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Luna llena pero vacía
Luis Felipe Delgado de Castro.
Apenas nos fijamos todo el año en la luna. Y no estamos en ella, como nos reprendía don Ignacio, el bueno del maestro, cuando, en el pupitre, estábamos ausentes soñando con balones y canicas, teniendo el libro delante abierto y el pensamiento volando lejos del aula. De mayores solo ponemos nuestros ojos en ella, cuando en esas noches mágicas del verano, encendidas de calor, mordidas por el insomnio, aparece en su esplendida redondez perfilando los cielos de la sierra o cuando derrama su luz sobre el rio, tendiéndose sobre él en una comunión íntima de aguas y brillos. Esas noches de luna llena, por ejemplo allá en el Cantábrico de la Mariña, son un himno apoteósico a la hermosura. La luz extendida sobre el mar alcanza todas las distancias del horizonte, allá donde se cose a la oscuridad muy al fondo, y se acerca, subida en las olas menudas, a las paredes de las escarpaduras cercanas. Históricamente la luna llena marcó siempre el calendario judío de la celebración de su Pascua y la recordación de la salida del pueblo hebreo de Egipto, el fin de su esclavitud. De él nació una noche esencial en la historia de nuestra religión: la conmemoración de aquel acontecimiento judaico por Jesús y sus discípulos y los pasajes que le siguieron, su Pasión, Muerte y la Resurrección. En esa noche de luna llena de la Parasceve se cimenta uno de los pilares básicos del cristianismo y su remembranza, dentro y fuera de los templos, que da origen a la celebración litúrgica y popular de la Semana Santa.
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De la luna quiero escribir en este itinerario que este año sale sin señal alguna de penitencias, hecho únicamente con ausencias, tristes y dolorosas, y embrollados preceptos. Un itinerario recorrido solamente en las líneas de papel y tinta, en este nuevo año despoblado de procesiones, que no de devociones. La luna no entiende de pandemias ni de dolores y partos de guerras, ni de seísmos o maldades humanas. Está por encima de la vida humana. Algunos maestros de una brujería ancestral, rudimentaria pero sólida, la han acusado de envenenar el alma de mucha gente, arrastrada por su luz a la perdición, a la locura e incluso a la muerte. Y hasta las ciencias han aseverado alguna influencia sobre dolores de cuerpo y mente. Ella, ajena a estos juicios científicos o fetichistas, sigue su curso sin que pierda su condición de bella, sobre todo cuando la alaban poetas, escritores, pintores, músicos, todos ellos enamorados de su aura. Todas las Artes la adoran y cortejan. Ella no va a faltar a la cita de la primavera en estos días, para señalar el camino que las Escrituras fijan para la celebración de la Pascua y aquella cena del Maestro con los suyos en la que hace, con un pan y una copa de vino, el milagro de la Eucaristía porque quiere quedarse para siempre entre nosotros. Pero se va a encontrar con un paisaje desconocido en su primer encuentro con la primavera y con Zamora. Será luna llena, sí, pero estará vacía. ¡Qué paradoja! Cuando la ciudad esté ya recogida en el sosiego, tras una jornada de júbilos infantiles e impaciencias cofrades, y las palmas y laureles alcancen enseguida las orillas del olvido del triunfo del maestro, acaecerá el plenilunio, la primera aparición de la luna llena, una esfera maciza de fulgores gateando por los cielos cercanos, hermosa y grande desde el principio de su salida de la misma tierra y luego empequeñecida mientras sigue ascendiendo para ocupar su sitio en el firmamento de la noche. La luna volverá dispuesta a asomarse, limpia y gigante, al atardecer del lunes santo, para contemplar la última caricia de la Madre y del Hijo despidiéndose en la Puerta de la Feria. Pero no podrá ver ese adiós. Y luego en las murallas desgastadas de la ronda de Santa María la Nueva, ya encampanada en el cielo, esperará en vano a ver pasar al Jesús de la Buena Muerte, abriendo surcos de perdón, entre un reguero de antorchas y salmos y solamente se encontrará con la calma y la penumbra, allí acampadas por la costumbre tantos otros días. ¿Qué extraño, no? -se preguntará. El martes sabrá que tiene una cita con el rio por el que vuelve el Nazareno a su barrio de San Frontis, bordando de luz los pretiles del puente, pero sólo podrá coronar los chopos solitarios de su sempiterna procesión del camino, y aunque esperará a la misma Esperanza a la puerta del convento de las Dueñas, no llenará de dulzura sus brazos abiertos. Poco después, ya clavada en la cumbre del cielo, envuelta en una madeja de nubes, no rociará de relente las últimas palabras del Cristo de la Horta por los Barrios Bajos. Luna llena sola por los caminos del cielo. Sola sin saber el porqué. Al día siguiente, miércoles santo, al poco de nacer, sentirá los silencios cotidianos de la ciudad antigua, pero no verá cómo se ponen de rodillas, ante un Cristo que navega entre la vida y la muerte en el
patíbulo de su cruz. La plaza, vacía de cirios y caperuces, se llenará solamente de melancolías. Y ya subida a lo más alto de la medianoche, tampoco alumbrará las huellas de unos labriegos que salían a esa hora a sembrar de perdón, con matracas, bombardinos y misereres pueblerinos, el calvario de un humilde Crucificado, criado y venerado en el Getsemaní de Olivares. Y sentirá una rara sensación de estar sin estar, desconcertada. Al principio de la noche siguiente, apoyada aún en el espléndido cimborrio, echará de menos no sentarse a la misma mesa del Milagro, no encender los olivos de Getsemaní por las rúas ni besar las heridas de su corona de espinas del Señor o acercarse a limpiar su sudor cuando, con la cruz al hombro, muy fatigado, llega a la plaza. Luego, escalando los cielos, extrañará no distinguir el entierro del Hijo de Dios, al que la madera y el arte han convertido en un cadáver más que, en una plaza castellana, es ungido y amortajado con el perdón de un miserere recio y profundo que abre las carnes de la madrugada, curándolas con piedad y compasión. La misma luna, descendida ya de su cima, se quedará esperando inútilmente a besar la cruz de un Nazareno que ella vio tantas veces camino del Calvario, San Torcuato arriba, llevado en volandas por una maravilla de música y se irá con el día sin llegar a besar las manos de su Madre de la Soledad, camino de las Tres Cruces. ¿Se habrá equivocado de mes? ¿No es ya primavera? Cuando regrese de sus horas de escondida faz, no velará el solemne entierro del Señor por la rúa, celebrado en la Palabra, siempre viva, del templo. Y en esas noches últimas de su dominio de los espacios y las luces, añorará no caminar junto a esa gran constelación de mujeres que acuden solícitas, con una vela y un rosario, tras la huella amorosa de sus Vírgenes más queridas, más tristes y más solas. Nuestra Madre y La Soledad. Y empezará el camino de regreso a cuarto menguante confundida. ¿Habré perdido el rumbo exacto de mis pulsos? En este año, esa luna, llegada al plenilunio el domingo de Ramos, no vestirá esas estampas que acabo de recordar. Será una luna, como la del año pasado, entregada a una extraña quietud, izada en lo alto de los cielos, iluminando las mismas sombras de siempre, impasible en su camino de las noches de un lado a otro del firmamento, como cuando se deja ver otras veces durante el año, pero sin escena alguna que decorar, dibujar, resaltar, completar. Esos cuadros que, surgidos del temple de una fe inconmovible, austera pero sincera, levantan admiración en medio mundo no tendrán la fascinante pincelada de la luna como complemento de su perfección plástica. Esta luna, la primera de la primavera, iluminará de nuevo tan solo silencios, soledades, inocencias, distancias, ausencias, evocaciones. El escenario es el mismo de siempre pero los actores, todos, amenazados y castigados por una despiadada plaga, no podrán representar esa maravillosa colección de pasajes de la Pasión en la que, de forma única, se unen Drama y Arte, para dar testimonio de piedad en las calles. En estos días, este año de nuevo, tendremos un duro eclipse de procesiones y ella, la luna, aún sin entenderlo, seguro que nos echará de menos. Y nosotros a ella.