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entre la guerra y la pandemia
Por Rogelio Mascorro
“¡Mátenlos! ¡Que los maten a todos y que no quede ni uno!”, exclamaba devotamente mi padre cuando yo era viejo. Eran palabras frustradas de un hombre creyente y desesperado, desesperanzado. Las balas gozaban la libertad que ya sólo habitaba nuestras nostalgias. Se los firmo, nunca el COVID cobrará más víctimas que la guerra. Aquellas noches duraban días, y aquellos días caía la noche antes del ocaso: a veces a las 4, otras a las 7, y alguna vez desde las 11. El sol perdió su soberanía, las detonaciones devinieron campanario que marcaba el inicio de la noche y nuestro retorno al claustro.
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Tenía yo 14 años cuando era viejo y creía que justicia era aquellas palabras de mi padre, que la paz del futuro era esta guerra, los soldados nuestros santos y las balas nuestras plegarias. Tenía yo 14 años cuando los efectos de una guerra narcocida llegaron al puerto tras 3 años de haberse declarado. Tenía yo 14 años cuando me hallé viejo, camino al cementerio, condenado al claustro para conservar la vida, y la vida se hizo cautiverio.
Y así, los ejércitos del Cartel y el Estado tomaron las calles para recordarnos que nunca han sido nuestras; me han matado a 290 mil hermanxs, y me han desaparecido a 147 mil mientras yo me hacía viejo en cautiverio. La sangre me hizo ciego y las balas me hicieron sordo. Uno se acostumbra al encierro, se adapta a la muerte y deviene esquizofrénico: mi cuerpo era accidente, mi alma era fantasía, y por accidente la fantasía se volvió goce de vivir. Condenado al vacío de mis paredes, me hallé claustrofílico en el hedonismo de la apatía cuando vivía muerto. Caí en el juego de la posmodernidad neoliberal: el hedonismo apático como efecto de las pastillas para no soñar de la farmacéutica biopolítica. En nombre de la vida, me condenaron al éxtasis del consumo para olvidar que estaba muerto.
La vida no termina de morir y la muerte no termina de nacer. Temimos la letalidad de la calle, pero ignoramos la mortalidad del hogar inmune. Elevamos muros de piedra, refugios perfumados, realidades virtuales, hasta que una pandemia nos encontró listos para la guerra e incapaces de hacer economía con lo esencial. Sólo el tiempo nos hizo ver que el encierro y la vejez son amantes, el Estado su hijo bastardo, la propiedad privada su credo, y las pastillas para no soñar su narcótico.
Me reconocí viejo, moribundo, cuando mi abuelo, el más infante de mis hermanxs, me presentó el silencio del mar. Aquel silencio fue verdadera libertad. Mis ojos vieron, mis oídos oyeron, y me reveló viejo. Aquel día encarné a Lázaro saliendo de su tumba. El miedo a la muerte, al contagio, me había asesinado. El miedo a la muerte nos hizo Estado. Quizá el encierro sea el opio de los viejos.
Aprendí de mi abuelo el silencio; de mi padre a navegar con el viento; de la nuda experiencia que las balas, como los virus, atraviesan paredes; y del feminismo la claustrofobia. Aprendí rebeldía y, desobediente, salí.
Tenía yo 14 años cuando era viejo y morí contagiado de inmunidad. Quise salvar mi vida y la perdí, tal como predijo el sujeto que resucitó a Lázaro de la misma muerte que yo padecí. Aquel predicó el contagio y no murió de lepra; la muerte de Estado lo halló cenando con sus hermanxs.
No puedo decir que soy joven, pero, cuando menos, soy menos viejo. No pienso morir de encierro, y si termino en el entierro, feliz abrazaré las raíces de mis hermanxs sepultadxs. Ojalá el Covid nos halle en banquete y no en la claustrofilia del ego inmune. Ojalá el Covid nos halle campesinxs aboliendo el “mío” en favor de lo nuestro. Contagiadxs ya estamos, de la lengua hermana, del corazón del son, de la risa y canto de la voz, del florecer verde en la tiranía del gris urbano. La existencia es danza, y la danza, digna rebeldía. El cuerpo deviene tierra, el alma deviene fe, y el contagio deviene vida. Ojalá el Covid nos halle niñxs.
Suplemento dominical
Pastillas para no Soñar - Joaquín Sabina (1992)
Río - Silvio Rodríguez (1978)
Evangelio según San Juan (Siglo I)