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De la soledad a la esperanza

Parece muy fácil explicarlo cuando ante cualquier conversación amistosa uno filosofa sobre la vida, acerca de cómo aprovechar las oportunidades, el tiempo… cuando eres joven cómo ambicionas algo, o cómo cuando ya te haces mayor quieres disfrutar algo… resulta muy fácil hablar de lo efímero, porque tendiendo al tópico ¿quién sabe donde estaremos mañana? Y qué difícil resulta, con toda la filosofía que uno quiera, hacerse a la idea, asumir los cambios, aprender que el destino es hoy y que la vida no entiende las más de las veces de vísperas, sino de presente. Y así es como se hace el hombre. La historia de la humanidad ha curtido a esta de una sucesión interminable de episodios donde los cambios han sido consecuencia de actos de inmenso dolor (las grandes guerras, las enfermedades pandémicas….). Nadie nos dijo que íbamos a vivir una, y aquí estamos…. Intentando al menos aprender a adaptarnos, asimilando cómo la vida de la comodidad es un poco menos cómoda porque se enfangó en el desierto de una cuaresma pasada. Ha costado sacudirse el polvo de las sandalias. Nuevamente llegamos a los tiempos del desierto cuaresmal, continuando en ese túnel que no termina aunque veamos luces, aunque nos estemos empezando a vacunar en medio de esta tempestad que nos ha tocado vivir. Continuamos el camino de la vida, vida plena que celebraremos en unos días admirando, alabando la gloria de Dios vivo, profesando una vez más nuestra fe en que al final, el camino se reviste de triunfo sobre la muerte. Celebración que repetimos cada año por estas fechas después de recordar una vez más el desierto particular del guía de la fe, que Jesús, el hijo de David, fue tentado en el desierto pero supo sobreponerse y escuchar la voz del Padre que le llevó a la gran ciudad de Jerusalén donde vivió su calvario de pasión y muerte, que perpetuó como ejemplo para que todos los que le seguimos entendamos que nuestro paso terreno se compone de días de vino y rosas y de épocas donde tenemos que caminar con poca luz, intentando que no nos envuelva la tiniebla del sufrimiento y el dolor. Estampa que en anteriores ocasiones hemos vivido de muchas formas, acuciados por problemas de diversa índole… menudencias las mas de las ocasiones, hasta a veces bajo el dolor de la pérdida de la vida humana por aquel ser querido que se fue y que nos obligó a vivir unos días de recuerdo y duelo, pero arropados por el viento favorable de un entorno social plácido. Estar compartiendo la vida con quien te aprecia o te quiere más allá de las paredes de una habitación genera placer. Qué felices nos las prometíamos al empezar el

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desierto de aquel año, donde primero nos enseñaron que en alguna parte del mundo empezaba esa espiral de dolor que luego, mediado marzo ya, cuando mediábamos la cuaresma, iba a adentrarse en nuestra vida para frenar en seco todo aquello que anhelábamos y proyectábamos en el corazón para llegar a esa meta tan nuestra que es el Domingo de pascua. Todo truncado por el mandato de la autoridad que ante la enfermedad y el pánico colectivo ordenó la restricción de toda aquella actividad no esencial y de todo contacto social obligándonos a dejar de compartir la vida mediante la presencia para empezar a hacerlo a través de una ventana, de un balcón, de una conversación telefónica tendiendo a lo eterno, o de las pantallas mientras asumíamos el concepto de video-llamada a nuestro vocabulario, vocabulario qué se volvía más comprometido cuando preguntábamos a cualquiera un simple ¿Qué tal? Un interrogante que resonaba cual estruendo desde lo más profundo del corazón emisor al último sentimiento del cerebro receptor. Así es cómo hace un año vivimos una cuaresma, más cuaresma que nunca abrumados por una pandemia que hoy sacude el mundo de oriente a occidente dejando tras de sí, la sombra de la muerte y del sufrimiento de la enfermedad. Obligándonos a ayunar (¡Ay el ayuno!) de todo eso que nos envuelve en felicidad, o nos envolvía, cuando llegaban los días santos y en esta tierra celebrábamos nuestra tradición más arraigada con gran devoción desde muchas vísperas. Situación que nos condujo, sin solución, a reconocernos débiles, estado puro y natural del hombre. Algo que puede con nosotros y que no nos impide hacer en la vida todo aquello cuanto queremos, contemplamos como el autocontrol se esfuma de nosotros. Trances que provocan que las líneas que separan la razón y

la emoción choquen desnudando la profundidad de lo que somos. Y ahí es donde nos reconocemos débiles. Fragilidades que due-

len, que desgarran el alma cuando se puede comprobar que gracias a ese ayuno, las vivencias pasadas, esas que tanto nos emocionan al coger un farol, al meternos debajo de una mesa para cargar, al dar un abrazo, la opulencia y el frenesí que le dábamos a los días… tal vez no fueran más que una fachada de seres quizá confundidos, quizá en búsqueda de su yo, quizá renegados por no encontrar el éxito en sus vidas…. Y el tiempo a través de la ventana de un confinamiento se detiene, y el ayuno, de pronto, nos hace pensar en toda esa vida que se va a borbotones en hospitales, entre enfermos y sanitarios que se baten en el cuerpo a cuerpo contra la enfermedad arriesgando lo suyo y lo de los suyos. Tal vez, a través de esa atalaya el ayuno de una pandemia ponga delante de nosotros a los que incluso también ayunaban en la vieja vida porque su rutina era y es la exclusión, la soledad, la pobreza, y la debilidad pandémica. Y en la propia fragilidad reconocida, la pascua que recordamos cada año, y que anhelamos más que nunca ahora, nos tiene que poner delante del espejo para ver al resto del mundo, al menos de nuestro mundo, para tomar conciencia de que no estamos solos pese a todo, de que al otro lado de nuestra puerta quizá haya un vecino de bloque, de la casa de enfrente, de la otra calle del barrio que pueda necesitar nuestra ayuda, nuestra limosna, que no siempre es dinero, que muchas veces es escucha, es acogida, es compartir nuestra vida también con quien tenemos cerca y que aunque no nos dé la felicidad de nuestro entorno más amistoso y cercano, es limosna que hace feliz. Y esa tendría que ser la actitud para hacer realidad esos pensamientos que nos llegaban o que teníamos en la soledad de la ventana de nuestro desierto y que se teñían de grandes palabras hablando de una sociedad post pandémica más justa y solidaria, de unión y fortaleza. Cuando sufrimos, cuando vivimos, debemos de encontrar nuestra felicidad y proyectarla. Algo que solo es posible hacer, como me decía un amigo en la pantalla la pasada Semana Santa, si vivimos en la dinámica del paso corto, del pequeño detalle. Limosna que resuena a compromiso para entender que Jesús, al que le brindamos la tradición de nuestra Semana Santa, en esa entrada triunfal en Jerusalén, en esa fiesta del amor con pan y vino a sabiendas de lo que le esperaba, en ese vía crucis que padeció hasta la muerte en lo más alto del Gólgota lleno de Injurias, solo nos mandó una cosa, amar.

Y si la pandemia nos encontró en cuaresma para que la viviésemos más que nunca, también nos tuvo que encontrar en la oración. Al Señor Nazareno del arrabal cuando carga con la cruz y deja por unos días a los suyos, los humildes. Al crucificado sobre el que se posa la paloma del Espíritu para hacernos entender que en Él estuvo la salvación del mundo. A los que nos precedieron, tantos y tantos, en el camino de la vida y en el de nuestra Semana Santa, Señor de Luz y Vida. Al Jesús triunfal que entra, bendito en el nombre del Señor, y que camina al lado de nuestros niños entre palmas y olivos, especialmente de aquellos que menos oportunidades tienen. Al Jesús Caído en la cuesta, que es capaz de levantarse para inyectarnos la dosis de ánimo necesario cuando lloramos al hermano perdido. Al mismo que en su último canto en la noche nos llama a la conversión al Señor Nuestro Dios. Orando por la misma ciudad que testifica viendo al Hijo del Hombre padecer el Vía Crucis en medio de sus calles. Él nos amó tanto que expió en lo más alto todas nuestras culpas y sinsentidos. Al mismo Jesús crucificado entre clarines, reposando nuestro silencio en la Plaza. Al mismo Jesús crucificado entre cardos en el monte de la calavera mientras el pueblo llora bajo la matraca machacona. A Jesús y a su madre, la testigo preferente del milagro de la injusticia que siempre tuvo la mejor palabra de Esperanza para superar el trago. Al mismo Jesús que nos reúne como apóstoles en torno al pan y al vino, para enseñarnos una vez más, que no hay amor más grande como el que Él nos dio. Al mismo Jesús al que desde casa con un sonido enlatado le aclamamos con todo nuestro corazón, Miserere Mei Deus (misericordia, Dios mío). Al mismo Jesús que camino de la cruz nos mostró la Redención. Al mismo Jesús ante el que el centurión, como cualquiera de nosotros al acabar estas líneas, también entendió que al final en verdad, aquel hombre muerto era el Hijo de Dios. Y ya en la sepultura, encontraremos siempre los brazos de una Madre, para que nos haga entender qué fue todo esto que vivimos, para llevarnos de la mano aliviando esta angustiosa pandemia que nos asola. La misma Madre llegará a nosotros y le confesaremos nuestra debilidad y llorará junto a nosotros como nadie lo hace su Soledad. La oración que de la mano de la Madre nos acompañará al Encuentro con Jesús Vivo una nueva mañana de Gloria. Sí amigos, sí… todo esto pasó por la cabeza cuando la pandemia nos llevó a otra forma de vivir. Donde quizá no seremos tan felices, pero donde estamos llamados a encontrarle también el sentido a la vida, para poner coherencia, para hacer una auténtica profesión de fe en virtud de esa Semana Santa a la que tanta devoción le tenemos. Siempre, siempre habrá Semana Santa. El camino de la mirada alta, del paso corto y del amor entre hermanos. Vivamos convencidos de que pese a que esta pandemia que tanta vida nos quitó, que tantas lágrimas nos ha hecho derramar, que nos llenó de tanta Soledad, nos convertirá en hombres que saben adaptarse al tiempo para ser un nuevo signo de Esperanza.

Jaime Rebollo Calvo

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