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El Almendral

El quejumbroso aullido del viento se desliza sobre el tejado de la casa, hace rechinar una puerta del piso superior y se escurre por el hueco del tragaluz. Enrique Giralt se endereza en el sofá donde pasó la noche. Está espeso y de mal humor; apenas ha dormido. Desvelado, intentó distraerse primero viendo en televisión un reportaje sobre Chiloé, y luego una vieja película de Alfred Hitchcock, Cortina rasgada. Cuando finalmente consiguió dormirse, quedaban escasas horas para que se hiciera de día. Ahora, podía oír cómo el señor Jiang y los suyos trajinaban en el negocio familiar que tienen en el primer piso, debajo de su departamento. Los chinos y Enrique son los únicos vecinos del edificio; el tercer piso, encima del suyo, lleva años desocupado, al igual que muchos de los pisos superiores de las calles del Almendral. De día, el barrio es un hervidero, pero de noche se transforma en un paisaje espectral, con ventanas sin luz en muchos edificios y la mayoría de sus comercios cerrados, como el negocio de los Jiang. «Chile Oriental», así se llama el pequeño supermercado que regenta el señor Jiang, llegado de Asia con su familia hacía ya cinco años. Enrique Giralt lleva más tiempo viviendo en el departamento. Antes de los asiáticos hubo otros negocios debajo de su casa, pero ahora es como si Jiang y los suyos hubieran estado ahí desde siempre.

Mira el reloj y comprueba que todavía es temprano, apenas las siete de la mañana. A Jiang le llevará prácticamente una hora abrir su negocio. Es el tiempo del que dispone Enrique para ducharse, vestirse, desayunar algo y llegar al trabajo. El Almendral queda demasiado lejos de su trabajo en la Compañía Chilena Interoceánica de Navegación, en la plaza Justicia, en el Barrio Puerto, del otro extremo de la parte baja de Valparaíso. Cada mañana toma una micro y por las tardes a menudo vuelve a pie, haciendo casi siempre un alto en el Foto Café. Cuando retoma su camino de vuelta, curiosea en la cartelera del cine —aunque no suela encontrar películas de su agrado—, o se da una vuelta por el Museo de Historia Natural, donde años atrás trabajó su tío Matías, que ejercía de celador. Con el tiempo, se ha ido acostumbrando a esta zona de la ciudad: un paisaje de negocios astrosos, caóticos, junto a otros que evocan épocas mejores. Calles largas y rectilíneas y plazas amplias, con árboles y estatuas, que llevan el nombre de grandes personajes de la historia —O’Higgins, Bolívar, Aníbal Pinto, Salvador Allende—, la terminal de buses Rodoviario pero también el Congreso Nacional, la Universidad Católica o la Biblioteca Santiago Severín.

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Fealdad, nostalgia y barullo impregnan el alma del barrio del Almendral, como de buena parte de la ciudad, y a eso me he ido acostumbrando, se dice Enrique mientras se ducha, para luego afeitarse con más parsimonia de la habitual. Una vez vestido y sentado a su mesa adosada a la ventana, toma un café con galletas de chocolate y vainilla que compró el día anterior en el supermercado del chino. Abre la ventana para ventilar un poco la casa y agradece la frescura del aire a esta hora de la mañana del verano austral, mezclada con el aire salobre de las aguas de la bahía. En seguida, sin embargo, el viento le resulta molesto y vuelve a cerrar la ventana.

Mientras desayuna, no puede dejar de pensar en Ugarte, su actual superior en el trabajo. En la empresa, los cambios de puesto no son muy habituales y, por otro lado, nadie se había quejado de Enrique jamás. Por eso, cuando hace un año y medio lo trasladaron del departamento de Rutas al de Contabilidad, hasta al propio Ugarte le pareció extraño. Tras discutirlo con gente de más arriba, este le aseguró que se trataba de un traslado provisional y que, transcurridos unos meses, podría volver a su puesto en Rutas. Lo mismo le dijeron a él. Sin embargo, ha pasado el tiempo y continúa en aquel semisótano que ocupa la sección de archivos de Contabilidad, con Engracia Fuentes por única compañía –cuando viene–: una mujer mayor y refunfuñona que a menudo está enferma. La conversación con Ugarte, poco a poco, se volvió discusión. En un momento impreciso, Enrique empezó a subir el tono de voz. Sus palabras eran más secas, de reproche. Lo habían mandado bajo tierra, con las ratas. A Ugarte no le gustó la actitud de su subordinado, aunque entendía que quisiera volver a su ocupación anterior, pendiente de las rutas de los barcos de la compañía, de sus cargas e incidencias, con su mesa en la quinta planta del edificio en la plaza Justicia, y una ventana desde donde se puede ver el puerto. «¡No me grite, Giralt!», le advirtió su superior. No le había gritado; si acaso, había elevado ligeramente el tono, mientras —se daba cuenta— su labio inferior temblaba. Enrique rehúye las discusiones, lo ponen nervioso, lo desequilibran. Prefiere callar y esquivar las peleas, incluso los enfrentamientos verbales menores; pero esta vez le cuesta esfuerzo mantener la calma y no deja de pensar en ello ahora, en su pequeño y destartalado departamento de la calle Chacabuco. Mientras tanto, el señor Jiang y lo suyos siguen con su actividad en el supermercado. ¿Qué sabe de ellos? Apenas nada: ha hablado muy poco con el propietario del supermercado y lo único que ha logrado averiguar es que los Jiang proceden de la provincia de Sichuan, donde eran funcionarios locales y aquello les otorgaba un cierto estatus dentro de su comunidad. Con semejante origen, ¿qué hacían regentando un pequeño negocio debajo de su casa? Deja de pensar en los chinos y vuelve a Ugarte, a su cara redondeada, con ese bigote negro y el cabello escaso peinado hacia atrás. No le había gritado, pero él no podía consentir que le echase en cara su situación, que lo contrariara. Querían un empleado dócil y, en cambio, Enrique había realizado un gesto de rebeldía, casi un desafío, al exigir que le devolvieran a su antiguo puesto de trabajo. ¿Quién se cree que es para hacer algo semejante? Si años atrás consiguió el trabajo de administrativo en la compañía fue gracias a su padre, Joan, que por aquel entonces tenía un taller de encuadernador en una calle adyacente a la plaza Echaurren. Uno de sus clientes, un cargo ya retirado de la compañía naviera, facilitó el trabajo a su hijo. Ugarte lo sabe y alguna vez se lo reprocha, aunque sutilmente. Si el catalán se quiere ir, ya sabe dónde está la puerta. Le llama así, «el catalán», con cierta desconfianza.

En el año 1955, tras desembarcar en la Argentina procedente de de Europa, y después de un largo viaje por carretera, Joan Giralt había llegado a Valparaíso, dejando atrás una oscura infancia barcelonesa que había vivido con la única compañía de una tía. El resto de la familia había muerto bajo las bombas de la aviación fascista italiana durante la Guerra Civil española. Tenía tan solo veintiún años. ¿Y por qué había acabado en Valparaíso y no en cualquier otro lugar? Según el padre, porque le gustaba el nombre y quería ver el Pacífico. Los primeros años en la ciudad no fueron fáciles. Sin dinero ni familia, en un país extranjero, vivió una juventud difícil y extraña. Dormía en sitios horribles y se conformaba con cualquier trabajo que le diera de comer, hasta que tuvo la suerte de conocer algunos de los refugiados catalanes que habían llegado en 1939 a bordo del Winnipeg. Uno de ellos lo inició en el oficio de encuadernador. Años más tarde, abrió su propio taller y se casó con una mujer de Cerro Alegre, Carmina Wilson.

Enrique, alto, delgado y tirando a pálido, contrasta con el aspecto de Ugarte, de altura media, constitución robusta y de piel morena. Ugarte se considera un porteño puro y siente aversión no solo hacia los descendientes de los inmigrantes británicos y alemanes que, según él, llevan más de un siglo colonizando su ciudad, sino también hacia el resto de inmigrantes que han seguido llegando. Italianos, franceses, asiáticos, árabes; y últimamente haitianos, pobres y sucios. Invaden su mundo. Alguna vez, Enrique ha intentado hacerle entender que precisamente a eso conduce el carácter portuario de la ciudad, a un constante ir y venir de extranjeros y que resulta difícil considerar a alguien más de Valparaíso que a otro, pero Ugarte no lo acepta. No es un tipo ignorante, sabe que los Ugarte, generaciones atrás, también vinieron de fuera, de algún lugar de la Península ibérica, pero eso ocurrió mucho antes de que unos cuantos alemanes y, sobre todo los patilargos britá- nicos abrieran negocios en el Plan y levantaran sus residencias en Cerro Concepción y Cerro Alegre. ¿De dónde procede ese oscuro resentimiento? ¿Es social, tal vez incluso racial? ¿Y qué debe de opinar acerca de los mapuches, anteriores a cualquier Ugarte del país? Enrique no tiene ganas de perder más tiempo pensando en semejante personaje. Al fin y al cabo, él también es porteño, aunque sea hijo de padre catalán y de una madre a quien de pequeña oía hablar inglés con sus abuelos, como si estuvieran todavía en el condado de Northumberland, en el norte de Inglaterra, de donde eran originarios.

Enrique se asoma a la ventana. La calle Chacabuco se empieza a animar. Abajo, los vendedores ambulantes están instalando sus puestos en la vereda de enfrente, no muy lejos de la puerta de la sastrería de su amigo, Isaac Lynch, que lleva días sin abrir el negocio. Tampoco se ha presentado a la última cena que organizan una vez al mes en el Foto Café, con Ramon Ortiz, ni ha contestado a sus llamadas nocturnas, tanto a casa como al celular. Ahora es demasiado temprano y no puede saber si hoy irá a la sastrería. Hace unas semanas que Claudio, su ayudante, se ha despedido, y si Isaac está enfermo, el negocio seguirá cerrado. Le choca que en la puerta de la sastrería no haya ningún cartel avisando de su cierre, justificándolo por enfermedad u otra razón. Mira su teléfono y duda. Finalmente, se decide y marca el número de su amigo. Es inútil. Tan solo escucha su voz en su contestador y le deja su mensaje. Volverá a llamarle más tarde. Enrique no tiene celular, así que lo hará del trabajo o de un locutorio o de alguno de los pocos teléfonos públicos que quedan. Es una de sus rarezas: no tener celular. Cuando eso le sorprende a alguien, él se justifica diciendo que no quiere estar siempre ubicable. Tiene otras rarezas, como no conducir y ni saber nadar. No es que los automóviles ni el mar le asusten, simplemente se siente mejor con los pies en el suelo. Sí camina, aunque se arrepiente de no hacerlo demasiado últimamente.

Levanta la vista y contempla la maraña de casas de los cerros más cercanos, Florida, Bellavista, Panteón, Yungay y San Juan de Dios. En esas colinas vive gente sencilla, en construcciones a menudo precarias, aunque también es posible encontrar alguna que conserva el esplendor de otros tiempos, vestigios de un mundo engullido por la forma anárquica de las casas construidas a toda prisa y sin dinero. Su amigo Isaac vive en Cerro Yungay, en uno de esos edificios que siguen resistiendo al embate del entorno, mientras que su madre vive en una casa mucho más modesta, en el Cerro Florida. Más hacia el este, no obstante, están Cerro Alegre y Cerro Concepción, con su impronta inglesa y alemana, las residencias con fachadas de colores, las calles limpias, con cafés y tiendas y pequeños hoteles que gustan a los visitantes extranjeros.

Años atrás, los Giralt habían vivido ahí arriba, en la calle Miramar, en el Cerro Alegre, hasta que las cosas se torcieron. Ahora, la antigua casa de la familia es un bed & breakfast que lleva su actual propietaria, una belga.

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