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Un Merlú que rasga el Cielo
Saqué el medallón de su caja y lo puse sobre el sofá como todos los Domingos de Ramos antes de irme a la cama. Me levanté e instintivamente miré al cielo por si había amanecido un cielo plomizo, por si amenazaba agua. Los hermanos de San Lázaro estamos acostumbrados a vivir con la incertidumbre del cielo. Miré como si la lluvia fuera a aliviar la situación que había afuera, como si doliera todo menos: “Mira, se hubiera suspendido igual”. Recuerdo que tuve mi medallón y mi pañuelo pegados a mi todo el día, en la mesa de trabajo. Y en el ordenador, “La Muerte no es el Final”. En este mes de abril en el que todos los días son iguales, la Semana Santa fue un pequeño oasis. Pañuelos en las ventanas, los reposteros en el Ayuntamiento, pequeños pasos artesanos que cruzan San Andrés y otras calles de la ciudad, y la música, siempre la música. Era abrir la ventana y escuchar marchas de Semana Santa entrelazadas con aplausos a los sanitarios y al resto de valientes que pelearon en primera línea. Las hojas del calendario siguen cayendo muy rápido y a la vez tan despacio que no se ve el final. Zamora amanece en Jueves Santo y, aunque no se pueda salir de casa, no duerme. A mis amigos, a mi familia, los veo a través de la pantalla. Esos que habrían venido cuando ya huele a incienso y garrapiñadas, los que habrían esperado en la fila a que salga la procesión, los que todavía ponen las manos por si les cae un caramelo, los que ponen sus hombros al servicio de toda la ciudad y los que simplemente regresan a su Zamora querida. Todos esos, no estaban. O sí, estaban detrás de una pantalla, con su medallón cerca, su añoranza y sus aceitadas caseras. En la noche hay un silencio sepulcral porque no hay un Jesús Yacente por las calles, porque no hay zamoranos en los bares, porque no pasan coches ni por las arterias más importantes de la ciudad. Hay un silencio que se va a rasgar como nunca lo ha hecho. Son las 5 de la madrugada y por todos los puntos de Zamora suena un Merlú. Las cornetas se multiplican como si hubieran acudido a la llamada todos aquellos que ya se fueron y que intentan animar a un pueblo entristecido. La polifonía suena perfecta y el tambor destemplado retumba en cada edificio. Va a levantar “El cinco de copas” y en muchas casas suena, para todos los vecinos, el himno de Zamora: La Marcha de Thalberg. Se encienden las luces de las casas como si fueran las velas de las hermanas de la Esperanza o de la Soledad. Se apilan los zamoranos en sus ventanas, esperando un cortejo que en esta ocasión sólo será en el recuerdo. Cierran los ojos y vuelven a ser niños soñando con una madrugada mágica. Agarré el medallón de Jesús Nazareno e imaginé que muchos otros también lo estarían haciendo, como si fuera la forma de sentirnos todos más cerca. Me sentí en el Museo esperando que abran para sacar los pasos; me sentí cerca de San Juan antes de que arranque la banda, me sentí bajo Redención avanzando en la madrugada más mágica, me sentí rodeado de cruces negras y túnicas de laval negro. Por unos instantes no había restricciones, no había pandemia, sólo había Semana Santa. Cuantas cosas que no valoramos se pueden echar de menos: esos momentos en Tres Cruces cuando unos llegan, otros ya van de retirada a sus casas y a la mayoría les queda la mitad del recorrido. Las sopas de ajo, chocolates, cafés y demás para coger fuerzas y, sobre todo, matar el frío. Las fotos donde cada año falta una cara que ya no volverá pero aparecen nuevas que crecerán junto al resto. Y los abrazos, eso sí que lo vamos a echar mucho tiempo de menos. Los abrazos en el Museo, en la Plaza Mayor, en Tres Cruces y de nuevo en el museo. Esos abrazos que dicen tanto sin decir apenas nada. Y siguieron cayendo las hojas del calendario sin pudor, sin detenerse en su Domingo de Resurrección, en su Cristico de Valderrey, en su Cristo de Morales, en su Virgen de La Hiniesta. Y al final se fue la Semana Santa como se va todos los años, pasando demasiado rápido, dejando Zamora vacía, llenando la ciudad de silencio. Se fue, sin embargo, con una sensación de esperanza que nunca antes habíamos vivido. Esperanza de que íbamos a vencer a un bicho que nos había cambiado la vida, esperanza de volver a vernos pronto, de volver a sentirnos cerca. Esa esperanza que se nos ha truncado también en este 2021 pero que no perdemos de cara al próximo año.
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Rubén Bartolomé Mezquíta