D I R E C TO R I O UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE CHIHUAHUA M.E. Luis Alberto Fierro Ramírez Rector M.A.V. Raúl Sánchez Trillo Secretario General M.L. Ramón Gerónimo Olvera Neder Director de Extensión y Difusión Cultural FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS
Cuidado editorial: David Armando Córdova Prado Lic. Luis Fernando Rangel Flores Delma Denisse Flores Rodríguez Lic. Daniel Arturo Almeida Trasviña Consejo consultivo: Dra. Mónica Torres Torija González Dr. Marco Vladimir Guerrero Heredia (c)Dr. Felipe Armando Saavedra Montoya Grupo disciplinar. Literatura y cultura del norte de México
Dr. Armando Villanueva Ledezma Director M.A.N. Alejandro Chávez Ramírez Secretario de Extensión y Difusión Cultural CONSEJO EDITORIAL M.A.N. Alejandro Chávez Ramírez Director Lic. Daniel Arturo Almeida Trasviña Lic. Luis Fernando Rangel Flores Secretarios Dra. Angélica Sandoval Pineda Dr. Frank Malgesini Burke Dr. César Sotelo Guitiérrez Dr. Tomás Chacón Rivera Dr. César Santiesteban Baca Dr. Arturo Rico Bovio Dr. Alberto Pérez Piñón Dr. Gerardo Ascencio Baca Dr. Javier Contreras Orozco Dr. José Romo González Dictaminadores
Metamorfosis. Nueva época. Año 51, número 50, julio-diciembre de 2019 es una publicación semestral editada por la Universidad Autónoma de Chihuahua. Calle Escorza #900. C.P. 31000, Chihuahua, Chih. Tel. (614) 439-1500 ext. 3844, www.ffyl.uach.mx / metamorfosis@uach.mx Editor responsable: Luis Fernando Rangel Flores. Reserva de Derechos al Uso Exclusivo No. 04-2012-03291338300-102 ISSN: 2007-6525, ambos otorgados por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Este número se terminó de imprimir en noviembre con un tiraje de 500 ejemplares. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización de la Universidad Autónoma de Chihuahua.
La impresión de este número se realizó con el apoyo y colaboración de la Secretaría de Cultura del Estado de Chihuahua.
EDI TO R I AL A ochenta años del nacimiento de Jesús Gardea —y a cuarenta años de la publicación de Los viernes de Lautaro— rendimos este homenaje a uno de los autores chihuahuenses más destacados de la narrativa mexicana del siglo xx. Considerado uno de los pilares de la literatura del norte de México, Gardea se presenta ante nosotros como un personaje difícil de explicar: es por eso que este homenaje pretende ser un ejercicio crítico y literario, enfrentándonos ante un Gardea que lo mismo escribe cuento, poesía y novela —en una práctica de depuración del lenguaje—, que a un Gardea visto en la luz del sol, en la sombra de un árbol, en los ojos de su hijo y en los ojos de la crítica y de los escritores que se acercaron a él en la lectura de su compleja obra. En estas páginas el lector se encontrará con trabajos que dialogan entre la vida y obra del escritor chihuahuense. Explorando su trabajo desde diferentes perspectivas, nos encontramos ante un reconocimiento a su legado. De igual manera, ofrecemos un dossier integrado por fragmentos de la obra de Jesús Gardea para deleite del lector: un acercamiento a sus primeras dos publicaciones de cuento —Los viernes de Lautaro y Septiembre y los otros días—, así como a Canciones para una sola cuerda, su único libro de poesía. Finalmente, extendemos un agradecimiento a Iván Gardea —por su atención y su generosidad—, quien nos apoyó con el material gráfico, tanto con los grabados como las fotografías que ilustran esta edición, y nos facilitó la reproducción de los textos que integran el dossier. Agradecemos al Grupo disciplinar “Literatura y cultura del norte de México” y en especial a la Dra. Mónica Torres Torija González, quien siempre estuvo al pendiente del proyecto y nos apoyó con sus gestiones y su conocimiento. No nos queda sino invitar a la lectura de este número. Que esta revista sea una puerta al mundo de uno de los autores más importantes de la narrativa del país: que esta revista sea un recorrido por Placeres. M.A.N. Alejandro Chávez Ramírez Director del Consejo Editorial de Metamorfosis
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Jesús Gardea: el artificio poético de la palabra Mónica Torres Torija González, Marco Vladimir Guerrero Heredia, Felipe A. Saavedra Montoya
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Mi padre y los árboles Iván Gardea
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Jesús Gardea: las terrazas solares del aire Luis Jorge Boone
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Figura de la letra, Jesús Gardea Alberto Paredes
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Jesús Gardea, cuentista Eduardo Antonio Parra
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El sol y los nombres Margo Glantz
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El hijo del Chuvíscar Emiliano Monge
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Claves para la comprensión de la cuentística de Jesús Gardea. A propósito de “Aquellos Bamba” y “Los viernes de Lautaro” Gabriel Osuna
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Like the world: historia mínima de un cuento antologado Miguel Rodríguez Lozano De alba sombría Vicente Francisco Torres
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La herencia simbólica: palimpsesto y relato transgeneracional en “Último otoño”, de Jesús Gardea Víctor Barrera Enderle
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Triste, triste soliloquio del amargo. Un cuento de Jesús Gardea Maritza Buendía
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Barroco intraducible: Jesús Gardea en la frontera de la “literatura mundial” Oswaldo Zavala
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La poética de la luz en los cuentos de Jesús Gardea Fabiola Román González y Carlos Urani Montiel
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Las estrategias aforísticas de Jesús Gardea José Manuel García García
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La canción de las mulas muertas Luis Arturo Ramos
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Los espectros de Leónidas Góngora y Fausto Vargas Daniela Tarazona
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Juegos, focos, espejos, pájaros y cucharas en Sóbol Javier Hernández Quezada
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Cuando el lugar se lleva en el alma: el desierto en Jesús Gardea, Ricardo Elizondo, Gerardo Cornejo y Daniel Sada Ilda Elizabeth Moreno
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El erotismo silente en el cuerpo femenino del espacio gardeano Mónica Torres Torija González
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Réquiem por Jesús Gardea Mónica Torres Torija González
Expresión de lo femenino en un esbozo de lectura de “De alba sombría” Tatiana Navallo DOSSIER Extractos de la obra de Jesús Gardea Los viernes de Lautaro La pecera Soliloquio del amargo Hombre solo Ángel de los veranos Canciones para una sola cuerda (fragmento)
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JESÚS GARDEA: EL ARTIFICIO POÉTICO DE LA PALABRA
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n 1986, la uacj (Universidad Autónoma de Ciudad Juárez) le hizo entrega a Jesús Gardea del Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares por una decisión del jurado que valoró “el regionalismo proyectado dentro de una dimensión de universalidad”1 y porque “los personajes que crea están fuera del tiempo y del espacio, porque reflejan el perenne predicamento humano en todos sus distintos y complicados matices”.2 Dos atributos que bien pueden caracterizar la producción literaria del escritor chihuahuense, pues si bien parte de un anclaje a la vastedad del llano norteño, las problemáticas que aborda en sus relatos y en sus novelas atisban a presentar las complejidades de la posmodernidad, en la insoslayable y compleja naturaleza de la condición humana. A ochenta años de su natalicio, la revista Metamorfosis ha querido rendirle un homenaje a este insigne escritor chihuahuense que ha rebasado las fronteras del norte de México, para construir un imaginario que refleja la solitud humana así como los avatares de la existencia. Para ello, se ha congregado un equipo de investigadores y escritores de reconocido prestigio nacional e internacional para hacer un recorrido por la obra gardeana y surcar por senderos neobarrocos de una prosa poética que juega con claroscuros, retruécanos y sinestesias, elipsis, hipérbaton y metonimias 1 Ferrogay, F. Primer encuentro de escritores de la frontera norte. UACJ Histórico cultural. Obtenido el 20 de noviembre de 2017 de https://www. youtube.com/watch?v=hg7nsytlfvk 2 Ibídem. * Grupo disciplinar: Literatura y cultura del norte de México
que muestran la gran maestría con que Jesús Gardea forjó su lacónico estilo, al cincelar cada frase con el tono y el ritmo que imprimió en el texto narrado, al que concibió como una caja de resonancia, donde las palabras se convirtieron en el tornavoz de su artificio poético. En este número homenaje, contamos con la presencia de Iván Gardea, hijo del escritor, quien evoca el retrato más personal del autor a partir del recuerdo filial. Luego viene la participación de siete creadores de talla internacional, eminentemente narradores, una de ellas contemporánea del autor (caso de Margo Glantz) y los otros, dignos herederos de una literatura del norte, de los narradores del desierto, y otros una generación más joven, pero que ha sabido asimilar el influjo gardeano: Luis Arturo Ramos, Eduardo Antonio Parra, Maritza Buendía, Daniela Tarazona, Luis Jorge Boone y Emiliano Monge. Por último, los investigadores; académicos que han seguido la huella y que han abordado en diversos artículos y textos críticos, reflexiones en torno a la obra de Gardea. Del ámbito nacional se encuentran: Alberto Paredes (unam), Vicente Francisco Torres (uam), Miguel Rodríguez Lozano (unam), Víctor Barrera (uanl), Javier Hernández Quezada (uabc), Urani Montiel, al lado de Fabiola Román (uacj), Elizabeth Moreno Rojas (uas) y Mónica Torres Torija (uach); del ámbito internacional están: José Manuel García (nmsu), Oswaldo Zavala (cuny) y Tatiana Navallo (aqám).
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Mónica Torres Torija González Marco Vladimir Guerrero Heredia Felipe Armando Saavedra Montoya
A lo largo de veintiún textos, el lector podrá transitar por la singularidad estética de Jesús Gardea, desde la perspectiva de la crítica literaria, así como por una pequeña antología de sus relatos: “Los viernes de Lautaro”, “La pecera”, “Hombre solo”, “Soliloquio del amargo” y “Ángel de los veranos”, además de su poesía, con algunos poemas de Canciones para una sola cuerda. Finaliza el homenaje con un “Réquiem por Jesús Gardea Rocha”, con una orquestación de voces de varias entrevistas realizadas al autor, que perfilan su poética personal. Iván Gardea en “Mi padre y los árboles” hace una remembranza de la convivencia del padre y del hijo, sobre todo en aquellos recuerdos que señalan la aguda percepción que Jesús Gardea tenía en torno a la forma de mirar las cosas, en cómo estaban “bañadas por la luz”. Una mirada contemplativa que luego encontraremos en el imaginario de Placeres, en ese sol abrasador que baña las calles creando un sofocado infierno. La agudeza visual, la mirada prístina, es lo que resalta Iván como un atributo en la genialidad de Gardea como narrador, que luego se verá plasmada en su narrativa al lograr condensar con mínimos detalles la esencialidad del mundo observado. Luis Jorge Boone en “Las terrazas solares del aire” nos aporta unos apuntes biográficos que terminan por dibujar la figura de autor. Despliega una serie de rasgos interesantes que van caracterizando la narrativa gardeana: la omnipresencia de la luz (el sol gardeano),
la inmovilidad de los personajes que se abisman en sí mismos, novelas donde la anécdota es mínima, pasajes donde aparentemente no sucede gran cosa. Lo define como un escritor que transita por varios registros, desde un barroquismo deleitante hasta un lirismo bronco. Alberto Paredes en “Figuras de la letra: Jesús Gardea” resalta el carácter psicologista de la narrativa gardeana al considerar que el escenario geográfico contribuye inequívocamente a modelar las vidas humanas que en él se desenvuelven, es una especie de geografía humanizada. Señala la importancia del silencio que en la narrativa de Gardea es una actitud, una manera de vivir, pero sobre todo, una manera de mirar al mundo y a la propia vida. De ahí la sintonía entre el discurso y la forma de caracterizar al personaje y a las historias. Parquedad en las palabras, certeza existencial de que la vida se vive bajo una clara noción de extranjería. Eduardo Antonio Parra en “Jesús Gardea, cuentista” hace hincapié en la primera experiencia lectora de uno de los relatos del autor, la impresión causada por la atmósfera, por el calor, el mundo cerrado, la soledad, el lenguaje parco hasta la desesperación que muestra a contraluz el brutal vacío de la existencia. Parra ante todo privilegia al Gardea cuentista que al novelista. Reconoce algunas influencias que la misma crítica ha señalado como Kafka (lo absurdo), Rulfo (el laconismo y lo poético) y Faulkner (la soledad y el desamparo) e incluso ciertos ecos de Horacio Quiroga (hombres enfrentados a las fuerzas de la naturaleza). A través de
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un recorrido por varios cuentos, Parra analiza los rasgos más representativos que hacen de Jesús Gardea un “escritor único, excepcional, y sus relatos no se parecen a nada que hayamos leído, ni antes ni ahora”. Margo Glantz en su texto “El sol y los nombres: Jesús Gardea” analiza la peculiaridad con que Jesús Gardea nombra a sus personajes, en una profusión maravillosa “pues pudiera decirse que en esos nombres está escondido un mundo misterioso y profundo”. Describe el asombro que le produjeron los textos de Gardea por su construcción impecable, clásica y por la ruptura de la construcción, sentido lógico y producción de un sentido del desafuero. Para demostrarlo, realiza el análisis del cuento de “Trinitario” como modelo de esa escritura de construcciones asistemáticas que consumen a Gardea y lo “hacen perseguir sus mismas vanidades, sus mismas discordancias”. Emiliano Monge en “El hijo del Chuvíscar” concentra su ensayo en Los viernes de Lautaro, que lo considera el libro de relatos más importante de nuestra narrativa de la soledad. Considera a Jesús Gardea uno de los autores cardinales de entre todos los autores mexicanos de los últimos cincuenta años, ya que propuso concepciones del tiempo, del espacio y del lenguaje enteramente nuevas, así como de la descomposición de la frase no poética. De acuerdo con Monge, Gardea dio origen a un universo único, el barroco desértico, en un estilo en el que se funde lo culto con lo vernáculo. Gabriel Osuna en “Claves para la comprensión de la cuentística de Jesús Gardea. A propósito de 'Aquellos Bamba' y 'Los viernes de Lautaro'” parte del análisis de estos dos relatos para enfatizar el hecho de que para leer a Jesús Gardea, hay que hacerlo con una actitud que precise la contemplación de la palabra poética. Se trata del arte de la palabra que conduce a lo trascendental y que escapa precisamente al tiempo y el momento de la enunciación; conquista una realidad que estará ahí para que las generaciones futuras descubran en Gardea a uno de los grandes de la literatura. El lector de Gardea sabe que la clave está en el acto cualitativo de la existencia que nos otorga la experiencia
poética con el lenguaje y, por lo tanto, con el mundo. Osuna considera que Gardea ogró crear un universo propio que sólo es posible comprender a través de su propia complejidad y a través de la ardua tarea de desentrañamiento (descripción de su naturaleza y de sus propios enigmas y misterios) de su propia poética. Miguel Rodríguez Lozano en “Like the world: historia mínima de un cuento antologado” hace un análisis de la selección del cuento “Como el mundo” que fue antologado en tres ocasiones: Norte. Una antología, compilada por Eduardo Antonio Parra (2015), de Narrativa hispanoamericana 1816-1981. Historia y antología 6. La generación de 1939 en adelante. México, de Ángel Flores (1985) y otra, la selección de cuentos traducidos al inglés por Mark Schafer: Stripping Away the Sorrows from this World (1998). “Como el mundo” se inserta bien en el conjunto de textos presentado en Los viernes de Lautaro. Rodríguez Lozano argumento que un cuento antologado como éste, ejemplificativo de la poética de Gardea, tiene en sí mismo sus cualidades intrínsecas vinculadas al cuento como género; es decir, sobre todo interiormente construye una idea del cuento que lo provee de un valor adicional, porque el cuento, lo sabemos, posee una superioridad formal que sólo los grandes cuentistas asumen. Gardea lo sabía. Vicente Francisco Torres en “De alba sombría” comenta uno de sus relatos favoritos de este libro que es “Todos los años de nieve”. Resalta la manera tan particular en que Gardea hace una reflexión turbadora sobre la agonía que trastorna la vida y la mente no sólo de los moribundos, sino de sus seres más cercanos. Destaca también el hálito poético que hay en la prosa y como en una relectura de los cuentos ratifica que muestran mundos fuera del tiempo, que Gardea impone un tempo para leerlos, a un ritmo impuesto por el narrador. Es un mundo desolado, sin esperanzas y sin proyectos de nada. Se puede decir que las obras de este autor, por ello, están “nimbadas por el misterio”. Tatiana Navallo en “Expresiones de lo femenino en un esbozo de lectura de 'De alba sombría'” propone un análisis en donde contempla a los personajes vis-
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tos como seres arrojados a vivir cierta soledad inserta en un paisaje (semi)desértico, marcado por lo hostil. En una relación del binomio hostilidad y hospitalidad, que servirán como telón de fondo para abordar la presencia de lo femenino en la ficción gardeana, en concreto en el relato “De alba sombría”. La convivencia propia de la hospitalidad se ve tan altamente amenazada a riesgo de transformarse en pura hostilidad, como se verá en el análisis de los personajes de Palmira y Eduwiges. Víctor Barrera en “La herencia simbólica: palimpsesto y relato transgeneracional en “Último otoño” de Jesús Gardea” analiza lo que él denomina la sinfonía literaria de Gardea contenida en la poética del autor en lo que ha hecho peculiar su escritura: desde el paisaje hasta la confección de los personajes y el manejo del lenguaje. Enfocándose en el relato de “Último otoño”, Barrera resalta aquellos elementos propios de la estética gardeana como son el ambiente cerrado, la atmósfera asfixiante con la modalidad de ser un relato transgeneracional donde como lectores nos enfrentamos a la confrontación del tiempo a través de la genealogía de una familia que representan la gran alegoría de la contradictoria condición humana. Maritza M. Buendía en “Triste, triste soliloquio del amargo. Un cuento de Jesús Gardea” desarrolla la poética de Jesús Gardea en torno a la opresión que corta la angustia. Narrador de lo cotidiano, Gardea hace del lenguaje la herramienta principal del escritor, “un regodeo virtuoso en torno a la selección de la palabra justa”. Para mostrarlo, Buendía analiza el relato “Soliloquio del amargo”, calificándolo de un monolito de belleza hosca, que atañe a los vínculos más profundos y dolorosos de la esencia del ser humano. Buendía considera que Gardea logra permear la tristeza en su escritura, conmover al lector y envolverlo en un abrazo que se funde en su propia experiencia. Oswaldo Zavala en el texto “Barroco intraducible: Jesús Gardea en la frontera de la literatura mundial” plantea las dificultades que presentan los textos de Gardea al momento de ser traducidos al inglés, en par-
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Fotografía: Margarita Muñoz
ticular con la edición de Stripping Away the Sorrows from this World, una antología de cuentos de Jesús Gardea (1939-2000) traducidos al inglés y publicada en México por la Editorial Aldus en 1998, y esgrime una serie de preguntas importantes sobre la literatura mexicana, el mercado editorial y las prácticas escriturales antes y después de la era neoliberal. Según Zavala, la obra de Gadea plantea resistencias formales y temáticas que dificultan su consumo en traducción, y si algunos aspectos de una obra resultan intraducibles, la posibilidad de establecer una “literatura mundial” queda en suspenso. Fabiola Román González y Carlos Urani Montiel en “La poética de la luz en los cuentos de Jesús Gardea” realizan un abordaje de la obra de Gardea desde la perspectiva de la densidad de metáforas en los libros de cuentos para diseñar un esquema de libro-rizoma-caos.3 A partir de este aproximación, buscan identificar en 3 G. Deleuze y F. Guattari.
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el mundo ficcional los cruces de intensidades en cuatro estratos principales entre el clima, lo sensorial, lo erótico y lo sobrenatural, que perfilan a la luz como la metáfora más recurrente. Esto deriva en un poética de la luz que impacta tanto en la velada trama de los relatos como en la forma en que matizan a los personajes a través del elemento lumínico que los circunda y deslumbra al ojo lector. José Manuel García en su “Las estrategias aforísticas de Jesús Gardea” parte de la tesis de que Jesús Gardea es un maestro en la técnica neobarroca abreviada, de ahí que incluya a lo largo de su narrativa, frases sentenciosas que son verdaderos aforismos poéticos. Son microtextos que aparecen estratégicamente insertos a lo largo de la prosa gardeana para subrayar una imagen o una descripción efectista, nuclear, clave. García realiza un recorrido por las novelas de Gardea haciendo un muestrario de estos aforismos poéticos, mostrando las iteraciones retóricas neobarrocas que le dan uniformidad estilística a la narrativa de Gardea. Los aforismos se convierten —dirá García— en lexías nucleares, textos híbridos, mezcla de estética y de saber vivir donde Gardea une estética y filosofía ética. Luis Arturo Ramos en “La canción de las mulas muertas” elabora una reseña de una de las novelas más emblemáticas del escritor chihuahuense. Enfatiza el enfrentamiento de los protagonistas Fausto Vargas y Leónidas Góngora, inmersos en la supremacía comercial del imaginario gardeano de Placeres, ese pueblo ubicado en la inmensidad del llano, una tierra árida, inhóspita y primigenia. Ramos va desmenuzando el conflicto de la tensión entre estos dos personajes cuyo enfrentamiento los va arrastrando al deterioro y la soledad. Una lucha mercantil que va acompañada de una presencia de orgullo, lealtad, ambición y honor, harán su aparición hasta que se resuelve en una partida de dominó. Es la lucha del hombre con el hombre tras la aparente confrontación de las propiedades, que harán emerger las pasiones más humanas. Daniela Tarazona en “Los espectros de Leónidas Góngora y Fausto Vargas” retoma el conflicto de la
rivalidad de los protagonistas de La canción de las mulas muertas. En un ejercicio del poder de los patrones sobre sus empleados y entre ellos mismos, surge esta lucha, que tiene como telón de fondo el territorio seco y fantasmal de Placeres. A través de Los Espectros de Marx, de Jacques Derrida, Tarazona analiza como entran en juego los espectros en la novela, pues considera que Gardea establece un juego sostenido de líneas de fuga y entidades, personajes y ambientes que se hallan en una continua disolución y aparición. Javier Hernández Quezada en “Juego, focos, espejos, pájaros y cucharas en Sóbol” parte de la idea de que la obra gardeana es compleja, abiertamente heterodoxa, en la que se plantean aspectos no visibles o vedados de la realidad: aspectos difusos y extraños que exigen otra interpretación y que, en el mejor de los casos, patetizan la utilidad de un lenguaje poco esquemático, determinado por los impulsos creativos de la comunicación. Analizando la novela de Sóbol, Hernández considera que en Gardea lo significativo es la propuesta del texto inestable, carente de centro, en el que se detecta una línea argumentativa funcional que añade y agrega, que suma y proyecta, y que a la par delinea la aparición de otras secuencias, tan importantes como las que más. De otras secuencias exultantes, cabe decir, concebidas como partes de ese entorno singular donde coinciden reglas no nombradas, miniaturas, actos de iniciación, rituales, etcétera. Elizabeth Moreno Rojas en “Cuando el lugar se lleva en el alma: el desierto en Jesús Gardea, Ricardo Elizondo, Gerardo Cornejo y Daniel Sada” realiza un análisis comparativo de la representación del desierto mexicano en cuatro escritores norteños. Estos narradores del desierto utilizan el paisaje como una vía de afirmación de sí, de sus localidades y culturas. Buscan nuevas estrategias para narrar el uso de la oralidad norteña mezclada con el lenguaje culto o la inclusión de ritmos propios de la poesía y un evidente lirismo como es el caso de Gardea. También otro elemento que los une es la construcción de imaginarios, pueblos sembrados en medio de parajes desérticos, tanto reales
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/ Imรกgenes del Limbo xxix Ivรกn Gardea
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como ficticios, lo que a la postre le dio a sus obra la posibilidad de afirmar al septentrión mexicano en la cartografía literaria nacional. Mónica Torres Torija en “El erotismo silente en el cuerpo femenino del espacio gardeano” aborda la faceta lírica de Gardea en su único libro de poesía Canciones para una sola cuerda. La dimensión espacial en el poema estará dada por un territorio construido por imágenes sugerentes y provocadoras, un espacio físico más íntimo, impregnado de la corporeidad femenina. El espacio no es entonces un paisaje estático, es un lugar por el que se cabalga, se transita, se explora, se descubre. El cuerpo de mujer es una cartografía poética que va dibujando montes y planicies, caminos luminosos y senderos acuosos que destilan la carga erótica que se va permeando tanto en el poemario, como en algunos relatos y episodios de sus novelas. Con pequeñas pinceladas, el espacio exterior que circunda el cuerpo de mujer, se funde con la orografía de ese valle donde anidan las palomas, brilla el trigo, y los tigres se aproximan con una fuerza felina que se doblega ante la mansedumbre femenina. Mónica Torres Torija en “Réquiem por Jesús Gardea Rocha” logra orquestar las voces de distintos entrevistadores que en diferentes momentos conversaron con Gardea. De esta manera se hace una reconstrucción de lo que pudo ser una especie de conversatorio en vida, un “encuentro con el autor” a partir de estos retazos que hilvanados bien funden las principales ideas estéticas del autor y posturas en torno a la creación, la literatura y el arte. Se incluye además, una parte testimonial de tres retratos que aportan una semblanza que contribuyen a construir la figura de autor. Se cierra el "Réquiem..." con algunos textos personales de lo que a juicio propio se consideran las principales aportaciones de Jesús Gardea en tanto testamento literario, como poética de autor. Jesús Gardea a lo largo de veinte años aproximadamente escribió un poemario, seis libros de cuentos, trece novelas y un par más de textos que están sin publicar. Escritor incansable, artesano infatigable de
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Archivo Ivรกn Gardea
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las palabras, hizo del lenguaje una filigrana barroca, un retablo literario donde el ornamento fue parte inherente a la expresión; una prosa donde el lirismo fue consustancial al proceso de enunciación, un laconismo que fue fuente inagotable de significados. Aún cuando sus textos exigen un lector comprometido con la aventura literaria, el placer de la experiencia estética otorgado por sus imágenes lumínicas, por ese Placeres poblado con su tropa de infelices, nos reconforta en el diálogo permanente de la experiencia del hombre en las vicisitudes que confronta en su cotidiano vivir. Por ello, el mejor homenaje que podemos realizar es leerlo y disfrutarlo.
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FotografĂa: David Monje
hivo Iván Gardea
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/ Jesús Gardea frente a los árboles
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MI PADRE Y LOS ÁRBOLES Iván Gardea
A mi querido hermano Jacobo, que heredó la entereza de mi padre y su profunda, secreta y lúcida manera de ejercer la verdadera bondad en el mundo
I Durante muchos años mi padre tuvo la costumbre de leer en la cama. Se acostaba, abría el libro y pasaba las horas leyendo. Era una lectura lenta, despaciosa, meditada. A veces, después de un buen rato de lectura, cerraba el libro y lo llevaba al pecho y ponía una de sus manos sobre la cubierta o sobre el lomo del libro y con la otra lo sujetaba; el pulgar abajo, el medio, el anular y el meñique arriba, sobre la cubierta, y el índice en medio de las páginas, a manera de separador, para no perder el lugar en el que había detenido la lectura. Entonces era cuando sus ojos, quizás un poco fatigados por la lectura, se movían en dirección a la ventana. Su mirada parecía perderse en la luz, en el fulgor de la luz. Pero en realidad, muchas veces, se detenía en las ramas de un árbol nudoso, uno de los dos que, como centinelas de muchos y robustos brazos, custodiaban la fachada de nuestra casa. No eran muy altos y, en invierno —ya despojados de sus hojas—, si uno se asomaba a la ven-
tana, digamos, un atardecer cualquiera, podían verse sus ramas como duros, volumétricos y entreverados garabatos iluminados (mi padre tal vez diría incendiados) por la luz del poniente. En primavera, los dos árboles se transformaban cada uno en una densa masa de follaje y desde las ventanas de la casa podían verse, en el interior de dicho follaje, innumerables rincones de luz y sombra, pequeños pasillos de viento, y aquí y allá, ventanitas fugitivas por donde asomaba intruso un rayo de sol. Cuando yo era niño mi padre me decía: “Chaparro, fíjate en los rostros de la gente… míralos, observa sus caras”. “Están tristes…”, decía yo. “No, no chaparro, observa, sólo pon atención, fíjate”. Yo me fijaba, observaba, o lo supongo, ya no recuerdo con claridad. Pero ahora que me viene a la memoria esto, me pregunto, ¿acaso me iniciaba mi padre, o nos iniciaba a mi hermano y a mí en algo así como una Escuela
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de la Mirada? ¿Fue muy frecuente este llamamiento a observar los rostros de las personas? No sé, el recuerdo más nítido que tengo en relación a esto es contestándole “están tristes”, como si esto agregara una nota de prestigio y dramatismo a mi supuesta mirada atenta, y luego de inmediato el rechazo a mi observación para que no antepusiera prejuicios y dejara que lo visible irradiara su esplendor y su extrañeza. Más tarde, ya adolescente, llamaba mi atención en relación a las nubes y los cielos, esas nubes y esos cielos que tanto amó. Mi padre tenía una aguda percepción de que en el reino de lo visible todo se correspondía con todo. Y creo que esa percepción se extendía al mundo de lo invisible. Ahora yo creo que el rostro de las personas es de esas realidades que pertenecen de manera ejemplar a los dos reinos y me gusta pensar que quizás para mi padre las arrugas que cruzaban la cara apergaminada de un viejo eran como el entrecruzamiento de las ramas oscuras que veía desde su ventana cuando iban perdiendo su volumen en el ocaso y parecían convertirse en sólo líneas grabadas en la superficie de un cielo invernal. Cuando yo era un adolescente, mi padre y yo íbamos de vez en cuando al Museo de Arte de la ciudad de El Paso. Un día, saliendo de nuestra visita al museo, mi padre me dijo algo así como lo siguiente: “… sabes chaparro, tal vez la gente ya no vea los árboles, o quién sabe que verán en su lugar (…) quién sabe qué es lo que ven (…) un día ya no existirán para ellos”. Es difícil consignar esto, ponerlo por escrito, porque la voz, el tono y la cadencia con que me lo dijo no han dejado rastro en el mundo. Así como su mirada lúcida y la expresión, en ese momento un poco angustiada y triste, de su rostro han desaparecido para siempre. Y yo con las palabras… puedo apenas lo que puedo. Pero en fin, como digo, habíamos salido del Museo de Arte de El Paso, mi padre se detuvo y contempló los árboles. Era un día de luz intensa donde el esplendor de esa luz y ese cielo (que parecía inabarcable e infinito) eran como el escenario y la iluminación perfecta para que las copas de los árboles lucieran el
ligero aleteo de sus hojas tornasoladas movidas por un ligero viento. Brillaban como pequeños espejitos en las alturas cuando el viento volteaba hacia la luz su lado satinado y más verde. Diríamos que había una algarabía de espejitos en el aire allá en lo alto. Y mi padre contempló por un tiempo el espectáculo. Luego comenzó a andar y entonces dijo lo que me dijo. Ya no recuerdo con precisión, pero en el pequeño Museo de Arte de El Paso, aparte de un Canaletto grande y dos pequeños Magnascos, me parece que tenían un Guardi. Mi padre debió haberlos visto con fruición, aunque quizás no eran grandes piezas y no era la primera vez que las veía. Su mirada, llena del amor a las cosas del mundo, a las cosas del mundo bañadas por la luz, debió perderse en el esplendor de la luz veneciana que el Canaletto parecía haber trasladado a la tela, por obra y magia de la extraña alquimia de los aceites y pigmentos, de los pinceles y del brillo de los barnices. Pero debo decir que, si habría de clasificar con relación al arte su mirada, no era ésta la mirada de un veneciano del siglo xviii, por supuesto, tampoco la de un expresionista norteamericano del xx, sino más bien la de un pintor primitivo flamenco, la de un Memling o un Van Eyck.
II Desde que yo recuerdo mi padre era un poco miope, y aunque no veía bien de lejos, no usaba lentes y no hablaba mucho de ello. Seguramente de joven había tenido buena vista y tal vez las largas horas entre muelas y letras se la habían deteriorado y habían acostumbrado sus ojos a la visión próxima de las páginas de los muchos libros que leía (afortunadamente para él, las muelas y los dientes pasaron a formar parte de su recuerdo una vez que cerró su consultorio). Sin embargo, frente a esos árboles, ahí, afuera del Museo de Arte de El Paso, su mirada parecía tener la capacidad de ser intensamente minuciosa, porque era como si no sólo viera una mancha borroneada de verde, la masa bruta del árbol, sino por el contrario, y a pesar de la
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/ ParaĂso perdido iv IvĂĄn Gardea
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Archivo Iván Gardea
distancia, la delicada filigrana de la que estaba hecha su copa; el perfil delicado de las hojas, el contorno nítido y dentado de algunas, el perfil más curvo y continuo de otras. Los sutiles tonos de verde y a través de estas mismas hojas, las ramas y ramitas, la arquitectura laberíntica y apretada que sostenía los diferentes tipos de follaje. Debo decir —porque la memoria me falla— que no debieron haber sido muchos los árboles que había frente a nosotros, y tampoco de muchas y variadas especies, porque en aquellas ciudades que se fundan sobre los suelos áridos de los desiertos, los árboles no se dan nunca a montones. Siempre recuerdo con un sobrecogimiento del corazón esa mirada como de un flamenco primitivo sobre los árboles, esa mirada que yo siempre le veía, esa mirada que yo le sentía. Esa mirada contemplando el árbol desde su ventana en el crepúsculo, acostado en su cama (detenía su lectura y no encendía la lamparilla de noche, y se dejaba envolver por la oscuridad creciente y el silencio). Esa misma mirada cuando una mañana veía desde la ventana del comedor el otro árbol frente a la fachada de nuestra casa o cuando lo acompañaba
en sus caminatas y lo sorprendía viendo los árboles. El sauce llorón que estaba muy cerca de nuestra casa en un estrecho pasaje peatonal que comunicaba la colonia aledaña con la nuestra. O tantos otros árboles, quizás eran álamos, no lo sé con certeza, en las afueras de Juárez, por los campos de algodón. Árboles de los que ni siquiera supe su nombre. Árboles en el otoño, mi padre parado contemplándolos. O árboles en Avenida Insurgentes, en la Ciudad de México, sorprendiendo yo su mirada apacible, arrellanado él en el interior del taxi, viendo los árboles bajo la lluvia, su mirada llena de mansedumbre y con un dejo de tristeza, de vaga melancolía. De dónde venía esa mirada, desde dónde. Se había encontrado con otras miradas, con lo que otros ojos expertos y apasionados habían visto: los ojos de los impresionistas, o de los holandeses, su querido Ruisdael o Hobbema, lo que había de bien mirado y con gracia en grabados anónimos y antiguos, o los árboles elegíacos y melancólicos de Corot. Todo esto lo había enriquecido profundamente y había llenado sus días de felicidad, así contemplara a estos pintores muchas veces a través de las reproducciones fotográficas de sus
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cuadros en bellos libros de arte. Ahora, al recordarlo, me parece que su mirada, amorosa y atenta, seguía con precisión el contorno exacto de las hojas y las ramas como si fuera el pincel de un Petrus Christus y veía el volumen limpio y exento del tronco de un árbol como el sólido fuste de una columna pintada por Mantegna. Pero la sensibilidad de mi padre, aunque alimentada por el arte, tenía otro origen, venía desde muy lejos, de sus primeros años. He llegado a la conclusión de que mi padre de niño debió haber tenido una mirada como encantada, prístina, inocente, viviendo en una pequeñita ciudad, un pueblo, que tenía pocos años de haberse fundado cuando él nació. Sin televisión ni grandes edificios ni espectaculares publicitarios y con escasas imágenes cinematográficas, fotográficas, sin casi imágenes de revistas o periódicos, esa mirada no estaba, por así decir, estropeada, y por lo tanto sería una mirada más limpia quizás, libre de falsificaciones en esa población rodeada por el llano ilimitado, fustigada por una luz intensa y atravesada por el viento. En esa soledad inmensa, donde habría no muchas casas cuando muy
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niño, tampoco demasiadas personas y seguramente algunos perros, los árboles debieron parecerle a su mirada como los primeros árboles del mundo, de la Creación. Por otra parte, creo que en realidad no habría muchos tampoco. En esa soledad, en ese llano, seguramente habrá habido árboles que se acompañaban, que debieron haber sido sembrados juntos o en hilera por los primeros colonos, para la sombrita en las aceras o por otras razones. Tal vez alguna nogalera. Pero habrá habido árboles solitarios, tal vez como desastradas apariciones en la lejanía, fruto del azar: seres inusitados, solos y secos como gigantes envejecidos de múltiples brazos, perplejos y extraviados en la nada plana e infinita del desierto. Ahora creo que, antes de que su vista se hubiera deteriorado con los años y quizás a causa de sus infatigables lecturas, fijó, desde la niñez, con precisión asombrosa en su alma, esos árboles. Su mirada quedó para siempre, diríamos, petrificada en la sorpresa y el asombro. Cada árbol que vio a lo largo de sus sesenta años de vida, debió ser para él una epifanía. La figura de la primera letra capitular en el libro de lo sagrado.
III A lo largo de los años he pensado mucho en el título de un libro de mi padre, una pequeña y deliciosa novelita: El árbol cuando se apague, y siempre he pensado que, más allá del contenido del libro, el solo título es un homenaje a los árboles. Un homenaje de alguien que los había amado profundamente. Como muchos amores de mi padre, fueron silenciosos y secretos, como su vida misma. No investigó exhaustivamente sobre ellos, no sembró ninguno y tampoco hablaba mucho de ellos y no pueblan masivamente, ni mucho menos, las páginas de sus libros. Los amó sólo viéndolos y siempre sintió nostalgia por el bosque, él, que había nacido en el desierto. Ahora bien, me permitiré aquí una pequeña digresión: ¿Qué quería decir mi padre, en el fondo, con el título “El árbol cuándo se apague”? ¿Será el ocaso de
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/ Jesús Gardea al año de edad Archivo Iván Gardea
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la mirada que ya no verá más los árboles? ¿Y sería eso una de las cosas que lo aterrorizaban o que lo entristecían? ¿Ya no los veía la gente, en sus días, a causa de la imagen televisiva? Antes de que una catástrofe ecológica nos alcance, y ya está en puerta, él adivinaba tal vez una catástrofe de la mirada: cuando los árboles se apaguen a la mirada entonces serán ceniza antes de que en verdad lo sean, serán humo, nada, para el ojo que ya no ve. A mi padre no le tocaron los teléfonos inteligentes, ni la multiplicación enloquecida de las imágenes, la virulenta destrucción de todo lo visible por su copia empobrecida y banalizada. Lo hubiera llenado de horror, como de hecho me sucede a mí, su discípulo fiel en tantas cosas. Después de esta pequeña digresión debo decir que en realidad las palabras “El árbol cuando se apague” se refieren al árbol en el ocaso o en el crepúsculo, la luz que aún lo alumbra, los últimos rayos sobre su masa y luego su paulatino oscurecerse. El árbol cuando se apague… y lo que sigue es el silencio.
IV Mi padre decía que la desesperación era cosa del chamuco. Y como toda verdadera víctima de la desesperanza, y no como aquellos que la actúan y la fingen, creía —paradójicamente—, en la posibilidad de la esperanza. ¿En qué clase de esperanza? No lo sé. ¿De qué manera? Tampoco lo sé. Pero creía en ella. Así que, como todo poeta, como todo artista, más afecto a las imágenes que a los conceptos, a mi padre le hubiera gustado que yo terminara con una imagen. Imagen con la que quisiera terminar este pequeño texto: El árbol cuando se apague es un árbol que, después del último chisporroteo de la luz en sus ramas y sus hojas, se hunde en lo oscuro de la noche, en la densa sombra que lo envuelve todo. Pero luego, después de algunas horas, en el mundo amanece. El árbol se convierte en una caja enorme de música, su copa es una casa enorme que ilumina la luz, una casa enorme o si
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se quiere un palacio, donde músicos locos y emplumados recorren y saltan por un laberinto de pasillos, saltan de rama en rama, de hoja en hoja, de luz en luz. Gritan. Cantan. Mi padre se apagó como el árbol un lejano día del año 2000. Un 12 de marzo. Cuernavaca, 2019.
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JESÚS GARDEA: LAS TERRAZAS SOLARES DEL AIRE P
egada a la frontera está Ciudad Juárez, el último escalón de Latinoamérica, la hermosa —por decadente— encarnación del norte en el que se mezclan idiomas y culturas. Chihuahua, la capital del estado, se ubica a 350 kilómetros al sur, y en ella encontramos la carga histórica, el escenario independentista, el epicentro social. A una hora de carretera más al sur está Delicias, el norte rural, un joven enclave agrícola, uno de los varios oasis del desierto chihuahuense. Es ahí, en 1939, un dos de julio, donde nace Jesús Gardea Rocha, poco más de seis años después de la fundación de la ciudad. Hijo de Francisca Rocha y de Vicente Gardea, pasa su infancia en Delicias, vivió en Querétaro, la Ciudad de México y Guadalajara, en cuya universidad se graduó de la licenciatura en odontología. Ejerció su carrera en Ciudad Juárez, pero finalmente la dejó por la escritura, su verdadera vocación. José Luis González leyó sus cuentos y para apoyar su publicación los presentó a Jaime Labastida, quien sería su primer editor. Su obra incluye las colecciones de cuento Los viernes de Lautaro (1979), Septiembre y los otros días (1980), Del alba sombría (1985), Las luces del mundo (1986), Difícil de atrapar (1995) y Donde el gimnasta (1999); así como las novelas El sol que estás mirando (1981), La canción de las mulas muertas (1981), El tornavoz (1983), Soñar la guerra (1984), Los músicos y el fuego, Sóbol (1985), El diablo en
el ojo (1989), El agua de las esferas (1992), La ventana hundida (1992), Juegan los comensales (1998), El biombo y los frutos (2001) y Tropa de sombras (2003). Autor tardío, publicó su primer libro a los cuarenta años, bajo el sello de Siglo xxi Editores. Los viernes de Lautaro es una deslumbrante colección de diecinueve relatos ambientados en el norte rural: los mediodías en los que el sol castiga la tierra, las noches de silencio y distancia impenetrables, las jornadas agotadoras del campo, las frescas casas de adobe, los llanos sin nadie a la vista. Un elemento omnipresente en el libro es la luz, en todas sus formas, en todas sus medidas. Si una mujer vuelve deprisa a su casa, lo hace “removiendo con sus manos el aire intensamente luminoso de la tarde”; si un hombre espía con sus binoculares a un zopilote, lo primero que mira son “las terrazas solares del aire”; una colilla de cigarro desechada en la noche hace pensar en “una estrella fugaz [...] una luciérnaga herida de muerte”; un padre distante puede sonreírle a su hijo “como un sol, desde arriba”. Los viernes de Lautaro cumple una de las prerrogativas de las obras iniciales: fundar la poética que obras futuras habrán de fraguar, explorar y ampliar. “Y abajo está el desierto, y la arena y la piedra y el calor, / que son tanta vida que destruyen la vida”: estos versos de Luis Antonio de Villena podrían ser el mascarón de prosa de Gardea;
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Luis Jorge Boone
sus molinos no son de viento, son solares, y arremeten y confortan. La inmovilidad es uno de los grandes espacios de su narrativa: los personajes se abisman en sí mismos, aguardan, contemplan, se aquietan, con la misma intensidad con la que se arrojan a cumplir sus destinos; en pasajes donde aparentemente no sucede gran cosa, en novelas donde la anécdota es mínima, la porosidad de estas tramas permite que el vacío interior sea el cedazo para que experimentemos, como en sordina, el tumulto de la vida. Autor de registros diversos, construyó un estilo peculiar: la opacidad sensual (cercana a los cuentos de Inés Arredondo), un barroquismo deleitante que encendía el lenguaje, un lirismo bronco que eleva sus imágenes hasta derivar en el laconismo certero y espacioso de sus últimas novelas. Gardea compartía con Daniel Sada una preocupación central: para ambos, la escritura era una batalla por elevar la temperatura del lenguaje, para que liberara sus potencias y comunicar vida. La huella de la escritura gardeana, en su barroquismo y su cualidad lírica, está presente en autores contemporáneos como Emiliano Monge y Yuri Herrera. La mirada que se ejerce desde el centro del país no es la única que se ha interesado en el norte mexicano. Están los narradores del Deep South, esos gringos que
se dejaron seducir y tentar por sus vecinos, extranjeros y familiares a la vez. Cormac McCarthy, Barry Gifford, entre ellos. Si para Gifford los mexicanos del otro lado son una suerte de revolucionarios trasnochados, prófugos carismáticos y mujeres de seductora malicia, para McCarthy se trata de una raza solitaria, castigada por el clima, la soledad y el silencio, invididuos en perpetua resistencia. Se les vea como una raza de malandros postapocalípticos o como cactus antropomorfos, se trata de sobrevivientes. Gardea comparte la mirada del autor de Todos los hermosos caballos. Sus personajes encajan sus penas en silencio, están hechos de un material que lo aguanta todo, lo que sea necesario, por excesivo que parezca: “Mis personajes son infelices, son desgraciados. Así son. Sin embargo, siempre hay un trasfondo de esperanza”, afirmó el chihuahuense. El escritor recibió el Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores en 1980, en una época en que el reconocimiento se otorgaba a cuatro libros de escritores que empezaban sus carreras literarias, con el fin de impulsarlos. Gardea lo obtuvo en la disciplina de cuento, por Septiembre y los otros días, su segundo título en ver la luz, publicado por la mítica editorial Joaquín Mortíz. El otro reconocimiento que le fue concedido fue el Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares, que otorga la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, en 1986, por su novela Sóbol, y
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que el autor rechazó. Las razones de esta decisión no trascendieron. No puede verse como un desaire a su ámbito local, pues si Gardea no participó nunca de la vida literaria nacional, mantenía una estrecha relación con su región. Se sentía orgulloso de vivir en su estado natal, afirmaba que pertenecía a ese espacio y, aún más, a la casa donde vivía y a sus libros. Contaba que los únicos encuentros de escritores en los que participaba eran los de su ciudad, y en Delicias (que en la obra del escritor aparece transformada en Placeres) estaban al tanto de sus visitas; en el 65 aniversario del nacimiento del autor, le rindieron un homenaje al “primer hijo predilecto” de la ciudad. No veía televisión, no leía periódicos ni revistas, en los últimos años de su vida dejó de leer literatura, aunque siempre fue un apasionado de la arquitectura y los libros sobre el tema. Desdeñaba las computadoras. Estaba apegado a su máquina de escribir Smith Corona al grado de, al no conseguir cintas nuevas, idear métodos para reutilizar las que tenía. Gardea murió el 12 de marzo de 2000, en la Ciudad de México, mientras visitaba a su madre enferma. Su muerte fue repentina. Salió de la vida en una esquina equivocada. Con seguridad, él había soñado con despedirse de esta realidad en el norte que tanto imaginó y al que le dio forma con su prosa brusca y bella. Cuando le preguntaron de dónde venía su obra, el novelista respondió: Mi obra se nutre de lo que pienso, de lo que veo, del arbolito que está en mi jardín, de mi gato. […] Quizá por eso la realidad me gratifica: porque no la pervierto al verla. La prosa de Gardea, plena de intensidad y vitalismo, es un puente —serpenteante, lumínico— para llegar a esa realidad, en su dimensión más plena.
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/ Jesús Gardea, fotografía utilizada para el disco de la unam; Voz vida de México Archivo Iván Gardea
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/ Detalle: Imágenes del Limbo viii Iván Gardea
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FIGURA DE LA LETRA : 1
JESÚS GARDEA Alberto Paredes
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esús Gardea (1939-2000) es uno de los valiosos narradores surgidos al final de los años setenta. Los viernes de Lautaro (1979) es su primer libro de cuentos y anuncia la trayectoria a madurar en la segunda colección de relatos Septiembre y los otros días (1980), y en sus notables novelas La canción de las mulas muertas y El sol que estás mirando (ambas de 1981). Gardea hace su obra narrativa de lo que significa vivir en el norte del país como experiencia interior. La suya no se define como una obra regionalista, costumbrista, ni de crónica social-literaria; es más bien psicologista. Importa cómo el escenario geográfico contribuye inequívocamente a modelar las vidas humanas que en él se desenvuelven; la geografía como elemento de repercusión en la psique. Paisaje es el espacio natural afectado por la presencia humana que, a su vez, se ve afectado por su hábitat. Gardea sigue el hilo que lleva del espacio circundante al ánima; geografía humanizada. Es capaz, además, de acatar la diversificación geográfica que a estas alturas 1 Nota del autor: Texto perteneciente a mi antiguo libro Figuras
de la letra (unam, Serie diagonal, 1990) y que en enero del mismo año se publicó en Siempre! Dado que dicho libro está agotado y al carácter pionero que representa la entrada sobre Gardea en sus estudios, ocupa un lugar en esta revista homenaje; he aprovechado la ocasión para revisarlo y, espero, mejorarlo. Aún si para la presente ocasión no he revisado sistemáticamente la obra de los años noventa, esta nota se sostiene básicamente correcta en su perfil esencial sobre Gardea. Agradezco a Mónica Torres Torija la invitación a volver sobre esta figura de la letra. * Universidad Nacional Autónoma de México
del siglo (1990) tiene la región que le compete: ciudades diseminadas en la extensa llanura, el desierto, caseríos rurales, puntos de paso de los viajeros que atraviesan el norte. Gardea crea sus personajes y sus historias a partir del ahí donde viven. Cada ficción funda, entonces, su propio centro geopolítico y humano. Hay un juego de recursos eficaces en este escritor. Comparte, ciertamente, una visión de su mundo. Por principio, el silencio rige esta obra. Aprovechando el supuesto de que el norteño es parco y hosco, Gardea extiende el silencio como una pantalla que abarca de principio a fin los sucesos contenidos. Los hechos que viven los personajes, sus diálogos, sus monólogos interiores son por lo común irrupciones que el vasto silencio registra y revela. El silencio es una actitud. Una manera de vivir que es, sobre todo, una manera de mirar al mundo y a la propia vida. Un mutismo proveniente por igual del paisaje vacío que del ser callado de los personajes. No se puede señalar una relación causal. Más bien son dos formas —la del paisaje urbano o rural, la de estos hombres— que cuentan con el silencio para encontrarse a sí mismos y crear sus dominios. Hombres y espacios están vivos… sigilosamente, ensimismados. Como consecuencia de esta actitud, los personajes de Gardea portan en su mirada una distancia existencial que se establece espontáneamente. No se fabrican un vacío a su derredor; las cosas ya son así.
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La parquedad en las palabras para sólo decir lo necesario iguala al narrador con los personajes. Este recato, esta vigilancia verbal, hace que la ajenidad exista límpidamente en esta obra. Silencio, distancia, ajenidad: certeza existencial de que la vida se vive bajo una clara noción de extranjería. Y todo ello con sencilla espontaneidad. Gardea posee la destreza narrativa suficiente para que el lector acepte que las cosas son así. Las tres religiones monoteístas provienen, lo sabemos, del desierto; la obra de Gardea también. La figura que va trazando la obra de este narrador, sin jamás olvidar la vividez del espacio demarcado, es la del mundo como un lugar vasto que no acoge, sino que hospeda temporal y precariamente a los seres humanos para que ahí cometan los dos o tres actos graves que definirán su vida, y para que conozcan los dos o tres estados anímicos que una forma de destino ha adjudicado a estas criaturas de la Creación. En consecuencia, predomina en el autor el relato de línea temporal directa, aun si se admiten saltos en su desarrollo. El lector experimenta el principio de un tiempo lineal, uniforme, recto (a pesar de los giros y vueltas explicativos): como las carreteras del norte del país. La prosa no se solaza ni tortura en recovecos ni laberintos: en realidad, para este autor, no existen los laberintos humanos ni las sorpresas colosales... todo es parte de la misma caravana esforzada avanzando por el páramo. Las metáforas y los tropos imaginativos surgen, ritmados, dentro del decurso narrativo. Cumplen con su función de remachar el tono provisto por la propia historia. Son como islotes de descanso que muestran el oficio de un buen escritor que sabe insistir por otros medios y reforzar y airear su texto en lugar de abrumarlo. Muy pocos son capaces de esta lección de intensa decantación. El truco está en que de suyo el recurso “lírico” diversifica el texto narrativo y ayuda al lector a continuar su marcha; pero las metáforas, dichas por el narrador o los dialogantes, son vías para que la imagen ilustre lo que el relato realista está diciendo; no proponen nada nuevo ni le crean otro nivel al suceso. El paisaje contiene; incluso oprime.
Como consecuencia de este conjunto de premisas, los personajes de Gardea viven estados anímicos mucho más que experiencias o sentimientos. La diferencia —la distancia— entre una y otra cosa no es baladí. La extranjería silenciosa como naturaleza de estos hombres hace que los sucesos de su vida sean recibidos con una aceptación que llega a la apatía; si algo (lo que sucede) es gratuito y fatal, pues pueden presentarse el amor, la soledad, el rencor, misiones de venganza, de todos modos la mirada con que se vive (en silencio, desde lejos aunque se esté piel con piel o empuñando un gatillo) es la misma, la mirada del extranjero nato. Leamos a Gardea como a un post-existencialista que ha renunciado a la verborrea y a las declaraciones exaltadas (lo que es frecuente en ciertas novelas francesas o argentinas de la segunda postguerra). Consecuencia: no sólo los hechos exteriores sino los sucesos del interior —ahí donde el mundo se vuelve experiencias y sentimientos— no alteran la vasta pantalla en blanco en que narrador y personajes saben que viven como si vivir fuera imponerse o impostarse en esa superficie. Y nada más. (Antonioni o Herzog pudieron haber solicitado alguno de sus relatos como guión de una obra suya). Las experiencias, pues, y los sentimientos, no tienen historia propia en este autor. Conducen al peculiar estado anímico de cada habitante del mundo de Gardea. Aquel que subyace y que es lo que en definitiva cuenta y se cuenta en el relato. Narrar un estado de ser, a través de sucesos y experiencias, es un logro en nada menor. Ejercerá gran influencia en los nuevos autores de provincia, orientados a adentrarse con seriedad en sus protagonistas, más allá de estereotipos regionalistas o de “hermosa provincia”. Existen varios peligros en la escritura de Gardea. Por un lado, una fascinación, acaso creciente, por el hermetismo. En ocasiones lo parco de sus relatos abre el camino a un franco hermetismo: el relato empieza —como casi siempre— in medias res, se escatiman explicaciones, presentaciones, antecedentes, el suceso sigue y conduce a su final explosivo o amortiguado pero, en estos casos, no explicado ni evidente. Lo her-
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mético, en este punto, deja de ser una virtud y conduce a la gratuidad de la escritura. (El lector deduce, con rubor: no entiendo, entiendo sólo a medias. El resultado es la pérdida de empatía entre la historia narrada y su receptor final). En algunos de estos textos se intuye el intento de erigir una cierta alegoría; que el relato sea una clave narrada de algo extra, el dibujo cifrado de una imagen sinóptica. Seguramente el autor habrá puesto su punto final convencido de que el lector atento vislumbrará la figura en la trama… el autor de esta nota siente que, en ocasiones, conforme avanzó esta obra, Gardea se dejó tentar por exceso de parquedad. Pues hemos de aceptar que, para ser una expresión, la literatura debe cumplirse también como acto de comunicación y código compartido. Cuando Gardea sigue este camino (el caso de Soñar la guerra y en buena medida varios de sus títulos posteriores), en lugar de contentarse con un relato parco pero comprensible y que se mantiene a ras de tierra anecdótica, generalmente falla: la alegoría no toma cuerpo textual, la historia se vuelve confusa, el trabajo literario no es recompensado y el texto borda la gratuidad. El resultado del exceso de su estilo narrativo produce obras menos atractivas que las buenas historias, digamos de su “primer periodo de madurez” (Septiembre y los otros días junto con las dos novelas de 1981), fábulas desoladas que representan la obra memorable de Jesús Gardea, un escritor chihuahuense donde lo que sucede, hábilmente, es una mirada, un silencio, un estado de ánimo de extranjería; todo ello sostenido por una anécdota intrínseca al paisaje vivo del norte del país.
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/ Libros de cuento de Jesús Gardea
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JESÚS GARDEA, CUENTISTA Eduardo Antonio Parra
E
l primer relato suyo con el que me topé fue “La guitarra”. No me acuerdo si fue en revista o libro, si alguien me lo prestó, o fue el azar quien lo llevó a mis manos. Lo que sí me dejó un recuerdo imborrable fue la experiencia de su lectura: ese mundo cerrado de hombres solos, sin mujer, en algún lugar del desierto; esa atmósfera donde el calor se embarra ardiente a la piel de los personajes dejando en ella rastros de polvo como estigmas; ese lenguaje parco hasta la desesperación que recurre a formas y términos en desuso para narrar situaciones en apariencia nada extraordinarias que, sin embargo, muestran a contraluz el brutal vacío de la existencia; ese simbolismo, en fin, apenas dibujado, que detecta y expone las necesidades básicas, instintivas, de los humanos. Una experiencia rica y abrumadora al mismo tiempo. Aquel encuentro con su prosa debe haber sido en la segunda mitad de la década del ochenta. A fines de la misma vivía yo en la misma urbe que él e intentaba convertirme en escritor. Entré en contacto con quienes escribían y una de las preguntas que me hicieron fue: ¿conoces la obra de Jesús Gardea? Al responder que sólo había leído “La guitarra”, me pasaron una lista de títulos en que debía adentrarme si quería conocer lo mejor de “la literatura juarense”. También me advirtieron que sería casi imposible conocerlo, pues se trataba de un escritor huraño, misántropo, que no asistía a conferencias ni presentaciones de libros “para
no contaminarse”. La actitud del autor me pareció antipática y no intenté contactarlo. Pero lo leí. Siempre he creído que los narradores concentran la esencia de sus obsesiones en los textos breves y, aunque en las novelas desarrollen la historia y ahonden en los personajes, es en los cuentos donde ensayan temas, estructuras y estrategias distintas a las habituales, donde experimentan, donde abren sus perspectivas. Por esta razón inicié mis lecturas de Jesús Gardea por Los viernes de Lautaro, seguí con sus otros volúmenes de relatos y, aunque leí las novelas y me gustaron, vuelvo a los primeros una y otra vez. Privilegio al Gardea cuentista sobre el Gardea novelista. Desde la publicación, en 1979, de Los viernes de Lautaro, tanto el estilo como los asuntos de Gardea sorprendieron a lectores y críticos; lo compararon con Rulfo, Kafka, Faulkner y otros autores. La comparación con Kafka, supongo, radica en la cercanía de algunos relatos de Gardea con el absurdo; el parentesco con Faulkner tal vez se encuentre en la caracterización de ciertos personajes abrumados por la soledad y el desamparo; el paralelismo con Rulfo queda establecido en la parquedad y lo poético del lenguaje, en los espacios rurales o cuasirrurales donde Gardea sitúa muchas de sus historias, en la construcción de atmósferas y la omnipresencia de los elementos. Sin embargo, las creaturas y las historias creadas por Gardea son muy diferentes de las de los autores mencionados; si
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el parentesco —llamémosle “influencia”— es notorio sobre todo en su primer libro, en los siguientes se vuelve difícil de identificar, hasta que casi desaparece. Publicado cuando su autor llegaba a la cuarta década, lo que nos habla de un largo proceso de maduración en la escritura, Los viernes de Lautaro muestra cierta vecindad con el llamado “realismo mágico”, aunque no como para que se le considere epígono de la corriente. Si bien en “Aquellos Bamba”, “Hombre solo” y “Nazaria”, tres de los cuatro relatos que abren el volumen, hay ecos de la obra de García Márquez —un mudo que de pronto recupera el habla, presentimientos y premoniciones de lo que va a ocurrir, una mujer inocente codiciada por la autoridad del pueblo—, Gardea marca su distancia a través del tono trágico que imprime a sus historias, del peso de los elementos —sol, calor, polvo— que aplastan a los personajes o del desamparo ontológico que los hace parecer baldados del espíritu. De hecho, relatos como los citados y otros más de Los viernes de Lautaro hacen pensar, más que en García Márquez, en Horacio Quiroga: hombres solos enfrentados a las fuerzas de la naturaleza —que en Quiroga es la selva en vez del desierto—, que saben leer muy bien los signos de su entorno; y en lo que se refiere a la irrupción de lo extraordinario en la historia, Gardea utiliza un procedimiento opuesto: en su universo los hombres viven sumergidos en la rutina, pero la rutina es lo extraordinario. Esto es mucho más evidente en el relato que da título al volumen, donde Lautaro cada viernes cruza un laberinto de rayos solares, modorra y vacío antes de atravesar un tramo de desierto para ir a visitar el sitio donde su esposa descansa para siempre. De los cuentarios de Gardea, es Los viernes de Lautaro el que más parece un laboratorio literario. En él puso en práctica procedimientos y asuntos que perdurarían —afinados, perfeccionados— en las páginas de su obra, así como otros que no volverían a aparecer en ella. Entre los que perduraron y se volvieron constantes, por lo menos en su cuentística, están la soledad y la lejanía de las zonas pobladas en que viven los personajes,
que nos hacen pensar en los pioneros del Viejo Oeste retratados por Francis Bret Harte (“Hombre solo”, “Los viernes de Lautaro”); las tareas que los personajes se imponen a sí mismos u otros les imponen, y que son superiores a sus fuerzas (“La acequia”); el trabajo inútil (“El mueble”); el juego como forma de vida o parte de la rutina (“Garita, la muerte”); los malos deseos hacia el prójimo, la insurrección ante una autoridad injusta (“Como el mundo”); los hombres que se reúnen en cofradías o sociedades secretas para alcanzar sus fines (“Las traiciones”, “Fuga mayor”). A ellos habría que sumar el despliegue de atmósferas densas donde el clima deviene como antagonista de los personajes; y la parquedad, el hipérbaton, el barroquismo y el uso de metáforas de segundo y tercer grado como parte del estilo narrativo. También, desde Los viernes de Lautaro, Gardea deja establecido el que, desde el punto de vista de este lector, es el tema predominante en el resto de sus libros de cuentos —y tal vez también de sus novelas—: la espera. Pero también en el volumen inicial es posible localizar elementos y tendencias que no volvieron a presentarse en los siguientes libros, o que lo hicieron rara vez. Entre ellos se podría mencionar una atención profunda al cuerpo de los personajes, como para limitar más aún su territorio existencial (“Garita, la muerte”); la risa en los personajes (“Nazaria”, “Entre ladrones”); la aparición de un objeto, semejante al “objeto mágico” de la literatura fantástica, que trastoca la vida (“La pecera”, “Las primaveras”, “Último otoño”); la mención de funciones corporales escatológicas, orina (“Aquellos Bamba”, “Hombre solo”, “Fuga mayor”), mierda (“Garita, la muerte”, “Como el mundo”, “Las traiciones”), mal aliento, pedos, vómito (“Entre ladrones”), así como relatos de corte convencional (“Soliloquio del amargo”, “De otro lado”). Confluyen, así, en Los viernes de Lautaro, cuentos extraordinarios capaces de seducir a todo tipo de lectores, y otros menos atractivos, difíciles de asimilar, que muchas veces suelen hacer las delicias de críticos académicos e investigadores, pero que para el público
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pasan desapercibidos. De la mezcla de unos y otros surge esa manera de contar tan característica del autor, tanto como esa tendencia a la síntesis que con el tiempo y los libros subsiguientes lo llevó a reducir al mínimo los elementos del relato e incluso a dar la apariencia de prescindir de la historia, limitándose al planteamiento de una situación, más unos cuantos actos de los personajes, más un lenguaje extraño, barroco y a la vez parco, cargado de poesía, para dar vida a su universo narrativo. Sin embargo, tal evolución fue paulatina. A pesar de la fascinación de los lectores por Los viernes de Lautaro —que tal vez se deba en parte a que se trata del libro del autor que más ha circulado—, es en Septiembre y los otros días, su segundo libro publicado un año más tarde, donde se advierte que Gardea consiguió el equilibrio entre las influencias que alimentaron su escritura y la individualidad que siempre quiso imponer a su estilo. Mucho más compacto y unitario que el primero, Septiembre y los otros días presenta diez piezas en cuya ejecución Gardea, la mayoría de las veces, aún pone el lenguaje al servicio de la historia que desea narrar, en vez de tan sólo trazar una situación con el fin de maravillar al lector con su lenguaje poético-narrativo. No es sorprendente, así, que el volumen haya sido reconocido con el Premio Xavier Villaurrutia 1980. Si cualquiera lee de un tirón y sin orden cronológico sus seis libros de cuentos, se da cuenta de inmediato que Septiembre y los otros días es distinto de los demás. Desde que uno se interna en el relato inicial, “Según Evaristo”, el tono de evocación sitúa al lector en una historia entrañable, conmovedora; el narrador en primera persona lo coloca en el centro de las acciones; la ausencia de barroquismo, de hipérbaton, lo lleva con fluidez desde la primera hasta la última frase; y el final inesperado, eficaz y artístico, lo sacude sin remedio. Igual que si Gardea hubiera querido demostrar que, así como fue capaz en su primera entrega de innovar, de buscar caminos no trillados para contar una historia, de retorcer el lenguaje hasta extraerle
/ Jesús Gardea, unam; Voz viva de México
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/ Los libros de cuento Septiembre y los otros días, Difícil de atrapar y Los viernes de Lautaro
nuevos significados, también lo es de encarar el cuento al modo clásico y conseguir que quien lo lea termine de hacerlo en medio de estremecimientos estéticos. Con esta historia, en la que el protagonista cambia su vida debido al descubrimiento de un aroma, del que se apropia, Gardea roza, sin entrar de lleno, lo fantástico con elementos que, si bien aún nos recuerdan a García Márquez, ya son por completo personales. En “Acuérdense del silencio”, donde un grupo de hombres al mando del alcalde y un cabo van a atacar a unos invasores de tierras, el autor consigue mantener un frágil equilibrio entre la fluidez de la historia y un lenguaje pleno de metáforas —incluso de segundo y tercer grado— conceptuales, al estilo de Francisco de Quevedo, y de hipérbaton gongorino, para terminar con acto de justicia que gira alrededor del concepto de valentía, de hombría. En éste, tanto como en “Trinitario”, que trata de la aparente compra de un coche por unos actores de teatro, Gardea se explaya en lo que en el futuro será parte integral de su estilo: la descripción minuciosa de actos, ademanes y gestos humanos; es decir, una de las canteras de donde extraerá imágenes y metáforas. “Trinitario” termina con un final sorpresivo, una venganza que puede antojarse absurda; pero los lectores de Gardea sabemos que lo absurdo es, para sus personajes, lo convencional, lo rutinario. “Más frío que el viento”, “Ángel de los veranos” y “Un viajero en La Florida” son tres relatos sobre la soledad del hombre, ya sea a causa de enfermedad, de abandono o por estar en una ciudad ajena. En el primero, un hombre que no sabe que agoniza contempla su entorno desde la cama de hospital, sigue los desplazamientos del sol y la arena en el exterior, y echa a volar la imaginación. En el segundo, un escritor a quien su mujer ha abandonado, vive un invierno brutal en una cabaña, que le resulta inmensa, hasta que un vecino le pide ayuda para salvar a unas palomas, sacándolo por unas horas de su dolor solitario. En el tercero, de resonancias kafkianas, un viajero es detenido por la policía en una ciudad extraña. Los tres, escritos en un tono bastante personal, dan la impresión
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de ser de esos relatos cuyo origen se halla en la experiencia de su autor, en algún trozo de su biografía, lo que los hace entrañables y despiertan de inmediato empatía en los lectores. El absurdo se hace presente con mayor contundencia en “La paga”, “Después de la lluvia” y “El fuego en el árbol”. En ellos las historias resultan extrañas, a pesar de estar narradas con un lenguaje menos barroco y elaborado que otras, pues el autor ya se muestra experto en escamotear la información al utilizar perspectivas y técnicas con resonancias de la Novela Objetalista Francesa. En “La paga”, un mesero —que no es mesero, pero necesita el sueldo— vive una tarde de trabajo en domingo oscilando entre la somnolencia y la actividad, y es testigo de un asesinato durante la reunión de un gremio; no entiende lo que sucede y al ver que todos huyen sabe que nadie le dará su dinero. En el segundo, en una ciudad lluviosa, un médico pelea con un mesero, después se topa con un muerto caído en la calle y al final llega a un pueblo a tratar a una enferma. El tercero es una fantasía al estilo de “Casa tomada” de Cortázar, pero que presenta lo que podríamos llamar “la estructura del sueño” —como en algunos filmes de David Lynch— por lo que tanto los diálogos como las acciones de los personajes sólo pueden provocar extrañamiento. Mas, luego de llevar al lector por los territorios del absurdo, Gardea cierra Septiembre y los otros días con un relato —que da título al volumen— otra vez autobiográfico, donde el narrador cuenta sus días de estudiante en una ciudad que no se nombra pero podemos identificar como Chihuahua. Muy al estilo de los europeos de principios del siglo xx, lo que refleja la historia es la vida en la pensión, sus habitantes, los conflictos de los huéspedes con la dueña y sus familiares, la amistad del protagonista con la cocinera, los resentimientos y las envidias. El autor construye, pues, en poco más de una veintena de páginas, un universo completo y, al mismo tiempo, al contar las actividades de su personaje fuera de la pensión, narra el nacimiento de la vocación lectora que devendrá la de escritor.
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Con una estructura y un estilo clásicos, el relato que cierra Septiembre y los otros días es difícil de olvidar. Luego de dar a la luz cuatro novelas en las que su estilo termina de asentarse, o de enrarecerse, según el punto de vista de quien lo lea, Gardea vuelve a publicar cuentos en los que las características de su escritura, ya visualizadas en los dos primeros, se afianzan cada vez más. Rara vez vuelve al estilo clásico, convencional. Por el contrario, lleva el minimalismo al extremo y es capaz de escribir relatos redondos, perfectos, con tan sólo los efectos del clima sobre los personajes, calor o frío extremos, el peso de los rayos del sol, la sed, el polvo sobre cosas y cuerpos, el paso del tiempo que se estira o encoge según la ocasión y el misterio que siempre envuelve las acciones de los personajes, de quienes pocas veces sabemos qué hacen o qué van a hacer mientras transcurre la trama; las pequeñas o grandes transgresiones, los deseos ocultos, la inutilidad de las labores. Y, por supuesto, la espera. En la mayor parte de los cuentos del autor, los personajes no hacen sino esperar a que algo ocurra (y el lector pocas veces sabe qué). Esperar, mirar y sentir. Y temer: en medio de su pasividad, las creaturas de Gardea son presa de miedos súbitos, inexplicables, irracionales. A veces los atemorizan los mismos elementos, los rayos del sol, el crecimiento de las sombras. A veces se trata de un miedo puro, sin origen detectable. Tal vez sea esa pasividad, esa tendencia a la espera, lo que los vuelve vulnerables, inseguros. Porque son escasos los cuentos del autor en que los personajes se muestran activos y, cuando lo hacen, el lector tiene la impresión de que está leyendo algo épico. Así ocurre, por ejemplo, en “Puente de sombra”, de Las luces del mundo, en el que un hombre que es conducido por sus verdugos a la muerte tiene sed, y cuando va al canal a beber, el simple acto de bajar por la pendiente se transforma en toda una aventura. Acaso el miedo sea una consecuencia de la soledad. Los personajes en los cuentos de Gardea son en extremo solitarios. Y sus vidas son monótonas. Por eso la espera. Aguardan que algo les cambie la exis-
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tencia, la rutina. Hombres solos frente a la naturaleza hostil; frente a otros hombres solos, también hostiles. De ahí proviene la parquedad de su lenguaje, como si no lo practicaran lo suficiente, como si no estuvieran acostumbrados a gastar aire en hablar. Así se advierte en “Los amigos”, de Las luces del mundo, donde el miedo, el terror, lo provocan los extraños que irrumpen en la soledad del protagonista. O en “Nadie muere la víspera” y en “Está vivo”, del mismo volumen, donde la dicotomía vida-muerte tiene su paralelismo en los claroscuros de la dicotomía luz-sombra. Estos claroscuros, estas dicotomías, de ser elementos al principio acaso decorativos, pasaron a ser, con la experiencia, parte integral de una técnica única, cuando el autor los fundió a sus estrategias narrativas. Lo anterior resulta evidente, por ejemplo, en relatos como “Todos”, de Difícil de atrapar. Con una atmósfera y un desarrollo semejante al que había mostrado en su novela La ventana hundida, Gardea establece desde el primer párrafo un tono de terror a partir del miedo irracional de sus personajes hacia las sombras y el viento; y, a partir de la defensa de los mismos personajes contra esos elementos, consigue construir un relato de aventuras en el que por instantes el lector se olvida del absurdo de los planteamientos. Una cofradía de sastres necesita que alivien a cada uno de sus miembros de ese temor, y un hombre se da a la tarea. Pero sabemos que cualquier tarea, en las historias del autor, será fallida, vana. Apoyada en un lenguaje parco, poético, moroso, con mucho hipérbaton y narrada tan sólo en copretérito (lo que acentúa la sensación de extrañeza al leerla), la historia avanza entre el misterio y el suspenso hacia un final trágico e inevitable. Gardea en plena posesión de sus recursos. Son muchos otros los relatos que se podrían comentar para seguir ahondando en las características de Jesús Gardea como cuentista. Por ejemplo, se podría mencionar que en su último volumen, Donde el gimnasta, el autor dota a sus personajes de distintos oficios en la mayor parte de los textos, con lo que vemos atravesar por las páginas al dueño de un circo, a
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Archivo Ivรกn Gardea
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un vendedor, a un agente de tránsito, a un sacristán, a un reparador de estuches de instrumentos musicales, a un mensajero, a un dibujante y a otros, pero, salvo esas ocupaciones, los personajes guardan las características mencionadas anteriormente de una manera más o menos estable: son pasivos, solitarios y su principal actividad es mirar, sentir, temer y esperar. Desde la aparición de sus primeros títulos, Jesús Gardea —ya se mencionó— sorprendió a lectores y críticos. A los segundos, además, los desconcertó: los críticos acostumbran encasillar a los autores, encontrarles señas de identidad y meterlos en un cajón junto con otros que les parecen semejantes. Pero al toparse con una escritura tan peculiar, tan distinta a las demás, no supieron bien qué hacer. Sin embargo, al encontrar ciertas similitudes entre su obra y la de Daniel Sada, los hermanaron. Luego se fijaron en los espacios que ambos reflejaban, hallaron a otros que también lo hacían, y surgió la clasificación muy general de “Narradores del desierto”, que no le hace justicia. Cuando al fin conocí a Gardea, en 1999 —pues me invitaron a presentar en Monterrey las novelas El árbol cuando se apague y Juegan los comensales—, él mismo mencionó que le desagradaban los casilleros de los críticos. Dijo que, aunque tenía cosas en común con Sada, había más diferencias que semejanzas entre la obra de uno y otro; y que con los otros “del desierto”, salvo el espacio, sólo había diferencias. Tenía razón. Tal vez la única manera de definir su obra a grandes rasgos es decir que Jesús Gardea es un narrador que ahondó como pocos en la tradición de la literatura y de la lengua española, y consiguió extraer de ellas el lenguaje, las formas, las técnicas y las estrategias narrativas y poéticas menos usadas, u olvidadas, con el fin de llevar a los lectores las historias que se derivaron de su extrañísimo universo personal, de su original modo de contemplar al mundo y a los hombres. Por eso es un escritor único, excepcional, y sus relatos no se parecen a nada que hayamos leído, ni antes ni ahora.
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/ Desolaciรณn xiv Ivรกn Gardea
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EL SOL Y LOS NOMBRES: JESÚS GARDEA S
i hay algo que asombre en los textos de Jesús Gardea es la abundancia de nombres. Pero entendámonos: no son los nombres comunes y silvestres, son los nombres que la gente común y silvestre le pone a sus hijos cuando todavía queda en ellos algo de fuerza, de esa fuerza que es a la vez tempestuosa y terrible como la del sol que deslumbra constante la profusión maravillosa de los nombres. Y no es raro que Jesús pronuncie en vano, no es raro puesto que en su propio nombre lleva la fama y gracias a eso puede dedicarse a los bautizos y recorrer la escritura con la violencia indolente que sugieren las verdades. Están Evaristo, Rufo, Gaspar, Valerio, Onésimo, también Lautaro, luego Bartolomé, Blas y Olegario. Siguen Benedicto y Ángel Nacianceno, Nazaria e Irene. Cualquiera sabe al oír esos nombres o, mejor, al mirarlos cuando uno se empecina en la lectura e intenta descifrarla, que esos personajes tienen que aquilatar en la redondez de sus consonancias los pesos del relato, que en esos nombres está escondido o resumido un mundo misterioso y profundo, el mundo, en fin, ese mundo que tuvo que nacer con el Verbo. Porque además, cualquiera sabe que si uno es capaz de pronunciar con vehemencia esos sonoros nombres, es necesario
haberlos medido porque nadie puede quedarse impune después de organizar un relato cuyo protagonista se llame Trinitario. La homonimia amenaza a Europa y una de las manifestaciones definitivas de salud que defiende a Latinoamérica, además del ya demasiado manoseado realismo mágico, es su capacidad de preservar y desparramar los nombres. Confieso que eso fue lo primero que me llamó la atención en los textos de Gardea. Eso y una persistencia curiosa a desdibujar un mundo que a primera lectura parecía rulfiano. Me explico: una lectura voraz de estos textos —porque nunca es posible leerlos de otro modo— demuestra que estamos ante un escritor muy especial, y al decirlo tenemos que apuñalar la banalidad de esa frase indagando en las afinidades selectivas y confesar que de los textos se desprende un olor mañoso y fementido que subyuga porque aparece y desaparece a medida que el relato se despliega ante nosotros, iluminado como el paisaje, los objetos y los hombres, por un sol rijoso, abundante y antropoide. La sencillez, el despojo, están sometidos a una violencia que los desmanda. Me explico: existe un orden que se ancla en la sencillez, manejando así un relato despojado de excrecencias. Y en los intersticios
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Margo Glantz
se inserta una ruptura en que la sencillez es falsa, el despojo está amueblado de contrastes, se marca una exaltación producida por el rigor con que se procede a despojar al texto de sus ramificaciones al tiempo que las entrelíneas del relato las exaltan. Hay a la vez una construcción impecable, clásica, y una ruptura de la construcción, sentido lógico y producción de un sentido del desafuero. Vuelvo a explicarme: el discurso es liso y de repente su lisa identidad se rarifica y dentro de esa geometría aparecen los signos discordantes de un tumor que se exhibe simplemente como un olor o como la invasión avasalladora del sol. Me detengo en un cuento particularmente bien construido: “Trinitario”. Lo elijo como modelo de esta escritura pues encuentro en él varios de los temas y de las construcciones asistemáticas que consumen a Gardea y lo hacen perseguir de texto en texto sus mismas vanidades, sus mismas discordancias. Trinitario es un nombre detonante. Suena a nitroglicerina y a Santísima Trinidad, y en esta disparidad estriba su sentido. La relación de las palabras está sometida a una cierta probabilidad pero aquí se marcan las antítesis, una sola frase nos conduce a la nuca redonda y luminosa de una joven, y morosamente se de-
tiene en ella y en la singular atracción que una mirada ejerce sobre el texto invadido por el sol como la nuca espléndida, coronada por orejas de pelusilla dorada de la muchacha que emana un perfume inodoro que se traslada a las palabras, persiguiendo un transcurso de los personajes que penetran en una casa que se va tornando enigmática a pesar de su carácter vulgar. Es una casa común y corriente pero por ella circulan los rayos del sol y los perfumes. Cuando el sol desaparece, el perfume se detiene, y la muchacha ha perdido su encanto para trasladarlo a Trinitario, único personaje que ostenta un nombre. La falta de nombre de la muchacha se explica por la redondez aterciopelada de su nuca y por el atractivo intermitente que produce en los hombres, llamados solamente así, los hombres, aunque su identidad misteriosa se cubra de rojas capas ondeando en un aire detenido sin viento y ahorquillado por el sol. La mujer es bella a veces y cuando lo es la rodea como aureola un perfume inaccesible y fascinante; fascinante porque atrae a los hombres y porque de repente desaparece y hunde a la mujer en la banalidad de una mujer sin nombre para intensificar el relieve del que sí lleva hombre y destacarlo como destaca su cuerpo dañado por el sol. Trinitario tiene también
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cara y en ella se marcan arrugas que tienen bocas para pronunciar mil veces su mismo nombre que juega ante los hombres como juegan sus capas rojas sin el viento o como juega el automóvil que Trinitario compone y que los hombres pretenden comprar con un contexto que no le pertenece como no le pertenecen las capas escarlata a unos hombres surgido a mitad del tiempo y del camino. Como el sol que permite delinear con nitidez los contornos de las cosas al tiempo que las ensombrece por su reflejo deslumbrante, porque es un sol que cae a plomo, así se juntan los desconocidos, y Trinitario por un lado y la joven por el otro. Así el relato une varios mundos y al mismo tiempo los desliga y los dispersa para luego retomarlos dentro de un coche mullido e inmaculado, lujoso e inaccesible dentro de un corralón abandonado en un pueblo perdido en medio del desierto calcinado. Otra ruptura: Trinitario entra a una tienda, bebe un refresco y dialoga con las moscas que trascurren entre un queso y un refresco, premonitorias, suicidas, hundidas en la congoja y en el miedo, un miedo impreciso, inconstante, ininteligible, tan ininteligible como esa parte del relato que predice los finales terribles aunque silenciosos. Y en medio queda —por eso— el agujero, esa ruptura que abulta y se vuelve tumor, Trinitario recuerda una enemistad, sugiere una venganza. Pero la venganza y la enemistad son calladas. Como calladas simplemente porque no se dicen, apenas se insinúan: —Hace años tuve dificultades con un carpero —dijo el viejo cortándoles la palabra—, ¿cómo se llama el patrón de ustedes? —La nuestra no es carpa. Es Compañía. El patrón se apellida Santiago. —Entonces no es. Aquél era un tal Martín. —Santiago es éste. —Sí, ya les oí. No han de saber tampoco nada de autos, puesto que confían en ustedes. La ilógica se prosigue. Trinitario es asesinado y su asesinato se maneja ritualmente: las cuatro capas
de los hombres los cubren como si fueran una carpa, “bajo la sombra roja” y la venganza es nítida, perfecta, estética, porque la cubre un silencio, un fragmento calcinado del texto, un misterio enrarecido, una discrepancia, una distancia. Y la venganza se reitera y recorre otros textos y se tambalea entre el nombre y el apellido o se desbarranca frente a la casi total ausencia de los nombres y para transformarse en algo tan general y vago como un hombre. En “Garita, la muerte” se reúnen varios hombres con nombres detonantes. Aquí se une el nombre con el apellido: Blas Candumo, Bartolomé Rubio, Ángel Nacianceno, Silverio Huesca, Olegario Baeza, pero la contundencia del sonido altera el relato y produce intermitencias que abrendenotan ausencias, trazan líneas interrumpidas, y organizan un diálogo entre escenas narradas y otras sugeridas. En “Las traiciones” se siguen persiguiendo los nombres y los hombres y los mundos machos donde algunos viven asociados a una vaga pero persistente misión que se desdobla entre lo concreto, muy sabido y muy descrito, y lo enigmático, lo que se detiene entre las interlíneas de los textos. La palabra organizada produce escritura, deletrea nombres, nunca los pronuncia y la verosimilitud del texto tan buscada desaparece. Gardea repite sus experiencias: es fácil quizá seguir sus obsesiones descifrar datos biográficos, saber su condición de huérfano temprano, sin embargo, aunque se precise todo ese mundo, aunque se rellene la línea, sugerida por los puntos, como en las revistas de entretenimiento que se esparcen por las mesas de peluquería o dentro de sacos portátiles de aviones, aunque, insisto, pueda trazarse el dibujo y retocarse y armarse con las partes dispersas que andan por los cuentos y por los relatos, el mundo de Gardea es mucho más que eso, es un mundo que organiza un sistema, varias formas, una concentración escrituraria que define un cosmos, haciendo de su obra un cosmos donde, como diría Barthes, prenden las palabras como bellos frutos en el árbol indiferente del relato. Esas palabras frutales se han cargado de tal den-
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sidad que al asociarse producen un mundo separado, un mundo real, un mundo que sólo tiene otro anterior en la historia de nuestra literatura, el de Rulfo, y no porque Gardea siga a Rulfo: Gardea sigue el ritmo interior del propio Gardea, pero al seguirlo, al oírlo intensamente ha pronunciado el nombre sagrado y ha evocado algo que debiera haberse quedado en el silencio: ha pronunciado los nombres, los ha escrito y ha transgredido la dificultad de ser, ha ordenado el cosmos, ha producido un mundo místico, un mundo totalmente diferente del que lo ha obligado a escribir. Quizá pueda terminarse este texto apelando de nuevo a Barthes: Y sin embargo, el resplandor de la palabra introduce en nuestro mal de ser el estremecimiento de una distancia: la forma nueva es para el sufrimiento como un baño lustral: absorbido desde el origen en el lenguaje (¿hay otros sentimientos más que los nombrados?), es no obstante el lenguaje, —pero no por un lenguaje otro— el que renueva lo patético. (…) podría definirse como una esquizofrenia naciente, formada prudentemente en cantidades homeopáticas: ¿no es acaso la escritura cierto “distanciamiento” aplicado por el exceso de las palabras —toda escritura es enfática—, a la viscos manía de sufrir?.1
1 Barthes, Roland. El grado cero de la escritura. Nuevos Ensayos Críticos. México: Siglo xxi Editores, 1989. p. 169 / Detalle: Imágenes del Limbo xii Archivo Iván Gardea
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EL HIJO DEL CHUVÍSCAR Emiliano Monge
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diferencia de las huellas digitales, no todas las obras literarias son únicas. La inmensa mayoría comparte los sinuosos trazos de la mediocridad, las frases hechas y el eco de un discurso masticado, digerido y regurgitado cien mil veces. Ni qué decir de la puerilidad, la superficialidad y la literalidad con la que se abordan los temas, se cuentan las historias y se delimita a los personajes. La historia de la literatura, tristemente, es igual de terca —pero todavía más aburrida— que la historia de la filosofía o la de la física. ¿Cuántos maestros en estructura atómica, que repiten como merolicos las ideas de otros en un salón de clase y en decenas, cientos o miles de libros se requieren para que aparezca un joven Tesla? Los mismos, exactamente, que escritores malabaristas de lo corriente somos necesarios para que, de pronto, en algún lugar nublado, emerja un Borges, una Lispector o un Juan Rulfo. Escritores con las herramientas y la sensibilidad necesaria para rasgar el tejido del lenguaje literario y el de las diversas telas de los lenguajes cotidianos; capacitados para dotar de pisos nuevos los edificios de la épica y la lírica, o dispuestos a proponer una
nueva concepción, una nueva forma de desnudar las motivaciones de la especie y del individuo y una nueva forma de situar al ser humano ante el tiempo y el espacio. En la segunda mitad del siglo xx de nuestra lengua, apenas encontramos a una treintena. Y de esta treintena, por supuesto, cada uno de los lectores está en libertad de escoger su propio puñado. A fin de cuentas, en esta libertad de elección radica el sentido último de la palabra tradición, que a diferencia de la palabra canon, se conjuga sólo en singular. Yo, por ejemplo, elijo a Benet, Levrero, Sada, Vicens, Panero, Arredondo, Saer, Ribeyro, Lispector, Gardea, Bombal y Di Benedetto. Y no digo, evidentemente, que éstos sean nuestros únicos escritores, digo que son nuestros únicos escritores singulares y los únicos cuyos textos podrían estudiarse como huellas digitales. Lo dejo aún más claro: no digo que Cien años de soledad, La región más transparente, Rayuela, Conversaciones en la catedral, El obsceno pájaro de la noche o tantas otras obras interesantes, no deban leerse, ni digo tampoco que sus autores no sean escritores importantes (como importantes también son Cromwell, Jara, Ibargüengoitia, Piglia, Diamela Eltit, Castellanos Moya o Bolaño); lo
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/ Jesús Gardea al año de edad Archivo Iván Gardea
que digo es que todos ellos pertenecen, responden y, sobre todo, respetan los códigos de la manada, y por eso mismo forman o aspiran a un futuro canon. En cambio, Julio Ramón Ribeyro, Jesús Gardea o Antonio Di Benedetto, pilares de mi tradición, no sólo no pertenecen, responden ni respetan a la manada, sino que no les interesa pertenecer, responder o respetar códigos previos, ideas asimiladas, lugares comunes o juicios preconcebidos: toda esa argamasa, pues, que aglomera al colectivo. Los escritores de los que hablo son los miembros que se apartan voluntariamente del grupo y que se van después en busca de una cueva. Los que no escriben sino hasta que olvidan el ruido de fondo y se adentran en el silencio. Por eso los críticos, los libreros y hasta los escritores y editores, adictos a los ecos que dan forma a la memoria y amparados en asuntos de fingida practicidad —que no son en realidad sino la suma de nuestras propias incapacidades—, los llamamos raros, experimentales o diferentes. Y lo más grave de este asunto es que al designar de esta manera a aquellos que se alejan y al juzgar así, de forma tan apresurada como cómoda y pueril, el trabajo del proscrito voluntario, olvidamos que estas
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categorías: rareza, experimentalidad y diferencia, son, en realidad, cualidades. Las mismas cualidades que deberíamos anteponer al resto de nuestros juicios si es que aún nos interesan las preguntas y no sólo las respuestas. A fin de cuentas, sólo en su nombre la literatura se sigue renovando. No olvidemos que, en su día, de raras, experimentales y diferentes fueron acusadas, por ejemplo: La balada de los ahorcados, Trsistram Shandy, Moby Dick, Ulises, Hojas de hierba, El hombre sin atributos, El ruido y la furia, Malone muere, Los reconocimientos, Umbral o Mis amigos.1 Como también sucedió con Zama, de Antonio di Benedetto, Prosas apátridas, de Julio Ramón Ribeyro, y Los viernes de Lautaro, de Jesús Gardea, libro sobre el cual ahora haré un par de anotaciones. Y es que allí, donde la crítica y la mayoría de los domésticos se han empeñado en ver rarezas, experimentaciones y diferencias, lo que hay en realidad es una brecha nueva, puro páramo desconocido, puro despoblado en espera de que nosotros, los lectores, nos apartemos y nos pongamos a labrar nuevas percepciones, imaginaciones diferentes y lenguajes sólo nuestros. En Los viernes de Lautaro, Gardea no sólo crea un lenguaje que nace con cada nueva palabra y que mana de la concreción, ni erige tampoco una épica de lo minúsculo y una lírica del vacío; tampoco propone tan sólo una voluntad de sonoridad, ni se conforma con colocar en el centro del tiempo y el espacio a la cotidianidad y al sentimiento pelado como un cable. Los viernes de Lautaro, para mí, el libro de relatos más importante de nuestra narrativa de la soledad, permite ver cualidades insospechadas en cada una de sus relecturas: de pronto nos enseña, por ejemplo, que la tensión puede ser dada por el clima. De golpe deja ver que el estilo puede ser descarnado, como el cadáver reseco de una bestia, y de repente nos deslumbra con 1 No incluyo obras de surrealistas, dadaístas, escritores OuLiPo (Ouvriur de littéreature potentielle) ni de otras rupturas similares pues considero que la singularidad no se pretende ni se impone como un fin sino que se consigue de manera natural; debe ser antes el resultado de una búsqueda que la búsqueda de un resultado.
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un secreto que vale una libra: el silencio es el centro del acto literario, en tanto que la palabra es materia; un material con el cual hay que embarrarse las manos y el cual hay que moldear como moldeábamos la plastilina cuando éramos niños. Ahora bien, Jesús Gardea, sin duda alguna la mas desconocida de nuestras huellas digitales esenciales, es decir, el menos leído de nuestros autores cardinales; el mayor de nuestros eremitas; el mejor de nuestros seres retirados a las cuevas; el hijo de las cuevas del Chuvíscar; el más importante de entre todos nuestros artistas rupestres; así —de hecho justo así me gustaría que fuera leída, comprendida y recordada su escritura: como pinturas rupestres, porque así: no como una mano sino como su silueta, no como un bisonte sino como la síntesis de todos los bisontes, no como un ser humano sino como la posibilidad de todos los seres humanos: la universalidad a partir de la más pequeña de las intimidades— funcionaba su estética. Es también el autor cuya obra guarda una mayor congruencia interna, de entre todos los autores mexicanos de los últimos cincuenta años. En cada uno de sus libros, en cada uno de sus cuentos, novelas y poemas, Jesús Gardea, sin proponérselo —esto es lo que sucede con los renovadores y los genios— propuso una concepción enteramente nueva del tiempo, del espacio y del lenguaje. Emanada, esta última, del verso poético —pero de un verso poético que se encuentra siempre desmintiéndose a sí mismo— y de la descomposición de la frase no poética —pero de una frase que se niega a sí misma la posibilidad de ser la frase del espacio no escrito—. De este modo, Gardea dio origen a un universo único que después han visitado y revisitado escritores como Sada o Elizondo: el barroco desértico, como alguna vez lo llamó Domínguez Michael, un estilo en el que, como en las iglesias novohispanas, se funde lo culto y lo vernáculo. Ahora bien, Jesús Gardea, además, le otorgó un sentido único al ritmo, tan característico de la literatura de nuestro país: leer los cuentos que conforman Los / Notas de periódico en homenaje a Jesús Gardea
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viernes de Lautaro (al igual que leer cualquiera de las demás obras del chihuahuense) es asimilar una experiencia mística, como contar las hojas de un árbol, mientras el árbol se seca. Como leer, con las huellas de los dedos que son nuestros, un texto en braile. Como, de pronto, dejarte habitar por una respiración distinta a la tuya, distinta a la que has usado siempre: ¿qué aspiras tantas veces por minuto? Pues ponte a leer a Gardea, que empezaras a aspirar y a exhalar como él decida, según el texto que coloques delate tuyo. Por último, como no soy ni quiero ser un crítico, como no creo ni en lo raro ni tampoco en los experimentos ni aun menos en lo diferente, es decir: porque creo en las obras que, como decía Saer, son instrumentos, ésas que —aprendiéndolas a tocar— nos permiten oír el silencio y, después, nuestra propia canción. Debo decir que tengo una idea mejor que la de seguir hablando de Gardea. Y es que, como creo en la música de Jesús Gardea, no nos queda más que leer “Los viernes de Lautaro”.
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CLAVES PARA LA COMPRENSIÓN DE LA CUENTÍSTICA DE JESÚS GARDEA: A PROPÓSITO DE “AQUELLOS BAMBA” Y “LOS VIERNES DE LAUTARO”
Gabriel Osuna
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n 1979 sale a la luz el libro de cuentos Los viernes de Lautaro. Este suceso llevaría al autor al inicio de una carrera literaria cuyo reconocimiento en las letras mexicanas ha aumentado a lo largo de los años, y que, aún pensamos, debería difundirse para abarcar a una cantidad más amplia de lectores. Parte de nuestros intereses surgen al sumergirnos en la experiencia literaria de un universo poético con características particulares, que precisan de un lector con una sensibilidad específica hacia un lenguaje preocupado por la representación poética de la realidad. Este lenguaje construye un mundo posible en donde la articulación y la enunciación llevan de la mano hacia una especie de escape, de ensueño, que conforma una realidad alternativa en donde la experiencia poética conducirá hacia la experimentación de hechos trascendentales que dan cuenta de la gran complejidad del ser; actos que, en concreto, enriquecen nuestra experiencia con el mundo. Todo escritor tiene la necesidad innata de construir un mundo alternativo que aparezca como hecho fundamental mediante la existencia del lenguaje y la búsqueda de la voz. El encuentro con su enunciación quizás sea uno de las experiencias más intensas y trascendentales que el ser humano pueda tener. Es muy probable que la escritura de Jesús Gardea (Delicias, 1939-2000) sea uno de los ejemplos paradigmáticos de estas complejas experiencias, y por eso su literatura exige a un lector sin prisas, inteligente y conocedor de los alcances a los cuales se puede ingresar mediante el lenguaje poético. En este artículo me interesa analizar
* Universidad de Sonora
las formas de representación del mundo poético de Gardea, y cómo éstas se corresponden con un lenguaje que da cuenta de un universo en donde convergen la experiencia poética con el hecho cuentístico. Para ello he seleccionado dos cuentos: “Aquellos Bamba”, que inaugura su primer volumen, y el tercero y que da título al mismo, “Los viernes de Lautaro”.1 La historia de “Aquellos Bamba” narra la vida familiar de Magdalena y su hijo Candelario Bamba, quien presenta una transformación interesante el día que cumple cuarenta años, el día de la tempestad de tierra, “Cuando comenzó a oscurecer la mañana”;2 ese día decide elaborar una flauta de madera y además, tanto su madre como el resto del pueblo, escuchan su voz por primera vez: “Nadie podía creer que el zonzo de Candelario se hubiera puesto a hablar de pronto, tras una existencia de entero silencio. Esa misma mañana, todo el pueblo acudió a admirarlo; a ver en qué trabajaba y cuál era su voz”.3 Ante la sorpresa de ella, quien “quedó alucinada por el sol de estas palabras”,4 1 Por las características formales y la estética presentadas en el mismo, podría decirse que Los viernes de Lautaro (publicado por vez primera por la editorial Siglo xxi, y después reimpreso en 1986 por la Secretaría de Educación Pública [colección Lecturas Mexicanas, 61]) funcionaría casi como un título paradigmático que inaugura una nueva etapa en la literatura mexicana. Para el presente análisis he utilizado la edición del Fondo de Cultura Económica: Reunión de cuentos (México: 1999). En éste aparecen, en orden de publicación, los siguientes títulos: Los viernes de Lautaro (1979), Septiembre y los otros días (1980), De alba sombría (1985, Las luces del mundo (1986) y Difícil de atrapar (1995). 2 Gardea, Jesús. Reunión de cuentos. p. 11. 3 Ídem. 4 Ídem.
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decide conseguir inmediatamente el material para la elaboración del instrumento musical. Ella había decidido llamar a su hermano, Neftalí, que hacía muchos años no veía y lo consideraba ya olvidado: La visión de su hijo coronado por las libélulas le trajo a la memoria el recuerdo del único hermano de ella: Neftalí Bamba. Por boca de unos viajantes supo que Neftalí era un gran carpintero de instrumentos músicos, en otro pueblo, corazón de unos bosques. Neftalí debía estar bastante viejo y atiborrado de manías. Y tal vez la hubiera olvidado ya.5 El día que terminan la flauta y Neftalí toca su pieza inaugural, el acto de la música reactiva los recuerdos eróticos de Magdalena, y surge un conflicto interior en ella al revivir la experiencia erótica relacionada con el instrumento interpretado por su hermano. La magia de la música existe, se da por primera vez y transforma a los individuos. La concreción de la música está relacionada con la existencia erótica de Magdalena, y así música y erotismo aparecen estrechamente relacionados como actos transformadores: El tañido de una flauta despertó a la madre de Candelario. [...] Al parecer, la flauta se oía en el patio, mansa y ajena a aquellos lugares [...] Pensó que el flautista era hombre de vastos pulmones porque no decaía su hermoso trabajo un segundo. Cuando entró a la cocina por la merienda y el quinqué, la música de la flauta estaba aposentada ya en sus huesos. [...] Y ahora sentía el tañido en el vientre, llamado de macho en celo.6 Al percatarse de su propia transformación, Magdalena responde a su hermano lo siguiente: —Sabía [...] que eras maestro de carpinteros; no 5 Ibídem. p. 11-12. 6 Ibídem p. 12-13.
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músico. Me levantaste cenizas. Dime, Neftalí, ¿de dónde has sacado eso? [...] —De ninguna parte, Magdalena; ésa es la queja de la madera hembra. —Tú la atormentas entonces, Neftalí —dijo la madre de Candelario, medio llorosa. —Yo no sé —respondió Neftalí Bamba—. Yo digo que la enamoro.7 Es necesario reconocer, además, el simbolismo fálico del instrumento musical y el efecto que produce en Magdalena, pues aunado a lo anterior el narrador afirma que “En su hermano Neftalí había diablo escondido”.8 Y más adelante, la opinión de Neftalí sobre la presencia del alcalde aumenta la ambigüedad de la situación entre él y su hermana: “por causa de ese hombre, la primavera es casi un sueño entre nosotros”.9 A partir de ese momento se sugiere la reanudación del deseo erótico entre ella y el alcalde Ángel Bautista, quien, aunque relativamente distante, había permanecido vigilante de la familia durante años. Al haber revivido su deseo sexual, aparece el complejo sentimiento del dolor por el tiempo perdido y por un deseo insatisfecho, oculto durante tantos años, y por eso “el aire del patio estaba hecho un bagazo por tantas horas de sol, de polvo”.10 De esta manera, el ser erótico revivido reconstituye al personaje en un ser complejo que inconscientemente establece correspondencias entre el hijo que elabora la flauta, el hermano que revive el deseo extático a través de la interpretación musical, y la vivencia del deseo incentivado desde hacía tiempo por el alcalde Ángel Bautista: La madre de Candelario se desnudó detrás de la puerta del cuarto. Mantuvo, apoyándose en la perilla, abierto el compás de sus piernas. [...] Giró un poco el cuerpo hacia la ventana, ávida de aire. Luego se miró el sexo. Otro, irreconoci7 Ibídem p. 13. 8 Ídem. 9 Ibídem p. 16. 10 Ídem.
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ble a la luz del amanecer. Pensó en el bosque de Neftalí y en la mujer sin flores del alcalde.11 Pero el hecho cuentístico se da a partir de la experiencia cualitativa con el mundo por parte de Magdalena, al relacionar la díada música/reaparición del erotismo y el deseo sexual en ella. Hacia el final del cuento, nos percatamos que el mundo se ha reestructurado y rearticulado al haber experimentado los actos cualitativos de la existencia: la epifanía reordena y articula el mundo, y el caos presentado desde el inicio se ve resuelto no solo en la reunificación familiar, sino en la aceptación del deseo erótico como parte constitutiva de su ser: “Cuando estuvo frente al alcalde, a la madre de Candelario se le volvieron de agua los ojos. [...] \ —No llore usted, señora Bamba; ¿en qué puedo servirla? —le dijo. \ —En nada, Ángel Bautista —le dijo la madre de Candelario—; estoy llorando nomás de pensar en los años que viví yo sola en la casa”.12 El universo poético del cuento se encuentra constituido por un final revelador que consiste en la aceptación del deseo por parte de Magdalena y su propia transformación, caracterizada por la resolución de un enigma erótico en donde las relaciones de poder conforman la lógica de interacción entre aquellos seres excluidos del mundo, y cuya existencia se concreta en la contemplación de los actos cualitativos de la existencia. En “Los viernes de Lautaro”, Lautaro Labrisa es un hombre viudo que vive en los arenales alejado de la civilización y de todo contaco. Sólo está acompañado por su gato, llamado Talavera, y en la trama aparecen —de manera circunstancial— personajes secundarios como el hombre perdido, “enfundado en un overol, de polvo dorado por el sol”,13 que le regaló una piedra para detener del viento y los arenales la lámina de asbesto que cubre el pozo de agua del que subsiste; además quien le pregunta “¿Qué tan retirado estoy de la carretera”,14 a lo que Lautaro le responde: “No 11 Ídem. 12 Ídem. 13 Ibídem p.22. 14 Ídem.
sabría decirle. […] Yo trabajé allá, paleando grava hace muchos años. No sabría decirle ni siquiera hacia dónde está”.15 De igual forma, aparecen en la narración los hombres que semanalmente le entregan las provisiones para su subsistencia (maíz tostado, nueces y carne seca): Son tres hombres de mediana edad. Y huelen a hierba del desierto, mil veces macerada por el sol. […] Él nunca ha podido averiguar de dónde proceden. Ellos le dicen, escuetos: Venimos del otro lado de las dunas, Labrisa. Le mienten. Pues del otro lado de las dunas no hay casas, hay un valle arenoso.16 La inmensidad del espacio hace que el ser humano no tenga dominio ni control sobre el entorno. En el cuento se narra la vida cotidiana de Lautaro en aquella casa aislada, en donde se hace referencia a la vastedad del entorno del desierto, y al calor persistente como un elemento que enfatiza la relación estrecha con el espacio (las dunas) y el tiempo (el calor): “Hay estíos particularmente infernales, de cosas al rojo vivo. Por eso es bueno observar al zopilote: detecta lo tórrido mucho antes de que aparezca”.17 El lector se percata 15 Ídem. 16 Ibídem p.23. 17 Ibídem p.22. Este es un motivo recurrente en la literatura del norte de México, en donde una de las premisas fundamentales es la descripción del entorno y su relación con la naturaleza agreste. Como acto ético, dicha resignificación y conquista imprime un carácter nuevo a aquellos mundos que se habían narrado desde otras perspectivas en nuestra literatura. En estos nuevos mundos posibles, el material narrativo adquiere una amplia significación cuando el entorno se relaciona con los conflictos internos del ser. Pensemos en la importancia que adquiere lo anterior en autores como Daniel Sada y Miguel Méndez, por ejemplo. O en autoras como Inés Arredondo en “La Sunamita”, en donde el conflicto de la protagonista está relacionado en parte por el intenso calor que define la percepción del mundo: “Aquel fue un verano abrasador. El último de mi juventud” (p. 131); “Hice los rápidos preparativos para el viaje en aquel mismo centro intocable en que me envolvía el verano estático” (p. 131). Este asunto se reafirma al final del cuento, cuando dice: “Sola, pecadora, consumida totalmente por la llama implacable que nos envuelve a todos los que, como hormigas, habitamos este verano cruel que no termina nunca” (p. 140). Véase Inés Arredondo, “La Sunamita” en Cuentos comple-
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de que cada viernes el protagonista debe abandonar la casa para ir a visitar la tumba de su esposa: “La faja de dunas —atrás de la casa— es angosta y se la atraviesa, a buen paso, en cuarenta minutos. La tumba de la mujer está después. En el valle donde los falaces sitúan quién sabe qué pueblo”.18 Al habernos percatado del acontecimiento cuentístico —que sucede al final del mismo, cuando observamos que su mundo erótico pertenece al recuerdo de su esposa, y al hecho de visitar su tumba los viernes—, la fuerza de la descripción poética revela el verdadero encuentro humano, el encuentro con el amor profundo. La sencillez de la historia se contrapone con la complejidad que experimentamos al ingresar en la conciencia del protagonista que, a pesar de la narración en tercera persona, el narrador te transporta hacia un mundo sensorial, experiencial y emotivo del personaje. Este final tendrá que ver con el recuerdo como único legado de la existencia del protagonista. La soledad del ser y su relación con la vastedad del espacio están estrechamente relacionadas y adquieren un carácter sumamente significativo. Incluso el sueño erótico de Lautaro, que sucede en la tina de baño pintada con racimos de uvas, servirá como indicio fundamental para la interpretación del final de la historia: Lautaro Labrisa suele dormirse en el agua. Sueña entonces con mujeres. Las posee mientras canta. Se embriaga de tocarlas y explorarlas, y no es raro que alguna le florezca entre las manos, arrancándole exclamaciones de alegría. Sueña que le brota esperma colorida. Un espasmo gigantesco, resonante, le avienta los huesos, la piel, la saliva, contra el cielo del mundo. La explosión lo despierta. Su sexo emerge de la superficie del agua, todavía pulsátil. Lautaro oye el tic-tac del tos (México: Fondo de Cultura Económica, 2011; primera edición publicada en La Señal (México: Era, 1965). El tema del clima en la literatura del norte de México podría proponerse como una línea de investigación que desentrañaría las características de una estética particular que contribuiría en el entendimiento de la complejidad de esta visión del mundo. 18 Ibídem p. 23-24.
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reloj que ha dejado sobre una silla. Busca al gato con los ojos. Lo llama. Pero como no le responde, vuelve su mirada al sexo y lo empuña por la raíz. Brevemente lo tiene así, luego lo suelta, y se incorpora.19 Lo anterior aparece como un ejemplo de las imágenes y situaciones narradas que servirán como elementos esenciales en la comprensión del hecho cuentístico. Se trata de una representación que aparece como una estrategia narrativa que se desarrollará y estará presente en la reinterpretación y en el entendimiento de la poética de la historia narrada. La historia que se narra en “Los viernes de Lautaro” presenta una poética inserta en una tradición de aquella literatura que relaciona el espacio narrado con una ontología del ser que busca desentrañarse a través de la palabra poética; donde intervienen una gran cantidad de elementos, como por ejemplo el mismo nominalismo en los personajes funciona para otorgar significación (Ausencia ha sido el único amor de Lautaro, a quien devotamente dedica sus acciones y sus recuerdos). La estrecha relación entre la representación de la conciencia y el lenguaje tendrán un encuentro trascendente en la literatura de Gardea. En este cuento, el consuelo ante la vastedad del entorno y la soledad sólo existirán en la intensidad del recuerdo, y su relación con un erotismo que definiría la ontología del personaje: Lautaro Labrisa se sienta en cuclillas frente a la tumba de su mujer. No la mira: de memoria sabe que es un árbol que él plantó para la defensa del cuerpo herido. Los huesos del árbol se habrán fundido ya a los de ella. Lautaro no se moverá en mucho rato. Se vacía para que los recuerdos, que empuja el viento, lo colmen, lo rebosen. Un sábado, los comerciantes le preguntaron por qué había pintado uvas en las paredes de la tina, y él contestó: —Esa fue la fruta de Ausencia.20 19 Ídem. 20 Ibídem p. 20.
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La belleza en la descripción de la experiencia del sueño erótico, junto con la intensidad de las imágenes relacionadas con sus recuerdos en la tumba de Ausencia (los racimos de uvas pintados en la bañera representaban la fruta favorita de ella), formarán un signo interpretativo al que sólo se podrá ingresar, y comprender su complejidad, mediante las herramientas interpretativas que se requieren para el entendimiento del hecho artístico. Jesús Gardea es un autor para leerse con una actitud que precisa la contemplación de la palabra poética, sin la neurótica premisa de la rápida acumulación de información ni malabarismos constructivos en la trama. Lo extático que produce el hecho artístico no es la revelación de un secreto narrativo, sino la revelación de otro misterio aún más intrincado, un enigma, y que consiste en la iluminación, en el acto cualitativo de la existencia que produce el ingreso a una Verdad filosófica mediante la profunda experiencia del acto poético. Se trata del arte de la palabra que conduce a lo trascendental, y que escapa precisamente al tiempo y el momento de enunciación. Conquista una realidad que estará ahí para que generaciones futuras descubran en Gardea a uno de los grandes de la Literatura. En este mundo posible, la tierra es un lugar incógnito, infinito. Es un espacio geográfico derivado de un estado del Ser que desconoce los límites, ¿para qué saberlos, cuando a diario se lidia con los propios recuerdos e incluso con los propios demonios? Estos se encuentran ahí, tan claros como el poder del sol y la vastedad del espacio, como el azul del cielo impecable, tan estrechamente ligado con la intensidad de la luz. La literatura del norte de México se encuentra en medio de dos mundos poderosos (la literatura mexicana y la literatura estadounidense); ha luchado porque su palabra ocupe un lugar distinto al que se le había otorgado desde el prejuicio, la ignorancia y la exclusión. Da cuenta de que la vastedad del norte mexicano y su geografía no sólo son asunto de pintoresquismo y de continuidad de prejuicios. El calor eterno, el frío glacial y la percepción de estar en una tierra inmensa Fotografía: Margarita Muñoz
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forman parte del mundo interior de los personajes de Gardea; enunciados desde un lenguaje que les pertenece y que sólo se puede percibir y estudiar desde la profundidad que otorga la palabra poética. En los mundos posibles construidos por Gardea se percibe que tanto la poética del espacio como la representación de la conciencia mediante la enunciación, son indisociables, están estrechamente relacionadas y forman una díada que es la encargada de conducir hacia el pacto de lectura conveniente para dejarnos llevar de la mano por uno de los grandes orfebres del lenguaje. Se trata de la fascinación de un maná que el autor descubrió, y cuya experiencia fue inagotable hasta su muerte. Si en la vastedad del mundo la soledad se instala hasta la médula, y determina el punto de vista sobre la realidad, la alternativa de la existencia está en la abundancia inagotable del gozo en el lenguaje: un lenguaje rico, complejo, intrincado y sumamente complejo; un lenguaje que nos dice que la abundancia de significación está en la riqueza y complejidad de la misma enunciación poética. Por lo tanto, el consuelo de la existencia está en la contemplación poética del mundo a través de la complejidad del lenguaje. Sólo esa riqueza llenará el vacío producido por el entorno de soledad; sólo esa riqueza completará al Ser. La intensidad en la contemplación del mundo sólo se verá completada a través de la experiencia artística que define los actos cualitativos de la existencia. Necesitábamos de esa complejidad para poder crear un retrato complejo de nosotros mismos, y el universo gardeano será uno de aquellos que trascenderán las barreras de un mundo que no había sido representado en su justa dimensión por ninguna de las dos hegemonías (la mexicana y la estadounidense). Es por ello que la lectura de los textos literarios de Gardea precisa de un lector que esté dispuesto a entregarse al éxtasis y a la complejidad del lenguaje poético, y no uno que tan sólo esté preocupado por el armazón de un rompecabezas narrativo; por el encadenamiento de los hechos que conforman una historia. El lector de Gardea sabe que la clave está en el acto cualitativo
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de la existencia que nos otorga la experiencia poética con el lenguaje y, por lo tanto, con el mundo. Lejos de aquellas apreciaciones que valoraban y acusaban la literatura construida desde estos mundos como una literatura enajenada, ajena a las tendencias estéticas y formas artísticas del momento. Incluso se le acusaba de ser una literatura rulfiana (como si la comparación y las influencias denotaran de entrada algo negativo), esta literatura estaba demostrando que se podían inaugurar, de manera trascendental, espacios de representación tan complejos y profundamente significativos, que no hacían más que estar demostrando que la literatura mexicana estaba más viva que nunca y que, como muchas veces en la historia ha sucedido, simplemente la crítica aún no tenía las herramientas epistemológicas para comprender y dar cuenta del cambio de paradigma que estaba sucediendo en nuestra literatura. Jesús Gardea con su literatura ha logrado conquistar aquellos espacios de representación que tanto hacían falta en nuestras letras. Logró crear un universo propio que sólo es posible comprender a través de su propia complejidad y a través de la ardua tarea de desentrañamiento (descripción de su naturaleza y de sus propios enigmas y misterios) de su propia poética. Para ello es necesaria una crítica que esté a la altura del pacto de inteligibilidad que el autor propone en sus textos; una crítica que eche mano de una sensibilidad que comprenda las complejas premisas estéticas de uno de los grandes escritores del siglo xx. La literatura puede servir hoy, entre otras cosas, para dar cuenta de uno de los dramas de la humanidad: la tragedia de la soledad en un mundo cambiante, derivado de un sistema que golpea cada vez más la dignidad del ser humano. Nada más vigente que la literatura de Gardea para comprender los intrincados caminos de la existencia y el drama de la soledad que definió su época y que, como la mayoría de los asuntos universales, continúa hasta nuestros tiempos.
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LIKE THE WORLD: HISTORIA MÍNIMA DE UN CUENTO ANTOLOGADO Miguel G. Rodríguez Lozano
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n el principio fue Lautaro, Los viernes de Lautaro; después Evaristo y Trinitario en Septiembre y los otros días; más adelante De alba sombría, Las luces del amundo, Difícil de atrapar y Donde el gimnasta. Todos, libros de cuentos; ellos, personajes. Desde sus inicios, la cuentística de Jesús Gardea fue contundente en cuanto a su propuesta estética fiel a un ámbito —el del desierto—, a una sensibilidad, a una ética del hombre. Las historias, inmersas en una visión arquitectónica de la escritura en la que la palabra cuenta como sinónimo de revelación, continúan teniendo hasta ahora una fuerza abrumadora. Por ello, desde los inicios de publicación no resultó extraño que varias de las antologías de cuento mexicano consideraran a Gardea como una referencia importante. Mario Muñoz fue preciso al respecto: Con el avance contenido y sinuoso de una escritura siempre a punto de culminar en una revelación, [Gardea] consigue crear atmósferas llenas de tensión que desembocan en situaciones
francamente dramáticas, absurdas o fantásticas, no obstante que el hermetismo de la enunciación parece rodearlas de un halo de irrealidad.1 La más reciente antología dedicada al norte de México, Norte. Una antología, compilada por Eduardo Antonio Parra, propone uno de los cuentos del autor chihuahuense ya presentado en otro momento en, por lo menos, dos compilaciones: una, la de Narrativa hispanoamericana 1816-1981. Historia y antología 6. La generación de 1939 en adelante. México, de Ángel Flores y otra, la selección de cuentos traducidos al inglés por Mark Schafer: Stripping Away the Sorrows from this World (1998). Me refiero al cuento “Como el mundo” (en traducción de Schafer “Like the World”). Estas dos referencias contienen una intención: dar a conocer. Flores se apoya, además de su breve comentario, con un prólogo escrito por Carlos Montemayor; Schafer sólo indica de dónde provienen los textos elegidos, no existe ninguna nota introductoria con respecto a lo 1 Muñoz, Mario. p. 34.
* Instituto de Investigaciones Filológicas, Universidad Nacional Autónoma de México
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expuesta en el prólogo que acompaña la antología. Para Parra es importante lo escrito desde la literatura por los autores formados en las regiones septentrionales de México; lo es también la necesidad de distinguir “las distinciones regionales”.3 Se quiere: dejar en claro que la narrativa norteña for[...] ma parte de una tradición sustentada en una genealogía de autores que, por lo menos desde los albores del siglo xx, reflejan en sus relatos no sólo las obsesiones literarias personales que han dado forma y contenido a sus obras, sino también las características de su ser norteño, adquiridas desde la infancia y la adolescencia, que pueden advertirse en ciertos giros del lenguaje, en las alusiones al entorno o en el carácter de los personajes.4
presentado. Mientras la selección de Flores es generacional (el mismo título lo indica), la obra de Schafer apunta a una individualidad escritural. Las veinticinco historias traducidas dan un panorama de la poética de Gardea que abarca casi la totalidad de sus libros de cuentos (falta sólo Donde el gimnasta). Aunque ambos libros se ubican en el nivel de la difusión, es cierto que, en el caso específico de Gardea, la elección de “Como el mundo” es de importancia; es decir, se quiere destacar un modo de escritura de un autor cuyos cuentos “resultaron sorprendentes, frescos e incisivos”.2 “Como el mundo” permite en sí mismo que el lector tenga una visión clara de las intenciones literarias del autor. Por ello, la inserción de ese mismo título en la antología de Parra no deja de llamar la atención con respecto a los intereses estéticos expuestos en el cuento. A diferencia de las dos compilaciones mencionadas anteriormente, la propuesta de Parra se concentra en una idea temática regional, la de la narrativa norteña,
El sentido de ese prólogo se dirige a conformar, casi desde una incipiente historiografía, y considerando los cuarenta y nueve textos seleccionados, un corpus de tradición en el que se pone de manifiesto la capacidad creativa de los autores y su entorno imaginario. De ahí que la elección de “Como el mundo” resulte afortunada, pues es un cuento que ejemplifica bien la propuesta estética y cuentística de Jesús Gardea en un momento clave de creatividad, enfocada a destacar una sensibilidad relacionada con un espacio, el del desierto. Un desierto que, entiéndase, conlleva una visión del mundo, íntima, aunque no exclusiva en el mundo creado por Gardea a lo largo de los años como autor prolífico de una geografía que nos transporta, por un instante, a una ilusión habitable, pero férreamente abrumadora. La coincidencia selectiva en las tres antologías con respecto al cuento de Gardea lleva a pensar, por supuesto, en la recepción. De suyo, las antologías de cuento funcionan como guías, como instrumentos de medición, de cálculo, de debate; las hay de todo tipo,
2 Flores, Ángel. Narrativa hispanoamericana 1816-1981. Historia y antología 6. La generación de 1939 en adelante. p. 27.
3 Parra, Eduardo Antonio. Norte. Una antología. p. 10. 4 Ídem.
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y esto se debe a la maleabilidad del cuento como género flexible, ya sea en los temas, contenidos e incluso en la forma y la escritura (las variantes que van del cuento clásico a la minificción, por ejemplo). Pasar de una compilación, un juntar textos, a una antología plenamente literaria, aquella en la que se establecen el proceso de selección y los criterios utilizados, con información y notas que trascienden, no resulta fácil y menos en los propósitos de las editoriales que, lo sabemos, tienen un peso en la toma de decisiones. Las antologías aquí mencionadas no ahondan en los criterios de selección; no obstante, y como se ha indicado, sí permiten esclarecer la intención de cada una por difundir a una generación, a un autor (Gardea) y una tradición referida a una geografía. En ese sentido, ninguna de las antologías pretende llegar al lector especialista, más bien a un receptor ideal, el lector de cuentos, el lector que quiere “conocer”. De los tres compiladores, Parra justifica lo que pretende con su antología y el público al que desea llegar:
[…] uno de los propósitos fue el de mostrar las obras a todos los lectores mexicanos posibles, pero muy en especial a los jóvenes que empiezan a acercarse a la literatura […] el criterio principal fue incluir […] relatos que resultaran atractivos, emocionantes e inteligibles a quienes oscilan entre los doce y los dieciocho años de edad, pero sin olvidar a los mayores […].5 En suma: Norte. Una antología va dirigida a todo el público, como las propuestas de Flores y Schafer, respectivamente. Así pues, “Como el mundo” puede considerarse un modelo ejemplificativo de la cuentística de Gardea y pareciera que, dado el receptor ideal de las antologías, es un cuento que funciona bien para dichas intenciones: brevedad, concisión, argumento sólido, sorpresa, lenguaje atractivo. Por otro lado, resulta sugerente que sea precisamente un cuentista (Eduardo Antonio Parra) quien ha seleccionado “Como el mundo” de entre los más de setenta 5 Ibídem. p. 16.
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terado la constancia temática y las aportaciones del autor. De los más recientes estudios al respecto, vale la pena recordar las palabras de Alicia Llarena, pues sintetizan claramente las claves que han sido estudiadas prácticamente desde 1979 sobre ese primer libro y que, sin duda, permanecen inquebrantables en la narrativa global de Gardea: Desde su primer libro [...] sobresalen la soledad y la incomunicación de sus personajes, el ambiente depresivo, sofocante y violento, el vínculo profundo del hombre con su espacio, verbalizado en un lenguaje elemental y austero como el desierto, detenido y poético, más sensorial que informativo (el calor, la luz del sol, el olfato, el silencio) un discurso en el que los detalles adquieren el carácter de una revelación.6
cuentos que escribió Gardea. Este hecho lo distancia, claro, de los otros dos compiladores y reafirma que la elección del cuento del autor chihuahuense representa la estética gardeana, en la que el estilo lo es todo y la palabra emerge para transformar su alrededor. “Como el mundo” pertenece al primer libro de cuentos de Gardea, Los viernes de Lautaro (1979). Desde siempre, la crítica literaria ha señalado el valor estético de esa colección, el arranque textual de un autor que demostró una coherencia entre lo escrito y su manera de ver las cosas. La invención de la palabra al servicio de ámbitos arraigados en la calma del devenir de la cotidianidad; diecinueve cuentos marcados por una práctica de escritura ya madura y expectante. Madura porque en el momento de publicación del libro Gardea tenía cuarenta años y un hábito en el arte de escribir que hizo posible que no pasara mucho tiempo entre la publicación de cada uno de sus tres primeros libros de cuentos. Hasta ahora, la crítica literaria ha sido constante en cuanto a sus reflexiones de esa primera obra; a lo largo de los años se ha rei-
Por todas estas cualidades, los cuentos de Los viernes de Lautaro se convierten en un referente necesario para comprender el proceso de creación del escritor, su paso del cuento a la novela corta, de ésta a la novela, siempre con una reiterada imagen de los espacios del norte, no desde la violencia realista ni desde una narrativa extendida a placer para mitificar un norte desfasado de la realidad, tan en boga en nuestros días. La prosa de Gardea, sui generis en sí misma, profundiza en la singularidad de los personajes que habitan espacios en el que el desierto y la soledad abrupta provocan una asociación nada estimulante, pero poderosamente efectiva a través de la escritura. En y desde ésta, el autor construyó un universo que sigue siendo de interés para los lectores, así lo demuestran las antologías en las que aparece Gardea; al final, ellas son una regla de medición de la actualidad y relevancia de una poética. De la colección de textos de Los viernes de Lautaro, algunos aparecieron con anterioridad en las revistas Plural o Tierra Adentro, por ejemplo “Hombre solo”, “La pecera”, “Aquellos Bamba” o “El mueble”; 6 Llarena, Alicia. “Llueven flores en el páramo: el desierto interior en Jesús Gardea”. Los placeres de la escritura en Jesús Gardea. p. 61.
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incluso, éste último fue uno de los dos que antologó Ángel Flores en su momento. “Como el mundo” no había sido publicado en ningún medio hasta antes de 1979. Es el séptimo cuento del libro. Cumple con la propuesta general en cuanto a su estructura; como la mayoría de las historias es una narración breve de apenas cinco páginas. De hecho, en la colección sólo hay dos narraciones que sobresalen por su extensión, “Garita, la muerte” y “Las traiciones”; también, como gran parte de los escritos, en “Como el mundo” habita el desierto, el del espacio y el de las sensaciones, ese que envuelve la cotidianidad de los personajes; éstos, ya con esa marca de escritura gardeana, con nombres y apellidos característicos de un ámbito soterrado e inevitablemente vacío: Candelario Bamba, Zamudio, Lautaro Labrisa, Nazaria, Blas Candumo, Ocaranza, Olegario Baeza, Irene Nacianceno, Martina Carrasco, Cantoya, Ruflo Sanblas, Malaquías, Quintín, Píndaro García, entre otros. Por lo dicho, “Como el mundo” se inserta bien en el conjunto de textos presentado en Los viernes de Lautaro. Pero un cuento antologado como éste, aunque ejemplificativo de la poética de Gardea, tiene en sí mismo sus cualidades intrínsecas vinculadas al cuento como género; es decir, sobre todo interiormente construye una idea del cuento que lo provee de un valor adicional, porque el cuento, lo sabemos, posee una superioridad formal que sólo los grandes cuentistas asumen. Gardea lo sabía. La estructura de “Como el mundo” es cerrada; no sobra ni falta nada. La anécdota, en apariencia, es sencilla: se nos cuenta la historia de Ocaranza, un padre que maltrata a su familia y cuya característica es su gordura. Con un estilo pausado, de frases breves, desde el inicio del cuento el punto de vista se vuelve fundamental; a lo largo de la historia un “nosotros” cuenta y ve todo. Desde ahí conocemos a los implicados, Ocaranza y su familia, el lugar y los conflictos que surgen. Estamos frente a un narrador que lo sabe todo y que toma el control narrativo desde la primera línea con la que da inicio la trama: “Ocaranza murió un día de
mucha calma. ¡Justo cielo! dijimos nosotros”.7 A continuación, en las siguientes dos oraciones, comienza una vuelta al pasado, que se mantiene hasta el final, y que da a conocer todo sobre los Ocaranza: “Era notable cuánto le gustaba el mando. Desde que el sol nacía, en su casa, y fuera de ella, todo era órdenes”.8 Desde el punto de vista del probable lector, la primera línea es contundente y más si se tiene presente que en el cuento el principio es clave para el desarrollo de la historia. El “Ocaranza murió” es el soporte sobre el cual se construye la historia, pues de manera implícita surgen las preguntas de quién es Ocaranza, de qué o cómo murió, por qué su importancia, cuestiones que son respondidas durante la lectura. Al volver al pasado y por la manera en que ha iniciado el cuento, es claro que no habrá un sorpresivo desenlace. La maestría del autor se encuentra en que ha creado la atmósfera apropiada para provocar un giro a lo ya dicho desde la primera línea, la muerte de Ocaranza. Gardea lo logra con el manejo del narrador colectivo, un “nosotros” que observa, cuestiona, describe, juzga y que, al final, devela una actitud ética, perversa, reiterada en las acciones descritas, contundentes y sin miramientos: “Nosotros teníamos muchos años de odiar a Ocaranza”,9 “La vida de Ocaranza consistía en comer y en echar lo comido”,10 “Nuestro deseo era que Ocaranza reventara”,11 “De todas maneras, pensamos quedarnos y ver —como era costumbre— el fin de la escena”,12 “La inquietud nos ganaba terreno, y nos revolvíamos en la sombra”,13 “Cogido Ocaranza en aquella trampa, nuestro íntimo deseo era oírle chillar interminablemente”.14 La notable eficacia del cuento radica en que la revelación no se encuentra en el modo en el que muere Ocaranza y sus circunstancias, sino en la reiterada visión de los sucesos en los que participa ese “nosotros”: “La ver7 Gardea, Jesús. Los viernes de Lautaro. p. 59. 8 Ídem. 9 Ídem. 10 Ibídem. p. 61. 11 Ídem. 12 Ibídem. p. 62. 13 Ídem. 14 Ibídem. p. 63.
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dad —y ésta flotaba arriba de nuestras palabras— era que velábamos para impedir que se le diese socorro al gordo”.15 Claro que un efecto así tiene como base un cuidadoso manejo del lenguaje, una inventiva en la que “la palabra” subvierte lo formal para darle sentido y trascendencia a lo aparentemente más simple. Esto, y el ritmo elegidos para narrar “Como el mundo”, son aspectos que explican la importancia de ese cuento y la literatura toda del autor chihuahuense. No tengo duda que la efectividad de “Como el mundo” fue percibida por los compiladores que lo eligieron. Inclusive en la traducción de Mark Schafer se hace visible el estilo del cuento y la importancia del narrador. Nótense los ejemplos: “Ocaranza died on a very calm day”,16 “For years we had hated Ocaranza”,17 “The truth —and this floated above our words— was that we were staying awake to prevent anyone from assisting the fat man”.18 Así, y como lo aprecia Eduardo Antonio Parra, “el lenguaje de Gardea más que propiamente fluir, se acomoda palabra por palabra como si dotara de volumen a una figura inmóvil que puede contemplarse desde cualquier ángulo”.19 Por tal motivo, a cuarenta años de la publicación de Los viernes de Lautaro, bien vale la pena recordar desde la historia mínima de un cuento, “Como el mundo”, a un autor que, más allá de etiquetas, supo acercarnos al mundo del norte con una estética que aún permanece y que se hace patente para las nuevas generaciones de lectores. Referencias: Flores, Ángel. Narrativa hispanoamericana 1816-1981. Historia y antología 6. La generación de 1939 en adelante. México: Siglo XXI, 1985. Gardea, Jesús. Los viernes de Lautaro. México: Siglo XXI, 1979. —. Stripping Away the Sorrows from this World. Selected 15 Ídem. 16 Gardea, Jesús. Stripping Away the Sorrows from this World. p. 149. 17 Ídem. 18 Ibídem. p. 152. 19 Parra, Eduardo Antonio. “La presencia de Jesús Gardea”. Avispero. p. 76.
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and translated by Mark Schafer. México: Aldus/ Mercury House, 1998. Llarena, Alicia. “Llueven flores en el páramo: el desierto interior de Jesús Gardea.” Mónica Torres Torija, Ilda Elizabeth Moreno Rojas y Ramón Gerónimo Olvera, eds. Los placeres de la escritura en Jesús Gardea. México: Universidad Autónoma de Sinaloa/ Instituto de Cultura del Municipio de Chihuahua, 2016, pp. 55-75. Parra, Eduarado Antonio. Norte. Una antología. México: Ediciones Era/Fondo Editorial de Nuevo León/ Universidad Autónoma de Sinaloa, 2015. —. “La presencia de Jesús Gardea.” Avispero, núm. 10, agosto 2015, pp. 75-77.
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urante una veintena de años, reseñé puntualmente cada libro que publicaba Jesús Gardea. Luego pude hacer algún ensayo panorámico sobre su obra e incluso ubicarlo con los escritores que, si bien no formaron con él una generación (porque no tuvieron convivencia), sí comenzaron a publicar en los mismos años o tuvieron afinidades como la obsesión por el estilo y el interés por la geografía del norte del país. En su momento la llamé literatura del desierto, pero conforme Daniel Sada y el mismo Gardea fueron ganando notoriedad como narradores, mostraron su desacuerdo con la referencia telúrica hasta verla como una reducción que nunca hice, tal como podrá comprobar quien lea los apartados que les dediqué en Esta narrativa mexicana (1991 y 2007). Como he escrito tanto sobre Jesús, actualmente me cuesta trabajo decir algo que me deje satisfecho; acabo diciendo las mismas cosas aunque de diferente manera. Hoy deseo escribir sobre el libro de cuentos de Jesús que más me gusta, De alba sombría, y que asocio, ineluctablemente, con El tornavoz. En una entrevista que le hice pregunté a Gardea por qué El tornavoz es su novela menos densa, la más amable para el lector, hecho que incluso nos permite, por su tráfico de vivos y muertos, colocarla en un lugar de la literatura mexicana junto a Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Él respondió que me daba esa impresión porque fue el primer libro que había escrito. Puede inferirse, entonces, que para Jesús la depuración del estilo consistía en castigar la prosa cada vez más, hasta despojar * Universidad Autónoma Metropolitana, Azcapotzalco
sus líneas de verbos, hecho que se refleja también en la construcción de atmósferas y en una mayor certeza en las líneas argumentales: Torres: He observado que en tus libros anteriores y posteriores a El tornavoz no importa demasiado contar una historia. ¿Por qué en El tornavoz sí hay un desarrollo argumental amplio? Gardea: Hay una razón: la primera novela que escribí fue ésta, que es anterior, incluso, a Los viernes de Lautaro y Septiembre y los otros días. Es más, El sol que estás mirando fue escrita al mismo tiempo que El tornavoz... T: Volviendo a la idea que interrumpimos, ¿por qué tu trabajo evoluciona hasta llegar a una escritura más “deshuesada”, como diría Sergio Fernández? G: Creo que esto se debe a que tu trabajo lo haces con palabras. Acuérdate lo que decía Alfonso Reyes: estilo es economía. Entonces, para lograr un estilo más depurado, más efectivo, se deshuesa, como dices, la escritura. Esto quizá repercuta en el trasfondo de la historia […].1 De aquí se desprende que, para mi gusto, son más atractivos sus libros en los que su escritura no se había ensimismado tanto, cuando el estilo conseguido a lo largo de los años no había hecho tan difícil la respiración entre sus líneas. Paso entonces a comentar De alba 1 Torres, Vicente Francisco. Esta narrativa mexicana. p. 145.
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Vicente Francisco Torres
su imaginación, como esa duermevela que vemos en El tornavoz en donde los ángeles y santos de piedra y de madera sacuden sus vestiduras mientras revolotean por el templo, hecho que nos permite imaginar a Jesús leyendo en el interior de un templo de Guadalajara. Porque él dijo que, cuando estudiaba odontología en Guadalajara, como la profesión no era de su agrado, se refugiaba a leer poesía y narrativa en los templos de Jalisco. De alba sombría tiene en sus historias, como El tornavoz en su argumento, líneas más definidas y mayor abundancia de diálogos, que dan aire fresco en medio de la expresión hermética. Aunque sean lentos y sobre hechos tan nimios como beber un refresco, fumar un cigarro o matar una mosca. En esos diálogos relampaguean los nombres elegidos por la eufonía, penitencia que el autor llevaba en su mismo nombre: Ciriza, Bazúa, Molloy, Habacuc... Y, aunque en este libro Jesús todavía usaba los verbos, estaba listo para dar el salto y despojarse de ellos:
sombría, y comienzo con “Todos los años de nieve”, cuento tan importante en el volumen que sirvió para inspirar el dibujo que vemos en la portada. Cuando preparé el Material de Lectura 76,2 correspondiente a Gardea, Enrique Serna me preguntó por qué había incluido “Todos los años de nieve” cuando Gardea tenía mejores cuentos. En aquel momento yo respondí con una razón quizá extraliteraria pero que, cuando reflexiono, sigue siendo válida para mí: ese cuento me interesó desde que lo leí por vez primera no sólo porque reflejaba el desierto en toda su desnudez, sino porque lo mostraba cubierto de nieve y esa es una imagen que difícilmente los lectores, incluso los mexicanos, tenemos de México. Contamos con un paisaje nevado, insólito en las estampas turísticas de México, pero esa nieve corona el desierto y el semidesierto que, a vece se olvida, representa la cuarta parte del territorio nacional. Pero en Gardea no todo es estilo ni desierto. Hay en este cuento una reflexión turbadora sobre la agonía, que trastorna la vida y la mente no sólo de los moribundos, sino de sus seres cercanos como en este caso es Lorenzo. Muere el anciano que viaja como un niño en la carretilla de lámina. Regresa al origen en medio de una ventisca, pero arrastra con él al hombre maduro que no supo escapar al tiempo alucinante de la agonía. Y aquí tenemos otro de los bienes de este escritor. Su capacidad para crear imágenes, encontrarlas en la cotidianidad de Chihuahua o salidas de
Jesús en su prosa hizo más poesía que en sus poemas:
2 Publicado por la Universidad Nacional Autónoma de México en 1990.
3 Gardea, Jesús. De alba sombría. p.3.
Me envolvían el humo y el tufo a alcanfor del abrigo. —Nada —respondí— Es un préstamo la lámina. Bazúa chupó el cigarro como si fuera un tubito de miel…3
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Desvió la mirada hacia la bolsa de la camisa para sacar de ahí un reloj. Sus dedos índice y pulgar de la mano derecha lo pescaron con la habilidad del muy carterista. El reloj salió girando colgado de una gruesa cadena con varios nudos. Moloy esperó a que se desbarataran solos. Yo miraba el reloj ir entrando a la calma como un pez a la muerte del aire. En su agonía, el reflejo azul de sus escamas nos acribillaba a los dos; más a Moloy. Algo ciego quedé cuando al fin se detuvo. Quieto y frío, como una luna…4 Los relatos de este libro muestran mundos fuera del tiempo. Por eso Gardea impone un tempo para leerlos. Uno no puede avanzar si no es al ritmo que el narrador impone. El sol, el sudor y el calor determinan la parquedad del escritor y sus personajes para que la saliva no se lleve con las palabras la humedad del cuerpo. Este mundo literario no se pudo construir sin la experiencia del clima, la luz y el desierto de Ciudad Juárez, en donde vivió Jesús: Por aquello de que la saliva y el agua hay que ahorrarlas […] En sus glorias, el sol. Le había pegado fuego a los abismos del aire. Desde su lugar, él veía el destrozo; el azogue goteando del fondo azul del cielo. Escupió su desprecio por el clima de perros […] La soledad del llano no es silenciosa. Si uno sabe oírla, se queja como un corazón sediento lejos del agua.5
contundentes. Porque no hay más que ver, qué nombrar. Nada en qué gastar la mirada o las palabras. Pero la gente no se va, ahí se queda, aburrida y abandonada, ensayando con la siesta el momento en que la muerte los libre de la ausencia de todo. La vida sexual y el cuerpo sólo aparecen en el ensueño, como en “La guitarra”, en donde la huella que el instrumento deja en la pared se palpa como las curvas carnosas de una mujer. Todas las obras de Jesús están nimbadas por el misterio, como ese ciclista que vive dando vueltas en el pueblo montado en una bicicleta roja. Cuando desaparece y la gente pregunta por él, dicen que se fue a las latitudes, a sus latitudes, las “Latitudes de Habacuc”, que no son líneas geográficas, sino ¿unas líneas paralelas a la realidad? Bibliografía Gardea, Jesús. El tornavoz. México: Editorial Joaquín Mortiz, 1983. —. De alba sombría. Hanover: Ediciones del Norte, 1985. Rulfo, Juan. Pedro Páramo. México: Fondo de Cultura Económica, 1950. Torres, Vicente Francisco. Esta narrativa mexicana. México: Ediciones Eón/Universidad Autónoma Metropolitana, Azcapotzalco, 2007.
En mi relectura renacen las emociones de hace treinta y cuatro años: su mundo desolado, sin esperanzas y sin proyectos de nada. Los personajes miran el polvo, los arenales, la luz enemiga, el paisaje desolado en donde la vista sólo se detiene en un árbol seco. Los cigarros, una botella de refresco y un reguero de moscas muertas adquieren la importancia de presencias 4 Ibídem. p. 7. 5 Ibídem. p. 65, 67, 68 y 141. / Imágenes del Limbo iii Iván Gardea
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EXPRESIONES DE LO FEMENINO EN UN ESBOZO DE LECTURA DE DE ALBA SOMBRÍA
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l mundo ficcional de Jesús Gardea ha sido profusamente abordado a partir de la configuración de un paisaje en el que el desierto, la luminosidad y el clima —caracterizado por sus opuestos desérticos: sol-calor / nieve-frío— irrumpen violentando tanto el lenguaje como la soledad de los personajes que habitan en ese mundo narrativo. Atravesados por un cierto laconismo, esos “seres-en-el-mundo gardeano” se enfrentan a sus estados, sentimientos y afectos de manera oblícua, debido a la imposibilidad de hacer frente a las condiciones externas que coadyuvan a configurar, de cierto modo, su propia existencia. En este marco, cabe aseverar que tanto el espacio, como los contrastes espaciales, lumínicos y anecdóticos enuncian, a su vez, y con mayor eficacia en el relato, la condición del individuo en el mundo creado.1 El espacio imaginario en el universo narrativo gardeano es concebido, en palabras de Mónica Torres Torija, como “una cartografía narrativa [en la que] los personajes [se presentan] como figuras que habitan el mundo [y] el espacio textual condensado en un discurso lacónico, metafórico, que llegan a proyectar una poética de la desolación”.2 Los personajes se ven arrojados así a vivir cierta soledad inserta en un paisaje (semi)desértico, marcado por lo hostil; por lo mismo propongo aquí poner en relación el binomio “hostilidad-hospitalidad”, pues-
to que sirven como telón de fondo para abordar la presencia de lo femenino en la ficción gardeana, particularmente en “De alba sombría”, relato que lleva el mismo título que reúne la compilación, publicada en 1985. Cabe aquí retomar la propuesta de Jacques Derrida, en la que aborda un modelo teórico donde se presentan dos tipos de hospitalidades: la restringida y la hiperbólica. Mientras que la primera es la que confiere esperando algo a cambio; la segunda, aunque se encuentre en el ámbito de lo utópico, consiste en sobrepasar todas las expectativas que delimitan lo razonable, actuando de tal forma que se hace sentir que el otro tiene en sus manos la clave de la hospitalidad, produciéndose así un desplazamiento que acaba depositando en el que llega la viabilidad de la existencia en común. De manera que la denominada “hospitalidad hiperbólica”, propuesta por Derrida, apunta a la creación de un espacio para la vida en común y a la apertura hacia la convivencia.3 Si bien en lo que sigue no pretendo acercarme al pensamiento del filósofo francés con el propósito de analizar la problemática de la hospitalidad —en relación con la identidad y la diferencia propias del extranjero—, ni a la forma en que estos temas han sido estudiados por la filosofía y las teorías política y social,4 sí apelo a este binomio
1 Romero, Ernesto Emiliano. Tolvaneras de almas secas. Un estudio sobre Jesús Gardea. p. 86. 2 Torres Torija, Mónica. Placeres: Una geopoética en la cartografía narrativa de Jesús Gardea. p. 17. Los añadidos me pertenecen.
3 La palabra hospitalidad proviene del término latín hospitium y, desde el punto de vista antropológico, se encuentran referencias a rituales de hospitalidad en las tribus ibéricas, germánicas y célticas, desde el siglo v a.C. Al respecto ver Jacques Derrida y Anne Dufourmantelle (2000). 4 Paul Lynch et al sostienen que, en la literatura especializada, todavía
* Université de Montréal
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Tatiana Navall
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/ Paraiso perdido x Iván Gardea
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“hostilidad-hospitalidad”, con el fin de sostener que en la relación dinámica entre ambos términos —de mutua inclusión— no sólo se configura la hostilidad del paisaje gardeano sino que, este último, posibilita la apertura hacia una dimensión hospitalaria afectiva, evocada —al menos tangencialmente— en la expresión de lo femenino, plasmada en las referencias al cuerpo y la morada, en tanto espacio privado y de recogimiento, con la propia vulnerabilidad de sus límites. Ambas esferas en permanente estado dinámico de contacto, si se quiere, se ven interconectadas mediante “la luz”, en tanto elemento nodal de las descripciones de lo narrado. La calidad de esta última —cuyo punto culminante se encuentra en la extrema luminosidad—, de acuerdo a Jesús Gardea no sólo es portadora de información sino que “las situaciones y los seres contenidos en mis relatos responden o se mueven por esta calidad de luz”.5 Más aún, las diversas tonalidades que van de la luz a la sombra, al poner en relación los elementos del mundo narrado, delimitan la distinción entre espacios interiores y exteriores, junto a la tensión narrativa que este andamiaje lumínico, y por ende espacial y anímico de los personajes, conlleva. “De alba sombría” se relata desde el espacio interior de la casa de don Efraín. Morada que le sirve de refugio ante la hostilidad de la tormenta,6 como bien se describe en las primeras líneas: No para el agua. Por las tardes, los truenos hacen temblar los vidrios de la ventana. Ellas corren a protegerlos, con las manos abiertas. Miro el vuelo de estas flores; se posan, se pegan a los trémuno se ha llegado a un consenso acerca de la definición del término. No obstante, lo que se entiende por hospitalidad se debate entre dos tendencias específicas. Por un lado, se encuentran los que apoyan la idea que la hospitalidad sirve como instrumento ideológico de control al extranjero; por otro, se encuentran los que enfantizan en que la hospitalidad es un sistema de intercambio de bienes, dones, favores los cuales fundamentan la autoridad y la legitimidad social (p. 3-24). 5 Castro en Romero. Tolvaneras de almas secas. Un estudio sobre Jesús Gardea. p. 54 6 En este relato la sequedad y aridez del desierto, muy propias del mundo gardeano, se ven desplazadas por la copiosidad de la tormenta.
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los. Y allí se quedan, grandemente quietas, y oscurecen aun más el cuarto. Retengo mi aliento. Una insignificancia mando al aire, incandecido por tanto relámpago. El golpe de los rayos en el cuerpo de la lluvia lo siento yo en el mío, árbol. Me aprieto el estómago; defiendo del retumbo el corazón. Los repiques aturden. Cañonea la campana loca del cielo con ganas. Yo me doblo sobre mi puño incrustado en el estómago; brasa, huesos febriles. Las muchachas han vuelto como todas las tardes, su cara a un lado, y cerrado los ojos. Las luces las encandilan. […] Se comienzan a apaciguar los truenos. Saco el puño de la boca de mi estómago. Me enderezo. Las muchachas retiran sus manos de los vidrios. Como palomas entumecidas. Luego vendrán a sentarse junto a mí; Palmira desgranando todavía los suspiros; Alba triste a causa de mi desconsideración.7 La tempestad que azota desde el exterior es contenida afectivamente por el gesto de las dos muchachas —Alba y Palmira— que sostienen los vidrios "con las manos abiertas". Este gesto de cuidado se amplifica si se tiene en cuenta que la abuela Eduwiges envía durante tres días a las hermanas a casa de don Efraín para que cuidaran de “[su] sueño, de [su] corazón, en la tormenta”,8 pues le tiene “terror a los truenos […] como los niños”.9 Sin embargo, en un juego de contrastes lumínicos, esta expresión de afecto se va de a poco ensombreciendo/entorpeciendo, a causa de la inclemencia del clima y las horas de encierro, haciendo que los diálogos pasen de una mínima expresión al silencio (auto)impuesto: Bajo los árboles, o bajo el desnudo del sol del llano, la que invariablemente me saludaba era Palmira. Alba no. Casi nunca. La hermana tal vez la cohibía. Palmira, la de los saludos, la del 7 Gardea, Jesús. De alba sombría. p. 79-80. *La distinción en itálicas me pertenece. 8 Ibídem. p. 86. 9 Ibídem. p. 84.
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agua chispeante en la superficie, sí; pero Alba la de las breves llamaradas en la sombra.10 Más adelante: La lluvia terca; los desvaríos del viento, sus embestidas y bufidos. Estas cuatro paredes, el fastidio de las horas sin sol nos empujan a hablarnos así […] Alba sólo hasta ayer habló conmigo. Por miedo al viento.11 Se entreteje así, a lo largo del relato, una relación que en lo “aparente silente” trae consigo una carga afectiva en la que lo sensual de los cuerpos femeninos apuntalan un “no dicho, un implícito” en la relación entre los tres personajes. De manera que las hospitalidad vivida en el espacio de resgurardo de la casa se pone en tensión desde la mirada de don Efraín. Así, la descripción de los cuerpos —altamente poética y metafórica— trae al centro de la escena tensiones, desplazamientos y ambivalencias en cuanto la apertura hacia la convivencia, apuntada con anterioridad: Palmira tiene una jaula de palomas latiendo debajo de la blusa. Le miro con fijeza el pecho. Ella me siente. Y desbaratando un rizo me voltea a ver. Nos encontramos en el aire, una fracción de segundo; sólo un tiempito, pero luego, asustados por la memoria de Alba, mis ojos huyen.12
Alba se mueve en su silencio. La oigo. La invito a que vaya a dormirse ya. Palmira me secunda. Pero Alba está sorda y sin ojos para nosotros. Le dejo y le contesto a la otra: —La lluvia los adelgaza [hablando de los vidrios]. Los gasta, como gasta el agua la orilla de los ríos, Palmira. —No es verdad, don Efraín. Me levanto. —Es verdad, Palmira —replico—. Y el peligro está en que, por el golpe del trueno, salgan volando en pedazos por el cuarto y nos hieran. Palmira niega; agita las puntas dorada de su pelo. —Don Efraín, usted se lo imagina. La abuela dice que usted volvió enfermo. Lloroso. Malo del corazón. Me acerco a Alba. Palmira sigue con la vista mi mano que se posa en el hombro de su hermana. —Alba —le pido a la muchacha —vete a acostar, no dormiste anoche. Alba alza los párpados. —¿Y Palmira? —También ella —le respondo— también ella.13
Los cuerpos de las muchachas se tornan en un lugar de “intersección” que expresa la mirada del deseo masculino inscrito en el cuerpo de Palmira, como así mismo, el rechazo y resistencia de la memoria personal —familiar y cultural— de Alba ante la captura de la violencia que implica la imposición del deseo en la inscripción del cuerpo de su hermana, a quien debe velar para mantener el delicado equilibrio de la convivencia:
La presencia del deseo masculino en el espacio que, en principio, era vivido como una morada de resguardo se torna —in crescendo— de una violencia contenida que tiñe el ambiente, tal como lo evidencia el paralelismo citado en líneas anteriores, respecto de la copiosidad de la tormenta que puede incluso romper vidrios y herir cuerpos. Así, la apertura hacia la convivencia propia de hospitalidad, mencionada el inicio de este esbozo de lectura, se ve tan altamente amenazada, como a riesgo de transformarse en pura hostilidad. Por lo mismo, el relato se cierra con un gesto de clausura de la convivencia, pues Palmira sólo regresa el cuarto día por pedido de su abuela, ya que Eduwiges sólo
10 Ibídem. p. 82 11 Ibídem. p. 84. 12 Ídem.
13 Ibídem. p. 85.
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“quiere saber si [a don Efraín] se le ofrece algo”.14 Por su parte, Alba decide “irse” —no sin antes enviarle con su hermana un recado a don Efraín—, con el propósito no sólo de restablecer el equilibrio, sino a sabiendas que su gesto se transforma en una acción de reafirmación de lo femenino.
Bibliografía Castro, José Alberto. “Fustiga el narrador Jesús Gardea, El ogro de las rosas, a los escritores que usan la literatura para conseguir fama y poder”. Proceso, 17 de octubre de 1994, p. 71. Derrida, Jacques y Anne Dufourmantelle. Traducción de Mirta Segoviano. La hospitalidad. Buenos Aires: Ediciones de la Flor, 2000. Gardea, Jesús. De alba sombría. Hanover: Ediciones del Norte, 1985. Lynch, Paul et al. “Theorizing hospitality”. Hospitality & Society, 2011, 1 (1), 3-24. Romero, Ernesto Emiliano. Tolvaneras de almas secas. Un estudio sobre Jesús Gardea. Ciudad de México: 2007. Torres Torija, Mónica. Placeres: Una geopoética en la cartografía narrativa de Jesús Gardea. Tesis de doctorado inédita. Universidad de Nuevo León, Facultad de Filosofía y Letras: 2018.
14 Ibídem. p. 84.
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autaro Labrisa contempla al zopilote. Sin quitarle la vista, toma el miralejos. Ve primero las terrazas solares del aire. “Las terrazas —murmura— siempre serán las mismas: Puro reflejo de acá”. Conforme se va acercando al pájaro, el aire azul se oscurece. De la bolsa del pantalón, Lautaro saca un pañuelo para limpiarse el sudor de la nuca. Hacia el mediodía ya no le bastará y tendrá necesidad de su tina de porcelana, con agua del pozo. Pero no todos los veranos la tina resulta suficiente. Hay estíos particularmente infernales, de cosas al rojo vivo. Por eso es bueno observar al zopilote: detecta lo tórrido mucho antes de que aparezca. Lautaro da un paso atrás y baja el miralejos. “Tanta negrura en las plumas —se queja a su gato echado en el fondo de la tina— me asusta”. El gato al parecer no lo oye, feliz entre las paredes de la tina ornadas con pintados racimos de vid. “¡Talavera! —le grita— te estoy hablando, despierta”. El gato entonces abre los ojos de topacio y los fija en su amo. “Te decía —continúa Lautaro— que cuando enfoco al zopilote siento un miedo grande; igual que si me abrazaran los muertos”. Lautaro se guarda el pañuelo. “Por fortuna, Talavera —dice—, a ese hondón no vuelvo; he leído lo que tenía que leer. Habrá un verano benigno”. El gato se pone a cuatro patas y salta, apoyándose apenas en el borde, fuera de la tina. El pozo de Lautaro Labrisa tiene la boca a ras de tierra. Lautaro lo tapa con una lámina de asbesto, mantenida en su sitio por el pedrusco que obtuvo del chofer de un camión materialista. El hombre andaba perdido en los arenales, paseando nomás su montecito de piedras. Desde temprano Lautaro oyó el motor, pero no le hizo caso. Seguiría allí, sonando en el aire de la mañana, hasta que el camión entrara al último círculo de la espiral y topara con la casa del oasis. Como a las seis de la tarde, efectivamente, el camión se detuvo frente al pozo. Enfundado en un overol, de polvo dorado por el sol, el chofer dijo que se había quedado dormido al volante la noche anterior, sobre la carretera. Lautaro le extendió una vasija con agua. El chofer se bebió el agua de un trago. Lautaro, en silencio, se la volvió a llenar y un segundo antes de que terminara, le advirtió: “Esa es toda la que hay del filtro”. “Qué tan retirado estoy de la carretera”, le preguntó el chofer regresándole la vasija. “No sabría decirle —le contestó Lautaro—. Yo trabajé allá, paleando grava hace muchos años. No sabría decirle ni siquiera hacia dónde está.” El hombre lo miró incrédulo. Suspiró. “Bueno, ¿cuánto le debo por el agua?” Lautaro le señaló la caja del camión: “Una de esas piedras”, dijo. Lautaro Labrisa ha colocado, profundamente hincados junto al pozo, tres gruesos
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palos unidos por las puntas para aguantar una polea de madera. Una de sus tareas principales, cada mañana, consiste en revisar que la polea no tenga rajaduras, que su eje metálico, vasto como canilla de pulsar, esté libre de arena. Hace girar la polea despacito. Le acaricia la canaladura lustrosa como si tuviera entre las manos el sexo de una mujer y piensa en el tiempo que lleva de prestarle servicio. Y también, ya para ir al tejaván, el alambre que amarra la polea a los palos. En el tejaván, enroscada tiene la soga con la que maniobra en el pozo. La probará cuando se halle corriendo por la canaladura de la polea, tensa, con el balde de agua en el extremo. Lautaro mira de nuevo el cielo. El zopilote vuela ahora muy cerca de la línea del horizonte. Lautaro lanza un escupitajo a la sombra. “Ya se cansó el cabrón”, piensa. Luego ve la hora en el reloj. Dando la una de la tarde deberá encontrarse, sin falta, comando su baño diario. Lautaro Labrisa suele dormirse en el agua. Sueña entonces con mujeres. Las posee mientras canta. Se embriaga de tocarlas y explorarlas, y no es raro que alguna le florezca entre las manos, arrancándole exclamaciones de alegría. Sueña que le brota esperma colorida. Un espasmo gigantesco, resonante, le aviente los huesos, la piel, la saliva, contra el cielo del mundo. La explosión lo despierta. Su sexo emerge de la superficie del agua, todavía pulsátil. Lautaro oye el tic-tac del reloj que ha dejado sobre una silla. Busca al gato con los ojos. Lo llama. Pero como no le responde, vuelve su mirada al sexo y lo empuña por la raíz. Brevemente lo tiene así, luego lo suelta, y se incorpora. “—Talavera, ven, vamos a comer; son pasadas las cuatro”. La comida de Lautaro es carne seca, maíz tostado, nueces y agua. A veces la acompaña con una tablilla de chocolate amargo. Lautaro no cena ni almuerza. Cree que los sueños de la tarde lo alimentan como si fuera un festín. Para probarse la verdad de esto, el día que no vienen mujeres al agua de la bañera, come doble ración, y aún por la noche, vuelve al saco del grano. Habitualmente Lautaro y el gato comen juntos; Lautaro sentado a la turca: encima de la cama. A las cinco de la tarde, Lautaro Labrisa y su gato van ya de camino. Lautaro va haciendo el inventario de los objetos que quedaron en el tejaván y en la casa. Se mira emparejando la puerta, en la que puso un testigo, por si alguien entrara a robarlo. Otro tanto hizo con el pozo. Pero mientras sube y baja por las dunas y mira, su alma disuelta en profunda paz, la inmensidad que lo rodea, se mofa de sus propias medidas de seguridad, de la contabilidad de sus tristes prendas. Cinco años tiene dejando la casa sola una vez por semana y nunca se le ha perdido nada. Quizá de
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lo único que debía cuidarse es de los hombres que lo aprovisionan; pero ellos vienen sólo los sábados. Los invita a pasar para que descanses tumbándose en la cama, en las sillas. Ellos se quitan los zapatos en la entrada para sacarles la arena y no se los vuelven a poner sino hasta el adiós. Son tres hombres de mediana edad. Y huelen a hierba del desierto, mil veces macerada por el sol. Transportan sus mercancías en mochilas de lona que lucen un techito protector. Él nunca ha podido averiguar de dónde proceden. Ellos le dicen, escuetos: “Venimos del otro lado de las dunas, Labrisa”. Le mienten. Pues del otro lado de las dunas no hay casas, hay un valle arenoso. El gato lo precede varios metros, dando saltos como caballito. El viento de las soledades, cuando el animal llega a la cresta de la duna, le hace vibrar, como una jara, el rabo. La faja de dunas —atrás de la casa— es angosta y se la atraviesa, a buen paso, en cuarenta minutos. La tumba de la mujer está después. En el valle donde los falaces sitúan quién sabe qué pueblo. La tumba de Ausencia Talavera, su mujer, es una especie de altarcito de huesos y cornamentas. Blanquea el aire y enreda al viento vespertino en su dura maraña. Los primeros tiempos venía él solo. Pero luego, el año pasado, con la provisión y las noticias que le inventan, los comerciantes le regalaron el gatito. “Labrisa —le dijeron, dándose masajes en los pies—, nosotros traemos al micho para el bien de usted”. Lautaro Labrisa se sienta en cuclillas frente a la tumba de su mujer. No la mira: de memoria sabe que es un árbol que él plantó para la defensa del cuerpo herido. Los huesos del árbol se habrán fundido ya a los de ella. Lautaro no se moverá en mucho rato. Se vacía para que los recuerdos, que empuja el viento, lo colmen, lo rebosen. Un sábado, los comerciantes le preguntaron por qué había pintado uvas en las paredes de la tina, y él contestó: —Esa fue la fruta de Ausencia.
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La pecera
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ue un sábado cuando nos trajeron la pecera. Dos hombres, cargándola la metieron a la sala. Mi padre les indicó que la pusieran en el piso, sobre la alfombra. Por la ventana de la sala, entraba la luz del sol. La luz le arrancó a la pecera vivos reflejos. Yo cerré los ojos, y cuando los abrí, mi padre y los dos hombres ya estaban en la puerta. Mi padre les firmaba un papel apoyándose en la pared mientras que ellos le decían algo referente a la pecera. Mi padre les devolvió el papel y luego les pidió que repitieran las instrucciones que acababan de darle. Para entonces, yo ya estaba cerca de él, y pude oír también. Mi padre tenía una manera muy peculiar de escuchar las cosas: se llevaba las manos a los bolsillos del pantalón y agachaba un poco la cabeza, como si lo estuvieran regañando. Los hombres terminaron de hablar, y casi sin darnos cuenta, abrieron la puerta y se fueron. Mi padre no se movió, y yo regresé a la sala. Nunca había visto una pecera tan grande. Tenía el tamaño de una cómoda o de un escritorio, y era algo menos alta que yo. Mi padre, desde la noche anterior, había quitado la mesita de centro y retirado hacia un lado de la sala el resto de los muebles. Me pareció la medida bastante acertada, no por lo grande de la cosa sino porque tenía, a lo largo de las esquinas, unos adornos sobresalientes de metal, unas cabecitas filosas de pescado, que podían dañar los muebles. Todos los vidrios de la pecera, menos uno, frente al que yo estaba, tenían grabadas hermosas sirenas. Las sirenas parecían flotar, con sus largos y ondulantes cabellos, en el aire disuelto en la luz de la sala. Durante un segundo —lo recuerdo claramente— tuve la sensación de que ellas me rodeaban y jugaban conmigo. Aún hoy, alrededor de veinticinco años después, no encuentro, no he encontrado nada que se compare a aquello. Mi padre me llamó a su lado. Seguía con las manos dentro de los bolsillos y miraba hacia la pecera: me preguntó si me gustaba. Yo le dije que sí. Mi padre no era expresivo, pecaba de sequedad, como el desierto, pero ese día me sonrío, como un sol, desde arriba. Conservé en la memoria, por años, las instrucciones de los dos hombres. No así mi padre, que al otro día las había olvidado para siempre. Él no quería agua en la pecera, y me lo dio a entender repitiéndomelo palabra por palabra. Tal vez temía que el niño pudiera rebelarse contra semejante absurdo. Mas yo no protesté. Guardé silencio: yo estaba pensando en las sirenas. Mi padre también se enfundó en su silencio, con sus cigarros y sus interminables tazas de café. A partir de ese momento, yo y el mundo, dejábamos de ser para él. No recuerdo haberme sentido mal por estos destierros a que me condenaba mi
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padre casi todas las noches, terminada la cena. Pues había algo en él de suma tristeza, de dolorosa huida, que desarmaba cualquier resentimiento. Nada me hubiera gustado tanto entonces como haberlo acompañado hasta el alba, cuando se retiraba a dormir sólo por un par de horas; pero a mí el sueño me vencía pronto, en la misma mesa del comedor. Sin embargo, la noche del sábado que trajeron la pecera, las cosas comenzaron a cambiar. Mi padre, igual, bebió su café y fumó sus cigarros acodándose en la mesa. Yo, más dormido que despierto, lo vi llevarse por tercera vez la cuarta taza de café a la boca. Debo decir que de mi sueño yo me despertaba al cabo de unas tres horas de haberlo iniciado, y que solo me iba a mi cama. Pero esa noche que digo, no. Porque esa noche mi padre, con un tono de voz que no le conocía, se levantó a despertarme y a acompañarme a la cama. El domingo, mi padre y yo, como siempre, salimos a desayunar a la calle. El restaurante al que estábamos abonados, y en el que hacíamos comidas diarias, quedaba a dos cuadras de la casa. Caminábamos en silencio, mi padre a paso corto, echando humo, como un fuego distante y solitario. Yo me retrasaba constantemente, pero él me esperaba, sin volver la cara, y cuando sentía que estaba ya a su lado otra ves, echaba a andar de nuevo. El mutismo de mi padre, ni aun en el restaurante, cedía más de lo necesario, de ordenar su platillo y el mío, unos cigarros, y un chocolate para mí. Los domingos alargábamos la sobremesa hasta cerca del mediodía. Yo me entretenía mirando pasar por la ventana donde se encontraba nuestra mesa, a la gente y los automóviles que brillaban con el sol. Mi padre hacía otra cosa: desplegaba el periódico dominical adquirido en el camino. Pasaba las páginas con tanta lentitud como si cada una fuera un periódico y él el peor de los lectores. Pero mi padre no leía; yo sé que no leía. Eran sus pensamientos los que lo ocupaban y no las noticias. Este volverse hacia sí mismo y encerrarse a trajinar con sus ideas, le daba un aspecto infeliz. El dueño del restaurante quizás veía lo que yo veía, porque mil veces lo sorprendí mirando a mi padre con lástima desde la caja registradora. El dueño del restaurante y mi padre nunca se tuvieron simpatía, nunca. De ahí que la mirada del hombre fuera también de desprecio, incluso cuando me miraba a mí. Desde luego que era de mi padre la culpa de que a ninguno de nosotros dos se nos viera bien. Las espinas iniciales brotaron de él en la primera mañana que vinimos al restaurante, de su lengua, que usó como un estilete contra el dueño a la hora de pagarle y preguntarle si podría recibirnos como abonados. Por supuesto, el otro reaccionó y le dijo a mi padre que para aceptarlo debía traerle una carta de persona conocida y solvente que
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respondiera por él. Mi padre protestó. Respondió que quién iba a querer ser fiador suyo por un plato de lentejas. El del restaurante alzó ligeramente los hombros y siguió haciendo las cuentas que había suspendido al acercarnos a nosotros. Mi padre ya no abrió la boca. Acabábamos de llegar a la ciudad. No conocíamos a nadie. Cualquier otro restaurante nos hubiera quedado lejos, en el centro de la ciudad, y a mi padre no le gustaba montar en camión ni tener que perder el tiempo. Además, estaba yo, enfermo de una pierna que no me permitiría andar mucho. El domingo del que ahora me acuerdo, aquel que siguió al sábado de la pecera, cumplíamos seis meses de estar asistiendo habitualmente al restaurante. Desayunamos lo de diario. En vez de una barrita de chocolate, mi padre le pidió tres al mesero. Yo las recibí como si hubieran puesto en mi mano, de bulto, un sueño. Mi padre me hizo la advertencia de que no fuera a devorármelos todos, pues no tardaríamos en regresar a la casa, en la que, si no dejaba nada para comer allá, iba yo a sufrir. A la advertencia, imaginé la larga mañana de domingo que me esperaba, encerrado, sin poder seguir viendo, como en el restaurant, la gente y los automóviles. En verdad mi padre estaba cambiado: era la primera vez que un domingo volvíamos temprano a la casa —eran entonces las nueve de la mañana—. Me sentí triste. No me acordé de las sirenas. Apenas entramos a la casa, mi padre se fue a la sala y colocó uno de los sillones frente a la pecera. Luego me mandó traerle el cenicero y los cigarros. El cenicero era un bote cuyo contenido mi padre aprisionaba con sus pulgares. Mi padre, de seguro, conservaba allí el rastro de mil días de humo y de profunda ausencia. Quería a su cenicero —no como a mí; pero lo quería—. Se lo dejé en el piso. Le ofrecí después uno de mis chocolates, uno que decía “Almendras” en la envoltura. Mi padre no me oyó, estaba ya con su alma entre las sirenas, el cenicero en una mano. ¿Cuántas horas duró así mi padre, llevándose cigarro tras cigarro a la boca, sin alterar la postura, casi sin parpadear? Hacia la tarde, me vi forzado a abrir la puerta de la calle porque adentro, por el humo, el aire se había vuelto irrespirable. Mi padre tosió. Luego se levantó para entrar al baño a hacer gárgaras. Decía que el tabaco le destrozaba la garganta, como un tigre. Y mientras él estaba en el baño, yo me acerqué a la pecera, a las sirenas, deseando que me rodearan, juguetonas, como el día anterior. Pero no vinieron. El ruido de los gargarismos llenaba la casa y yo pensé que quizás eso las había asustado.
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/ Historias rotas y contigencias: quinta historia Ivรกn Gardea
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/ Imágenes del Limbo xxvi Iván Gardea
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El lunes no encontré a mi padre en su cuarto. Tampoco estaba en la sala. Las cortinas cerradas, y la luz eléctrica encendida, daban la sensación de que aún fuera de noche. Me fijé en el reloj de la sala, eran las ocho de la mañana. Generalmente a esa hora estábamos desayunando en el restaurante porque mi padre debía entrar a su trabajo a las nueve. Busqué detrás de los sillones, pensando que tal vez estuviera escondiéndose de mí. No acabo de entender por qué fui a mirar allí con una gran sonrisa: mi padre jamás tuvo la menor inclinación a jugarme bromas. La sala me dio miedo y me apresuré a descorrer las cortinas. La luz del día entró despacio, haciéndome sentir mejor. Pero también me reveló el cenicero de mi padre en la pecera, en el fondo. De color aluminio —mi padre le había quitado la etiqueta—, el botecito brillaba igual que una estrella o un pedazo de vidrio en un solar. Mi padre, se echaba de ver de inmediato, lo había colocado exactamente en el centro del fondo con alguna intención. Las horas de aquella mañana pasaron para mí a vuelta de rueda, a gotas y con hambre. Me aburrí de contemplar los objetos de la sala, la pecera, el botecito, y luego me quedé dormido. El dueño del restaurante no se sorprendió de verme entrar solo. Esperaba que mi padre apareciera después de mí, sin duda. El restaurant estaba vacío. Uno de los meseros doblaba las servilletas en la mesa que mi padre y yo acostumbrábamos ocupar. El mesero no reparó en mí. Yo me detuve, mudo como un palo, frente a la caja registradora. El dueño hizo sonar una campanita en la caja, accionando una manivela. Cuando la campanita se calló, me dijo: —¿Y tu padre? —No sé —le respondí. El dueño me miró desconcertado. —¿Cómo que no sabes? —No sé —repetí. El dueño me miró con buenos ojos. —No he comido —le dije —Sí —me dijo, y buscó con la vista al mesero que estaba doblando las servilletas.
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Soliloquio del amargo
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iro las peladuras que tiene el techo de estuco. La tristeza me invade. Pienso en los años de vida que acabo de cumplir. Una vida que se me ha ido a contrapelo del amor. No es que me falte o me haya faltado nunca mujer. No. No es eso. La sábana con la que me tapo hasta la barbilla, huele a jabón. Es un olor bueno porque le quita a la cama su siniestra realidad nocturna. Los sentidos, la carne, se alegran indeciblemente a causa del olor; pero sólo por un momento: el horizonte inmenso que habían creído descubrir, se cierra, como una puerta oscura, en sus narices. Por debajo del olor a limpio hay el de un cuerpo recién salido del agua. Y todos los caminos llevan a Roma. A su catedral de nave húmeda y rosada. Allí yo he copulado y copulado, como un macho, y nada más. Estos días iguales. Cómo quisiera no salir, pasármela aquí tumbando, haciendo gorgoritos como un orate, tocándome las heridas frescas de anoche. (Uno se hiere al tratar de jugar en el amor. Uno arde entonces en su fuego mezquino sin haber desplegado jamás las alas). Pero no hay modo, digo, de quedarse en cama la mañana entera. Otro día será. Según avanza la luz del sol en mi cuarto, yo calculo la hora. Hoy me desperté más temprano que de costumbre; ahorita no pueden ser más de las siete y media. Cuántos hombres, me pregunto, no están condenados, como yo, a mirar las peladuras del cielo de sus cuartos cuando abren los ojos: pura desolación que lo enjuta a uno. De anoche: aquí estamos para deshacer el amor, y arrastrar y darle otro nombre al paraíso. Y a los animales; y a la fruta. Previamente mutilados mi tacto y mi invención de enamorado, yo abro a Laura. Yo, el avezado copulador, y no tardo en caer, en hundirme, en chisporrotear como un cable eléctrico en el abismo. Amén. Orgasmo. Me devuelven las olas a la playa donde todo empezó. Laura se ha dado vuelta sobre su costado derecho. Duerme. Ella es un guante de veinte dedos, tirado en la arena, con el cual acabo de masturbarme. Y yo encuentro, alrededor de su cuerpo apetecible, la fruta y los animales del paraíso, pudriéndose ya. Y ésa es la cuestión. Mientras, la luz sigue avanzando hacia la cama, hacia mí. El amanecer debería ser un fenómeno total: debería amanecer también en nosotros, para que no nos perdiésemos —como nos perdemos— en noches tan largas. Bueno, la cosa es que el amor no debería dejar, nunca, detrás de sí, semejante rastro de muerte. En la playa sopla un aire triste de veras. Y anoche, como otras noches. Laura —es legión— se voltea boca arriba. Aún parece dormir. Columbro sus pezones aplastados. Pezones que han resistido, por años, el asfalto febril de mi
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lengua, de mis dedos. Hay un ojo interior en Laura; y lo creo como si lo viera, como si él me viera. Gracias a él, ella percibe el lúdico abismo, sin asideros de ninguna clase, en el que habrá de caer conmigo, en mí fundida de cabo a rabo: y recula. Su aplastamiento es absoluto. En la mitad de caminos reales que cruzan su cuerpo en todas direcciones crece, de golpe, una noche de espinas. Si al menos pudiera yo conciliar el sueño y ahogar los pensamientos... A la luz se han añadido ahora los ruidos de la ciudad, sus olores. Comienza el calor. Aparto la sábana de un lado, ¿por qué no persiste un poco más el fresco de las primeras horas? Cuando el sol me toque los pies, como un tizón ardiendo, tendré que levantarme y correr en seguida la cortina. Para vestirme y volver al mundo necesito de la penumbra. Laura se encuentra en la misma posición de anoche, boca arriba, respirando con los labios semiabiertos. Sus labios delgados. Envidio su sueño. (Laura recula a medias. Va a desprenderse de su sexo para que baje, como lúbrica araña, conmigo al vacío. Unos cuantos segundos dura el descenso. Después, igual que antes, lo que sigue, se repite. Me asombra la liviandad de Laura; su carencia de alegría y de peso suficientes en la sangre para ir más allá de ella misma. Hace ya mucho tiempo que yo rompí mis últimas palabras en su dura corteza. Sutil enemiga mía. Por desahogos como éste, se comprenderá que ya no tengo nada que decirle. Nada). Sin duda, Laura siente que el fresco ha cesado, pues se destapa y avienta la sábana al piso y abre los muslos. No ha abierto, sin embargo, los ojos: todo lo hizo anclada a su sueño perfecto. La luz del sol rebota en el piso y enciende la cal del estuco. El sol ya está en mis pies: es hora de levantarme. Me he hecho viejo frente a las viandas de un banquete, sin tocarlas. Me pongo la ropa, sonámbulo. Me acerco a la cortina y, por una hendidura, miro hacia la calle, abajo. Son como las nueve. La calle me da la impresión de siempre, un lugar envejecido prematuramente, en el que las esperanzas ya no cuentan, ya no viven. Un día de éstos, Laura no me verá regresar. Voy a convertirme en un árbol de arena. Trabajo me cuesta tomarme el jugo de naranja en la cocina. Es como si se me hubiera coagulado la tristeza en la garganta y no quisiera salir de allí. No tendré ni siquiera voz para despedirme de ella como ayer: como hace siglos. Es raro que Laura me escuche cuando le digo adiós. No obstante, yo persisto en la costumbre, porque mi adiós es otra cosa; quizás el poro por donde la primavera sigue respirando en mí. Ya para abandonar el departamento, compruebo si traigo bastantes tarjetas de presentación en el portafolios de falsa piel.
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En la calle, el color hincha el aire y me aplasta y me sofoca. Es un sapo de lumbre. De nada vale pasarse a la sombra de los edificios. La incomodidad que siento en las axilas es creciente. Si no me quito el saco pronto voy a sentirme más infeliz; hasta las uñas. Y no quiero. No lo soportaría. Me repego pues a la pared buscando una puerta abierta donde meterme. Confusamente recuerdo que por el rumbo que llevo hay una tienda de abarrotes, y en la tienda, un ventilador. Hoy creo que es el día más caluroso en todo lo que va del verano. Ni quien sospechara tanto fuego cuando amaneció. Por la tienda he pasado mil veces de largo y he sentido su sabrosa bocanada húmeda. Compraré algo primero —me digo en el momento de entrar—. Un dependiente marca unas cajitas amarillas sobre el mostrador. Me le acerco y le pido cerillos: de los baratos. Sin quitar la vista de sus cajitas, el dependiente extiende un brazo hacia atrás y de un casillero toma lo que pedí. “Son cincuenta centavos, señor”, dice. Le hago un comentario del estado del tiempo. No me oye, o no tiene ganas de hablar. Él podría ser hermano de Laura, la boca como una coartada en la cara. Su mal humor me importa poco: yo procedo entonces a quitarme el saco para que el aire del establecimiento me envuelva y refrigere. El dependiente, levantando la cara, me mira por primera vez. “No —me detiene—, déjese mejor usted el saco”. Casi no mueve los labios al hablar. La voz le ha salido de adentro, como si fuera un autómata. “Es que me estoy asando”, le replico. El dependiente, con una mano, empieza a echar las cajitas amarillas en la bolsa que ha formado con su delantal levantándolo por sus dos puntas con la otra mano. Llena la bolsa, el dependiente desaparece con ella en la trastienda. Entonces entra otro cliente, y viene y se para junto a mí. Me pregunta si no hay quien despache. Yo le respondo que sí, que hay un muchacho, y le muestro —no sé por qué— los cerillos que acabo de comprar. Pero él no los ve: le ha llamado más la atención la moneda de a peso con que pagué y que el empleado se olvidó de recoger. “Es mi cambio”, le explico, y me apresuro a tomarlo. La moneda está fresca. Me la echo a la bolsa del saco —que al fin no me quité— y vuelvo rápido a la calle. El calor es terrible. Me deslumbra, dolorosamente, la luz intensa de la mañana. Camino unos pasos a ciegas, en el hervor general de todo lo que me rodea. Pero luego me detengo, y decido regresar al departamento. El departamento también tiene aire acondicionado, como la tienda. Laura lo disfruta andando desnuda la mayor parte del día, bajo la bata. Ella me lo ha dicho. Yo haré lo mismo en cuanto llegue. Le contaré que me he hallado un doble suyo; un hermanito, de pelo corto. De vuelta paso por enfrente de la tienda y en el hueco oscuro de la puerta distingo, como una mancha salpicada de amarillo, el delantal blanco del empleado: el muchacho
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/ Retratos imaginarios vii Iván Gardea
sigue trajinando con sus cajitas. Tal vez ni se acuerde ya de mí. Laura no me espera. Excepto los fines de semana, nunca como en el departamento. Le sorprenderá verme volver tan pronto. Le diré que no quise exponerme a una insolación, segura muerte de perro. Laura me va a oír sin escucharme, fingiendo que está atenta y que mis palabras le interesan inmensamente. Pero ya me da lo mismo. En cierto modo, lo que llamo mis palabras, no me pertenecen: son mis delegadas en la muerte que a diario padezco en el alma árida de Laura. Yo me escapo. El portafolios comienza a dorarse como un pan metido al horno. Me quema cuando me roza la pierna. Lo separo de mi cuerpo, pero no por mucho rato. La papelería y otros objetos que traigo en él, pesan igual que piedras. Escurre azogue el edificio. Los vidrios de las ventanas se han fundido. Veo todavía corrida la cortina del apartamento, como si Laura estuviera aún allí. El calor anda también por las escaleras. Mi salvación es el departamento, la recámara oscurecida, la cortina, el clima artificial. Laura salió. Me desnudo y voy y me tumbo en la cama. El aire que sopla desde las ventilas, me arrulla. Vuelve el sueño atrasado. Pero no deseo dormir: pienso en mi vida, que se me ha ido a contrapelo del amor y sus juegos.
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Hombre solo E
n la calle, pequeños remolinos de polvo se persiguen. Son las doce del día y desde temprano ha estado soplando, flojo, el viento. Las sombras están de pie junto a las paredes, deslumbradas y mordidas por la resolana. Los tres árboles que hay en la calle soportan mal el furor de agosto. El calor casi los hace arder. Sus ramas rechinan como puertas viejas. Juan Zamudio, como vino al mundo, ve y oye todo esto. Ya se sabe de memoria el verano. Sesenta años de conocerlo no son pocos. A lo único que Zamudio no puede acostumbrarse es a la impertinencia de las moscas. Y a alguna otra cosa, de por dentro, que no sabe bien a bien de qué se trata. Zamudio se defiende de las moscas matándolas con un periódico hecho rollo. Pero de lo otro no atina a defenderse. No atina sino a sufrirlo. Juan Zamudio dejó abierta la puerta de atrás de su casa, así como la del frente, situándose en el camino del aire, con la esperanza refrescante. Que esa es mera ilusión suya, lo atestiguan los charquitos de sudor que se ven a sus pies. Zamudio es un hombre flaco, un enamorado de su esqueleto. Dicen que a él le sudan los huesos, cuando no sea en realidad, el alma. Lo dicen porque lo que suda es de color blanco, como agua de cal, y porque a veces huele a cosa largamente encerrada. Cuando descansa de aplastar moscas, Zamudio se pasa la mano libre por las costillas, como un hombre que le acariciara las cuerdas a un instrumento. Respira hondo entonces. Y se pone de pie. Zamudio es también un hombre alto y al andar se balancea hacia los lados. En la última pieza, la del fondo, tiene un tanque con agua y rodajas de limón. Y hacia allá se dirige, pensando en los árboles que atormenta el sol. Juan Zamudio usa un cucharón de peltre para beber. Bebe sin preocuparse de las rodajas, que escupe, después de chuparlas igual que si fueran espinas de pescado. Él no plantó los árboles, pero los árboles viven gracias a él. Por otra parte, encuentra muy grande consuelo en ellos, sobre todo en los días que sufre de aquello que no entiende. Zamudio vuelve a pasarse la mano por las costillas. Cuelga el cucharón del borde del tanque. Se acerca después al calendario de la pared y le arranca una hoja. Esto parece reportarle felicidad, porque sonríe y tiene de pronto en sus ojos más luz que agosto. Sus ojos son grises y desolados. Pocos los pueden ver sin que sientan desértico el mundo. Hace una bola con la hoja y la avienta al patio. La bola de papel se hunde en la luz como una piedra en el agua de un estanque. Zamudio, requemado por el sol, no trabaja el día último de cada mes.
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Juan Zamudio hace palomitas de lámina que vende en la plaza. De lejos refulgen como la plata, como luminarias. Zamudio lleva muchos años acudiendo a la plaza. Cuando negocia, nunca mira a los ojos del cliente, temeroso de perderlo. De ahí le ha venido la fama de perverso. Pero nadie le teme. Siempre se halla a los ojos de todos en pleno sol. Zamudio, como las frutas, ha ido madurando con el calor de los veranos: dueño ya de unas voces que escucha dentro de él. Zamudio duerme apenas. Emplea las noches en volver a las voces y en tratar de entenderlas. Se acuesta boca arriba y espera. Las voces se anuncian como se anuncia la lluvia. A Zamudio se le agita entonces una fronda íntima y se le llena el pecho de rumores. Esto no dura. Las voces quieren ser descifradas. Zamudio va a sufrir en el afán. Será acosado por ellas: se le pondrá sitio de lumbre en la cabeza. Viniendo el alba, medio ardido, humeante, se arrepentirá —como siempre— de haberse tendido a esperar. Desnudo como se encuentra, Zamudio se acerca a la puerta por donde acaba de aventar el papel y orina un grueso chorro que parece de oro. El ruido debe oírse en los cielos. De eso está seguro Zamudio, y orgulloso. Nadie como él para orinar un torrente. Los pelos de su sexo son como los de su cabeza, rubios. Lo que no se explica es el color amarillento del chorro, con tanta agua como bebió. Piensa en las rodajas de limón, en que él no conoce enfermedad, como no conoce las canas. Recula unos pasos y ve, de nuevo, el calendario. Por segunda vez sonríe. Tiene la creencia de que si arranca al mediodía, la última hoja del mes, lo bueno le vendrá doblado y más de prisa. Vuelto a su banco de lona sudada y a la mortificación de las moscas, Zamudio dormita un poco pero manteniéndose erguido, al modo de un centinela. Entre lo que logró averiguar en el ruido de las voces, en los fugaces respiros que le dejaba el asedio, había un mandato de permanecer, con huesos y músculos a la expectativa. Como si de un momento a otro tuviera que verse obligado a saltar sobre un abismo. El crujido de las ramas de los árboles se ha intensificado. Zamudio ahora oye el jadeo más fuerte y la compasión lo invade. Los remolinos de polvo de la calle vienen a estrellarse contra el esprín de la puerta,
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a cernirse allí. Zamudio encoge las piernas: el polvo blanco, su contacto, siente que le daña: ha visto la obra del polvo, empujado por el viento, en la corteza de sus árboles. Busca con los pies debajo del banco los zapatos. Sabe que no debe ausentarse de la casa para nada, que allí debe permanecer, esperando: pero son los árboles los que no lo dejan tranquilo. El mes pasado no hacía tanto calor: con echarles a diario un balde de agua bastaba. Hoy no. Hoy, si no se les auxilia, para las tres de la tarde estarán ardiendo como antorchas. Zamudio se pone los pantalones. De un golpe con el periódico mata cinco moscas que le pican en el hombro. Las demás suspenden el ataque, y forman un coro que él se apresura a dispersar. Que las moscas tejan sin medida y sin concierto, cada una para su santo, su zumbido, lo tolera. Pero lo que no tolera es que se unan con el fin de taladrarle, de vaciarle los nervios. Zamudio va y trae con qué regar los árboles. A Juan Zamudio le juegan el viento y el polvo entre las piernas. En la acera de su casa las sombras han comenzado a caer y a rodar hacia la calle. Zamudio se pega a la pared, hunde, como puede, el cuerpo en la sombrita que nace. El agua que lleva de lado del sol, en el balde, le hiere, intermitentemente, los ojos con su reflejo. Los árboles no están lejos ni demasiado separados uno del otro: Zamudio, a poco, abandona la sombra y cruza la calle. Entonces vuelve los ojos a la casa, como quien es esperado, de fijo, allá. La puerta del esprín está abierta y Zamudio piensa en los viajes que todavía tiene que hacer con el balde. Los pelos rubios de su cabeza, con los rayos del sol, se aclaran como las palabras con el reposo. Zamudio es un parco para hablar. Debajo de los árboles, el viento suena mucho. Zamudio mira al fondo de la calle solitaria. Su vida — piensa— es como esa calle. Zamudio se agacha para vaciar el agua del balde en la fosa del primer árbol, colmada de polvo. El polvo se traga el agua como si
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nada. El ruido de cascabeles del viento crece y le resuena a Zamudio en la caja de las costillas. Zamudio se endereza y vuelve a mirar a la calle. Una figura de hombre o de mujer —no alcanza a distinguir bien— se aproxima andando muy despacio. Zamudio sonríe. Como cuando le arranca la hoja al calendario. Al caer la tarde, han caído también el viento y el polvo. Juan Zamudio está inmóvil. Las moscas, atontadas por el calor, se pasean como animales de la tierra, por brazos, hombros, piernas de Juan Zamudio. Zamudio no se mueve desde que regresó de los árboles. Conserva puestos los zapatos y los pantalones. Mantiene a raya la desesperanza: los años le han enseñado que en el mundo existen cosas que llegan a su destino sólo dando mucho rodeo. Juan Zamudio piensa, además, que aún queda la noche.
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/ Desolaciรณn xv Ivรกn Gardea
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Ángel de los veranos S
igue nublado el cielo. Un pájaro pasa y lo raya de negro. La nieve de ayer se extiende hasta donde mi vista alcanza. Su resplandor helado invade el cuarto, destempla las cosas. Cierro el libro que estoy leyendo. Acerco mis manos a la lámpara. El pequeño calor del foco me hace bien. Ya no me parece tan desolado afuera. Retiro las manos de la lámpara y las meto en las bolsas del saco. Voy a la cocina. Tengo hambre y ganas de café. Prendo una hornilla de la estufa para calentarlo. Luego busco el pan. Ayer se fue Nebde. Todavía hay migajas nuestras en la mesa; todavía dobleces suyos en el mantel. Me dijo que quería partir antes de la nieve. Yo le respondí que sí, que eso era lo mejor; pero las lágrimas ya me estaban golpeando el pecho. Levantó su plato de la mesa y fue a asomarse por la ventana. Allí se detuvo parada mucho rato, recorriendo con la mirada el llano gris y el camino que lleva a la estación. Yo permanecí sentado, mirándola. Evoqué las formas desnudas de su cuerpo. Ella volvió finalmente a la mesa. —Bueno —me dijo—, ¿qué vas a hacer? Me alcé de hombros. Por encima de su cabeza miré el cielo de la ventana, más plomizo y amenazador que antes. —La nieve no tarda —le advertí, y con perfecta indiferencia simulé jugar con el tenedor. Oigo cómo hierve el café en el traste y lo aparto de la lumbre; pero no apago la hornilla. Me sirvo, tomo el pan que he encontrado y me siento a la mesa, en el mismo sitio de ayer en la tarde. Y vuelvo a ver a Nebde, sus ojos... —Aunque se viniera la nieve —me dijo— yo alcanzaría a llegar. No entiendas al pie de la letra lo de “antes de que empiece la nieve”. Puse el tenedor de punta en la mesa. El llanto andaba loco dentro de mí, pugnando por brotar. Así que apreté, hasta el dolor, las mandíbulas, los párpados... pero el llanto comenzó a fluir. Nebde comprendió pero no me interrumpió. No sé cuanto tiempo permanecí así; pero cuando alcé la cara, seco y ardiente el cauce de mis ojos, Nebde ya no estaba en la mesa. Puse atención a ver si la oía en el cuarto, y de allá no me llegó sino el tic tac de su reloj de buró (de su propiedad) y que también debió haberse llevado junto con sus otras pertenencias. Entonces, como un viento fresco, renovador, la esperanza de que siempre no se hubiera ido se levantó del fondo de mí y corrí, aventando la silla, al cuarto. Pero no había nadie. Unas fotografías, seis o siete tamaño postal, se veían desparramadas sobre la cama. Todas eran mías; todas recientes. Las recogí como si fueran barajas y las eché en el
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cajoncito del buró: yo había ido a retratarme; al pueblo cercano, un domingo, en el mercado, sólo para complacer un deseo de la mujer. La hornilla, poco a poco va calentado la cocina y llenándola de olor a petróleo. El aire inmediato al quemador es de un color azul claro por el efecto de la flama que lo ilumina y lo dilata, y a mí me recuerda un atardecer en un amanecer puros: tierra y cielo, nada más; una frente al otro, solos en el mundo. Bebo a grandes sorbos el café y la lengua se m escalda. Los ojos de Nebde eran de color de la miel, las pestañas sombrosas como un bosque: mirarlos era como estar mirando oblicuamente las cosas; uno las rescataba de su pesada trivialidad, las ensalzaba, las colocaba en la mano misma de Dios. Pero Nebde ni siquiera lo sospechaba. —Tú a mí me quieres por mi cuerpo —me decía—, por las vespertinas fiestas que preparo en él para ti, en tu honor. Y yo le respondía: —No, Nebde, no tienes razón... Parto el pan por la mitad y comienzo a comérmelo. Se ha endurecido. No soporté el ruido ni la vista del reloj y volví a abrir el cajoncito del buró y lo metí con las fotos. Luego me tumbé en la cama. Allí me oí llorar de nuevo, pero al principio como si no fuera yo: era una multitud, a la que yo sentía perdida llamando a alguien. Boca arriba, el llanto me ahogaba, de modo que me volví de lado, con la cara hacia la ventana y al hosco cielo. Bajo uno distinto yo había conocido a Nebde años atrás, en su casa, una mañana de julio. Me abrió la puerta, estaba descalza y sus pies eran finos y blancos, como hechos por un imaginero. Me invitó a entrar. Pasé. El trigo de su pelo, en la sombra, seguía deslumbrándome igual que cuando le dio el sol de la calle. El deslumbramiento entonces no le entendí cabalmente. Iba a permanecer, para siempre, en mi sangre, en la médula última, alimentándome. Nebde era como un trigal, de maduras, de soleadas espigas. Cuando conversábamos por las tardes, por las mañanas, yo no hacía otra cosa, por debajo de mis palabras, que contemplarla: la mecía, ondulaba el viento amoroso de Dios; el viento que me había empujado hasta ella. Pero ya ni siquiera podía estar tumbado de lado, me estaba faltando el aire: feroces bestias me lo quitaban con avidez. Me incorporé y abrí la ventana, y comencé a respirar... La hoja cortante del invierno me entró en el pecho e hirió de muerte la ceguera de mis fuerzas, que se malgastaban en el llanto, en un llanto levantado como un enemigo, contra Nebde. Resolví todavía un rato más la hoja dentro de mí, y luego cerré la ventana. Tenía que buscar y encontrar a
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Nebde, allí, en el cuarto. Recordé las fotos. Las saqué del cajoncito, las desparramé otra vez en la cama. Nebde me había dicho, dulce y asombrada: ni la distancia ni el artificio de una cámara logran desterrarme de tus ojos; allí estoy yo también, en esas fotos tuyas, querida, mecida, como tú dices. El pan me atascaba la garganta y volví a servirme café. El verano que encontré a Nebde fue el principio de mis verdaderos veranos. Aún la veo caminando por el piso rojo de su casa. Habla. Las paredes blancas reflejan su voz, acogen nuestra presencia. Poco a poco una luz empieza a abrir mi cielo nublado de años: la alegría. Mientras mastico el duro pan y lo ablando con tragos de café miro por la ventana de la cocina el cielo, una plancha de plomo, pálida por el reflejo de la nieve. Nebde estará llegando ya a su destino. Respirará ahora el invierno lejos de mí. Este invierno. Nebde, en su casa me dice que va a prestarme algo para que yo lo lea y le diga mi opinión. Se acerca a un estante. Veo cómo toma un librito, cómo me lo ofrece luego, con una sonrisa. Regresamos hacia la puerta. El verano canta en mí con toda su potencia. Nebde va a mi lado, silenciosa: ambos caminamos sobre el piso rojo iluminados por una claridad que no es común. Ayer a estas horas ella estaba conmigo. Leíamos metidos en las cobijas. La lámpara iluminaba el cabello revuelto de Nebde; aparté a un lado el libro y me puse a mirarla. Ella me sintió, me miró a su vez, sonrió: amanezco sólo para tí, como en el principio, me dijo. Y luego, con una voz donde andaban tigres y palomas enamorándose: —Pero tú amaneces siempre en mí primero que el sol en el mundo. Ataco la segunda mitad del pan, pongo más café en la taza, es un café helado que me sabe a tierra, a soledad, a trigo seco, a desgajamientos. Me percato de que continúo, a pesar de la ausencia de Nebde, con mis hábitos de vida, como si nada hubiera sucedido: levantarme al cabo de una o dos horas de lectura —Nebde ha vuelto a acurrucarse y duerme—, vestirme, desayunar una taza de café y pan, y ponerme a trabajar. ¿Nada ha sucedido? Sí. Todo: ella no está, ¡ay!, no está. ¿Entonces? Hasta antier apenas habíamos tenido un invierno benigno, atrozmente desnudo pero soleado. Bello. Nebde y yo salíamos a caminar después de la comida. Nebde se cubría con un saco corto, peludito; yo con un suéter viejo. Atravesábamos el campo enfrente de la casa; llegábamos a un camino vecinal, flanqueado de grandes álamos dormidos, ausentes... Nebde me tomaba de una mano, me la apretaba. Entonces yo le buscaba los ojos para decirle cuánto la quería. El camino era largo, solitario. Cuando las sombras de los árboles nos velaban, Nebde se pegaba a mí estrechamen-
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te, temblando como si sobre su cuerpo abrigado —trigo candeal— hubiera soplado repentino cierzo. El ejercicio, la suma brillantez de la tarde, aquellos intermitentes contactos de Nebde conmigo, acababan por despertarnos la sangre, la apetencia de sus júbilos... —Volvamos —le pedía yo, deteniéndome. —Sí —asentía ella. Pero antier añadió lo de las fiestas vespertinas... —No tienes ninguna razón para pensar que sea así —le dije y callé. Volvimos. Nebde caminaba ya bajo densas nubes. La luz que una mañana nos había unido profundamente en su casa, se había eclipsado. Pero no para mí. Nebde enmudeció el gesto de la tarde. No hicimos el amor. Y con la noche, Nebde rompió el silencio para decirme sólo esto: —Se terminaron casi las provisiones, el pan. No hay ni una migaja de pan. La noche fue amarga. No dormí. Amaneció: yo había regresado, yo estaba en el desierto de nuevo, como antes de encontrar a Nebde. Comprendí entonces, aunque no muy claramente, que la única salvación posible para mí —no, no para mí: para aquella mañana privilegiada de julio en que Nebde me reveló una rosa en las soledades— radicaba en aferrarme a mi trabajo, a mis hábitos. El pan y el café se agotaron. Las fotos me parecieron insuficientes. Otro rastro, otros cajones, pensé. Pero nada: Nebde se había arrancado de la casa de cuajo. Comenzó a nevar. Una extrema debilidad me había vaciado. Levanté las cobijas y me metí en ellas, vestido como estaba. Neveba con viento. El cuarto se hundió en un crepúsculo precoz, que me llegaba hasta los confines del alma, mucho más allá del corazón destrozado. El viento, envuelto en plumas blanquísimas, azotaba con rabia los vidrios de la ventana, andaba con su hocico por las hendiduras. Mis pretensiones de la mañana de aferrarme a mi trabajo para combatir el mal de la ausencia de Nebde estaban olvidadas; doblegada la voluntad, se abandonaba a la devastación total. Afuera arreció la tormenta, y antes de quedarme dormido, volví a gemir. A medianoche desperté. A medianoche o en la médula fosforescente y fría de lo oscuro: había dejado de nevar, de soplar el viento. Lo primero en que pensé fue en la contradictoria conducta de Nebde por la mañana: encendida la luz, Nebde, como si ya hubiera estado despierta y nada me hubiera dicho ni nada hubiera pasado la noche, la tarde anteriores, tomó del buró su libro y se puso a leer. Yo la miré. Entonces ella me dijo lo del sol en el mundo... Pero al recordar esto, aparté las cobijas y de un salto
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llegué hasta la ventana. Allí respiré a más no poder todo el frío que se colaba desde el campo nevado, todo su silencio, que era enorme. Y empecé a repetir, como un estribillo, como una clave feliz: primero que el sol... primero que el sol... Delante de la ventana oí cómo dentro de mí una primavera irrumpía en las ruinas con un canto de hierbas altas, nuevas y, un momento después, me encontré inmerso en el perfume de Nebde. Una semana tuve en mi poder su librito. Lo leí mal: su invisible presencia saboteaba el texto, el sentido. Cada página, cada frase subrayada, eran un llamado... Me volvía a ver en la casa de las blancas paredes, del piso rojo, reencontrado, recibiendo de los ojos de miel de Nebde, la gracia. El aroma de Nebde era el de la luz que vive en las flores, al atardecer. Regresé a la cama. Me desvestí. Me acosté. Una espiga, murmuré... II Tocan a la puerta. Miro la hora: son pasadas las doce del día. Hace cuatro que estoy trabajando. El calentador de petróleo mantiene a raya el frío, que en el transcurso de la mañana ha subido de intensidad. No me he quitado sin embargo el saco, ni el viejo suéter, como si esperara tener que salir de un momento a otro. El café y el pan de esta mañana temprano los siento distantes en el tiempo. Vuelven a tocar la puerta. Los disparos de los nudillos contra la madera resuenan magníficamente; convierten mi casa en una catedral de amplias, desoladas naves. Me resisto a levantarme y a frenar el impulso adquirido. Pero en la puerta insisten. No tengo escape. Debo ir. Me separo con pena de la hoja en que estaba escribiendo, y le doy un golpecito con los dedos a la máquina, como a un animalito muy querido: ya vengo, le digo. Cuando cruzo por la cocina para abrir la puerta vuelvo a ver en el mantel los dobleces que Nebde hizo: son como las señas que el viento o las olas dejan sobre la arena. Nebde es parte de mi mundo —pienso— y mi mundo es rico en playas. Abro. Es mi vecino, de cuya existencia me había olvidado; viste abrigo, una boina de estambre y botas de hule; también trae guantes: bueno, uno, en su mano izquierda. Con la derecha, desnuda y aterida, me saluda mientras da un paso adentro. —¿Qué hay? —le pregunto, y el tono de mi voz es brusco. El hombre acaba de entrar y cierra él mismo la puerta detrás de sí. El calorcito de la cocina le arranca una sonrisa de su cara endurecida por la intemperie, por el frío. La nieve que trae adherida a las botas se disuelve y moja el piso. Él se da cuenta. Algo va a decirme pero yo lo detengo:
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—No, no hay cuidado, ningún pendiente —le digo, y lo invito a que pase a mi cuarto, a una temperatura que está todavía mucho mejor. Pero no acepta, y en seguida me dice: —Vengo a ver si usted me quiere ayudar. El hombre es más o menos de mi talla, pero más viejo que yo. Fuera de mí a nadie más puede recurrir como no sea el empleado de la estación. La casa del vecino y la mía son las únicas en varios kilómetros a la redonda; el empleado vive en la estación y quizás ya ni se acuerde de que existimos: al ver a Nebde ayer por la tarde en su feudo, debe haber pensado en un bello heraldo de la nevasca. —Mis palomas —dijo apresurado el hombre—, se vino abajo el tejaván con el peso de la nieve, con la zarandeada del viento. Las oigo cómo se quejan, atrapadas. El hombre está parado en un charco de agua, tiembla de las quijadas después de comunicarme la desgracia. El temblor repentino no sé a qué se deba: de nervios o de sufrimiento. —Necesito —me sigue diciendo— apartar el escombro, tres, cuatro especies de vigas, pesadas; yo solo nunca podré. Sin hablar entro en mi cuarto por una bufanda y unos guantes, y luego regreso a mi vecino y le digo: —Vamos, pues... La nieve es más alta que nuestros tobillos; el hombre me propone pisar donde él pisa para no dejar mis zapatos hechos una sopa y enfriarme demasiado. La huella de sus botas en la nieve es amplia y profunda como un foso. Entro y salgo con facilidad de las pisadas de mi vecino, que va delante de mí haciendo un camino distinto al que trajo de venida. Un largo rizo de vapor se desprende de su boca cuando me habla. Pienso en una locomotora; yo me veo como una góndola vacía, en un lento arrastre. El hombre dice: —Por aquí rodeamos, pero por allá —y señala el anterior camino negro de sus botas, no muy lejos— el suelo está hoyudo, reblandecido, aunque sea más corto. Casi me rompo una pierna y no llego a la casa de usted. La bufanda que me tapa la nariz y la boca huele a Nebde furiosamente; a ella, cuando en la intimidad se abría dócil para mí. Siento que la pena me amenaza de nuevo. Miro hacia un lado al llano blanco, a los álamos de nuestros paseos de la tarde, ardidos por el viento helado; tan solos, como yo ahora. ¡Nebde!, me quejo, todavía los árboles en mis ojos, en mi alma reflejados. La queja traspasa la gruesa
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bufanda. El hombre me oye y se detiene. Vaporoso, tocándose para nada la boina, una vez que me encara me pregunta qué ha sucedido, con qué he tropezado. Está de verdad preocupado por mí. Me descubro la boca para contestarle. Entre los dos producimos un gran nuberío efímero. —Vecino —le digo—, es que me vienen doliendo ya sus animalitos. De las ocho, ¿cuántos cree usted que estén con vida? El hombre desliza el labio inferior por debajo del superior y expone la totalidad del bermellón al frío y al cielo gris. —Ojalá todos —dice, y emite un sonido de burbuja que revienta al separar sus labios. Y se pone a caminar de nuevo, a trancos, los brazos por el aire, para conservar el equilibrio. Lo sigo. Pero ya no me tapo la boca con la bufanda. Tampoco me fijo mucho dónde meto los pies y acabo por trazar un camino paralelo al que mi vecino me va marcando. ¡Nebde!, repito, quedo. Llegamos al patio de la casa de mi vecino; sin bardas, uno con el llano. Hay un montón de madera informe que aquí y allá perfora oscura, humedecida la capa de nieve que la cubre. Nos acercamos al montón, cautelosos, bebiéndonos nuestro propio vapor. Nos acercamos como si quisiéramos sorprender el fino trabajo de la muerte en las palomas; sus modos. Vamos como caminando mi vecino y yo por el filo frío del silencio; yo oigo cómo resuena mi corazón en el aire estático y tengo, entonces, la repentina intuición de que él está llamando a Nebde. Mi vecino se detiene ante el caído tejaván, me espera a que llegue y me dice, casi me susurra: —El viento lo empujó por detrás, como un muchacho prepotente a otro, débil y zancudo. Luego se agacha y se vuelve a apoyar en un tubo metido entre dos vigas, y carga todo el peso de su cuerpo en él; el extremo comienza a bajar despacio hacia el suelo; clavos y maderas crujen; la viga que está montando a la de abajo cede, se abre a regañadientes, pero el hombre está rojo ya por el esfuerzo, y no puede más y deja de apalancarse. —¿Ve usted? —me dice con la respiración entrecortada. Le pregunto al vecino dónde han quedado exactamente las palomas. —Donde han estado siempre —me contesta—, en su nido, en la parte inferior y media de la viga que acabo de mover. Veo el cielo. Claro ahora, muy claro. Se presiente al sol luchando arriba, en el espacio abierto, por rasgar el toldo de las nubes. La nieve, de un blancor extremado,
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me deslumbra. Cuando salga finalmente el sol de seguro nos va a cegar. Me pongo en cuclillas. Quiero oír si las palomas dan señas de vida, si se quejan, como el hombre dijo. Éste, mientras tanto, se aparta de mi lado y trae una barra que clava en la nieve, junto a mí. Ya de pie le digo que en los escombros ni un zureo, nada; pero tomo, sin embargo, la barra y la pulso: alguna estará quizás mortalmente herida, pienso; por esa sola... El vecino me indica que debo hacer palanca en el mismo punto que él. El sufrimiento mudo, pero que le alimenta el deseo de acción, le descompone la cara, él arrebata toda cordialidad a sus gestos. Vuelvo a mirar el cielo. Luego veo al hombre que se inclina sobre el tubo, que lo aprieta... Entonces pido: una sola... una sola de las palomas... La barra ha perdido su frialdad entre mis manos. Está tibia, como el cuerpo de Nebde. La paloma tiembla, ilesa, en las manos del hombre. Tiene manchada de rojo un ala. El hombre le acaricia la cabecita gris. En los ojos la ternura más grande del mundo. A nuestros pies están seis palomas muertas; su sangre no alcanza ya a teñir la nieve: se les ha coagulado en los piquitos. Mi vecino echa de menos una: la mejor de las ocho, dice. Quizás velaba y voló, desafiando al viento. En el confín del llano la nieve, tocada por los rayos de sol triunfante, alumbra el aire, lo hace vibrar. De allá nos llega una oleada de luz brillantísima. La paloma viva de mi vecino arde en sus manos como una lámpara. La ola nos deja y se va y se estrella en las paredes, enjalgebadas, de las casa; refluye, nos envuelve de nuevo y luego se pierde en el llano. Enceguecidos como estamos, el hombre y yo nos encaminamos a su casa; hace rato ya que los dedos de los pies no los siento. La alegría de mi vecino es patente: va arrullando al animal, le zurea como si fuera su palomo. Otros ruidos percibo, antes de entrar a la tibieza y la penumbra: un hundimiento de pequeños cristales, el rodar del agua que se libera... Mi vecino me ofrece asiento frente a un calentador como el mío. Me descalzo en seguida y me enredo, quitándomela del cuello, la bufanda en los pies. El hombre pone la paloma en una caja de cartón y se sienta con la caja sobre las piernas. Mira mis pies enredados y me dice: —Es dañino lo que usted acaba de hacer. Yo lo veo de reojo pero no a la cara sino a las botas, que tiene puestas aún. Después cierro los ojos y evoco la casa de Nebde. Era un domingo. Yo lo iniciaba aplastado, como mis otros días, por una vieja melancolía. Desayuné y fui a su casa. Un asunto me llevaba allá. La mañana era hermosa: un espacio nítido y azul, amplio como salón de fiestas. Mi respiración de hombre creció entonces como nunca; alguien cantó para mí en el cielo del verano. Comencé a respirar árboles: todos los árboles
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del verano y todos los otros que yo había visto y amado antes en mi vida. Respiré la hierba completa de la tierra y no sé cuántos siglos de sol intenso. Un domingo. Un día de Dios. Y cuando llegué a Nebde, ríos de cálida savia, soltándose de mi mano corrieron a encontrarla. Nebde dijo buenos días, y me sonrió. Abro los ojos. El vecino me está viendo y acaricia la paloma. —La dilatación brusca de las arterias —me dice— las degenera. Lo aconsejable es vaciarlas del frío, frotándose. Estamos rodeados por la luz de afuera, que entra a la casa como el agua a un barco que se hunde. La llamas del calentador palidecen, se les va el prestigio. La cal de adentro del cuarto se enciende, albea como un trapo de cara a la resolana. Mi vecino en torno suyo, divertido, contento; es un hombre que ha salido a una plaza a contemplar la gloria de los fuegos artificiales. —Yo no sé qué piense usted de esto —me dice—, pero son varios ya los inviernos que terminan así, por un golpe profundo de sol. Mañana, pasado, en una semana, usted me dará la razón: hasta aquí las nieves y los fríos. Es como si Dios quisiera inviernos cada vez más cortos para nosotros. Él ve en qué triste estado tenemos el corazón. El corazón, ángel de veranos. El calor vuelve a mis pies. Muevo los dedos. Miro el cielo por la ventana del cuarto, anegada de luz. El limpio azul me reconforta. —Ahora se le ve a usted mejor —me dice el vecino. Baja la vista antes de que yo se la encuentre—. Se le fue la mujer, ¿verdad? —agrega, y entonces sí me ve derecho. —¿La vió usted? —le pregunto. El hombre, detrás de su mirada tiene un invierno olvidado por Dios; unos árboles viejos, dementes de tanta y tan continua soledad y desnudez. Cuando me responde es como si me respondieran sus seis palomas muertas. —En el camino me la encontré. Pero no llevaba signos de borrasca, se lo aseguro... Me desenredo la bufanda de los pies y comienzo a ponerme los zapatos. Los colores, a rayas, de la bufanda están singularmente vivos. Parece nueva. El hombre sigue con curiosidad los movimientos con que le hago el moño a las cintas. Se chupa los dientes... —Las mujeres... —inicia. Pero no lo dejo terminar. Lo atajo. Le impido que se levante contra la luz que nos envuelve entonces y que nos abre, en algún lado, las puertas. —No. No hable usted nada de las mujeres. No de Nebde...
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/ Girard: Achever Clausewite o Juan en Patmos Iván Gardea
El hombre me mira. En sus ojos bien abiertos vuelvo a ver los viejos árboles... La pena por él, por mí, por no sé cuántos más me clava al asiento. El calentador flota como una boya en medio del cuarto iluminado. La paloma, en su caja navega dormida bajo la tierna mano del otro. —Yo lo entiendo —le digo, y cada palabra me despelleja—, pero no, no de Nebde... A duras penas me incorporo, me cruzo la bufanda sobre el pecho, y me acerco a la puerta. La abro. Otra vez el deslumbramiento. La luz no cabe en la mañana, tampoco encima de la tierra, olorosa a humedad, a sol. En la puerta alcanzo a oír que el vecino asiente: —No. Y de nadie. Usted tiene razón... Entonces me detengo y volteo. El vecino está en el fondo de la luz, sentado, la paloma de nuevo entre sus manos, de nuevo como una lámpara. Sonríe con fatiga. —Nebde volverá —le digo—, adiós...
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Canciones para una sola cuerda 3
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La sola mirada del tigre
Donde cae la nube nace el tigre más hondo
Tigre que busca ocios de hervíboro no es tigre
levanta polvo de palomas en el horizonte de tu cuerpo tendido y manso junto al mío.
más blanco que las flores y cuando relampaguea pueden verse los caminos de su sueño.
es agua.
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33 Los tigres autĂŠnticos mueren a guitarra varados en la pura luz del concierto.
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Después del viento vino más viento todavía.
Obra de pico y pala la canción del sol para las sombras.
Quiere la cal a veces un siglo de pura sombra
La bandera débil de tu pelo. Ay el cereal amoroso de tu cuerpo. Después del viento más viento todavía.
cansada ya de vivir blanca enamorando granos de sal contra el viento y los días.
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Partido en dos
La verdad
el sol es una rama. Partido en tres el sol es casa de viejos.
el mar no es verde ni amigo de gaviotas pero sueĂąa mucho y contempla llameando en el abismo su viejo circo.
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De ti me vienen como del cielo más alto
Yo vuelvo a ti como el río al mar
Yo descanso en ti como el sol en las cumbres del agua
la luz que abre mis puertas el aire inmenso que impulsa mi barca los días los días mejores.
como la luz y el viento a las cuerdas de una guitarra sola como tigre al reposo entre las hierbas y como el sol al verano.
te bebo en secreto bajo el suave son de las palomas.
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66 Me asomé a mirarte como el sol se asoma a una casa dos palomas tenías en la sombra un alhelí en las blancas fronteras de tu ombligo agua de mayo corriendo por la hierbabuena de tus piernas me asomé a mirarte y dos palomas volaron hasta mí.
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ografía: Priss Enri
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LA HERENCIA SIMBÓLICA: PALIMPSESTO Y RELATO TRANSGENERACIONAL EN “ÚLTIMO OTOÑO”, DE JESÚS GARDEA Víctor Barrera Enderle
Fotografía: Roberto Bernal
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a literatura es territorio ignoto: constantemente depara descubrimientos para quien se aventura por sus senderos. Al concebirla como campo, intentamos incesantemente trazar sus lindes sabiendo de antemano que éstos serán siempre provisorios. Cada tanto aparece un recodo, un sendero o una montaña que no existían en el trazado previo. Y todo hallazgo, para serlo, requiere de una suerte de conocimiento anterior. El descubrimiento se torna, así, reconocimiento. Alfonso Reyes llamaba “mudanza incesante” a este desplazamiento perpetuo de lo literario, y describía el afán de la crítica tradicional por fijarlo, vía el abuso de alguna metodología, como un ejercicio de escritura en el agua. La obra de Jesús Gardea representa un hallazgo permanente. Narrador y poeta; pero, sobre todo, y de manera contundente, cuentista. En el relato breve se despliega su maestría: esa capacidad de condensación y de recreación que pobló su universo literario. Cada pieza cuentística posee, al mismo tiempo, autonomía y codependencia. Extraordinario engranaje literario, llevado a cabo con paciencia y precisión. El cuento como experimentación estilística y temática. Ejercicio de escritura y de lectura. Gardea: escritor marginal y central. Redescubierto y ya en vías de convertirse en un clásico. Y también: Gardea, el autor desconocido en espera de lectores. Esa ambigüedad le otorga mayor fuerza a su obra. Mónica Torres Torija lo expresa claramente cuando señala: “Jesús Gardea es una figura emblemática de la literatura mexicana de fines del siglo xx. Su voz logró entonarse más allá de una etiqueta impuesta por la crítica que lo ubicó en la literatura del desierto…”.1 Adentrarnos en su obra implica, además, reparar en los mecanismos que han configurado a la literatura mexicana contemporánea. Unas simples preguntas pueden servir de ejemplo: ¿Gardea y las industrias cul-
La obra de Gardea pone en jaque todas las estrategias de legitimación que se habían desplegado en las últimas décadas del siglo desde el centralismo cultural mexicano; y al mismo tiempo obliga el cuestionamiento de las formas de difusión y “posicionamiento”, llevadas a cabo por las industrias editoriales a partir de los años noventa. A su manera, él se había desmarcado de estos dos procesos y, al hacerlo, los cuestionaba desde
1 Torres Torija, Mónica. “Jesús Gardea o el sortilegio del laconismo im-
2 Hernández, Araceli. “Trato de cascar las palabras como nueces: Jesús
presionista”. Los placeres de la escritura en Jesús Gardea. p.11.
Gardea”. La Jornada. p. 20.
* Universidad Autónoma de Nuevo León
turales? O, si queremos, ejemplificar con mayor precisión: ¿cuáles son las implicaciones de esta relación? Si es que existe. Otra pregunta que también haría trastabillar algunas “certezas”: ¿Gardea y la literatura mexicana? El primer cuestionamiento nos obligaría a reparar en las estrategias de producción y difusión de la narrativa del norte de México: proceso del que ya se ha escrito mucho. La segunda inquisición nos llevaría a reflexionar en torno a los dispositivos de representación de la literatura en nuestro país. ¿Qué hace de un autor o de una obra algo representativo de lo “nacional”? O, para ser más claros: ¿por qué ciertos autores pueden ser epónimos de la literatura mexicana y otros no? El propio Gardea ensayó una respuesta cuando Araceli Hernández lo entrevistó para La Jornada el 5 de septiembre de 1989: Según los críticos, formo parte de la llamada “literatura del desierto” —mejor dicho del semidesierto—; ellos lo han dicho, ésa es mi respuesta, pero es posible que en el mosaico de la literatura mexicana esté dándole voz a cierta zona del país sin proponérmelo. Vivo en Chihuahua y allí escribo lo que escribo. De la literatura del norte sé muy poco, y no hay gran cosa publicada. Es cierto que hay una especie de hervor, que se están generando cosas, pero estamos a la espera de resultados […].2
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su propia base. Gardea era un escritor consciente de su lugar en el mapa simbólico del campo literario: lo interesante es que supo darle a ese espacio (en apariencia marginal) un nuevo significado. De un solo trazo, revirtió la concepción generalizada del escritor provinciano que se regodeaba en géneros literarios anacrónicos. Gardea estuvo conscientes de las tradiciones (visibles y secretas) que nutrían la modernidad literaria del México finisecular: se nutrió de ellas y las reinventó. Escritor tardío (aunque: ¿quién puede definir la edad adecuada para ingresar al campo literario?), Gardea arribó a la escena pública con el libro de relatos Los viernes de Lautaro, publicado en la editorial Siglo xxi en 1979, cuando el autor contaba con cuarenta años de edad. Hasta entonces había sido un odontólogo y ejercía su profesión en Ciudad Juárez. Un encuentro de escritores realizado en esa localidad lo puso en contacto con Jaime Labastida: artífice de la publicación del libro de marras. El resto es más o menos la historia común de todo escritor latinoamericano: tratar de mantener el paso y aspirar a la consagración de la vocación. Para 1980 tenía un contrato con la editorial Joaquín Mortiz para la publicación de su segunda obra Septiembre y los otros días. Los viernes de Lautaro es un libro compacto, cerrado y completo. No estoy emitiendo un juicio negativo: al contrario. Nada está de más en sus páginas. Es la primera, y tal vez la más coherente, manifestación de la poética del autor. Me refiero a que ya se encuentran ahí muchos de los elementos que harán peculiar a su escritura: desde el paisaje hasta la confección de los personajes; y, por supuesto, el manejo del lenguaje. Teoría cuentística llevada a cabo en la práctica. Los relatos de esa obra primigenia llevaban mucho tiempo elaborándose. El primer libro suele ser el resultado de años de pruebas y errores. Pero, cuando finalmente aparece, el trazado previo se borra y el conjunto adquiere unidad e identidad. Desde la selección hasta su posterior ordenación: ¿qué mostrar primero y qué después? Un libro de cuentos es una sinfonía literaria.
El autor debe ser al mismo tiempo escritor y editor. La lectura de Los viernes de Lautaro nos revela su ritmo y cadencia. No me detendré en su totalidad, sin embargo, sólo señalo aquí su armonía y describo dónde se instala (se enmarca) el texto que me interesa abordar. Una de las piezas de ese libro —“Último otoño”— destaca por su elaboración, la cual a primera vista pareciera ir a contracorriente con el resto de los textos. Y sin embargo no es ajeno a la prosa gardeana. Tenemos ahí un ambiente cerrado, intramuros. Atmósfera asfixiante, sin referencias exteriores. No hay noticias del lugar ni referencias a la época. Y tenemos también dos relatos que se van desarrollando de manera paralela, uno en la superficie y otro en la profundidad. Dos personajes, que además son primos: Sofía y Benedicto. Primos que ya han arribado a la adultez y se han quedado solos. Últimos ejemplares de su estirpe. Como todo relato transgeneracional nos enfrentamos a la confrontación del tiempo a través de la genealogía de una familia. Los herederos de un legado impuesto de manera soterrada y que aparece como la manifestación de un trauma reprimido (y el cual se va reescribiendo como palimpsesto: sin que la nueva versión borre a la anterior). Los ancestros permanecen a través de las inercias simbólicas: las creencias, la moralidad y el sentido de culpa. Los “disidentes”, es decir, los descendientes (los que ocupan el último escalafón), intentan “escapar” y forjarse su propio destino, pero ¿realmente lo logran? La lectura transgeneracional puede caer en el determinismo (tanto biológico como psicológico); existen, incluso, terapias que afirman poder corregir los excesos de los antepasados para aliviar nuestro presente, como si se pudiera modificar retroactivamente el árbol genealógico. Ese tipo de prácticas no me interesan; apelo al concepto de transgeneración como una herramienta útil para el enfoque narratológico. La familia es, entre otras cosas, una construcción narrativa, y lo es de manera superlativa al interior de la ficción literaria. (Cómo no traer a colación el inicio de Ana Karenina: “Todas las familias dichosas se parecen entre
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sí, del mismo modo que todas las desdichadas tienen rasgos peculiares comunes”.3 La familia se convierte, de esta manera, en un relato doble: el social o público (para el cual se desarrolla una narrativa coherente) y el íntimo o privado (que contiene o reprime una cantidad considerable de secretos y se expresa a través de gestos y silencios elocuentes). Lo dicho y lo no dicho (o lo dicho de otra manera). Los primos se encuentran en la misma posición y en similar condición, pero al mismo tiempo cumplen sus roles impuestos, al menos superficialmente. Eso es lo que, en apariencia, nos quiere contar el narrador intradiegético, pues sólo contamos (y queremos darla por cierta, en pleno contrato ficcional) su versión, y avanzamos con él a lo largo del relato. El tiempo cíclico, el de las estaciones y las repeticiones, parece imponer sus rituales, aunque los personajes tratan de sobreponerse: “Nunca pude relacionar la primavera con el amor”, 4 dice Benedicto, el primo mayor y narrador del cuento. Sus periódicas visitas al patio de su prima, donde “muere el sol”, mantienen la rutina de una relación poco usual. Se frecuentan, principalmente, durante los veranos. Tenemos un punto de detonación: Benedicto, sentado en el patio de la casa de Sofía, con un juguete musical en sus manos (tocando “una melodía triste, que fácilmente evoca la vida en el mundo; la vida de cada uno de nosotros”)5 y una bebida espumeante y caliente de ron, que poco a poco se va enfriando. Sofía no está presente: la imaginamos en algún lugar del interior de la casa, a punto de regresar. En esa soledad evocativa, el narrador comienza la analepsis. Su desacuerdo con Sofía es ya tradición: “El verano pasado, conversar con Sofía de lo mismo de siempre, fue ya un suplicio atroz; silenciosamente, sin quejarme. Pero ella lo adivinó. Levantándose entró a la casa y me dejó solo. Al rato me levanté yo también: Sofía me estaba esperando en la puerta de la calle. Nos dijimos adiós. Y juré que no
regresaría jamás”.6 Y, sin embargo, estaba de vuelta ahí, cumpliendo con el ritual de las inercias y las repeticiones. ¿Por qué había regresado? Las digresiones y analepsis iluminan un poco… Benedicto quiso ser músico y terminó como “beato”. A Sofía sus padres le habían comprado un piano (“negro como cajón de muerto”) y terminó por abandonarlo. La música como el fantasma que los mantiene unidos de manera frágil. Todas las tardes, durante su infancia, Sofía aporreaba el triste piano, sacando de él melodías torpes y ásperas. Benedicto, obligado por su familia, asistía a estos conciertos vespertinos: “la prima era un modelo a imitar”. Los padres y tíos del joven deseaban que aprendiera de su pariente menor la disciplina y la constancia. Fracasaron: “Con la aparición de mis primeros bigotitos, medio invisibles, me rebelé”.7 Para él, ya un mozuelo de quince años, resultaba indignante que lo obligaran a imitar a una mocosa que no llegaba ni a los diez. Para su fortuna, la adolescente Sofía enfermó y los conciertos y lecciones cesaron. Cuando finalmente se recuperó, la prima no volvió a posar sus manos sobre las teclas: “El piano sigue en casa. El odio que Sofía siente por él traspasa la frontera de lo razonable. Porque Sofía lo tortura. Lleva años hiriéndole con legras y buriles y vaciándole dentro cuanta porquería encuentra”.8 Es su ejercicio liberador: lo que le permite proseguir con su vida y mantener las apariencias y las formas sociales. Sofía no sólo marca o tortura el instrumento, también graba frases obscenas en él: el piano se había convertido en el receptáculo de sus explosiones y rebeldías: una suerte de palimpsesto donde se van reescribiendo y resignificando sus deseos y pulsiones. Caja de resonancia de su inconsciente; en lugar de tocar sus teclas, les prende fuego. La destrucción del piano es sistemática y predeterminada, pero nunca total. Los primos se ven por inercia: Benedicto había pensado que, tras el desencuentro del verano anterior, no
3 Tolstoi, León. Ana Karenina. p. 7. 4 Gardea, Jesús. Los viernes de Lautaro. p. 85. 5 Ídem.
6 Ibídem. p. 86. 7 Ibídem. p. 86-87. 8 Ibídem. p. 87.
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volvería a visitarla. En esa ocasión Sofía reprimió el deseo de apartarse definitivamente: y lo hizo añadiendo un gesto. Puso la mano en el pecho de su primo, cuando la retiró “quedé ardiendo”, confiesa el narrador. Sofía atribuía el decaimiento de su primo a la castidad y le aconsejaba buscarse una mujer (en una breve digresión, el narrador confiesa: “mía era la culpa de que así se me juzgara. Yo mismo había inventado la historia de mi amor ilimitado a la religión”).9 Benedicto humeaba su cuerpo en incienso antes de visitar a su prima. Los veranos son de contención corporal; los otoños, de silencios compartidos. El relato se desarrolla en otoño. El cambio de estación anuncia la transformación de los significados: “Ella se sienta a mi lado, nos turnamos el pianito para oírlo en secreto, como si tocara, para cada uno de nosotros, distinta melodía”.10 La música detona dos relatos transgeneracionales similares. Las historias de dos vidas reprimidas. Pero, ¿son dos historias o es sólo una que se desdobla? En este punto, la imagen de Sofía se vuelve más fantasmal: ¿existe? La represión de los deseos termina por dominarlo casi por completo. El otoño anterior, Sofía le había confesado a su primo que no le interesaba como hombre. Ahora, mientras la espera en el patio, intenta convencerse de que ella sigue por ahí: “Quizá Sofía duerme o está labrando el vejestorio, olvidada, aburrida de mí, de mis deseos impotentes, sin ninguna resonancia, que la cansan con su girar huero en el vacío de los sábados”.11 Y, sin embargo, ella sigue sin aparecer. Con miedo, Benedicto entra en la casa, y en este punto el relato (su historia, la que él ha querido y se ha empeñado en contar) se desmorona y emerge otra, el relato latente, el que había impulsado las palabras.
prima, jamás comedida conmigo. Yo la preparé, como dentro de un sueño. Sofía no se asomó para nada a la cocina. Revolví todo en busca de una hierba que me aliviara el malestar, el dolor de cabeza, el escalofrío; la honda rebeldía de mi cuerpo que traba hacia un mundo en donde es innecesaria la salud.12 Comienza la sospecha: el narrador describe sus pasos previos, los que había omitido en la primera versión: la botella destapada de ron (¿por qué olvidó taparla?) sobre la mesa y el camino franco hacia la recámara de Sofía, ahora cubierta de sombra y poblada de malos olores. La encuentra tumbada en la cama: “Me le acerco, le quito la almohada que tiene en la cara”,13 al narrador lo invade una “súbita ternura” y “entonces cubro, con la sobrecama, el cuerpo muerto de mi prima Sofía”.14 El cierre del relato transgeneracional (que aquí no sólo se lleva a cabo de manera vertical, es decir, de abuelos a padres y de padres a hijos, sino de forma horizontal: entre parientes y contemporáneos), esto es, la nueva escritura de este larguísimo palimpsesto es el asesinato (el feminicidio). La forzada complicidad del relato superficial es trocada por la historia de un deseo no correspondido. “Ultimo otoño”, de Jesús Gardea es la gran alegoría de la contradictoria condición humana: podemos heredar bienes y genes, pero, al final, seremos producto de nuestras propias decisiones.
Mientras camino, siento aumentar el temblor de mis manos y que la mentira con la que inicié la tarde se resquebraja: la verdad es que nadie me sirvió la bebida caliente con ron, y menos la 9 Ibídem. p. 88. 10 Ibídem. p. 89. 11 Ibídem. p. 90.
12 Ibídem. 91. 13 Ídem. 14 Ídem.
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Bibliografía Barrera Enderle, Víctor: Siete ensayos sobre literatura y región, Monterrey: UANL / Facultad de Filosofía y letras, 2014. —: “Septiembre y los otros días”, de Jesús Gardea: simpatías y diferencias con la llamada literatura del norte”, en Mónica Torres Torija, Ilda Moreno Rojas y Ramón Olvera (editores): Los placeres de la escritura en Jesús Gardea. Chihuahua: Instituto de Cultura del Municipio de Chihuahua / Universidad Autónoma de Sinaloa, 2016, pp. 123-136. Gardea, Jesús: Los viernes de Lautaro. México: Siglo xxi Editores, 1979. Hernández, Araceli: “Trato de cascar las palabras como las nueces: Jesús Gardea”. La Jornada. México, 5 de septiembre de 1989. Tolstoi, León. Ana Karenina. Barcelona: Biblioteca de la Literatura Universal, 2002. Torres Torija, Mónica: “Jesús Gardea o el sortilegio del laconismo impresionista”, en Mónica Torres Torija, Ilda Moreno Rojas y Ramón Olvera (editores): Los placeres de la escritura en Jesús Gardea. Chihuahua: Instituto de Cultura del Municipio de Chihuahua / Universidad Autónoma de Sinaloa, 2016, pp 9-30.
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Maritza M. Buendía
TRISTE, TRISTE SOLILOQUIO DEL AMARGO, UN CUENTO DE JESÚS GARDEA
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a poética de Jesús Gardea es de los silencios y la pesadez, es la opresión que corteja a la angustia. No hay aquí un malabarista de las grandes y sorpresivas historias, tampoco parece apostar por los juegos estructurales. Con el uso de pocos personajes y pocas acciones, Gardea es el narrador de lo cotidiano, de los sucesos mínimos y, por lo mismo, contundentes, historias que pueden sucederle a cualquiera. Cargada de poesía, de un ambiente relativo al norte de México (casi siempre desolado, árido, reseco), su poética se centra en el buen uso del lenguaje, en un regodeo virtuoso en torno a la selección de la palabra justa, la palabra cabal, y la alternancia de la sintaxis. De esta manera, reescribe la importancia del lenguaje como herramienta principal del escritor, asunto nada fácil dentro de un mercado editorial que suele rechazar lo bien dicho. Se sabe poco de él: nació en la ciudad de Delicias, Chihuahua, en 1939; fue odontólogo; profesor de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez; fue miembro del Sistema Nacional de Creadores; obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia y rechazó el Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares. Alejado del reconocimiento masivo y del aplauso inmediato, se le suele ubicar dentro de la generación de escritores mexicanos de los ochenta, denominada “Los narradores del desierto”. El escritor Eduardo Antonio Parra lo llama “autor de culto”, “narrador violento”. Más que fluir, dice Parra, el lenguaje de Gardea “se aco-
moda palabra por palabra, como si dotara de volumen a una figura inmóvil que puede contemplarse desde cualquier ángulo. Sus construcciones son precisas, medidas con precisión, aspira a perdurar igual que un relieve o una escultura en piedra”.1 Para Vicente Francisco Torres, Gardea es “dueño de una voz parca y evocadora, de una prosa pausada y certera que [consigue] una belleza hosca”.2 Entendiendo al “Soliloquio del amargo” como un cuento monolito de belleza hosca —publicado en 1979 en Los viernes de Lautaro—, y a partir del Bosquejo de una teoría de las emociones de Jean Paul Sartre, se pretende concebir la narrativa de Gardea como la edificación de un mundo mágico regido por la tristeza; ahí donde la emoción delata la presencia de un cuerpo abatido que se mueve al interior de un mundo contradictorio e igualmente abatido, a un cuerpo apagado corresponde un mundo igualmente apagado. “Soliloquio del amargo” parte de la concepción de una tristeza originaria, de raíz, que atañe a los vínculos más profundos (los más íntimos, los más dolorosos) que constituyen la esencia del ser humano. Alejado de la sicología y más próximo a la fenomenología de Husserl y de Heidegger, Sartre elabora una teoría de las emociones a partir del examen de su esencia, desde el nacimiento mismo de sus procesos. 1 Parra, Eduardo Antonio. “La presencia de Jesús Gardea”. Avispero. p. 76. 2 Torres, Vicente Francisco. “Nota introductoria”. Material de Lectura. p. 3.
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Uno se hiere al tratar de jugar en el amor. Uno arde entonces en su fuego mezquino sin haber desplegado jamás las alas. Jesús Gardea
Como “puesta del mundo entre paréntesis”3 que arroja conciencia sobre sí misma, la emoción es susceptible a ser abordada bajo su matiz descriptiva, ya que “sólo las esencias permiten clasificar y examinar los hechos”.4 En términos de una hermenéutica que posibilita o provoca la comprensión, debe entenderse que la conciencia se hermana al entedimiento, y que lo que se comprende no funciona como una cualidad externa (no es un algo que llega de lejos y se inserta en el ser humano), por el contrario, es una manera de existir: comprendiéndonos —leyéndonos, interpretándonos— es como asumimos nuestra realidad. Siguiendo a Heidegger, para Sartre “la emoción es la realidad-humana que se asume a sí misma y dirige-emocionada hacia el mundo”.5 Para Husserl “una descripción fenomenológica de la emoción pondrá de manifiesto las estructuras esenciales de la conciencia”.6 Se tiene luego que todo hecho humano es significativo y que significar “es indicar otra cosa; e indicarlo de tal manera que al desarrollar la significación se halle precisamente lo significado”.7 Sudores, temblores, decaimiento, enfermedad, no importa aquí los trastornos fisiológicos que una cierta emoción provoca, importa su significado, ahí donde el "yo" se conecta 3 Sartre, Jean Paul. Bosquejo de una teoría de las emociones. p. 5. 4 Ídem. 5 Ibídem. p. 6. 6 Ídem. 7 Ídem.
con el mundo y, en esa articulación, se comprende. Aunque se pretenda dominar el miedo, apaciguar el enojo o detener el llanto, aunque la razón (el mundo de leyes y de las normas) lucha en contra de la emoción en aras del buen funcionamiento de una sociedad, lo cierto es que somos seres sensibles (perceptibles) y que en variadas ocasiones la emoción nos nubla el rostro, nos arrasa el cuerpo, nos sobrepasa. La emoción nos invade aún en contra de nosotros mismos. Habrá que deducir entonces que “la conciencia emocional es ante todo conciencia del mundo”,8 y que ello surge a través de la síntesis que se produce entre el sujeto emocionado y el objeto emocionante. Síntesis que no es lineal ni sencilla, ya que el mundo se percibe en su dificultad, en su carácter inabarcable. El “Soliloquio del amargo” nos adentra en el eterno juego de los desencuentros amorosos. Para Gardea, no hace falta un obstáculo mayor para marcar ese desencuentro, no muestra impedimentos sociales ni leyes a transgredir, no hay amantes traicionados ni un código moral violentado, le basta con narrar el desencanto de la vida, la rutina, el transcurrir de una existencia que se esfuma “a contrapelo del amor”, lo que sucede después de un carnal abrazo. “De anoche: aquí estamos para deshacer el amor, y arrastrar y darle otro nombre al paraíso. Y a los animales; y a la fruta”.9 Un hombre contempla el techo descascarado de 8 Ibídem. p. 18. 9 Gardea, Jesús. Los viernes de Lautaro. p. 46.
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Fotografía: Roberto Bernal
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su recámara. Un hombre despierta a un nuevo día y en seguida lo anega la carencia, la insuficiencia de la misma vida. Un hombre percibe su acontecer como una ruina, un lento diluirse en los minutos. A su lado, duerme una mujer desnuda. Ella es descrita como un “guante de veinte dedos”,10 carente de alegría y de peso, con la que ya no se puede hablar porque no hay palabras para nombrar la tristeza. El hombre, mientras tanto, huele el jabón de las sábanas: “es un olor bueno porque le quita a la cama su siniestra realidad nocturna. Los sentidos, la carne, se alegran indeciblemente a causa del olor; pero sólo por un momento; el horizonte inmenso que habían creído descubrir, se cierra, como una puerta oscura, en sus narices”.11 Es el desencanto, la mirada irónica, la herida que punza. Cuando Sartre afirma que una emoción es “transformación del mundo”,12 es posible establecer un vínculo entre su teoría y el arte: ambos funcionan como conciencia que cambia, transforma y habita el mundo de manera mágica. Esa magia enviste al mundo de otras cualidades, lo mueve bajo otros atributos, se rige bajo normas distintas, indaga en una de las tantas caras de la realidad para volverse otra cosa: puro nacimiento que se expresa a sí mismo y al ser nuevo que dentro de él se expresa. No obstante, para Gardea, ese ser nuevo que su literatura crea está envuelto en una tristeza cercana a la derrota, una derrota que no requiere mayor explicación que esa que brinda su propia existencia: “la cosa es que el amor no debería dejar, nunca, detrás de sí, semejante rastro de muerte”.13 Dentro de la inmensa gama de emociones, Sartre divide a la tristeza en pasiva y activa.14 Respecto a la primera se manifiesta en contra de la manera tradi10 Ibídem. p. 47. 11 Ibídem. p. 86. 12 Sartre, Jean Paul. Bosquejo de una teoría de las emociones. p. 21. 13 Gardea. Jesús. Los viernes de Lautaro. p. 47. 14 Sartre, Jean Paul. Bosquejo de una teoría de las emociones. p. 23. Para Sartre, la tristeza pasiva estaría acorde a una conducta que tiende a negar un problema y que suele sustituirlo por otro. Al respecto, la crisis emocional funciona como ese sustituto que, a través de las lágrimas o un ataque de hipo, evade cualquier responsabilidad y responde exagerando mágicamente las dificultades. Aunque se reconoce la riqueza interpretativa que puede devenir de la tristeza activa, para los propósitos de este ensayo, solamente se abordará la tristeza pasiva como herramienta del análisis literario.
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/ Desolación i Iván Gardea
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cional de concebirla: la conducta de postración de quien la padece, el arrinconamiento, la quietud, el silencio, la oscuridad, la mínima interacción con el mundo, resulta del todo falsa. La tristeza pasiva no es la secuela de un alguien inmóvil, apegado únicamente a su dolor. Al padecer la pérdida o la ausencia de una condición, un algo o un alguien que motivaba a ejercer una acción determinada, el mundo reacciona con indiferencia ante esa pérdida y, como tal, exige que se siga actuando sobre él; demanda que el triste siga interactuando, y que tenga la inteligencia necesaria para suplir la ausencia padecida. Pero en la tristeza pasiva se suprime la búsqueda: no se quiere llenar la pérdida, transmutarla por un algo o un alguien que obligue nuevamente a actuar, no se anhelan intercambios, ni suplencias para el dolor. El triste persevera, petrifica su cuerpo y pensamiento como si de una roca se tratara y, en ese anhelo de nula acción, descarga o vacía a los objetos o a las personas de cualquier lazo afectivo, confabula “un sistema con un total cero afectivo”.15 “Es como si se me hubiera coagulado la tristeza en la garganta y no quisiera salir de allí”,16 explica el protagonista del cuento. No obstante, debe salir, enfrentar el calor lacerante del día con un portafolio de falsa piel en la mano, armado con varias tarjetas de presentación. Ya en la calle, el calor es “un sapo de lumbre”,17 incomoda de tal manera que si el hombre no se deshace del saco que lleva puesto, pronto va a sentirse más desdichado, infeliz “hasta las uñas”.18 Busca entonces dónde refrescarse. Recuerda que más adelante hay una tienda de abarrotes y, dentro, un ventilador. Pero aunque compra varias cajas de cerillos, cuando intenta quitarse el saco, el empleado se lo impide: “déjese mejor usted el saco”,19 dice. El impedimento es palabra que se pronuncia como sentencia. Con eso es suficiente. Si como quiere Roland 15 Ídem. 16 Gardea, Jesús. Los viernes de Lautaro. p. 47. 17 Ídem. 18 Ídem. 19 Ibídem. p. 48.
Barthes, comunicar es entrar en vibración con otro, los personajes aquí no comunican, no instauran ninguna sintonía, sólo evidencian su apatía, su indiferencia. No resisto recordar uno de los cuentos de Chéjov: en “Tristeza”, a través de un cochero que no encuentra a quién contarle la muerte de su hijo, se erige un fabuloso cuadro descriptivo donde se condensa la inmovilidad, el tiempo de la espera y la falsa esperanza en desolada metáfora del movimiento de la vida. El triste experimenta su emoción como un padecer y no puede liberarse de ello a simple voluntad, tampoco puede entrar y salir a capricho de ese estado. Cierto es que, en ocasiones, la tristeza se agota, más no por eso puede detenerse o interrumpirse. La verdadera tristeza es inimitable, no puede desplegarse a la manera del actor que la representa. La tristeza debe vivirse. Es preciso estar embargado por ella, rebasado. El cuerpo trastornado, perturbado, se muestra como un lienzo donde se manifiesta qué tan hondo cala el pesar. Los trastornos físicos, a la vez, establecen una relación análoga a la conducta: un cuerpo apesadumbrado por el calor, como sucede en el cuento de Gardea, sólo puede interactuar como un cuerpo extenuado, no puede esperarse más de él. De la tristeza, Sartre desprende el concepto de lo mortecino: ese percibir el universo como “estructura indiferenciada”.20 No obstante, cuando el triste se ovilla en lo mortecino, cuando se resguarda en su emoción, construye su muy particular refugio. Entonces, la inactividad de la tristeza se vuelve un simulacro: espacio de creación donde la pasividad se guía bajo sus propios postulados: “Cuando todas las vías están cortadas, la conciencia se arroja al mundo mágico de la emoción, se arroja a él entera, degradándose; es una nueva conciencia frente al mundo nuevo y lo constituye con lo más íntimo que posee, con esa presencia en sí misma, sin distancia”.21 Nada impide que en un intento por adquirir conciencia de otro modo, en un intento por continuar a 20 Sartre, Jean Paul. Bosquejo de una teoría de las emociones. p. 23. 21 Ibídem. p. 26.
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pesar de la pérdida, el artista se precipite al mundo mágico que su misma emoción proyecta, y que en esa emoción que percibe como precipicio, provoque la presencia de un nuevo mundo; la proyección de un mundo mágico gobernado por la tristeza, tal y como sucede en “Soliloquio del amargo”. Es conocido el hecho de que en el mundo se mueven una infinidad de temores y tristezas, es sólo que dentro de la construcción del mundo mágico, el cuerpo funciona como un “instrumento de conjuro”.22 En el caso de Gardea, es el cuerpo agobiado quien invoca la tristeza. Al poco tiempo, el calor es terrible para el hombre que sale de la tienda y vuelve a la calle: el portafolio “comienza a dorarse como un pan metido al horno”,23 su contenido pesa como una piedra, hay un “hervor general de todo”24 a su alrededor. Volver al departamento, recordar el cuerpo de la mujer, fresco bajo la bata, es la salvación. El hombre regresa sus pasos. Sube las escaleras. Entra al departamento. La mujer no está. Poco importa. El final se precipita. El hombre se quita la ropa, se adormece en el aire que se filtra a través de las ventilas. Desnudo, yace encima de la cama. No duerme, piensa en su vida: en eso que se “ha ido a contrapelo del amor”.25 El asunto en cuanto a un análisis literario basado en una teoría de la emoción, se centra en la facultad que tiene el artista de dotar a sus letras de un carácter vivo, emoción que se desprende de su escritura y que arropa al lector en su propuesta. De tal suerte, la calidad literaria de Jesús Gardea vibra como un ser vivo, bajo su principio de independencia se desdobla y se reparte como sinsabor y desventura: la que nace y se expresa a partir de su literatura. Y debido a que realmente emerge la emoción dentro de sus cuentos, ese mundo mágico se instaura y se afinca en su carácter verosímil, y se perpetúa en un algo que se asemeja a una sola y única conciencia que se divide en tres mo22 Ibídem. p. 24. 23 Gardea, Jesús. Los viernes de Lautaro. p. 48 24 Ídem. 25 Ídem.
mentos: primero, en la tristeza que Gardea transmite a través de su escritura; segundo, en la misma tristeza que emana de “Soliloquio del amargo”; tercero, en la tristeza que toca y conmueve al lector, en esa tristeza que lo envuelve como si de un abrazo se tratara y que se funde a su propia experiencia. Bibliografía Barthes, Roland. Sobre Racine. México: Siglo xxi. 1992. —. Fragmentos de un discurso amoroso. México: Siglo xxi. 2009. Chéjov, Anton. Cuentos escogidos. México: Porrúa. 1983. Espinasa, José María. “El camino editorial de Jesús Gardea”. Tierra Adentro. 2009: 4-8. Web. 25 May. 2019. Enciclopedia de la Literatura en México, Fundación para las Letras Mexicanas, Secretaría de Cultura. Web 15 May. 2019. Gardea, Jesús. Los viernes de Lautaro. México: Siglo xxi. 1979. Sartre, Jean Paul. Bosquejo de una teoría de las emociones. Weblioteca del pensamiento. Web. 3 May. 2019. Tarazona, Daniela y Joan Puig. “El llamado de Jesús Gardea”. Reforma. 2005. Web. 25 May. 2019. Torres, Vicente Francisco. “Nota introductoria”. Material de Lectura. 2010: 3-4. Web. 20 May. 2019. Parra, Eduardo Antonio. La presencia de Jesús Gardea.” Avispero, núm. 10, agosto 2015, pp. 75-77.
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BARROCO INTRADUCIBLE: JESÚS GARDEA EN LA FRONTERA DE LA “LITERATURA MUNDIAL”
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l 5 de julio de 1998 apareció una breve pero extrañada reseña en The New York Times sobre Stripping Away the Sorrows from this World, una antología de cuentos de Jesús Gardea (1939-2000) traducidos al inglés y publicada en México ese mismo año por la Editorial Aldus.1 La reseña celebra la calidad narrativa de Gardea, pero también subraya la dificultad de su lectura y la singularidad de su imaginario desértico, excéntrico. Según el reseñista, los cuentos de Gardea son “fríos e implacables”. Luego los describe de este modo: La gente y los eventos son presentados sin contexto, explicación o sin conexión a nada. La narrativa en sí se reduce a breves ráfagas del lenguaje: frases apenas vinculadas cargan significados que parecen evaporase mientras se leen. Lo que queda y eventualmente domina es el poder crudo de la naturaleza.2 1 Gardea, Jesús. Stripping Away the Sorrows from this World (Trans. Mark Schafer). 2 Polk, James. “Years With No Handles”, The New York Times. Nota del autor: Todas las traducciones son mías a menos que se indique otra fuente. * The College of Staten and The Graduate Center, CUNY.
El libro ciertamente se presentaba como un objeto inusual en el mercado editorial en inglés. Se trataba de cuentos de un autor no sólo desconocido en Estados Unidos sino también poco leído en México. Nacido en la pequeña ciudad de Delicias, Chihuahua, Gardea fue un “raro” a lo largo de su carrera literaria, siguiendo aquí la categoría acuñada por Rubén Darío. Su bajo perfil público se aparataba de la enorme visibilidad de autores que habían dislocado el centralismo del campo literario mexicano con una literatura sobre el norte del país, reimaginando esa región como un espacio privilegiado de singificación sociopolítica y cultural. Para finales de la década de 1990, Roberto Bolaño (1953-2003) y Daniel Sada (1953-2011) consolidaron al norte como un lugar otro de la literatura mexicana que desde sus obras maestras Los detectives salvajes (1998) y Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999), respectivamente, articularon una experiencia alternativa de la modernidad mexicana del siglo xx. El motivo del norte en la literatura mexicana se inscribe desde luego en una multiplicidad de autores. Desde los llamados narradores “del desierto”
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como Gerardo Cornejo (1937-2014), Ricardo Elizondo (1950-2013) y Severino Salazar (1947-2005), hasta escritores como Eduardo Antonio Parra (1965), Luis Humberto Crosthwaite (1962) y David Toscana (1961) que se han relacionado, también a finales de la década de 1990, con la etiqueta de la llamada “literatura del norte” como una renovación temática de la vida en la frontera y las ciudades y pueblos del desierto.3 Entre ellos, la prolífica obra de Jesús Gardea —once novelas, seis libros de cuento y uno de poesía— es un referente clave. En más de un modo, el viraje hacia el norte de la literatura mexicana en la segunda mitad del siglo xx no puede comprenderse sin un acercamiento serio al proyecto literario de Gardea. Críticos como Luis Leal, John Brushwood y Miguel Rodríguez Lozano abrieron varias importantes líneas de investigación temática y formal de sus libros. Me interesa, en esta breve intervención, pensar la relevancia de la narrativa de Gardea ante el reciente debate sobre la llamada “literatura mundial” y la cuestión de la traducción para reflexio3 Véase el volumen que co-edité con Viviane Mahieux, Tierras de nadie. El norte en la narrativa mexicana contemporánea (México: Fondo Editorial Tierra Adentro, 2012).
nar críticamente el lugar de la literatura mexicana contemporánea en el mercado editorial trasnacional. El debate en torno a la “literatura mundial”, propulsado por críticos como David Damrosch, Pascale Casanova y Franco Moretti, propone desde distintos modelos de reflexión un acercamiento totalizante de la literatura para discernir sus lógicas de visibilidad, circulación y consumo en el mercado global de libros. Una de las más problemáticas asunciones de esta visión se establece precisamente en la manera en que se imagina la circulación de textos con frecuencia escrita desde contextos nacionales “marginales” que se disputan un lugar en las “capitales” literarias del mundo occidental: París, Londres y Nueva York. Así, como quiere el propio Darmrosch, el concepto de “literatura mundial” analizará la literatura del planeta conforme “circula hacia un mundo más amplio más allá de su punto de origen lingüístico y cultural”.4 Pero es este devenir el que de inmediato debe ponerse en crisis, pues las producciones culturales de países por alejados de esos centros culturales dominantes no circulan sólo 4 David Damrosch. What Is World Literature? p. 6.
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en base a un mérito intelectual, sino que esa producción “se mueve a través de fases de reconocimiento, comodificación, consumo y conversión” y entre dinámicas de distinción que asignan valor simbólico a prácticas de expresión hegemónica, todo junto con lógicas de exclusión y subalterización de representaciones culturales letradas.5 Dicho de otro modo, eso que esta crítica —en su mayoría desde universidades y centros de investigación de Estados Unidos, Inglaterra y Francia— nombra como “literatura mundial” reproduce problemáticamente la misma narrativa del espacio neoliberal que comodifica la cultura hasta trastocar los campos literarios incluso antes de ser traducida y comenzar su itinerario hacia las librerías de Nueva York, Londres o París. Este fenómeno, que Rebecca Walkowitz ha estudiado en novelas que ella denomina como “nacidas en traducción”,6 explica sin duda la irrupción de producciones novelísticas recientes que parecen haberse pensado como objetos de consumo para una mirada que ya anticipa las temáticas más recurrentes entre lectores que reducen el espacio mexicano como el lugar de la violencia, la pobreza extrema, la corrupción oficial y la derrota generalizada de un proyecto de nación. En este punto me bastan tres ejemplos inmediatos: las novelas Las tierras arrasadas (2015) de Emiliano Monge, La fila india (2016) de Antonio Ortuño y Temporada de huracanes (2017) de Fernanda Melchor. Sin demeritar sus logros literarios, las tres son consecuentes con un imaginario dominante sobre los saldos negativos del México neoliberal que nos muestra una sociedad en bancarrota política, moral y desde luego económica. La reciente publicación de la novela Lost Children Archive (2019) de Valeria Luiselli, escrita directamente en inglés, puede pensarse como la fase final de esta interiorización de las expectativas de la literatura mexicana en el mercado neoliberal de libros. La novela, que aborda el drama de los niños migrantes detenidos y victimados por el 5 Kadir, Djelal. “Literature, the World, and You”. The Common Growl. Towards a Poetics of Precarious Community. p. 78. 6 Walkowitz, Rebecca. Born Translated. The Contemporary Novel in the Age of World Literature.
violento y racista sistema migratorio de Estados Unidos, fue escrita por Luiselli originalmente en inglés y sólo posteriormente traducida al español con ayuda de la propia autora mexicana. Volver a la escritura de Jesús Gardea a partir de Stripping Away the Sorrows from this World, el único libro de su obra traducido al inglés, plantea una serie de preguntas importantes sobre la literatura mexicana, el mercado editorial y las prácticas escriturales antes y después de la era neoliberal. La singularidad del libro puede pensarse a la vez como producto consecuente de las lógicas de circulación y consumo de literatura mexicana de la década de 1990, pero, paradójicamente, también como su negación. Me explico: en el contexto de las producciones literarias de esos años, la obra de Gardea no debería haber resultado del todo ajena. Como sabemos, el espacio privilegiado de su imaginario, el norte, el desierto, los poblados aislados de los centros urbanos de México, había sido ya incorporado a una muy redituable producción de novelas y cuentos que como ya mencioné antes, vería la aparición de las grandes obras de Sada y Bolaño, que necesariamente
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incluyen la narrativa de Gardea en su genealogía intelectual. En el caso de Sada, el barroco de Gardea es un precedente directo de Porque parece mentira la verdad nunca se sabe y su estilización se combina además con una imaginación de los poblados del norte cuyo registro seminal está en libros como Los viernes de Lautaro (1979) y Septiembre y los otros días (1980) de Gardea. Por otra parte, la adopción del norte como el espacio de fuga de la modernidad mexicana que emprende Bolaño en Los detectives salvajes, se apropia de una excepcional imaginación de los márgenes mexicanos que está presente en toda la narrativa de Gardea. Dicho esto, la obra de Gardea plantea resistencias formales y temáticas que dificultan su consumo en traducción. Como advirtió el reseñista citado al principio de este ensayo, su obra escatima sus coordenadas topológicas junto con todos los marcadores temporales, ofreciendo al lector un presente suspendido en una especie de ambigüedad mítica que no puede ser localizada y que de inmediato resulta ilegible para un lector sin paciencia. Es en este punto que su obra resulta intraducible, siguiendo aquí el concepto propuesto por Barbara
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Cassin y recuperado por Emily Apter para señalar uno de los puntos ciegos de los modelos teóricos de la “literatura mundial” que va al corazón mismo de su conceptualización. Si aspectos de una obra resultan intraducibles, la posibilidad de establecer una “literatura mundial” queda en suspenso.7 Me interesa aquí pensar el momento exacto en que se hace evidente esta imposibilidad de la traducción al releer el único libro en inglés de Jesús Gardea. Mientras que el consumo de las novelas mexicanas en traducción con mayor éxito editorial permite el reconocimiento de las problemáticas más comunes del presente mexicano, los cuentos de Sada instigan un proceso de desfamiliarización que conduce hacia una generalización en el libro y que se extiende a la persona misma del autor. Esto se debe en principio a que Gardea carece de una visibilidad mediática más allá del limitado círculo de lectores que vuelve a sus páginas, con mayor frecuencia académicos y otros escritores afines. Como sabemos, aunque Gardea obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia en 1980, su obra 7 Apter, Emily. Against World Literature. On the Politics of Untranslatability.
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ha recibido una mínima atención crítica y editorial si se le compara con la de aquellos escritores que continuaron sus exploraciones del norte y que incluso adoptaron el barroco como forma privilegiada de narración, como es el caso más evidente de Sada. Como es el caso de la mayoría de sus libros, Stripping Away the Sorrows from this World fue publicado gracias a una concertada combinación de esfuerzos personales e institucionales, con fondos públicos y privados, que refrenda el acostumbrado trayecto de mucha de las publicaciones literarias en México, subsidiadas por el consistente y generoso sistema de patrocinio oficial con la colaboración de otros organismos culturales privados. Como explica el traductor Mark Schafer en la sección de agradecimientos, el libro fue posible gracias al Fideicomiso para la Cultura México/USA (financiado entonces por la Rockefeller Foundation, la Fundación Bancomer y el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes) además de una beca de estímulo a la traducción de la National Endowment for the Arts de Estados Unidos. Para complicar su circulación, el libro fue publicado en México por la Editorial Aldus y por ello sometido a una escasa distribución dentro y fuera de México. La condición intraducible del libro se expresa en esos dos niveles: por un lado, estamos ante una obra barroca, deliberadamente ininteligible que pone a prueba las expectativas de un imaginario mexicano que nunca se concreta del todo; por otra parte, estamos ante un libro de circulación limitada, casi espectral, que avanza y se registra entre ciertos lectores extrañados, como el reseñista del New York Times, pero que no está al alcance de cualquier lector intrigado por esas primeras lectura. Me detengo en el primer cuento de la colección traducida por Schafer: “Trinitario”. La trama es de una simpleza relativa: tres hombres buscan a efectuar una venganza que no se revela sino hasta el último momento del relato. El escenario es un pequeño poblado del desierto, donde los personajes habitan en una vastedad siniestra pero también melancólica constitutiva de un ser solitario y ajeno a los recursos
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FotografĂa: Roberto Bernal
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retóricos de los citadinos de las grandes urbes. Así, los personajes hablan con un tono brusco que al mismo tiempo parece performatizar una mirada honesta y resuelta que refuta la hipocresía y malicia de quienes se ven obligados a cohabitar con las masas de las capitales del país. Resumido así, el cuento se corresponde con la narrativa de Juan Rulfo, como en su momento señaló John Brushwood, y se abre hacia ese territorio del “desierto” que repasó la obra de Cornejo, Sada y Elizondo. Pero desde el inicio, el cuento avanza en un registro que por momentos sugiere lo onírico y lo fantástico, pero también lo esperpéntico y lo fabulesco. Los tres asesinos visten capas y luego explican ser actores en una compañía cuyo jefe les ha pedido interrumpir sus ensayos para comprar un coche usado. El dueño del coche, el viejo Trinitario, los recibe con sospecha y burla, pero decide pasearlos para probar la funcionalidad del coche. En el trayecto, los tres actores asesinan a Trinitario. Varios elementos en el cuento desestabilizan la trama: los actores quedan prendidos de la inusual belleza de la blanca mujer con la que vive Trinitario, que incluso adquiere un tono sobrenatural. Igualmente raros resultan los tres actores, que suben al coche de Trinitario casi como caricaturas que se confunden con animales indescriptibles y luego con seres inanimados. Más adelante, cuando Trinitario para en una tienda con pocos productos a la venta pero plagada de moscas, el dueño nota que su rostro es una combinación de lo “demoniaco” y la “desesperación”. Antes de matar a Trinitario, los tres hombres (en correspondencia con el nombre de su víctima) actúan como una trinidad que efectúa un tipo de ritual: se colocan cada uno en un punto cardinal (norte, este, oeste) y desde esa formación proceden al asesinato. Al intentar definir el enorme y disperso corpus de narrativa sobre el norte de México, el escritor Eduardo Antonio Parra afirma que es posible señalar aspectos recurrentes que vinculan a autores en apariencia disímiles pero que comparten ese mismo espacio imaginado en “la omnipresencia del paisaje y el clima en los relatos, la proximidad geográfica de los Estados
Unidos que trae como consecuencia los embates de la cultura norteamericana, y el lenguaje característico de los norteños”.8 Pero el barroco intraducible de Gardea invalida cada una de estas afirmaciones. Hay un paisaje y un clima específicos, pero nunca mantienen una misma “omnipresencia”. En los cuentos de Gardea el desierto es también una montaña, es seco y árido, y es también el lugar de la lluvia y la nieve. Se sugiere el norte como posible localización, pero nunca aparece un norte reconocible, sino un espacio vacío de marcadores culturales, políticos o económicos precisos. Lo mismo ocurre con los personajes: individuos sin subjetividad clara, personas inconexas y desvinculadas a su entorno. Hacia el final del relato, los mismos asesinos se preguntan sobre el nombre de su víctima. Se percatan de su rareza y de la mujer que lo acompañaba. Lo único determinado en el cuento es el asesinato, pero el crimen no está del todo materializado y parece en parte el producto de un sueño que no ha sido explicitado pero que podría terminar en cualquier momento. La condición intraducible de la narrativa de Gardea puede explicarse en parte al recurso del barroco como forma de expresión. En buena medida esa también ha sido la traba que ha probablemente dificultado la lectura en traducción de las novelas de Sada en inglés. Sin duda es el principal obstáculo para que una obra mayor como Porque parece mentira la verdad nunca se sabe permanezca aún sin traducir. En congruencia con su posición descentrada en el campo literario, la obra de Gardea se inscribe entonces en el legado de una corriente literaria barroca clave del siglo xx: desde Grande Sertão: Veredas del brasileño João Guimarães Rosa y Paradiso del cubano José Lezama Lima, hasta esas novelas de contemporáneos como Daniel Sada que lo acompañarán en los límites de lo intraducible. Como una rara interpolación que desafía el lugar de la literatura mexicana, y en particular del norte, en los modelos de “literatura mundial” 8 Parra, Eduardo Antonio. “El lenguaje de la narrativa del norte de México”. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana. p. 73.
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y el consumo trasnacional de lo literario, observo que escritores marginales como Gardea interrumpen la continuidad consumista del capitalismo tardío y sus economías de prestigio y distinción. Al borde, en su exigente excepcionalidad, su literatura podrá leerse sólo en su lengua original, es decir, en un espacio y tiempo que son solo suyos, inapropiables, un lugar y un momento de la lectura donde el mundo conocido todavía puede perderse al interior de un libro. Bibliografía Apter, Emily. Against World Literature. On the Politics of Untranslatability. New York: Verso, 2013. Damrosch, David. What Is World Literature? Princeton, NJ: Princeton University Press, 2003. Gardea, Jesús. Stripping Away the Sorrows from this World (Trans. Mark Schafer). Mexico: Editorial Aldus, 1998. Kadir, Djelal. “Literature, the World, and You” in The Common Growl. Towards a Poetics of Precarious Community, Thomas Claviez, ed. New Parra, Eduardo Antonio. “El lenguaje de la narrativa del norte de México”. Revista de Crítica Literaria Latinoamericana. 30. 59, 2004. Polk, James. “Years With No Handles”. The New York Times, 5 de julio, 1998. Walkowitz, Rebecca. Born Translated. The Contemporary Novel in the Age of World Literature. New York: Columbia University Press, 2015. Zavala, Oswaldo y Viviane Mahieux. Tierras de nadie. El norte en la narrativa mexicana contemporánea. México: Fondo Editorial Tierra Adentro, 2012.
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LA POÉTICA DE LA LUZ EN LOS CUENTOS DE JESÚS GARDEA
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econocemos en la figura de quien naciera en Delicias a finales de la década de 1930, y viviera en Ciudad Juárez por más de tres décadas en la calle Camelias, a un autor que comienza a ser estudiado por la crítica especializada, sobre todo aquella que trasciende la imagen repetitiva que pondera la errónea visión “de que estamos frente a una literatura del desierto”.1 Nos entusiasma ser parte de un monográfico que acrecienta el acervo sobre su obra. Hemos estudiado la densidad de metáforas en los cuentarios publicados durante veinte años para diseñar un esquema de libro rizoma-caos, como lo plantean los filósofos Gilles Deleuze y Félix Guattari en Mil mesetas.2 Sobre el conjunto de los 74 cuentos —compilados en Los viernes de Lautaro (1979), Septiembre y los otros días (1980, Premio Xavier Villaurrutia), De alba sombría (1985), Las luces del mundo (1986), Difícil de atrapar (1995) y Donde el gimnasta (1999)—, diseñamos un grafo mediante la creación de líneas de articulación, en donde cada estrato funciona como entrada/salida para transitar de un cuentario a otro en un desplazamiento cartográfico. Esta lectura permite adentrarse al mundo ficcional de Gardea, asomarse “a una ventana / de luz / abierta”, 1 Rodríguez Lozano, Miguel. Escenario del norte de México: Daniel Sada, Gerardo Cornejo, Jesús Gardea y Ricardo Elizondo. p. 94. 2 El presente artículo en coautoría parte de otro trabajo colaborativo: la tesis de licenciatura de Fabiola Román, El rizoma en la cuentística de Jesús Gardea a través de las metáforas (mayo 2016), dirigida por Carlos Urani Montiel. * Universidad Autónoma de Ciudad Juárez
como versa una canción de su único poemario, así como a su propuesta estética. Los cruces de intensidades de cuatro estratos principales (clima, sensorial, erótico y sobrenatural) perfilan a la luz como la metáfora más recurrente, por lo que su dominio conecta entre sí todas las líneas de articulación. Imágenes como metáfora Quizá la Historia Universal, escribía Borges en “La esfera de Pascal”, sea la historia de unas cuantas metáforas.3 Valdría arriesgarse para plantear que el estudio de esta figura en el mundo escritural de un autor remitirá a lo primigenio, a las raíces de un lenguaje interconectado y, quizá, de su pensamiento. Por razones psicológicas, confiesa Gardea en una entrevista otorgada a Proceso en 1985, bautizó Placeres a Delicias, transfigurándola: “Sentí, o creí sentir, que para habérmelas más o menos bien con mis personajes y su medio, y su aire, y su sol, necesitaba crear, entre ellos y yo, cierta distancia que paradójicamente es, al mismo tiempo, acercamiento, casi intimidad”. Desde la teoría literaria hasta la lingüística cognitiva, la metáfora sirve de instrumento de análisis una vez que se da por hecho su multiplicidad de significados, así como la imprecisión y ambigüedad de la palabra. “La metáfora es la translación del nombre de una cosa a otra”. Con tal sentencia, copiada de la Poética, Aristóteles supone una serie de procedimien-
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Fabiola Román González Carlos Urani Montiel
tos mediante los cuales el objeto adquiere una designación ya antes explorada.4 Dicho tránsito depende de la semejanza semántica en la que el parentesco o la proporcionalidad trazan la conformidad —es decir, que sea apropiada— de la comparación, el símil, la analogía e incluso la prosopopeya.5 El tratado de Retórica, también del estagirita, considera que “la claridad, el placer y la extrañeza los proporciona, sobre todo, la metáfora”,6 virtud de la expresión (en palabras de Aristóteles), placer en el estilo (según Longino) o adorno del discurso (si seguimos a Quintiliano), que el intelecto potencia a partir de significados comunes compartidos por una comunidad. El tropo en cuestión implica un desplazamiento conceptual que tiende no solo hacia la producción lingüística debido a la intuición, sino también de conocimiento a través del procesamiento de imágenes, en donde los estímulos sensoriales cumplen un recorrido para poblar con partículas —cada una de ellas entendida como metáfora— un léxico dispuesto para inusitadas combinaciones.7 Elemento esencial de nues4 Aristóteles. Poética. p. 21-22. 5 Empecemos con un símil del cuento “Más frío que el viento”: “El cerro flota en un mar apacible de polvo, como un barco; y no se le ve ya la falda” (Septiembre y los otros días. p. 53); y una prosopopeya que le concede a un objeto, en este caso al astro rey, una cualidad propia de seres vivientes: “En el patio de mi prima muere el sol” (“Último otoño”, Los viernes de Lautaro. p. 85). 6 Aristóteles. Retórica. 7 “¡Un estímulo nervioso, traducido en una imagen! Primera metáfora.
tra racionalidad, la metáfora sintetiza experiencias en el campo familiar y concreto para dar sentido a uno inaprensible, ligado a experiencias subjetivas (emotivas, sensitivas o imaginarias).8 Muchos conceptos, en especial los abstractos, se estructuran y representan mentalmente por medio de metáforas que determinan el uso y comprensión del lenguaje, tanto el convencional como el figurado o idiomático, lleno de expresiones comunes que alguna vez fueron insólitas. Así, razonamiento y asimilación generan la interacción de elementos distintos —casi opuestos, divididos sintácticamente, en donde no se vislumbra el equivalente literal pero sí la semejanza—, en un movimiento simultáneo que genera una sola y potente imagen.9 La etiqueta del desierto aisló a la producción escrita en la década de 1980 por narradores del septentrión nacional. Las atmósferas de insolación, soledad, pobreza y desencanto quizá justifiquen el membrete; no obstante, la variedad de ecosistemas en la narrativa de Gardea excede los paisajes estrictamente desérti¡La imagen, a su vez, transpuesta en un sonido! Segunda metáfora. Y en cada caso un total salto de una esfera a otra totalmente distinta y nueva” (Nietzsche, Friedrich. Lecturas de historia de la filosofía. p. 311). 8 Para Ortega y Gasset, la metáfora es “un procedimiento intelectual por cuyo medio conseguimos aprehender lo que se halla más lejos de nuestra potencia conceptual. Con lo más próximo y lo que mejor dominamos, podemos alcanzar contacto mental con lo remoto y más arisco” (Ortega y Gasset, José. “Las dos grandes metáforas”. El Espectador. p. 166). 9 Como esta: “La casa se encontraba sola en el llano. Lancha vieja varada en una playa” (Gardea, Jesús. Las luces del mundo. p. 12).
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cos.10 Sin duda, el sopor de la llanura o el bochorno de un yermo asoleado disparan significados, incluso para delinear la fisionomía de sus moradores,11 pero el proceso metafórico con el que se construye cada relato exige que las imágenes inmediatas que surgen de la lectura —tales como la del sol, sombra, polvo, etc.— sean analizadas en conjunto y —aquí descansa nuestra propuesta— con otra metodología; es decir, un modelo que demuestre cómo la cuentística de Gardea puede considerarse un rizoma a través del estudio de grupos selectos de metáforas. Rizoma como modelo Desde la botánica, el rizoma se define como un tallo subterráneo y horizontal que crece de manera indefinida; aunque las plantas se marchiten en su superficie y sus pequeñas cepas sean perecederas, la raíz rizomática ostenta la capacidad para producir nuevos brotes de forma perenne, ya que almacena nutrientes debajo de la tierra, llegando a cubrir grandes extensiones. Como su reproducción es asexual, si se divide en fragmentos basta con que haya una yema para que siga creciendo y desarrolle plantas por separado mediante la mitosis. Al término aquí revisado, los franceses Gilles Deleuze y Félix Guattari le imprimieron preci10 A Vicente Francisco Torres le debemos el mote de “narradores del desierto”, acuñado en 1990, otorgado a Gerardo Cornejo, Ricardo Elizondo y Daniel Sada. A pesar de que el crítico bien sabía que a Gardea no le hacía gracia dicha asociación, insiste que “sí hay una fuerte relación entre sus libros y la geografía […]. Sólo en una ciudad construida en medio de grandes extensiones sedientas el sol se filtra por todas las páginas; sólo en un área desértica los personajes hablan de beberse la sombra; únicamente allí los entes de ficción se dejan llevar por las visiones que engendran el polvo y el calor” (p. 200). Para Christopher Domínguez Michael, “la oquedad grisácea o amarillenta del desierto” obsesiona a Elizondo, Sada y Gardea, “narradores del desierto”, también llamados de “tierra baldía” (p. 558). Aunque Vicente Francisco Torres matizó sus ideas, la categoría generó tradición e impidió análisis más profundos, con notables excepciones, como los de Núria Vilanova, Rodríguez Lozano y Mónica Torres Torija. 11 Juan Zamudio, protagonista de “Hombre solo”, “es un hombre flaco, un enamorado de su esqueleto. Dicen que a él le sudan los huesos, cuando no sea, en realidad, el alma. Lo dicen porque lo que suda es de color blanco, como agua de cal, y porque a veces huele a cosa largamente encerrada” (Gardea, Jesús. Los viernes de Lautaro. p. 18-19).
samente un uso metafórico para adentrarse en disquisiciones filosóficas a partir de las ciencias biológicas. Si, por un lado, la botánica entiende al rizoma como concepto clasificador (por su tipología, morfología y características peculiares); por otro, la filosofía lo hace como modelo descriptivo, explicativo, incluso programático para sistemas complejos donde predomina el caos, la acentralidad o la conexión en red. El carácter morfológico justifica la transposición; no obstante, la función descriptiva hacia el saber cómo sobrepasa la cuestión clasificadora y apuntala al rizoma como un gesto de posicionamiento metacognitivo. ¿Cómo leemos colecciones de elementos heterogéneos no jerárquicos? ¿Cómo trabaja nuestro pensamiento si nos enfocamos en los márgenes o en zonas periféricas? ¿Cómo intervenir analíticamente fenómenos que rechazan lo estático o la unidad? Para que el modelo sea aplicado, Deleuze y Guattari señalan que un rizoma puede conectar desde organizaciones de poder hasta fenómenos relacionados con las artes, ciencias y luchas sociales, circunstancias donde el conocimiento se organiza de manera horizontal y, por ende, opone resistencia a modelos jerárquicos.12 Este modelo no-dicotómico permite que una meseta —es decir, una línea donde se cruzan intensidades y concede cierta estabilidad— se enlace con varias a la vez; su heterogeneidad admite que las líneas no exhiban la misma naturaleza, extensión o dirección. Deleuze y Guattari llaman meseta a “toda multiplicidad conectable con otras por tallos subterráneos superficiales, a fin de formar y extender un rizoma”.13 Lo múltiple ve en lo uno a su contrario. Aunque la aseveración parezca obvia, recalcamos que el rizoma se opone a la unidad. La multiplicidad aloja variables que se conectan a diferentes velocidades e intensi12 Deleuze, Gilles y Félix Guattari. Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia. p. 13. Nota: Para Umberto Eco, el rizoma “es el lugar de las conjeturas, de los apuntes, de las reconstrucciones, de las hipótesis globales [donde] éstas deben ser continuamente replanteadas, pues están en constante cambio” (Eco, Umberto. “La línea y el laberinto: las estructuras del pensamiento latino”. Revista Vuelta. p. 24). 13 Ibídem. p. 26.
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dad a través de líneas de fuga con entradas y salidas trazables en un plano. Un libro múltiple, por ejemplo, entendido como una totalidad significante en la que convergen voz creadora (sujeto), obra (corpus) y distintas decodificaciones, es un mapa simbólico que tolera lecturas simultáneas (caminos o trayectos) y comprensiones antagónicas; es también una máquina de aprendizaje, distracción, placer o aburrimiento, según su uso. La obra se construye en el cruce de partículas, estratos-temas, líneas de fuga (hipervínculos), relaciones entre lo micro y macro e interacciones entre lo consciente, lo sugerido y lo impensado. Un libro también existe gracias a su contexto, a la posibilidad de escribirlo, de materializarlo, de editarlo y de ser leído, lo cual permite, justamente, su agenciamiento.14 Leer los cuentos completos de Jesús Gardea como un rizoma, en realidad, como un libro-rizoma-caos, supone un principio de conexión en el que cada elemento textual, llámese raíz, línea o partícula, interactúa con los demás en una red donde todo está conectado y en constante comunicación a través de las líneas de articulación.15 En una disposición sin jerarquía aparente, los componentes confluyen y conviven de igual manera con un mismo fin, el cual se restringe a la interpretación externa y, por tanto, al error o precisión. Para descubrir las líneas de articulación nos cuestionamos sobre los temas frecuentes a partir 14 Ibídem. p. 9-10. Todos los factores que hacen posible a los libros como tal, para que estos sean agenciados, resultan peculiares en el caso del oriundo de Delicias. Ya sea por su hosco carácter, una reacia voluntad por vivir en la frontera norte, o el desprecio hacia grupos de intelectuales, su producción —publicada en editoriales de renombre en el centro del país, exceptuando De alba sombría— hizo un mito de sí misma. José María Espinasa se pregunta si un destino editorial puede iluminar la obra o es un asunto meramente circunstancial. Gardea, se responde el director de Ediciones Sin Nombre, “es en realidad un destino construido y buscado, es decir, lo contrario de un destino, una voluntad” (Espinasa, José María. “El camino editorial de Jesús Gardea”. Tierra Adentro. p. 7). 15 El libro raíz se yergue sobre una cepa solitaria que representa el pensamiento hegemónico; por su parte, en la estructura profunda del libro raicilla o de raíz fasciculada, aunque parezca múltiple pues en él convergen muchas cepas, yace un centro del cual surgen raíces circundantes. Así pues, lejos de este par de libros, el de tipo rizoma-caos cuenta con formas imprevisibles, no lineales y con las características propias del modelo botánico.
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del empleo de metáforas de un cuento y de un libro a otro. ¿De qué manera una metáfora-partícula (objeto mínimo para el análisis de significado) recorre la escritura del autor, formando mesetas y siendo clave en el entramado del libro? Tras el compendio y examen de más de una centena de metáforas, detectamos que los cruces de intensidades se concentran en cuatro estratos principales: clima, sensorial, erótico y sobrenatural, sujetos a un desarrollo exhaustivo y análisis independiente. El siguiente grafo muestra sus conexiones, aglutinamientos (hubs) y caminos.16 Al primer estrato, le atañen descripciones o elementos de la naturaleza que detonan acción: sol, lluvia, viento o polvo. Recordemos lo ya dicho sobre el desierto para reforzar el argumento sobre la variedad climática y ambiental. Pensemos en el llamado que representa la arboleda para Píndaro García, en “Las puertas del bosque”,17 y para el narrador de “Septiembre y los otros días”;18 así como el efecto de las bajas temperaturas en “Más frío que el viento”19 y “Todos los años de la nieve”, en donde “A Corbala se le empalmaron, en el espinazo, el frío del invierno y el frío del miedo”.20 No obstante, sería imposible negar el peso de la imagen solar. Además de exhibir atributos humanos, su presencia luce totalizante, ya sea en la parsimonia del movimiento, con su iridiscencia eclipsada o en la estática del cenit.21 Las partículas sensoriales robustecen el segundo estrato, conformado por sinestesias que cruzan líneas de fuga entre los sentidos corporales y el mundo exterior: “Los ojos de los amigos, por el fuego de la calle, son como ascuas en la sombra”.22 Abundan los ejemplos, por lo que nos remitimos a un par de casos donde ocurre la simbiosis. La risa unísona de los protagonistas de “Nazaria” altera la quietud del pueblo; en las horas muertas “turbaba, como una racha de mal viento, la superficie tranquila de la siesta general”. La “despedida inminente” del hijo de Nazario, además de flotar en el aire, se formula y percibe a través del 22 Gardea, Jesús. “El primer día”. Donde el gimnasta. p. 29.
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tacto y, con mayor impacto, de la vista: “El muchacho le tomó entonces de una mano y alzó los ojos para mirarlo. Esto bastó para que Riquelme comprendiera: ahí estaba la soledad del mundo”.23 Otro caso notable se lee en “Más frío que el viento”, donde la figura en el hospital responde de forma sensitiva ante el estímulo gélido: “Un gran silencio se cierne en el aire: viene de las estrellas. Laurich lo escucha y tirita”; conforme la temperatura baja, busca “una defensa contra el frío, dobla las piernas, se encoge”. Con el “calorcito” provocado por la fiebre, logra liberarse del suplicio del fresco y del polvo: “Por la ganchuda nariz le entra el aire limpio de la tarde. Lo siente como una fruta y lo muerde y lo saborea”.24 La alucinación alivia, como si se tratara de un nutriente que revitaliza los sentidos del olfato, del tacto y del gusto. La misma metáfora nos traslada por una línea de fuga al erotismo que le produce al narrador de “Esta misma tarde” el cuerpo de Isabel: “Por el escote de la 23 Gardea, Jesús. Los viernes de Lautaro. p. 32-33. 24 Gardea, Jesús. Septiembre y los otros días. p. 55-60.
blusa, blancos y llenos, medio asomaban sus pechos a la penumbra de la sala. Ellos, solitos, frutas y mundos resplandecientes, hubieran hecho felices a Onofre. A mí, para siempre”.25 De manera similar, la mujer de “Las luces del mundo” se distingue por “La caricia del soplo en los muslos, le está floreciendo en los pechos y la garganta a la mujer. Le hubiera gustado encontrarse desnuda. Para el aire. Para el sol. Se desabrocha la blusa. Enceguece al hombre el súbito esplendor de la carne”.26 La atmósfera onírica del mundo femenino en “Livia y los sueños” también pertenece al estrato erótico: “Los pies estaban iluminados como las manos de Santos. Parecían lámparas ardiendo en el piso. Mucho los había soñado así Livia. Pero en los sueños, los pies siempre alumbraban un hombre. Deslizó las nalgas Livia para adelante. Entreabrió las piernas. El cuerpo del hombre apagaba las luces. Como una tormenta. El mundo quedaba oscuro”.27 El cuerpo femenino en 25 Gardea, Jesús. Las luces del mundo, p. 26. 26 Ibídem. p. 60. 27 Gardea, Jesús. Difícil de atrapar. p. 15.
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los cuentos de Gardea irradia una penetrante luz que causa revuelo.28 El último estrato refiere situaciones o resoluciones sobrenaturales, casi milagrosas. El narrador del relato inaugural de la cuentística de Gardea relata, mediante una sinestesia, que “La madre quedó alucinada por el sol de estas palabras”,29 justo cuando su hijo, Candelario, pronuncia, por vez primera tras 40 años de mutismo, unos cuantos vocablos. De manera similar, el objeto que le da título a “La pecera” dictamina el rumbo fantástico de la historia, pues desde que se planta en la casa del protagonista, el padre cambia su actitud y rutina. “Por la ventana de la sala, entraba la luz del sol. La luz le arrancó a la pecera vivos reflejos”.30 El destello funciona como fuerza antagónica y enigmática que enajena, hipnotiza y abduce algo más que el intelecto: “Las sirenas [grabadas en los vidrios] parecían flotar, con sus largos y ondulantes cabellos, en el aire disuelto en la luz de la sala […]. Mi padre no me oyó, estaba ya con su alma entre las sirenas, el cenicero en una mano”.31 El cruce de intensidades entre las líneas de articulación forman nodos y grupos a partir de imágenes afines. Debido a que estos conjuntos (mesetas) aportan estabilidad al rizoma, es posible proponer una poética y afirmar al elemento lumínico —el nodo fosforescente en el grafo— como el tropo con mayor recurrencia, ya que conecta entre sí todos los estratos. Las fuentes que irradian luz generan un juego de claroscuros con distintas implicaciones; la somnolencia de los pobladores, su aletargamiento y su ser taciturno se lo deben 28 “Las hojas de los árboles caídas en el suelo sonaban con nuestros pasos. Eran grandes y triangulares, como el sexo de la mujer, pero oscuramente doradas” (“La acequia”. Los viernes de Lautaro. p. 35). 29 Gardea, Jesús, Los viernes de Lautaro. p. 9.. 30 Ibídem. p. 71. 31 Ibídem. p. 72 y 76. Aquí también incluimos “La loca Maravillas”, donde Cardona expone el padecimiento de la loca: “Mansamente le fue entrando el mal, como el polvo a una casa”. Tras la maldición pronunciada por ella, el narrador relata su huida: “Afuera me pareció todo como un cementerio abandonado. Algunas cruces ardían en las esquinas. Topé con almas que me saludaron. Corría, despellejándome en la piedra del sol” (Difícil de atrapar. p. 39 y 42).
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a un haz que los traspasa ante la curiosidad lectora; el sol, como telón de fondo o actante, avasalla con su calor vital que, paradójicamente, aniquila y carcome a cualquiera bajo sus rayos. Vale la pena detenerse, por último, en la filosofía en torno al concepto de aquello que refulge en cada cuento. Mapas de luz: cuerpo y movimiento32 Hasta el siglo xviii, la conceptualización de la luz en el ámbito occidental se ceñía por un vasto conjunto de dualismos binarios alrededor de imágenes de luz/ oscuridad, cielo/infierno, bien/mal, Dios/Satanás. Propiedad redentora, pura y reveladora del Espíritu Santo, esta luz se opone a la oscuridad del caos y al reino del infierno. Las parábolas bíblicas le dieron a la tensión simbólica una cualidad atemporal y universal, definiendo un sendero moral de luminiscencia y salvación o, en su defecto, de opacidad y pecado. Sin embargo, los estudios newtonianos sobre óptica se fueron apropiando del concepto en pos de una nueva función simbólica, incluso histórica. El Siglo de las Luces despojó la iluminación de la esfera espiritual para asentarla en la racional; la corriente ilustrada acopló el albor de la lógica en una potente metáfora de orden visual. Luz, visión y razón, en clara sinonimia, concibieron al entendimiento como un concepto universal que irradia desde el intelecto y se ejerce a través de la práctica científica. La teoría fenomenológica de inicios del siglo xx perpetúa, quizá sin saberlo, el sitio de la luz al lado del espíritu y hace de la conciencia un rayo luminoso (no interno, sino similar al de una lámpara eléctrica) que saca cosas de la oscuridad de lo desconocido.33 Henri Bergson, en cambio, niega que sea necesario colocar la materia dentro de la mente para convertirla en idea pura. En su propuesta, conocida como 32 Esta última sección, en especial los tres primeros párrafos, siguen de cerca el excelente trabajo de Dickon Hinchliffe (1998). 33 Si los objetos fueran colecciones de ideas que existen solo en la mente, la apariencia visual sería un signo que desencadenaría la idea de forma, mientras que la vista, sería el proceso cognitivo que generara la percepción.
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movimiento-imagen, la identidad de estos elementos se deriva de la de materia y luz: la imagen es movimiento; la materia, luz. Por tanto, afirma el filósofo francés: “puede decirse que el detalle de la percepción se ajusta exactamente al de los nervios denominados sensitivos, pero que la percepción, en su conjunto, tiene su verdadera razón de ser en la tendencia del cuerpo a moverse”.34 Si las imágenes no se le aparecen a nadie, es decir, a una mirada, esto se debe a que la luz aún no se refleja ni se detiene. Desde esta perspectiva, las cosas son luminosas por sí mismas, sin ninguna conciencia que las ilumine. Gardea, en sintonía con Bergson, elimina la luz de las estructuras de control cristiano y científico; también se resiste a reducir la luz al intelecto como fuente absoluta de la mente o principio de revelación. En cambio, la luz en los espacios de los cuentos aparece como un fenómeno complejo y único, vital para la percepción, pero no como metáfora de la misma. La conciencia y el campo preceptor se forman alrededor de imágenes lumínicas en movimiento que se producen por la interacción de partículas de materia, incluido el polvo, y cualquier cuerpo que emita luz. En síntesis, hemos leído los cuentos completos del chihuahuense como un todo orgánico, bajo un principio de construcción develado por el libro-rizoma-caos, herramienta útil para inferir ejes temáticos (climático, sensorial, erótico y sobrenatural), modelar relaciones, dibujar redes y comprender la complejidad de una narrativa que sigue arrojando pistas para transitar entre sus páginas. La poética de la luz considera las distintas formas que los relatos resignifican conceptos, agilizan o dan un giro a la trama y matizan a los personajes a través del elemento lumínico que los circunda y deslumbra al ojo lector. Bibliografía Aristóteles. Poética. Ed. Valentín García Yedra. Gredos, 1974. 34 Bergson, Henri. Memoria y vida. p. 79. Véase también el apartado sobre la “Psicología de la memoria” (p. 58-67), en particular los apuntes sobre el “Movimiento hacia la imagen”. Fotografía: Tania Anchondo
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Aristóteles. Retórica. Ed. Valentín García Yedra. Gredos, 1974. Bergson, Henri. Memoria y vida. Ed. Gilles Deleuze. Alianza, 1977. Borges, Jorge Luis. Otras inquisiciones. Emecé, 1983. Deleuze, Gilles y Félix Guattari. Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia. Pre-textos, 2004. Domínguez Michael, Christopher. Antología de la narrativa mexicana del siglo XX II. México: Fondo de Cultura Económica, 1996. Eco, Umberto. “La línea y el laberinto: las estructuras del pensamiento latino.” Revista Vuelta No. 9, 1987, pp. 18-27. Espinasa, José María. “El camino editorial de Jesús Gardea.” Tierra Adentro No. 159, 2009, pp. 4-8. Gardea, Jesús. Los viernes de Lautaro. México: Siglo xxi, 1979. —. Septiembre y los otros días. México: Joaquín Mortiz, 1980. —. Canciones para una sola cuerda. México: uaem, 1982. —. De alba sombría. México: Ediciones del Norte, 1985. —. “Novela e historia: Femando del Paso, Jesús Gardea y Jorge Aguilar Mora.” Proceso, 9 feb. 1985, https:// www.proceso.com.mx/140508/novela-e-historia-fernando-del-paso-jesus-gardea-y-jorge-aguilar-mora. Consultado 5 jun. 2019. —. Las luces del mundo. México: Universidad Veracruzana, 1986. —. Difícil de atrapar. México: Planeta, 1995. —. Donde el gimnasta. México: Aldus, 1999. Hinchliffe, Dickon. Histories of Luminous Motion: The Space, Language and Light of Jesus Gardea’s Placeres. Tesis de doctorado. Kings College, 1998. Nietzsche, Friedrich. Lecturas de historia de la filosofía. Universidad de Cantabria, 1996. Ortega y Gasset, José. “Las dos grandes metáforas.” El Espectador No. 4, 1928, 157-89. Payán Fierro, Humberto. “Una visita no guiada a la ciudad de Placeres.” Chihuahua literaria. Ciudad y literatura: una cartografía literaria en la narrativa chihuahuense, ed. Humberto Payán Fierro México:
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LAS ESTRATEGIAS AFORÍSTICAS DE JESÚS GARDEA
ús Gardea firmando un libro en Ciudad Juárez, en noviembre de 1999 tografía: José Manuel García García
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José Manuel García García
¿Aforismos o lexías? ¿Cuál es la diferencia entre una frase memorable y un aforismo? La primera es una sentencia que nos parece interesante, puede ser una cita de un verso (no necesariamente una estrofa completa), una canción, un anuncio comercial que se queda en nuestra memoria, un subrayado en una narración, etc. No tiene una distinción de género, es una cita, una lexía.1 Un aforismo es un formato breve, en prosa o verso, con economía de palabras seleccionadas para un impacto preciso. Puede estar en un libro dedicado exclusivamente a los aforismos, o puede ser una colección de sentencias integradas en una narración, en una estrofa, en un diálogo. El aforismo tiene la calidad del ensayo, pues plantea meditación, opinión, reflexión, y puede tener a sí mismo, la calidad del poema, pues contiene emotividad, sugerencia y alusión y cierto ritmo en la selección y acomodo justo de palabras. El aforismo está entre la ética y la estética, siempre es un corrector de percepciones. Un aforismo es sobre todo (si no, no vale la pena) un momento epifánico (gran emoción por un súbito descubrimiento) o un momento agnitivo, es decir, paradójico, cuando una frase-idea contradice el pensamiento-cliché al dar una opinión inesperada.2 Lo epifánico está relacionado con lo estético, lo agnitivo con la filosofía y la ética. El aforismo es, como anotan los teóricos de este género, un “híbrido”, un “género fronterizo”.3 Para al1 cfr. Roland Barthes. 2 cfr. Umberto Eco. On literature, 2002. 3 cfr. José Ramón González. Pensar por lo breve. Aforística española de entre siglos. Antología. 1980-2012, 2013; Hiram Barrios. Antología del aforismo mexicano. 1864-2014, 2014 * New Mexico State University
gunos, es parte de la literatura de ficción, para otros, es escritura factual. Puede ser creada a partir de un contexto ficcional (una novela o una obra de teatro donde los personajes digan frases aforísticas, como es el caso constante en la obra de Oscar Wilde), o puede ser un libro anotado por un escritor moralista o un filósofo (como son los casos de François de La Rochefoucauld o de Friedrich Nietzsche). El aforismo, siguiendo con la idea de que es de naturaleza protéica, puede ser en todo caso, un híbrido factoficcional, un texto autobiográfico y al mismo tiempo autoficional (simulacro de identidad o identidad creada a partir de una narración). Esta naturaleza orgánica del aforismo lo hace popular en las redes sociales y entre los seguidores de un determinado autor, así, al morir Carlos Monsiváis hubo varios libros de aforismos a la manera Monsiváis.4 Ya he mencionado el caso clásico de Oscar Wilde, que nunca llegó a escribir un libro de aforismos y es ahora el representante por excelencia del aforismo inglés junto con Shakespeare.5 En muchas antologías, sin embargo, no hay un rigor de selección, así, surgen antologías que incluyen frases truncas, humoradas, anécdotas, símiles simples, referencias sin contexto, etc. El antólogo de aforismos, tiene que conocer el género aforístico y debe tener cierto gusto y claridad temática para una buena selección. Hace tiempo intenté, por mi parte, una breve an4 cfr. Aforismos de Carlos Monsiváis. Autoayúdate que Dios te autoayudará, antología de Francisco León; y México y modernización en miniatura: aforismos y sentencias de Carlos Monsiváis, de Linda Egan. Esta última investigadora se pregunta si su antología consta de aforismos de frases memorables. 5 cfr. The Fireworks of Oscar Wilde, antología de Owen Dudley Edwards de casi 300 páginas de ‘agudezas’ literarias
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tología de frases aforísticas de Jesús Gardea, entendiendo que Gardea es sobre todo un maestro en la técnica neobarroca abreviada. No ignoro la contradicción en que Gardea se debatía: crear una abigarrada narración de impresiones sinestésicas (sin importar el personaje) y al mismo tiempo, utilizar la palabra precisa en cada frase, una y otra vez trabajada. En las novelas se pueden aislar fácilmente las series de historias “intercaladas” (que contienen en sí unidad de principio, desarrollo y desenlace) y que se pueden leer con autonomía contextual.6 Aforismos poéticos en dos novelas de Gardea Gardea incluye aquí y allá, frases sentenciosas que son verdaderos aforismos poéticos. Son micro textos que aparecen estratégicamente insertos a lo largo de la prosa gardeana para subrayar una imagen o una descripción efectista, nuclear, clave. En este sentido, tienen cierto parecido con el microrrelato intercalado (sin priorizar la narrativa). Son así, argumentos entre filosóficos y poéticos. Estas joyas sentenciosas surgen con brillo propio en medio de las iteraciones retóricas neobarrocas que le dan uniformidad estilística a la narrativa de Gardea. Por ejemplo, en dos de las noveletas de Gardea encontré los siguientes aforismos. En La canción de las mulas muertas: •
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Era como un evangelista, que olvidándose del corazón del hombre, buscaba mejor el de las cosas. (33) Yo salvé la apariencia, no lo de adentro. Los escupitajos de ponzoña son cargas de piedra y te hunden. (77) Las cosas duran más que sus dueños. Pero a uno se le va la vida reventando a los otros por tenerlas. Y para qué. (85)
Son frases que tienen significados autónomos, pero pueden leerse en su contexto y cumplir así una fun6 cfr. La obra de Jesús Gardea, hacia una mereología estética. 2017, donde doy ejemplos de este tipo de micro narrativas.
ción ya sea de información complementaria o de comentario irónico de su contexto narrativo, etc. Analicemos cada cita, primero como lexías integradas a su contexto de significación, luego como micro unidades independientes. Fragmentos que en un segundo momento se convierten en unidades de significado autónomo profundo. La primera frase la dice el narrador y se refiere a la preferencia de Góngora (uno de los principales personajes de la novela) por tomar brandy para sentirse mejor. La segunda frase es de Gil, el ayudante de Vargas, que relata cómo pudo sobrevivir ante el escarnio de pueblo. La tercera frase es una meditación de Góngora que ganó en una apuesta la fábrica de Vargas pero siguió sintiéndose como un perdedor. Si las desprendemos de su contexto (que es la intención de este ensayo) tendremos que el primer aforismo se basa en un símil que se logra mediante el contraste esencia/presencia, la voz aforística elige lo tangible para relacionarse con el mundo que lo rodea (símil complejo). El segundo aforismo alude también a una resilencia no espiritual sino de actitud corporal ante los demás, los enemigos que no deben verlo derrotado (aunque en esencia lo esté). El tercer aforismo también se refiere a los objetos en sí, a las cosas que nos rodean, su durabilidad comparada con la fugacidad de la vida nuestra. Así, los tres aforismos citados se basan en la estrategia del contraste para darnos tres visiones paradójicas complementarias: elegir los objetos a las esencias, elegir la actitud corporal a la fortaleza moral, nos lleva a pretender ser parte de la durabilidad de lo externo, lo que “nos rodea” (objetos, piel, cuerpo, si pensamos en el “alma” como esencia mística) y el aforista se pregunta qué sentido tiene esa elección. Tal vez sea un deseo mimético de anhelar ser extensión de lo perdurable material. (Uso aquí la noción de paradoja como una perspectiva no prevista, o ruptura de clichés, ese algo que estaba allí y no fue entendido o pasó desapercibido y que ahora el aforista nos lo muestra con sus palabras precisas). Desde el punto de vista filosófico, esos aforismos aluden a la
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fugacidad de la vida, a una cierta angustia existencial, y una manera de vivir. En El árbol cuando se apague: •
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La tonta legión de los vanidosos, muñones las aletas, chapoteando en el lodo de una gloria caduca. (42) yo lo espero aquí mañana por la tarde; cuando los árboles se hayan apagado. (69) Ya no había más tarde en el cielo, ni en el aire, ni en los árboles. La luz se había apagado en el mundo y en las hojas todas: como en una lámpara redonda. (84).
La primera frase es del personaje femenino llamado Constantina que menosprecia a los artistas y artesanos que trabajan para ella. La segunda frase se refiere a una cita que hace Constantina con el personaje Tirso que debe llegar al fin del crepúsculo. En la tercera, el narrador describe la llegada de la noche. Elegí esta frase para referirme al uso del símil complejo que en Gardea se convierte en una constante oportunidad poética. Vistos estos tres aforismos como unidades semánticas, unidades retóricas, tenemos que la primera se basa en la descripción, el uso de adjetivos que fijan una idea ética: los vanidosos (alusión a todo artista presumido) son condenados por el aforista a ser como peces sin aletas en el lodo de la frivolidad. Es una especie de infierno que nos recuerda a las figuras de Pieter Bruguel. Por contraste, el segundo aforismo se basa en una hermosa metáfora: el árbol cuando se apague, que significa el momento en que el árbol deja reflejar los destellos del sol. No importa a quién se espera sino el hecho de describir poéticamente la llegada de la noche. En el tercer aforismo poético la descripción pasa a ser enumeración en modo negativo (no / ni / ni) para construir una descripción simple ayudada por un símil: como una lámpara oscura. La percepción de inicio de la noche como un movimiento negativo. He citado estas dos noveletas porque abundan en frases aforísticas; ahora tomaré varios ejemplos de afo-
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rismos intercalados en varios de los cuentos de nuestro autor, en esas frases aforísticas Gardea ejercita su alta calidad prosística como veremos. Aforismos poéticos en varios cuentos breves de Jesús Gardea En el cuento “Hombre solo” (Los viernes de Lautaro, 1986): •
los años le han enseñado que en el mundo existen cosas que llegan a su destino sólo dando mucho rodeo. (20)
Esta frase la dice el narrador y se refiere a Juan Zamudio, un hombre que sueña tener una compañera y que esa noche, tal vez, venga una a visitarlo. Si leemos la frase como un aforismo autónomo, tenemos que es una reflexión poética de la vida, es una esperanza de que lo anhelado, alguna vez, llegará a la manera de un encuentro predestinado. En el cuento “Los viernes de Lautaro” (Los viernes de Lautaro): •
se vacía para que los recuerdos, que empuja el viento, lo colmen. (24)
El narrador habla de Lautaro Labrisa, de cómo después de pensar en su vida cotidiana en medio del desierto, y de añorar a su mujer, ahora muerta, trata de olvidarla y “vaciarse” de esas imágenes y dejar que el viento le traiga otros recuerdos. Leído como un aforismo desprendido de su contexto, puede interpretarse como una puesta en escena de un momento en que un personaje busca apartarse de una imagen obsesiva y deja que la soledad del llano (el viento) le devuelva otras memorias. Puede interpretarse como un momento estético, una experiencia de transición emotiva intensa. En el cuento “Nazaria” (Los viernes de Lautaro): •
Amar a Nazaria —decía el alcalde—, sería
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El narrador-personaje cuenta sobre los últimos días de Ocaranza, éste es un hombre obeso que ha sido el tirano de su familia. Este ‘secreto’ todo el pueblo lo sabe, de allí la intención irónica de la frase. No hay secretos, por eso hay que inventarlos. Como unidad autónoma, este aforismo apunta a una inversión de la percepción común (es decir, es una paradoja). La idea cliché es que todo es un secreto y que por ello hay que inventar o imaginar las vidas ajenas; el aforista nos dice que por ser la vida de todos tan transparente, hay que inventar lo secreto, es decir, lo que no existe. Aunque el fin es el mismo: inventar secretos. En el cuento “Las primaveras” (Los viernes de Lautaro): / Retratos imaginarios V Iván Gardea
como quitarse las penas de estar aquí, una a una. (26) El contexto de esta frase: Nazaria es una joven con retraso mental, pero es una hermosa mujer, deseada por los hombres de ese pequeño pueblo. Sólo el padre (y su dinero) la protege del alcalde. Éste en la última parte del cuento, parece lograr su propósito de quedarse con la joven. Leído como una frase aforística sin referentes contextuales, Nazaria representa la felicidad, una posible respuesta emocional contra la gravedad de la vida. Nazaria puede ser la metáfora de la belleza o la sensualidad, o la simple compañía que anhela el personaje. En el cuento “Como el mundo” (Los viernes de Lautaro): •
En lugarcitos como éste en que vivimos, la vida entera de todos se encuentra a flor de tierra. Aquí inventamos, por eso, los secretos. (46)
Oigo no su respiración sino el fino intercambio de su espíritu con todas las cosas que andan por el aire. (60) • Casi oigo crepitar el sol en el cielo, tan grande es el silencio que nos rodea. (62) El primer aforismo se refiere a las sensaciones que experimenta un comprador de muebles viejos que llega a la casa de una mujer. Ella representa la belleza de una mujer madura, solitaria, su actitud es de extrema tranquilidad. Después de un rato, la mujer se duerme y el comprador siente la carga del ambiente en su absoluto silencio, y esa es la referencia del segundo aforismo citado. Leídos sin ese contexto, el primera aforismo poético es un momento epifánico, darse cuenta cómo la tranquilidad de una persona en una casona vieja es una experiencia estéticamente mística. El segundo aforismo se refiere también al silencio que es tan grande que puede escucharse ‘crepitar’ el sol. En este caso, la voz aforística se vale de la hipérbole. Ambos textos indican momentos de contemplación profunda. En el cuento “Último otoño” (Los viernes de Lautaro): •
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Es un mediodía triste, que fácilmente evoca
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la vida en el mundo; la vida de cada uno de nosotros. (64) El narrador-personaje está en la casa de su prima a la que ha matado y a través de la narración juega con la idea de que nada ha ocurrido, que no hubo crimen. Por eso está en un estado melancólico. Como unidad semántica, el aforista (su voz) proyecta sus emociones al mediodía y hace crecer en forma excéntrica la tristeza (como las ondas provocadas en un estanque de agua): el yo, el mediodía, el mundo y al final, cada uno de nosotros. En el cuento “Las puertas del bosque” (Los viernes de Lautaro):
mer aforismo describe aristotélicamente las formas: el vacío es una forma, un mar (o la piel de las cosas) más extenso que la propia suma de los océanos. El segundo aforismo es la metáfora del viajero inmóvil, el que al ver una foto se adentra estética y vitalmente en ella. El tercer aforismo habla también de una experiencia estética: penetrar, adentrarse a la ficción (la imagen en una foto, por ejemplo) es más vital que vivir la realidad real. Habla de integrarse a esa segunda naturaleza que no es la realidad ni la fantasía sino la ficción (la representación creada). En el cuento “En la caliente boca de la noche” (Los viernes de Lautaro): •
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Grandeza física en el planeta, el mar, nada más; fuera del planeta, el otro mar, el del aire que nos rodea. (69) No me va a decir usted qué es lo que debo tener en cuenta; de esas fotos sé bastante más que usted. Yo vivo en esos bosques. Los he andado, sin ausentarme nunca de aquí. (71) La luz que hay en mi ficción, es el aire que mantiene viva mi esperanza; sin ella, desespero. (71)
El primer aforismo es una respuesta que le da un personaje a otro. Éste último argumenta que el mar es lo más grande del mundo, y el otro opina que es el aire, ese ‘otro mar’ más grande que el mismo mar. El que escucha tal frase llora entristecido. Así se finca la amistad de esos dos personajes solitarios, asiduos visitantes de bibliotecas. El segundo aforismo es una frase del personaje que ama revistas como National Geographic donde hay fotografías de bosques, en los que se “adentra” imaginariamente en ellos, así los ha ‘andado’. El tercer aforismo también le pertenece a este personaje. Sabe que ver las fotos es sólo alimento para la ficción, pero sin esa ficción moriría, y eso es lo que ocurre al final de relato: al visitar los bosques verdaderos, al personaje no le queda más que el suicidio. Veámoslos ahora como unidades semánticas: el pri-
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A mi amigo no lo conozco en persona, sino sólo por la voz. Es una voz que nunca me ha gustado. Suena a noche perpetua. Tanto, que cuando hablamos procuro instintivamente meterme con todo y teléfono en algún rayo de sol. (74)
Es un aforismo descriptivo, habla de la voz de un personaje extraño y del terror que siente el que lo escucha. Efectivamente, el personaje de la voz que recuerda a la “noche perpetua” (la muerte), le prepara una trampa al narrador que muere acosado por avispas. El aforismo (su unidad literaria) se basa en una descripción emocional, el aforista abandona la metáfora para utilizar la metonimia o mejor, la sinécdoque (la parte por el todo), la voz es el amigo (imaginado), es una “noche perpetua” (aquí vuelve al uso de la metáfora) que lo hace pensar en huir hacia “algún rayo de luz”. Es un aforismo donde domina la idea del contraste: oscuridad/luz, es decir, muerte/vida. En el cuento “Gemelos” (Los viernes de Lautaro) •
No puede reprimir el miedo, la sensación de vértigo que le acomete en pleno estómago: se halla sentado al borde de un pozo sin fondo, con las piernas flotando encima de un remolino negro. (79)
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Es el miedo a los ruidos que escucha el personaje llamado Malaquías. El hermano gemelo le dice que esos ruidos son de ratas. Ambos han vivido siempre en un orfanatorio donde los tratan muy mal. Es un aforismo estético, ocurre la descripción de las sensaciones que tiene un personaje a través del prisma del miedo. El miedo es definido mediante metáforas descriptivas: permanecer al borde de un pozo, flotar sobre un remolino, etc. En el cuento “Soliloquio del amargo” (Los viernes de Lautaro): •
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Uno se hiere al tratar de jugar con el amor. Uno arde entonces en su fuego mezquino sin haber desplegado jamás las alas. (100) Cuántos hombres, me pregunto, no están condenados, como yo, a mirar las peladumbres del cielo de sus cuartos cuando abren los ojos: pura desolación que lo enjuta a uno. (100) Ella es un guante de veinte dedos, tirado en la arena, con el cual acabo de masturbarme. Y yo encuentro, alrededor de su cuerpo apetecible, la fruta y los animales del paraíso, pudriéndose ya. (101) El amanecer debería ser un fenómeno total: debería amanecer también en nosotros, para que no nos perdiésemos -como nos perdemos- en noches tan largas. (101) Son como las nueve. La calle me da la impresión de siempre, un lugar envejecido prematuramente, en el que las esperanzas ya no cuentan, ya no viven. (102)
El personaje principal (el amargo o amargado) piensa en torno a su vida: el amor como falsas alas de la felicidad, la soledad simbolizada en ‘las peladumbres’ de las paredes y el techo, la esposa como un instrumento sexual, la naturaleza externa ajena al reloj biológico interno, y la absoluta soledad personal proyectada en las calles vecinas. Todo es así una reflexión sobre la soledad y la desesperanza. En materia
de aforismos, “El soliloquio del amargo” es un cuento que contiene frases aforísticas bien logradas, como suele ocurrir en las narraciones en primera persona. El primer aforismo (visto sin su contexto narrativo) es una valoración negativa del sentimiento del amor. Este es un ‘fuego mezquino que quema a quién se atreve a acercarse a él. La intertextualidad puede ser el de un Ícaro cuyo sol es el amor. El segundo aforismo poético es descriptivo. La soledad es representada mediante una imagen: el hombre (todos los hombres) que al despertar contempla su soledad extendida (reflejada) en las paredes viejas de su viejo cuarto. El tercer aforismo también tiene un carácter descriptivo: la soledad extrema es contemplar a la mujer con la que el protagonista (de esa imagen aforística) acaba de hacer el amor y siente que después del placer todo entra en un estado de descomposición. Es un paraíso caduco, las ruinas de lo que fue el imperio de lo erótico. El siguiente aforismo es una epifanía: saber que los ciclos de la naturaleza no coinciden con los ciclos de nuestros estados emocionales y nos quedamos en un estado nocturno cuando la vida sigue su curso en lo diurno, en la vida cotidiana que nos rebasa. El último aforismo tiene también una emoción estética: la transferencia de la desesperanza a las calles, a la noche abierta. En el cuento “Del otro lado” (Los viernes de Lautaro): •
Si uno es de la idea de que vivir es como estar metido en los espejos olvidados de una casa que no es la nuestra. (106)
Es otro personaje solitario que piensa en las pequeñas escaramuzas cotidianas entre él y su pareja. Sus pequeños pleitos se suspenden una noche al escuchar los ruidos (sexuales) de los vecinos de al lado. Entienden que los vecinos son como copias o reproducciones que viven mejor o tal vez peor que ellos. Aforismo de tema existencialista. Vivir encerrado y en un lugar ajeno (o “no lugar” pues poéticamente afirma la idea de estar residiendo en un espejo). El
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aforismo está planteado desde una posibilidad o si se quiere, desde el punto de vista de un argumento al emplearse la partícula “Si”: “si uno es de la idea…”. Que es como iniciar una polémica. En el cuento “Arriba del agua” (De alba sombría): •
Dicen que en el llano andan almas resucitadas de animales. Que llevan en orden sus huesos pisando firmes la tierra. Tantos años sin agua dan para todo. (311)
Es una referencia que hace el narrador al ambiente de verano y soledad del pueblo. Esta frase puede ser una obvia referencia intertextual a la narrativa rulfiana. Es un ejercicio visual (digámoslo así), una descripción fantástica de seres míticos (“almas”), esqueletos errantes de animales que representan la gran soledad del lugar. En el cuento “El cuarto” (Donde el gimnasta) •
•
Cerró la boca el hombre, los labios apretados. Había atrapado entre los dientes la cola de su propio silencio. Como si no quisiera soltarla nunca. (21) Me miraba sin verme el hombre. El vacío mirar ajeno me ponía lejos del mundo. (21)
Ambos aforismos poéticos los dice el narrador-personaje cuando describe la pelea física que hay entre él y un hombre del cual sólo sabemos que es silencioso y usa su boca, su aliento, su saliva, para atacar al protagonista. Ambos están encerrados kafkianamente en un cuarto del que no deben salir. El primer aforismo que se basa en la descripción y la literalización simulada (antropomorfización), esto es, imaginar que literalmente el silencio es un animal que se puede atrapar con la boca. El segundo aforismo es otra descripción narrativa. Habla de un ciclo, de una sola acción circular: miro que me miran (sin realmente verme), esto produce en mí un efecto
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(imitación involuntaria) similar: quedarse también mirando sin ver, abstraído. En el cuento “Las tardes” (Donde el gimnasta): •
El vacío que los otros dejan al irse, pronto se llena de un fino polvo helado que huele a vastas, inacabables soledades.
Es la descripción que hace el personaje-narrador del ambiente de una iglesia o de un lugar donde se ensaya canto. Este personaje acompaña a otro, y ambos, cada tarde, esperan a que llegue una joven que alguna vez vieron cantar en un coro. Otro aforismo poético basado en la descripción y la literalización simulada: el vacío, la ausencia (o el recuerdo) que queda de los demás al dejar un lugar, se convierte literalmente en "fino polvo helado" que además tiene un olor a “vastas soledades”. Ese vacío, de alguna forma se corporiza para dejarnos un brillo de lo ausente, un signo de la soledad vasta.
Aforismos poéticos Canción para una sola cuerda Ahora doy un par de ejemplos de la aforística poética de Gardea en uno de sus libros iniciales: Canción para una sola cuerda. Se trata de un libro breve que integra micro-poemas de tema erótico (la repetición idealizada del acto sexual), ya he estudiado esta obra desde la perspectiva de la micro-ficción,7 por ello, solo cito aquí un par de textos que vienen al caso con el tema de este ensayo. • •
Tigre / que busca / ocios de / herbívoro / no es / tigre // es agua. (40) Partido / en dos // el sol / es una / rama. // Partido / en tres // el sol / es casa / de viejos. (50)
Contexto: el primer poema se refiere a la imagen repetida en otros versos: el tigre, que representa la pasión (sea sexual, sea artística). El segundo poema es 7 cfr. La obra de Jesús Gardea. Hacia una mereología estética.
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una referencia al sol, su energía, que también evoca la sexualidad y la creatividad en varios de los versos integrados en este libro. Vistos no como estrofas, sino como aforismos poéticos independientes, tenemos que ambos se basan en una referencia a la definición negativa: el tigre no lo es si no come carne, el sol pierde su vitalidad si se divide. También se basan ambos textos en la descripción depurada y difuminada: la imagen poderosa del tigre que se disuelve en agua, el calor también poderoso del sol que se debilita al dividirse. Breve conclusión Hemos visto en los tres géneros trabajados por Jesús Gardea ejemplos de su meticulosidad frasística, su precisión en el reacomodo de palabras en una frase que apuntan a una estética aforística obvia. Sus aforismos tienen la calidad poética, iniciada tal vez con Canción para una sola cuerda y continuada en su prosa neobarroca-poética de sus últimas novelas en que los personajes desaparecen para quedar en primer plano las acciones metonímicas, enfocadas en el detalle, en la acción sinecdótica. Fracasa todo esfuerzo por leer a Gardea (al menos en sus novelas) como un anecdotario. La anécdota tampoco le interesará al último Gardea, sólo la transparencia de la palabra, las frases construidas para describir la minucia, el detalle, de la flor, el pétalo, del tigre sus rayas, del sol sus efectos en las gotas del rostro, en el prisma de colores y sus efectos emocionales en los diversos personajes. Así hay que leer, en ese contexto, sus aforismos poéticos (esas frases planeadas para condensar la estética de un relato). Los aforismos se convierten en lexías nucleares, ejemplos de un estilo abigarrado y a la vez puntual, preciso. Textos híbridos, mezcla de estética y de saber vivir (filosofía, ética). Los aforismos que he citado pueden verse con ambas perspectivas: por un lado, un deseo de presentar lo hermoso e imprescindible de la vida (estado epifánico), y por otro, un deseo de declarar un estado de vida sencilla y justa, los personajes no buscan la felicidad solamente, buscan
del dolor y la soledad sus aristas, esas que apuntan a un cielo donde debe estar un punto en fuga (un estado agnitivo). Gardea en sus aforismos une estética y filosofía ética. Así, también hay que leerlo. Bibliografía Gardea, Jesús. Canciones para una sola cuerda. México: Universidad Autónoma del Estado de México, 1982. —. Reunión de cuentos. México: Fondo de Cultura Económica, 1999. Cuentarios consultados: Los viernes de Lautaro y De alba sombría. —. Donde el gimnasta. México: Editorial Aldus, 1999. García, José Manuel. La obra de Jesús Gardea. Hacia una mereología estética. Las Cruces, NM: EÑE Coediciones, Meridiano 107 Editores, revista Arenas Blancas, nmsu, 2017.
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Ivรกn Gardea
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LACANCIÓNDELASMULAS MUERTAS
E
n La canción de las mulas muertas1, se narra el enfrentamiento de dos propietarios Fausto Vargas y Leónidas Góngora, por la supremacía comercial de un pueblo (Placeres) perdido en una inmensidad inhóspita y tórrida. El primero, dueño desde siempre de una rústica fábrica de refrescos; el segundo, advenedizo y reciente propietario de la cantina del lugar. Tras la aparente lucha de posesiones, se vislumbra la batalla de los dos antihéroes que engañados por las mutuas pertenencias, disfrazan los verdaderos propósitos. Góngora, próspero e influyente; Vargas, olvidado y ofendido, habrán de liarse en una batalla de gestos, intimidaciones, vigilancias y tanteos, que oculta una violencia que nunca llega a explotar. La violencia física quedará a cargo de los criados de los contrincantes: Gil y Ramos. Tarea que cumplirán a ultranza, fiel y responsablemente. 1 Gardea, Jesús. La canción de las mulas muertas. México: Oasis, 1981.
Fausto Vargas, fustigado por el éxito y lujo de la cantina de Góngora, lo hace culpable de la marginación de que se siente objeto por parte de sus antiguos amigos y clientes. También, inicia un hostigamiento obstinado y silencioso que los conducirá al enfrentamiento final. Por su parte Leónidas Góngora, luego de encallar su exilio en Placeres, víctima del remordimiento que le produce el saberse causa de la destrucción de la vida de un hombre, responde a la hostilidad de Vargas utilizando las armas y la estrategia de éste. Los acontecimientos empujan a la finiquitación del problema mediante un juego de dominó en el que todo se apuesta. En la cantina de Leónidas Góngora, la tarde “siguiente al día más caluroso de aquel verano en Placeres”, ocurre el enfrentamiento. Pierde Vargas. Lo anterior se cuenta en el primer capítulo del libro. El resto, los cinco faltantes, son el relato de las consecuencias de este hecho capital. La mitad del li-
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LUIS ARTURO RAMOS
bro, 53 páginas de 107 que tiene, resulta la narración del deterioro, de la soledad, de la pulverización de objetos y personas. Despojado de la fábrica de refrescos, Fausto Vargas vegeta lo que le queda de existencia. Leónidas Góngora, remordido por la convicción de haber terminado con otra vida, abandona Placeres en pos del primer hombre que destruyó y que le obligó a exiliarse en el pueblo. Gil y Ramos, criados de los que se enfrentan, dirimen lo que les corresponde la lucha y mueren. Siete años después de los hechos, en la vacía estación de trenes de Placeres, Carmelo, antiguo empleado de Fausto Vargas, único desertor de la pelea, relata a un recién llegado lo que queda por contar de la historia. La estructura del relato, el tono y el ritmo, el uso de los tiempos y los puntos de vista narrativos, acercan a La canción de las mulas muertas a un género poco trabajado en nuestro país, si bien en la literatura norteame-
ricana existen abundantes ejemplos de este particular tratamiento de una historia en los escritores sureños (McCullers, Faulkner, O’Connors). El mundo interior del ser humano transmitido mediante la descripción de gestos y movimientos; la reacción de un medio ambiente atosigante y opresivo que habrá de condicionar ciertas conductas y actitudes; el tono de saga, de epopeya, con que se cuenta una lucha mercantil que poco tiene de heroica pero donde el orgullo, la lealtad, la ambición y el honor, harán su aparición, contribuyen a hacer de esta noveleta, uno de los mejores logros de la literatura nacional. Todo esto vuelve al libro que nos ocupa una especie de western sublimizado y transplantado a nuestro país, con personajes reflexivos y solitarios, profundamente convencidos de una moral y con un alto sentido del honor. La canción de las mulas muertas nos hace presenciar la lucha del hombre con el hombre, minimizada de
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propósito tras la aparente confrontación de las propiedades. Protagonista y antagonista, harán emerger las pasiones más humanas (dejando a un lado, quizás muy intencionadamente, la lascivia) motivando y condicionando acciones y pensamientos que los concitarán a adoptar posturas extremas. Como en otros libros de Gardea, la presencia del paisaje es determinante. Este habrá de definirse y sistematizarse por la luz y el calor; la resequedad y el polvo. Elementos que encarnan en los personajes descritos y que los condicionarán para un actuar y un sentir (“En Placeres, sofocado el infierno —dice Leónidas Góngora—, todos estamos locos”) que, como afirma José Luis González en la contraportada, sólo Rulfo y Revueltas han podido comunicar.
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LOSESPECTROSDE LEÓNIDAS GÓNGORA Y FAUSTO VARGAS
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l realizar la lectura de La canción de las mulas muertas encontramos que la trama se teje en medio del territorio seco y fantasmal de Placeres con base en el ejercicio del poder de los dos patrones sobre sus empleados y entre ellos mismos, como si uno fuera espejo del otro y, por otra parte, también son relevantes las mercancías que ambos producen. Por ello, he considerado realizar una revisión de estos aspectos a través de Espectros de Marx, de Jacques Derrida. Veremos cómo entran en juego los espectros: “la fantasmagoría, igual que el capital, comenzaría con el valor de cambio y la forma de la mercancía. Sólo entonces ‘entra en escena’ el espectro”.1 El paralelismo entre el estudio de Derrida y lo que observamos en La canción de las mulas muertas se establece por medio de la reaparición del espectro. En el caso de Hamlet, se trata del padre. Y en La canción de las mulas muertas este espectro no sólo corresponde a quienes vivieron alguna vez, sino que se extiende a los personajes que protagonizan la historia, como si los que participan en ella fueran reaparecidos o, casi, reencarnaciones en acción. 1 Derrida., Jacques. Espectros de Marx: El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional. p. 179.
[…] el espectro es una incorporación paradójica, el devenir-cuerpo, cierta forma fenoménica y carnal del espíritu. […] Pues son la carne y la fenomenalidad las que dan al espíritu su aparición espectral, aunque desaparecen inmediatamente en la aparición, en la venida misma del (re) aparecido o en el retorno del espectro.2 Veremos que los personajes de Gardea pueden observarse como espectros. Un espectro es siempre un (re)aparecido.3 Esto ocurre en un tiempo descoyuntado, porque el tiempo en La canción de las mulas muertas carece de una conjunción determinada: se halla trastocado y desquiciado. Además, puede establecerse otro paralelismo entre la escritura de Gardea o, más precisamente, entre la conformación de sus argumentos y lo que Derrida denomina efecto visera: Esa Cosa que no es una cosa, esa Cosa invisible entre sus apariciones, tampoco es vista en carne y hueso cuando reaparece. Esa Cosa, sin embargo, nos mira y nos ve no verla incluso cuando está ahí. Una espectral disimetría interrumpe 2 Ibídem. p. 20. 3 Ibídem. p. 25.
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DANIELA TARAZONA
aquí toda especularidad. Desincroniza, nos remite a la anacronía. Llamaremos a esto el efecto visera: no vemos a quien nos mira.4 Porque es cierto que muchas veces, tras leer a Gardea, el lector puede experimentar desconcierto. Algo, una Cosa, se encuentra oculta en muchas de sus páginas. Nos observa desde su fantasmagoría y establece esa espectral disimetría que, en efecto, interrumpe la posibilidad de reflejarnos ahí. Estamos siendo vistos cuando lo leemos y no vemos la Cosa. Gardea establece un juego sostenido de líneas de fuga y entidades, personajes y ambientes que se hallan en una continua disolución y aparición. En la novela se cuenta una historia de rivalidad. Leónidas Góngora llega de fuera a Placeres; dueño del bar del pueblo, establece una relación tensa con Fausto Vargas, propietario de una fábrica de refrescos. La prosperidad de cada negocio depende de las decisiones que tome el otro. Góngora acarrea su pasado y en él hay un alma: […] otras marcas. Las de la mano y el alma de Garza, humeante aún la del alma, a la cual le en4 Ibídem. p. 21.
contró forma de libélula, de caballito del diablo. La pistola dormía respirando el humo. El caballito, de cuando en cuando, aleteaba y despedía flamitas.5 La fantasmagoría de los personajes de Jesús Gardea es una característica presente en La canción…, así como en otras novelas y cuentos. Vale referir las siguientes citas de la novela El agua de las esferas: “Adelantándose, los espíritus anuncian a las narices, el lento venir del jefe. (…) En la valla, las almas matan el tiempo, se imaginan el acero.”6 Y “Le daba la luz en los ojos. Los ojos le brillaban como a un resucitado”.7 O, cuando, en la novela El tornavoz, Vitelo le dice a Isidro: “Me observaba con mucha atención. Tal vez esperaba ver aparecer en torno mío, pegados a mí, a los muertos, a los míos, a los de los otros dos.”.8 O, también, en la nebulosidad presente en La ventana hundida: “(…) sé que no me mira sino borrado y como a una figura bamboleante. Su centrarse aguardo”.9 Por ello, tras la lectura de los capítulos “Inyunciones 5 Gardea, Jesús. La canción de las mulas muertas. p. 80. 6 Gardea, Jesús. El agua de las esferas. p. 22. 7 Ibídem. p. 30. 8 Gardea, Jesús. El tornavoz. p. 28. 9 Gardea, Jesús. La ventana hundida. p. 22.
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/ Retratos sombríos i Iván Gardea
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de Marx” y “Aparición de lo inaparente: el ‘escamoteo’ fenomenológico”, de Espectros de Marx, de Jacques Derrida, he considerado la posibilidad de establecer algunos vínculos con las cualidades espectrales de los personajes en la novela La canción de las mulas muertas. El protagonista es Fausto Vargas, dueño de una fábrica de refrescos, quien tiene una rivalidad con Leónidas Góngora, propietario del bar del pueblo. Vargas envía a sus empleados para que espíen el bar de Góngora, que le pone un ultimátum para que cesen los acechos y, más adelante, externa su deseo de poseer el bar y reta a Góngora a jugárselo en una partida de dominó. En Vargas se gesta el deseo de que Góngora muera para encontrar en ello un alivio físico: “(…) no hay componenda. Fomento sí; cuando Góngora se muera. Trapito embarrado de su muerte. Tú me lo traes. Y yo me lo aplico aquí, en la dolencia”.10 A lo largo de la historia es relevante la mercancía y el valor de uso en la venta de los brandys del bar o los refrescos de la fábrica, o en el deslumbramiento que Vargas experimenta ante una corcholata dorada hasta hacerla su amuleto, a lo que se puede añadir que: La persona se personifica dejándose asediar por el propio efecto de asedio objetivo, por así decirlo, que produce al habitar la cosa. La persona (guardián o poseedor de la cosa) es asediada correspondientemente, constitutivamente, por el asedio que ella produce en la cosa al alojar en ella, como habitantes, a su habla y su voluntad.11 Al inicio de la novela, los vahos de agosto provocan que algunos personajes aparezcan; su condición es espectral: El espectro se convierte más bien en cierta ‘cosa’ difícil de nombrar: ni alma ni cuerpo, y una y otro. Pues son la carne y la fenomenalidad las que dan al espíritu su aparición espectral, aun10 Gardea, Jesús. La canción de las mulas muertas. p. 73. 11 Derrida., Jacques. Espectros de Marx: El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional. p. 177.
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que desaparecen inmediatamente en la aparición, en la venida misma del (re) aparecido o en el retorno del espectro. Hay algo en la aparición misma como reaparición de lo desaparecido.12 Esos personajes afantasmados son quienes ignoran la fábrica de Vargas y se dirigen al bar de Góngora: Ninguno voltea para la fábrica de Vargas. Vargas sale a desafiar a los rezagados. No de palabra. Con la mirada, de fuego justo. Y los rezagados aparecen. Pareja a remo por los vahos de agosto. Vienen como los anteriores, desde el poniente. Y como reman con ahínco, pronto se amayoran en el ojo de Vargas (…).13 Sucede que Gardea enfatiza que los personajes aparecen, en este caso, van figurándose en el espacio ante los ojos de Vargas. Pero también intervienen en los materiales con su cuerpo: “En las fichas cayó una sombra. Vargas levantó la vista. Era Carmelo.”.14 Pareciera que en la novela siempre estamos a punto de verlos, una vez más, reaparecer. Sumidos en el juego del espionaje que establece Vargas, por medio de sus empleados hacia el bar de Góngora, experimentamos la tensión propia de encontrarnos ante el anuncio de un descubrimiento. Algo nos será revelado. De esta manera, en La canción de las mulas muertas se desarrolla el aspecto del por-venir de la espectralidad.15 Por otra parte, la presentación inicial del conflicto existente entre Vargas y Góngora podría ejemplificar la idea de “la mirada invisible de la ley”, en la medida en que se establece una mirada espectral entre ambos, pues hasta que no aparece Góngora en la historia, es decir, hasta que no habla en ella, no podremos cruzarnos con su mirada. La espectralidad se extiende cuando Vargas decide disfrazarse de incógnito para espiar el bar de Góngo12 Ibídem. p. 20. 13 Gardea, Jesús. La canción de las mulas muertas. p. 8. 14 Ibídem. p. 13. 15 Véase: Derrida.
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ra. Él procura parecerse a un forastero y se coloca un sombrero y lentes oscuros. Es uno de los episodios más sensacionales de la historia: Y a Vargas el sombrero se le fue hasta el fondo, le despeinó las cejas. […] dijo enseguida que le prestaran unos lentes. Gil le dio los suyos. Los lentes de Gil resultaron perfectos para el óvalo y los huecos de la otra cara. Sonrió Fausto Vargas satisfecho como si tuviera su imagen metida en un espejo. […] Pero la mitad de la cara de Vargas llamaba la atención, por las sombras. Las sombras moviéndose en la soledad y el vacío del sol. Y a esas horas […].16
Vacía de botellas la repisa, quedaban perfectamente visibles los espejos del fondo. Y eran como un trasmundo, habitado nomás que por la imagen del coime y su sacudidor, y por la delgada luz de la mañana que entraba por la puerta del bar, danzando. […] en el primer espejo, la desnudez de la luz era ya total y de una fuerte blancura. Góngora cerró los ojos y se miró el alma.19
Vargas asiste al bar como un enmascarado. Es él y, al mismo tiempo, se trata de otro distinto. Como Derrida señala, en el caso de la armadura: “una especie de prótesis técnica, un cuerpo ajeno al cuerpo espectral al que viste, oculta y protege, enmascarando así hasta su identidad […] bajo la armadura, puede, a salvo, ver sin ser visto o sin ser identificado.”18 De esta manera, la espectralidad apunta la posible transformación. Vargas es uno que se transforma en otro mediante el disfraz, pero Vargas y sus empleados, como Góngora y los suyos, son espectros que se persiguen entre sí. El mundo de refracciones y reflejos que habitan es, a su vez, el mundo de los espejos del bar:
La luz en el espejo conduce a que Góngora se mire el alma. No sólo ha sido un reaparecido, cuya condición espectral se confirma en el otro mundo que sucede tras su reflejo en el espejo, sino que, además, mediante el rebote de la luz sobre el simbólico cristal, piensa en su alma. La alusión a los no presentes o a los que permanecen escondidos ante los ojos tiene lugar otras veces, Góngora le dice a Ramos en el bar: “Tú, en realidad, no sacudes el trapo; le estás haciendo señas a alguien que no puedo ver”.20 El trapo, cargado de sentido tras una descripción poética acerca de sus valencias como generador de polvo que ocupa la luz, de “relámpago en la carne de la mañana”,21 es la bandera con la que inicia la vida en el bar y, a los ojos de Góngora, podría ser el instrumento que haga señas a los invisibles. A través de los objetos (como la corcholata mencionada arriba), el trapo, el espejo, las botellas o los vasos, Gardea deja que la luz se manifieste como una presencia delicada: “Alinearon los vasos. Góngora, con la botella lista en la mano, los vio muy iluminados del borde, todo el filo alrededor; de tan brillante, como flotando. Como un nimbo. Góngora dudó si servir o no. La gracia de aquellas diademas lo detenía; paralizaba su eficacia de cantinero.”.22 La partida de dominó, en la cual se jugará la propiedad de uno de ellos, revela al dinero como ese simulacro o fantasma siendo ajeno a los personajes. Lo cual, puede vincularse a la condición espectral del
16 Gardea, Jesús. La canción de las mulas muertas. p. 17. 17 Ibídem. p. 18. 18 Derrida., Jacques. Espectros de Marx: El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional. p. 22.
19 Gardea, Jesús. La canción de las mulas muertas. p. 35. 20 Ibídem. p. 40. 21 Ibídem. p. 39. 22 Ibídem. p. 41.
Una vez que Vargas llega al bar, podemos verlo convertido en espectro: Vargas estaba cruzando, de largo, por la puerta; sin frente, sin ojos. Sus vidrios oscuros reflejaron al coime —casi sentado en el umbral— cuando este trazó, aplicadamente, sobre el papel, una diagonal. Góngora aflojó la copa. Los pasos sonaban ya de nuevo en el reino del sol.17
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/ Girard: una disgresión; el testigo ¿celeste? Iván Gardea
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valor de cambio: “la aparición del valor de cambio en El Capital, es justamente una aparición, se diría que una visión, una alucinación, una aparición propiamente espectral”.23 Góngora, el poderoso en esta novela, anhela apropiarse de la fábrica y niega presentarse en ella hasta que sea suya: Nada más que uno de los empleados de la fábrica me preguntó por qué ya no iba usted a liquidar los refrescos como antes. —Yo reté al hombre, Ramos. Y sólo volveré a poner los pies en la fábrica cuando sea mía. Repíteselo a quien te lo haya preguntado.24 El deseo de apropiación alimenta la enemistad. Góngora afirma que sólo Fausto Vargas puede soñarlo muerto,25 y esta concesión permite que la tensión vaya en aumento. La fantasmagoría de los personajes, el incesante dibujo de los objetos como poseedores de luz o receptores de la misma, o el acontecimiento de los brillos de los espejos o las botellas, sumados a la espectralidad del dinero y la mercancía que desajusta y modifica las acciones, coinciden en el universo gardeano. Y, como señala Derrida “el dinero y, más precisamente, el signo monetario, los ha descrito siempre Marx mediante la imagen de la apariencia o del simulacro, más precisamente del fantasma.”.26 Se establece también un doble juego al atribuir la acción de espiar a los personajes y aparece un espejo más: “Sonrió Fausto Vargas satisfecho como si tuviera su imagen metida en un espejo. Sonrieron también Gil y Carmelo. Pero amargamente: comprendían, al fin. El dueño se proponía usurparles la función de espías.”.27 23 Derrida., Jacques. Espectros de Marx: El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional. p. 60. 24 Gardea, Jesús. La canción de las mulas muertas. p. 41. 25 Ibídem. p. 36. 26 Derrida., Jacques. Espectros de Marx: El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional. p. 58. 27 Gardea, Jesús. La canción de las mulas muertas. p. 15.
Apunta Derrida: Lo ‘propio’ de los espectros, lo mismo que de los vampiros, es que carecen de imagen especular, de la verdadera, de la buena imagen especular (pero ¿quién no carece de ella?). ¿En qué se reconoce un fantasma? En que no se reconoce en un espejo. Ahora bien, eso pasa con el comercio de las mercancías entre sí. Esos fantasmas que son las mercancías transforman a los productores humanos en fantasmas.28 El brandy del bar y los refrescos de la fábrica son elementos centrales de la trama y mediante su ofrecimiento o su producción establecen su significado de mercancía, en palabras de Derrida: “La mercancía asedia de ese modo la cosa, su espectro trabaja el valor de uso. Este asedio se desplaza como la silueta anónima o la figura de una figurante que podría ser el personaje capital”.29 Cuando Gil, uno de los empleados de Vargas, asume la posibilidad de ir a trabajar un domingo —día en que va a celebrarse la partida de dominó— a cambio de un dinero extra, Vargas reacciona satisfecho: “Lo que estaba haciendo al mostrarse así era, al diferir la recompensa, acumularla, lo que también le alababa. Lo prometido, pues, quedaba suspenso, ganando réditos como el dinero en un banco”.30 La partida de dominó cuenta con atributos semejantes a los del “conjuro”, referido por Derrida. Mediante ella se establece una alianza entre los enemigos Góngora y Vargas, y presenta cierta condición de exorcismo, pues el juego es, también, la destrucción de un estado de las cosas, una puesta a prueba del espectro que amenaza —en este caso, la disputa de los bienes—. Sin embargo, el juego contempla la trampa: “Un dominó falso, tal vez; fichas en la oscuridad para 28 Derrida., Jacques. Espectros de Marx: El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional. p. 175. 29 Ibídem. p. 170. 30 Gardea, Jesús. La canción de las mulas muertas. p. 48.
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intercambiar; fichas diestramente marcadas, como si les hubiera hecho el viento firuletes.”.31 La potencia del sol es un motivo reiterado a lo largo de la obra de Gardea; se trata de una concepción ambivalente: unas veces amenazante, otras benefactor, siempre a la manera de un elemento que marca el compás de las tramas. El tiempo, a través de la luz, permite que las situaciones se renueven y que los personajes reaparezcan. El día es el territorio de las historias de Gardea. Tal como sucede en esta novela, pocas veces la noche es un espacio donde se desarrollen los hechos. Sin embargo, los sueños sí están presentes. Pueden ser vaticinios o señales de atención. La aparición y reaparición de los personajes permite nuevas figuraciones; el espectro anuncia lo que vendrá, así como los variados reflejos de luz que construyen las imágenes de Gardea subrayan las alteraciones de la misma dentro de los espacios: el transcurso del día, el paso del sol sobre la tierra de Placeres. La transmutación de los personajes, en tanto caracteres espectrales o afantasmados, constituye una característica de la obra gardeana. Cuando los rivales Góngora y Vargas se sientan a jugar, hay espectadores. Lo que se juega allí es, precisamente, la espectralidad. El reflejo de uno en otro, la dirección que toman las circunstancias, la producción de las mercancías, el destino económico y laboral de sus empleados. La situación del juego puede considerarse un asunto simple, sin embargo, la acción significa un cambio estructural en la circulación del capital en Placeres y, por lo tanto, de las relaciones entre sus habitantes. La partida de dominó es apenas el preludio de una historia compleja, de alcances universales. Y es aquí donde los fantasmas son fantasmas de sí mismos, o donde los ojos guardan la luz como si se tratara de una amenaza antigua y sumamente temible, aunque a veces, también de un fenómeno imprescindible para comprender la existencia de estos seres hechos de pol-
vo y humo, cuyas reapariciones no cesan: “Y cuando el hombre le dijo a lo que iban, él tuvo la sensación de que le mentaban a un resucitado, al señor Vargas”.32
31 Ibídem. p. 52.
32 Gardea, Jesús. La canción de las mulas muertas. p. 119.
Bibliografía Derrida, Jacques. Espectros de Marx. El estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva Internacional. Trotta, 1998. Gardea, Jesús. El agua de las esferas. México: Leega, 1992. —. El tornavoz. México: Joaquín Mortiz, 1983. —. La canción de las mulas muertas. México: Ediciones Sin Nombre/Conaculta, 2003.
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JUEGOS, FOCOS, ESPEJOS, PÁJAROS Y CUCHARAS EN SÓBOL
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osiblemente, la propuesta artística de Jesús Gardea carezca de parangón en el escenario moderno de nuestras letras. Vista en conjunto, se trata de una de las manifestaciones narrativas más ambiciosas concebidas lejos de la Capital, cuando tal situación condenaba a muchos al ostracismo y la precariedad e impedía que el resultado de sus empeños fuera reconocido allende el círculo de las amistades próximas. De igual modo, se trata de una obra compleja, abiertamente heterodoxa, en la cual el chihuahuense plantea aspectos no visibles o vedados de la realidad: aspectos difusos y extraños que exigen otra interpretación y que, en el mejor de los casos, patetizan la utilidad de un lenguaje poco esquemático, determinado por los impulsos creativos de la comunicación. En rigor, aludo a las nociones estéticas de un narrador obsesivo con sus recursos, cuyos esquemas jamás se pervierten o limitan; de un narrador consciente de lo que hacía, al grado de que nos encontramos ante un artista riguroso, que enfatiza como pocos las facultades diversas de la ficción, especialmente al concebirla como
* Universidad Autónoma de Baja California
representación lacónica del yo; como representación sesgada, imperfecta y vital, que no obstante vigoriza —intensamente— las anécdotas a contar. Sin duda, vislumbro este planteamiento en Sóbol (1985): libro en cabal sintonía con su corpus literario si pensamos en el modo en que suma a la saga desértica de Placeres. Pero, sobre todo, en el modo en que desestructura la experiencia lectora y vivifica aquello que resulta imperceptible por cuestiones como la poco importancia prestada a los elementos del mundo material. Brevemente, en esta colaboración, abordaré una de las subtramas del relato, que me parece se relacionan con lo expuesto líneas atrás y permiten comprender la propuesta general de Gardea: la que atañe al juego y el despunte de lo menor, es decir: la que atañe a la experiencia lúdica, particularmente al colegir un planteamiento unívoco mediante el que las partes son apreciables, por decirlo de cierta manera, y potencian el(os) sentido(s) de la creación. Por consiguiente, entiendo que Gardea concibe una
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JAVIER HERNÁNDEZ QUEZADA
noción singular de lo literario a tenor de ese criterio flexible que conocemos en otras obras, y que consiste en la franca descripción de las partes convocadas, aunque sin desatender el registro de lo que subyace en sus fondos, o de lo que se desenvuelve en sus márgenes: o sea, esa miríada de motivos transversales de un andamiaje secreto, oculto, en el que se generan sentidos claves de la narración. Priorizando luego la focalización analítica, con toda su intermisión, es un hecho que Gardea presenta una pieza dinámica que destaca la importancia de los actos grupales, una vez que los motivos del contacto se vinculan con la acción del juego, entendido como ritual de comunión, de contacto, capaz de expresar valores colectivos e influjos del interior. Asimismo, capaz de captar dinamismos inusuales y significativos, como los de los objetos: actores visibles de este drama existencial, que vale por sus simbolismos, muchas veces crípticos y sujetos a las variables subjetivas del narrador. Dicho criterio se plasma, por ejemplo, en el arranque de Sóbol, justo en el momento en que Gardea
menciona que un grupo de amigos se reúne para jugar dominó y, gracias a ello, participar en el seno de una comunión trascedente, que intensifica la relación. Así, en este intento por evidenciar el peso vinculante de lo inmaterial, es visible que el escritor concibe un cuadro literario en el que suceden muchas cosas, no solo los efectos del juego, que motivan los esquemas de la reunión-relación, sino tal vez, los del apego a un concepto profundo de la realidad. A un concepto cifrado, del que se desprende lo que su admirado José Lezama Lima denominaba “las infinitas posibilidades del suceder”.1 Gardea, por tanto, describe el contacto de los adversarios-amigos sin olvidarse de la tensión interior, ni tampoco de la vivacidad de los objetos, intranquilos y despabilados, como se ve en el arranque de Sóbol: Los hombres miran a Sóbol. La luz del foquito, en su coronilla; no le toca el rostro. Sí el aliento. 1 Lezama Lima, José. “Realidad”. En González Cruz, Iván. Diccionario. Vida y obra de José Lezama Lima. p. 45.
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El aliento alcanza la frente de Pastorela. Pastorela se pasa la mano por la empañada. Luego se revisa los dedos, con unos comogranos de pólvora, del color de la nicotina. Pastorela vuelve a mirar a Sóbol. Enjuta, como salida de una prensa, se le hace su figura esa noche. La luz escurre por sus brazos y piernas; en el suelo pierde claridad, como la plata cuando la toca mucho el aire. Demasiada sombra, para aquel espiritado Pastorela, en cuclillas, como los otros, se queda mirándola. Coruco y Tolinga ignoran a Sóbol. Balanceándose en sus talones, Tolinga comienza a silbar. Soból reconoce qué. La vieja canción es de amor. Parece que Tolinga estuviera llamando a las almas desdichadas de Placeres.2 Como se observa en este arranque, Gardea brinda una imagen dinámica de la totalidad. Hablo de un cuadro de intensidades, en el que cada aspecto mencionado cuenta, según se expresa de principio a fin; de un cuadro en movimiento, que va desde la mirada grupal, dirigida a Sóbol (el protagonista de la novela), hasta la luz danzante del “foquito”: objeto eléctrico que está ahí, aparentemente en el centro del todo, alumbrando rítmicamente la zozobra de los “dedos”, y que a la par se convierte en el ente reflector de una espacialidad atractriz, íntima, en la cual los personajes se relacionan lúdicamente, viéndose afectados por la “sombra” vigorosa de Placeres; entiéndase, ese lugar perdido, casi en el fin del mundo, que impulsa a sus habitantes a buscar lógicas de vida diferentes, que justifiquen la rutina existencial. Porque no de otra manera se sobrelleva el tiempo y el peso de la relación interpersonal en Sóbol-Placeres; no de otra manera, excepto si se renuncia a esa “luz” y a la visibilidad de un universo mítico que hace de los nexos humanos nexos profundos, difíciles de romper; nexos duraderos, que no solo relacionan a los personajes entre sí, sino a los personajes con las cosas y, gracias al desenvolvimiento de semejante nexo, con un sistema prolífero 2 Gardea, Jesús. Sóbol. p. 9.
de enunciación, que jamás da tregua al nombrar los trozos ¿desérticos? de la realidad. En efecto, en Sóbol, esta clase de descripciones pormenorizadas revelan el neobarroquismo estilístico del escritor; empero, más allá de las saturaciones formales de tal sesgo, manifiestan las implicaciones de su propuesta, en virtud de aludir a la concepción de un universo aparte, posibilitado por el juego, al tiempo que por la invocación iluminada de una totalidad que, siguiendo los argumentos de Vicente Francisco Torres, “encuentra su razón de ser en su inusitado lirismo y no en un argumento que, a fin de cuentas, no sabemos si ocurre en la realidad”.3 En mi opinión, las palabras de Torres permiten entender que para Gardea lo significativo es la propuesta del texto inestable, carente de centro, en el que se detecta una línea argumentativa funcional que añade y agrega, que suma y proyecta, y que a la par delinea la aparición de otras secuencias, tan importantes como las que más. De otras secuencias exultantes, cabe decir, concebidas como partes de ese entorno singular donde coinciden reglas no nombradas, miniaturas, actos de iniciación, rituales, etcétera. En cierto modo, aludo a la plasmación de un dinamismo fecundo, que alienta el vitalismo de lo material. De un dinamismo integral, que, me parece, violenta la quietud física, acelerando el ritmo intrínseco de las cosas. La ideación, por consiguiente, de un texto abarcador, que engloba las piezas inestables del exterior, es uno de los logros principales de Gardea; insisto, la ideación de un texto acumulativo, múltiple, que gira en torno a las partes afanosas de la “luz”, máxime porque lo buscado apela a la fluctuación visible-lúdica de los elementos, a su inestabilidad. En ese tenor, soy de la idea de que Sóbol entraña otra concepción del esparcimiento, puesto que un simple juego de dominó se convierte en parte del engranaje espiritual y material de la existencia, al grado de que uno de los personajes menciona que cuando juegan 3 Torres, Vicente Francisco. “Jesús Gardea: primeros libros”. Los placeres de la escritura en Jesús Gardea. p. 47.
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viven intensamente, ya que “Los entretenimientos de mesa” son “espejos” y el “tablero es Placeres”.4 Asimismo, insisto en la precisión de Gardea al advertir el dinamismo sugestivo del dominó: pasatiempo remunerador que expresa el acomodo de las fichas, el azar del mañana, como si sus “espejos” revelaran lo que pronto sucederá. A la vez, en que con este influjo determinista-luminoso le brinda a Placeres, en general, un rol sustancial, el cual evidencia la lógica de su conjunción (de su vinculación). Y ello es que dicho “tablero”, inevitablemente, influye en el devenir “de las almas desdichadas”, en especial cuando se topan con sus límites y comprenden lo difícil que resulta escapar de él (de su influjo). De tal suerte, se intuye que en Sóbol el juego es destino, o mejor, prescribe el destino, máxime si se piensa en la rutina asfixiante de un espacio determinista como Placeres. De un espacio devastador e inhóspito, en el que persiste la lógica natural de la destrucción, como se observa en otro de los pasajes antológicos de la obra, en el que se alude a la “sombra” desafiante y envolvente del exterior natural, y se detallan las claves de un juego de sobrevivencia, donde las reglas se escriben una y otra vez: En un árbol, la acritud, luego, es alboroto y gritos, y hojas como tomadas por el viento; algunas tronchadas caen sin prisa, navegando por el aire como si lo acariciaran. El alboroto crece; las demás hojas muestran signos de contagio, unen sus gargantas a las del árbol donde todo empezó. La lluvia de hojas cunde también. Arriba de sus cabezas, los amigos oyen avanzar, desde la otra mitad del anillo de árboles, un rumor como de tormenta. Voltean a mirar el corazón del árbol y entonces descubren, en las ventanas de los claros, caras que están viéndoles con furia, con un ojo luminoso. Picos como cuchillos inquietos. Uno de los amigos le sugiere al otro moverse al descampado. Y pronto. Los pájaros acribillan, manchan de muerte pestilencial sólo con sus caquitas; bombas
ardientes muy certeras. En los árboles vecinos, la gritería que venía rodando por las galerías de las ramas, explota fuertísimo. Luego aparecen las hojas, goterones verdes, como la lluvia después del trueno. Entonces, los amigos corren; vuelven a cubrirse la coronilla con las camisas. Tarde. En los trapos que los brazos sostienen a modo de toldos, las cagarrutas copiosas, resonantes, hacen blanco. Bajo el intenso clamor del cielo arbóreo, los amigos se dividen, cada uno pensando en encontrar un caminito menos ofensivo. En el momento de la separación, gritando ellos también, quedan de verse, cuando hayan salido de ahí, en la pila. Y el que primero llegue ha de esperar al compañero, darle tiempo. No contaminar pues, con la fruta de los pájaros, el agua de ambos.5 Nuevamente, en el fragmento anterior, Gardea describe las exigencias de la actividad lúdica, una vez que el exterior “arbóreo” hace de las suyas, a través de esos emisarios volantes y violentos que son los “pájaros”. Como si las reglas vinculantes fueran imperecederas, sugiere igualmente que los lazos afectivos entre los seres humanos permanecen a toda costa, puesto que semejante relación precede al temporal aviar, evitando contaminar el “agua de ambos”. En sí, su planteamiento expresa el triunfo de una codificación colectiva, que agrupa y protege a los “amigos” de la acción negativa del orbe natural, de la “sombra” alborotada que vuela en las alturas y pone a prueba la voluntad de los participantes en esa especie de reyerta deportiva con lo menor, que son los “pájaros”: seres pequeños y coordinados que se confunden con los “goterones verdes”, y que además bombardean a los “amigos” con “cagarrutas copiosas”, obligándolos a comunicarse colaborativamente, o por lo menos, a refrendar el pacto lúdico de aguardar al otro en la “pila”, sin “contaminar” el “agua” de los dos: esto es, sin corromper la sustancia líquida que les espera y purificará de momento, hasta llegar a los límites hospitalarios del espacio techado,
4 Gardea, Jesús. Sóbol. p. 11.
5 Ibídem. p. 23.
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/ Girard: una disgresión; el testigo ¿celeste? Iván Gardea
protector del “cielo” y de sus “bombas” viscosas. Desde esa perspectiva, y como en el caso anterior, Gardea plasma los desgastes individuales de la oposición. Sólo que, en el presente caso, el escritor refiere que la disyuntiva es física, lo cual activa la confrontación estratégica de los “amigos” con los seres vivos no humanos y sus desechos (“árboles”-“lluvias de hojas”/ “pájaros”-“cagarrutas copiosas”). A diferencia entonces del primer encuentro lúdico-combativo, a través del cual Gardea conectaba intelectual y simbólicamente “las almas desdichadas de Placeres”, en éste revierte la imagen del estatismo corporal, desatando el “alboroto” de las partes, y subsiguientemente el inicio de una guerra menor sin cuartel en el que los pequeños “pájaros” bombardean a los “amigos”, como si fueran las víctimas predilectas del orbe natural. De hecho, este planteamiento abriga las cifras de una vuelta de tuercas, en el sentido de que Gardea, además de mostrar luminosamente la administración súbita de los acuerdos, ejemplifica la postración de los seres humanos ante la “sombra” poderosa de la animalidad. Pues, al final, parece indicar, en Placeres las partes del “tablero” encajan a la perfección, y eso facilita el bosquejo de un lugar imprevisto, donde las cosas están lejos de desmerecer, independientemente de su tamaño o importancia vital. En general, Gardea es fiel a este principio, logrando que Sóbol se deje leer abiertamente, a partir de la suma de sus protagonismos pequeños, encarnados por los “mundos secretos de Placeres”, “los entretenimientos de mesa”, “las tinieblas de la calle”,6 “las viejas hojas negras”, “las espumas heladas” de la pila y... “la cuchara de Sóbol”: utensilio potenciando discursivamente, en tanto que Gardea no escatima recursos lingüísticos al brindarle un sinfín de cualidades, como se lee a continuación: La cuchara refleja, hinchado como un globo, el rostro que la está mirando. Tolinga observa fijamente sus facciones en el combo espejito. Es 6 Ibídem. p. 11.
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para endurecerlas. Para que, luego, la llama del silencio las bruña como a máscaras de metal. La dureza ha de interesar también al alma. Entonces, ya completa, instrumento será Tolinga. Brillando, en él, las cualidades eternas de la plata; daga, obra a distancia, él alcanzará la vida de los otros. Sonríe. La sonrisa es como una cuchillada oscura en la máscara. Pone Tolinga frente a sus dientes la cuchara, y pelándolos, arriscado el labio superior, se los examina. Inmensos los retrata el espejito. Empalmados. Nada, nunca, le gustan a Tolinga. Les chupa el esmalte; unos puntitos como la noche, y vuelve a bajar el labio. Le molesta la momentánea dispersión de su alma.7 Ideada como examen meticuloso de las cosas, Sóbol advierte la dialogicidad objetual (también lúdica). Lo cual explica que, en sus páginas, una “cuchara” se convierta en algo más. O sea: que un utensilio pragmático y civilizatorio se convierta en el espejo metálico de la “máscara” exterior, toda vez que el tiempo de la soledad, en esta novela, se insinúa, es el tiempo del mito, y del desarreglo de la razón. Decía, la literatura de Gardea socava la preconcepción, y no tanto porque el autor de El sol que estás mirando (1981) carezca de recursos probados para mostrar-recrear, en términos objetivos, la realidad de Placeres. Ideada para quebrantar la norma del discurso referencial, profiere los designios de una escritura insinuante, que viene y va, y que en el caso de Sóbol acredita la posibilidad de nombrar lo múltiple, encarnado por el mundo de las cosas pequeñas y su valoración. Por el mundo del juego, a la par, entendido como ejercicio recreativo que desdeña la inercia del pragmatismo laboral. Como tal, sugiero, la impronta literaria de este narrador es seductora, precisamente por los alcances de sus planteamientos. De ahí que no tenga mayores reservas en señalar la intensidad de un texto desarticulado, anormal, que no cuaja en los moldes normales 7 Ibídem. p. 64.
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de la novela secuencial y sí, en cambio, se esfuerza con denuedo en revelar sus procedimientos, en ponderar las bases de una narrativa en la que nada, absolutamente nada, resulta banal. Referencia Gardea, Jesús. Sóbol. México: Grijalbo, 1985. Lezama Lima, José. “Realidad”. En González Cruz, Iván. Diccionario. Vida y obra de José Lezama Lima. Valencia: Generalitat Valenciana, 2000. Torres, Vicente Francisco. “Jesús Gardea: primeros libros”. En Torres Torrija, Mónica, Moreno Rojas, Ilda Elizabeth y Olvera, Ramón Gerónimo (editores). Los placeres de la escritura en Jesús Gardea. México: Universidad Autónoma de Sinaloa / Instituto de Cultura del Municipio de Chihuahua, 2016.
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CUANDO EL LUGAR SE LLEVA EN EL ALMA: EL DESIERTO EN JESÚS GARDEA, RICARDO ELIZONDO, GERARDO CORNEJO Y DANIEL SADA
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a representación del desierto mexicano está relacionada con el imaginario que se tiene del territorio norteño del país y, en la conformación de dicho imaginario, el discurso artístico —y particularmente el literario— ha tenido una gran responsabilidad. Al examinar diacrónicamente las imágenes con las que se ha conformado el paisaje del desierto, se observa que en las descripciones de esta geografía que hicieron los primeros cronistas, conquistadores y colonizadores españoles, se impone la percepción de este lugar como inhóspito, vacío, hostil, infértil: un lugar de muerte. No obstante, como ha sido demostrado,1 más que por sus elementos naturales o físicos, fue la perspectiva cultural de los conquistadores españoles y su opuesta realidad histórico-social la que le dio dicho significado al territorio septentrional. 1 Giménez, Gilberto y Héau Lambert. “El desierto como territorio, paisaje y referente de identidad”. Culturales. Tomé, Martín. “El desierto como categoría colonial” en Fábregas Puig, A. Mario ALberto Nájera Espinoza y Cándido Gonzáles Péres. Transversalidad y paisajes culturales. * Universidad Autónoma de Sinaloa
Yo me pregunto si el desierto no es el alma del hombre de ahora Ricardo Elizondo
Sin embargo, a medida que se avanza la colonización de este territorio y más precisamente cuando sus propios habitantes empiezan a narrar sus lugares, irán surgiendo nuevas valoraciones e incluso imágenes plenamente paisajísticas de dicho medio ambiente. En estas últimas representaciones el desierto, aun con su característica esencial, que es la sequedad, es parte inherente de la vida cotidiana y es el referente que identifica una sociedad y una cultura; es, por tanto, basamento de una colectividad y su memoria. Esta significación identitaria, contrapuesta a las anteriores representaciones del territorio norteño, la encontramos ya claramente en los llamados "Narradores del desierto", pues se muestra en su obra un proceso de reapropiación simbólica del paisaje del norte. En estas representaciones, además, el desierto no es solo el marco donde se desarrolla la vida diaria de los grupos humanos, es también un paisaje donde se asienta la memoria colectiva, en ese sentido es un patrimonio de la sociedad que, por sus signos, permite
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ILDA ELIZABETH MORENO
a sus habitantes ubicarse espacial y temporalmente e "identificarse con una cultura y una sociedad".2 Ya en las obras de Rafael F. Muñoz o José Vasconcelos se encuentran algunos pasajes donde el desierto se contempla desde una perspectiva paisajística, como en la novela, Se llevaron el cañón para Bachimba (1941) o en Ulises criollo (1935), pero se hará cada vez más iterativa e irá adquiriendo nuevas connotaciones hasta convertir esta geografía en un símbolo estético que definirá una forma de escritura e identificará un modo de vida en la obra de los escritores norteños que, a finales de los setenta, decidieron escribir sobre sus localidades natales. Jesús Gardea, Gerardo Cornejo, Ricardo Elizondo y posteriormente Daniel Sada,3 pri2 Giménez, Gilberto y Héau Lambert. “El desierto como territorio, paisaje y referente de identidad”. Culturales. 3 En este grupo de narradores debería incluirse a Federico Campbell con la novela Transpeninsular (2000) en la cual despliega una de las más poéticas descripciones de la geografía desértica de la península bajacaliforniana. La obra se basa en la vida y los relatos de viaje del periodista Fernando Jordán, un enamorado de los territorios desérticos de Chihuahua y Baja
vilegiaron para sus historias los escenarios de Sonora, Chihuahua, Nuevo León y Coahuila, lugares en que nacieron o en caso de Sada, en los cuales vivieron en su infancia y juventud. La crítica literaria los conjunta en un grupo al que hoy se conoce como «narradores del desierto» porque eligen para sus historias los pueblos y parajes desérticos del norte, pero no como un elemento del relato, mero recurso narrativo o un regreso al regionalismo, sino como una vía de afirmación de sí, de sus localidades y culturas. No se trata, por tanto, solo de describir o celebrar la belleza de los lugares, sino de validar su existencia encontrando en las situaciones y vivencias de quienes lo habitan, lo común y lo universal. Por eso se ve en sus obras una búsqueda de nuevas formas de California. De su recorrido por toda la península escribió un minucioso relato que describe lugares y personajes bajacalifornianos publicado en Baja California, Tierra incógnita (2001) donde aparece la diversidad de la naturaleza propia de esta región. También es importante considerar en este grupo a Severino Salazar, zacatecano, quien escribió la novela Desiertos intactos (1990).
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narrar el territorio del norte, el desierto y la forma de vida de sus habitantes. Acerca de este grupo de escritores y el cambio de sus escenarios en la literatura mexicana, Torres afirma: Desde finales de los años setenta del pasado siglo, los escritores mexicanos de las ciudades del interior dejaron de creer que escribir sobre las grandes urbes era sinónimo de modernidad y cosmopolitismo. Fue así que decidieron arraigarse en sus estados natales y hacer literatura con ellos [...] No se trata de una vuelta al regionalismo, sino de un apropiamiento de lo que estaba relegado, porque tan profundos y humanos son los avatares de un hombre del Distrito Federal como los de uno de Nuevo León o Zacatecas.4 En ese afán, era indispensable la búsqueda de nuevas estrategias. El uso de la oralidad norteña mezclada con lenguaje culto o de los clásicos y de la cual la obra de Sada es una de las mejores expresiones o la inclusión de ritmos propios de la poesía y un evidente lirismo —por ejemplo en Gardea— o la elección de nombre propios con una eufonía particular son algunos de los recursos de creación literaria para materializar lingüísticamente las regiones del norte. Otro elemento que los une es la temática rural, pues es frecuente que sus historias sucedan en pueblos sembrados en medio de parajes desértico: —tanto reales como ficticios— Placeres en las novelas de Jesús Gardea, cuyo referente extratextual es su natal Delicias; Cajeme en la novela ya clásica de La sierra y el viento (2009) de Cornejo o los caseríos coahuilenses de Sada y en Ricardo Elizondo en su libro de cuentos Relatos de mar, desierto y muerte (1987) ambienta dos de ellos en este medio; en sus novelas, en Setenta veces siete, Elizondo crea a Charco Blanco, un espacio salitroso, y El Sabinal, pueblos donde el cielo azul no tiene nubes y en Narcedalia Piedrotas (1993) se narra la fundación 4 Torres, Vicente Francisco. Esta narrativa mexicana. p. 155.
de Perdomo, un pueblo que está en la frontera entre la montaña y el desierto, muy cerca del río Gordo. En todos estos escritores se encuentran poblados perdidos entre llanuras y planicies áridas y solitarias en los que transcurre la monotonía de la vida rural bajo un sol hostil y un ambiente apabullante. En la literatura de cada uno de estos autores se puede observar que aun con el particular estilo que cada uno cultivó se apoderan del norte para hacer notar en el discurso literario que existe una realidad distinta en estas regiones que surge precisamente de la relación con la tierra que se habita y de la actitud vital con que se enfrentan los seres humanos a este medio. Dicha actitud y forma de vivir define y singulariza un territorio, como se percibe, por ejemplo, en La sierra y el viento, donde el hombre se opone y se enfrenta con toda su fuerza al dominio avasallador de la naturaleza desértica y hostil de Sonora. Con respecto a este propósito de la narrativa del desierto, Ricardo Elizondo dice que su novela Setenta veces siete (1980) tiene como finalidad: “mostrar que lo que está más allá del altiplano y se convierte en una llanura salitrosa, llena de gobernadora [...] tiene su fuerte manera de ser, tiene su perfil bien hecho, su definición de amor, su manera de ser feliz. La gente de allá tiene sus profundas vivencias como las que puede tener cualquiera del altiplano”.5 Y acerca del tema agrega: “Mi novela habla del desierto, trata otra forma de estar en la tierra”.6 En la obra literaria del chihuahuense Jesús Gardea, esta intención de reivindicar las regiones norteñas y de dar valor a la existencia de estos lugares y a la de las personas comunes que lo habitan se expresa también en sus relatos donde el espacio ficticio se vuelve metáfora de una realidad específica. Sus llanos extensos y polvosos en los que se pierde la vista en el horizonte o que la cortan montes rocosos y pelones, atmósferas calientes, un cielo extenso con candentes rayos de sol, mesetas de piedras cortantes y vegetación —donde la 5 Ibídem. p. 160. 6 Ibídem. p. 161.
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hay— espinosa y chata, son los elementos que conforman los escenarios en los que discurre la rutinaria vida de sus habitantes, donde el tiempo tiene otra naturaleza. A Jesús Gardea se debe, como se sabe, la fundación en la cartografía de la ficción literaria del mítico pueblo de Placeres, el Comala norteño, como lo han denominado algunos críticos que han estudiado en su obra las afinidades con Rulfo. La trama de sus novelas, El sol que estás mirando (1981), La canción de las mulas muertas (1981), El tornavoz (1983), Soñar la guerra (1984), Los músicos y el fuego (1985) y Sóbol (1985), ocurre en este lugar caluroso, seco, de geografía árida, intensa luz, llanos, tolvaneras, devastador silencio, y donde el viento caliente como lumbre y el sol intenso del verano aprisiona en sus desoladoras vidas a los habitantes. En este pueblo, como apunta Mónica Torres Torija, se revela “la paradoja entre el nombre del lugar y las condiciones de vida y clima imperantes. Paradójicamente se denomina Placeres a un lugar inhóspito, donde sus habitantes deambulan como sombras famélicas por las solitarias, polvorientas, y resecas calles. Allí se anida la tristeza solo se vive del recuerdo”.7 7 Torres Torija, Mónica. “La cartografía narrativa de Placeres en el espacio literario de Jesús Gardea”. Los placeres de la escritura en Jesús Gardea.
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Desde sus primeros cuentos, con voluntad de estilo y hondo lirismo, narra la vida en los pueblos norteños y en la descripción de dichos poblados también encontramos los atributos geográficos del desierto: el sol, el calor abrumador, sofocante y la desolación, que es una extensión de la vida de sus personajes. Por eso, aun cuando fue el escritor que más se resistió a ser ubicado en el grupo de narradores del desierto, dice Torres: “basta abrir cualquiera de sus libros para toparse con el sol y las sombras, la penumbra y el bochorno y la perenne presencia de llanos áridos, como los que abrazan Ciudad Juárez, la ciudad en la que tantos años vivió Jesús”.8 Por otra parte, Gerardo Cornejo, al lamentarse de la poca presencia del desierto en la literatura del norte señalaba también a Jesús Gardea como caso excepcional, pues en su obra, se nota más: “el sol, la sequedad, el llano, la soledad, y el chorro mercurial del calor”.9 Pongamos, por ejemplo uno de sus primeros cuentos, “Hombre solo”, donde la geografía árida y su antigua significación es, como dice Pimentel, “extensión y explicación del personaje”.10 Este relato, además, como p. 233. 8 Torres, Vicente Francisco. “Gerardo Cornejo, de cuerpo entero”. 9 Torres, Vicente Francisco. Esta narrativa mexicana. p. 233. 10 Gardea, Jesús. Reunión de cuentos.
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anota Tornero, se incluye en aquellos primeros textos de Gardea donde la construcción de la atmósfera en relación con el espacio es más significativa para definir a sus personajes que las acciones de las tramas breves.11 En este tipo de cuentos, además, la actividad perceptora del personaje coadyuva a la conformación de dichas atmósferas. El relato narra unas cuantas horas de la vida de Juan Zamudio, un personaje solitario de 60 años que se dedica a construir palomitas de lámina y venderlas los domingos en el parque. Su rutinaria vida ha discurrido sin amigos, sin vida social y aislada por su carácter introvertido y el rigor del clima. La historia se centra en la existencia de este personaje en el último día de su vida. Con este tipo de estrategias, señala, Angélica Tornero: Gardea configuró situaciones existenciales enunciadas a manera de acciones realizadas por los personajes, que giran en torno al tema de la soledad. Difícilmente se construye una trama, porque no hay antecedentes ni consecuentes y los finales son inconclusos. La estrategia consiste en mostrar, en presentar episodios o escenas de la vida de aquella región, con algunos componentes misteriosos o poco comunes.12 El relato inicia en pleno mediodía de verano, cuando el calor apabullante de agosto y la sequedad del terreno identifican el medio ambiente en el que se encuentra el poblado donde reside Zamudio. El rigor del sol se percibe desde el primer pasaje para instaurar un lugar donde el viento caliente recorre las calles solitarias y polvosas, haciendo “pequeños remolinos que se persiguen”13 y donde las paredes de la casa en que vive el personaje parecen “deslumbradas y mordidas por la resolana”.14 Sentado en el patio, sin camisa, sudoroso y espantando las moscas que mortifican su piel, Zamu11 Tornero, Angélica. “Espacio, tiempo y reconstrucción de personajes en Los viernes de Lautaro y El tornavoz de Jesús Gardea”. Los placeres de la escritura en Jesús Gardea. p. 83, 12 Ídem. 13 Gardea, Jesús. Reunión de cuentos. p. 17. 14 Ídem.
dio observa las tolvaneras en las calles y tres árboles que, de hecho, son la única vegetación que conforma este lugar. El narrador anota que estos árboles que están al cuidado de Zamudio apenas resisten “el furor de agosto”, pues “el calor casi los hace arder”.15 En este páramo, además, los árboles son el único “consuelo” que Zamudio tiene a su depresión, por eso se ha dedicado a preservarlos, aunque este día, de tan caluroso, “Zamudio ahora oye el jadeo más fuerte”.16 La historia se centrará en las reflexiones del narrador para contarnos en cuatro páginas, las últimas horas del personaje en unas pocas acciones, pero su discurso narrativo se interrumpirá para, en breves analepsis, narrar momentos anteriores de Zamudio que develan rasgos de su carácter, pero sobre todo revelarnos lo que sucede en sus noches de insomnio, pues a medida que ha envejecido es acosado por voces indescifrables, mismas que, en su afán por entenderlas, dice el narrador, “se le pondrá sitio de lumbre a la cabeza”.17 El relato cierra con dos acciones contadas brevemente: el trayecto del personaje para regar los árboles y la aparición de alguien —hombre o mujer— que podría ser la clave para la comprensión de las voces que fatigan su mente. Al caer la tarde, junto con el viento, el polvo y el calor, declina también la vida solitaria de Zamudio. Como se puede concluir, la experiencia de vivir en este tipo de espacios, lugares desérticos donde el sol, el calor, la sequía, la luminosidad y el polvo son parte de la existencia humana, tal como en el relato “Hombre solo”, definen e identifican el modo de vida del personaje; lo impele a una forma de estar en el mundo, es extensión de su desolada vida. Por eso, metafóricamente, afirma el narrador que poco pueden ver los ojos “grises y desolados” de Zamudio “sin que se sienta desértico el mundo”.18 En el caso de la vasta obra de Daniel Sada, a menudo se recurre al espacio desértico para sus novelas 15 Ídem. 16 Ibídem. p. 19. 17 Ibídem. p. 18. 18 Ídem.
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y cuentos. En ellos aparecen caseríos y pueblos diseminados en medio del desierto, donde sus personajes deambulan o sobreviven. Sin embargo, en sus novelas no son tan detalladas ni las descripciones del espacio ni el sentimiento que se genera ante la vacuidad e inmensidad de sus paisajes; la identificación del desierto se da solamente porque aparecen nombres de poblados reales o por la mención de algunos rasgos de su topografía, ambiente, vegetación y la presencia del calor.19 Su recurso más elocuente para la referencia identitaria es el trabajo del lenguaje, que ha sido muy elogiado por la crítica. Por este recurso encarna la región en la palabra, y la vuelve universal, como advierte Phillipe Olle-Laprune: Gracias a la fuerza de evocación de su pluma, estos lugares perdidos se vuelven universales, logran conmover a cada lector porque es posible sentir cómo nacen, detrás de este mundo particular, los sentimientos, las impresiones y los discursos que nos conmueven. Daniel Sada es lo opuesto a un autor regionalista que se encierra en la realidad para exaltar la belleza de un lugar; no celebra un sitio sino para mostrar mejor su carácter común y por consiguiente íntimo.20 El cuento “El fenómeno ominoso” es, sin duda, aun en su brevedad, el relato que expresa con más nitidez el peso del paisaje en la existencia humana que se genera ante esta soledad apabullante; ante la perspectiva de un “horizonte parejito” que aletarga la vista, ante la imposición del silencio en el paraje solitario y la inmovilidad del escenario vasto. Este cuento se circunscribe a relatar la monótona vida de Corneliano Pineda, quien es, desde hace años, el guardián solitario del silencioso rancho El Gavilán, un lugar “seco y talludo como un cuero atezado [...] ámbito legendario donde la incandescencia parece asesinar a tanta som19 Véase también para el estudio de la obra de Sada el ensayo de Santiago Vaquera Vázquez, “Lejos donde el tiempo no apremia (los desiertos de Jesús Gardea y Daniel Sada)”. 20 Prólogo en Sada, Daniel. Reunión de cuentos. p. 11.
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bra intrusa”.21 Para él, dice el narrador, “la vida diaria no es sino un largo suceso y nada más”. Ahora bien, incluso cuando la mayor parte de los estudios literarios se enfocan en la inclusión de las regiones del norte de México para agruparlos, desde nuestra perspectiva lo que une semánticamente a estos narradores es el modo de percibir, interpretar e imaginar este territorio que surge de una nueva mirada que se basa en la experiencia de habitarlo y de haber nacido en su seno. Así, en su obra, los espacios vividos tomaron el estatuto de símbolos literarios, por eso, en sus representaciones, aun cuando se utilizan los mismos elementos con los que se describieron hasta entonces dichos parajes desérticos, emergen otros modos de significarlo estéticamente. El desierto se vuelve en sus textos un símbolo identitario de su realidad individual y cultural que se origina desde lo hondo del alma pues proviene del sentimiento del afecto al lugar natal y del sentimiento del arraigo, que es el más fuerte en el ser humano. Como afirma Alfredo Espinosa: “Y por los años ochenta los chihuahuenses nos enamoramos de nosotros mismos. Y el desierto fue nuestro espejo [...] pulía nuestros rasgos, explicaba nuestras palabras austeras, torpes, francas y agresivas”.22 Estos narradores, entonces, encuentran en los elementos tradicionales del paisaje desértico otros atributos que revelan una nueva imagen del espacio contemplado. En Ricardo Elizondo, por ejemplo, si bien en su obra el desierto es —como el mar— inmenso, apabullante, silencioso, y el hombre en este medio está solo,23 la relación amorosa que establece con este territorio descubre y revela al ojo común una inusitada belleza de dicho medio, como se ve en la afirmación siguiente: [...] noté que cuando hablaba de lo que veía en el desierto, la gente que ya lo conocía, no lo había visto nunca. Lo veía sin mirarlo. Te pongo un ejemplo. Si tú has ido a Laredo por la carretera. 21 Sada, Daniel. Reunión de cuentos. p. 155. 22 Citado por Llarena, A. Espacio, identidad y literatura en Hispanomérica. 23 Torres, Vicente Francisco. Esta narrativa mexicana. p. 158.
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Atraviesas toda la zona desértica y solo recuerdas lo ancho y lo gris. Pero allí hay vida, el aire sopla entre los arbustos y canta. El oasis es una bendición del cielo, cuando lo encuentras. El aire fresco del desierto es sensacional y, como no hay agua, no hay podredumbre; los aromas del desierto son extraordinarios. Noté que yo observaba muchas cosas en el desierto que la gente no veía, y quise participarlas. Cuando tú amas algo, hablas de ese algo porque quieres que los demás lo amen.24 ¿De dónde surge esta otra forma de contemplarlo, de relacionarse con esta realidad en Elizondo? Sus padres, migrados de pueblos “salitrosos”, de cerros pelones y rocosos a la ciudad, le habían heredado estas imágenes que llevaban en el alma.25 Este vínculo derivado de un lazo vivencial con la tierra norteña provocará una interpretación particular del desierto también en Jesús Gardea, quien, al responder en una entrevista sobre su obsesión con la geografía del norte y la presencia protagónica del sol en su obra, revela: El sol se aparece tanto en lo que escribo, que no alcanzo a saber por qué, a lo mejor es un ajuste de cuentas a su opresión. Trato incluso de sacarlo físicamente y quizá sea mi personaje principal. El paisaje árido que destaco, el polvo y las gentes sin grandes proyectos de vida son experiencias que me marcaron desde mi infancia. Por eso me refiero constantemente a ellos. Y siento que El sol que está mirando es el más autobiográfico de mis libros.26 En cuanto a Gerardo Cornejo, si nos basamos en las reflexiones de Watsuji acerca del desierto y su interrelación con el ser humano, tal vez sea el escri24 Ibídem. p. 159. 25 Sus padres, explica el autor, le habían contado desde niño de este “medio adverso”, sí, pero “en el que se podía vivir” tal y como lo habían hecho sus ascendientes desde hacía 300 años (Ibídem. p. 158). 26 Ibídem. p. 147.
tor que haya comprendido más la naturaleza de esta geografía o al menos tenga otra perspectiva diferente de los anteriores escritores en el sentido de que la representa como en lucha frontal con el ser humano. Recordemos que el filósofo explica que el hombre que no pertenece a esta realidad es quien mejor capta la sequedad del desierto, rasgo definitorio de este medio ambiente. Gerardo Cornejo nació en la cordillera serrana de Sonora, pero, aún niño, su familia emigra a la llanura, entonces inmensa y hostil de lo que hoy es Cajeme. El relato de ese viaje del paraíso serrano a la planicie seca y la colonización de las tierras, se narra en su más celebrada novela, La sierra y el viento (2009). La trama entonces opone dos expresiones opuestas de la naturaleza: los bosques, montañas y agua frente a los áridos y peligrosos llanos sonorenses, los cuales serán decisivos para sus creaciones literarias, como él mismo revela: El poder de la geografía en mi estado natal ejerce una influencia determinante. Si tú naciste en una de las grandes llanuras oceánicas de Sonora la llevas dentro por toda tu vida. Es muy fuerte la presencia del paisaje. Si naciste en la cordillera, como yo, la llevas dentro a donde quiera que vayas.27 En el universo de La sierra y el viento se expresa en sus personajes, su ambiente, su atmósfera una actitud singular ante la hostilidad del medio: aquí se cobra conciencia de vida a fuerza de pelear contra esta acérrima naturaleza. La novela, como decíamos, narra un viaje y la fundación de un pueblo: dos tópicos muy antiguos en la literatura, por eso, en este sentido es un relato mítico. El que cuenta es un niño con el que recorremos el trayecto desde la sierra —paraíso de bosques, cañadas y arroyos— hasta el Valle del Yaqui, ubicado en pleno desierto. La descripción detallada del paisaje y modo de vida serrano con que inicia la novela, hacen más claro el contraste con lo agreste y 27 Cornejo, Gerardo. Como temiendo el olvido. p. 129.
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estéril del territorio que se va a colonizar y la hostilidad del nuevo medio; por ambas cosas, la hazaña de colonización toma tintes épicos. Cornejo narra cómo los mejores terrenos para colonizar se los quedan las familias que ya vivían ahí, la gente de gobierno y los ingenieros y a los serranos recién emigrados les habían dejado “las más lejanas y enmontadas”. Ellos son los que desafiarían “el intrincado espinero”;28 los que caminarían por la tierra caliente entre animales ponzoñosos y desmontarían de cactus bajo un sol de cincuenta grados. Los que sufrirían el tormento del hambre y la sed viviendo entre miles de mosquitos y respirarían el polvo “penetrante, caliente” del terreno que ahora era su casa. Tal hazaña se relata con más detalle en este fragmento: Y lo que siguió fue un enfrentamiento mortal. Aquello no era sino un páramo desértico salpicado de chaparral espinoso que consumía hombres y bestias de carga sin piedad. Cada hectárea exigía tres meses de trabajo empecinado porque había que arrancar los mezquites desde la raíz y tumbar las pitahayas echándose a correr después de cada hachazo para no ser alcanzados por las espinas que saltaban como avispas al impacto. La intrincada maraña de cactos de todas las especies imaginables se prendía en sus ropas rasgadas para hundirse en sus carnes escasas. ¡Cuántas veces nuestras azoradas infancias presenciaron aquellas estampidas de apuro para auxiliar a quien había sido mordido por una cascabel! Parecía que todos los réptiles habían elegido el valle para reproducirse y no hubo alimaña ponzoñosa que no quisiera competir con las demás en su guerra defensiva contra el hombre.29
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fundamento se da en la relación de oposición y enfrentamiento con el medio. En esta región se toma consciencia clara de que la fecundidad del suelo proviene exclusivamente del esfuerzo común del grupo humano, solo así puede sobrevivirse en esta naturaleza agreste y peligrosa que se defiende del dominio humano. No puede darse en estos arenales el sentimiento de ser abrazado por la tierra, no se esperan de ella sus bondades, hay que arrebatarlas a base del dolor, el empeño, la voluntad, la belicidad e incluso la muerte. Por eso se ha dicho que el valor de esta novela se funda en la “epicidad, en el canto a esos hombres que no se rindieron ante el páramo y tuvieron la osadía de plantar pueblos que serían ciudad. Fue la celebración de los hombres obstinados, la memoria de una hazaña en la que seres pusilánimes habrían huido despavoridos”.30 Como se deduce, la obra literaria de los narradores del desierto marcó un hito en la representación sociosimbólica de este paisaje, tan arraigada en el imaginario cultural mexicano al invertir las tradicionales valoraciones y atribuirle un valor estético e identitario. Además, logró afirmar el septentrión mexicano en la cartografía literaria nacional y, al mismo tiempo, legitimar su pertenencia a la literatura mexicana. Por otra parte, su obra trazó un sólido puente con los autores norteños que les sucedieron, herederos en parte, de los universos literarios de estos narradores y como era su deseo, inspiraron confianza “a los jóvenes creadores para que escribieran desde sus lugares de origen y sobre la problemática que les había tocado vivir”.31
En la lectura de este pasaje cobran un sentido claro las consideraciones de Watsuji acerca del desierto como un modo de vida del ser humano cuyo
Bibliografía Cornejo, Gerardo. Como temiendo el olvido. Tomo I y II. Hermosillo: El Colegio de Sonora/Instituto Sonorense de Cultura, 2009. Gardea, Jesús. Reunión de Cuentos. México: Fondo de Cultura Económica, 1999. Giménez, Gilberto; Héau Lambert, Catherine. “El desierto como territorio, paisaje y referente de
28 Ibídem. p. 96. 29 Ibídem. p. 101.
30 Torres, Vicente Francisco. “Gerardo Cornejo, de cuerpo entero”. p. 11. 31 Ibídem. p. 10.
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/ Jesús Gardea (a la derecha) en 1960 Archivo Iván Gardea
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EL EROTISMO SILENTE EN EL CUERPO FEMENINO DEL ESPACIO GARDEANO …si partimos del hecho de que las palabras están cargadas de significación, entonces claro que al usar una palabra va a tener resonancia. Y todo depende de la habilidad o del arte de la persona que la está usando para provocar una resonancia mayor o más intensa. [...] Vamos, las palabras serían mucho como símbolos, aparecen en vez de otra cosa, y quizá entonces el lector de algunos libros míos tendría que registrar con el oído lo que está leyendo. Jesús Gardea
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n Jesús Gardea, la escritura cumple un doble juego erótico que fusiona los deseos por poseer y gozar cuerpos diversos. En el plano textual, Gardea seduce a la palabra, la corteja, la provoca, la explora, la penetra hasta llegar a una decantación que logra la depuración máxima en su poder comunicativo y la vuelve polisémica, sinestésica, sugerente y cautivadora ante el lector, quien no puede mantenerse impávido en esta especie de ménage a trois entre Gardea, la palabra y el lector. A su vez, Gardea también se regocija en la sexualidad, el cuerpo femenino es una entidad que se hace presente en la poesía y aún en las ausencias, como es en el caso de la narrativa tiende a ser la figura del sujeto y el objeto del deseo. En esta dualidad erótica de someterse a la palabra y de sucumbir ante el encanto del cuerpo femenino, el erotismo permea la mayoría de sus textos, en particular Canciones para una sola cuerda, su único libro de poesía y del cual desarrollaré unas cuantas ideas en este trabajo. * Universidad Autónoma de Chihuahua
Decía Octavio Paz del erotismo y la poesía, “el primero es una metáfora de la sexualidad, la segunda una erotización del lenguaje”.1 En el espacio gardeano se puede percibir cómo la sexualidad es una cascada, no sólo de metáforas, sino de imágenes que habitan en el lugar instaurado y es gracias al mecanismo de la poesía que la erotización del lenguaje provoca los más variados deleites y placeres, tanto en la operación de leer, cuanto más en el acto creativo. Al fundirse el erotismo con la literatura, pareciera que la finalidad primaria será la de escapar al tiempo. Si escribir es vencer a la muerte y al tiempo (convirtiéndose en una memoria), aunque sólo sea por el instante en que el lector y autor implícito dialogan y buscan fundirse, se consuma así el más bello acto erótico.2 Como bien los llamó José Manuel García-García, los poemas de 1 Paz, Octavio. La llama doble. Amor y erotismo. p. 49. 2 Sánchez Velázquez, Alejandra. “Penetración alfana: literatura, erotismo y violencia”. Razón y palabra. p. 4.
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Mónica Torres Torija González
Canciones para una sola cuerda son “Imágenes sensuales, alusiones en vaivén erótico que concluyen en el arrullo de los amantes satisfechos. Poemas que pueden leerse como fragmentos desprendidos de su origen y al mismo tiempo, completos en sí mismos, en su significación erótica”.3 Jesús Gardea, al incursionar en la poesía, retoma la conciencia escritural de la palabra, de “conseguir más con menos”, como llegó a expresarlo. Las palabras son utilizadas como una caja de resonancia que exploran las posibilidades de significación, ratificando el valor simbólico que encierran. En este artificio poético, Jesús Gardea deambula por una búsqueda en la composición del poema, en la condensación, en la elipsis y en la consonancia de las palabras. Canciones para una sola cuerda es un texto lírico que refleja el rigor del poeta por encontrar formas de expresión que puedan estar contenidas en el poema en una máxima economía verbal. En un discurso hermético y un tanto críptico, las palabras, que aparentemente irrumpen como cabos sueltos, progresivamente van integrándose, construyendo un andamiaje verbal que proyecta una cartografía poética sumamente erótica, donde el amor, el cuerpo y la sexualidad son sus principales componentes. El análisis del espacio, la imagen y el símbolo en la poesía gardeana permitirá el trazo de la cartografía poética del autor a través del erotismo silente en el cuerpo femenino del espacio gardeano. Jesús Gardea fue un escritor que hizo del oficio es3 García, José Manuel. "Poesía hiperbreve”. Diásporas literarias. p. 12.
critural un artificio cuya peculiaridad estilística fue la concisión, el laconismo y la intensidad. La palabra representó para él un territorio en que el que se podían explorar todos los giros y reveses de la sonoridad y de la significación. Cada vocablo utilizado en su discurso, fue producto de un proceso depurado, minucioso por cincelar una enunciación que en lo menos expresara lo más, una economía gracianesca, que hace gala de una reminiscencia barroca de la agudeza y del arte del ingenio, como bien lo expresaba Gracián al referirse a que “la brevedad es lisonjera, y más negociante; gana por lo cortés lo que pierde por lo corto. Lo bueno, si breve, dos veces bueno; y aun lo malo, si poco, no tan malo. (...) Lo bien dicho se dice presto.”4 El universo narrativo de Gardea lo constituyen once novelas y seis libros de cuentos. La labor creativa de estas historias tienen el denominador común de asumir un poder imaginativo de infatigable audacia, un estilo “pulcro y distinguido”, como lo calificara María Elvira Bermúdez, y apoyado en una mesurada dicción poética, según lo expresara Saúl Ibargoyen.5 La escritura entonces se convierte en un desafío que busca en el estilo la economía. Diría Gardea: para lograr un estilo más depurado, más efectivo, se deshuesa (…) la escritura.6 Quizá por ello, se ha hablado de una estética de la brevedad en su obra narrativa que se extiende 4 Gracián, Baltasar. Oráculo manual y arte de prudencia. 5 Rodríguez Lozano, Miguel. Escenarios del norte de México: Daniel Sada, Gerardo Cornejo, Jesús Gardea y Ricardo Elizondo. p. 96. 6 Torres, Vicente, Francisco. “Jesús Gardea: el obsesivo mundo de Placeres”. Esta narrativa mexicana. p. 145.
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también en su único poemario. En una entrevista con César Güemes, Gardea precisó: —¿Qué es para usted el concepto de economía de lenguaje? —Vamos a decir que gastar lo menos posible y conseguir lo más que se pueda (…). Economizo el lenguaje pero no con el afán de tacaño, sino con la idea en realidad de conseguir más con menos.7 Si la narrativa de Jesús Gardea se distingue principalmente por ser una crónica de un instante imbuida de una estética de la aridez, su poesía no está exenta de ser una expresión que también tiende al laconismo verbal y al tinte impresionista, dibujando espacios que van desde una geografía física hasta el territorio del cuerpo femenino. La voz y la mirada en la expresión lírica se tornan agudas y van forjando cascadas de imágenes que configuran una especie de cartografía poética. El análisis del espacio, la imagen y el símbolo en la poesía gardeana pretende en este trabajo trazar la cartografía poética del autor. Espacio, imagen y símbolo constituyen la tríada poética que sostienen el entramado lírico de Canciones para una sola cuerda. Gardea hace del espacio, como bien lo señala Miguel Rodríguez Lozano, el componente fundamental de su narrativa, pero también en la poesía constituye un pilar esencial aunado al abigarramiento de la enunciación que vuelve hermético el texto. La imagen por otro lado, posibilita toda representación sensible e intuitiva de plasmar en el verso, la experiencia placentera del goce de los sentidos que en la lírica gardeana se reviste de tintes de erotismo. Es a lo que Rafael Lapesa llamaba “Imagen poética como la expresión verbal dotada de poder representativo, esto es, la que presta forma sensible a ideas abstractas o relaciona, combinándolos, elementos formales de diversos seres, objetos o fenómenos perceptibles”.8 Por último, el 7 César Güemes. p. 67. Citado por Romero, Ernesto Emiliano. Tolvaneras de almas secas. Un estudio sobre Jesús Gardea. 8 Fondebrider, Jorge. “Consideraciones sobre la imagen en poesía”. Frac-
símbolo viene a rematar ese vasto dominio impresionista que Gardea ha construido a partir de los espacios e imágenes contenidas en los poemas. Emergen figuras que en el universo lírico se pueden interpretar por su fuerte carga simbólica. Canciones para una sola cuerda es el único libro de poesía de Jesús Gardea, escrito en 1982. Caracteriza este corpus lírico el agrupar 74 composiciones que pudiéramos calificar de poesía hiperbreve, una especie de viñeta poética al estilo de un haikú o de un poemínimo. Ajeno o distante a cualquier forma estrófica o métrica convencional, Gardea explora la construcción del poema a partir de una cascada de vocablos, imágenes en un torrente que en unas cuantas pinceladas dibuja y expresa la sensualidad, el placer y el deseo vinculados a la figura de la mujer compenetrada con un espacio que a su vez le confiere sus atributos y su poder seductor. En un vasto recorrido, una cartografía poética como la describo, Gardea nos invita a recorrer diferentes sendas que se enraízan no sólo en el espacio físico geográfico (externo) sino también en el espacio físico concreto y particular, el cuerpo femenino que irrumpe como un vasto territorio por explorar y conquistar. El espacio, más que una topografía en Canciones para una sola cuerda es una cartografía que nos invita a deambular por espacios construidos, evocados, sugeridos y representados. Se extrae del lugar que sirve como referente, el rasgo esencial que lo transforma en materia poética. Es así, que el ulular del viento o la luminosidad solar son las presencias que habitan en este universo lírico. Estas entidades topográficas son los detonadores que irán trazando la cartografía poética por la que el yo lírico transita. Esta voz enunciativa del sujeto lírico, no dista mucho de la peculiaridad expresiva con que Gardea construye la voz narrativa en sus relatos y novelas. En un laconismo llevado a su máxima expresión, Gardea decanta la resonancia de la palabra tanto en su sonoridad como en su carga semántica. La palabra se desnuda y se cincela de tal tal Revista trimestral.
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manera que en su parquedad radica la intensidad de su valor simbólico. El poema en Gardea es un arrebato sinestésico. Las imágenes que lo constituyen y lo soportan en tanto entramado poético, atisban a representar, a moldear con la palabra, toda la experiencia sensible de estar en el espacio y recorrer el territorio del cuerpo de mujer, ese luminoso objeto del deseo.
nosos y senderos acuosos que destilan la carga erótica que se va permeando en el poemario. Con pequeñas pinceladas, el espacio exterior que circunda el cuerpo de mujer, se funde con la orografía de ese valle donde anidan las palomas, brilla el trigo, y los tigres se aproximan con una fuerza felina que se doblega ante la mansedumbre femenina.
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Yo vuelvo a ti como el río al mar
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como la luz y el viento a las cuerdas de una guitarra sola como tigre al reposo entre las hierbas
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con furia de voces En la negra jaula se oye por las alamedas.
44 y como el sol al verano. El mundo de Gardea en el espacio vertido en su poesía se concreta en las imágenes que proyectan al hombre en la inmensidad del llano, en la aridez del desierto, en la luminosidad del sol, el calor sofocante, el viento que levanta tolvaneras de almas secas, el agua que baña, vivifica y transfigura aquello que humedece. En la vastedad del territorio agreste que funge como escenario geográfico, se instaura un espacio físico más íntimo, impregnado de la corporeidad femenina. El espacio no es entonces un paisaje estático, es un lugar por el que se cabalga, se transita, se explora, se descubre. El cuerpo de mujer es una cartografía poética que va dibujando montes y planicies, caminos lumi-
Blanco añico de sombras en el pinar quieto. Terrestre y azul el camino de los girasoles. Las vagas nubes sin aguaje y sin velamen. La imagen posibilita la explosión de los sentidos
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en un despliegue sinestésico con fuerte carga visual y sonora prioritariamente. Las palabras engarzadas en versos que insinúan más de lo que expresan, van creando una cadencia sonora que armónicamente entonan las canciones para una sola cuerda. Gardea condensa y estruja la palabra de manera que la elipsis es una figura que acompaña a la imagen poética para que en el silencio, paradójicamente, pueda entonarse con mayor viveza la melodía armónica del escarceo erótico del yo poético que entona la canción amorosa. 54 El viento La luna Y las hojas que se persiguen En el sueño de nuestros cuerpos.
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/ Imágenes del Limbo xii Iván Gardea
Me asomé a mirarte como el sol se asoma a una casa Dos palomas tenías en la sombra Un alhelí en las blancas
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fronteras de tu ombligo Agua de mayo corriendo por la hierbabuena de tus piernas Me asomé a mirarte Y dos palomas volaron hasta mí. A partir de la teoría de la expresión poética de Carlos Bousoño, la imagen visionaria que esboza el crítico español, puede asociarse con el tinte impresionista con que Gardea retoca sus versos. Lo que la imagen visionaria nos da a entender no es, en principio, la nitidez de una percepción sensorial, puesto que nada sensorial une la esfera de realidad con la esfera de evocación, sino la intensidad en el sentimiento que un objeto nos provoca. Esto es perceptible en el juego poético que se expresa en la cascada de vocablos que como un ideograma va trazando la cartografía a la que aludía al inicio de este trabajo. Tomando como argumento la postura teórica de Bousoño, Gardea utiliza la imagen visionaria no sólo como resultado del irracionalismo contemporáneo, sino del subjetivismo. Al expresar Bousoño que la actitud subjetivista está apresada en la fórmula “no importa el mundo sino la impresión que el mundo me produce”, dicha aseveración ayuda a comprender el tinte impresionista que prevalece en la poesía gardeana y en ese irracionalismo verbal producto del subjetivismo lírico.9 Por último, el símbolo en el texto gardeano. Dentro del corpus lírico, encontramos una serie de figuras 9 Bousoño, Carlos. Teoría de la expresión poética. p. 230.
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simbólicas que vigorizan el tinte erótico del poemario. Tomemos como ejemplo al tigre que está presente en varios de los poemas. Según Ricoeur (2012), el símbolo es una estructura de doble sentido que posee un momento semántico y uno no semántico. El momento semántico está representado por la relación entre el sentido “literal y el sentido figurativo de una expresión metafórica”, lo que permite advertir cuándo el símbolo funciona como un “excedente de sentido” con respecto al sentido literal: “el excedente de sentido es el residuo de la interpretación literal”. Desde la perspectiva de este autor, es la comprensión del sentido literal lo que nos permite ver que un símbolo proyecta más sentido: Sin embargo, para aquel que participa del sentido simbólico, realmente no hay dos sentidos, uno literal y el otro simbólico, sino más bien un solo movimiento, que lo transfiere de un nivel al otro y lo asimila a la segunda significación por medio del literal.10 El encuentro erótico comienza con la visión del cuerpo deseado. Vestido o desnudo, el cuerpo es una presencia: una forma que, por un instante, es todas las formas del mundo. Apenas abrazamos esa forma, dejamos de percibirla como presencia y la asimos como una materia concreta, palpable, que cabe en nuestros brazos y que, no obstante, es ilimitada. Al abrazar a la presencia, dejamos de verla y ella misma deja de ser presencia. 3 La sola mirada del tigre levanta polvo de palomas 10 Ricoeur, Paul, citado por Lilia Leticia García Peña en "Nociones esenciales para el análisis de los símbolos en los textos literarios". Revista electrónica de teoría de la literatura y literatura comparada.
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en el horizonte de tu cuerpo tendido y manso junto al mío.
4 Sola la voz de mi caracol somete en tu rica grupa a los rápidos tigres del tiempo. Gardea utiliza al tigre como figura simbólica que encarna la ferocidad que se desata ante la provocadora sensualidad que despide el cuerpo de mujer. Cual animal que se deja llevar por sus instintos, el tigre, de ser cazador furtivo se convierte en presa, al sucumbir al objeto del deseo que es la mujer. Ante la fiereza del felino, contrasta la delicadeza de la grupa femenina o de las palomas que cobijan el arrebato de la pasión enardecida. El tigre es quien realiza propiamente a través de su mirada, de su transitar por el espacio, el itinerario espacial trazado por la cartografía poética impregnada del erotismo. Expresaba Jesús Gardea que las palabras al estar cargadas de significación van a tener resonancia. Pues bien, el riguroso empeño por provocar una mayor resonancia, mucho más intensa, queda de manifiesto en su poesía y rescata la sonoridad primigenia que caracteriza a la lírica. Canciones para una sola cuerda hace honor al título al ser precisamente esa melodía
entonada a partir de una sola cuerda, el leitmotiv erótico que subyace en cada poema. Esta incursión del autor en la poesía, constata la peculiaridad estilística con que Jesús Gardea logra fusionar en una cartografía poética, la exploración del espacio (físico y geográfico) aunado a un territorio erótico que surge a partir de las imágenes visionarias que se derivan de las representaciones sensibles que las constituyen y desembocando en figuras simbólicas que ratifican la sonoridad y la carga semántica de una exploración amorosa realizada a través de un recorrido por el espacio, la imagen y el símbolo. Trazando un puente poético entre este corpus lírico con el universo narrativo de Gardea, valdría la pena señalar la persistencia de la mujer como la metáfora del deseo. En ese conglomerado de “tropa de infelices”, el hombre se suspende en el tiempo y en el espacio, gracias a la presencia/ausencia de la mujer. Tienen el poder de ser un tanto visionarias, cual pitonisas que logran vislumbrar los enigmas de la existencias, no vaticinando el futuro, por el contrario, descifrando lo que acontece en la inmediatez, en el aquí y en el ahora. Su protagonismo en Placeres, encarna el erotismo silente, un sortilegio placentero que brinda cobijo y arropa a quienes interactúan con ella. ¿Qué hay más allá de ese cuerpo femenino que se desea? Existe una voz y una mirada que propicia el movimiento del engranaje de la vida de los otros personajes masculinos, para evitar que se queden presos en ese estatismo, en la quietud de la desolación y en la aridez de la vida rutinaria y monótona de Placeres. En cierta manera, los personajes de Gardea son cuerpos que transitan en Placeres, ese paraíso perdido que les restriega en su faz, el “sofocado infierno” en el que viven. En el imaginario gardeano, la figura de la mujer como cuerpo, en presencia y en ausencia, deseado, evocado, gozado, irrumpe en la aridez del llano, colmándolo de agua vivificadora, bálsamo para la soledad, paliativo para la naturaleza agreste y un tanto hostil. El personaje femenino es más un entidad corpórea que una figura actante. Como silueta aparece
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y se desvanece en el presente y en el recuerdo; en esa memoria que se regocija por la cercanía física que logra darse por el deseo que convierte el espejismo en una realidad presente por efímera que ésta sea. Las palabras se trascienden a sí mismas, comunican, construyen, transfigura el sentido con el que suelen tergiversar el significado original; propician que los signos entren en rotación y entonces se desata el festín polisémico con el que Jesús Gardea nos deleita en todos los rincones inusitados de su decantado lirismo. Referencias bibliográficas: Bousoño, Carlos. Teoría de la expresión poética. Madrid: Gredos, 1976. García-García, José Manuel. “Poesía hiperbreve”. En Diásporas literarias. Página 12. 2015. Enero. Web: http://web.nmsu.edu/~jmgarcia/dpoesiahiperbreve.html García Peña, Lilia Leticia. “Nociones esenciales para el análisis de los símbolos en los textos literarios”. Enero Revista electrónica de teoría de la literatura y literatura comparada. 2012. 18 de febrero de 2015. http:// www.452f.com/pdf/numero06/06_452f-mis-lilia-leticia-garcia-peña-orgnl.pdf Gardea, Jesús. Canciones para una sola cuerda. México: Universidad Autónoma del Estado de México, 1982. Gracián, Baltasar. Oráculo manual y arte de prudencia. 1647. Huesca, Juan Nogués. http://www.liceus.com/ cgi-bin/aco/lit/01/022690.asp Güemes, César. “Recibirá el escritor Jesús Gardea un homenaje nacional hoy en el inah”. La Jornada, 18 de octubre. p. 25. Citado por Romero, Ernesto Emiliano. Tolvaneras de almas secas. Un estudio sobre Jesús Gardea. México: Project Gutenberg Self Publishing Press, 2007. Fondebriderf, Jorge. “Consideraciones sobre la imagen en poesía”. Fractal Revista trimestral. Junio, 2006. 10 de febrero de 2015. http://www.mxfractal. org/sumario41.html Paz, Octavio. La llama doble. Amor y erotismo. México: Seix Barral, 1993.
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57 De ti me vienen como del cielo mĂĄs alto la luz que abre mis puertas el aire inmenso que impulsa mi barca los dĂas los dĂas mejores.
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Pienso que la soledad, el silencio y la muerte, debo traerlas dentro y por eso hablo de ellas con tanta naturalidad. Jesús Gardea1
1 Castañeda, Salvado. “Entrevista con Jesús Gardea. Premio Villaurrutia. Un mundo auténtico”. La semana de Bellas Artes, No. 168. p.12.
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RÉQUIEM POR
JESÚS GARDEA ROCHA Mónica Torres Torija González
Jesús Gardea Rocha nace en Cd. Delicias, en la calle 2a. Norte no. 205 a las 3:00 de la mañana del día 2 de julio de 1939, sus padres fueron Vicente Gardea V. y Francisca Rocha. Hizo sus primeros estudios en la escuela primaria No. 306, la secundaria en la escuela Benjamín N. Velasco en Querétaro, su bachillerato en la Ciudad de México, su carrera de cirujano dentista en la Universidad Autónoma de Guadalajara y ejerció su profesión en Ciudad Juárez. En su tiempo libre leía mucho con verdadera avidez, por supuesto una avidez selectiva, pero es hasta los 40 años cuando empieza a escribir su obra. Parco y lacónico en el hablar, hosco y directo en sus comentarios, fue un artífice de la palabra con la firme convicción de hacer de la escritura no sólo un oficio alimentado por la vocación, sino su razón de ser.
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escribir al autor, evocar la figura del escritor y rendir un homenaje póstumo a su obra son las intenciones de estas orquestaciones de voces que tienen como fin este cometido. El conjugar estas miradas, percepciones y aprecios pretende bosquejar la figura de un artífice de la palabra, un prestidigitador de la eufonía, que hizo de la imagen, la luz y la fiesta verbal una constante efervescencia de significados que incitan al lector a un reto por desafiar lo que la palabra puede contener y detonar en un constante ajuste de tuerca estilístico y ficcional. Así era Gardea, el escritor que caía preso por la magia seductora de la palabra, el tono, el ritmo y el paisaje palpitante de sus recuerdos. En este Réquiem por Jesús Gardea Rocha, quiero transitar por el imaginario de Placeres, por el lirismo de su prosa y la poética de la desolación, acompañada de un conjunto de voces que me permitirán reconocer el territorio gardeano. Para ello, recurro a escritores, narradores, investigadores, académicos, amigos y allegados de Gardea, donde cada uno aportará una valoración en torno a la figura de autor, su obra y su repercusión en las letras mexicanas. Para este efecto, he dividido en tres grandes bloques el Réquiem:
1. Semblanza del autor y su obra. La presencia de tres retratos describen con tres miradas distintas y acaban por delinear la semblanza de Gardea en su faceta más humana. Cada retrato va acompañado a su vez por tres reseñas del universo ficcional de Gardea, que complementan el imaginario del autor. 2. Diálogo con el escritor. En una recopilación de las diferentes entrevistas realizadas en vida al autor, se extraen aquellas preguntas que se consideran relevantes para integrar el pensamiento estético que nos permita esbozar la poética gardeana. Cada diálogo se acompaña con un juicio crítico valorativo de su obra realizado por uno de los tantos estudiosos de Gardea enmarcado en un cuadro o por una cita textual de uno de sus relatos o novelas. 3. Legado del autor. Finalmente, se cierra con algunas opiniones de la crítica que se considera que terminan con el encuadre del autor y con algunas valoraciones que, a juicio personal, caracterizan la poética del autor.
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Semblanza del autor y su obra Carola Amparán Jesús escogió el camino difícil: el rumbo incierto, inseguro y responsable de la libertad de ser; la aventura de la curiosidad intelectual, emocional y estética. Tanto le importaba alimentar la inteligencia, como consentir los sentidos y la intuición. Vertical y monofacético en su quehacer; era multifacético en las disciplinas del conocimiento humano. Hurgó en las cosas de la naturaleza; y en las cosas del hombre. El placer estético de la música (Beethoven, Handel, Bach, tanto como zarzuelas, Vivaldi y Bartok), y de las formas (la arquitectura colonial, el barroco mexicano, los monumentales edificios mesoamericanos, la pintura y escultura del renacimiento). El mundo de las ideas, de la teología, de la historia, la sociedad, la economía; la literatura; el origen del universo, de la vida, del hombre, la neurofisiología, los sentidos, poesía, filosofía, metafísica y la magia. No tuvo rediles ni confines. Buscó en los conocimientos no por su utilidad; ni por vanidad, pose o esnobismo. Era la búsqueda por el conocimiento mismo. Era por la experiencia de ser hombre (…) Hombre fuerte, muy fuerte. Y tierno también. Denso y ágil. Duro y flexible. En ocasiones muy intrincado y enzarzado, podía ser también sencillo, plano y llano. Arrogante, muy arrogante crítico de la sociedad dócil, manipulada y obediente…, y también diáfanamente humilde ante la organización natural del universo y los colores y olores de una flor, ante el mundo de las ideas y del conocimiento, de la emoción estética y mística, del sufrimiento humano y animal, y los imponderables naturales de la vida (…) Hombre de palabra directa, sencillo, pura, recortada, sin tersuras ni diplomacias, prefirió la desolación a la enajenación de su ser, vulnerable a fuerza de su desarrollada sensibilidad.1
formación de Placeres a lo largo de sus novelas incluye una fisonomía cotidiana y al mismo tiempo misteriosa, donde la vida y la muerte mantienen una estrecha relación en situaciones temporales que parecen, en ciertas ocasiones, estar en movimiento. El espacio narrativo es ya una metáfora de la soledad, del furioso y apasionado silencio con que los personajes observan y viven el devenir, el dolor y la muerte. Vastedad y silencio rodean a esos seres cuyo signo anímico más evidente es la renuncia, el nihilismo llevado a sus últimas consecuencias. El estilo de Gardea se sustenta en un lenguaje concentrado, sustanciado en la metáfora con un tono de lacónica oralidad, el cual siempre, más allá del desierto o la urbe, revela ese tiempo suspendido en el instante privilegiado de la palabra literaria. El tiempo es la gran vastedad —fugitiva, avasallante, inasible— que intenta explorarse y apresarse. Jesús Gardea, taumaturgo del silencio, la reminiscencia y la metáfora ha logrado ambas cosas.2
Ysla Campbell En la obra de Gardea, el espacio narrado —el llano, el desierto— ha penetrado la dimensión mítica. La con-
Daniela Tarazona El hombre ha vestido y calzado lo justo. La vestimenta que porta es simple y sin ningún adorno. En él, la austeridad no es un acto de renuncia, sino una inclinación natural. Su entrecejo muestra las arrugas de la incomodidad, o la pregunta de un monje inconforme ante los designios del altísimo. Se llama Jesús y escribe. ¿Qué preguntas guarda este hombre? Jesús indaga la composición de la materia: el polvo plateado dentro de un haz de luz, el brillo de unos botones o el movimiento de un cuerpo en el espacio para observar las consecuencias de su trayecto. Hay comensales en una mesa que se ven como semejantes por su presencia, cuyos cuerpos ocupan un sitio; huelen la combustión de los árboles donde florece el fuego. Y el Sol es fulminante muchas veces, nubla la visión de los objetos, elimina los contornos, reitera su calor insoportable. Jesús se inclina sobre la máquina de escribir y dice, en el silencio de su mente: el ritmo de las teclas guía
1 Amparán, C. “Jesús Gardea: un aventurero intelectual y estético”. Jornadas literarias 2000 Jesús Gardea.
2 Campbell, Ysla y María Reina. Textos para la historia de la literatura chihuahuense.
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la composición de estas páginas. El sonido regresa a él, así la máquina responde a su escritura. Las letras replican con golpes secos. Sí, las palabras que ha escrito Jesús Gardea son golpes de martillo en la dura superficie de una piedra.3 Alfredo Espinosa Leer la obra de Jesús Gardea es sentir el infierno que nos corresponde vivir. Hay lumbre en sus libros; sus palabras nos encandilan con luz poderosa (…) un lenguaje urdido como una música de encantamiento. Por las calles de Placeres anda el sol prendiendo fuego, despellejando al mundo, chupándole la vida al llano. Placeres, sofocado infierno, debajo de su suelo, la piedra impenetrable (…) Es quieto Placeres, y silencioso. Como si tuviera muertos los ruidos, ahogados por la calma y el calor. Placeres: pudrición del silencio. Puebla las casas de espanto, las llena de olvido. Lugar envejecido prematuramente en que las esperanzas ya no cuentan, ya no viven. La soledad de la calle es enorme, como si ya no hubiera mundo. Polvo y sol nada más. En el horizonte se alzan las tolvaneras. Placeres es mucha soledad. Placeres es un pueblo muerto en el cual impera el frío o el calor, el polvo y la tierra, la sequedad y la dureza del desierto.4 Eduardo Antonio Parra Un narrador violento. Un poeta de la prosa. Un fabulador que se dio a la tarea de plasmar en su obra la vida de los hombres en el desierto chihuahuense, una vida siempre agónica, solitaria, lenta, como el magma verbal con que esculpe sus historias. Porque el lenguaje de Gardea, más que propiamente fluir, se acomoda palabra por palabra como si dotara de volumen a una figura inmóvil que puede contemplarse desde cualquier ángulo. Sus construcciones son precisas, medidas con precisión, aspiran a perdurar igual que un relieve o una escultura en piedra., Y es con esas palabras con las que modela a sus personajes: seres gra3 Tarazona, Daniela. “La consistencia de la luz. Testimonio”. Tierra Adentro. p.16. 4 Espinosa, Alfredo. “Jesús Gardea. El sol que estás mirando”. Al margen.
níticos, toscos y frágiles al mismo tiempo; quebradizos pero duraderos.5 José Manuel García García Jesús Gardea ha creado un antiparaíso, un pueblo remoto, no al oriente del Edén, sino al norte del centro de la fantasía mexicana, lejos del Palacio de Hierro, la colonia Roma y lugares circunvecinos: Placeres, tan lejos de la capital y tan cerca de ninguna parte; geografía excéntrica al mito de Macondo y a la historia posrevolucionaria de Comala. Placeres, toponimia textual que extiende sus llanos por seis novelas y cuatro libros de cuentos. (….) Placeres (geografía poética). Municipio del distrito judicial de Camargo, Chihuahua. Limita al norte con Garita y Meoqui; al sur con Saucillo y al oeste con Rosales. Su extensión superficial mide 450 kilómetros cuadrados y su población es de 51,596 habitantes. Toda su población es blanca y mestiza, no existiendo indígenas de ninguna tribu. Su territorio es generalmente plano, su clima semiárido, la economía es fundamentalmente agrícola. Su categoría de pueblo se confirmó en octubre de 1981, fecha en que se publicó El sol que estás mirando. Su primer habitante fue el viudo Lautaro Labrisa, un errante que vivió en el “último círculo de la espiral” del desierto, purgando la culpa de los ermitaños: monacal, nostálgico, masturbador y enamorado de la ausencia. Y la primera familia fue la Gálvez y la segunda fue la Paniagua en el texto El tornavoz (1983). Y en Placeres hubo guerra y enemigos que buscaban su propia muerte: La canción de las mulas muertas (1981) Soñar la guerra (1984). Y hubo dos robos y dos castigos Sóbol (1985) y Los músicos y el fuego (1985) ¡Ay Placeres de mis genealogías! Leónidas Góngora le cantó a las mulas muertas a Fausto Vargas y éste perdió su fábrica de refrescos y después para ambos fue la tortura de vivir bajo el sol ardiente de Placeres, y para ambos vino la muerte; Vargas se suicidó, Góngora se dejó matar. Y mientras tanto, seamos sincrónicos, el (místico) tío (loco) Cándido es visitado por los ángeles 5 Parra, Eduardo Antonio. “La presencia de Jesús Gardea”. Avispero.
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y los santos, y después de muerto busca a su sobrino Isidro y lo enloquece. E Isidro tuvo un hijo, Jeremías Paniagua, que vivió en un mundo real maravilloso de milagros y conversaciones con el muerto tío (loco) Cándido que le pedía un tornavoz. Y Asís sueña una guerra donde mal organiza a un puñado de hombres para pelear contra el gobierno y fracasa. Entonces, ya muerto Asís, vaga por Placeres para contar(nos) las consecuencias de sus sueños; entre otras la muerte heroica del perro Fermín, el más humano de nuestra literatura. Los músicos tocan bajo el fuego de Placeres y su patrón y cómplices (Casio, Valdivia, Barbosa y Luján) roban unos objetos innombrables a los placerenses Matos Bistráin, Tanili Amezcua y Mediana. Y mientras tanto, el (aprendiz de brujo) Mauro Tolinga le roba a Sóbol una cucharilla y éste con sus cómplices (Coruco Avitia, Pastorela y Rafles) planean la muerte de Tolinga.6
6 García-García, José Manuel. “La geografía textual de Placeres”. Plural. p. 55-56.
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Diálogo con el escritor 1 Margarita Pinto: ¿Cómo fue que se inició en la literatura? ¿Por qué y cómo empezó a escribir? Jesús Gardea: Realmente empecé tarde. A los 22 años descubrí la literatura norteamericana y empecé a leer, tanto filosofía, como poesía y narrativa. Hablo de un descubrimiento porque realmente jamás me había acercado a este campo. Yo nací en Delicias, una ciudad muy pequeña, hice mi carrera en Guadalajara, que desde entonces ya era una ciudad casi tan importante como la capital. Evidentemente ahí encontré un ambiente cultural mucho más propicio, lo que me permitió entrar en contacto con un mundo para mí totalmente desconocido. Los cinco años que pasé en Guadalajara fueron de una soledad infinita, rota únicamente por las lecturas en la Biblioteca del Consulado y por las largas caminatas que solía dar por la ciudad y los campos aledaños a ésta. Recuerdo que podía pasar hasta tres horas seguidas leyendo a Whitman para después salir al campo y caminar, lleno de su poesía y de imágenes.7 Alejandro Badillo: En Gardea, como en todos los escritores cuyas obras trascienden el tiempo, hay muchos niveles de interpretación y entendimiento. Hay, también, un diálogo que se profundiza con cada nueva lectura. En cada entrega, (…) estira el lenguaje, le arranca pedazos, hace malabares con la sintaxis, pone en voz de sus personajes discursos imposibles. Uno de los aspectos valiosos en la obra de Gardea es la capacidad de transformar la prosa y llevarla a diversos registros y experimentaciones. En su narrativa confluye no sólo la vocación por contar una historia sino por explorar, de lleno, la forma de hacerlo (…) La prosa de Gardea, condensando expresiones pero también expandiendo significados, es, en realidad, una especie de palimpsesto: escribir una y otra vez sobre una misma superficie.8 7 Pinto, Margarita. “Entrevista con Jesús Gardea”. Sábado. p. 22. 8 Badillo, Alejandro. “La escritura obstinada: Los cuentos de Jesús Gar-
2 Margarita Pinto: ¿Cómo se decidió a hacer un libro de cuentos? Jesús Gardea: En 1977, José Luis González me propuso que enviara mis cuentos al Premio Nacional de Cuento de San Luis Potosí; en noviembre de ese mismo año salieron los resultados y mi libro obtuvo una mención, ya que quedó en segundo lugar. Lo llevé a Diana para que se publicara, pero jamás salió. José Luis me propuso llevarlo a Siglo xxi y el Dr. Arnaldo Orfila aceptó que saliera ahí. Un año más tarde, en 1980, Joaquín Mortiz me publicó Septiembre y los otros días y dentro de poco saldrá una novela mía, El sol que estás mirando, que editará el Fondo de Cultura Económica.9 Juan Domingo Arguelles: Todos los libros de Jesús Gardea tienen que ver con Placeres, incluso cuando no lo nombra. Los cuentos y las novelas de este escritor no se han perdido, sin embargo, en la nebulosa facilidad de las anécdotas, ha ido más allá y, sin concesiones, ha fundado una narrativa como no hay otra en México: rigurosa, exacta como una maquinaria de relojería (como alguien ha dicho por ahí), sorprendente, inusualmente poética y, sobre todo, poseedora de un dominio verbal que la hacen diferente a cuanta literatura (buena o mala) se produce en México.10 3 Margarita Pinto: ¿Por qué la muerte aparece constante, de muchas formas, pero siempre está presente en tu obra? Jesús Gardea: Es una vivencia que yo no siento conscientemente. Mis personajes me llaman, me invitan a reflexionar sobre la muerte, como si ellos fueran los que estuvieran meditando, pensando en ella. Esta reflexión sobre la muerte es, paradójicamente, una redea”. Crítica. p. 5-6. 9 Pinto, Margarita. Op. Cit. 10 Argüelles, Juan Domingo. “El diablo en el ojo. Noticias y divulgaciones (I)”. El Universal.
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flexión sobre la vida y, aunque esto último es un lugar común, es evidente que los textos resultan vitalizadores por esa constante presencia de la muerte en ellos.11 En la calle, pequeños remolinos de polvo se persiguen. Son las doce del día y desde temprano ha estado soplando, flojo, el viento. Las sombras están de pie junto a las paredes, deslumbradas y mordidas por la resolana. Los tres árboles que hay en la calle soportan mal el furor de agosto. El calor casi los hace arder. Sus ramas rechinan como puertas viejas. Juan Zamudio, como vino al mundo, ve y oye todo esto.12 4 Margarita Pinto: Otra constante en tu obra es la profunda desesperanza que invade a la mayoría de sus personajes. Jesús Gardea: En el fondo, nosotros estamos siempre del lado de los fracasados; los personajes de mis cuentos parece ser que se inscriben en este mundo. Y creo que ésta es la situación real de cada uno de nosotros; esa reflexión no la hago a partir del texto. La presencia de mis personajes es paralela a mis vivencias, yo quedo fuera de ellos. Más que un manejador de personajes, soy un contemplador de ellos. El ejercicio de escribir, para mí, es un testimonio del mundo en que están viviendo.13 Leonardo Martínez Carrizales: Gardea llama la atención sobre las peculiaridades del acto de narrar. El ritmo con el cual se suceden las palabras y las frases: el orden gramatical de la sentencia y el peso de verbos, sustantivos y adjetivos; las posibilidades de significación de la sintaxis; el punto de vista y las facetas elegidas por el punto de vista en el objeto de su atención; una revisión radical del orden valorativo de los objetos que importan a punto de vista; la metáfora y la 11 Pinto, Margarita. Op. Cit. 12 Gardea, Jesús. “Hombre solo”. Los viernes de Lautaro. p. 17 13 Pinto, Margarita. Op. Cit.
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comparación poética como recursos narrativos. Gardea prefiere preguntarse por los misterios de la narración, antes que por las causas del dolor de cabeza de algún personaje. Una pregunta ingenua y compleja a un mismo tiempo: la pregunta que se hace un hombre que comienza a redactar y un escritor consumado.14 5 Sonia Morales: ¿Por qué tus personajes están inmersos en una insondable soledad? Jesús Gardea: ¿Quién sabe por qué ellos quieren vivir así? Parece que forman una tropa de infelices. Así viven y así hay que aceptarlos. 15 El sol, al golpear el polvo de la calle, levantaba nubecitas que nublaban los pasos del grupo. El pueblo estaba muerto. La cal, en la fachada de las casas, ardía con furia. Atrás de las puertas y ventanas cerradas, se oían rumores lejanos de voces, como de gente que anduviera a tientas por un vericueto. En los pretiles había pájaros soñolientos, tan grandes como cuervos. Los hombres los despertaban con el vago ruido de las alas de sus sombreros o abanicos, pero en seguida volvían a dormirse, y a mover, en el sueño, el pico ganchudo. El lanchero iba triste, desolado por la blancura de las paredes y por los efectos de la cerveza.16 6 Vicente Francisco Torres: Hablando de la comparación con la geografía rulfiana, ¿No piensas que esta semejanza pueda derivar de la misma geografía en que están inmersos? Jesús Gardea: Quizá no de la misma geografía, porque la de él es distinta, Comala y su región son otras. Tal 14 Martínez Carrizales, Leonardo. “Estrategia Narrativa". Suplemento Cultural El Financiero. p. 57. 15 Morales, Sonia. “Jesús Gardea: Mis personajes, una tropa de infelices”. Proceso. p. 47. 16 Gardea, Jesús. “El mueble”. Los viernes de Lautaro. p. 53.
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vez lo que sí haya sea una misma actitud vital ante el medio ambiente. El sol se aparece tanto en lo que escribo que no alcanzo a saber por qué; a lo mejor es un ajuste de cuentas a su opresión. Trato incluso de sacarlo físicamente y quizá sea mi personaje principal. El paisaje árido que destaco, el polvo y la gente sin grandes proyectos de vida, son experiencias que me marcaron desde mi infancia. Por eso me refiero constantemente a ellos y siento que El sol que estás mirando es el más autobiográfico de mis libros”.17 Sergio Cordero: La presencia del sol es determinante en la obra del narrador chihuahuense, Jesús Gardea. No sin razón, la crítica lo considera uno de los herederos más dignos de Juan Rulfo. Ambos recrean de manera muy personal los elementos del paisaje nativo; terminan convirtiéndolos en metáforas del modo de ser del hombre de sus respectivas regiones. Rulfo resumió la compleja psicología de los habitantes del sur de Jalisco en un solo pueblo: Comala. Su escritura asimiló con tal profundidad esa desolada geografía que puede hablarse ya de una desolación rulfiana. De modo similar, Gardea resume la aplastante luminosidad del sol, la vastedad del desierto, la frontera entre la lucidez y el delirio que atraviesan siempre sus personajes, en un solo pueblo: Placeres. Ahora también puede hablarse de un sol gardeano.18 7 Vicente Francisco Torres: ¿A quiénes consideras tus maestros? Jesús Gardea: A los americanos: Hemingway, McCullers, Dos Passos, Faulkner, con todos ellos empecé a leer. De Hispanoamérica puedo citar a José María Arguedas —es uno que a mí me gusta muchísimo— 17 Torres, Vicente Francisco. “Jesús Gardea: mis maestros son los americanos”. Revista Mexicana de Cultura. 18 Cordero, Sergio. “Entrevista con Jesús Gardea, Fundo espiritualmente a Delicias”. La Jornada de los Libros. p. 8.
aunque algunos que truenen y suenan como Lezama Lima y Onetti, entre los que ahora recuerdo.19 …el calor hincha el aire y me aplasta y me sofoca. Es un sapo de lumbre. (…) El calor es terrible. Me deslumbra, dolorosamente, la luz intensa de la mañana. Camino unos pasos a ciegas, en el hervor general de todo lo que me rodea.20 8 Federico Campbell: ¿Hasta qué punto su aislamiento, su lejanía de la sociedad literaria capitalina, le ha permitido desinhibirse más narrativamente, soltarse más sin las a veces involuntarias censuras de “los otros”? Jesús Gardea: Es posible que ese aislamiento me haya permitido ser yo, o más yo, sea esto lo que sea o quien sea. Juan Cuerdas, y no la imagen de un escritor que cuenta como Dios le da a entender, y no en sentido figurado, sus cosas. El único compromiso que tengo es conmigo mismo y con las voces que luego me habitan. Nada tengo contra los críticos, que por lo demás han sido muy bondadosos con mi trabajo. Lo que pasa es que no les sigo la huella, porque entonces seguiría la de ellos y no la mía. No leo los periódicos y las revistas literarias me tienen sin cuidado. Mi ignorancia por ese lado, pues, también es colosal.21 Nedda G. de Anhalt: En Placeres, ese pueblo mágico creado por Jesús Gardea, las voces giran como el viento mientras cuentan o susurran secretos. Pues en Placeres, poblado de sombras largas —tan largas como las de J. A. Silva y su hermana— no se puede dormir. Es imposible. Sus pobladores no conocen los sueños. Ni los verdaderos ni los falsos. El insomnio permanente se instala en los elegidos. Así, unos estarán condenados a la vigilia constante (Isidro) otros a ensoñaciones de deseos no realizados (Marta 19 Torres, Vicente Francisco. Op. Cit. 20 Gardea, Jesús. “Soliloquio del amargo”. Los viernes de Lautaro. p. 102 21 Campbell, Federico. “Jesús Gardea: Algunas regiones del noroeste se incorporan ya a nuestra literatura”. Proceso. No. 374. 24 de diciembre. 1983.
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Licona con Omar Vitelo) y sólo uno será el predestinado a inaugurar una raza de visionarios (Cándido). El pueblo vive de sus seres muertos, y éstos a su vez reviven en la conciencia de sus habitantes. “Placeres” es un pueblo engendrado por el calor obsesivo, donde la vida no ha de volver si alguna vez estuvo en ella), donde los deseos se secan, y cuyos pobladores, muertos en vida, experimentan un “hambre nuestra de primaveras”. Estos muertos que “mueren de muerte”, en esa zona de tormentos expiados, quieren vivir — hasta una hoja muerta quiere vivir—. ¿Qué hacer entonces, si “Placeres” es un rincón olvidado del infierno, donde no existe el futuro, y el presente es un pasado inacabable? Sólo queda aspirar hacia arriba y elevarse hasta el cielo.22
mamente me ha dado por pensar que si el tío Gabriel fue uno de los fundadores del pueblo en lo material, yo por lo contrario, a lo mejor lo fundo y lo bautizo según el espíritu, según la palabra. Qué locura. Por razones psicológicas, cuando no sean por otras que ni siquiera imagino y que nada tendrían que ver con la psicología, bauticé Placeres a Delicias (el agua del bautizo transfigura). Sentí o creí sentir, que para habérmelas más o menos bien con mis personajes y su medio, y su aire, y su sol, necesitaba crear, entre ellos y yo cierta distancia que paradójicamente es, al mismo tiempo, acercamiento, casi intimidad. Pues bien, sentí, repito, entonces, lo otro: que si yo me mentaba la palabra Delicias, ellos y su mundo, huirían de mí. Tenía que buscar yo otro nombre para poderlos traer al papel, a los corralitos de papel.23
9 Federico Campbell: Uno sospecha que la ciudad de Delicias está por ahí, presente, una entidad literaria en cierta forma inventada pero también real, una Delicias subjetiva, adolescente, tal vez. ¿Cómo irrumpe la ciudad como referente geográfico en tu universo ficcional? Jesús Gardea: Delicias acaba de cumplir 50 años de fundada el año pasado. Yo voy a cumplir 45 el año que entra, en el verano. Con esto quiero decir que ese pueblo y yo vamos casi parejos en el tiempo, nacimos casi juntos. Pero ¿de dónde vine yo y de dónde Delicias? A mí no me gusta Delicias. Hay algo allí en sus gentes, en la ciudad, que no me suena a cosa de aquí y que se me escapa y no puedo precisar qué es. Quizá algún día alguien confirme lo que yo siento. Dos tíos, por ahí. Uno que a la muerte de mi padre, hace 32 años, se quedó a vivir con nosotros; hermano de mi madre y extraño hasta la pared de enfrente. Algún día quizá yo cuente su vida. El otro, hermano de mi padre, fundador de Delicias, empleado de aquella Comisión Nacional de Irrigación que luego fue Recursos Hidráulicos. Últi-
El ruido se mueve, se aproxima. Las piedras revientan de sol. La sequía no va a dejarnos nada: ni el juicio siquiera. Dicen que en el llano andan almas resucitadas de animales. Que llevan en orden sus huesos pisando firmes la tierra. Tantos años sin agua dan para todo. Espantos y fantasmas. Suena, acompasadamente, el ruido: dos golpes, y luego, vuelta a empezar. Qué bochornos. Y, de pronto, una ola de cálido silencio. No es el de todos los días, y la ola ha arrastrado una sombra hasta mi puerta. Me oscurece el aire.24 10 Sergio Cordero: ¿Cambió mucho Delicias de tu infancia a la fecha? ¿Cómo era entonces? Jesús Gardea: Delicias fue fundado en el puro llano, en el páramo. Eran tierras no cultivadas que al gobierno le interesaba rescatar. Para ello, el presidente Elías Calles fundó el sistema de riego número cinco. Se construyó la presa La Boquilla, que alimentaría a este sistema de riego, y también los canales. Una vez hecho eso, el gobierno regaló la tierra a los colonos. Delicias
22 G. de Anhalt, Nedda. “Novela. El tornavoz. Vivir de muerte”. Sábado. p. 12.
23 “Novela e historia: Fernando del Paso, Jesús Gardea, Jorge Aguilar Mora”. Proceso. 24 Gardea, Jesús. "Arriba del agua". De alba sombría. p. 311
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se fundó a los lados de estos canales de riego. Hace 40 años el paisaje de Delicias era puro mezquite, puro sol y pura tierra. Naturalmente, la misma posibilidad de tener agua en la región hizo que, con el tiempo, se volviera una zona verde. Delicias tiene 53 años. Yo voy a cumplir 48. Ella nació cinco años antes que yo.25 Ignacio Trejo Fuentes: El epicentro de ese universo es Placeres, un poblado que sintetiza muchos como existen en el norte de México, con sus características perfectamente definidas que hacen que los lectores recuerden de inmediato otros célebres escenarios de la literatura universal: Santa María (Onetti), Yoknapatawpha (Faulkner), Plan de Abajo (Ibargüengoitia), etc. Salvo por algunos relatos, toda la obra de Gardea se inscribe en Placeres, donde hay todo, menos, paradójicamente, placeres.26 Placeres parece ser una región del mismo sol, porque el calor desquiciante se convierte en leitmotiv de la narrativa de Gardea: una y otra vez éste construye afortunadas metáforas e imágenes que se sostienen en la presencia del sol devastador. Pero no sólo eso: esa característica infernal define el carácter de los habitantes del poblado, de los protagonistas de las novelas y relatos, y los hace seres inmóviles, fantasmales, sofocados. Estos parecen vivir (sobrevivir) sólo para sí mismo, gracias a su milagro individual; el resto no existe sino circunstancialmente, de modo que las relaciones que se entablan entre ellos dentro de la obra de Jesús Gardea son siempre hoscas, hostiles.27 11 Alfredo Espinosa: Tu mundo literario no es placentero. Placeres son llanos en donde los hombres cavilan, hombres que están a punto de desbarrancarse en la 25 Cordero, Sergio. Op. Cit.. 26 Trejo Fuentes, Ignacio. “Jesús Gardea y su mundo ¿Semejanzas con Rulfo?”. Excélsior. p. 5. 27 Ibídem.
locura, hombres que tocan muy poco a las mujeres. ¿Hay una intención paradójica o metafórica conscientemente asumida? Jesús Gardea: No, simplemente busqué un sinónimo de Delicias. Delicias es Placeres. Como si poseyera una especie de clave, Delicias se trasfigura en Placeres. Quizá por más razones psicológicas se transformaba en placeres. Placeres no tiene nada que ver con lo placentero sino con Delicias que está ubicado en grandes áreas semidesérticas. (…) Se me ocurre ahora que como no estuvo adecuadamente fundado había necesidad de saldar cuentas y entonces había que refundarla. Claro, ya no se puede refundar físicamente, pero se puede refundar, digamos, intelectual o novelísticamente hablando. Quizás de ahí venga la pretensión o el afán de no desligarse aunque sea psicológicamente del nombre de Delicias. Si estuvo mal fundado entonces hay que refundarlo y no se puede refundar más que a partir de muerto. (…) Muerto en dos sentidos: el ente de ficción desde luego, no es una persona que esté en la vida, es un muerto, y por otro lado, las personas que yo evoco o las que me sirven no de modelo sino de retazos para formar un personaje son de gente que conocí en mi infancia.28 Zamudio es un hombre flaco, un enamorado de su esqueleto. Dicen que a él le sudan los huesos, cuando no sea, en realidad, el alma. Lo dicen porque lo que suda es de color blanco, como agua de cal, y porque a veces huele a cosa largamente encerrada (…) Sus ojos son grises y desolados. Pocos los pueden ver sin que sientan desértico el mundo. (…) Debajo de los árboles, el viento suena mucho. Zamudio mira al fondo de la calle solitaria. Su vida —piensa— es como esa calle (…) Zamudio no se mueve desde que regresó de los árboles. Conserva puestos los zapatos y los pantalones. Mantiene a raya la desesperanza: los años le han enseñado que en el mundo existen 28 Espinosa, Alfredo. “Entrevista con Jesús Gardea. En busca de los ríos profundos de la vida”. Cuadernos del Norte. p. 25.
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cosas que llegan a su destino sólo dando mucho rodeo.29 12 Alfredo Espinosa: Muchos de los personajes de tus novelas son metafísicos, no diseñas al personaje en el sentido descriptivo ni siquiera narras sus acciones, sólo dejas una pista misteriosa pero al mismo tiempo aportas retazos para que uno imagine la totalidad del personaje. Jesús Gardea: Yo diría que son apariciones, por decirlo así, visuales. Diría que son también voces que vienen y se anuncian; se dejan entrever, pero de ninguna manera están diseñados. Tampoco me las doy de misterioso sino que ellos de por sí son misteriosos; no hacen más que aparecer a través de mí, por eso siento que son reales, que son muertos reales, presencias muy reales. Muertos muy vivos. Muy vivos aunque tengan que aparecer de ficción en el papel. Por eso te digo que mi escritura es un afán interminable, como si me empujaran al escribir, a dar noticia de ellos.30 El infierno de la calle, en Placeres, tenía sus trastiendas, sus hornos con boca a la luz. El aire de los hornos sofocaba hasta la muerte el alma; sabía a lodo seco. De ese lado del fuego, el aire, en cuanto tocaba el cuerpo, costra, camisa ingrata. La luz y la sombra, abismos afuera, adentro por oficios, se habían amistado en una sola neblina, parto de una llama. De los rincones del horno, desde las raíces del humo, venía el tufo del polvo devorado por el incendio de los veranos. Picaba en los ojos y las narices como si tuviera puntas, como polvo de vidrio.31 13 Alfredo Espinosa: Los paisajes que más tratas en tu obra son el sol, el desierto, el llano y la muerte: ¿el sol qué significado tiene para ti? 29 Gardea, Jesús. “Hombre solo”. Los viernes de Lautaro. p. 17 30 Espinosa, Alfredo. Op. Cit. p. 26. 31 Gardea, Jesús. Los músicos y el fuego. p. 68.
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Jesús Gardea: El sol, ya sabemos que es símbolo de la vida, de la fuerza, un símbolo incluso de la actividad sexual; pero creo que además capta lo que está hondo y que de otro modo resulta imposible percibir. Como tú, yo conocí este sol de Delicias, duro, destemplado, a lo mejor virtualmente representa un máximo de vida.32 Víctor Ronquillo: “Placeres” es el pueblo donde habitan muchos de los personajes de Jesús Gardea. Un espacio intemporal, en el que han dejado de pasar cosas porque ya sucedió todo. “Placeres” no es un pueblo de fantasmas sino de sobrevivientes de la muerte que carcome todo en esa ciudad desde los cuerpos de sus habitantes hasta sus sueños. En Gardea esa irrefrenable pasión por la escritura, de la que uno puede intuir, surgen sus textos, está en contrapunto con una enorme disciplina y rigor, encaminados total de verbos, el constante uso de metáforas y de una puntuación poco convencional, son elementos clave de este lenguaje transfuga de la poesía, en el que se llega a líneas deslumbrantes.33 14 Eduardo Mendoza: El norte ha sido importante, como un paisaje que se dibuja en tu obra. Jesús Gardea: Simplemente, por el entorno geográfico, el clima, el sol, que es un sol muy especial: yo supongo que eso de alguna manera se entrelaza con mi escritura. La cuestión de lidiar con este paisaje —como dices tú— que es un paisaje sin grandes atractivos, y lidiar con el sol, con la luz tan fuerte, supongo que se refleja en la economía del lenguaje. Este sol duro y este cielo duro y este paisaje duro me obliga a manejar las palabras también con dureza, en el sentido de que tengo que darles la mayor exactitud posible.34 32 Espinosa, Alfredo. Op. Cit. p. 30. 33 Ronquillo, Víctor. “El tiempo de Placeres”. El Nacional. p. 7. 34 Mendoza, Eduardo. “Jesús Gardea: Escribir me ayuda a vivir”. Diálogos sobre letras, El Universal. p. 5.
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La tierra no conocía montes allí, nada que atajara las soledades, los vientos, los silencios. El sol se tendía siempre a morir en pleno llano, como una bestia reventada; la hierba recibía su cuerpo, y no había el beneficio de las sombras refrescantes, piadosas, que preceden el fin de otros soles en otros lugares.35 15 Verónica Ladrón de Guevara: No eres un autor de fácil lectura. Jesús Gardea: Mis textos no son un alimento hecho, hay que masticarlos despacito para digerirlos bien. Si el lector es paciente les encontrará algún sentido, porque creo que las cosas no están escritas gratuitamente (…) Mis libros no son para un lector urgido, desprevenido, para alguien que anda o vive de prisa. Obligan un poco a la concentración, a un apropiarte de ti mismo para poder leerlos. Dentro de esta imagen que hemos estado manejando de escarbar la tierra, podría decirse que busco que el lector me ayude en esa tarea, que desentrañe conmigo y haga la perforación más ancha si quiere. Mis libros reflejan un poco mi estilo de vida, aislado, un tanto apartado, y el lector requiere cierta tranquilidad para acercarse a ellos. Mis personajes son seres muy concentrados, encerrados, a lo mejor en cierto momento revelan un poco mi forma de ser.36 Federico Urtaza: Su prosa es difícil: requiere una lectura cuidadosa, de relectura, de conjetura. Sus temas nos remiten a situaciones elementales, cotidianas, aunque magnificadas por aquellas circunstancias que serán los disparadores de la acción. La escritura de Gardea es espinosa; el lector se aproxima a sus textos con cautela, busca un espacio libre del cual asirse sin riesgo. Es una escritura desolada, alucinada y alucinante; 35 Gardea, Jesús. “Trinitario”. Septiembre y los otros días. p. 154. 36 Ladrón de Guevara, Verónica. “Jesús Gardea y su Ventana Hundida. Mis libros no son para un lector que vive de prisa”. Suplemento Cultural El Financiero. p. 57.
es Placeres. Es en el desierto donde está Placeres, un pueblo fantasma en perpetuo peligro de sobrevivirse, de mirarse desde tiempos nuevos y reconocerse el mismo lugar desolado en que sus habitantes se aferran a objetos que la precariedad convierte en tesoros.37 16 Agustín Ramos: ¿Para ti qué es el tono? Jesús Gardea: Una resonancia. Una palabra que tiene un verdadero tono, inevitablemente va a resonar en otras palabras no dichas, que están en ti o en tu mundo. Una palabra dicha con precisión tiene que resonar con otras que le son familiares, y sin esa resonancia la palabra no tiene sentido, no tiene tono, suena falsa. (…) El buen tono, el tono auténtico se establece en la medida que hay un mundo detrás de la palabra que estás pronunciando. Para hacernos de ese mundo, en el caso de lo que somos, personas que escribimos, tenemos que leer, no podemos tomar los términos de fuera, porque nuestro discurso sonaría falso. Por eso no hay que hablar de lo que no se sabe, porque las palabras pueden traicionar fácilmente.38 En estas soledades, a la gente se le rompían los muelles de un día para otro, de pronto, sin el menor aviso, como si les pulverizara un rayo el alma. Estaba desconociendo a Eufrasio Cobos. Ni sombra ya de su entusiasmo de hacía tres semanas; de la alegría de fiarse a mis conocimientos. Yo no ignoraba que vivíamos en lo más duro y sofocante del mundo, que aquí, los hombres, a la larga o a la corta, acaban siempre por quebrarse; pero yo, a Cobos, le guardaba un particular aprecio y no podía abandonarlo, dejarlo fuera de mi visión.39 37 Urtaza, Federico. “Gardea: placeres desérticos”. La Jornada. 38 Ramos, Agustín. “Jesús Gardea: Producirse a sí mismo y desde sí mismo”. Suplemento Cultural El Financiero. p. 63. 39 Gardea, Jesús. “La orilla del viento”. De alba sombría. p. 272.
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17 Miguel Ángel Quémain: ¿Es posible que una literatura se exprese preocupada únicamente por la belleza de la prosa y su perfección, por su plasticidad? Jesús Gardea: No se puede separar la plasticidad del lenguaje de la anécoda. La plasticidad, el modo en que uno maneja el lenguaje, funda al mismo tiempo la anécdota, sólo que por otra vía. El hecho de trabajar de tal o cual manera el lenguaje, ya va creando la historia. (…) A final de cuentas uno escribe y como el pintor con las formas, con los colores, el material de uno son las letras, es la literatura. Fundamentalmente ese es mi elemento de trabajo, las palabras, y si yo les tengo fe debo fiarles la creación de mi mundo, de mis personajes, casi exclusivamente a las palabras. Ese es mi punto de vista, mi reacción contra esta voluntad de encajonarme en una dimensión puramente plástica del lenguaje y a mí no me parece. Eso sería un ejercicio muy gratuito y creo que en lo que he hecho, eso de gratuito, si aparece, será de vez en cuando. En mi literatura hay una tensión de mundo, hay una tensión de cosa que está luchando, batallando a través del lenguaje por salir, por aparecer.40 Ricardo Perry Guillén: Sus relatos nos conducen a un espacio de hostilidad hacia los seres que habitan un paraje de condiciones extremas. El frío, el intenso calor, la luz, el miedo, la soledad y la muerte forman un todo, el tiempo y el espacio donde resiste la miseria de los hombres. (…) En ese clima donde el sol convierte a las sombras en piedras quemantes, la naturaleza se detiene, permanece inmóvil y los seres se desplazan lentamente, obedientes a designios ancestrales pues sobre ellos “descansan las cosas”. El sol quemante obliga a estarse quieto, a refugiarse bajo los techos, la intensidad de la luz aplana los poblados, los convierte en brillo de una superficie de agua, las calles son camposantos al mediodía, la luz ha 40 Quemain, Miguel Ángel. “El afán del lenguaje: Entrevista con Jesús Gardea”. Tierra Adentro. p. 7.
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chupado al cielo su color y las cosas desaparecen. Entonces la soledad se asienta placenteramente y el silencio crece con más intensidad que la propia luz.41 18 Miguel Ángel Quémain: ¿La literatura es oficio o inspiración? Jesús Gardea: Es cuestión de oficio y yo diría otra cosa mejor que inspiración. Voy a usar una palabra que yo sé que a la mayoría de los escritores no les va a parecer, yo digo que oficio y es Gracia, con toda la carga que tiene la palabra gracia. Tú sabes que luego está uno muy inspirado y después de que revisas, lo inspirado valió un cuerno. La clave está en otra palabra cuando menos, para mí la clave me la daría la palabra Gracia, como se usa dentro del mundo católico. Hay una dimensión humana que sería el oficio, y otra, que no tiene que ver con lo humano, que sería la gracia. A mis colegas marxistas, ateos y demás pues no les va a gustar. No hay tal inspiración, porque ya sabemos cómo traiciona. Tal vez la gracia sea otro tipo de inspiración. La gracia es alguien o algo que nos permite seguir escribiendo.42 Nos hallábamos a la orilla del viento. Cobos no me oyó. Miraba al cielo. A las nubes; a las silenciosas, lejanas luces de los últimos relámpagos. Siempre le tuvo miedo a los truenos. Un resplandor final nos iluminó (…) El fuego del llano comenzó a aplacarse. En el aire flotaba la ceniza de los mezquites, revuelta con las primeras sombras de la atardecida (…) Caminar mundos en busca de una salida, desgasta, Cobos. Atravesar soledades, tolvaneras de almas secas, voces y voces que nos desorientan.43 41 Perry Guillén, Ricardo. “Luces de sol pleno”. La Jornada de los Libros. p. 6. 42 Quemain, Miguel Ángel. 1994. Op. Cit. p. 8. 43 Gardea, Jesús. “La orilla del viento”. De alba sombría. p. 269
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19 Margarita Muñoz: ¿Cómo te comprometiste con esta tarea que es algo muy íntimo, de gran reflexión interior que a final de cuentas es lo que te lleva a escribir? Jesús Gardea: Sería un compromiso fundamentalmente de tipo vital, ni siquiera intelectual y menos publicitario. Vital porque el hecho de escribir me ayuda a organizar mi vida. Organizarla resulta en que puedo darme mejor, que puedo comunicarme mejor con el lector. No tiene sentido escribir si no lo hace uno para ser mejor. El hecho de escribir para ganar fama o para aparecer en los periódicos o en la televisión, no tiene sentido. Pero escribir y que el lenguaje nos convierta en mejores personajes, es un ejercicio moral y vital. No es un ejercicio que deba estar puesto al servicio moral y vital. No es un ejercicio que deba estar puesto al servicio de la vanidad o al estatus que te da el ser escritor (…) Fundamentalmente el hecho de dedicarme a la escritura es un ejercicio de organización vital y personal con el fin de servir mejor al otro en todo sentido y en última instancia no usarlo al servicio de la vanidad, la cual no deja nunca de existir. Creo que en mi caso la tengo bastante dominada y controlada. En todo caso es una vanidad que busca otros caminos.44 José María Espinasa: Se trata de un cuentista atípico: sus historias tienden a ser parcas, enjutas, adelgazan hasta volverse imprecisas. Y no es sin embargo que al simplificarse la historia, el cuento se vuelve transparente. Al contrario: hay una textura impresionista, vibratoria en ellos. Tienen —es muy evidente— su origen literario en El llano en llamas, o en otras experiencias narrativas, como la de Revueltas, la de Magdaleno (…) Lo que estable la diferencia con Rulfo —por ejemplo— es la cualidad impresionista de la anécdota. Los perfiles de los personajes comparten ese clima árido y polvoso, pero en Gardea se van con la polvareda, mientras que 44 Muñoz, Margarita. “Jesús Gardea: Un alma sin Baratijas”. El Heraldo de Chihuahua. p. 6F.
en Rulfo adquieren personalidad. En Rulfo hay personajes, en Gardea no. O por lo menos no así: se pierden en el paisaje, en la voluntad terrosa de la imagen. Sí, hay algo de pictórico en los cuentos de Gardea. Como si el mismo calor al aletargar a los personajes se comunicara a las palabras.45 Gardea privilegia antes que nada la creación de una atmósfera: el polvo calcinado, el cenit en donde “el sol que estás mirando” deja sin sombra toda la piel del cuerpo expuesta a su existencia. Esa sequedad no obedece a una voluntad de testimonio (Rulfo liquidó las ilusiones de una literatura-documento) sino más bien —como en El luto humano— a la forma concreta en que el destino se manifiesta. Sus personajes no se quejan, viven su vida y le dan profundidad. Como en Rulfo, la vida y la muerte, pasado y futuro son indiferenciables: todo es presente inmóvil. La letargia en que lo personajes viven es ausencia de tiempo.46 20 Margarita Muñoz: ¿Hacia quién diriges tus libros? Jesús Gardea: Hacia el lector anónimo. En el sentido que lo que yo escribo repercuta en él como repercutió en mí, en una organización de las ideas, de su vitalidad. Que yo incida en algún momento en la calidad de su vida. Busco que a través de mi escritura algo ayude al lector a buscar dentro de sí mismo, que le haga reflexionar sobre su propia existencia y que le ayude a vivir. Me sometería yo a la prueba de que le estoy ayudando a vivir, a clarificar su conducta, si no accedo mucho a la publicidad, en el momento que acceda a ella, lo que estaría moviendo al lector a leer mi obra, sería la publicidad sobre ésta y no mi obra en sí.47 Placeres, lugar privilegiado en el nudo del silencio, tenía la culpa. Las puertas, y el aire solitario 45 Espinasa, José María. “La soledad como un texto. Los cuentos de Jesús Gardea”. Unomásuno. p. 9. 46 Espinasa, José María. Hacia el otro. p. 156. 47 Muñoz, Margarita. Op. Cit. p. 6F.
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que se respiraba allí, eran dobles. Una cosa era el aire, y otra su almendra, de aire también pero venida de más lejos que el llano; como una semilla, como una reina loca en la parihuela de los vientos de marzo. La reina entraba a Placeres por las otras puertas. Como una gorda mosca de verano, se ocupaba en recorrer las calles, en subir y bajar a los corazones, en lo más negro del tedio.48 21 José Alberto Castro: ¿Cómo considera el arte de la palabra escrita? Jesús Gardea: La literatura me dado la certeza de que estoy aquí para contar historias. Esa certeza me basta para vivir. Una de las cosas más gratificantes de mi vida es parir una novela o un libro de cuentos. El sentido de mi vida está en las dos o tres horas en las que te puedes sentar a escribir. No importan los premios, los reconocimientos o el hecho de que sean o no traducidos tus libros. Eso vale madres.49 José Luis González: El universo gardesiano tiene su centro urbano en el mítico Placeres, alusión tal vez a la real Delicias chihuahuense, y su periferia es una dilatada extensión semidesértica poblada por hombres y mujeres cuasi fantasmales aun en su detallada corporeidad aparente: figuras enigmáticas que entregan su identidad con una parsimonia ajena a todo abuso verbal: seres cuyas voces tienen más de eco que de recta elocución (una de las novelas de Gardea, por cierto, se intitula El tornavoz), cuyas sombras son a veces más reales que sus cuerpos, y cuyos pensamientos parecer ir dirigidos más a sí mismos que a cualquier interlocutor posible. Ellos son así porque su mundo dominado por la sequía o la lluvia igualmente despiadada, el polvo y el sol que señorean una vegetación mezquina y 48 Gardea, Jesús. Los músicos y el fuego. p. 78. 49 Castro, José Alberto. “Fustiga el narrador Jesús Gardea, El ogro de las rosas, a los escritores que usan la literatura para conseguir fama y poder”. Proceso. p. 70-71.
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una fauna también insignificante y triste, los ha hecho así. Y, sin embargo de esos seres irradia una intensidad vital que supera con mucho la de tantos personajes extravertidamente angustiados o locuazmente razonadores de otros tipos de literatura. Gardea prefiere otorgar a sus creaturas una autonomía tan completa, tan exenta de intromisiones autorales, que el lector, en lugar de verse obligado a descifrar “técnicas” narrativas más ornamentales que funcionales en muchos casos, queda situado frente al personaje en su más viva y entrañable realidad existencial.50 22 José Alberto Castro: ¿Usted le debe mucho a la provincia y la provincia le debe mucho a usted? ¿Le debe usted algo al desierto? Jesús Gardea: No creo en la novela del desierto. Eso es un invento de los críticos del Distrito Federal. Pienso que la influencia de la provincia o del lugar donde vivo (Ciudad Juárez) es un medio urbano como puede ser una colonia de la Ciudad de México. No creo que exista una gran diferencia entre vivir entre una y otra. Por ejemplo, hay gentes del Distrito Federal que no conocen más que su colonia, no saben quién es quién y tampoco saben de calles y lugares comunes de la urbe. En cierto sentido son provincianos. Quizá la fuente que en verdad me ha inspirado ese afán por narrar sería la luz de Ciudad Juárez y de Chihuahua. Una luz especial, un punto luminoso demasiado fuerte. Para mí este tipo de luz tiene información. Pienso que las situaciones y los seres contenidos en mis relatos responden o se mueven por esta calidad de luz. Por ejemplo, la luz en Ciudad Juárez durante agosto es deslumbrante, dura y brillante. No puedo admitir el concepto de novela o escritor del desierto, pues yo vivo en un medio urbano. El desierto no lo conozco a fondo, en algunas ocasiones he pasado a bordo de un camión y he visto las dunas de Samalayuca. Sin 50 González, José Luis. Presentación Jesús Gardea (disco) en Voz viva de México.
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embargo, al salir a la calle en mi ciudad, veo autos, pavimento, calles, tiendas, etcétera. En mi caso el entorno no es el desierto. Tal vez la urbe en la que vivo se deje envolver por el ambiente desolado, silencioso del desierto, pero ése es otro asunto.51 Daniel Samperio Jiménez: Su lenguaje es puro, hay una incandescencia ígnea en cada palabra. Desde entonces, Gardea echa al fuego la narración de la anécdota y apuesta por la palabra. No por los perfiles psicológicos de los personajes o por la trama de la historia, sino por lo que no estaría mal llamar la trama de la palabra. Esto es, los caminos que crea el simple lenguaje, desasido de cierta caracterización de personajes o situaciones. Una especie de impresionismo en donde la visión de éstos parece algo borrosa, porque el lenguaje está ocupado en su propia recreación y la visión no está acostumbrada a ello. Gardea lleva a cabo esto a través de una inmersión en las cualidades de la palabra. Irrumpe en el lenguaje tratando de buscar en él sus máximas posibilidades expresivas.52 23 Verónica Lara Lozano: ¿Qué es para usted la soledad? Jesús Gardea: Hay un teólogo muy importante, Ilich, y hace la diferencia entre soledad y solitud. Aplica el término de solitud al hombre cultivado, el que ama a los demás a pesar de estar apartado del mundo. Soledad es el término que se utiliza para describir al desadaptado, al que está lleno de odio. Creo que mis personajes no sufren de soledad sino de solitud. Porque solitud implica una consideración intelectual. Creo que en mi obra no debe hablarse de odio, sino de desdén, tal vez, sí se llega a dar el odio en mis personajes, pero yo no participo en eso. Además, el hombre se está convirtiendo en un ser terriblemente 51 Castro, José Alberto. Op. Cit. p. 70-71. 52 Samperio Jiménez, Daniel. La novela-retablo: imagen y barroco en “El tornavoz” de Jesús Gardea. p. 34.
solo, y parece que nadie sabe por qué.53 En Placeres nadie sabe nada de nadie. Pese a las apariencias, cada quien vive como encerrado en una celda, carceleros del viento, el sol del verano, y todos los años repletos de días que una gasta en gastarse. Placeres es una tabla de sobrantes de cuando Dios fabricó el mundo. Tabla sembrada de nudos. Ni para quemarse sirve.54 24 Verónica Lara Lozano: ¿Hay odio y crueldad en la vida de Jesús Gardea? Jesús Gardea: De alguna manera, el acto de escribir, se torna, en un medio para exorcizar ese desencanto. Desde este punto de vista los personajes de mis cuentos no pueden estar en Jauja. Al escribir trato de lograr un equilibrio no sólo emocional, psicológico, sentimental o personal, sino un equilibrio con respecto al mundo; la escritura me proporciona una especie de defensa de lo que me rodea.55 Nuria Vilanova: En su narrativa, las acciones son escasas, extremadamente lentas y se vuelcan en el texto a través de imágenes; el ambiente es opresivo, sofocante y los personajes suelen estar sucumbidos en el misterio y la soledad; el lenguaje es lírico y sensorial, y en él subyace el mundo oral que los textos de Gardea evocan. Sus cuentos y novelas se vacían de acción y personajes, y en su lugar se llenan de la fuerza de las palabras. Su gran contribución a la literatura mexicana es haber trasladado el paisaje desértico de la frontera norte de México a la estética textual de su narrativa.56 25 53 Lara, Verónica. Charla con Jesús Gardea. 54 Gardea, Jesús. Soñar la guerra. p. 39-40. 55 Lara, Verónica. “Charla con Jesús Gardea”. 56 Vilanova, Nuria. “El espacio textual de Jesús Gardea”. Literatura Mexicana. p. 147.
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Verónica Lara Lozano: ¿Qué es el lenguaje para usted y qué fin persigue con su arte? Jesús Gardea: El lenguaje es una mina de significados, la misma palabra está cargada de mundo. Tú las pones a funcionar, una palabra con otra y, te da un mundo, que tal vez, a alguien le resulte arbitrario pero que finalmente, alguna vez, la vida la va a hacer posible (…) La literatura debe ayudarte a vivir (...) la novelística siempre refleja la sociedad en que vive el autor, por eso me interesa sacudirme ciertas experiencias de la niñez para encontrar un equilibrio dentro de una sociedad como la nuestra. 57 Daniela Tarazona: La escritura de Gardea es un terreno escabroso; para leer sus líneas tal vez sea preciso sentarse cerca de una ventana y mirar a través del cristal cuando se necesite —o mejor aún, al aire libre— pues la condensación del lenguaje es tal que puede inducir al ahogo o el empacho. La transgresión de Gardea, como la de sus personajes, fue la de habitar otro mundo que se contenía en éste; crítico desde la mañana hasta la noche, prefería en todo momento estar al borde de un gran salto, a la defensiva como un felino. La exactitud de su prosa quizás era la síntesis de una posición de ataque la palabra y la devoción por el ritmo y el significado son evidentes en su corpus.58
57 Lara, Verónica. Op. Cit. 58 Tarazona Velutini, Daniela. "Brillo ensombrecido". Floja por Floja. p. 5.
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El legado literario de Jesús Gardea
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esús Gardea murió el 12 de marzo del 2000, en la Ciudad de México, a causa de un infarto cardiaco. A lo largo de poco más de veinte años, dedicó por completo su vida a la literatura. Deja un legado de cinco libros de relatos, un libro de poemas y trece novelas. Un corpus ficcional donde la constante fue el rigor formal, la disciplina y el tesón con que se enfrentaba a forjar el texto, cincelando cada frase, hurgando en cada posibilidad enunciativa y en cada arquitectura sintáctica que le dieran al párrafo su orginalidad y un ritmo cada vez más dinámico y armónico. Supo proyectar la situación del hombre norteño inmerso en la aridez del llano chihuahuense a una problematización de la condición humana posmoderna. Los paisajes desolados con personajes desamparados muestran de manera arrolladora la solitud humana. Esta apreciación le hizo merecedor del Premio José Fuentes Mares en 1985, otorgado por la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, quien a juicio del Comité, se lo otorgaron: Por el regionalismo proyectado dentro de una dimensión de universalidad. Enraiza sus creaciones literarias en el espacio geográfico que lo vio nacer y dentro de este contexto especial, da vida a sus personajes, los hace actuar, hablar, conducirse como personas humanas, auténticos, como verdaderos habitantes del desierto. Pero, ése es simplemente su punto de partida. La situación a la que alude, los análisis que realiza, los personajes que crea están fuera del tiempo y del espacio, porque reflejan el perenne predicamento humano en todos sus distintos y complicados matices. Jesús Gardea no es un escritor folclórico, como desgraciadamente abundan; supo desoír el canto de las sirenas capitalinas, no escribe a distancia. Vivió y vive en este desierto que cada vez presenta más facetas, más desafíos a su atenta creatividad.59 59 Ferrogay, F. “Primer encuentro de escritores de la frontera norte”.
Aún y cuando los grandes maestros para Gardea hayan sido prioritariamente escritores norteamericanos como McCullers, Dos Passos, Faulkner o Hemingway, es indudable también la deuda que se tiene con el imaginario mítico latinoamericano y la presencia de la naturaleza en la narrativa, como en los mundos ficcionales de Onetti, Arguedas y sobre todo de Rulfo. Muchos críticos han considerado incluso el gran legado rulfiano en la prosa gardeana. Al igual que el escritor jalisciense, recrea el paisaje de donde son oriundos de una manera tal, que lo transforman en una metáfora del modo de ser del hombre. Iliana Méndez: Placeres es el Macondo de México, lleno de soledades y espejismos. Un mundo de ensoñaciones y ficciones que marcha paralelamente a la realidad, que en ocasiones se confunde con ella, que se disfraza de verdad; que combina lo caótico con lo mágico, la devoción con el odio, el deseo con la codicia. Jesús Gardea se presenta como un escritor intenso, devorador y creador de imágenes, de sucesos reales e irreales, que llevan al lector, a través del discurso, a identificarse con las acciones de algún personaje, a sentir y explorar lóbregas emociones, a conocer la angustia, la violencia y lo pueril de algunas situaciones, que han dejado de ser exclusivas de Placeres, y que reflejan la preocupación, la soledad e indiferencia, de cualquier humano.60
60 Méndez, Iliana. “Por la tierra de Placeres”. LABERINTO.
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a filigrana poética de este artífice de la palabra estaría condensada en este decálogo gardeano que bien pudiera concebirse como su testamento literario: 1. La palabra es una caja de resonancia, una mina de significados que hay que explorar. 2. Los personajes, una tropa de infelices son seres agónicos que deambulan en el páramo de la solitud. 3. La topografía que caracteriza tanto la novela espacial como sus relatos se transfigura en topotesia. 4. La prosa poética del discurso le confiere el atributo de novela lírica. 5. El laconismo y la estética de la brevedad se derivan de la asimilación del neobarroco latinoamericano. 6. La construcción del imaginario incorpora la tradición mítica latinoamericana y ofrece una visión distópica posmoderna. 7. La experimentación narrativa se basa en la trama de la palabra y en la fuga del lenguaje.61 8. La aridez del desierto como imagen de vacuidad impregna el universo ficcional en todos sus ámbitos posibles. 9. El tono, el ritmo y la eufonía son elementos imprescindibles en una prosa que busca la cadencia y la armonía que producen las palabras. 10. Voz del desierto que cincela con atinados artificios, los giros de un lenguaje impregnado de oralidad y viveza, propias del llano chihuahuense.
61 Términos tomados de Daniel Samperio desarrollados en la tesis de maestría de La novela-retablo: imagen y barroco en El tornavoz de Jesús Gardea.
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Sirva como colofón y cierre a la aventura del viaje por el mundo gardeano, el recurrir al autor para puntualizar esa constante de la solitud, del desamparo y del vacío existencial en que nos encontramos. …andando el tiempo, se llega a viejo en medio de la soledad más espantosa, es aquí donde el hombre se pregunta en dónde están tantos amoríos, tantas amistades y la verdad es que no hay nada, y no las hay porque todas ellas se cultivaron en el desierto de tantas soledades individuales y sólo con ellas se llega a la muerte. Todos estamos solos y no nos hemos dado cuenta. Jesús Gardea.62
62 García Velázquez, M. J.. La soledad como una consecuencia de la incomunicación entre los personajes de tres obras de Jesús Gardea. p. 224.
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a 80 años de Jesús Gardea
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Jesús Gardea 1939-2000
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Soy hombre de lentas tardes de tigres que andan solos de canciones en la oscura lengua del mundo de perfumes encerrados en la alta caja de las lluvias.
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META 50 se terminó de imprimir el 15 de Octubre de 2019 con un ti Raje de 500 ejemplares. Revista de la Facultad de Fil Osofía y Letras. Para Su compos Ición Se utilizaron las familias tipográficas Cormorant Garamond y Gotham.