Rufina Amaya en Memoria

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La Prensa Gráfica Viernes 30 de marzo de 2007

Rufina Amaya

en memoria

Morazán, enero 1982. foto Susan Meiselas / Magnum Photos

Rufina, árbol de la memoria La conocimos en medio de las ruinas de aquel caserío desierto, su figura delgada vestida de blanco apareció entre las columnas de humo surgidas de un costado de la Iglesia de El Mozote.

asistió ante diversas comisiones de Derechos Humanos. Y el mundo escuchó su voz. Su testimonio se vertió en libros y documentales producidos en múltiples idiomas.

Era Rufina Amaya, luego de haber escapado de la masacre buscaba los cuerpecitos de sus hijos asesinados por la barbarie. Sus ojos anegados de lagrimas, el hilo de su voz naufragaba en sollozos:

En su humilde vivienda de Ciudad Segundo Montes, en la posguerra trató de reconstruir su vida, junto a sus hijas Martha y Fidelia, y el resto de su diezmada familia. Y allí estuvo siempre dispuesta a todos, en un apostolado de la memoria.

“Del caserío no salió persona con vida. Ami me mataron mis cuatro niños y mi marido que se llamaba Domingo Claros, él era impedido de la vista, casi no veía, el niño se llamaba Cristino, las niñitas se llamaban Lolita, Lilian, y la niña de pecho que me mataron se llamaba Isabel, tenía ocho meses. Fue una ingratitud lo que hicieron con esta gente inocente” Al anochecer nos despedimos de Rufina y atravesamos el paisaje desierto, solo escombros, ni un murmullo humano, como si un terremoto o un huracán lo hubiese estremecido todo. Radio Venceremos inició un esfuerzo de información sobre una de las masacres de civiles más grandes en la historia de la América Latina. La administración Reagan, a través de sus más altos funcionarios impulsaron una campaña para negarlo, algunos comparecieron ante el Congreso estadounidense para alabar el respeto a los Derechos Humanos en El Salvador y expresar que no habían evidencias que indicaran que las fuerzas gubernamentales hubiesen masacrado sistemáticamente a los civiles de la zona. Frente a esta poderosa campaña del poder, se irguió una humilde campesina de Morazán, sin otro recurso que la fuerza de la palabra y su desición de contar la verdad. Viajó por varios países, dio conferencias de prensa y

La última vez que vimos a Rufina fue en diciembre pasado, cuando compartimos micrófonos en el multitudinario acto de conmemoración del 25 aniversario de la masacre de El Mozote. Como lo repitió tantas veces, allí la escuchamos decir de nuevo: No tengo miedo, -y agregó- quizás el próximo diciembre, yo no esté aqui en ese aniversario, pero les pido a ustedes que han venido de todo el país, para que no abandonen la memoria de nuestros hijos, de todas las víctimas de El Mozote. Estas palabras se convierten hoy en el testamento que nos legó esta extraordinaria mujer: no dejar extinguir la llama de la memoria, no cesar de exigirle al Estado salvadoreño reparación y dignificación de las víctimas civiles. No descansar en la lucha por los Derechos Humanos en toda su extensión, que incluye la conquista de desarrollo con dignidad para las comunidades que sufrieron los embates de la guerra. Recién retornamos de Morazán, de la siembra dolorosa del cuerpo de Rufina Amaya en el monumento de El Mozote, regado por lagrimas y flores. Rufina, árbol de la memoria, poza transparente en el río del recuerdo, madre, hermana, amiga permanente de todos los que la seguiremos admirando por siempre. Carlos Henríquez Consalvi Museo de la Palabra y la Imagen


La Prensa Gráfica Viernes 30 de marzo de 2007

Morazán, 1982. foto Museo de la Palabra

¿Por qué voy a sentir miedo de decir la verdad? Me llamo Rufina Amaya, nací en el cantón La Guacamaya del caserío El Mozote. El once de diciembre del año 1981 llegó una gran cantidad de soldados del ejército. Entraron como a las seis de la tarde y nos encerraron. A otros los sacaron de las casas y los tendieron en las calles boca abajo, incluso a los niños, y les quitaron todo: los collares, el dinero. Alas siete de la noche nos volvieron a sacar y comenzaron a matar a algunas personas. A las cinco de la mañana pusieron en la plaza una fila de mujeres y otra de hombres, frente a la casa de Alfredo Márquez. Así nos tuvieron en la calle hasta las siete. Los niños lloraban de hambre y de frío, porque no andábamos con qué cobijarnos. Yo estaba en la fila con mis cuatro hijos. El niño más grande tenía nueve años, la Lolita tenía cinco, la otra tres y la pequeña tan sólo ocho meses. Nosotros llorábamos junto a ellos. Alas siete de la mañana aterrizó un helicóptero frente a la casa de Alfredo Márquez. Del helicóptero se apearon un montón de soldados y entraron donde estábamos nosotros. Traían unos cuchillos de dos filos, y nos señalaban con los fusiles. Entonces encerraron en la ermita a los hombres. Nosotros decíamos que tal vez no nos iban a matar. Como la ermita estaba enfrente, a través de la ventana veíamos lo que estaban haciendo con los hombres. Ya eran las diez de la mañana. Los tenían maniatados y vendados y se paraban sobre ellos; a algunos ya los habían matado. Aesos los descabezaban y los tiraban al convento. A las doce del mediodía, terminaron de matar a todos los hombres y fueron a sacar a las muchachas para llevárselas a los cerros. Las madres lloraban y gritaban que no les quitaran a sus hijas, pero las botaban a culatazos. A los niños que lloraban más duro y que hacían más bulla eran los que primero sacaban y ya no regresaban.

A las cinco de la tarde me sacaron a mí junto a un grupo de 22 mujeres. Yo me quedé la última de la fila. Aún le daba el pecho a mi niña. Me la quitaron de los brazos. Cuando llegamos a la casa de Israel Márquez, pude ver la montaña de muertos que estaban ametrallando. Las demás mujeres se agarraban unas a otras para gritar y llorar. Yo me arrodillé acordándome de mis cuatro niños. En ese momento di media vuelta, me tiré y me metí detrás de un palito de manzana. Con el dedo agachaba la rama para que no se me miraran los pies. Los soldados terminaron de matar a ese grupo de mujeres sin darse cuenta de que yo me había escondido y se fueron a traer otro grupo. Hacia las siete de la noche acabaron de matar a las mujeres. Dijeron "ya terminamos" y se sentaron en la calle casi a mis pies. "Ya terminamos con los viejos y las viejas, ahora sólo hay esa gran cantidad de niños que han quedado encerrados. Allí hay niños bien bonitos, no sabemos qué vamos a hacer". Otro soldado respondió: "La orden que traemos es que de esta gente no vamos a dejar a nadie porque son colaboradores de la guerrilla, pero yo no quisiera matar niños". "Si ya terminaron de matar a la gente vieja, vayan a ponerles fuego". Pasaron los soldados ya con el matate de tusa de maíz y una candela prendida, y le pusieron fuego a las casas donde estaban los muertos. Las llamas se acercaban al arbolito donde yo estaba, y me asustaban las bolas de fuego. Tenía que salir. Se oía el llanto de un niño dentro de la fogata, porque a esa hora ya habían comenzado a matar a los niños. Escuché que los soldados comentaban que eran del batallón Atlacatl. Era un poco difícil salir. Estuve como una hora pensando para dónde me podía


La Prensa Gráfica Viernes 30 de marzo de 2007 escapar. Me amarré el vestido, que era medio blanco, y fui gateando por medio de las patas de los animales hasta el otro lado de la calle, que era un manzanal. Me tiré a rastras bajo el alambrado, así como un chucho, y quedé sentada del otro lado a ver si oía disparos, pero no se escucharon. Sólo se oía gritar a los niños que estaban matando. Los niños decían: "¡Mama nos están matando, mama nos están ahorcando, mama nos están metiendo el cuchillo!" Yo tenía ganas de tirarme de vuelta a la calle, de regreso por mis hijos, porque conocía los gritos de mis niños. Después reflexionaba, pensaba que me iban a matar a mí también. "Dios mío, me he librado de aquí y si me tiro a morir no habrá quién cuente esta historia. No queda nadie más que yo", me dije. Hice un esfuerzo por salir de ahí; me corrí más abajo por la orilla del manzanal, me arrastré, bajé del alambrado y me tiré a la calle. Ya no llevaba vestido, pues todo lo había roto, y me chorreaba la sangre. Bajé a un lomito pelado; entonces quizás vieron el bulto que se blanqueaba. Me hicieron una gran disparazón, y corrí a meterme en un hoyito. Allí me quedé hasta el siguiente día, porque eran ya las cuatro de la mañana. A las siete todavía se escuchaban los gritos de las muchachas en los cerros, pidiendo que no las mataran. A las ocho de la mañana vi marchar soldados del lado de Ojos de María, La Joya y Cerro Pando. Iban en grandes grupos. Yo pensaba en mi hoyito que me podían descubrir, porque estaba cerquita de la calle. Como cosa de las tres de la tarde, ellos subieron de regreso. Ya en La Joya y Cerro Pando se miraba una gran humazón. Todo humo negro. Yo estaba en medio y pedía a Dios que me diera valor para estar allí. Y así escapé, cruzando las quebradas en lo oscuro y rompiendo el monte con la cabeza. Atravesé por casas en las que sólo había muertos. Llegué cerca del río como a las diez de la noche. Allí me quedé en una casita de zacate. Lloraba largamente por los cuatro hijos que había dejado.

Estuve ocho días en ese monte. Sólo bajaba a tomar un trago de agua a la orilla del río y me volvía a esconder. Después de que me tomaron una entrevista fuimos a El Mozote para ver si yo veía a mis hijos. Vimos las cabezas y los cadáveres quemados. No se reconocían. El convento estaba lleno de muertos. Quería hallar a mis niños y sólo encontré las camisas todas quemadas. Después de seis meses fui recuperando mi vida. Encontré a la otra hija que tenía, que ya era casada y vivía en otro lugar. Si hubiera vivido conmigo también hubiera sido masacrada. Siquiera uno de mis hijos había quedado. Empecé a comer, mi hija lloraba junto a mí para que comiera y tuviera ganas de vivir. Después estuve en Colomoncagua por siete años y me volví para acá. Allí estuve mejor. Una no deja de sentir el dolor por sus hijos, pero ya dentro de una comunidad se siente un poco más tranquila. Más tarde tuve a la otra niñita, Martha, que es la que me consuela ahora. Comencé a tener amistades y a tener fortaleza. Al ver la injusticia que habían hecho con mis hijos, yo tenía que hacer algo. La que me daba más sentir era la niña de ocho meses que andaba de pecho. Me sentía los pechos llenos de leche, y lloraba amargamente. Empecé a recuperar mi vida, me integré a trabajar con la comunidad y estuve seis años allá. Me sentía más fuerte porque compartía mis sentimientos con otras personas. Siento un poco de temor al hablar de todo esto, pero al mismo tiempo reflexiono que mis hijos murieron inocentemente. ¿Por qué voy a sentir miedo de decir la verdad? Ha sido una realidad lo que han hecho y tenemos que ser fuertes para decirlo. Hoy cuento la historia, pero en ese momento no era capaz; se me hacía un nudo y un dolor en el corazón que ni hablar podía. Lo único que hacía era embrocarme a llorar.

Luciérnagas en El Mozote.1996. Ediciones Museo de la Palabra.

Morazán, noviembre 2004. Rufina junto a su hija Martha, su hermana Fidelia y una nieta. foto Pedro Linger Gasiglia


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DURANTE MUCHOS AÑOS, las autoridades del sistema de justicia salvadoreño se negaron a realizar investigaciones sobre la Masacre de El Mozote y sitios aledaños. La mayoría de los sobrevivientes, luego del horror vivido, abandonaron la zona y vivieron como refugiados en el campamento de Colomoncagua, en un área fronteriza con la República de Honduras, por varios años.

En el año de 1990, luego de la repoblación de los refugiados de Colomoncagua, la sobreviviente Rufina Amaya se presentó a la oficina de Tutela Legal del Arzobispado y pidió la investigación del crimen masivo. Además de impulsar investigaciones independientes, Tutela Legal del Arzobispado promovió una demanda penal contra los responsables del crimen, la cual fue presentada en octubre de 1990 ante el Juez Segundo de Primera Instancia de San Francisco Gotera, quien era titular de la jurisdicción territorial respectiva.

La lucha por el establecimiento de la verdad Tutela Legal del Arzobispado emprendió numerosas acciones, entre ellas, exigió el nombramiento de los integrantes del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) como colaboradores técnicos del tribunal. La denuncia sobre los obstáculos interpuestos ante la justicia también fue importante. En noviembre de 1991, Tutela Legal del Arzobispado presentó públicamente los resultados de sus investigaciones y desmintió falsos rumores sobre la presencia de áreas minadas en los caseríos de la masacre (los cuales habían sido difundidos para evitar las inspecciones). Además, exigió no pocas veces –y en ocasiones directamente acompañada de los Excelentísimos Monseñor Arturo Rivera Damas y Monseñor Gregorio Rosa Chávez– el fin de las dilaciones en la investigación, el inicio de las exhumaciones e inspecciones de la ley, así como el nombramiento de especialistas en antropología forense como auxiliares del tribunal. Con posterioridad, los integrantes del EAAF fueron nombrados y juramentados como peritos de la causa. De este modo se allanó el camino para las inspecciones, las cuales tuvieron lugar durante los meses de mayo a agosto de 1992 y también para las exhumaciones en “el convento” de El Mozote, realizadas entre octubre y diciembre de ese mismo año. El Mozote, diciembre 2001. Familiares de las víctimas durante la ceremonia de re-entierro. foto Pedro Linger Gasiglia

Exhumaciones de 1992 Las exhumaciones de 1992 estuvieron dirigidas por el EAAF y las etapas de estudio en laboratorio contaron con la importante presencia de forenses estadounidenses, entre quienes se encontraban los reconocidos especialistas Clyde C. Snow y Robert Kirshner. Los antropólogos forenses establecieron que en “el convento” se recuperaron los esqueletos de 143 personas: 7 adultos y 136 niños. Entre los adultos se encontraba el esqueleto de un hombre adulto mayor y el de una mujer que transitaba el tercer trimestre de embarazo. El promedio de edad de los 136 niños era de 6 años. Los especialistas comprobaron científicamente que las muertes de estas personas fueron producto de ejecuciones extrajudiciales masivas. Pero las investigaciones se detuvieron posteriormente, por decisión del Juez Federico Portillo, quien las suspendió de facto en febrero de 1993 y luego aplicó la Ley de amnistía en 1994.

Nuevas exhumaciones Pese a la aplicación de la amnistía, Tutela Legal del Arzobispado promovió nuevas exhumaciones de víctimas de la masacre entre los años 2000 y 2004, las cuales fueron autorizadas por nuevos jueces que presidieron el mismo tribunal. Las exhumaciones fueron nuevamente dirigidas por el EAAF y contaron con la participación del Dr. Clyde Snow en las etapas de estudio en laboratorio. Las exhumaciones permitieron la recuperación de esqueletos y restos óseos de las víctimas de El Mozote, La Joya, Ranchería, Los Toriles, Jocote Amarillo y Cerro Pando. Como resultado de estas nuevas exhumaciones, se recuperaron los restos de al menos 138 víctimas. Sumados a las víctimas de “el convento” de El Mozote (recuperadas en 1992), la cifra asciende a un total de 281 víctimas, cuyos restos óseos constituyen la prueba material del crimen masivo. El 74% de estas víctimas eran niños y niñas, un hallazgo que deja en claro uno de los objetivos prioritarios del exterminio.

La lucha por la verdad y contra la impunidad continúa Concluidos los procesos de exhumación de las víctimas en los sitios que pudieron identificarse, se ha abierto de nuevo el reto de exigir a las autoridades de la justicia salvadoreña la persecución penal de los responsables de la Masacre de El Mozote y los sitios aledaños. Jurisprudencia constitucional interna y, sobre todo, jurisprudencia y doctrina emanada de los sistemas internacionales de protección de los derechos humanos, dejan en claro que la amnistía, decretada por el Estado salvadoreño en 1993, no es absoluta y no debería aplicarse a casos como la Masacre de El Mozote. En marzo de 2006, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos admitió formalmente el caso sobre la Masacre de El Mozote, por lo tanto, el Estado de El Salvador ha quedado sometido a las investigaciones de esa alta instancia interamericana, tanto por su responsabilidad en los crímenes perpetrados como por la impunidad que desplegó con posterioridad a la masacre.

La verdad acerca de los atroces hechos ocurridos en El Mozote y otros sitios aledaños, consumados en diciembre de 1981 por tropas de la Fuerza Armada de El Salvador, ha sido suficientemente establecida y constituye actualmente el punto de partida de nuevas luchas. La recuperación de la memoria histórica del pueblo salvadoreño, así como la exigencia de justicia y reparación en favor de los cientos de familias agraviadas por este crimen masivo, cobra cada vez mayor vigor. Dra. María Julia Hernández Directora de Tutela Legal del Arzobispado de San Salvador

Para más información visite: TUTELALEGAL.ORG EAAF.ORG CEJIL.ORG


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El Mozote, diciembre 2002. Jovenes observan fotografías de la ceremonia de entierro en el monumento a las víctimas. foto Pedro Linger Gasiglia Aryeh Neier

Juan E. Méndez

ex-Director Ejecutivo Human Rights Watch (HRW) Presidente Open Society Institute (OSI)

Presidente del Centro Internacional por la Justicia de Transición, Asesor especial del Secretario General de ONU para la Prevención del Genocidio

La masacre de El Mozote es significativa en muchos sentidos: por el gran número de víctimas que se cobró (más elevado que el de cualquier otro episodio de las guerras centroamericanas de los años ochenta); por el hecho de que fue perpetrado por una fuerza militar entrenada en los Estados Unidos, lo que contradecía la afirmación de que ese entrenamiento fomentaba el respeto por los derechos humanos; por la presteza con la que periodistas intrépidos arriesgaron sus vidas parar contar la historia; y por la contribución que un método de investigación relativamente nuevo, la antropología forense, hizo para establecer la verdad sobre lo que ocurrió. Así y todo, querría concentrarme en otro aspecto por el cual El Mozote es importante: su lugar central en la historia de la lucha por los derechos humanos. Ronald Reagan asumió la presidencia de los Estados Unidos poco menos de un año antes de El Mozote. En los primeros tiempos, su administración se encargó de repudiar la política del antecesor en el cargo, Jimmy Carter, quien había sostenido que la defensa de los derechos humanos debía ser un objetivo de la política exterior estadounidense. Sin embargo, ni bien se topó con la resistencia del Congreso, la administración Reagan cambió de curso y declaró que se comprometía a promover los derechos humanos en el ámbito internacional. A pesar de ello, entró al mismo tiempo en conflicto con grupos que denunciaban abusos a los derechos humanos, pues alegaba que los mayores atropellos eran perpetrados por sus opositores (como, por ejemplo, el régimen sandinista en Nicaragua). Por otra parte, intentó encubrir las prácticas de gobiernos

alineados con los Estados Unidos, como los de El Salvador y Guatemala, y negó que hubieran tenido lugar las masacres a gran escala que se le atribuían a las fuerzas armadas de esos países. El 2 de febrero de 1982, mientras esperaba para testificar en una sesión del Congreso en Washington, D.C., vi cómo Tom Enders, Subsecretario de Estado de Relaciones Interamericanas, y Elliott Abrams, Subsecretario de Estado de Derechos Humanos, subían al estrado justo antes que yo y negaban que la masacre de El Mozote hubiera tenido lugar. Dos semanas antes, en el mismo día, Alma Guillermoprieto y Ray Bonner habían informado sobre la masacre en las primeras planas del Washington Post y el New York Times respectivamente. Durante muchos años a partir de entonces, Enders, Abrams y varios de sus colegas de la administración Reagan negaron repetidamente los informes que publicaban periodistas y grupos de derechos humanos sobre los groseros abusos cometidos por regímenes a los que Estados Unidos apoyaba. Estas disputas sobre los hechos llamaron aún más la atención sobre la causa de los derechos humanos y, con el tiempo, arrojaron un resultado exactamente opuesto al que la administración Reagan procuraba obtener. La negación de los abusos cobró relevancia política, y la credibilidad del gobierno en torno a tales discusiones cayó aún más bajo. El Mozote se convirtió en símbolo y epítome de estas evoluciones. Con el tiempo, y en consecuencia, creció el compromiso público en favor de la causa de los derechos humanos.

En los años noventa, la protección internacional de los derechos humanos empezó a cambiar y a ofrecer perspectivas de éxito más promisorias, a partir del involucramiento de organizaciones intergubernamentales, especialmente de las Naciones Unidas, mediante tareas de investigación, protección y promoción de los derechos humanos en el terreno mismo de los hechos. Aquí también El Mozote adquiere relevancia, pues a raíz de los acuerdos de paz, la misión de las Naciones Unidas ingresa en El Salvador. Por otra parte, los acuerdos crearon una Comisión de la Verdad que, si bien copiaba experiencias anteriores de otros países de América, se convertiría en la primera en funcionar con apoyo internacional y bajo jurisdicción de las Naciones Unidas. El informe de la Comisión de la Verdad, titulado “De la locura a la esperanza”, incluyó un detallado apéndice con los resultados de una investigación sobre el caso de El Mozote, que fuera reconstruido no sólo con el aporte de una testigo (no escuchada anteriormente), sino también mediante estudios detallados de la escena del crimen. El anexo dedicado a El Mozote fue tan contundente que contribuyó de una manera decisiva a la credibilidad del informe de la Comisión de la Verdad. Luego, la investigación en terreno se confió al Equipo Argentino de Antropología Forense, cuyos miembros más tarde harían exhumaciones y estudios de fosas clandestinas en Bosnia, Rwanda, Sudán, Guatemala, Colombia, Perú y muchos otros lugares. Este trabajo pionero ha gestado la creación de grupos similares de activistas de derechos humanos que actualmente aportan un trabajo científico –y por lo tanto irrefutable– a la investigación de crímenes de esta magnitud cometidos contra los derechos humanos.

Pero el Mozote lamentablemente es emblemático en un sentido bastante menos positivo: pues a pesar de que los hechos se han probado de manera categórica, y de que bajo cualquier análisis constituyen lo que el derecho internacional denomina “crímenes de guerra” o “crímenes de lesa humanidad”, hasta el presente no hay un solo responsable de la masacre que haya sido investigado, ni procesado ni sancionado de manera alguna. Días después de la publicación del informe de la Comisión de la Verdad, el gobierno de El Salvador dictó una amnistía tan completa que ha impedido a los tribunales conocer esta como tantas otras tragedias. La impunidad reina en El Salvador a pesar de los esfuerzos de las organizaciones de la sociedad civil, especialmente de la Oficina de Tutela Legal del Arzobispado y del Instituto de Derechos Humanos de la Universidad Centroamericana (fundado por aquellos jesuitas asesinados en 1989). La impunidad que reina en El Salvador ha servido para montar un programa de acción en todo el continente, que ya ha obtenido importantes victorias en favor de la verdad y la justicia en otros países hermanos. Sin embargo, en El Salvador, continua existiendo una deuda pendiente con las víctimas de El Mozote; hombres, mujeres y niños de origen campesino cuyas injustas muerte el poder no considera que merezcan investigación ni castigo.


La Prensa Gráfica Viernes 30 de marzo de 2007

Morazán, 2001, 2004. fotos Pedro Linger Gasiglia

De la memoria nace la esperanza Por todo El Salvador decenas de comunidades trabajan activamente en recuperar y compartir sus memorias y convertirlas en publicaciones, conmemoraciones, museos de sitios o monumentos a las víctimas civiles como en el Parque Cuscatlán. Los de abajo emergen de las sombras abriendo las compuertas de la memoria, reforzando sus identidades, reafirmando su voluntad de seguir imaginando y construyendo el país posible. Junto a las comunidades, el legado de Rufina Amaya nos indica con certeza que de la Memoria nace la Esperanza. El Salvador, marzo 2007.

Monumento a la Memoria y la Verdad, parque Cuscatlán. foto Pedro Linger Gasiglia

Esta homenaje a Rufina Amaya ha sido posible gracias a los esfuerzos del Museo de la Palabra y la Imagen, Tutela Legal del Arzobispado, Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). Los textos y fotos son un extracto del libro “El Mozote, 25 años después” fotos y edición de Pedro Linger Gasiglia y Susan Meiselas que próximamente será publicado.

Para más información visite: TutelaLegal.org

museo.com.sv

uca.edu.sv/publica/idhuca/

PedroLingerGasiglia.com/mozote/


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