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El Maestro ya no viene sobre un pollino
Domingo de Ramos
Desde el corazón, para todos esos abuelos que transmiten a sus nietos las más bellas tradiciones.
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El rumor estaba en la calle. Nos negábamos a aceptar una realidad a la que estábamos abocados. Quisiéramos o no. Finalmente se cumplieron los peores augurios. Faltaban apenas veinte días para volver a lucir palmito el Domingo de Ramos cuando tomaron la decisión de suspender la Semana Santa del I Año de la Pandemia, esto es el 2020 DC. Después vino el confinamiento, el cierre de negocios, aislamiento, soledad, muerte, silencio, aplausos,… En mis oídos volvió a repiquetear la coplilla que mi abuela me narraba para contar los domingos de cuaresma: “Ana, Badana, Rebeca, Susana, Lázaro (el mejor de todos porque es el Domingo Tortillero), Ramos y en Pascuas estamos”. Y volví a evocar cuando los amigos escotábamos para que una madre (cada año una) nos hiciera enormes sartenes de orejas de carnaval, flores, rosquillas, buñuelos… ¡Qué sabor! Veíamos cómo aquellos manjares se doraban lentamente a la lumbre de los sarmientos recién cortados de unas viñas que ya comenzaban a despuntar. Anunciaban que ya era primavera.
En el I Año de la Pandemia era el domingo de Rebeca cuando todo se desmoronaba. La tradición que los zamoranos hemos guardado con tanto tesón durante siglos se desplomaba como un castillo de naipes. Resignación. No quedaba otra opción. Por primera vez, desde que tengo uso de razón, no miré las previsiones meteorológicas para el 5 de abril. ¿Total? ¡Me daba igual! No había nada que celebrar. Con la mente llena de imágenes, de recuerdos, de vivencias y de añoranzas me encerré, al igual que el resto de zamoranos, en casa. El virus acechaba por doquier y la consigna era no salir a la calle. Volví a añorar aquellas procesiones infantiles donde el sacerdote, tras bendecir los ramos de laurel, entregaba una rama a cada asistente. Pujábamos por lograr la más grande, pues suponía tener condimento para las comidas durante todo el año. Después, recorríamos las calles del pueblo acompañando al Maestro a lomos de un pollino. Era un día luminoso. La primavera reventaba por todas las partes y cada cual pugnaba por lucir sus mejores galas.
Y pasó el Domingo de Ramos y el Jueves y el Viernes Santos. Los corazones se encogieron. Los sonidos de siempre volvieron a sonar, no en las calles, si no en el silencio de nuestras mentes solitarias. Y hubo ojos que se llenaron de lágrimas y gargantas incapaces de tararear cualquier marcha que hubiera atronado, de ser un año normal, las rúas de la ciudad. Todos nos ilusionamos con que este mal sueño pronto pasaría. Cada cual nos aferramos a una utopía, a un ensueño. Nos prometieron y nos convencimos de que el próximo año sería distinto. Más grande, más pasional, más auténtico,… Mientras tanto, confinamientos, restricciones, cierres temporales de establecimientos de todo tipo, de comercios, de bares, de restaurantes, limitaciones de reuniones y de desplazamientos,… En fin, recortes de libertades personales. Lo único que no se detuvo fue la caída de las hojas del calendario. Así llegamos al II Año de la Pandemia, entre la esperanza de una milagrosa vacuna y el escepticismo de una solución rápida a esta maldita calamidad. Esta vez no nos ha cogido por sorpresa. Lo veíamos venir y el que más y el que menos nos habíamos hecho a la idea de que por segundo año consecutivo se iba a suspender nuestra Semana Santa. Y así ha sido. El calendario volverá a marcar de rojo el Domingo de Ramos y el Jueves y Viernes Santo. ¡Qué más da! Ya no tenemos nada que celebrar en común. Nuevamente nos tenemos que conformar con ver pasar por nuestras mentes, como si fuera una vieja cinta de VHS, las imágenes que tantos años hemos vivido, disfrutado y engrandecido. Poco después de Navidad mi hija me regaló una pequeña caja. Contenía dos pequeños patucos y una tarjeta que ponía “guárdamelos hasta que pueda utilizarlos”. Iba a ser abuelo. Una ilusión comparable a la ser padre. La esperanza de un futuro mejor volvía a anidar en mi cabeza.
A mi hija le prometí, porque era su ilusión, que cuando acabara el confinamiento iríamos un amanecer a la Sierra de la Culebra a ver ciervos. Y lo cumplí. Fue una jornada inolvidable donde pudimos disfrutar de hermosas manadas de venados. También me prometí que el Domingo de Ramos del II Año de la Pandemia colocaría en el cochecito de mi nieto una rama de laurel. Su madre lo vestiría elegantemente para la ocasión y lo llevaría a la procesión para que viviera la entrada triunfal del Maestro. Quería que su mente virgen se llenara de imágenes que, tal vez, recordaría toda su vida y así imbuirlo de las tradiciones que mis ancestros supieron transmitirme. Pero esta mi ilusión se ha convertido en lluvia de verano, anhelada, pero inútil. Se ha evaporado antes de llegar a tierra. Tendré que esperar, soñar, tal vez anhelar con que mi ofrenda pueda realizarla en 2022, cuando ojalá ya no sea el III Año de la Pandemia y no tengamos que vivir una nueva normalidad, sino el regreso a la normalidad en toda su plenitud.
Dalmiro Gavilán Santos