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Donec obviam iterum

El Miércoles Santo del año pasado me llamó Jesús desde Zamora a eso de las siete de la tarde para decirme que las nubes, esas nubes gallegas que vienen de las Pajarrancas, ya estaban encima del cimborrio de la Catedral, que no iba a llover pero que soplaba un airecito bastante fresco. Hablamos bastante rato y al colgar me eché a llorar como un bendito, cuando había aguantado hasta entonces como un jabato, y me fui a esconder en la cocina porque no iba a poder ver esas nubes, ni al Cristo saliendo al atrio, ni a oler los trazos de naftalina de las túnicas, ni a comerme unas mixtas ni a comprar aceitadas ni a rezarle a la Virgen mirándole a la cara. Anduve dando tumbos por la casa, sin saber qué hacer, encerrado con mis tópicos y mis recuerdos, viendo cien vídeos, rezando en tropel, desgastando el pasillo como si fuera de la Rúa a la calle Santa Clara parándome con los amigos o ante los escaparates de las confiterías. El Viernes Santo la cosa no mejoró. Dormí raro y me desperté a las cuatro y media en punto porque es a la hora en la que te lavas la cara, te haces un café y te vistes no muy deprisa, recordando más de sesenta Viernes Santos ya, la túnica tiesa o arrebujada, la infancia atropellada con la adolescencia, los zapatos no muy limpios, los guantes que siempre te quedan estrechos, el pañuelo blanco de tu tío abuelo, ese sí, recién planchado. Acumulando reliquias y olores con un regusto pastoso en la boca por culpa de la primera almendra que siempre se te pega en el paladar. En el pueblo en el que vivo las cosas se suceden de una forma parecida. Pero tan distinta. Me levanto a la misma hora, me visto despacio y camino desde casa a la iglesia cercana de mi Congregación para sacar a un Cristo de postguerra, del que soy muy devoto, y llevarlo hasta la Catedral. Cuando acaba ese Vía Crucis de pueblo, con las calles semivacías, colocamos la bandera negra en un balconcillo de la sacristía que da a la antigua cárcel, un espléndido monumento romano, como se hacía los días del ajusticiamiento de los reos y cada Viernes Santo, cuando ajusticiaban al Señor. Este año no nos dejaron hacerlo. El Cristo estaba solo y el luto lo guardábamos en nuestras casas. A punto estuve de ir a la iglesia, a escondidas, y saltarme la prohibición del cura, el mosén, porque me parecía que el luto ese año era más público que nunca. Pero no me atreví. Desayuné dos veces, me cociné un bacalao que me salió regular, más que nada porque no estaba atento, recé lo que pude y acabé viendo La túnica Sagrada y una película en la que Colin Farrell deambulaba por Brujas con no muy buenas intenciones. No lloré ni una sola vez más. Di mil paseos por el pasillo de mi casa, desde la Plaza hasta las Tres Cruces y a las tres de la tarde, la hora en la que truena y se rasga el velo del Templo, me planté en la terraza mirando hacia el oeste, de espaldas al Mediterráneo, para pedirle a Zamora, a mi Cristo y a mi Virgen, misericordia, y ahogué un grito como el que hacen los paisanos sicilianos en una hora como esa. Misericordia. Y buena vuelta. Hasta que nos volvamos a ver. Hasta que nos dejen, nuestros Cristos y nuestras Vírgenes, rezar por las calles, abrazar a los amigos, desearles larga vida y buena fortuna, y sol y nubes y un bacalao bien hecho y esas almendras llenas de borras de los guantes, pegajosas, que saben a gloria. Donec obviam iterum.

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Manuel Allué Martínez

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