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¿Y EL REGRESO A LA COTIDIANIDAD?
Por Luis Segura
¿Cómo se encontraba el mundo antes de la crisis del coronavirus? En crisis. ¿Y cómo hemos afrontado las crisis? Según advertían Karl Marx y Friedrich Engels desde 1848, en su Manifiesto del Partido Comunista, preparando las siguientes y disminuyendo los medios para prevenirlas.
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Todas las crisis actuales parecieran brotar del seno de la pandemia y pertenecerle. Pero la historia no comienza ni termina con el COVID-19. Nuestro mundo es patológico desde mucho antes del coronavirus. La emergencia sanitaria se ha hecho presente en un estado determinado de las relaciones de fuerza; las cuales, por cierto, no se apoyan en ninguna constancia definitiva ni resultan tranquilizantes bajo condiciones normales.
Es cierto que el acontecimiento-pandemia nos ha obligado a salir de ciertos paisajes familiares hacia terrenos cuyas cuadrículas no estaban presupuestas ni presupuestadas. Pero no estamos en tierra virgen. La cotidianidad rapaz, que antes del coronavirus de por sí mataba por montones, quizás ni se enteró de que le están haciendo competencia. El hambre y la violencia, hasta donde sé, no se esfumaron durante la emergencia sanitaria, no declararon ninguna tregua en nombre de la salud pública, ni obedecieron a la consigna de quedarse en casa por la cuarentena.
¿Qué está pasando, por ejemplo, con la gente aislada a través de las paredes, los reglamentos, los hábitos, las restricciones, las coerciones, las vigilancias excesivas y los encierros obligatorios? ¿Cómo establecer relaciones con lo que está fuera de toda relación? ¿Qué está pasando, también, con quienes viven al día y no pueden acumular medios de vida suficientes para quedarse en casa, o sencillamente no tienen casa? ¿Son acaso un peligro para la administración excepcional de la vida, o la administración normal de la vida es de por sí un peligro para ellos y para ellas? ¿No queda esa gente siempre expuesta y amenazada, no sólo por el virus, sino también por la calle? ¿De esas personas puede decirse si están fuera o dentro de las normas de salud pública? ¿No quedan acaso, en sí y para sí, exhibidas y en peligro? ¿No deberían tener un lugar en el cual poder resguardarse? ¿No deberían tenerlo aunque no hubiera coronavirus?
Ni siquiera quedarse en casa es una medida segura para todos. Mucho menos para todas. El hogar no es esa luz sin sombra del primer amanecer, ni representa un inmediato cese al fuego. La violencia doméstica es uno de los ladrillos que no suelen faltar en las casas -ni siquiera en aquellas que no son de ladrillo ―, aunque ello parezca no preocupar demasiado por ahora. ¿Qué pasaría ― pregunto ― si la violencia nos provocara tanto pavor como lo ha hecho la pandemia? ¿Cómo nos organizaríamos para frenarla? Lástima que estas preocupaciones no entren en el top de la agenda política emergente ni en primera plana de los medios masivos. Lástima, también, que esquivar las polémicas no elude los problemas.
La violencia doméstica es uno de los tantos fenómenos polémicos que no han brillado por su ausencia durante la cuarentena. Pero, sin lugar a dudas, no es el único. Otro es, por poner tan sólo un ejemplo más, el avistamiento de diversos animalitos rondando, a su modo ― y no al nuestro ―, por las grandes ciudades o por ciertos canales acuíferos. A partir de esto he escuchado, o más bien leído ― pues en estos tiempos de encierro resulta bastante difícil escuchar otras voces, además de las oficiales- en varios lados que “la pandemia somos nosotros”. Pero yo no me la creo. Lo que sí creo es que estamos enfermos de una cotidianidad asesina. Sin embargo, ésta no tiene por qué ser crónica ni tenemos por qué condenarnos a morir a manos de ella. Podemos vivir de otros modos; de modos que no conviertan la destrucción del planeta en “situación normal”, hasta el amargo momento en el que nos damos cuenta, a partir un virus invisible, de que nuestra verdadera excepción es ver el agua limpia.
De un tiempo acá se ha propagado, además del virus, cierto discurso que sostiene que el COVID-19 provoca tanto pavor porque “no estábamos preparados para algo así”. Entonces, a juzgar por nuestra tranquila indiferencia cotidiana, parece que estamos bastante preparados para las incontables e incontadas personas anónimas que, sin requerir infectarse de coronavirus, se convierten de manera masiva y sistemática en cuerpos sin vida ni sepultura. Cuando la muerte es provocada por un virus, todos los medios hablan de eso; cuando es provocada por políticas de Estado, a muchos no se les mueve ni una antena. Las cifras que ha dejado la pandemia provocan un terror inmensurable (y no es para menos), pero no a muchos parecen inmutar, por ejemplo, las cifras de los muertos de hambre cada año.
La acumulación de cadáveres, que precede por mucho a la pandemia, se vuelve indigerible con ella. ¿Será que no toleramos la muerte en masa de estos días sólo porque no podemos dejar de verla? Pero no sólo morimos por coronavirus. Cuando pase la emergencia sanitaria y los pobres del mundo sigan muriendo de enfermedades curables, como gripe o diarrea; cuando las cifras extraordinarias de la emergencia sanitaria vuelvan a ser las cifras ordinarias de los desaparecidos y las asesinadas, ¿nos seguiremos aterrando? Tal vez no, porque es parte de la cotidianidad para la que, al parecer, “sí estamos preparados”.
Después de la cuarentena obligatoria, ¿qué sigue? ¿Qué significa regresar a la cotidianidad? ¿No es la cotidianidad misma la manifestación del desastre y la violencia? ¿Cómo nos relacionamos cotidianamente con la vida? ¿No hacemos normalmente de ella un ser-para-la-muerte? Lo que habría que seguir pensando es, en todo caso, cómo enfrentar el desastre de lo habitual.
El problema de lo vital no se reduce al problema de lo viral. El asunto, creo yo, está fundamentalmente en otra parte: en la cotidianidad misma, a la que, por alguna razón, al parecer nos urge regresar. ¿A qué se debe –pregunto- nuestra prisa por volver a la rutina de lo salvaje? ¿Por qué preferimos conservarla, con su carácter cadavérico y su olor a sepultura, en lugar de transformarla? ¿Por qué hacer de ella algo inmortal? ¿Por qué dejamos que lo muerto entierre a lo que todavía queda vivo?
Similar a como hacen las vacunas contra ciertas enfermedades, deberíamos plantearnos cómo convertir aquello que hace fuerte a la cotidianidad en una frágil grieta por la cual y desde donde taladrarla; o quizás, siguiendo a Walter Benjamin, habría que convertirlo más bien en un potente freno de mano que pare este tren en pleno descarrilamiento.
Si, como advertía Benjamin, el estado de excepción es en verdad nuestra regla, ¿no habría que promover más bien la verdadera excepción? Es urgente que termine no sólo el confinamiento sanitario, sino también la normalidad de nuestra cotidianidad, a la que nos hemos acostumbrado poco a poco, y que no es mucho menos mortal y asesina que la pandemia.
El mundo seguirá girando después de nuestras cuarentenas. Pero, ¿cómo se moverá? ¿Hacia dónde? Tenemos que seguir eligiendo entre la vida y la muerte, entre la nuda vida y la vida digna. Nos corresponde la tarea de seguir injustificando la injusticia propia de nuestra cotidianidad, tan devastadoramente rota por relaciones de existencia perversas. ¿A qué le estamos apostando, por cierto, para salvar: a la vida o al sistema?
La batalla continúa y va mucho más allá de la consigna “quédate en casa” (aunque, por ahora, la incluye). No dejemos de reconocer lo indefinido, no sólo de la cuarentena, sino también del desastre cotidiano -sin que ello signifique, eo ipso, que jamás terminará-. Tampoco dejemos de reconocer que no puede ser el mismo desgarrado y desgarrador sistema que nos enfermó el que nos saque de esto.
Más bien que regresar a la cotidianidad, habría que plantearnos cómo zanjarla, cómo derrumbarla. Pero hagamos nuevamente la pregunta. ¿Cómo regresar, entonces, a la cotidianidad? Nietzscheanamente, respondería yo: a martillazos. Cuando por fin podamos salir de casa y reunirnos nuevamente con otros cuerpos, no lo hagamos solamente con ese frío y frecuentemente exagerado miedo inmunitario al otro que nos hace cubrirnos las manos con guantes de látex para arrojar, desde una sana distancia, un saludo inmaterial. Salgamos del confinamiento sosteniendo un martillo o dos, que «todavía» falta mucho por romper.