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COVID-19: ENTRE EL AGUJERO NEGRO Y EL MURO

Por José Pablo Segura Román

Vivir no es respirar, es actuar; es hacer uso de nuestros órganos, de nuestros sentidos, de nuestras facultades, de todas las partes nuestras que nos dan el sentido de nuestra existencia. El hombre que más ha vivido no es el que ha sumado el mayor número de años, sino el que más ha sentido la vida.

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Rousseau

Hacemuchos años, cuando una fuerte pasión por la física imperaba sobre mis deseos, tenía una pequeña obsesión por el misterio de los agujeros negros. Lógicamente, tal y como sucede con cualquier otro que tiene una pasión por uno de estos entes del espacio, me preguntaba, ¿qué habría ahí dentro de ese agujero? Del mismo modo, me cuestionaba, si semejantes entes espaciales eran capaces de absorber hasta la luz, qué quedaría al final cuando el último fotón fuese absorbido. Con mis escasos conocimientos sobre el tema, investigué lo más general del fenómeno y descubrí que dentro del agujero negro todo lo que conocemos como “materia” termina por sucumbir ante la infinita fuerza de gravedad, por lo cual todo termina convirtiéndose en energía y la materia queda reducida a nada.

Esta imagen de la nada, después de un largo tiempo sin reflexionar al respecto, me apareció en una circunstancia completamente diferente; y es que ahora estaba pensando en el tema del momento: el COVID-19. Quizás algún primer observador habrá notado la rareza entre la unión de un tema a otro pero, si nos detenemos un momento y analizamos el fenómeno, quizás pueda tener algo de sentido este nexo. A mi parecer, la política y el modo de organización consecuente ante la contingencia me parece que se sostiene, no en un orden en favor de la comunidad, sino en un estilo de vida que se mantiene en relación con una nada parecida a la del agujero negro. A continuación explicaré por qué.

Para comenzar con esta explicación habría que partir de lo siguiente: existe un modo radical de dividir los tiempos anteriores a la modernidad y los tiempos que se encuentran dentro de ella. Para Roberto Espósito, autor en el que se sostendrá la tesis de este breve escrito, el gran quiebre que existe entre la modernidad con otras épocas es la ruptura que existe con la política de lo comunitario para dar paso a la política de lo inmunitario.

Esta ruptura significó pasar del co-munus al in-munus. Pero, ¿qué quiere decir esto? Para comprenderlo tendremos que analizar las raíces de dichos significantes. En primer lugar se encuentra munus, que refiere tanto a “deber” como a “don” o “regalo”; no como si refiriera a dos cosas ajenas, sino anexando dichas significaciones, como cuando recibimos un regalo de cumpleaños y nos sentimos con el deber de corresponder al mismo, ya sea desde las palabras de agradecimiento, desde un abrazo afectuoso o regalando algo de vuelta. En otras palabras, el munus evocaría a un tributo con el cual uno se sentiría comprometido. Ahora, si el munus evoca a un sentirse comprometido a algo, o bien, a deber algo, quiere decir que nos produce una sensación de vacío; por lo tanto, quien convive según este munus no vive desde la plenitud, sino siempre desde una carencia, desde un primer vacío. El modo de vivir de acuerdo con el munus se indica con el prefijo “co”, por lo cual se le llama communitas, o bien, en palabras de hoy en día, comunidad.

Si el modo de vivir desde la communitas implica vivir desde el vacío, ¿esto querrá decir que se produce un efecto parecido al del vacío que atrae algo, tal y como sucede con el vacío en el espacio o como sucede con los agujeros negros? Pues resulta que sí. Es ese vacío que nos origina vivir en comunidad busca los cuerpos de su alrededor como si fuese un campo gravitatorio que atrajera a quienes se encuentran en su paso. En ese encuentro a partir del vacío es que nos encontramos con otros y nos hacemos comunes, como cuando entramos de niños por primera vez al salón de clases y, a partir de la nada, desde nuestra fragilidad y desde el desconocimiento de la existencia de nuestros compañeros del salón es que comenzamos a interactuar con ellos. A partir de la no-relación es que comenzamos a relacionarnos. No nos hacemos comunes a partir de tener algo por medio de lo cual nos identificamos, porque la comunidad no nace del tener sino de la carencia, de la falta, o bien, de un vacío que nos atrae. Quien se encuentra en este modo existencial de ser, vive desde un vacío que se llena con su alrededor, es decir, con algo que es diferente a él pero que lo constituye y se vuelve parte de sí mismo. Esto quiere decir que implica que una parte de nosotros sea el otro y que nuestra identidad se vea amenazada por el distinto. La comunidad es, de alguna forma, un agujero negro que absorbe todo lo que está a su alrededor y lo convierte en parte de sí; es un vacío, una nada que constituye parte de quienes somos pero que, al mismo tiempo, rompe los límites que nos constituyen.

En el sentido inverso a la communitas existe otro modo de vivir, que es el específicamente moderno: nos referimos a la inmunitas. Para entender mejor el concepto habrá que partir de que, si el prefijo “co” se refiere al vivir con, el prefijo “in” refiere a vivir sin, o bien, a poder prescindir de algo. Si el munus significa un don y un deber, la inmunitas refiere a vivir sin ese don y sin ese deber. Quien vive desde esta dimensión es quien ya no puede vivir desde la gratitud a la que compromete el don; o bien, es un vivir sin el otro, un vivir in-dividuo, es decir, indivisible, impenetrable por la existencia del otro, como cuando un albañil se convierte para nosotros en precisamente eso: sólo en un albañil que construye casas y nada más. La vida inmunitaria es la vida del muro, de la frontera con el otro, del coexistir sólo desde las telepantallas.

Ahora bien, este segundo modo de ser no nace de una perversión del modo de vivir en comunidad, sino que nace deliberadamente como su modo de ser contrario. La vida inmunitaria responde a un peligro de la comunidad: que, si bien la comunidad es el vacío hacia el cual nos sentimos atraídos para el encuentro en común, también trae consigo la posibilidad de la muerte, como en el agujero negro, donde todo lo que pasa por ahí está amenazado. Si bien la comunidad es este agujero, la inmunidad sería el muro gigantesco que se pondría para que no fuésemos absorbidos por semejante fuerza; pero, eso sí, siempre con un precio a pagar. El muro que crea una frontera entre nosotros los in-dividuos y el agujero negro de la comunidad tiene la función de cerrarnos la entrada al vacío y trae como consecuencia el dejarnos aislados en una nada mucho más absoluta; como si nos dejara varados en el espacio, esperando encontrar un mundo de total plenitud que nunca va a llegar. El agujero negro representa un vacío; el muro representa un vacío al cuadrado. Si el primer vacío llamaba a un deber con los otros y, por lo mismo, a ser sujetos con los otros, con el segundo vacío el otro desaparece; quedamos vacíos, pero ya no nos aproximamos a los otros, sino que ahora en nuestro paso hacia el encuentro se nos aparece un muro. De pronto el otro se convierte en extranjero de mi tierra, de mi individualidad. En una ecuación: la inmunidad, o bien el muro, sería igual a la conservación de la vida menos la posibilidad de convivir.

La inmunidad es la política del miedo. ¿Miedo de qué? Tal vez sea el miedo de saber que nosotros le tememos a algo; tal vez sea miedo a sabernos tan frágiles que, por eso mismo, seamos seres con posibilidad de sentir temor al otro. Tal vez, en última instancia, sea el miedo a la muerte; a saber que, además de vivos, somos mortales. Sea cual fuere nuestro temor, el miedo no se convierte en un impulso negativo que inhibe, tal y como sería el terror; por el contrario, se convierte en el motor que moviliza a esta política. De la fragilidad salen los impulsos de los arquitectos que crean el mundo a base de murallas.

El miedo a los otros es la posición de un sujeto mirando a otro con pistola en mano. La pistola en mano es poder; poder de salvar mi vida, poder sobrevivir si tengo suerte de disparar el arma antes que el otro dispare contra mí. En la inmunidad no hay amigos, todos son enemigos potenciales. La única posibilidad de seguir viviendo es, tal vez, renunciando a la pistola y dársela a un tercero, a alguien que no sea el otro ni yo, sino una creación de los dos. Quizás sea darle la pistola a un monstruo llamado Leviatán, y que ese monstruo se convierta en el poder absoluto, en el soberano. Para evitar el don y la entrega hacia el otro, la política del muro exige un sacrificio: la renuncia a nuestra subjetividad, a la autonomía de nuestras acciones para crear un poder absoluto que esté fuera de la disputa interminable con nuestros semejantes. La renuncia sería a ser un cuerpo viviente para convertirnos en organismos de un cuerpo mucho más grande y tenebroso. Todos nos convertimos en un nosotros fuera de nosotros, en una negación de nosotros mismos.

El Leviatán, nacido del miedo, responde sólo por medio del material por el cual fue creado. Hace obedecer a sus súbditos sólo por el miedo mismo. El Leviatán nos señala siempre a un enemigo con cualidades bien específicas: el negro, el homosexual, el pobre, el enfermo, la mujer, etc. El Leviatán nos dice: “¡Levantemos un muro!”. Nos dice: “No comas esto, vístete de tal forma, desea aquello otro, camina por aquí, usa cubrebocas, lávate las manos si tocas al otro, los leprosos tienen que ir en las cuevas”. El Leviatán es el monstruo que no absorbe el agujero negro y que aparece al mismo tiempo que emerge el muro que impide que nos consuma el vacío.

El monstruo se hace una especie de ser superior al cual ahora le tenemos que dar un tributo más grande que el que implicaba el peligro de entrar al agujero negro. Ahora nos tenemos que entregar a nosotros mismos a la más fría de todas las bestias para que ésta no nos coma. El monstruo nos atemoriza; nos recuerda, de nuevo, que somos mortales, que nacemos desnudos, que somos débiles, no sólo frente a los peligros de la naturaleza, sino frente a los peligros que creamos nosotros mismos. El monstruo se convierte en la muerte.

En la inmunidad nos encontramos con una contradicción radical: para salvarnos del agujero negro creamos un muro, pero el muro que supuestamente nos iba a salvar la vida nos dejó sin escapatoria de un monstruo que se escondía entre nosotros y, al final, lo que nos prometía vida ahora amenaza con nuestra muerte. Quienes estuvimos dispuestos a entregar hasta la más profunda de nuestras pasiones con tal de conservar la vida, ahora nos encontramos con que, en ese hecho, nos matamos.

Así nos encontramos hoy en día. En el contexto del mundo actual, donde el muro impide no solo el paso de migrantes, sino también el de enfermos en acto o en potencia, estamos buscando la conservación de la vida en los rincones de nuestras casas. El COVID-19 no sólo nos permitió ver lo frágil que es la vida humana y el riesgo del contagio en el encuentro con los otros, sino que también nos permitió ver el riesgo contrario, que es el de sucumbir ante el temor a los otros. La enfermedad de este tiempo responde a los muros de este tiempo, así como la lepra respondió a los muros creados por los romanos, la peste a los muros creados por la Europa feudal, o el SIDA a los muros creados por el capitalismo salvaje. La enfermedad biológica, paradójicamente, no es la causa sino el síntoma; síntoma de una enfermedad social creada por una civilización que apostó por la conservación de la vida, pero al costo de la precariedad de la vida misma. La enfermedad es consecuencia de vivir sólo para respirar, consecuencia del desuso de nuestros órganos, del desuso de nuestros sentidos y del desuso de nuestros deseos. Rousseau tenía razón: “El hombre que más ha vivido no es el que más ha sumado el mayor número de años, sino el que más ha sentido la vida”.

En tiempos de coronavirus la invitación de fondo no está en encontrar nuevas técnicas de conservación de la vida, ni tampoco en cómo hacer para que podamos prolongar la vida humana el mayor tiempo antes de un colapso civilizatorio y medioambiental que parece inevitable. La invitación fundamental se encuentra en pensar los cómos para vivir de una manera distinta y actuar en consecuencia. La exigencia de nuestros tiempos implica un acto de valentía y es que, o nos quedamos usando nuestras manos para construir muros, o reaccionamos para romperlos, aun sabiendo que del otro lado nos espera, con todas sus fuerzas y con todo su poder, aquel agujero negro del cual hemos tratado de escapar durante toda nuestra historia.

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