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Anatomía de la desolación
Sobre la hora nona la tarde caía plomiza por los campos recién nacidos de Zamora. Un rescoldo de diminuto sol permitía vislumbrar el manto rasgado de un día de aventurado naufragio. Levemente el hilo de luz de una vela mortecina quebraba la tarde de un Viernes Santo desamparado y huérfano, ni tan siquiera la osada lluvia pensaba en esquivar a los oráculos y solo, tan solo, el vacío se asomaba estrechando la mano de un revoltoso viento que ni se contenía ante la fiera armadura de la muralla y las esquinas ajadas de Santa Clara.
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Estuve allí, lo vi como vosotros: el vacío ocre, la nada más explicada redobló torpe ordenando el inicio de una impresionante procesión de sombras solo desvestidas por el soniquete acompasado del Barandales. Nadie camino de ninguna parte. Nadie formando abigarradas filas. Nadie lentamente divagando penas. Nadie apretando las manos de su madre. Nadie……….ni nada por unas desérticas calles pero todo era un prodigio mágico que cambiaba la oquedad en primavera desfilada. Y sí, como siempre, como tantos siglos atrás, el misterio furtivo de abril se ungió de rito y el hombre se transfiguró en pasión y viajaba asombroso y eterno tras desclavar a Cristo en volandas allá por dónde Santa María se hace nueva y románica. Y peregrinaba su ruta secular por veredas de terciopelo negro y cruces doradas. Un silencio brillante se abría paso quebrando la paz impuesta que sitiaba cada hogar mientras las miradas se hacían luz desde los balcones acompañando el esplendor de la comitiva portentosa que escoltaban miles de sombras conmovidas ante el desfilar borroso de los recuerdos cuando la guerra no había segado el tiempo de la vida. Todo era como siempre pero era como nunca. Se atropellaban las marchas camino de la Catedral y los pasos se imaginaban lentamente en bailes infinitos hasta llegar a su atrio. Túnicas por miles caminaban descalzas sin dueño, invisibles, y deambulaban etéreos cientos de pañuelos de seda procurando un lugar atardecido para acompañar su descanso. ¡Madre, el luto azabache, Chopin, los clavos, cruces deshuesadas, las rosas blancas adornando mantos estrellados, el rio que nos lleva eternamente: esa tarde azul de cielo imperecedero!. Sí, fue un Viernes Santo en una Zamora sin Zamora, sin banzos doloridos con dolor, una Pasión sin pasión, apasionada. Sí, fue un cielo de arcilla y plomo que secuestró el corazón de la ciudad pero no la despojó de su memoria. La caravana mística retorna fiel, senderos de oscuridad arriba, por estrechas rúas. Oíd un silencio de azud cantado para una primavera que caminó desfigurada una tarde de Viernes Santo por sus calles. El camino gris, la lluvia marchita en la lejanía, el desaliento roto de un abril asediado y rendido al calvario martilleante: ese yermo de soledades que te hace ahora a ti, Jerusalén del viejo reino, en mi recuerdo cercano, troquel de tarde de Viernes de un Dios que muere por calzadas de luto y azor, más tú, más Santa. Casi como el soliloquio abandonado de una senda perdida de espinos hacia la mar de un tiempo de escarcha y grama que fue y aun es, retrato fiel de una época desoladamente arrebatada. Javier Vidal Hernández