se suspenda por una pandemia. Sin embargo, esa misma tarde fue la primera vez en la que la desolación se quedó dentro de mí.

Pasaban los días y seguía viendo todas las retransmisiones posibles de los años anteriores hasta que, la noche del Jueves Santo, decidí quedarme en el sofá y esperar a la hora mágica. Fue entonces cuando, a las 5 de la ma-

ñana, abrí las ventanas y cuál fue mi sorpresa al escuchar el Merlú en varias ocasiones. El caso es que cerca de mi casa tenía dos vecinos que disponían de corneta y, la verdad sea dicha, al escuchar este sonido tan mágico y místico para todos los zamoranos, las lágrimas acariciaron mis mejillas y los compases de la marcha de Thalberg recorrieron mis venas. No podía por menos que desayunar sopas de ajo. ¿Cómo podía pasar de ellas? Igualmente hice lo propio el Domingo de Resurrección con el Dos y Pingada. Terminada la Semana Santa reflexioné sobre el asunto. El virus nos dejaba sin procesiones, sí, pero lo que nunca podría quitarnos son la ilusión, el sentimiento, el amor y la pasión por lo más grande que tenemos en una ciudad que se está muriendo rápida y trágicamente. Y por supuesto, seguiremos trabajando para que las nuevas generaciones la conozcan y la amen tanto como lo llevamos haciendo los demás, tiene que ser así. No tendremos procesiones en uno o dos años más pero nosotros no dejaremos, nunca, que sean olvidadas.

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