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Las negociaciones como una victoria moral

Igualmente, los dos grupos han pactado con otros grupos armados (incluso antagónicos, e incluso entre ellos) y combaten a la Fuerza Pública (las AGC hacen “planes pistola”, emboscadas y hostigamientos; son, en varios aspectos, un grupo antiEstado). Quizá la única diferencia identificable es que mientras los miembros del ELN no reciben un salario, las AGC sí tienen una nómina considerable y bien establecida.

Visto todo esto, es al menos válido preguntarle al Gobierno: ¿qué justifica, entonces, que si las AGC son un grupo armado más grande en términos de miembros que el ELN, con el segundo se negocie y con el primero no exista ninguna posibilidad? Claro, es verdad que el discurso político del ELN persiste desde hace más de cinco décadas y hay reivindicaciones claras, por lo que tiene sentido que se conversen con el Estado. Sin embargo, reiteramos: la politización es más un continuo que una dicotomía, y eso no quiere decir que no haya nada que conversar con las AGC. Si se leyeran sus estatutos y las dinámicas de gobernanza criminal que han instaurado en sus espacios territoriales, quizá entendamos que hay más que narcotráfico en su actuación. Lo cierto es que la premisa de que son solo criminales no coincide mucho con la realidad.

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Las negociaciones como una victoria moral

La estrategia de la Paz Total parece apuntar hacia la dirección correcta: para acabar con la violencia en Colombia necesitamos desactivar todas las fuentes de la guerra y a todos los grupos armados involucrados en ella. Sin embargo, las premisas desde las que se parte para diferenciar al ELN y a los demás grupos en la guerra permiten pensar en dos cosas que necesitan afinarse.

La primera es que parece haber posturas moralistas que divorcian lo político de lo criminal, como si fueran aspectos excluyentes e irreconciliables. Incluso, si así lo fuera, la historia reciente del país evidencia una larga tradición de acercamientos, diálogos y negociaciones entre diferentes gobiernos y organizaciones al margen de la ley, muchas de ellas de carácter mafioso híbrido. Algunos ejemplos, las autodefensas de Rodríguez Gacha en Pacho y Puerto Boyacá, Fidel Castaño en Córdoba durante los noventa, el Cartel de Medellín en 1991 con Pablo Escobar, y el Ejército Revolucionario Popular Antisubversivo de Colombia (Erpac) en el 2011, muestran que incluso si aceptáramos la premisa de que se trata de solo criminales, existen mecanismos para acercarse a ellos. Si bien en estos casos la figura utilizada fue la del sometimiento, debe tenerse en cuenta que dicho sometimiento también es el resultado de negociaciones, muchas veces mediadas por actores políticos cercanos a estos grupos.

La segunda es que es urgente que se superen los enfoques que privilegian el discurso y el origen de los grupos armados, por encima de todas las manifestaciones políticas de su violencia. En Colombia, muchos grupos armados regulan la vida en comunidad, asesinan líderes sociales por órdenes de personajes de la vida pública y determinan qué se puede hacer y decir en ciertos espacios. Todo esto es político, y por estar sujetos solo a la pretensión revolucionaria como forma de politización, hoy ni siquiera entendemos muy bien cómo este tipo de escenarios funcionan. Gran parte de la violencia que se ejerce hoy en Colombia es política, pero estamos empecinados en circunscribirla a lo criminal. Seguir en eso es también impedir conocer la verdad sobre todas esas escabrosas relaciones. Es necesario pensar mejor de qué hablamos cuando hablamos de política y criminalidad.

Notas

* Este artículo fue primero publicado en La Silla Vacía, el 1º de septiembre de 2022. Se publica en este dossier con autorización de los autores.

PAZ TOTAL, SEGURIDAD Y FUERZA PÚBLICA

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