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Vivimos tiempos extraños, inimaginables hace tan solo un año, en los que nuestras vidas han dado un cambio ¿temporal? del que todos estamos deseando salir para volver a una normalidad que posiblemente ya no sea como aquella que tan vivamente recordamos y anhelamos. Me han pedido que describa qué pasó por mi cabeza durante la Semana Santa de 2020, con todo el mundo recluido en su casa sin saber realmente cómo habíamos llegado hasta ahí, pero con la esperanza de que el año siguiente volveríamos a vivir todo aquello a lo estábamos acostumbrados y que formaba parte de nuestra vida como zamoranos y como creyentes. Aquella segunda semana de abril del año pasado fue un tiempo para la reflexión, mezclada con la esperanza y la confianza en que ese Cristo de las Injurias al que siempre nos encomendamos nos ayudaría a salir del trance lo mejor y lo antes posible. Fue también un tiempo para darnos cuenta de que, por repetirse cada año de forma casi automática, habíamos dejado de valorar nuestra Semana Santa como se merece y de darnos de bruces con lo que nunca queremos ver, es decir con nuestra propia fragilidad como seres humanos. La tarde del Miércoles Santo no hubo preparativos en las casas, no caminamos hacia la Catedral, no nos abrazamos a los amigos de siempre, no juramos silencio ante el Crucificado y no encendimos nuestra vela a las ocho y media de la tarde, pero en la mente y en el corazón de todos nosotros -del más joven al más veterano- estuvo presente ese recuerdo, volvió a encenderse la llama de esa imaginaria vela para pedir por los nuestros, para que esta pandemia cruel no les afectase y para que no fuera la puntilla que le falta a este rincón de España cada día más olvidado y más vacío. Ha pasado un año y tal parece que estemos instalados en un permanente bucle cuyo fin esperamos, pero aún no atisbamos con claridad, porque este año tampoco habrá procesiones, ni amigos, ni forasteros, ni prácticamente nada más que nuestro Santísimo Cristo de Las Injurias, imponente, majestuoso e intemporalmente misericordioso abriendo como siempre sus brazos a quienes con fe y limpieza de corazón se le acercaron. Al Cristo debemos mirar, ahora más que nunca, porque si lo hacemos con atención nos daremos cuenta de que todo -hasta lo malo- pasa y esto sin duda lo hará también, con su ayuda y con nuestro esfuerzo, y volveremos a hacer los preparativos, a caminar hacia el templo mayor, a jurar silencio, a encender nuestra vela y a abrazar a los que queremos. Todo eso está tan cerca como lejos nos parece. Mientras tanto, mi reconocimiento a quién desde hace años edita esta publicación, perfecta paradoja que nos muestra cómo incluso sin que haya procesión tiene que seguir habiendo un itinerario.

Rufo Martínez de Paz.

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