Revista de Medicina Narrativa Pontificia Universidad Javeriana Cali; edición 3

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Medicina Narrativa Escritura creativa mĂŠdica

Facultad de Ciencias de la Salud Medicina Narrativa

Cali Colombia

Volumen 2 NĂşmero 1

pp. 1-110

Enero-Junio 2012

ISSN 2027-7636


Rector: P. Jorge Humberto Peláez Piedrahita, S.J. Vicerrector Académico: Antonio de Roux Rengifo Vicerrector del Medio Universitario: P. Luis Fernando Granados, S.J. Facultad de Ciencias de la Salud Decano: Pedro José Villamizar Beltrán, MD. Decano del Medio Universitario: Luis Roberto Rivera Mazuera Director Carrera de Medicina: Luis Alberto Escobar Flórez Secretaria de la Facultad: Gloria Inés Flórez Villafañe Título: Medicina Narrativa - Escritura creativa médica Compiladores: Florencia Mora Anto, Dr. Pedro Alejandro Rovetto, MD, Gloria Inés Flórez. Lectura final de textos: Florencia Mora Anto ISSN: 2027-7636 Coordinador Editorial: Ignacio Murgueitio Restrepo e-mail: mignacio@javerianacali.edu.co © Derechos Reservados © Sello Editorial Javeriano Correspondencia, suscripciones y solicitudes de canje: Calle 18 # 118-250 Santiago de Cali, Valle del Cauca Pontificia Universidad Javeriana Cali Facultad de Ciencias de la Salud Teléfono 3218200 ext. 8801 - 8955 e-mail: secfacsalud@javeriancali.edu.co Formato: 16 x 24 cms Diseño de carátula: Adriana González Rojas. Estudiante de la Carrera de Medicina, Gonzalo González Barreiro Ilustraciones: Juan David Carbonell Bonelo. Estudiante de la Carrera de Medicina Concepto Gráfico: Edith Valencia F. Medicina Narrativa Vol. 2 No. 1 Enero-Junio de 2012


Índice Medicina Narrativa 5 La Medicina Narrativa y las enfermedades 7 La sabiduría popular en la formación de los médicos javerianos 9 La escritura de los médicos en formación 13

La vocación médica 17 Mi enfermedad 19 El primer parcial de célula 21 La carta 25 A la memoria de un amigo fiel 28 Sueños de vida y muerte 30 Experiencia de vida 31 El ansioso jueves 35 Un paso de dificultad, dos pasos de solución 37 Hoy no quiero ser pediatra 40 I want to be a doctor 42

La medicina y el cuerpo

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Mi pasión por el Ballet 45 Un sueño presente 48 El sueño de un deporte 51

La muerte de los seres queridos

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Historia de una princesa 55 Un corazón edematizado 57 Homeostasis 58 Una historia que no sale de mi cabeza 60


Agridulce 63 Muerte / Vida 64

Relatos de enfermedad 67 Y ahora ¿Quién me cura? 69 Sanador herido 72 La mirada de dos enfermos 75 Unidad médico/paciente 75

Cine y lectura 79 Un día sin mí 81 Okuribitu 84 Tres mujeres diferentes 85 La paciencia y la fe 89 Tres romances, opus 94 91

Prosa diversa 93 Matrimonio de médicos 95 Perfectamente imperfecto 97 Un gran día 98 Morir de amor 100 Amor de día 101 El hotel 101 De pelos 102 Mi frente en alto 104 Un milagro 106


Medicina Narrativa Dr. Pedro José Villamizar B., M.D.

Decano Facultad de Ciencias de la Salud Pontificia Universidad Javeriana Cali

Con gran alegría presentamos a los lectores nuestra tercera edición de la revista Medicina Narrativa, donde nuestros queridos estudiantes y algunos docentes han plasmado en forma escrita sus vivencias y experiencias del día a día. La competencia en comunicación escrita, importante en el quehacer médico, se aprende, se cultiva y se practica permanentemente, es por ello que vemos con gran satisfacción el entusiasmo con que cada día se vinculan más y más estudiantes a esta grata actividad. Este momento es propicio, dado que las discusiones actuales en la educación superior toman como un tema relevante y de cuidado las competencias en lectoescritura tan poco cimentadas en la educación primaria y secundaria. Ejemplo de esta problemática ha sido la situación presentada ante la renuncia de un catedrático de comunicación de la Pontificia Universidad Javeriana Bogotá. El profesor Camilo Jiménez, con fundamentos, toma su decisión ante la actitud “desinteresada” de muchos de sus estudiantes, curiosamente de la disciplina de la comunicación. Considero que la batalla no está perdida. Muestra de ello son muchos estudiantes universitarios como los de Medicina Javeriana Cali, quienes en forma espontánea, desinteresada y proactiva practican la


buena comunicación en sus diversas modalidades y la plasman en forma escrita con éxito, como lo muestran estas tres primeras revistas de Medicina Narrativa. Considero que los profesores universitarios nos debemos a nuestros estudiantes y ellos retribuyen todo el esfuerzo que hacemos para cumplir con el objetivo de una educación mas integral y avanzada. El reto actual para los docentes es buscar y encontrar estrategias que motiven a nuestros estudiantes al divino arte de escribir. Sin embargo, creo que la mejor manera de motivar es el ejemplo que podemos darles a ellos en los agradables hábitos de lectura y escritura. Unámonos a esta revolución cultural de lectores y escritores que permiten comunicarnos mejor y de esta forma participar activamente en el desarrollo de una sociedad más culta que genere valores y principios siendo más justa e incluyente.


La medicina narrativa y las enfermedades Dr. Pedro Alejandro Rovetto V., MD. Profesor de Historia de la Medicina Profesor de Patología Pontificia Universidad Javeriana Cali

Los primeros estudiantes de medicina que escribieron en esta revista Medicina Narrativa, hace tres números, ya van por quinto o sexto semestre de su carrera. No son “neojaverianos” en esta Facultad de Ciencias de la Salud, han estudiado patología y van a comenzar sus cursos propiamente clínicos. Pueden entonces preguntarse: ¿Qué tiene que ver esto de la medicina narrativa con las enfermedades a las que me enfrentaré? Y muy de acuerdo con el método socrático a que tanto recurrimos en su educación, podríamos responderle con otra pregunta: ¿Y qué son las enfermedades? Si las vemos desde el punto de vista de las ciencias médicas básicas (se acuerdan muchachos: la Célula, genética, farmacología, etc.) diríamos que las enfermedades son complejos procesos biomoleculares. Si las vemos desde el punto de vista del oficio médico de diagnosticar y tratar (lo clínico) diríamos que son decisiones clínicas. Si las vemos desde la perspectiva del paciente (la más importante) diríamos que las enfermedades son una clase de sufrimiento humano que puede ser narrado e intentaremos aliviar por el resto de nuestra vida como médicos. En todo caso las enfermedades no son cosas, entes, ni nosotros los médicos mecánicos ni los hospitales talleres.


Y para ponernos más literarios y filosóficos quiero citar un famoso escritor de la revista The New Yorker, Malcolm Gladwell (“What the Dog Saw”, 2009). Dice Gladwell: “Lo que el progreso médico ha hecho…es transformar el diagnóstico de ser una adivinanza (puzzle en inglés) a ser un misterio (mystery)”. Entonces las enfermedades a que ustedes se van a enfrentar no son simplemente una adivinanza, siempre con una solución racional y preferiblemente extraña. Las enfermedades son un misterio, con todo lo novelesco que tienen los misterios, a veces sin solución lógica y siempre con cierta oscuridad que en ocasiones no podemos iluminar. Para esto les va a servir la medicina narrativa: para intentar iluminar ese sufrimiento doloroso de su prójimo, el enfermo, que llamamos enfermedad. Porque como dice Henri Nouwen en uno de sus libros (“Reaching Out”): “Los sanadores así se convierten en estudiantes que quieren aprender y los pacientes se hacen maestros que quieren enseñar… aprendiendo estos sus historias al contarlas al sanador que quiere oírlas. El sanador es un receptor que paciente y cuidadosamente escucha la historia de un extraño sufriente”. La medicina narrativa es un instrumento diagnóstico y terapéutico para esas enfermedades que todos viviremos.


La sabiduría popular en la formación de los médicos javerianos Dr. Gloria Inés Flórez V. Trabajadora Social Profesora Medicina Narrativa

Uno de los retos que propusimos en la asignatura Medicina Narrativa -en el módulo de familia-, era llevar de manera gradual a los jóvenes a pensarse a si mismos y a sus familias desde una perspectiva más sensible y no como “jueces”; buscábamos invitarlos a que miraran su historia familiar y cómo la misma ha construido en su interior al ser humano que hoy se forma como médica ó médico Javeriano. Para este reto se pensaron varias acciones pero una de las que considero logró mostrarles a sus familias desde un ángulo diferente y “ver” qué valores, principios o formas de concebir la vida les habían inculcado, fue el uso de los refranes, los cuales hacen parte de la sabiduría popular y responden de manera interesante a los imaginarios de lo que es “bueno ó malo” o lo que es “deseable o no deseable” para la vida El ejercicio de los refranes, el taller sobre la familia y la Bitácora de viaje, nos llevaron a comprender a través de las discusiones en grupo, que recibimos de nuestros familiares y padres, lo que ellos a su vez recibieron de los suyos; reflexionar alrededor de una frasecita que acuñamos en muchas oportunidades: “nadie da de lo que no tiene”,


logró en algunos casos “romper” con algunas ideas preconcebidas de cómo “debería ser” el amor de los padres hacia los hijos. No se trata un proceso acabado; es más bien el inicio de una reflexión que se repetirá en algunos momentos de sus vidas, seguramente de manera especial cuando tengan el rol de padres. Estos son algunos de los refranes que muestran lo que nuestra sociedad define como importante, valioso e incluso curioso para la vida: El que madruga, Dios le ayuda. El que no quiere sopa le dan dos tazas. Comida les doy, ganas no. Perezoso trabaja doble. A palabras necias, oídos sordos. Al mal tiempo, buena cara. A buen entendedor pocas palabras. Genio y figura hasta la sepultura. Haz bien sin mirar a quien. En boca cerrada no entran moscas. A lo hecho pecho. No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy. En la casa, el hombre reina, y la mujer gobierna. Parientes y trastos viejos, pocos y lejos. La sangre se hereda, y el vicio se pega. De tal palo, tal astilla. Lo que por agua viene por agua se va. A caballo regalado no se le mira el colmillo. Al que madruga Dios lo ayuda. Al mal tiempo buena cara. Agua que no has de beber dejala correr. Al pasajero se conoce por las maletas. El que a buen árbol se arrima, buena sombra lo acobija. La cabra tira pal monte. No hay mal que por bien no venga. Al mal paso darle prisa.


En casa de herrero cuchillo de palo. Más vale pájaro en mano que cien volando. A burro negro no le busque pelo blanco. Al que no lleva la carga le parece que no pesa. Árbol que nace torcido sus ramas nunca endereza. Dios aprieta pero no ahorca. Donde hay amor no hay temor. El hombre propone y la mujer dispone. Quien no oye consejos no llega a viejo. Al acomedido le dan lo que está escondido. No cortes el árbol que te da sombra. Paga lo que debes y sabrás lo que tienes. Poco a poco se anda lejos. Una cosa piensa el burro y otra quien lo arrea. Unas son de cal otras son de arena. A enredar al duende. Cuando venía usted por la leche, yo ya iba por el queso. Cuentas claras, chocolate espeso. Tan creída y nació veringa, calva y mueca. Si claro y estos son de leche. (Señalando los dientes). Yo nací de noche pero no anoche. Cuando el río suena, piedras lleva. A buen entendedor, pocas palabras. Juegos de manos, juegos de marranos (villanos). Sencillo como quitarle un dulce a un niño. (Vaya usted a quitárselo). A mal tiempo, buena cara. Agua que no has de beber, déjala correr. Ahogarse en un vaso de agua. Al pan, pan y al vino, vino. Al vago y al pobre, todo les cuesta el doble. Amor con celos causa desvelos. Baila más que un trompo. Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente. Cría fama y échate a la cama. Martes, ni te cases ni te embarques.


Dios los crea y ellos se juntan. Donde manda capitán, no manda marinero. El mono sabe a qué palo se trepa. El que menos corre, vuela…y el que no, cuando de nalgas. Has el bien y no mires a quien. Indio comido, indio ido. Más vale un mal arreglo que un buen pleito. Nadie sabe para quién trabaja. Querer es poder. Seguro mató a confianza. Quien no cuida lo que quiere, se arriesga a perder lo que tiene. Ayúdate que Dios te ayudará. El que persevera alcanza. Lo que no nos cueste hagámoslo fiesta. Para atrás ni para coger impulso. Más sabe el diablo por viejo que por diablo. Dime con quien andas y te diré quién eres. A palabras necias oídos sordos. Rodéate de lo bueno y tú lo parecerás, rodéate de sabios y algo en ti se quedara. Santo alabado, santo acabado.


La escritura de los médicos en formación Florencia Mora A.

Profesora del Departamento de Humanidades Pontificia Universidad Javeriana Cali

“Cuando yacía en su lecho de muerte, uno de los médicos intentó animarlo con engañosas esperanzas, pero Chejov era un médico demasiado hábil para dejarse engañar. “Me estoy muriendo”, dijo con tono tranquilo, y expiró. Era el 2 de julio de 1904. Seis meses después habría cumplido cuarenta y cinco años”.1 La experiencia de leer y escribir en las clases de Medicina Narrativa y Humanidades I, ha dejado -tanto a los docentes como a los estudiantes- múltiples aprendizajes. Ante todo, la escritura ha permitido recorrer el territorio de lo sensible, acercándonos y entablando afectos desde vivencias y recuerdos, de manera especial en las Bitácoras;2 hemos comprobado también que las reseñas y en general, los relatos escritos a lo largo del semestre, enriquecen la extraordinaria facultad de comunicarnos. 1 2

Orellana Mora, Jorge. http://j.orellana.free.fr/index.htm El Trabajo Final de la asignatura Medicina Narrativa consiste en la elaboración de un documento que registra el conjunto de actividades desarrolladas en el transcurso del semestre, elaborado a manera de bitácora, semana tras semana, incluyendo, acontecimientos, reflexiones, apuntes, consideraciones, dibujos, fotografías, ilustraciones, sonidos u otros elementos que den cuenta de las distintas experiencias vividas durante las clases, tanto individual como colectivamente. En síntesis, la bitácora es una memoria de clase que contiene las actividades presenciales y no presenciales de la asignatura.


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Quiero resaltar la importancia de la literatura en la formación de los médicos y el papel que cumple la narrativa en los jóvenes tanto en la universidad como en los demás lugares donde transcurren sus vidas; el valor de la palabra escrita, sin duda, humaniza y aproxima. Tal vez no tendría sentido preguntarse para qué la literatura pues como dice Vargas Llosa, la razón fundamental de ésta es el inmenso placer que nos proporciona; sin embargo, respecto a la formación de los profesionales de la salud, el médico e investigador Barbado Hernández,3 explica que la literatura refuerza la capacidad para lograr una historia clínica amplia y detallada, al tiempo que mejora la comunicación entre médicos y pacientes. Después de todo -dice- el médico “es un posibilitador de esperanzas y como Axel Munthe menciona en La historia de San Michele, no hay ninguna cosa tan poderosa como la esperanza”.4 Se podría añadir entonces que la literatura agudiza la sensibilidad e intensifica la vida para que sea posible la esperanza. Precisamente, en la tarea de aportar desde la literatura a la formación de los médicos, hemos tenido la posibilidad de leer y comentar textos diversos cuyos autores han sido o son médicos que escriben o escritores en estrecha relación con la medicina; vale la pena destacar la experiencia de leer a Chejov y sobre este, compartir el texto que escribiera Raymond Carver (1938-1998) titulado “Tres rosas amarillas”, comentado por los estudiantes, en clase. Chejov era médico y sabía perfectamente las consecuencias de la enfermedad que padecía, la tuberculosis; sin embargo, trataba de alentar a sus familiares diciéndoles que en unas semanas se curaría. Los estudiantes aprendieron que la relación médico paciente entre Chejov y el Dr. Schwohrer, se caracterizó por la consideración y el afecto; por ello, poco antes de su muerte, el médico sirvió tres copas de champaña, una para su colega y amigo: 3 Francisco Javier Barbado Hernández. Servicio de Medicina Interna. Hospital Universitario La Paz. Universidad Autónoma de Madrid. 4 Anales de Medicina Interna. versión impresa ISSN 0212-7199. Anales de Medicina Interna (Madrid) v.24 n.4 Madrid abr. 2007. http://dx.doi.org/10.4321/S0212-71992007000400010.


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Los tres intercambiaron miradas: Chejov, Olga, el doctor Schwohrer. No hicieron chocar las copas. No hubo brindis. ¿En honor de qué diablos iban a brindar? ¿De la muerte? Chejov hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y dijo: “Hacía tanto tiempo que no bebía champaña...”. Se llevó la copa a los labios y bebió. Uno o dos minutos después Olga le retiró la copa vacía de la mano y la dejó encima de la mesilla de noche. Chejov se dio la vuelta en la cama y se quedó tendido de lado. Cerró los ojos y suspiró. Un minuto después dejó de respirar. La dama del perrito y El pabellón # 6, de Chejov; Tres Romances, opus 94, de Eduardo Alfonso Benedetto; La muerte de Iván Ilich de Tolstoi, completaron la cuota literaria de la asignatura medicina narrativa. Autores y libros igualmente importantes, fueron parte de las lecturas de los tres módulos: Quevedo, Camus, Bocaccio, Sontang, Conan Doyle, el Antiguo Testamento, La Odisea, entre otros, facilitaron a este primer grupo de estudiantes de la asignatura, la escritura compartida y la cálida visión de sí mismos. También tuvo su espacio la poesía; Jaime Sabines (1926-1999) quien fuera además un apasionado estudiante de medicina, compuso este poema receta titulado La Luna, que ofrecemos como un regalo más a los lectores: La luna se puede tomar a cucharadas o como una cápsula cada dos horas. Es buena como hipnótico y sedante y también alivia a los que se han intoxicado de filosofía. Un pedazo de luna en el bolsillo es mejor amuleto que la pata de conejo: sirve para encontrar a quien se ama, para ser rico sin que lo sepa nadie y para alejar a los médicos y a las clínicas. Se puede dar de postre a los niños cuando no se han dormido,

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unas gotas de luna en los ojos de los ancianos ayudan a bien morir. Pon una hoja tierna de la luna debajo de tu almohada y mirarรกs lo que quieras ver. Lleva siempre un frasquito del aire de la luna para cuando te ahogues, y dale la llave de la luna a los presos y a los desencantados. Para los condenados a muerte y para los condenados a vida no hay mejor estimulante que la luna en dosis precisas y controladas.


La vocaci贸n m茅dica



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Mi enfermedad María Camila Sierra Zuluaga Son las 4:00 de la mañana del día domingo 23 de Octubre de 2011. Estoy en mi tibia cama mientras afuera, llueve a cántaros. Espero a que sean las 6:30 para levantarme e ir a clase a las 9:00. En esas dos horas recuerdo que el 30 de marzo, nació una niña con una rara patología; al parecer, cada 30 de un millón de neonatos desarrolla esta enfermedad, más comúnmente en la adolescencia. Su naturaleza es casi desconocida para los mismos genetistas. Cada día es una arritmia, una cefalea intensa, un bajonazo hormonal, un desequilibrio incontrolable. No tengo horario específico así que cada levantada, es un trauma. Escucho las mejores canciones para aliviar el vértigo de las mañanas hasta llegar a la ducha. Con el orgullo cocido al corazón, salgo hacia la universidad. En el MIO, intento concentrarme en ser una esponja analítica y crítica o más bien, una proteína con propiedades alostéricas. Como una hormiga, camino hacia los auditorios. Me topo con el individuo andante de la mañana, somnoliento, despreocupado, con cabeza baja, y ensimismado con su blackberry. Mirándolo, me pregunto si los que padecemos esta patología siempre andamos de afán, despiertos por la cafeína y las bebidas energéticas ingeridas en la mañana para lograr dormir de pie mientras llegamos a nuestro destino. Las incontables risas alrededor son nuestras canciones de cuna; nuestras lecciones repetidas son anatomía, neuro, cardio, metabolismo, célula y demás.

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Evoco el momento en que nuestro entusiasta Decano daba la bienvenida, diagnosticando el terrible padecimiento. Entonces, me doy cuenta de que no ha sido algo metafórico pues en realidad, estoy grave. Mi estado llegó a nivel crítico, el día 20 de Octubre de 2011, cerca de la capilla, después de varios días de una sintomatología pronunciada. Cuando estoy en una clase que no sea célula, claro está, divago entre el presente y el futuro. Pienso en lo que soy, en lo que seré, y de nuevo vuelvo al presente para darme cuenta que aquello que acabo de aprender me asombró en su momento. Soy una adicta al entusiasmo y a la inquietud de conocimientos cada vez mayores. Mi decepción no es más que un desespero, un vacío que no se llena. Inclusive, en mis sueños suspiro ante los humos del futuro. Necesito la atención de un especialista que me diga qué tengo. El vértigo es incontrolable, la descompensación algo temible, la depresión inesperada, las ansias inevitables y el deseo, absurdo. Alguna vez, alguien me dijo que triunfaría rápido pero no pensé que el camino sería tan lento. Mi deseo, sin embargo, no es la gloria que muchos buscan ni el dinero que espero cobrar. Mi triunfo es dibujar sonrisas de alivio y ofrecer segundas oportunidades de vida. Deseo con todo mi corazón lograr mi cometido pues desde muy joven, comprendí que quiero ayudar a todo aquel que se encuentra al lado mío. Mi escaso conocimiento me permite entender que lo que padezco es raro; por alguna razón, motivo o circunstancia no logro encontrar su causa en los libros. Quienes sufrimos esta sintomatología, no somos personajes de Poe; simplemente, tenemos esa letal enfermedad que con el tiempo se aviva, llamada “pasionibilus medicis”: pasión por la medicina.


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El primer parcial de célula Daniela Jiménez Paredes La historia de mi primer parcial de célula, comienza el jueves 1 de septiembre de 2011, a las 4:00 p.m. en la sala 2.6 de Palmas. Estoy en la primera fila en el computador de adelante, esperando que la profesora Eliana dé la contraseña para empezar. Pero para que usted pueda entender lo que viene, tengo que hablar sobre lo que ya había pasado. Hay muchos tabúes sobre el primer parcial de célula; yo los escuché todos porque antes de mi primer parcial me puse a investigar sobre éste, y varias personas de diferentes semestres de medicina me decían que ese parcial lo ganaban pocos, que por más que estudiara lo iba a perder porque simplemente es el primer parcial y es duro, que las preguntas del profesor Pedro son las más difíciles, etc. Así como había personas negativas (la mayoría), también estaban las positivas que me daban ánimo (de hecho solo era una persona). Él me decía que los parciales no eran duros, que eran de leer bien y estar concentrados. En fin, había todo tipo de versiones. Y yo las conocí todas. Recuerdo que en la semana de inducción, nos hablaban mucho de ese parcial. Nos decían que lo mejor era estudiar desde el primer día, que lo que viéramos en el día lo estudiáramos, que repasáramos en grupo, que ese parcial pocas personas lo ganaban. Pero yo estaba tan feliz con esta nueva etapa de mi vida, que esas palabras no lograban hacerme eco. Y es que tener 15 años y estar comenzando mi proyecto de vida, en una ciudad nueva y una universidad como la Javeriana, pone ansioso a cualquiera. Fue así como en la primera semana de clases vimos “la introducción a la célula”, nos dejaron un taller de “fundamentos químicos”

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y poco a poco nos fuimos adentrando en la compleja pero fascinante Célula. A mí eso me parecía súper interesante; participaba en las clases y lograba entender todo. La química nunca fue un problema para mí, al contrario, en el colegio era la mejor de mi clase. Los temas me parecían fáciles, tanto que me quedaba con lo que veía en la clase (mala cosa), no leía, no escuchaba la grabación de la clase, porque había entendido. Sin embargo, cada Martes iba con mi compañera Beatriz a 40 minutos de asesoría con el profesor Andrés y la profesora Eliana para resolver dudas y afianzar conocimiento; en eso no fallábamos (de hecho ahora creo que eso es de vital importancia y que me ha ayudado mucho). Así se me pasaron las primeras semanas de clase: volando. Porque cuando menos pensé, los profesores ya estaban hablando sobre lo que sería el primer parcial, y fue justo en ese momento cuando me puse nerviosa y entré en “pánico”. El parcial era en dos semanas y yo sentía que me faltaba mucho por estudiar. Comencé a hacer cuentas. Si lo que hay que dedicar a Célula son 4 horas diarias entonces ¿De dónde iba a sacar el tiempo para estudiar? Lamenté mucho haber perdido tiempo. Eso era lo que pensaba cuando me estresaba. Cuando quería ser positiva me decía a mí misma que yo entendía, que no le había dedicado las 4 horas diarias pero sí me preocupaba por entender el concepto más que por memorizar…pero ¿Qué iba a hacer? Lo primero que hice fue contarle a mi tía. Ella me ayudó a organizar el horario para que pudiera estudiar; esa semana me estuve levantando a las 3:00 a.m. y estudiaba hasta las 7.00 a.m. u 8:00 a.m. Era la única manera en la que podía estudiar tranquila pues yo no soy capaz de trasnochar estudiando. Me quedo dormida. En cambio, en la madrugada me levanto con las pilas puestas. Pero eran demasiados temas y el tiempo corría. Yo le pedía a Dios que me ayudara pero parecía que el miedo del parcial era más fuerte que la creencia. Luego pasó algo insólito. El parcial de célula fue aplazado… 2 semanas ¡No lo podía creer! Era como si Dios lo hubiera decidido. El día que me di cuenta de eso estaba muy feliz, justamente era lo que necesitaba, ¡tiempo! y ¡bingo! lo tenía. Lo gracioso de esas dos


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semanas es que no solo era célula, eran las otras 5 asignaturas en las que también me debía ir bien. En conclusión, esas dos semanas se pasaron volando y fue poco lo que pude estudiar de célula. Así que de nuevo estaba en las mismas, me sentía mal conmigo y con Dios por no haber aprovechado lo suficiente. Recuerdo que un día en la última asesoría antes del parcial con el profesor Andrés, le pregunté ¿Cómo manejar los nervios en el parcial? Porque yo tenía un buen método de estudio (en síntesis). Muy sabiamente, el me dijo que confiara (eso me lo decía todo el mundo), que confiara en mi conocimiento y que me relajara. Pero ¿Cómo podía relajarme? Esa materia era la Célula, 7 créditos, “el coco de primer semestre”. En fin, el día del parcial llegó. Yo estudié hasta dos horas antes (escuchaba las grabaciones de las clases) y cuando vi que faltaban dos horas, pensé lo hecho está hecho. Leí la Biblia y me salió algo de la confianza en Dios. Era claro, debía confiar. Mi tía en el apartamento me daba ánimos. Llamé a mi mamá y ella me dijo (de nuevo) que confiara, me pasó a mi abuela y también me dijo (de nuevo) que confiara. Opté por relajarme y decidí finalmente confiar en lo que sabía. Salí de mi apartamento rumbo a mi primer parcial, decidida a que no iba a temer más, que lo que iba a ser, iba a ser y ya. Cuando llegué a la universidad, lo primero que hice fue entrar a la iglesia. Justamente me arrodillé en el mismo lugar en que lo hice el día de la entrevista, y le dije a Dios que se hiciera su voluntad. Al salir, me encontré con mi compañera Camila y salimos a buscar a los demás. Faltaba una hora. Algunas personas estaban tranquilas esperando la hora y otras, aún seguían estudiando (eso no funciona en mí, si leo cualquier cosa antes del parcial, me estreso, es mejor quedarse con lo que uno ya sabe y no estresarse pensando en que algo le faltó). En fin, salimos media hora antes hacia el salón del parcial y entre risas con mis compañeras, me di cuenta que el secreto está en disfrutar lo que uno hace, porque por más duros que sean los parciales, eso me

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va a servir para ayudar a un paciente enfermo en el futuro. Y si eso es lo que quiero, entonces de nada serviría no gozárselo. Así, poco a poco me fui tranquilizando más. Estábamos afuera del salón y llegaron mis otros compañeros (los más cercanos, mi grupo de trabajo) José, Meyer y Beatriz, quienes al parecer también estaban relajados. Poco a poco el salón se fue llenando, la cara de cada persona decía algo diferente. Yo estaba confiando en Dios. Me senté en la primera fila, en el computador de adelante esperando que la profesora Eliana dijera la contraseña para empezar mi parcial. Le desee suerte a Paula, Lina, Beatriz, José, Meyer y Diego (que estaba a mi lado). Finalmente, la profesora dijo que la contraseña era “kinasa”. El parcial comenzó. La primera pregunta era una analogía sobre los canales transportadores. Debía contestar si era verdadero o falso. Era falso. Contesté las 20 preguntas en media hora, no veía nada más que mi examen, estaba concentrada pero no nerviosa; en ese momento, quería probar mi conocimiento, decidí devolverme y revisar de nuevo, analizar cada respuesta e ir guardando. Pasada la hora, ya las había revisado todas, había acabado, solo era darles enviar y sabría por fin después de tanto, si había pasado. Le di enviar, cerré los ojos y el resultado fue 17 de 20. Pero ¿Eso qué era? La profesora Eliana vio mi cara y me dijo ¿Cómo le fue? Yo le dije 17 de 20 ¿Eso es bueno? Ella me dijo que sí, que muy bueno. Me felicitó, era 4.2. Salí saltando a llamar a mi mamá y mi tía, estábamos felices, yo saltaba por todo el corredor, luego salió José, también le había ido muy bien 17 de 20. Ambos saltábamos por la alegría. Luego nos llamaron a hacer la retroalimentación, y el profesor Pedro dijo que se anulaba una pregunta. Eso hacía que mi nota subiera a 4.5. No lo podía creer. En medio de mi emoción, le mandé un msm a la persona que siempre me dio ánimos sobre el primer parcial, él me había ayudado y en parte debía agradecerle. José y yo habíamos sido las notas más altas; después de tanto, lo había logrado confiando en Dios y en mí. Salí con una sonrisa de oreja a oreja, fui a la iglesia, me arrodillé en el mismo lugar donde le pedí


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que me ayudara y le di gracias; ese fue de los días más felices, había logrado lo que la mayoría me decía que no se podía, había sacado más de 4.0 en el primer parcial de célula. Al día siguiente, el profesor Andrés anunció que se había anulado otra pregunta. Eso quería decir que la nota me subía a 4.7 y así se quedó. Mi primer parcial de Célula fue de 4.7. El parcial al que todo el mundo le tiene miedo, resultó ser fácil. El secreto está en leer bien, tener el concepto claro y lo más importante, confiar en Dios y en uno. Aunque no le había dedicado las 4 horas de estudio a la materia, sí me había preocupado por entender los conceptos y preguntar continuamente. Ahora, le dedico más tiempo a la materia (el tiempo que debe ser), escucho la clase y leo, así cuando llegue el día del segundo parcial, estaré más preparada y no tendré por qué temer. También supe que célula no era “el coco del primer semestre”, que en realidad no hay “coco” cuando lo que uno hace es lo que le apasiona. Además, Medicina fue la carrera que escogí para toda mi vida; es lo que me gusta y lo que siempre quiero hacer…ayudar a las demás personas. Los parciales no deben dar miedo, al contrario, hay que disfrutarlos como todo lo que se hace en Medicina y en la vida, porque estos son parte de lo que me hace ser una excelente médica en formación.

La carta Profesor Andrés Edmundo Zúñiga B. Pontificia Universidad Javeriana Cali. Cali, Colombia. Estimado profesor Andrés: Desde hace algún tiempo he deseado escribirte una carta, con el ánimo de darte a conocer un asunto que llevo en mi cabeza por casi un año.


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No imaginé, en el momento en que te conocí, que terminaría debiéndote tanto. Eras tan común. Tu aspecto inspiraba el respeto que todo profesor merece pero la diferencia estaba en tu sonrisa. Por muchos años escuché a mis profesores de literatura hablar sobre la diferencia entre un profesor y un maestro. Creo que nunca comprendí esta diferencia hasta que te conocí a ti. Siempre supe que sería una Carrera dura, con días donde tendría rabia por no escoger una más fácil y otros, donde descubriría una vez más, por qué me había enamorado de Medicina. Así fue por un tiempo, pero las largas horas estudiando, las eternas clases de Célula (donde solo se hablaba de mil palabras jamás escuchadas, que debía aprender), los interminables y poco agradables temas que iban desde la simplicidad de la estructura celular hasta la complejidad de su metabolismo, me llevaron poco a poco a caer en el abismo de la inseguridad y la duda. Y estudiar Medicina sin saber con plena seguridad que es tu Carrera, es la tragedia más grande que puede llegar a sufrir un estudiante. Esto, debido a que la Carrera puede llegar a ser la más injusta porque sin importar que tan buena información tengas, sin importar cuánto estudiaste o cuántos temas te sabes, si no conoces justo la respuesta indicada, te irá mal. Con esa duda estuve por más de dos meses, pero de la forma más inesperada apareciste tú. Recuerdo que era un martes en la tarde, el día que me llamaste aparte de mis compañeros para darme una charla que marcaría el resto de mis días como estudiante. ¿Lo recuerdas? Preciso el día y la hora porque estábamos en el laboratorio. Me hiciste sentar en una silla a tu lado. El laboratorio estaba casi vacío y con la prudencia de un sabio, dirigiste una pregunta que cautivó mi atención. ¿Te pasa algo? Te veo desanimada. Quedé petrificada, no por la pregunta sino por la asertividad de la misma. Era común aunque inesperada y dirigida en el momento


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perfecto. Mis ojos se quebraron frente a ti. Te conté mi historia sobre cómo y por qué había escogido la medicina como mi proyecto de vida. Tú seguías muy de cerca mi relato pero de igual forma, era inevitable para ti realizar las preguntas correctas en el instante preciso. Salí con mi cabeza hecha un desorden. Todas tus preguntas retumbaban en mí. En ese instante, ninguna respuesta parecía adecuada. Cada vez que intentaba responder, más preguntas salían. Mi cabeza había quedado marcada con una frase que me habías regalado tiempo atrás, “tú no eres tu nota, ni ella representa lo que sabes o que tan inteligente eres”. Por más que había querido apartar el tema de las calificaciones para tomar la decisión frente a continuar o no con la Carrera, no podía. Así pasaron las semanas con millones de preguntas y ninguna respuesta. Justo antes del parcial final, en respuesta a un correo mío, tu escribiste las palabras que lograron confirmar lo que mi corazón desde mucho antes que mi razón lo lograra entender, había escogido “no te desanimes confía en ti, que yo sé que este mundo necesita pediatras como tú”. Aún recuerdo cada palabra del correo. Las recuerdo porque hasta hoy han sido las palabras que leo una y otra vez cuando siento que mi fuerza interna se agota. Por cada personita que algún día logre salvar, por cada lágrima que logre convertir en sonrisa, por cada dolor que pueda convertir en alivio, te agradeceré a ti, porque nada hubiese sido posible sin ti. Y cuando esos padres me agradezcan a mí por algo, realmente será a ti, porque tú me diste las fuerzas para continuar cuando más lo necesitaba, porque tú fuiste mi guía en los días más oscuros de mi Carrera. A ti te debo tanto que no creo poder pagar aquello que hiciste. Porque tu dejaste de ser mi simple profesor de Célula para convertirte en mi maestro! Gracias por ser parte de mi inspiración y de la fuerza que alienta mi pasión. Sé que algún día te haré orgulloso de decir que en parte

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fue gracias a ti que el mundo cuenta con una médica pediatra cirujana cardiovascular de trasplante como yo. Con todo el cariño del mundo y el aprecio que alguien puede tener por su maestro y guía. Sinceramente,

María Carolina Falla Martínez Código 1144052755

A la memoria de un amigo fiel Isabel Cristina Ángel Escobar Esta es la historia de Dicky, nuestro perro en la época en que vivíamos en una unidad campestre. Éramos 11 niños, yo vivía en la casa 3, teníamos un riachuelo y una caballeriza. Dicky solía escaparse no sé para donde y solo regresaba al anochecer. Un día regresó temprano, cojeando. Tenía una herida abierta por el ligamento inguinal hacia la pierna. Estaba muy mal y mi papá, que es doctor, decidió cocerla. Mi patio se convirtió en quirófano, la mesa para comer se volvió camilla y la mesita del asador soportó pinzas, gasas, agujas y una bolsa de suero. El animal era fuerte; a mis 10 años, me llegaba hasta el hombro. Mi hermano lo tuvo que agarrar de las patas de adelante y el hocico. Mi papá me dijo que yo le tuviera quietas las patas traseras, que no me preocupara si me untaba y que me pusiera unos guantes. A mi amiga le puso la tarea de pasarle las cosas que le pidiera. Y así, empezó la cirugía.


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Mi papá se puso los guantes, cogió un pan aliñado, le metió una pepa y se lo dio a Dicky para que se durmiera. Tiempo después cuando ya no forcejeaba, pudo aplicarle el anestésico. La herida era grande. Yo solo veía sangre y pedacitos de pasto y tierra. Mi padre usó el suero para limpiar bien la herida; recuerdo la impresión de ver que con la gasa, restregaba la carne expuesta. Pero era necesario. Ahora que lo pienso, fue allí donde hubo más sangre y por eso mi amiga comenzó a ponerse pálida. Mi papá estaba concentrado. Lo único que nos hizo voltear la vista de la herida fue el estrépito de mi amiga cuando se desmayó sobre el asador. Mi papá la levantó y la llevamos al sofá. Apenas recobró el sentido, y llegó mi madre para ayudarnos, volví corriendo a la mesa para ver la destreza con que mi papá manejaba la aguja curva enhebrada con hilo grueso de color negro. En el último punto –jamás lo olvidaré– y con una sola mano, anudó y haló el hilo como si lo que hubiera hecho, fuera nada. Luego, volvió a aplicar suero, secó con una gasa y puso otra que fijó con microporo sobre los puntos. Una vez acabó, mi mamá tenía dispuesta una camita en el cuarto de herramientas y allá lo llevó mi padre. Resulta que Dicky había tomado la costumbre de meterse a otras casas saltando los alambres de púa y en uno de esos saltos, se había desgarrado. Se recuperó y aprendió que si le cabía la cabeza, podía meter todo su cuerpo. Luego, nos mudamos a una casa de san Fernando, después a otra casa de San Joaquín donde nos dimos cuenta que Dicky tenía una enfermedad incurable. Mi familia tomó una decisión difícil pues Dicky estaba sufriendo; hace exactamente 9 años, mi papá volvió a la casa con la cabeza baja, sin saludarnos. Mi madre se acercó y nos dijo con los ojos llorosos e hinchados: Me estaba mirando mientras se dormía.

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Sueños de vida y muerte María Paula Cortés Salas Junio 28 de 2011 Son las 5:30 a.m. El sol todavía no se asoma en la capital del Valle del Cauca. Juliana va en la parte de atrás del automóvil verde que maneja su tío. Junto a él está la abuela de la niña que dormida, recuesta su cabeza sobre el cristal de la ventana. A su lado se encuentra Andrea, su prima de 13 años que no hace más que contestar mensajes de celular, también casi dormida. Anuncios, semáforos, buses y algunos automóviles particulares, eso observa Juliana que poco a poco se va despertando. Hoy vienen a Cali a acompañar a la niña en su entrevista para la universidad. Todos están emocionados y piden a Juliana que se tranquilice. Han pasado 15 minutos y Juliana no se despega del vidrio. Sigue mirando hasta que algo llama su atención. Son las 6:00 a.m. Está en el parque de las banderas y no es un turista. Camina descalzo hacia el agua de la fuente y lleva en su mano una botella plástica, vacía. Sus ropas están gastadas por el sol y el agua. Toma agua de la fuente y después de agacharse, derrama el líquido sobre su cabeza. Juliana lo mira detenidamente. Toma su cobija raída y camina hasta el andén para buscar un lugar donde acostarse, elige un sitio seco junto a la puerta de un local abandonado, pone un plástico y se acuesta. Son ya las 3:30 p.m. Juliana está sentada en las sillas blancas del pasillo de la Facultad. Está nerviosa. - Por favor siga a la oficina, dice la secretaria. Adentro, junto con otros jóvenes, espera a que llegue la persona encargada de realizar la entrevista. La Directora de la Carrera entra y se sienta con ellos. Hace unas cuantas preguntas. Cada uno tiene su


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punto de vista; ante todo, muchos sueños en la mente. Luego, Juliana sale a esperar a que la llamen de nuevo para la entrevista individual. Mientras tanto, piensa en el hombre que vio en la mañana. Imagina que está todavía en el parque, que tiene su mano extendida y un par de monedas en la palma. Junio 25 de 2010 Son las 4:00 a.m. El gallo está cantando y el hombre sale de su casa. Ordeña a su vaca, toma el balde, lo lleva a la cocina, sale de nuevo y se da un baño. Desayuna huevos y chocolate. Vive de lo que le da la tierra, vende leche y queso en el pueblo. A las 12 del día regresa a casa y con su mujer, almuerza. 12:40 p.m. Se oyen gritos. El hombre sale y encuentra uniformados con armas. Pregunta qué se les ofrece y su mujer sale a respaldarlo. Nosotros no nos vamos, añaden. No vamos a discutir con ustedes, contestan. Junio 28 de 2011 Un año llevan de calle en calle. Tienen un cartel que dice somos desplazados por la violencia y agradecemos su ayuda. Mientras tanto, Juliana piensa en un futuro prometedor para ella y en un destino incierto para el campesino que se quedó sin tierra.

Experiencia de vida Paola Andrea Vélez Jiménez Quién diría que en tan corto tiempo tomaría la decisión más importante de mi vida. Empezó como una idea, luego creció y se convirtió en una meta. Al final, ya era una elección de vida.

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Pienso que todo se resume en esos lejanos días vividos en la Fundación Valle del Lili. Me levanté extasiada puesto que ese día y durante una semana, estaría en un ambiente clínico. Me sería permitido presenciar las funciones desempeñadas por un médico para convencerme por completo de que esa era la vocación de mi vida. A las 7 de la mañana ya estaba en las puertas de la institución; antes de cruzar el umbral, me detuve a contemplar aquella magnífica obra de arquitectura. De un momento a otro no sabía qué hacer. Empecé a tener una mezcla de emociones. Sentía que se me escapaba el aliento. Estaba emocionada por descubrir miles de cosas inciertas que me desvelaban en las noches y para las cuales nunca tuve respuesta; al mismo tiempo, tenía miedo pues no sabía cómo reaccionaría ante el sufrimiento ajeno. La curiosidad me ganó y con paso firme, crucé las enormes puertas que me daban la bienvenida. Me desenvolví con facilidad por los blancos y pulcros pasillos. Al finalizar mi primer día en la clínica, ya podía localizar con facilidad la UCI para adultos, la UCI pediátrica, las salas de cirugía, las salas de emergencia y cuidados intermedios. Poco a poco me fui empapando de conocimientos. Pude observar las condiciones de un paciente en cuidados intensivos y presenciar una cirugía. Ya que me acuerdo de las intervenciones quirúrgicas, creo que éstas influyeron en mi deseo de ser cirujana. Nunca olvidaré a la persona que me motivó a querer serlo, el Dr. Javier Lobato, uno de los más jóvenes y mejores neurocirujanos del país. Y esta misma eminencia me escogía a mí, una simple estudiante de grado 11 para presenciar una ardua y complicada cirugía que consistía en remover un tumor benigno alojado en el cerebro. No se lo voy a negar a nadie. Me sentí el ser humano más afortunado de la historia. Cada corte, cada sonido de las herramientas utilizadas para remover la parte superior del cráneo, y específicamente, los aparatos de microscopia usados minuciosamente para cauterizar el tumor sin dañar el tejido cerebral, me sorprendían enormemente. Pensaba en lo maravilloso que es el cuerpo humano.


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Al finalizar, agradecí al Doctor Lobato por regalarme aquella experiencia y un nuevo sueño: Ser tan buena cirujana como él. Desde entonces, pensé en la medicina. Sabía que si estudiaba el cuerpo, podía satisfacer mis ganas de entender cómo funcionaba y principalmente, tenía la posibilidad de prevenir o curar su deterioro. Me creí, por así decirlo, invencible. Pronto me di cuenta que estaba equivocada; que mi perspectiva como médico se había distorsionado, al idealizarme como una experta en el entendimiento de este arte. Qué equivocada estaba. No había superado la prueba más dura. El último día de mi semana vocacional empezó como los otros. Me reporté en la UCI con la doctora encargada de mi supervisión y ella me comunicó que en la mañana debía remitirme a pediatría, cosa que no me motivó mucho pues solo me atraía la neurocirugía. Pero ella daba las órdenes. Me tocó ir al sexto piso de la Torre B y visitar niños. Fue una mañana aburrida. Al medio día, ya estaba exhausta por tener que subir y bajar los pisos. Después de almorzar, regresé a la UCI y acompañé a los especialistas a hacer sus rondas. Ya conocía muy bien a los pacientes. Esto fue definitivamente más emocionante que toda mi mañana en pediatría. Pero hubo un evento que me descontroló completamente. Al finalizar las rondas, el doctor encargado de la UCI esa tarde, me permitió bajar a la sala de emergencia. Eso era lo que yo había está esperando todo el día. Quería un poco de acción, más dinamismo y no simple rutina. Así que me apresuré a bajar las escaleras que conectaban directamente la UCI con emergencias y me reporté con el médico general encargado ese día. Cuando llegué, me mostró algunos pacientes. Algunos con lesiones menores o de control que no eran para nada, lo que yo estaba esperando; pensé que me iría de la clínica sin una experiencia que me sacudiera. Hasta que llegó el último día. Cuando me iba, ocurrió algo inesperado. A la sala de emergencias llegó un hombre cargando en brazos a una mujer muy joven. Creo que tendría 20 años. Venía bañada en sangre, producto de dos perforaciones en su cuello y caja toráxica.

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La mujer llegó prácticamente sin pulso y quedó postrada en una camilla en donde un grupo de aproximadamente 5 doctores, 4 enfermeras y algunas auxiliares, batallaban arduamente por salvarle la vida. Uno de los médicos me había dicho que era importante para mí presenciar todo, si de verdad deseaba estudiar medicina. Quedé petrificada en una esquina mirando fijamente cómo los doctores habían dejado de lado la reanimación cardiopulmonar y empezaban a utilizar un desfibrilador para reanimar con choques eléctricos el corazón de la mujer que ahora estaba detenido. Algo en mi, hizo que fijara mi vista en los ojos abiertos de la paciente. En menos de un parpadeo, vi cómo la luz se escapaba de sus ojos y éstos que antes presentaban un intenso color ébano, se opacaban y nublaban con una fina capa. Entonces, supe que había muerto. No tuve que esperar a que los doctores confirmaran. Por sus ojos, lo supe. La vida de la mujer se les había escapado de las manos en unos cuantos minutos. Me recosté contra la pared. Quedé ensimismada. Era la primera vez que presenciaba tan de cerca la muerte. A la basura se fueron mis ideales de súper héroe que salvaría la vida de muchos en nombre de la ciencia. Me sentía culpable de no haber hecho nada y simplemente ver cómo se moría. Solo pudo sacarme de mi trance, el sonido de las cortinas y la entrada de una pareja. El hombre puso sus ojos en la joven y el dolor se reflejó en su mirada. Era su hija. La abrazaba con tanto dolor que sentí el alma fragmentada. La mujer se desvaneció a mi lado. La contuve para evitar que su cabeza se impactara con el piso. Empezó a gritar y a preguntar por qué no habían sido capaces de salvarle la vida. Vi cómo uno de los doctores se aproximó al cuerpo y lo cubrió con una manta azul. Entendí que había muerto. Una enfermera me tocó el hombro y me notificó que el cuarto debía ser despejado. La obedecí, como un ente, no sin antes darle un último vistazo al cuerpo inerte que quedaba tras las cortinas. Esta experiencia cambió mi vida para siempre. Comprendí que la vida se


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puede perder en cuestión de minutos, que todas las personas tienen sueños y sobre todo seres amados, que sufrirán mucho si les ocurre algo triste. Y lo más importante, aprendí que como médicos no podemos jugar a ser DIOS con la vida de los otros, que cada paciente representa una vida que debe ser tratada con el mayor respeto posible. Al ser capaz de entender esto, supe que estaba lista para estudiar Medicina. Una vocación que no solo aportaría en mi curiosidad por entender el organismo sino que también me brindaría la sensibilidad para preocuparme por los otros. Nunca olvidaré lo aprendido ese día.

El ansioso jueves Juan Sebastián Galindo Sánchez

Ya casi es viernes y eso me hace feliz. Me pregunto si todos esperan de la misma forma el final de la semana; tengo tantas cosas que hacer que mi cabeza es un revoltijo. Me siento tan preocupado de lo que puede pasar que hasta he imaginado situaciones incómodas que parecen sacadas de una película de suspenso. Tal vez no debería estar despierto hasta altas horas de las noches viendo cine. Me parece irrelevante que me dé por vencido sabiendo que he hecho mil y una cosas para estudiar lo que siempre quise. Comprendo que en el momento me pareciera que todo está en mi contra; muchas veces me ha parecido así, y después, las cosas no han sido tan difíciles. Pensándolo bien, he sobrepasado situaciones más complejas. A veces siento que el mundo para repentinamente; entonces, miro a mis compañeros, mi alma regresa al cuerpo y digo: ¡Hoy es jueves! Con incredulidad, reviso el calendario no sea que esté equivocado o que mi celular no tenga la fecha correcta. El jueves comienza como cualquier

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otro día, con la excepción de que la asistencia a la primera clase es a las 7 de la mañana. ¡Ay, a las 7… qué dolor! Entre alucinaciones, escucho una leve tonada (el despertador) y siento que un elefante me aplasta. Fijo la mirada hacia arriba, pensando que muy pronto estaré sentado en el salón de clase. De repente, una corriente eléctrica recorre mi cuerpo y listo, ya estoy en el baño aunque no puedo despegar mis ojos en la ducha. Sé perfectamente lo que me espera y aún así, guardo la ilusión de que por obra de algún acontecimiento totalmente ajeno, el agua no sea como los helados mares polares. Una vez más, mis deseos no son cumplidos. Luego, todo pasa como en un minuto. Cierro los ojos, uno, dos, tres y al abrirlos, estoy entrando al salón de clases. Tomo mi lugar de siempre. Me siento flotar en una nube esponjosa y cálida. En ese momento, no sé si lo que está enseñando la profesora es en verdad lo que me pasa o si lo que oigo es producto de un sueño ¿Ya terminó la clase? Bajo apresuradamente las escalas hacia mi próximo compromiso. En ese momento, como de costumbre, la doctora entra con el quiz en sus labios. Mis manos se agilizan tomando copiando cada palabra mientras una hoja con mi nombre espera impacientemente ser escrita. Se alegra mi día al darme cuenta que la respuesta es bastante sencilla. De repente, me encuentro con mis compañeros en un lugar tranquilo. Con la mirada fija en el trabajo que próximamente entregaremos, leemos y añadimos los últimos toques. De la nada, salen nuevas ideas. Nos damos prisa al ver que la hora de la entrega está próxima, luego revisar, despejar algunas dudas y decidir qué cambiar o agregar. No es raro que a cinco minutos de la hora pactada, estemos terminando. Sin perder segundo alguno, comenzamos nuestra travesía. Miro el reloj, suplicando que el tiempo pase lentamente pero mi angustia se incrementa. ¡Por Dios! El viaje fue eterno pero aquí estamos. Tomamos el ascensor deseando que alguna especie de portal nos lleve de inmediato. Los últimos pasos ocurren en cámara lenta. Cuento mis respiraciones. Miro nuevamente el reloj: 3:00 p.m. Tengo una sensación


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de alivio. Estamos como se diría “sobre el tiempo”. Al entregar el trabajo siento como si me quitaran una parte del alma. Mi cuerpo se aliviana y estoy en verdad agradecido. Mi cabeza flota libre al no tener obstáculo alguno. Y ahora, esperar a que el próximo jueves llegue.

Un paso de dificultad, dos pasos de solución David Santiago Muelas Solarte 16 de septiembre: Madrugo a estudiar porque busco el momento en que Meléndez deje por fin la bulla, queden atrás las bocinas de los coches para dar paso a la vida nocturna. Hoy en Genética, estudiamos el procedimiento para la toma de muestra de DNA y PCR (reacción en cadena polimerasa), algo ingenioso de la ciencia pues veo que es posible descubrir una patología genética. Al final de la clase y después de un quiz, aprendo la lección al comprobar las respuestas de todos en el grupo. Como también la aprendí en las fiestas de mi resguardo, cuando conseguimos por fin, recuperar la tierra de Los Remedios. Recuerdo el día en que recorrimos la finca y nos topamos con la yegua blanca. Papá miró su porte galán, su textura hermosa y la sorpresa de su cría hembra. La emoción fue grande pues nos prestaron un freno y un viejo costal para su espaldar y mis nalgas; me acuerdo que llegué tarde a casa por la dicha de la nueva compañera, y que le agradecí con panela picada y algo de fruta de la que compartíamos. En la cena, yo hablaba solo de ella. Esa noche en mis sueños, vi que un hombrecito de sombrero y mochila, estaba ensillándola. Lo miré y supe por su estatura que en realidad volaba; de pronto, el resplandor del cielo le hizo saber que yo

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estaba y entonces, huyó despavorido dejándome la lengua dormida para que no gritara. Al contarle a mi padre, dijo “esperemos a ver qué pasa”. 17 de septiembre: Antes de estudiar, me como una manzana. Trato de encestar lo que sobra en el tarro de la basura pero fallo; entonces la dueña que está mirando, aprovecha la ocasión para llamarme la atención y me informa que debo marcharme de la casa. ¿Por qué? Dice que su marido sufre de insomnio porque yo madrugo mucho. Pienso para mí, que ya casi completaría un mes en la casa. 18 de septiembre: Tengo la duda sobre qué debo hacer pues el trato era 6 años o lo que durara la Carrera y ayer prácticamente me han echado. Papá me consiguió esta habitación, apresuradamente, y no quiero llamarlo porque se desesperaría. Mejor, voy a buscar otra yo mismo, simplemente me fijo donde diga “se arrienda”. Entonces, pienso en el día en que estaba junto al río que hacía parte del camino. Entre los troncos grandes mi yegua no quería dar el paso y decidí pasarla…Qué estupidez la mía. Su pata derecha encontró un hueco y su cuerpo se inclinó hacia la izquierda. Intenté halar su pie, con todas mis fuerzas pero fue imposible. Mi desespero aumentó cuando empezó a llorar la cría. Corrí velozmente y me corté con el cerco, pero era lo de menos. Llorando, le conté a mi papá lo ocurrido, corrimos y cuando casi llegábamos, no vi a mi caballo. Supuse que cabalgaba solo pero mi alegría terminó cuando lo vi echado en el río, quizás llorando de dolor aunque sus lágrimas se confundían con el agua que le escurría. Para entonces, entendí que el animal estaba en la desgracia; por eso, el vapor del río se condensó en mis ojos y lloré junto a mi yegua. 19 de septiembre: Ya tengo otra habitación en la casa de la señora Yolanda. Le comento a mi familia y se comunican con ella para establecer acuerdos. Un buen hombre que tiene una moto taxi me ayuda a llevar todo. Justo me hace recordar la noche en que llevamos a


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mi caballo a un lugar seguro cuando su herida aun estaba tibia y pudo ponerse de pie a pesar de la fractura. En mi nueva habitación, me siento dichoso. Sigo escribiendo mi crónica y pensando en la yegua. Recuerdo que quise agredirme para saber cuánto dolor sentía el animal al que le había destruido la vida. 20 de septiembre: Papá llama para preguntarme cómo he pasado la primera noche y si se prestan las condiciones para el estudio. De camino a la universidad, recuerdo que papá también las buscaba para la yegua pues decidió trasladarla a un lugar amplio y plano. Fuimos con doce hombres, la atamos a una guadua, y levantada la llevamos hasta el lugar escogido. Luego, llamamos al sobandero para que diera el diagnóstico y nos confirmó la fractura, que entablillamos con madera de cabuyo macho, trapos y pomada. 21 de septiembre: En la clase de Célula, el docente nos explica la glucolisis, sin detalles. Luego lanza una pregunta, nadie responde. Supongo que mi lectura es muy pobre y que debo esforzarme. Como nos tocó esforzarnos con la yegua pues éramos los encargados de llevarle agua, pasto y vitaminas; también, desinfectarla y lavarle la herida. Fue algo muy duro. Aun así, no mostraba mejoría, su pierna estaba muy hinchaba. Papá tomo una decisión, sin avisarme. Salió de la casa, de madrugada, se percató de no hacer bulla para que no me levantara pero al llegar, poco tiempo más tarde, sus uñas y mirada, no mentían. La habían sacrificado. Me dio a entender que era lo más adecuado. Luego, apadrinamos la cría con una nodriza virgen que la golpeaba cuando intentaba palparle los senos inmaduros para tratar de tomar la leche que a su vieja madre le recordaba. Fue algo difícil pues intentamos cien mil piruetas para disimular un seno, y con un viejo guante de caucho, lo logramos. Le dimos leche de cabra con complementos nutricionales y creció fuerte y grande. Al montarla hoy cuando ya tiene 3 anos, veo que es joven y hermosa como su madre; y mansa, como también lo era ella.

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22 de septiembre: Hoy después del almuerzo, he pasado por mi antiguo cuarto y su propietario me ha llamado para entregarme algo que había dejado olvidado. Igual que pasó antes, cuando olvidé pedirle permiso al río para pasar con mi caballo; mis abuelos me lo explicaron: las plantas frescas, el maíz, el trago, se enojaron. Mi pasión por la medicina nació en mi soledad, cuando intentaba estar con mi yegua masajeándola y lavándole. Pienso que la caricia y la compañía no fueron suficientes para sanarla y por eso, en adelante, no voy a repetir la historia cuando lleguen oportunidades parecidas.

Hoy no quiero ser pediatra Guithel Birmaher Avalos Anoche no dormí bien. Traté de conciliar el sueño por esa dichosa pesadilla que no me deja en paz. Veo muertos. Mi mamá dice que son nervios por la próxima visita al anfiteatro. Opino que tengo ansiedad por conocer qué es lo que tanto se custodia en ese cuarto frío, invadido de formol, lleno de tarros cerrados y neveras. Son las 5 a.m. y ya tengo que levantarme. Me baño, desayuno y mi mamá me pasa la bata de laboratorio. Está impecable. Todos están emocionados con los tapabocas y haciendo chistes mientras inflan los guantes. De repente, la profesora Gloria da la señal para que entremos pero antes de dejarnos seguir, se detiene a explicarnos las reglas. La verdad, estamos tan aglomerados que lo único que puedo escuchar es “¡No quiero que al final aparezca un cadáver tatuado con sharpie!”. Entramos en orden, callados, a la expectativa de ver algo extraño. El profe Diego se queda mirándonos a la espera que toquemos algo pero nadie se atreve. Con risa burlona, nos dice: “Hoy, el anfiteatro es de ustedes, toquen, huelan y observen”. En ese momento, nos


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dispersamos. Unos comienzan a destapar los cadáveres que están organizados en las camillas, otros toman los cráneos y los huesos que están en el mesón de mármol. La profesora comienza a traer baldes con hígados, pulmones, riñones y lenguas pegadas a las tráqueas. Los reparte. Mientras me dirijo con la compañera menos escrupulosa, Margie, a la parte de las piscinas, lo primero que veo es un anaquel lleno de fetos. Son perfectos. Luego, don Rómulo (el señor que cuida el anfiteatro) nos invita a mirar el contenido de unos tanques. Margie y yo introducimos las manos hasta el fondo del primer tanque, que está lleno de hígados. En el fondo, Margie alcanza a tocar algo extraño y se asusta. Trata de nuevo de tocar esa rara estructura, pero se va al fondo. Yo intento ver por encima aunque el líquido es turbio. Entonces, introduzco mis manos y creo sentir aquella cosa misteriosa que se me resbala porque está pesada. Mientras Margie y yo luchamos por atraparla, le estoy contando que “me gustaría ser cirujana pediatra”. Ella me dice “quiero ser cardióloga”…Lo tengo, digo emocionada. Entonces, Margie saca las manos para darme espacio, mientras introduzco mi otra mano para evitar que la pieza se caiga. Tomo aire para juntar más fuerza, y la saco. No imaginé que fuera esto. Tenerlo en mis manos, hizo remover mis entrañas y también, dudar de mi futuro. Al ver su expresión, creí que me podría enfrentar muchas veces a esa imagen. Solo pensar que ese sentimiento de angustia me podía invadir más de una vez, hizo que se me aguaran los ojos. Suspiré. Lo vi una vez más, lo abracé con la mirada y lo devolví al fondo. Margie me miró y dijo con voz triste: Era un bebe muy lindo.

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I want to be a doctor Alexandra Balmaceda Escobar Do you feel me? Sometimes I go throughout the day thinking that everything is just as it should be and then I think ... No. We all have a purpose in life, whether we choose to fulfill that purpose or not is up to us. Today I began to think about the day I had made a decision to come to Colombia to study medicine. And even before I had made a decision to become a doctor and think what happened in my life that took me to the day where I said for the first time ¨I want to be a doctor¨. Is there a purpose that I have to fulfill in my life? I hope there is ...because if not what is there to living really. We have 24 hours a day where 8 of those 24 are spent sleeping. The rest is spent ¨living¨ our lives. There are many things that I would like to do right now. But there are always things that stand in the way and stop us from doing what our hearts tell us to. Is that a good thing? What would it be like if we lived in a world where hearts ruled over mind. Would it be a happier place, would we have more love, sadness, joy. Or maybe medicine came to my life for a reason... to meet someone, to meet many people, to help people, to bring a smile to a strangers face, to understand me. All of these could be reasons why medicine came in to my life. And now as a student of medicine I have discovered many of those reasons. Some more than others. Without a doubt I can now say, that I don´t care what the real reason is. I only care that it did, because it has brought me some of the best memories of my life. Those days that seem like never ending and unsupportable are the days that we remember later with a smile on our faces. Today our teacher spoke of her brother who has recently been diagnosed with cancer...something in my heart tugged and I realized that this is the reason why I had come to medicine.


La medicina y el cuerpo



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Mi pasión por el Ballet Natalia Ruiz Tovar Desde el sofá le pregunté a mi mamá acerca del día de mi última presentación de ballet y al escucharme, comenzó a decir que extrañaba verme en ballet, así que con emoción traté de recordar y escribir el relato que van a leer a continuación: Eran las 6 p.m. de un dia de mediados de diciembre de 2010, en el teatro Jorge Issacs, de Cali. Yo estaba arreglándome en el camerino 7, un piso más arriba del escenario donde una hora después bailaría sin saber que sería mi última presentación. Me asomé por la ventana para saber si había carros y personas haciendo fila; observé a varios transeúntes, algunos preocupados y otros caminando muy rápido. Algunos iban lentamente, pidiendo alimentos o plata, pensaba en el por qué de su situación cuando de pronto la voz de Manuela me apuró para que calentáramos. Todos mis músculos estaban tensos así que empezamos por el cuello, seguimos con los brazos, las piernas, los pies y la espalda. El abrebocas de las presentaciones era los nervios que aunque molestaban, daban fuerza para seguir a pesar del dolor en los pies. Al terminar cada presentación, tenía mil ampollas, las uñas encarnadas al punto que tocarlas producía dolor hasta llorar. Mis profesores decían que solo los bailarines con verdadera pasión por el ballet, deben bailar. Los sacrificios implicados, el acto de pararse por horas en zapatillas de punta realizando ejercicios que exigen que los músculos, la mente y el oído, alcancen su tope máximo,


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hacían parte de mi rutina. El día de la última presentación, apliqué polvo para mis pies, me puse protectores en los dedos y encima de las medias veladas, mis zapatillas de punta. Las cintas de color rosado y recién lavadas, protegían mis tobillos de cualquier accidente; me puse una trusa de color rosado llamativo y unas mangas verdes. La falda era larga y liviana, de fondo claro y pequeñas rosas que la adornaban. El peinado consistía en dos colas y el maquillaje era para mí, un poco exagerado. Cuando sonó el primero de los tres timbres, se indicaba que en veinte minutos comenzaría todo. Era inevitable que mil mariposas revolotearan en el estómago; algo así como lo que los enamorados sienten. Mis compañeras y yo comenzamos a cantar y a recordar cada uno de los pasos de la coreografía ya que luego de tres meses de practicar, nadie se podía equivocar. Por eso, mi profe Willy y los demás maestros nos recomendaban disfrutar del baile, sentir cada segundo la música y por último, fundirse en la actuación interpretando a los personajes. Al segundo timbre, los nervios eran más grandes. Ese día debía dar todo de mi; tomé agua para tranquilizarme. Cuando el tercer timbre sonó, tuve que tragar saliva y observé que mis compañeras estaban ansiosas como yo. Así que como un ejército de bailarines bajamos por las escaleras y nos ubicamos detrás del telón esperando la señal. Debíamos hacer magia con el cuerpo desde la uña del pie hasta el cabello. Por última vez, me miré al espejo consciente de que ya no era Natalia Ruiz sino una de las jóvenes del pueblo en donde la hermosa Bella vivía. De repente, sentí el toque de la mano de Manuela y al instante me deshice de los nervios; con sonrisa coqueta, ojos grandes y sugestivos, seduje a Gastón con mi baile. Era como un sueño. Entre pasos técnicos y pasionales, supe deslizarme entre el piso como una sirena y salté a los brazos del hombre que quería y me correspondía, al menos, momentáneamente. En realidad, el solo quería a Bella.


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Aunque este no era el único problema. También debía competir con mis otras dos hermanas coquetas y lo hacía por medio del baile que sugería todo y a la vez, nada. La batalla entre hermanas terminó cuando Bella llegó al pueblo y Gastón la escogió, siendo que Bella no lo quería. Mi cara de enojo debía decirlo todo, así que con una pierna estirada y los brazos flotando, traté de sabotearlos para quedarme con Gastón. Al ver que me rechazaba, ofendida salí del escenario. Todo había salido bien. Al terminar, los aplausos no cesaban, llenaban el ego y mi corazón; pronto tuve que volver al escenario para interpretar otra escena. Seríamos unas campanas del castillo en donde Bella estaría buscando a su padre que estaba secuestrado por la enorme bestia. Me puse mi tutu y mi trusa amarilla con dorado; el peinado era hacia atrás. Relajé los pies y las piernas y bajé rápidamente a la escena. Todo debía hacerse en menos de siete minutos, en una carrera contra el reloj. Era como si la vida de todos dependiese de la rapidez. Esta vez mis movimientos debían parecer mecánicos, como si yo fuese un robot tierno y con ritmo. Era increíble ver que éramos campanas con movimientos evolucionados y perfectos. Cuando salí del baile, creí que no podría caminar al menos por dos días. Me ubiqué después en un punto ideal donde pudiera ver el final de la obra en el que Bella y Bestia (que era un príncipe) se comprometían. Después de unas cuantas fotos y de reunirme con los invitados, pude descansar. Me regalaron un ramo de rosas, muchos abrazos y felicitaciones de mis amigos y mi familia. En la casa, me solté el pelo, limpié mi maquillaje, me puse la pijama y caí derrotada en la cama. Hoy, al recrear esto me siento un poco triste de saber que perdí algo que me hacía extremadamente feliz. Sé que volveré a practicar el ballet pues este alimenta mi alma, haciéndola más libre y liviana. En el ballet, la danza, la música, la precisión y el amor se combinan para hacer una obra perfecta, construida por Dios para los mortales, nosotros.

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Un sueño presente Juan Pablo Murcia Muñoz Desde muy pequeño pensé ser futbolista pues tuve una infancia muy relacionada con el fútbol. Mi papá me matriculó en una escuela de formación en la que comencé a desarrollar destrezas que poco a poco todos fueron notando. Esto pasó entre los 6 y 10 años de edad. A los 11 cambié de escuela; fui a la mejor de la ciudad que se llamaba Cerro Porteño; además de ser la primera de Buenaventura, está entre las mejores del Valle. Comencé a desarrollar mejores técnicas de pegada, recepción, anticipación y coordinación dinámica. Haber adquirido este tipo de habilidades, me abrió muchas puertas en equipos que nunca pensé fuera a gustarles mi estilo de juego. Con Cerro Porteño ganamos torneos en Buenaventura, Cali, Cartago, Palmira y Buga. Después de varios triunfos, a mis 13 años me llamaron a la selección del municipio para representarlo en los juegos departamentales. En estos, vivimos momentos buenos y malos; un ejemplo de buenos momentos fue cuando jugamos en el Pascual Guerrero contra Ginebra ya que además de ser un partido decisivo, era un preliminar América Cali (para poder pasar a segunda ronda). Los 11 titulares estábamos con nervios aunque con ganas de saltar al campo y llevarnos la victoria. Cuando llegamos, el estadio todavía estaba vacío, pero cuando salimos de los camerinos… quedamos asombrados por la cantidad de gente que había asistido. Por supuesto, fueron al clásico y no a vernos a nosotros; a excepción de los papás de muchos que siempre nos acompañaban en nuestros viajes.


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Nos paramos en la grama a esperar que el árbitro diera el pitazo inicial, todos nos mirábamos las caras y gritábamos dándonos ánimos para poder sacar un buen resultado. El árbitro miró su reloj y dio el pitazo. El partido comenzó con un manejo de balón a favor nuestro más o menos hasta los 15 minutos del primer tiempo, debido a que por la altura, muchos estábamos agotados. Por eso, el rival nos sacó ventaja, al minuto 24 nos hicieron el primer gol y al minuto 32, el segundo. Al ver esto, nuestro D.T (director técnico) se paró del banquillo y comenzó a reprendernos hasta el punto que nos motivó y pudimos descontar con un gol en el minuto 38 para irnos al descanso con una chispa de fuerza. En el camerino el D.T nos dijo 3 cosas: 1. Todo lo que les decía en los entrenos no era por molestar, ustedes lo están viendo hasta ahora, con el resultado del partido. 2. Espero que ahora salgan y le den la vuelta al marcador porque sé que pueden, y tienen mejor fútbol que los de Ginebra. 3. Tenemos que dejar en alto el nombre de Buenaventura, yo veré muchachos, ustedes están representando su municipio y tienen que hacerse respetar. De nuevo fuimos los mismos 11 a la cancha, todos con más ganas y más enfocados en la meta. Arrancó el segundo tiempo, primeros 10 minutos de nuestro rival; en un mal pase de ellos, uno de nuestros rápidos delanteros robó el balón y arrancó con todo hacia la portería rival. Salió el arquero para achicarlo pero David (delantero) es muy bueno para el mano a mano y consiguió el empate. A los 24 minutos, un compañero cometió una falta dentro del área y por supuesto, penalti indiscutible; nuestro gran arquero fue la figura del encuentro al atajar el penalti, reaccionar con un buen saque largo y marcar el tercer gol que sentenció el partido y nos dio el paso a la segunda ronda. También vivimos momentos de tristeza cuando nos eliminaron de este torneo, en Tuluá, en un partido apretado. Pero cualquiera

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gana con los árbitros de su lado. Después de este torneo, se acabó la selección y cada uno de nosotros tomó rumbos distintos. Yo acababa de cumplir 15 años y estaba terminando de cursar décimo. En esa época, en Buenaventura crearon un Equipo llamado Pacífico Fútbol Club, que participa en el torneo Colombiano pero en Subcategoría B. Necesitaban jugadores para sus categorías inferiores, que eran sub-19; teniendo en cuenta que yo tenía 15 años recién cumplidos, me presenté a las pruebas y quedé en el equipo. Luego de 8 meses de entrenamiento a gran ritmo, tuve que dejar de entrenar porque estaba perdiendo el grado Undécimo. Suspendí el entrenamiento aproximadamente dos meses; durante este tiempo presenté entrevistas y exámenes en diversas universidades buscando un cupo para entrar a estudiar Medicina. Lo conseguí en la Universidad Javeriana de Cali, hecho que causó emotividad a mis padres y cierta felicidad e impotencia en mí. Cuando volví a las canchas, el D.T del equipo en el que estuve entrenando me tenía una sorpresa. Me dijo que algunos equipos me querían, entre ellos, Cali, América, Santa Fe, Nacional y Tolima. La mayor sorpresa fue que la Selección Colombia sub-17 quería a dos integrantes del equipo entre los cuales estaba yo. En ese momento, lloré. Por un lado, me sentía feliz ya que tenía mi futuro y el sueño de toda mi vida al frente, pero por otro, ya me habían matriculado en la Pontificia Universidad Javeriana, donde estoy estudiando Medicina. No estoy en esta Carrera únicamente por complacer a mi papá sino porque también ésta ha sido uno de mis sueños desde pequeño. Y la verdad, ahora me siento muy feliz. De no ser así, estaría entrenando con alguno de nuestros buenos equipos del país o mejor aún, en cualquier parte del mundo.


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El sueño de un deporte Diana Carolina Ospina Casas El hecho de que algo no sea tan popular no quiere decir que no sea importante para alguien. Es como el Voleibol: un deporte que nació en Massachusetts en 1895 gracias a William George Morgan. Así como el voleibol hay muchas más disciplinas que se han visto opacadas por deportes como el fútbol y el tenis. En la infancia, me destacaba siempre por ser excelente estudiante, hasta que llegué a tercero de primaria en donde debíamos elegir qué practicaríamos ese año: Fútbol, Básquetbol o Voleibol. Yo elegí Voleibol porque siempre me llamaban la atención los emocionantes partidos que jugaban las niñas “grandes” del colegio. A partir de ahí, mi vida dio un cambio drástico porque ya me había gustado este deporte. Me había cautivado de tal manera que lo único que quería era jugar todo el día. Poco a poco fui comprando uniformes, rodilleras y tenis nuevos. Al final del año siempre daban un premio a la mejor voleibolista de la primaria, el cual solo conocí el día de la premiación que salió una niña de quinto a recibirlo orgullosa y feliz. En ese momento, quise ese premio con todas las fuerzas de mi alma y estaba decidida a recibirlo. Pasó cuarto de primaria, fui con mi equipo a jugar los intercolegiados nacionales en Medellín y ganamos una copa en el colegio Colombo Británico. Estuve en todos los partidos, fui a todos los entrenos, lo que hizo que me destacara ante el profesor y me escogiera como capitana del equipo mini (una categoría) del colegio. Emocionada y muy nerviosa, esperaba con ansias a que nombraran el deseado premio que ya lo veía con mi nombre. Jamás me di por vencida. Luego de la decepción que sufrí cuando ni siquiera dieron premio a la mejor voleibolista de la primaria, me pregunté si había valido la pena todo el esfuerzo, el sudor y las

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madrugadas. No pude terminar de pensar porque sabía que valía la pena, porque hacía lo que amaba, el único deporte en el que me destaco. Quinto de primaria pasó muy rápido y mi equipo subía de nivel cada vez más. Ya era reconocido ante los otros colegios como un equipo “duro” y bueno porque éramos, junto con el colegio Cideca (Ciudad de Cali, una escuela de bajos recursos que se destacan por sus excelentes jugadoras), las únicas invitadas a Medellín. Por fin escuché mi nombre, luego de que dudara porque otro niño era bueno jugando fútbol lo que lo hacía más popular. Casi no me paro. Las piernas me temblaban. Todos miraban con asombro porque el niño futbolista no ganó. Caminé todo el pasillo de la iglesia del colegio, mirando esos grandes vitrales porque no quería ver como la gente me miraba. Subí y con una sonrisa me dieron mi trofeo, el diploma y la medalla. La felicidad que disimulaba no me cabía en el cuerpo, la emoción y el orgullo eran infinitos. Esto me demostró que cuando quiero obtener algo, lo hago, así cueste mucho trabajo y el camino sea difícil. Al final la recompensa no tendrá comparación.


La muerte de los seres queridos



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Historia de una princesa Valentina Herrera Mejía Ana María empezó a presentar ciertos cambios a sus tres años y medio de edad, cuando era una niña inteligente y feliz. Su mamá sufrió mucho en el parto pues al parecer, la pequeña venía en mala posición. El médico debió hacer presión sobre la barriga hasta que la princesa llegó a inundar de alegría a su familia. Papás, abuelos, tíos y primos, la esperábamos con ilusión. Al cumplir su primer año, María Isabel y Luis Alfonso, sus papitos, quisieron celebrar el acontecimiento con sus familiares cercanos y organizaron una pequeña reunión. Sorprendió dando sola sus primeros pasos y cantando “un pececito se fue a nadar y un tiburón le dijo ven para acá y el pececito le dijo no, no, no, me regaña mi mamá”. En julio de 2010, comenzó a sufrir frecuentes caídas. Nunca imaginamos que eso sería el principio de un difícil camino. Después, su mirada comenzó a opacarse. La saliva se derramaba de su boca y aunque ella era consciente, le era imposible controlarla. Se resignó a limpiarse con la blusita y continuar su vida, en medio del ritmo, el sonido, las sonrisas y juegos, que compartía con sus compañeritos del jardín. Se caracterizaba por ser la más despierta y vivaz, como dijeron siempre sus profesoras. Un día del mes de agosto de 2010, al ver que no mejoraba, decidieron llevarla a un curandero pensando que la enfermedad era mal de ojo. De allí salió aparentemente con gran mejoría. Una semana después, el tratamiento fue suspendido; el cirujano pediatra hizo el

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diagnostico definitivo: Tenía una enfermedad grave. El doctor decidió instalarle una válvula desde el cerebro hasta el estómago para permitir el flujo del líquido cefalorraquídeo, que se obstruía por la presencia de un tumor maligno ubicado en la zona más delicada: el tallo cerebral. Esto parecía muy extraño porque su desarrollo psicomotor era muy avanzado. Por ejemplo, a sus dos años ya decía los números del 1 al 20 en español y en inglés, y cantaba las canciones de Michael Jackson y de Kiss. Dos días después de la operación volvieron a realizarle otra cirugía que duró aproximadamente seis horas. Obtendrían una muestra del tumor para decidir el tipo de tratamiento que se implementaría a nuestra querida Anita. Concluyeron que no era suficiente usar quimioterapia; también, debían recurrir a la radioterapia para atacar el cáncer. De la operación, salió con su cabecita rapada. Se veía tierna y dulce, como un bebé. Fue remitida a cuidados intensivos y luego trasladada a una habitación donde sus seres queridos pudimos ir a visitarla. Se veía pequeña e inocente sobre esa cama gigante de la que ella ocupaba, a duras penas, una cuarta parte. Le dieron de alta y sus cuidados continuaron en casa a manos de mamá, papá y la tía “Chiqui”, que se convirtió en su mamá tía, como ella misma la bautizó. Así comenzó lo que sería una trágica radioterapia porque esta hermosura que llevamos en el corazón, sólo resistió dos sesiones. Entró en un coma de obnubilación, es decir, un sueño profundo que se caracteriza por la respuesta a órdenes simples y estímulos dolorosos. Inmersa en ese sueño de princesa, duró cuatro meses. Durante éstos, a pesar del profundo dolor que cubría a la familia, hubo tres momentos de esperanza: El primero, un día cuando después de su baño diario, su abuelita y la tía Chiqui, la sacaron a tomar el sol, acto recomendado por el médico. Ella se esforzó por pronunciar “Pepe” el nombre del muñeco que la acompañaba en el momento del baño. El


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segundo, una tarde en que la tía la atacó con cosquillas y ella le regaló carcajadas. El último fue un profundo llanto sin lágrimas, sumido en el deseo de despertarse. Quería participar en el canto de los villancicos que siempre le gustaron y solía disfrutar entre sonajeros y maracas. El 1 de febrero de 2011, cumplía cuatro añitos. El día pasó inadvertido. Pretendíamos ignorarlo para evitar el gran dolor de su sufrimiento. Tres días después, el 4 de febrero, Ana María partió sumida en la tranquilidad más profunda. Ya nos había enseñado qué era el amor por la vida y la lucha constante por mantenerla. Falleció en casa de sus abuelitos, en el que solía ser el cuarto de la tía Milena, sobre una cama acomodada para ella. Recuerdo ese día. Después de mucho buscar a mi prima María José por el colegio y resignada por no encontrarla, subí a la ruta 5 que me transportaba. Les pregunté a sus compañeras por ella y alguna, de manera fría y burda, me respondió: ¿No sabes? Ana María murió. Pasé aproximadamente un minuto en shock, y pregunté: ¿Qué? Respondió lo mismo. Yo sólo lloré. No podía creer que Ana María, que solía reír a carcajadas, había comenzado su eterno viaje.

Un corazón edematizado Diana Marcela Arango Hurtado Todo empezó el 23 de agosto de 2011 cuando Alfredo decayó. Nació en 1916 y tuvo con Melba, diez hijos. Ella murió en 2008 de un paro cardíaco. Desde entonces, Alfredo tuvo una razón más para partir, situación que contrastaba con el frágil deseo de su familia de no verlo sufrir. En 2003 fue diagnosticado con glaucoma. Prácticamente no había nada que hacer y aunque fue sometido a una cirugía, quedó ciego de por vida. Fueron pasando los años; el apoyo de incondicional de sus hijos le daba el ánimo de continuar su vida.

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Hacia julio de 2011, Alfredo se había acostumbrado a vivir así. Sin embargo, su salud fue complicándose. Sufría de los riñones y además, presentaba una hiperplasia prostática benigna por lo que le pusieron una sonda para poder orinar. Llegó el día en que la cantidad de orina era muy pequeña. Estaba reteniendo líquidos y su corazón ya era lento. La inflamación de su pie izquierdo, aumentaba. El martes 13 de agosto fue llevado a la Clínica. El cardiólogo quedó muy sorprendido por el deterioro de su salud. Fue internado en cuidados intensivos para controlar su evolución. Al día siguiente fue trasladado a otra clínica donde sería puesto bajo observación. El jueves no despertó más. Había entrado en coma y aunque su corazón aún latía, su frecuencia era lenta. Su estado físico decaía hora tras hora. Poco a poco su cuerpo fue perdiendo vida. Ese día en la junta médica, los médicos determinaron que la opción era la amputación. Sus familiares rechazaron la operación ya que el índice de mortalidad era alto. También rechazaron la reanimación acogiendo la voluntad de él. El viernes a la 1:30 a.m. empezó a agonizar. Segundos después, su corazón dejó de latir.

Homeostasis Daniela Londoño Restrepo Eran exactamente las 12:30 del día, cuando recibí llamada de mi mamá diciéndo que mi abuelo estaba muy mal. Traté de terminar mi examen de humanidades, para ir rápido a la clínica; de camino, los momentos que pasé junto a él, las cosas que le gustaban, sus frases predilectas, todo lo que lo hacía feliz, ocupaba mi pensamiento. Pensaba en lo afortunada que soy de tener un abuelo como él. Volví a la realidad


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y recordé la grave enfermedad que padecía. Cáncer de páncreas, uno de los más agresivos. Recordaba la clase de Célula en la que hablamos sobre cáncer y el ciclo celular, especialmente de la proteína P53, “el ángel guardián del genoma” y todas las consecuencias que tenía en los humanos, si llegaba a fallar. Mi papá me llamaba cada cinco minutos para preguntarme por dónde venía. Al llegar, escogí las escaleras para ir a la habitación 411. Afuera estaba mi papá. Mi abuelo, en la cama, respiraba con dificultad. Sus hijos y algunos nietos, entre esos yo, lo mirabamos con preocupación. Toqué el dorso de sus pies para sentir su pulso. Lo tomé con el dedo pulgar pero recordé que el pulgar tenía su propio pulso, así que se lo tomé otra vez, y no sentía nada. Miré a mi alrededor. En las caras de mis familiares, se veía la impotencia de no poder hacer nada. Nadie quería que mi abuelo se fuera, aunque en el fondo, sabíamos que debía descansar. 1:58 p.m. Recordé algo sobre las clases de célula… “si hay equilibrio uno está muerto”, “no bombas de sodio-potasio”, “no transporte de electrones”, “no más glucolisis”, “no más ciclo de Krebs” Sabía que eso le estaba pasando a mi abuelo. Me preguntaba por qué la vida es tan corta. Su vida se iba sigilosamente y quedaría diluida en el tiempo. ¿Cómo sería ese umbral entre la vida y la muerte? ¿Qué pasaría con mi abuelo después de esto? ¿En dónde estaría en estos momentos? De algo sí estaba segura. Su esencia permanecería con nosotros. Fueron segundos intensos. Cada vez iba respirando más despacio. “La muerte es tan natural a la vida como el nacimiento, de hecho ambos, nacimiento y muerte, son recíprocos e inversos, le pertenecemos a la muerte por el solo hecho de haber nacido”, decía el filósofo Schopenhauer. 2:00 p.m. Mi abuelo llega al equilibrio y a la tranquilidad infinita.

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Una historia que no se sale de mi cabeza Karen Andrea Torres Bermúdez Septiembre 16 de 2011 Son las 5:30 de la mañana. Comienza mi día, como cualquier otro. Siempre la misma rutina, aunque los sentimientos varían según el clima. Pienso en mi madre, en aquella historia que retumba en mi cabeza. - Era una mañana como cualquier otra. Me levanté y besé a tu padre en la frente. Después, bajé a la cocina a indicarle a la empleada qué hacer de desayuno. Tengo que terminar de arreglarme, voy tarde y tengo Célula de 7 a 9. Si no me apuro, tendré que irme en MIO y hoy tengo que llevar a toshi. No puedo arriesgarlo. ¿Dónde habré dejado mis crocs? ¿Será que me pongo tennis hoy? ¿Llevo ropa para entrenar volley? No tengo tiempo. Mi mamá ya salió de la casa, la puerta acaba de cerrarse. - Después de indicarle a María que preparara huevos y arepa, subí a la habitación. Tu padre aún dormía, eso era típico de él, hacer pereza antes de bañarse. Le dije que se apurara porque tenía una cita con el señor de la inmobiliaria que nos mostraría una casa. Asintió con la cabeza y me hizo un gesto para que me acercara; cuando lo hice, me recordó que me amaba y nunca iba a dejar de hacerlo. Ojala hoy tenga suerte y el portero no me pida el carné a la entrada. Vengo muy encartada para buscarlo. Señor, ya le he dicho varias veces, aún no tengo el carne, soy de primer semestre y no me lo han entregado, mi número de identificación es 1144058503. Sí señor,


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soy Karen Torres. Que usted también tenga un buen día. Menos mal, hoy no tengo entreno. El día estuvo liviano. Tengo que llegar a casa y descansar un largo rato. Septiembre 17 de 2011 Hoy es el cumpleaños de mi hermano. Verlo es como ver a mi papá. No lo digo simbólicamente sino literalmente. Son idénticos sus gestos, su apariencia física, su manera de reírse, todo. - Mientras Diego se bañaba yo fui a alistarlos a ustedes (se refiere a mi hermano y a mí) para irse al Jardín. Cuando estaban listos y desayunados, tu papá se paraba en la puerta para dejarlos en el bus. Era una rutina. Cuando ustedes llegaban, también los recogíamos juntos. Después de dejarlos esa mañana, Diego y yo quedamos de encontrarnos a la 1 de la tarde frente a la casa en venta que queríamos comprar. Estudiaré un poco de Célula. Después, dormiré un rato, haré pereza hasta que tenga que arreglarme e ir al bar de mi hermano para celebrar su cumpleaños. No tengo muchas ganas de salir, la verdad. Preferiría quedarme en casa por el clima que está haciendo. Me gusta la lluvia aunque me produce algo de tristeza. Septiembre 18 de 2011 Por fin domingo. Hoy no quiero pararme de la cama, aunque miento, el cargo de conciencia no me deja. Tarde o temprano, terminaré con el libro de Alberts en mis piernas leyendo glucolisis. - Tu papá era muy fresco. Hacía todo a su tiempo, no se dejaba preocupar por nada ni nadie, así que no me pareció raro que él no hubiera llegado a la cita que teníamos, cumplidamente. Decía que el problema no era que el llegara tarde sino que yo siempre llegaba muy temprano. Ahí estaba pintado Diego. Entré a mirar la casa mientras lo esperaba, cuando me entró una llamada al celular.

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Septiembre 19 de 2011 Para mí el lunes no comienza del todo bien, aunque con el paso del día, mejora. Hoy estuve lista a tiempo. Mi mamá no tuvo que darme cantaleta para que estuviera a las 6:15 a.m. en la puerta de la casa. Yo no entiendo por qué ella es así. Sin mentir, vivimos a 15 minutos de la universidad, pero insiste en el trancón que se arma antes de llegar a la universidad. Hoy es un día largo, tengo un hueco de 11 a 4 pero menos mal, tengo mi manada, no me aburro y Juan Felipe, también me alegra el día inmensamente. - Yo no entendía bien qué me estaban diciendo. O mejor dicho, yo creo que el shock no me dejaba entender lo que me decían. Había escuchado DIEGO TUVO UN ACCIDENTE. En adelante, mi mente no codificaba las palabras. Me tembló todo el cuerpo. Parecía como si desde los pies hasta la cabeza se me fuera secando el alma. Septiembre 20 de 2011 Hoy el día es relativamente corto. Solo tengo introducción a la investigación de 8 a 10 a.m. Llegué a la universidad y fui directo a la cafetería porque tenía hambre. Por el afán de mi mamá, no pude empacar cereales. Ella sigue insistiendo que las 6:15 es la hora en que no hay trancón afuera de la universidad. Mi mamá es así. Cuando se le mete algo en la cabeza nadie se lo saca. - Desde el momento en que escuché esas palabras sentí como si me hubieran activado el modo de apagado. No era yo. Sin él, no era yo. Mi vida acababa de terminar. Pero ustedes eran muy pequeños. Yo tenía que vivir por ustedes. Septiembre 21 de 2011 Hoy vamos ir a comer pizza a Jardín Plaza. Eso significa que ahorraré plata ya que cada una pondrá una parte y nos saldrá más barato. Irnos en taxi hasta jardín plaza, qué descaradas somos….! Nicolás siempre nos hace la misma. Esta vez no lo perdonaremos así de fácil. Va a tener que trabajar más en las disculpas que nos ofrecerá.


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- La vida se me vino abajo. Él era el amor de mi vida. Me tocó dejar mi dolor porque ustedes eran niños y me necesitaban. Pero desde que él se fue, las cosas fueron muy diferentes. Luego creció tu hermano y Dios me dio la suerte de ver a tu papá en él. En serio Karen, son idénticos.

Agridulce Juan Felipe Holguín Jaramillo Definitivamente, no me quiero morir un lunes. No es que sienta algún tipo de repulsión específica hacia este día en especial; simplemente, el lunes se vuelve a caer en la rutina. Los lunes, por lo tanto, son días en que difícilmente me levanto de la cama y no me dan ganas de nada. Ni siquiera de morirme. Además, pensándolo bien, no me gustaría dejar ese tipo de carga a mi familia o amigos en un día como éste, porque seamos honestos: A nadie le gusta comenzar la semana con un muerto. Tampoco me gustaría que mi último respiro fuera un domingo. No porque no me intrigue la idea de que mi descanso eterno comience en el día del descanso; sino porque los domingos suelen ser días imperdibles, al igual que los viernes y sábados, días familiares, días de sentarse a ver fútbol extranjero o local, películas olvidadas, salir a caminar, visitar viejos amigos, etc. Y la verdad no me importa si estoy moribundo, el domingo no me lo pierdo. Tampoco quisiera que la fecha concuerde con algún evento especial o que el clima cambie ese día o que algún planeta se acerque ligeramente más al nuestro, ni nada que pueda prestarse para interpretaciones supersticiosas sobre mi muerte y la actitud del gran cosmos ese día.


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En conclusión, lo que quiero es terminar en una casa llena de recuerdos. Que una de las paredes tenga una serie de líneas hechas con mi lapicero dispuestas verticalmente hasta que alcancen la altura que indique la última vez que mis hijos se dejaron medir. Y que a su vez, la puerta se haya tenido que ampliar para dejar entrar nuevos integrantes. Quiero que la encapuchada me encuentre descansando en una silla con el pelo nieve y la piel pétalo, con las rodillas heridas de tanto caerme, pero los brazos fortalecidos de levantarme. Que me vea las manos callosas de tanto haber arado la tierra de la vida y de haberme enterrado una que otra espina; pero sobre todo, que me encuentre al final del camino con la hoja de “quehaceres” tachada y detrás de mí una cantidad de buenas obras siguiendo mis pasos al estilo de Hansel y Gretel. Que me agarre y de uno de sus abrazos inevitables me arranque de la vida como solo ella sabe hacerlo: Con una sonrisa en la cara y una gota de lluvia bajando por la mejilla. Porque hasta ella sabe que la muerte tiene algo de agridulce.

Muerte / Vida Juan Felipe Holguín Jaramillo Numerosos debates milenarios se han desarrollado en torno a la muerte. Algunos creen en la reencarnación, otros apoyan la vida eterna y otros (menos creativos, creo yo) dicen que somos abono para la tierra. Independientemente de todo, la muerte no debe ser vista como antagonista de la vida. No tienen por qué ser las dos, caras de una misma moneda pues me atrevería a decir, que la vida tiene más relación con la muerte, que cualquier otra cosa. Desde mi Carrera –Medicina– veo que existe curiosidad de mis amigos y familia, por lo que pienso cuando voy al anfiteatro. Me preguntan cómo se siente estar rodeado de muertos. La verdad, no sé


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con exactitud lo que se siente, sin embargo, puedo decir que no es miedo como muchos expresan que sentirían. En realidad, siento más cercanía con Dios al explorar la perfección del cuerpo. En conclusión, quiero decir que muerte y vida, ciencia y religión, son más cercanas de lo que creíamos; que al morir, sea que nos encontremos en el cielo o revoloteando en cuerpo de mariposa o quizás nutriendo la tierra, lo importante es saber que se ha dejado una huella positiva en nuestro paso por la tierra, y estamos orgullosos de una vida buena.

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Relatos de enfermedad



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Y ahora ¿Quién me cura? Alejandra Cárdenas González Ya tenía 18 años, era mayor de edad y entre las cosas que podía hacer sola, estaba “ir a una cita médica”. Estudiaba Medicina en la Pontificia Universidad Javeriana Cali. En distintas oportunidades había separado citas pero por los horarios de la U y de la IPS, ninguna pudo ser posible. Programada entre semana y con sus padres trabajando, ese lunes 29 de Agosto a las 3:20 p.m. no quedaba de otra: “Tocó ir sola”, pensó. Y más con la nueva tos seca que le había empezado y ya no la dejaba respirar. Las clases terminaban a la 1 p.m. Podría almorzar algo ligero y correr hacia el MIO. Debía abordar 2 buses: un expreso, el E21 exactamente hasta Torre de Cali y allí bajarse y tomar el P30A pre troncal, que la dejaría en una esquina cercana. Lo siguiente sería caminar hacia adentro y derecho, dos cuadras, todo aquello en 2 horas y 20 minutos; de lo contrario, perdería la cita. Salió a la 1 de su clase de medicina narrativa. Buscó a Camila, su compañera y juntas fueron a almorzar a la cafetería central. Terminaron a la 1:25 pm. Para esa hora y con barriga llena, Camila tomó una decisión: “Me voy para mi casa y regreso luego a coro”. Su amiga se alertó. Camila vivía tal vez a 4 calles de la IPS, así que solo preguntó: “Me puedo ir contigo”. Salieron juntas de la central hacia el carro de Camila, tras la afirmación, “Si, claro”, de Camila. El camino era largo así que de Sur a Norte conversaron de todo un poco: de las clases, de las notas, de lo personal y de lo que todos

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ya saben. Recorriendo la Avenida Sexta, volvieron al reloj, “Las 2:15, ¿Qué voy a hacer mientras espero todo este tiempo?” preguntó la chica. “Chipichape” sugirió Camila. Y así condujeron hasta el centro comercial, subieron por el sótano hacia la parte nueva, sacaron dulces de las máquinas como niñitas de guardería y se pusieron a caminar. Una parada frente a Estudio F para halagar una hermosa blusa azul; otra para ver forros para el celular; una visita a un almacén para comprar un deslumbrarte esmalte de uñas azul, que saldría con el uniforme. Otra parada en Tower Records, para ver nuevos CD, juegos para el Wii, y admirar unas cuantas guitarras. La última parada, en la Librería Nacional, sección de Camila: libros extraños, fantásticos y magia; sección de la chica: espiritualidad. Luego se encontraron en los libros de Medicina, chequeando primero los del actual sistema en revisión: genitourinario. Terminaron en las revistas discutiendo la noticia: se compromete Sebastián Vega, en primera plana, y un nuevo ataque de tos la avergonzó ante los juiciosos lectores. Una ojeada al reloj: “Oh, Oh, 3:10 p.m.”, 10 minutos para llegar. Salieron corriendo a pagar parqueadero, un pequeño retorno, girar a la derecha, otra vuelta y ya estaban frente a la IPS, eran las 3:20 p.m. “Chao, Cami, gracias”, “chao, amiga. Ojalá no pierdas la cita”. Salió del carro con morral al hombro y documentos en mano. Intentaba recordar qué botón oprimir “rojo, azul o el otro rojo, ¿Por qué hay dos rojos?” pensó. Mejor le fue cuando se calmó, oprimió el primer rojo, acceso a consulta externa y salió su turno por una abertura, caminó hasta la recepción, espero dos turnos y siguió. Pasó documentos y al instante el alta voz: “Alejandra Cárdenas, consultorio nueve”. Corrí al segundo piso, habían reconstruido todo el edificio, así que no tenía idea por donde coger, a la derecha, no, no era, a la izquierda y otra vez a la izquierda y más a delante otra vez a la izquierda, consultorio 12, 11, 10 y 9. “Permiso”. Entré, mientras saludaba a mi médica de familia. “Alejandra este es tu último llamado, te ordenaré una cita prioritaria para otra ocasión, tengo en espera al paciente de las 3:40”. Perdí la cita, noooo, “¿Ahora quién me cura?


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Bueno, nuevo plan, pensé, pediré la cita prioritaria para hoy mismo, así sea con otro médico. “Que no me toque hombre” pensé en voz alta, y bajé a la recepción. Ignorante de qué debía hacer, oprimí de nuevo el botón rojo, volví a la salita, mi turno estaba en pantalla. La chica que atendía me pidió oprimir el botón azul y hacer otra fila, tras explicarle mi desventura. Botón azul, turno lejos, colapso nervioso, pensamiento “me quiero ir, ya no me importa nada”. Corrí al baño a llamar a mi mamá, lo que empezó con un nudo en la garganta, terminó en lagrimitas, tras su esperado regaño. “Lo solucionaré” terminé diciéndole, colgué el teléfono, me sequé la cara, volví a la salita con la nariz y los ojos aún rojos. Me senté y esperé el turno. Sonó el tablero, era mi turno, volví a contar mi historia a otra chica y me programó una cita a las 4 pm. “¿Quién es el médico?” le pregunté, “tu médico familiar” contestó. “Gracias” le respondí marchándome de nuevo al baño para contarle a mamá, esta vez triunfante, cómo su pequeña adulta de 18 años solucionó todo. Luego de terminada la conversación, salí muy segura hacia el consultorio nueve. Me senté y en menos de 10 minutos mi nombre se oyó por el altavoz. Entré al consultorio, me senté y comencé a narrar mis males, ya tenía el libreto escrito en mi mente. Le hablé en términos médicos, lo cual no le sorprendió al verme llevar uniforme, pero permitió una explicación más médica de mis dolores, un lenguaje diferente entre las dos. Después de la entrevista me pesó, escuchó mi corazón, mis pulmones, me tomó la presión 110/60 y finalmente percutió mi abdomen. Lo hizo de manera rápida pero con cuidado, dueña de la rutina, toda una maestra en lo que hacía. Yo la miraba y sabía que ya tenía el diagnóstico, que en este momento debía estar debatiéndose el posible tratamiento. Me sentó al frente y me prescribió unos cuantos fármacos, vitamina c y cambios para mi dieta, como recomendación. Salí del consultorio agradeciendo y con fe en que mejoraría. Bajé y caminé una cuadra hacia la esquina. Paré para reclamar mis medicamentos y continué otra cuadra para abordar el MIO, que me dejaría en la estación Chiminangos. Allí tome otro hacia mi hogar.

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Interminable travesía de mi primera ida sola al médico. Después de todo, me mejoré justo una semana después.

Sanador herido Edwin Herney Garcés Caicedo Cuando era un pequeño niño de dos años y medio de edad, encontré una botella con cierto liquido (agua o gaseosa debí pensar) y bebí solo un poco. De ahí en adelante todo me lo narra mi madre: “Estaba trabajando en la escuela. Cuando llegaron con la noticia, el corazón parecía salir de mi pecho. Corrí y te encontré ahí, tiradito, y con la carita morada. Parecía que no había nada que hacer. Pensé, es mi hijo. ¡No se puede morir! Todo parecía moverse a mi alrededor, los sonidos no eran claros y estábamos en el puesto de salud del pueblo donde la enfermera poco podía hacer. Intentábamos que despertaras y vomitaras lo que habías tomado. Todavía no está muerto, debemos llevarlo al hospital de Bolívar (municipio al sur del Cauca), escuché. De inmediato, aturdida por lo que estaba pasando, subí a la ambulancia pensando en que tal vez las dos horas que nos llevaría el viaje serían demasiado y no ibas a aguantar. Sin embargo, mi esperanza no decaía. Don Heremias, amigo de la familia, me acompañaba y me daba apoyo. Tranquila, me decía, todavía está vivo, todavía respira. Así pasaron dos horas de viaje sobre una carretera sin pavimentar lo que hacía el viaje aun más angustioso. Llegamos al hospital donde me daban pocas esperanzas mientras veía que tus ojos se iban y miraban como mirando la nada. Los doctores me decían que te tenían que operar de inmediato pues tu garganta estaba quemada. Pero esta era


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una operación muy compleja y te teníamos que llevar hasta Popayán. Pensé lo peor pues eran por lo menos 5 horas de viaje, pero no me iba a rendir y de inmediato continuamos el camino hacia Popayán donde llegaste ya casi sin signos vitales. De inmediato, te llevaron al quirófano y te hicieron las cirugías necesarias. Gracias a Dios y a los médicos que te atendieron, sobreviviste”. Cada vez que mi mamá me narra esto, termina casi llorando y pienso otra vez ¿Por qué me salve? ¿Cuál es el motivo para estar vivo? Me imagino que si Dios me salvó, es por algo. No todo el mundo toma acido sulfúrico y se salva o al menos termina sin consecuencias físicas evidentes. Durante varios años tuve que ir a que me hicieran dilataciones que eran muy incómodas porque después de cada una, no podía comer por un día. Pero nunca me había asustado tanto como en la última dilatación que me hicieron. Tenía al menos 10 años. Recuerdo que ese día me sentí especialmente preocupado y algo nervioso. Todo parecía decirme que no me debían realizar la dilatación. Mi brazo derecho estaba lleno de chuzones de aguja pues la enfermera no me encontraba la vena para sacarme la muestra de sangre que debía tomar previa al procedimiento. Luego me llevaron a la camilla, llorando, donde incluso esperé un descuido de los médicos para escapar, pero fallé en mi intento y obligado me llevaron de nuevo a la camilla. Luché con todas mis fuerzas pero cuando me pusieron el sedante, quedé dormido. Cuando desperté mi pecho estaba inflamado, mi cara también, me tocaba y sentía aire dentro de mí. Asustado, miré a todos lados y de pronto llegó mi mamá a quien le pregunté qué pasaba y no me supo responder. Solo me dijo, tranquilo mijo, que en pocos días nos vamos para la casa. El ardor y dolor en mi pecho y garganta era infernal. Al parecer, el endoscopio había dañado o rasgado algo en mi esófago. Así pasaron muchos días y semanas. Cada fin de semana, mi mamá me decía, en tres o cuatro días te dan de alta, pero pasaron casi dos meses antes de mejorarme. En ese tiempo me di cuenta

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que había muchas personas preocupadas por mí, que me visitaban frecuentemente. No podía comer absolutamente nada, simplemente sobrevivía con suero. A principios del mes de enero, después de haber pasado todo diciembre en la clínica, no era mucho mi progreso. Los médicos aún no sabían cuál era el mejor procedimiento para impedir que la herida que me había ocasionado el endoscopio en el esófago, no se infectara. Ellos debían sacar el aire pero las posibilidades de dañar mis cuerdas vocales eran muy altas. Todo parecía empeorar. Los médicos decidieron ponerme una sonda; decían que esto era muy incómodo para mí, pero esas eran las instrucciones del médico. Ellos le dieron las referencias del tamaño de la sonda a mi mamá quien muy triste se dirigió a comprarla. Me cuenta mi mamá que la noche anterior a ese día había rezado mucho al Divino Niño Jesús implorando que mejorara mi estado de salud; que el día que tenía que comprar la sonda, decidió pasar por la iglesia del Divino Niño Jesús en donde rezó mucho. De ahí fue a comprar la sonda y luego se dirigió a la clínica donde encontró al doctor con otros médicos que discutían acerca de mi caso. Mi mamá se acercó y le preguntó al doctor que si la sonda era la correcta. El doctor le respondió que ya no era necesaria pues la herida que había sufrido mi esófago ya no aparecía; al parecer, ya había sanado “o nunca había estado ahí”. Le dijo que si todo salía bien, en pocos días me darían de alta. Al otro día después de haber pasado muchos días sin probar bocado, me dieron un poco de gelatina y en los días siguientes sopas y arroz. La verdad, fue un milagro. Mi mamá está completamente segura que sí fue un milagro. Aunque parecería raro, cuando recuerdo todo esto pienso en que si sobreviví fue por algo y siento más ganas de vivir. Entonces, la tristeza y soledad que siento a veces por la falta que me hace mi familia que vive en Popayán, desaparece. Pienso en luchar por mi sueño que es ser médico, salvar vidas, dar alegría y salud a personas que lo necesitan así como en algún momento, los médicos lo hicieron por mí. Conozco y viví en carne propia el sufrimiento de estar enfermo. Podría cumplir el papel


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de sanador herido como dice el profesor de historia de la medicina, Pedro Rovetto.

La mirada de dos enfermos Juan Felipe Holguín Jaramillo Ese que me miraba desde el espejo no era yo. Todo sucedió segundos antes de que saliera adolorido y débil del baño, cuando me detuve frente al espejo para ser juzgado por ese joven pálido y desnutrido. Me miraba a los ojos con lo que pude percibir rabia y desilusión. Se burlaba de mí, de mis ojeras, de mis labios incoloros, de mi sudor, del frío que atacaba lo más profundo de mis huesos y de mi olor. Me dirán algunos loco, pero después de varios segundos de una conversación silenciosa con este ser de apariencia triste, condenado a vivir dentro de un espejo, abrió su boca y en medio de su aliento cebollezco, me dijo: “y aún ahora, deberías estar agradecido”.

Unidad médico/paciente Connie Daniela Iturre Rodríguez Después de los respectivos saludos y comentarios sobre los sucesos relevantes de la semana, comenzamos con las actividades programadas para la sesión del día de hoy, en la clase de Medicina Narrativa. Según las indicaciones de la profesora, debíamos escribir sobre una experiencia personal o familiar relacionada con la medicina o la salud en general.

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Mientras observo cómo mis compañeros se encorvan en sus asientos, aprietan fuertemente sus lapiceros y comienzan a escribir con empeño en torno a la nueva tarea, mi mente vuela muy lejos. Este fin de semana mis papás estuvieron conmigo, pasamos juntos cada segundo del sábado y el domingo, después de varias semanas de solo hablar por teléfono. Pueden existir las mil y una tecnologías, pero nada reemplaza un abrazo ¡Dios! ¡Quien creería que se pudiera extrañar tanto a alguien…! Aunque ya sabía que iba a ser difícil estudiar lejos de mis padres, nada te prepara para lo que realmente significa “estar lejos”. ¡Pum! Aterricé de nuevo. De vuelta en mi asiento me dediqué a escribir lo que debía haber empezado hace 10 minutos; al menos, había conseguido la inspiración para hacerlo. Mi madre y su alocada glucosa sería el tema central de mi relato, que dio como resultado final este escrito: “Algunas de las entidades de salud, que cuentan con un manejo adecuado de su portafolio de servicios, tienen como política empresarial notificar a sus usuarios sobre la importancia de asistir a citas de control de manera secuencial. Así que cumpliendo con el llamado efectuado, Liliana decidió asistir a una cita con el médico general, en la tarde de un martes de Junio. Antes, no hubiera imaginado la importancia de conocer la historia familiar. Más allá de conocer quién murió primero, o si aquel de la esquina es primo o no, el conocimiento y empoderamiento de la historia clínica y social de la familia, le permite a todos los que se relacionan con ella conocer los factores que hacen susceptible al individuo a desarrollar determinadas patologías. Después de aquella consulta, Liliana decidió indagar entre sus familiares, por alguien que pudiera haber padecido lo que ahora podría haber desarrollado ella; Diabetes Mellitus tipo II. Complejo nombre para


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significar una alteración en los niveles plasmáticos de glucosa, dada por una insensibilidad de los receptores de Insulina. Luego de algunos llamados y preguntas, Liliana supo que tanto su bisabuelo como su tía materna habían padecido tal alteración, lo que aumentaba la probabilidad de que ella se sumara a la historia familiar. Y así fue. Después de algunas consultas, se esclareció el diagnóstico y Liliana fue declarada como diabética insulino- dependiente. A partir de ese día, las cosas cambiaron. No había un solo anuncio en la televisión que ella no asociara con dulces, golosinas o gaseosas; en todas las preparaciones había un plato solo para ella, que al probarlo la hacía sentir la mascota de la casa que solo puede comer concentrado. En las fiestas familiares era ella el tema de conversación, con recomendaciones sobre tomar el agua de mata roja “para que se le baje el azúcar, en un santiamén”. Estos y otros detalles hacían que Liliana se sintiera extraña viviendo su propia vida. Era como si un día se hubiera ido a dormir y al despertar ¡zazz! alguien le arrebatara su existencia. Ahora debía vivir contando las horas para inyectarse una nueva dosis, y el centro médico era su segundo hogar. Claro, debía aprender a disfrutar un jugo de maracuyá sin azúcar. Es ahora donde me pregunto. ¿Cómo es posible lograr una correcta cohesión del paciente con el tratamiento, si este restringe de una manera tan limitada su manera de vivir y disfrutar los días, las horas y los segundos? La profesión médica va más allá del manejo de un cuerpo enfermo. Es también el desarrollo y educación de una capacidad de empatía hacia el dolor del paciente y reconocimiento del esfuerzo que requiere cumplir con un tratamiento médico. Por eso quiero destacar lo que en mi opinión resulta una de las unidades sociales más importantes y con capacidad de generación de energía y fuerza motivadora: La unidad Médico-Paciente.”

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Cine y Lectura Los estudiantes de medicina leen, ven cine, escriben y quisieran compartir con el lector sus lecturas desde el punto de vista de un m茅dico en formaci贸n.



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Un día sin mí Christian Pinilla Medina Esta historia fue inspirada por la lectura “Continuidad de los parques” de Julio Cortázar Me gustan los libros que enganchen a la primera leída, de esos que dejan situaciones inconclusas, siempre sembrando en el lector deseos de saber más. La noche estaba tranquila, algo tensa por las muchas cosas que debía hacer. Hice lo posible para terminar. Necesitaba tiempo para leer. Mañana tendría clases gran parte del día, así que no me podía desvelar. Saqué de mi maleta, un viejo y pequeño libro que había rescatado por segunda vez de la olvidada biblioteca de mi padre. Me senté en el improvisado escritorio que había en mi habitación, apenas adornado con libros, que debía devolver en un par de días. De asiento, tenía un banco que había encontrado en el corredor de aquel lugar. Al retomar la lectura, empecé a recordar la trama y revivió en mí el gusto que había sentido, la primera vez que la leí. Trate de recordar el final, pero siempre se escapaba; así que seguí leyendo para saber cuál fue. Después de tanto planearlo, ya era un hecho, el viejo había muerto; y junto a él su despreciable ojo de vidrio. Ahora sólo faltaría deshacerse del único indicio del crimen; el cuerpo. Con el tiempo como aliado, decidió envolver cuidadosamente el cuerpo en la vieja y roída alfombra, que el viejo receloso cuidaba –qué cara tendría él, al ver su único objeto preciado manchado con sangre-. Una vez terminó, con el

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muerto al hombro, silenciosamente subió escalón por escalón, dejando atrás más y más pisos, cosa que fue fácil por lo solitario del lugar. Ahora solo sería cuestión de alivianar la carga en la última habitación más alejada del pasillo; al llegar, su corazón agitado pedía descanso. El asesino se sorprendió al ver como un pequeño rayo de luz atravesaba la parte inferior de la puerta. Cuidadosamente descargó la alfombra que ahora abundaba en sangre, y poco a poco se veía como caían las gotas de lo que antes era el viejo. Decidido a no permitir que nadie arruinara tan cuidadoso plan, prosiguió a entrar con puñal en mano. Lentamente abrió la puerta, con la misma cautela de hace un rato, que le había permitido culminar su delito. Adentro, solo la luz tenue de una lámpara iluminaba el ambiente. Una silueta agachada en un escritorio, era el único ser en la habitación. De repente, algo perturbo mi concentración. Sentí que una cálida gota bajaba por mi cuello. Sin darle importancia, llevé mi mano a la altura del cuello y pasándola toscamente, traté de limpiar el camino de la gota, bajándola hasta mi hombro. Cuando me dispuse a observar qué era, me sorprendí. Llegué a la sensata conclusión de que algún insecto me había picado y que de esa pequeña herida -si es que así se le podría llamar-, emanaba la gota. Luego y puntual como siempre, mi reloj sonó anunciando las 12 de la noche. Era tarde, me había excedido al leer. Organicé todo y me dispuse a dormir. Me levanté y me alisté muy rápido pensando que desayunar me quitaría mucho tiempo. Por eso, de inmediato, salí. Noté como todos en la calle llevaban chaquetas o abrigos, como si la mañana fuese fría; para mí no lo era. Tal vez la adrenalina que recorría mis venas por la prisa que tenía me hacía inmune al frío. En media hora tendría clase así que decidí abordar el primer bus que me llevara a la universidad. Cerca al paradero, había otra persona. Mirándolo noté que era alto, de miraba apagada y traje oscuro. A lo lejos divisé un bus con un pequeño letrero que decía “Pance”. Levanté la mano, pero éste no disminuyó la velocidad. Hasta que aquel personaje levantó la propia, se detuvo el bus.


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Subí detrás de él no sin antes darle las gracias. No me contestó. Una vez en el bus sabía lo que me esperaba. Abrirse paso a través de un mar de personas, resulta agotador pero esta vez no fue así. Todos se acomodaron de tal forma, que nuestros cuerpos no chocaron y eso me agradó. Poco a poco me fui calmando hasta que vi como nos acercábamos a la universidad. Ya era hora de bajar. Alguien se me adelantó y timbró antes. No le di importancia y bajé. Vi mi reloj, restaban menos de 5 minutos para que comenzara la clase. Rápidamente me dispuse a ir al edificio El Lago, algo retirado. Me senté en la misma silla que había ocupado semanas atrás, en la última fila, recostado a una pared. La clase comenzó. Hoy veríamos las distintas fases que atraviesa una célula en el famoso ciclo celular. Tomé apuntes, presté atención. No pregunté. No por el temor a equivocarme sino por la presión de hacerme notar. El silencio que gobierna una acción de éstas, es mortificante. Hoy, por alguna razón el silencio gobernó la clase, a veces interrumpido por la voz del profesor. Sentí como si algo faltase. El tiempo pasaba lento. Siempre he pensado como él mismo tiene la voluntad de transcurrir a la velocidad que desee, dependiendo de la situación en que esté. Al terminar la exigente clase de Célula, me percaté de que en ningún momento, el profesor Pedro hizo alarde de su peculiar humor. Gracias a las risas esta asignatura se vuelve más liviana. Decidí no pensar más mientras miraba mi reloj. Ya eran las 9:03 a.m. hora de ir a la siguiente clase, una de mis preferidas. Solitario como era habitual, me dirigí hasta el edificio Almendros donde el profesor Víctor Hugo despedía al grupo con el que había terminado clase. Fui a saludarlo, pero vi que estaba ocupado así que tomé asiento en la primera fila. Nadie se hizo junto a mí. Cuando por fin hubo silencio en el salón continuamos con el tema de la semana anterior: semiología. El comportamiento humano y todas las cosas que se desprenden de él siempre me han parecido muy interesantes. Al no hablar mucho con los demás, me dedico a mirar y escuchar. Siempre he sido bueno distinguiendo esas pequeñas cosas que dicen mucho de una persona. A veces, me puedo distraer toda una tarde afuera de la

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biblioteca con un libro, y entre pausas de la lectura, veo a las personas pasar y pasar, imaginando en lo qué pensaran, hacia dónde y con qué propósito. Hoy analizamos las distintas posturas que inconscientemente adoptamos ante ciertas personas, y cómo dependiendo de la distancia a la que estemos de ellas, revelamos el grado de confianza. Imaginó que sobra decir la fascinación que estos temas sembraron en mí. De un momento a otro la clase terminó. Una a una iban pasando las horas entre clase y clase hasta que el día acabó. No almorcé; además, los $5.000 pesos que me ahorraría me servirían para otro día. El dinero nunca va a estar de más -dice mi padre-, “doctrina” que he seguido desde que estoy lejos de él. La odisea que pensé sería el viaje de vuelta a casa, nunca ocurrió. Ahora, en el bus, pese a las muchas personas que iban en él, el viaje fue tranquilo. Los cuerpos de los presentes no tropezamos, era como no estar ahí. Al llegar, subí lentamente los escalones hasta llegar a mi habitación. Crucé el largo corredor hasta llegar a mi puerta; al fondo a la izquierda, antes de entrar, noté un pequeño rayo de luz que sobresalía en la parte inferior de la puerta. Cauteloso y en silencio, encajó la llave. Abrí y entonces lo vi. Apenas iluminado por la lámpara, su cuerpo estaba desplomado mirando fijamente hacia la nada. Sostenía, aún con fuerza, el libro que ahora es rojo.

Okuribitu Alejandra Cárdenas González Despedidas, Departures, Okuribito o Violines en el cielo, son los distintos nombres de la película japonesa dirigida por Yojiro Takita, en 2008. Ese mismo año, fue la ganadora del Oscar a la mejor película extranjera.


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Esta preciosa cinta narra de manera conmovedora el verdadero significado de la muerte, la despedida de este mundo para entrar en otro al cual no se puede llegar en cuerpo físico. A través de la simbología, la historia muestra los juegos del destino en la vida del protagonista Daigo Kobayashi, que al abandonar su sueño de ser violonchelista, consigue un trabajo donde tiene que amortajar muertos, en su cuidad de nacimiento. Daigo asume el trabajo por necesidad más que por gusto. Sin embargo, termina dándose cuenta que su labor permite entregarle a la familia del difunto, el último recuerdo de su ser querido, dignificando la muerte con un hermoso rito de despedida. Daigo, orgulloso de su tarea, defiende su oficio por encima de los pensamientos de quienes le rodean, incluyendo a su esposa Mika. Esta película se toma su tiempo para dejar en cada persona del público, la reflexión sobre la muerte, una etapa que puede llegar a cualquier hora. La cinta logró conmoverme, tocó mi corazón aunque nunca he tenido que despedirme. Así que tengo la oportunidad de reinventar mi propia forma de ver la muerte; más que un proceso natural, creo que es una despedida. Daigo es un hombre maravilloso. Comprende que en sus manos está embellecer el momento de la partida para los que quedan con vida. El perdón, el amor y la familia, son en realidad, la esencia de esta película.

Tres mujeres diferentes La mujer rota Simone de Beauvoir Alejandra Cárdenas González Hacía rato no había estado en la biblioteca buscando qué leer, con la mente en blanco, arriesgándome a lo que encontrara. Siempre

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llegaba con el libro en mente, lo pedía y adiós. Pero ese día me topé con La mujer rota de Simone de Beauvoir. Reconocía a la autora por mi último año de colegio, cuando guiada por mi querida maestra de español, recordaba a su amante más intenso Jean Paul Sartre y a uno de sus colegas Albert Camus; además sabía el nombre de sus libros más conocidos pero nunca me había metido de lleno a su lectura. Allí estaba en la biblioteca, debatiéndome entre El Decamerón de Bocaccio y La peste de Camus, cuando encontré este pequeño librito de la Beauvoir. Todo me llamaba a él, su pasta dura color café, sus páginas descoloridas e intrigantes, su olor a libro de hace años y la ficha de devoluciones con su fecha más antigua. Alguien, el 3 de Julio de 1996, lo había sacado de la biblioteca. Para esa fecha, yo tendría unos 3 años recién cumplidos, y ahora 15 años después lo tenía frente a mí. Me atrapó y pedí permiso en la clase para reseñarlo. Es un libro escrito en Francia, en 1968, originalmente en francés con el título La femme rompue. Abarca tres historias diferentes y una sola protagonista: la mujer. Los títulos son: La edad de la discreción, Monólogo, y La mujer rota. Los dos primeros, considerados cuentos largos y el último, merecedor del nombre general del libro, una novela. Tres historias que lograron helarme porque supieron hacerme sentir lo mismo que la protagonista. Pude encarnar sus angustias, la alegría, la esperanza tardía y las pequeñas luces de felicidad en sus vidas. Cada texto merece una explicación. La edad de la discreción narra la historia de una docente veterana, escritora, que mientras lucha por las decisiones de su único hijo, se ve envejeciendo junto a su amado esposo André. En un principio es una mujer segura de sí pues acaba de publicar sus últimos escritos sobre la obra de Rousseau y Montesquieu. No sufre por su vejez, se siente orgullosa de vivir con su esposo lo que ella revela como “Una larga vida con risas, lágrimas, cóleras, abrazos, confesiones, silencios, impulsos…”. Luego, asume tres grandes sucesos: primero, su hijo Philippe, dice a sus padres que dejará la universidad, abandonará su tesis, se cambiará de partido, y hará parte de la derecha para integrar el gabinete del Ministerio de Cultura. Esto destroza a nuestra dama,


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quien siempre luchó para que su hijo fuera como ella, un intelectual opositor del gobierno. Piensa además que esto es obra de su nuera Irene, y batalla durante todo el texto ante la idea de perder a su hijo. Al final logra aplacar su rencor pero hace sufrir a su hijo al mostrarse áspera ante su decisión y tensionar la relación con su cónyuge. André, quien ha vivido una exitosa carrera como investigador, es considerado una eminencia, y por lo tanto aun es incluido en proyectos; pero él cree que la vejez ha llegado para oscurecerlo y piensa que las buenas ideas solo vienen de sus más jóvenes colaboradores. Su desespero ahoga a nuestra damita y hace volver más difícil su relación. Ella intenta por todos los medios demostrarle que no está tan viejo y que en todo caso, no es tan malo serlo; pero víctima de sus palabras y agotada por todos sus problemas, termina presa de esta crisis de vejez. Al final, logra superarlo junto con André. Tienen un encuentro con el pasado, comprenden que aún tienen muchas oportunidades y que además, se tienen el uno al otro. Este relato te transmite las sensaciones que una mujer puede tener en la vejez; esos temores indescifrables donde no queda más remedio que sentir con la protagonista, llorar a su lado y sin darse cuenta ni planearlo, convertirse en ella misma. Monólogo es un texto envenenado por el dolor de una mujer de 43 años que ha vivido mil horrores. La historia se desarrolla en navidad, en la residencia de nuestra protagonista; en esa noche de alegría, nuestra dama no puede dormir gracias a sus vecinos ruidosos. Al otro dia, tendrá una cita con Tristán, su último compañero, y su hijo menor, Francis. Esta mujer tuvo una madre que la despreciaba, ama a su difunto padre y cree que el es la única persona que la quiso de verdad. Muy joven fue entregada por su madre a Albert. Ella lo detesta, piensa que es un aprovechado, que nada le aportó y que su boda fue el pretexto de su madre para deshacerse de ella. Lo único bueno que trajo su relación fue Sylvie, su hija muerta. Tristán la dejó plantada llevándose por la fuerza a su hijo. Ahora, se le ha ocurrido proponerle de nuevo vivir

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juntos, con Francis, pero no como pareja, solo como buenos amigos; piensa que es la mejor forma de ayudar a su hijo. Sufre recordando como su hija Sylvie nunca se acercaba a ella para hablar. La pequeña se suicidó siendo una adolescente, con una sobredosis de medicamento; lo único que dejó fue una nota para su padre en la que se disculpaba. En su historia, termina deseando que exista un Dios, que le de revancha, que mande a todos al infierno mientras ella se pasea con sus hijos por el cielo riéndose de la desgracia de los de abajo. El tercer texto, es una nouvelle, escrita como bitácora o diario. Empieza de manera optimista y va narrando la historia de una mujer, Monique, madre de dos chicas, Colette y Lucienne que ya son adultas. Ella está casada con un médico llamado Maurice; descubre que su marido la traiciona con una prestigiosa abogada con la que trabaja, llamada Noëllie Guérard. Consulta con su amiga Isabelle, quien la tranquiliza y le aconseja tener paciencia, no armar una escena y dejar que Maurice se canse de la novedad. Y Monique así lo hace; en un principio le deja a su esposo compartir su tiempo con su amante pero descubre que su romance con Noëllie es mucho más que una aventura y tiene más tiempo de lo que pensaba. Por su parte, Maurice también sufre, aún estima a su esposa pero la relación con su amante cada vez es más intensa. Monique se desespera, lo sigue, manda a analizar las letras de los tres, consulta con sus amigas Isabelle y Marie Lambert, y con su hija Colette; se hace amiga de Diana una amiga íntima de Noëllie; le hace escenas a Maurice, se deprime, deja de comer, se rompe por completo y desaparece en ella toda razón de ser. La historia de Monique es triste porque narra cómo la vida de esta madre se deshace. En la última parte de su vida ha sido engañada por su esposo, y sufre como ninguna otra mujer. Con esta experiencia literaria he aprendido a sensibilizarme más; si bien Simone no es “santo de mi devoción”, le otorgo mi reconocimiento por tres excelentes historias en las que logra retratar a las mujeres.


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Definitivamente, tiene una escritura limpia que compromete con sus protagonistas, al punto de retenerte hasta el final. Termino con una frase de esta feminista incansable, la cual resume la trama de este libro: “El problema de la mujer siempre ha sido un problema de hombres.”

La paciencia y la fe:

claves para superar las dificultades

María Camila Ortiz Quijano La historia de Job muestra que la paciencia y la fe, conllevan una buena recompensa. Las dificultades de este personaje nos dejan ver las debilidades del hombre y la fragilidad de su existencia. Job lo tenía todo: riquezas, familia y amigos. Y en un instante, esto se esfumó. Luego, tuvo una grave enfermedad hasta quedar en la miseria. “Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo volveré a ella. El Señor me lo dio todo; el Señor me lo ha quitado; se ha hecho lo que es de su agrado; bendito sea el nombre del Señor”. Estas palabras pronunciadas por Job expresan el mensaje de este libro de la Biblia. Llegamos despojados de cosas materiales y estas cosas no son eternas; lo que si es eterno es nuestra alma. Job tuvo momentos de crisis durante los cuales su fe flaqueó; la influencia de los demás con sus críticas y reproches, lo confundían. Todo esto fue una gran prueba que le puso el Señor para probar su fe y hacerle comprender que la vida presenta obstáculos que debemos asumir sin perder la fe. A través de sus tribulaciones, Job aprende a valorar los bienes eternos de la otra vida y entiende que los bienes terrenales que tenía en la tierra, son efímeros. Esta situación fortalece su fe y lo hace ser

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más paciente pues no espera tener bienes materiales sino alcanzar la felicidad en el reino de Dios. Hay que pensar que cuando somos felices, no nos acordamos de Dios ni pensamos que estas alegrías son dadas por él; no le damos gracias, no reconocemos su presencia. Sin embargo, en los momentos de dificultad o cuando llega la desgracia, generalmente lo culpamos, le reprochamos y suplicamos que nos saque de la situación. Algo similar le ocurre a la esposa de Job; por eso él le responde: “Si recibimos los bienes de la mano de Dios ¿Por qué no recibiremos también los males?” Con estas palabras Job reconoce el poder de Dios. Los amigos de Job comienzan a juzgarlo y atribuyen la desgracia a sus pecados. La pregunta es: ¿Los problemas y pruebas que se nos presentan en la vida son un castigo de Dios por nuestros pecados? Esta visión de Dios es la de un ser castigador; desde otra perspectiva, esta historia nos muestra que las pruebas no son un castigo sino la forma en que aprendemos grandes lecciones de vida; así nos fortalecemos como seres humanos y en nuestra relación de fe con Dios. A veces los factores externos alteran nuestra calidad de vida o nuestras propias acciones provocan desgracia y dolor; por eso no debemos culpar a Dios. Se tiende a responsabilizar a Dios de todos los males y a vanagloriarse de sí mismo por los triunfos obtenidos, negando que la esencia de Dios es el amor; que todo lo que el quiere brindarnos es bienestar y que todo lo bueno, viene de él. Para concluir, puedo decir que la paciencia es un valor que debemos cultivar, especialmente en los momentos difíciles. Es necesario comprender que la vida no es plana, que por el contrario, puede ser impredecible. Esa es su esencia y esa la forma por medio de la cual aprendemos y maduramos con el tiempo. Nos transformamos en nuestro paso por el mundo, como lo experimentó Job. Este personaje supo ofrecer la fragilidad de su condición a Dios y hacerse humilde reconociendo que era un simple ser humano frente a Él. Dios le dio


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mayor fortaleza hasta sacarlo de sus tribulaciones y premiarlo por su paciencia. En el último capítulo, Job entiende la razón de sus pruebas, al decir: “Ya, Señor, te conocía de oídas; pero ahora parece que te veo con mis propios ojos,” enfatizando que todo su dolor lo ayudó a conocer más de Dios. Por todo lo anterior, el libro de Job proporciona a quien lo lee profundas reflexiones y sabiduría.

Tres romances, Opus 94 Autor: Dr. Eduardo Alfonso Benedetto Ana María Marín Díaz El texto gira en torno a un hombre enfermo que comienza a escuchar una flauta que al principio, no sabe si es de verdad o es una alucinación febril. Con el pasar del tiempo se da cuenta que es una flauta de verdad y que la melodía que escucha es el opus 94 de Robert Schumann. Cada parte del romance le recuerda a alguien; la primera a Cris y su oboe, la segunda a María José y a su violín. Con la tercera se ilusiona en conocer a quien está detrás de aquella flauta y que resulta ser músico como él. La historia está muy bien contada ya que comienza de manera trágica y después va tomando tinte cómico. El autor narra los dolores del hombre, cómo agoniza, cómo hasta sus propios pensamientos lo hastían, cómo está solo en su apartamento sin nadie que lo acompañe más que los recuerdos de tres mujeres: Cris, su madre y María José. Cuando el personaje siente que se va a desmayar en el baño, que se va a morir de un golpe en la cabeza contra el bidé y lo van a encontrar desnudo y muerto quien sabe cuándo, creo que la historia logra sacarle sonrisas al lector. Este pensamiento ha pasado por la mente de todos:

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La angustia de morir sin que nadie se dé cuenta, que nos dé el “patatús” sin nadie que nos socorra o ayude de cualquier forma. La manera como el autor maneja la descripción de los síntomas permite a cualquiera que haya estado enfermo (incluyéndome), identificarse. Otro elemento cómico del texto es el final, cuando el personaje cree estar enamorado de quien que toca la flauta; gracias a lo que le dice su ama de llaves, se ilusiona con que es una mujer bonita. La forma en que se maneja el tiempo de la narración no permite que el lector se aleje de la narrativa; es un relato rápido, con detalles que se van descifrando a medida que avanza el texto. Si uno deja de leer no va a saber que Cris fue un amor de José Ignacio, no sabría que él es músico y que trabaja en el Conservatorio dando clases de piano. Tampoco entendería que la flauta no es imaginaria y que el que la toca es su vecino. Si uno deja de leer, no se da cuenta que lo que tiene el hombre es una simple gripa y que la soledad es su mayor dolor.


Prosa diversa



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Matrimonio de médicos Dr. Pedro Rovetto Villalobos, MD. Toda relación personal seria, y “crónica”, es difícil. Que un matrimonio sea entre médicos no lo hace necesariamente más fácil. Como en otras situaciones humanas particulares hay ciertas ventajas y desventajas. Una ventaja importante es compartir un oficio apasionante que siempre da motivos de conversación. Una desventaja simétrica a la anterior es el ocuparse cotidianamente de problemas absorbentes que a veces no dan lugar a otro tipo de conversación. Los hijos y amigos pueden quejarse en las reuniones cuando sólo se habla de medicina. Y en cuanto al tiempo compartido como pareja, éste puede escasear peligrosamente. Podría usarse la imagen que en otras ocasiones han usado algunos escritores: una pareja de médicos puede parecer “barcos que se cruzan en la noche”. Barcos iluminados y cargados de problemas clínicos, administrativos, sociales y políticos que se cruzan en centros médicos y hospitales (o en sus estacionamientos, lo he vivido). La medicina a veces sólo nos permite saludarnos de barco a barco para extender la alegoría. Soy médico y llevo treinta y siete años casado con una colega. Si recuerdo bien nos hicimos novios en histología del sistema circulatorio, nos casamos en consulta externa de medicina interna y nuestro primer hijo nació en el internado. Cualquier estudiante de medicina puede reconocer esa cronología. Frecuentemente mi esposa me acompaña a “mis” congresos y yo a los de ella. Yo, por ejemplo, siendo patólogo tengo un diplomita de

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puericultor, y ella siendo nefróloga tiene uno de medicina de transfusión. En estas salidas procuramos ser un poco infieles a nuestra “amante” (palabras de una profesora mía), la medicina. Pero en otras ocasiones nos toca viajar solos con nuestra “amante” a lugares extraños y bailar en fiestas con otras personas lo que cada día, lo confieso, se me hace más difícil. Hace dos años hice escala en París después de un viaje de investigación a África. Era el último día del invierno, el cielo estaba de un azul clarísimo y llegué a Notre Dame. En el puente, caminando desde la ribera izquierda, encontré un músico callejero que al saxofón tocaba standards de jazz. No hay escena parisina más romántica o cliché más ridículo. Pero se me salieron las lágrimas recordando que era la música preferida de mi esposa. Podría haber repetido el prototípico grito ¡París sin ti! con ojos húmedos que quería esconder. Por lo tanto entré un poco avergonzado a la Catedral. Di una vuelta por ahí y llegué a la tienda de turistas. Seguía pensando en mi esposa. Vi un pequeño brazalete con una cruz y una perla. Pregunté el precio y me pareció caro. Tengan en cuenta que estaba al final del viaje y el precio era en euros, pues habitualmente no soy tacaño. Di otra vuelta a la iglesia en sentido contrario. Al pasar de nuevo la joven de la tienda me miró, sonrió y dijo: “Sabía que volvería”. Compré emocionado el brazalete que me envolvieron elegantemente en una pequeña cajita. Esta vez volvería a Cali con algo más descrestador que un pañuelito comprado en La Samaritaine. Mi esposa lloró al recibir el brazalete pues la parábola evangélica de la Perla de gran valor tiene un significado personal para nosotros. Se colocó el brazalete, aunque dicho sea de paso no le gustan mucho las perlas como joya. En resumen, quedé como un rey. Bueno, a las pocas semanas se le perdió el brazalete al cambiarse para una cesárea. Narro las circunstancias del extravío porque muchos


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colegas han dado parecida excusa tras perder, por ejemplo, el anillo de matrimonio al lavarse las manos para entrar a cirugía. Como dice el lema del escudo de armas del Reino Unido: “Honi soit qui mal y pense” o maldito sea quien piensa mal. Creo en mis compañeros médicos y no dudo la veracidad de sus historias pero habrá quien ha perdido su alianza matrimonial en otros lugares o circunstancias y callo por solidaridad gremial (no de género). De todas maneras a muchos médicos se nos pierden muchas cosas y ojalá no se nos pierda el matrimonio en salas de cambio de bata, “tinteaderos” de cirugía, etc. Pues vale la pena y es motivo de orgullo sobrevivir con dificultades y felicidad a un matrimonio entre médicos, con su “cruz” y su “perla”.

Perfectamente imperfecto Juan Felipe Holguín Jaramillo El siguiente poema, lo hice a partir de lo que veo a mi alrededor a medida que este semestre ha transcurrido, nuevas parejas terminan y otras comienzan. Debo admitir que es uno de los pocos poemas que he realizado y no es un género literario en el cual me siento cómodo; sin embargo lo veo de la misma forma que un padre recibe los primeros pasos de su hijo. Cualquiera se enamora del amor. ¿Quién no se enamora de las rosas? ¿Quién no se enamora de las cartas? ¿Quién no se enamora de la perfección del amor? Es mucho más desafiante, A mi parecer, Mucho más nocivo para la salud

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Y mucho más gratificante Enamorarse de una persona. ¿Quién se enamora de las espinas? ¿Quien se enamora de las cenizas? ¿Quién se enamora de la imperfección de una persona? Será desde luego: un enamorado Pues no existe otra palabra para él, Y lo más curioso, lo más inquietante Es que él tampoco diferencia la imperfección.

Un gran día Laura Mejía Gutiérrez A mí la música me llena el corazón. Es una representación de lo que siento y quiero. Uno de mis artistas favoritos es Enrique Ortiz de Landázuri Izardui, conocido como Enrique Bunbury. Este personaje es un músico español que desde niño empezó su carrera. Conozco su música desde pequeña y me encanta relacionarme con su vida y entorno. En septiembre de 2009 me enteré que venía a Bogotá a dar un concierto. ¡Fue la mejor noticia recibida! Para comprar la boleta vendí lasañas y postres a gente que conocía. Cuando la compré y tenía el viaje planeado, decidí contarle a mi madre quien recibió la noticia con mucha alegría. Ella sabía cuánto quería yo asistir a este gran evento. En lo único que pensaba era en el concierto. Mi ilusión era cantar con todas las ganas, sentir su energía y ver su show, que era tan famoso. Se iba acercando el día así que empaqué la maleta y tomé un bus directo hacia el lugar donde Enrique esperaba a mucha gente. Sabía que sus cantos expresarían unas cuantas verdades de su vida;


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quizás para el resto de espectadores, la motivación era la identificación personal con cada una de las canciones. El momento llegó justo en la puerta del teatro Downtown Majestic el viernes 16 de octubre a las 9:00 p.m. en Bogotá. Esperé mucho rato para entrar, aproximadamente una hora y media, con ansias de ver lo que se venía. Hice una fila muy larga y no avanzaba nada. A mi alrededor, mucha gente cantaba sus canciones, emocionada por su presencia. Al entrar, me pidieron la boleta. La pasé desprevenida, viendo la gente vestida de negro, en su mayoría. A cada instante, el lugar se iba quedando pequeño. Había llegado mucha gente. Cuando se apagaron las luces, Enrique salió por un extremo del escenario, saludando, con gran energía. Sentí algo que es inexplicable. Lo único que les puedo contar es que los pelos de los brazos se erizaron y sentí la euforia de cada persona en el concierto. Era algo jamás había visto. Empezó a tocar en su guitarra una de sus mejores canciones: El club de los imposibles. Canté como nunca y veía que cada paso era una cosa de locos. Después siguió su repertorio con la Señorita Hermafrodita, Hay muy poca gente, Bujías para el dolor, Ahora, Sólo si me perdonas, y después, Sácame de aquí. Cuando escuché esta canción sentí que tenía que cantar. Entonces lo que hice fue cerrar los ojos y dejar que mi voz se entendiera con el resto, guiándome por Enrique y cantando a su ritmo. Fue un éxito total. Luego siguió con De mayor, El extranjero, Desmejorado, Contar contigo, Infinito, El hombre delgado que no flaqueará jamás, Los restos del naufragio, Sí, El rescate y Apuesta por el Rock’n’Roll. Después siguió con Lady Blue, Alicia, Que tengas suertecita, Si no fuera por ti, El viento a favor, No me llames cariño, Canto, y por último...Y al final. Estas últimas canciones son las que realmente me encantan. Lo único que hacía cuando escuchaba cada canción, era sorprenderme

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porque pensaba que jamás las escucharía en persona. Entonces, yo cantaba con todas las ganas. Su show fue un éxito. Sentía algo extraño. Lo que sí les puedo decir es que se tiene que vivir el momento para poder entender. Llegué a dormir a la casa donde sentía todavía el placer del gran evento. Nunca les conté que asistí con mis amigas. Gracias a ellas puede lograr todo lo que quería. Las llevo en el corazón y nos entendemos muy bien. Hay que tener en cuenta que las tres amamos su música y pasamos horas escuchándola. Así que aquí termina todo, un sueño que llegó a ser realidad. En fin, quería compartir con ustedes esta maravillosa experiencia.

Morir de amor Alejandra Cárdenas González ¿Quién es ese hombre que me ve a lo lejos? Me es un poco familiar, pero aun así, no sé quién es. Se acerca y ayyy corazón ¿Qué pasó contigo? ¿Por qué te quieres salir de mi pecho? ¿Por qué apresuras el fin de tu latir por un desconocido que camina hacia ti? No veo bien su rostro, mechones con especial cadencia lo cubren dejando un enigma. Camina cada vez más rápido. ¿Me conocerá? Sigue caminando, está a escasos pasos de mí y la taquicardia empeora. Pienso que se detendrá de improviso. Está muy cerca. Su cara frente a la mía. Sus labios frente a los míos. Gira con suavidad su cabeza, tocamos piel con piel. Me da un beso natural, traído de la memoria. Sin embargo, sigue siendo un desconocido. El beso sabe a muchos días, sabe a esperanza rota. Pronto, ya no sabe a nada. Pies y manos están frías, piel y labios, azules. He muerto. Morí de amor, justo en este momento, cuando muy tarde, comprendiste que me amabas.


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Amor de día Alejandra Cárdenas González Despertó a las 5:30 a.m. en un andén del centro de Cali. La mañana seguía oscura. Lo único que parecía iluminarla, era su silueta que descendía. Con falda corta y ombliguera, consiguió el dinero para el pan que sus manos sostenían. Se saludaron recuperando besos y caricias que en la noche fueron prestados. Luego, siguieron juntos tomados de las manos, por la calles desiertas.

El hotel María Camila Ortiz Quijano En un peculiar pueblo de Alemania algunos integrantes de las familias Forero y Flórez presenciaron hechos paranormales durante la época de vacaciones en 1998. El sol se asomaba en aquel horizonte como el destello que emerge en un volcán cuando entra en erupción; en la noche, la luna y las estrellas cubrían esa pequeña, oscura e inhóspita parte de la tierra. Cuando las familias llegaron a Rothenburg, divisaron un hermoso hotel que produjo el anhelo por hospedarse allí. Con un devastador agobio se dirigieron a las habitaciones que les habían asignado. Ya eran las doce de la noche y Rosa Forero no podía cerrar los ojos que observaban detenidamente la misteriosa placa de cobre incrustada en la puerta por la que se ingresaba a la penumbra de su dormitorio. De pronto, entró una dulce niña aproximadamente de unos diez años de edad. Su cabello era dorado, sus ojos azul celeste y tenía un gran vestido propio de la época medieval. Lo extraño fue que la


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pequeña miraba fijamente a Eduardo Forero, todavía dormido. Después, desvió su mirada hacia Rosa, mostrándole una sonrisa macabra, que daba la sensación de estar en un mundo tenebroso y frío. Luego, salió muy lentamente por la puerta y en ese instante, Eduardo se despertó por los tremendos gritos de su esposa. Enseguida bajaron a la administración para obtener información de lo que había ocurrido y el encargado les informó que no sabía; por tal motivo, los Forero buscaron a sus amigos los Flórez, que no podían creer todo lo ocurrido. Decidieron quedarse todos juntos en la habitación de los Flórez donde comenzó el mismo dilema pero ahora con Vanessa Flórez y su hija Anita que vieron a la misma niña mientras los demás dormían. Esta vez, no venía sola sino con cinco amiguitos más, menores que ella. Comenzaron a cantar, a jugar y a llamar a Anita para que los acompañara. Ella no les hacía caso y rezaba junto a su mamá mientras los niños atravesaban la pared sin dejar rastro. A las seis de la mañana todos estaban listos para irse… Un mes después, cuando llegaron a Colombia, emprendieron una exhaustiva investigación por la que se dieron cuenta que el lugar donde se habían hospedado, había sido un castillo del Siglo XVI, remodelado y convertido en hotel.

De pelos Laura Semaan Gutiérrez Hoy es lunes, tercera semana del mes de septiembre de dos mil once. El frío del viento y ese mínimo rayito de luz que se filtra por la ventana, me hicieron pensar que eran alrededor de las 5 y media de la mañana. Por la ventanita del baño, vi que estaba lloviendo. De pronto, repetí mil veces, “juepuchaaaaa!! , otra vez el pelo con friz’’. Solo veía “el pelo de loca’’ en mi cabeza de primípara, que por supuesto, otros


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no notarían. Entré a mi cuarto y me vestí. Regresé a la pelea con el espejo… dele y dele con cremas y peinetas. En esas salió mi mamá y me dijo “¿Cuál es tu renegadera ?’’ Al contarle, me respondió con risa que me contaría una historia parecida para mi consuelo. Redondeando el año 1987, no recuerda muy bien mi mami, ella estudiaba Psicología en la Universidad Javeriana de Cali. En “su época”, la apariencia era mucho más importante que ahora y las mujeres siempre competían por estar a la vanguardia de la revista vanity fair. Gracias a la aparición en películas y afiches de taller de mecánica de la actriz hollywoodense Farrah Fawcett, se impuso la moda de “la permanente con el flequillo mono”. Como buenos colombianos que somos, dice mi mamá, se tenía que inventar “la manera criolla” de tener el flequillo y la permanente. Una tarde mi madre llegó desesperada a la casa a seguir el consejo de su amiga Olga de cómo tinturarse el pelo con limón. Ni corta ni perezosa, mi mamá exprimió 5 limones, se echó el zumo en el flequillo y se puso al sol. Como era de esperarse en cualquier historia dramática, mi mamá se durmió. Pasaron 4 horas y cuando se despertó, corrió al baño a ver su nuevo look. En el espejo vio la cara de shock de una adolescente, con una mancha amarilla en una melena oscura de rizado pelo. Era un total desastre. Tuvo que salir del baño y aguantarse la burla de 3 hermanos mientras la llevaban a la peluquería a hacerle cualquier arreglito que disimulara “el manchón”. Para completar, me dijo mi mama, “no hay nada peor que aguantarse la burla de una peluquera que es la mejor amiga de la mamá de uno y se las sabe todas”. A fin de cuentas sí estrenó pelo, salió de la peluquería con “rayitos” y desde ahí, le dicen Mona. Con esa trágica historia sobre cabelleras, decidí no preocuparme más. Simplemente me acuerdo del manchón cuando veo llover y me río en mis adentros de la historia de mi mamá.

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Mi frente en alto Guithel Birmaher Avalos

Esta foto que estás viendo, es la de una historia de guerra y despedidas. Es la historia de vida y muerte de mi familia, de mi abuelo y mi sangre. Boris Birmaher y Raquel Ledensnaider eran humildes campesinos rumanos de un pueblito llamado Besarabia; Polonia y Rusia disputaban su pertenencia. Boris y Raquel tuvieron 7 hijos. El primero, Samuel; el segundo, Luis; la tercera, Lía; el cuarto, Jorge (mi abuelo); el quinto, Saúl; el sexto, Daniel; y la séptima, Gentlen. Vivian en las estepas para protegerse del frio; estas son áreas de escaso relieve con cubierta vegetal herbácea y clima seco. Su gastronomía era rusa. Tomaban te y comían en platos muy grandes. A sus 13 anos, mi abuelo trabajaba de día en una tabacalera y en la noche, estudiaba. Mi bisabuelo Boris tenía por costumbre mandar a sus hijos a América, al cumplir la edad requerida para prestar servicio militar. Así los protegía del conflicto. A Samuel lo mandó a Brasil, donde se casó, tuvo hijos y murió. A Luis lo mandó a Estados Unidos, y a Jorge (mi abuelito) lo embarcó con unos gitanos quienes lo ayudaron a irse de


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polizonte en un barco con destino a Brasil, a escondidas de mi bisabuela Raquel. En el transcurso del viaje lo descubrieron y le dieron el oficio de ayudante de cocina. Mientras tanto en Rumania, Lía y Gentlen fueron llevadas a un campo de concentración. A Lía le arrebataron su bebé de 9 meses y delante de su hermana, un soldado lo lanzó contra un muro. Gentlen perdió sus dos hijos entre uno y otro campo de concentración. Un día, Lía se levantó asustada, despertó a su hermana y le dijo que había soñado que las iban a matar esa mañana. Gentlen se escondió detrás de unas cajas y en ese momento, entraron los soldados disparando ráfagas. Lía no alcanzó a esconderse, y murió. Gentlen se ocultó entre los cadáveres y cuando pudo, escapó. Durante muchos días, tuvo que comer pasto para sobrevivir. Tiempo después, terminó recluida en otro campo de concentración, ubicado en Rusia, mientras Saúl y Daniel sobrevivivieron escondidos durante años. A mis bisabuelos los amarraron a un árbol hasta que murieron de inanición; se sabe que les prendieron fuego junto con los muebles de la finca. Todo esto sucedió porque el gobernante de Rumania se había vendido a los alemanes y acusó a mis abuelos de haber vendido unas vacas a los rusos. Cuando mi abuelito Jorge llegó a Brasil, se encontró con Samuel Zarcoski, se hicieron amigos y trabajaron juntos vendiendo paraguas y sombreros en alguna esquina. Mi abuelito compraba café, lo mezclaba con agua para que le durara y comía banano para remediar el hambre. Esa fue su dieta durante mucho tiempo. Se dedicó a ahorrar y pudo viajar hasta Colombia. En Cali, comenzó vendiendo telas de puerta en puerta a pie y luego, en bicicleta. Hasta que conoció a Isaura Grisales Vargas, mi abuelita, con la que se casó y tuvieron muchos hijos. Doce en total. Sobrevivieron Jaime (el mayor), Sonia (la segunda), Miguel Antonio, mi padre (el tercero), y el menor cuyo nombre era Elías. Tiempo

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después, Saúl y Daniel pudieron venirse en un barco. Mi abuelo les compró una casa en el barrio Granada y los puso a trabajar en una zapatería. Luego de varios años, Gentlen pudo hacer contacto con su hermano y comenzaron a mandarse cartas. Esto ocurrió entre los años cuarenta y cuarenta y dos. Para ese entonces, mi abuelo había comprado el trapiche de mulas “El Cairo” y gracias a los ingresos del negocio, pudo hacer los trámites para traer a Gentlen a Colombia. Cuando ella llegó, estaba muy enferma; tenía problemas digestivos y cardiacos. Mi abuelo la llevó a vivir con sus otros dos hermanos, Saúl y Daniel. Mi abuelito, Don Jorge Birmaher, como lo conocían todos, vivió la vida momento a momento. Disfrutaba hasta de los detalles más mínimos. Era muy alegre. También era leal y agradecido. Un padre y esposo responsable. Y seguramente, un excelente abuelo. Falleció a los 68 años de un infarto fulminante, una noche lluviosa, en una de sus fincas. Como ve, la historia no es tan simple. Es una historia triste compuesta por momentos devastadores de una familia. Pero a pesar de los obstáculos, todos lucharon con fuerza, no perdieron la esperanza ni se dieron por vencidos. Esta historia que refleja la vida y muerte de una familia, me deja la frente en alto. Es la historia de los Birmaher, mi familia.

Un milagro Isabella Ospina Castillo Era un jueves, 4 de junio de año 1998. En ese entonces yo tenía 5 años y estaba en el jardín infantil cursando kínder en la ciudad de Guadalajara de Buga. Mi mamá trabajaba en un pueblo cercano a Buga


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llamado Yotoco; en carro nos demorábamos en llegar, más o menos 20 minutos. Mi papá y yo siempre íbamos a llevarla. Me encantaba acompañarlos todas las mañanas. Ese día íbamos a hacer la rutina de todos los días. Recuerdo estar muy pendiente de los carros y de las casas abandonadas al lado de la vía. Había un lote gigante que se inundaba cuando se desbordaba el río Cauca; afortunadamente para lo que sucedería, el río no estaba crecido y el lote estaba seco. Delante de nosotros iba un carro blanco que se detuvo con gran impacto. Mi papá, en una reacción inmediata, se detuvo. Todos observamos la tragedia. Primero, escuchamos golpes de vidrios y el ruido que hacen las llantas cuando los carros frenan. De pronto, una camioneta blanca con estacas sale por el aire y cae en la parte izquierda de la carretera, justo en el lote. Rápidamente, salimos todos del carro. Afortunadamente no nos pasó nada pero sabíamos que la gente que iba adelante podría estar muerta. Nos fuimos hasta el carro blanco y mi papá con rapidez, socorrió a la persona que iba manejando, una señora robusta, de pelo ondulado y corto cuyo nombre era Martha. Confundida pero consciente, estaba atascada con el timón del carro. Mi papá la ayudó a salir. La señora se sentó en otro carro esperando que una ambulancia llegara; estaba con la cara ensangrentada y llorando de miedo. Más adelante del carro blanco había otro carro de color rojo y un hombre muy alto tenía un golpe en la cabeza. Al parecer, estaba en mejores condiciones que la señora Martha. Adelante del carro rojo estaba el carro del accidente, el del impacto con la camioneta de estacas. Era el de una mujer en estado de embarazo, que lloraba desesperadamente pidiendo auxilio. Mi papá la reconoció de inmediato, era la esposa de un amigo de la familia, del tío de Nicole, mi amiga. Ella iba con un compañero de trabajo. El timón le había pegado en su estómago. Tenía cortadas en su cabeza a causa de los vidrios del

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parabrisas y pedía ayuda a mi papá. Yo siempre estaba detrás de él y percibía su sensación de angustia. Cuando llegó la ambulancia, a María del Carmen, como estaba en embarazo, la atendieron de inmediato. Los paramédicos dijeron que la bebé estaba muy bien, que sus latidos eran frecuentes pero que debían llevarla al hospital para que la revisaran. De inmediato, los paramédicos ayudaron a aquel conductor que había provocado el accidente, el de la camioneta de estacas. Salieron con el señor en brazos. Recuerdo que tenía la cara llena de sangre y que fijamente se quedó mirándonos como si nos recordase de algún tiempo pasado o como si mi papá hubiera sido el culpable del accidente. Estaba muy enojado. Resulta que había sufrido de un desmayo mientras manejaba; los paramédicos concluyeron que aquel hombre podía ser diabético. La familia de María del Carmen llegó al lugar del accidente y también llegó mi amiga Nicole. Mi papá tenía que llevar a mi mamá al trabajo y yo me quedé con Nicole. Nos devolvimos a Buga, muy preocupados por María del Carmen. Por la tarde fuimos a su casa. Su bebé estaba en perfecto estado y ella tenía raspones en la cara. María del Carmen decidió ponerle a su bebita mi nombre, Isabella, quien ya es una niña de 9 años. Todos creemos que su bebita es un milagro.


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Sobre los autores María Camila Sierra Zuluaga, Daniela Jiménez Paredes, María Carolina Falla Martínez, Isabel Cristina Ángel Escobar, María Paula Cortés Salas, Paola Andrea Vélez Jiménez, Juan Sebastián Galindo Sánchez, David Santiago Muelas Solarte, Guithel Birmaher Avalos, Alexandra Balmaceda Escobar, Natalia Ruiz Tovar, Juan Pablo Murcia Muñoz, Diana Carolina Ospina Casas, Valentina Herrera Mejía, Diana Marcela Arango Hurtado, Daniela Londoño Restrepo, Karen Andrea Torres Bermúdez, Juan Felipe Holguín Jaramillo, Alejandra Cárdenas González, Edwin Herney Garcés Caicedo, Connie Daniela Iturre Rodríguez, Christian Pinilla Medina, Juan David Carbonell Bonelo, Adriana González Rojas, María Camila Ortiz Quijano, Ana María Marín Díaz, Laura Mejía Gutiérrez, Laura Semaan Gutiérrez, Isabella Ospina Castillo, son estudiantes de la Carrera de Medicina de la Pontificia Universidad Javeriana Cali.

Pedro Alejandro Rovetto V., MD.

Médico cirujano, Universidad del Valle. Especialista en Patología Anatómica (Universidad de Miami) Patología Clínica (Universidad de Cincinnati) e Inmunohematología (Universidad de Minnesota). Profesor universitario desde hace 30 años. Investigador del Grupo Historia de la Medicina Colombiana.

Gloria Inés Flórez V.

Trabajadora Social, Universidad del Valle. Especialista en Administración del Talento Humano, Universidad del Valle y Penn State University. Magistra en Administración de Empresas de la Universidad Javeriana Cali. Profesora universitaria. Secretaria Académica de la Facultad de Ciencias de la Salud de la Pontificia Universidad Javeriana Cali.

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Florencia Mora A.

Licenciada en Ciencias Sociales y Literatura, Universidad del Valle. Especialista en EnseĂąanza de las Ciencias Sociales e Historia de Colombia. Magister en FilosofĂ­a, Universidad del Valle. Profesora del Departamento de Humanidades, Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales, Pontificia Universidad Javeriana Cali.




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