3 minute read

Marcela Royo Lira

Next Article
Marcela Cortés

Marcela Cortés

Royo Lira

BOSQUE SUREÑO

Advertisement

Inesperadamente el libro cae y se abre a mis pies. Por un segundo lo relaciono con algún ratón y sus intenciones de asustarme, pero no, me mantengo en calma. Al parecer cayó desde la estantería en forma casual, aunque mi bisabuela insistía en que no existen las casualidades. Por la calle pasa el camión de la basura, unos niños corren, gritan, el perro vecino ladra y alguien lo calla. Después un silencio perdido en las sombras que comienzan a teñir de gris la tarde.

Estoy sola en casa, la caída del volumen es para mí sinónimo de curiosidad. Cómo no si se abrió en la última página del cuento “Soledad de la Sangre” de Marta Brunet. Lo he leído varias veces, la primera lectura obligatoria en el liceo. En cada oportunidad un nuevo detalle me hace querer saber más sobre la escritora, en especial cómo a través de su escritura el patriarcado.

destrozado su espíritu, huye al bosque. Yace sobre la tierra en total desconsuelo… Este hecho siempre me produjo resquemor, sentía intencio todo. Abraza la libertad que mereces”. Pero es un imposible ¿o no? ¿Es posible intervenir en el cuento? ¿Entrar en él? Por ahí dicen que tengo algo de bruja, la bisabuela fue criada por una mujer de la etnia kawéskar, ambas me transmitieron. secretos.

Cierro los ojos, respiro profundo. Me relajo.

Entro en lo oscuro del bosque. El viento helado de la noche se me ha incrustado en la piel y despeinó mis cabellos. Una ráfaga levanta el ruedo de la falda, pero no me detiene. En lo alto un búho ulula. Escucho el crujir de hojas como si un cuerpo pesado se moviera en rededor, aún así avanzo decidida. Debo hallar a la mujer. Es un deber que arrastro desde hace mucho, cuando arrimada a la chimenea en la casona de mis padres poco me había separado de mi marido.

El perro, que acompañó a la protagonista en su huida, se levanta y gruñe al verme, no le hago caso. Me acerco a ella. En cuclillas le hablo, trato de identi fo, único objeto que le proporcionaba unos minutos de libertad, de gozo en Ortiz la vana existencia dedicada al servicio de otro, la privacidad de su mundo interior profanado. “También a mí, digo acariciando sus cabellos, pretendieron despojarme de lo mío. Tuve que ser fuerte, hacerme de un cuarto propio y encerrarme a escribir mientras los otros dormían”. “Pierdes el tiempo, refunfuñaba mi marido despreciativo, ¿crees que alguien leerá eso que escribes?” y aunando fuerzas comencé a crecer”.

Pero la mujer no reacciona, continúa cabeza gacha hipando. Intenta retener la sangre que le corre por el cuello y empapa su blusa. “Vamos, insisto. Independízate. No lo necesitas ¡Déjalo! Vive de tus tejidos, haz tu vida sin él”.

El perro me olfatea, lengüetea mis manos. Lo siento, murmura ella mirándome por primera vez. Me despreciarían todos, incluso mis padres, si abandono el hogar. Además, quién le plancharía las camisas, no tendría un plato de comida caliente al volver del campo. Es un trabajo muy agotador el suyo ¿sabe? A su modo, me quiere.

Se levanta. Sacude la falda y con su blusa hecha jirones cubre parte de su pecho. Luego, coge del collar al animal y juntos emprenden el regreso a casa. No gira a mirarme.

Oscurece, permanezco en la pequeña biblioteca familiar por largo rato. La protagonista del cuento está para siempre plasmada en su papel de mujer sumisa, como en los tiempos de nuestras bisabuelas. Hoy es distinto. La fuerza y un coraje del que ellas carecían nos hacen valorarnos en nuestra integridad.

This article is from: