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La librería
La llamada siguiente es a Isaac, primero al teléfono de su casa y luego al celular, pero no contesta a ninguno de los dos. Tras esperar unos momentos lo vuelve a llamar, con el mismo resultado. Empieza a preocuparse por su amigo. Vive solo, como él, y tal vez le pasó algo. Piensa en la posibilidad de ir a buscarlo a su casa en la parte alta de la calle Guillermo Rivera, en el Cerro Yungay, pero desiste. Unos minutos después, toma la calle Lautaro Rosas, con sus casas de colores vivos y pequeños jardines. En una de ellas está la librería Metales Pesados, donde Enrique suele comprar libros, como también Isaac y Ramón. Los tres son muy diferentes. Isaac, judío no creyente, sastre de profesión y escritor por vocación, de carácter reservado, delgado y de altura media, ha tenido alguna que otra novia, pero ha vivido siempre solo. En cambio, Ramón es católico y practicante, periodista en el Mercurio de Valparaíso , de complexión obesa, está casado y tiene cuatro hijos. Ramón es algunos años mayor que Isaac y Enrique y, a veces, le gusta acentuar ese factor, como si fuera una distancia que los separase de manera infranqueable. Los tres coinciden de vez en cuando en la librería, y un lunes por mes quedan para almorzar en el Foto Café. Habitualmente almuerzan solo los tres, pero alguna vez Ramón se trae a algún compañero de la redacción.
Al entrar en Metales Pesados, agradece el frescor del lugar, las paredes y estanterías blancas, el olor a papel impreso y las ventanas que dan a un pequeño jardín del edificio victoriano de la librería, reconstruido tras un incendio. Aunque quizás no quiera comprar ningún libro, de vez en cuando va a echar un vistazo, solo para curiosear y sentirse bien un rato. También ha asistido a alguna charla de Ramón. En algún rincón de su casa todavía guarda una invitación a un acto presidido por su amigo sobre la poesía traducida de Paul Claudel. Ramón, siempre que puede, escribe sobre este tipo de autores en la sección de cultura de El Mercurio. Enrique asistió y a duras penas habría media docena de asistentes, Isaac y él mismo incluidos. Había sido un fracaso, a Ramón le resultaba evidente. ¿Cómo podía ser que a nadie le interesara la obra del poeta francés en aquella ciudad?
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Valparaíso se hunde entre basura, rayados y música vulgar, se queja Ramón. Y, como en el resto del país, cada día hay más tensión, más violencia, latente o expresa, más pobreza, corrupción y falta de esperanza. Algún día todo va a estallar y todo será arrasado, vaticina el periodista. Isaac piensa lo mismo. Se encuentran a las puertas de un desastre. ¿A quién pueden interesar los poemas de Paul Claudel o, peor incluso, lo que él mismo escribe? Hace años que Isaac es dramaturgo. Ha escrito algunas obras acerca de la transformación de la ciudad y, algunos años atrás, logró representar una de ellas. El ascensor. Poco público y una ausencia casi absoluta de eco en la prensa, a excepción de una nota, elogiosa, eso sí, en El Mercurio, de Ramón Ortiz. Según Enrique, su amigo ha cedido al desaliento y escribe poco o nada, aunque pronto se representará de nuevo su obra. Vive concentrado en su sastrería, leyendo y escuchando jazz en casa o en algún local de Playa Ancha y haciendo running al atardecer por la Avenida Alemania.
Tras saludar al librero, Enrique curiosea entre los anaqueles y a continuación pasa a la galería que comparte edificio con la librería. Hay una exposición de fotografías de Valparaíso en blanco y negro de la artista norteamericana Louise Millar. Son imágenes de los cerros pero también del Plan. Hay figuras humanas —niños, jóvenes, gente mayor—, pero destaca sobre todo la arquitectura y el paisaje urbano: los ascensores, los troles, las micros, algún barco. Le llama la atención la fotografía de un jardín descuidado, con un pequeño estanque, algunos árboles, vegetación salvaje y flores. Al fondo de la imagen se distingue un muro de piedra y, en un ángulo, unas escaleras que conducen a una casa de la que solo se ve una puerta y una ventana. Intenta deducir qué barrio es. Tal vez Playa Ancha, donde quedan algunas casuchas con jardín en la avenida Gran Bretaña y los extranjeros parecen no haber llegado. O tal vez en Cerro Alegre o Cerro Concepción, antes de que los nuevos comercios y hotelitos para turistas engulleran el mundo bucólico y luminoso de sus antiguos habitantes. Lee su título: Jardín de media tarde. Calle Templeman.
Su amigo Ramón le había hablado unos días antes de Louise Millar, sobre quien preparaba un artículo. Enrique lee el folleto informativo que acompaña la exposición. Además de fotógrafa, también es pintora y grabadora. Vive en Amsterdam, pero ha viajado de manera dispersa haciendo fotografías y este último año ha recorrido Chile. Valparaíso la inspira especialmente. Según la crítica que recoge el folleto informativo, más allá de la plasticidad de las imágenes de la vida cotidiana y de la arquitectura de la ciudad, su arte gira sobre todo alrededor de la impronta de la luz sobre los objetos, los cuerpos, el paisaje. «Louise Millar recoge en su obra la luz de Valparaíso, pero no de modo efectista sino con una contención misteriosa, casi hermética, que la hace más densa y espiritual, utilizando todas las gradaciones del blanco al negro». Tal vez sí, piensa Enrique mirando con atención aquellas fotografías. Volviendo a Jardín de media tarde. Calle Templeman , se fija en un leve haz de luz que se derrite en la oscuridad del muro.
En el folleto había una foto de la artista, sonriendo. De facciones fuertes, pero con un ademán agradable y para nada distante. ¿Qué pensaría de sus fotografías hechas con la Leica? Ramón tiene dudas cuando se trata de etiquetar las imágenes de Enrique. ¿Fotografía social, de denuncia, o decadentista? Puestos de vendedores por las calles, cielos llenos de cables eléctricos, perros sin dueño, carteles de publicidad con lemas y figuras chocantes, fachadas craqueladas, sucias de rayados, cafés de luz amarillenta y cubiertos de grasa. Su
Valparaíso, carnal y vulgar, feo, es la misma ciudad que retrata la artista norteamericana? No lo parece.
Vuelve a la librería para salir a la calle y entonces el librero le pregunta si tiene que ver a su amigo. Ante su gesto de incomprensión, el librero precisa:
—Lynch.
—No lo sé, hace días que no lo veo. ¿Por qué?
—El lunes por la tarde vino a preguntar por un encargo que todavía no me había llegado. Cuando se fue, apareció el transportista con el libro que me había pedido. Lo llamé más de una vez, pero no contesta.
Enrique recuerda que el lunes por la mañana se fijó en que la sastrería Lynch estaba abierta, pero ya no por la tarde. La semana anterior había coincidido con su amigo en una fuente de soda de la calle Condell, en el centro. Le pareció nervioso y fue muy reacio a explicar qué le preocupaba. Finalmente, le reveló que alguien había escrito un insulto en la muralla de su casa: «Lynch judío asqueroso».
—¿Qué libro es?— pregunta, curioso.
—Este —señala el librero, después de tomar un libro guardado en una pila con otros encargos.
Enrique lee el título, La otra Venecia, de un autor que apenas conoce, Predag Matjejevic. Se ofrece a dárselo a su amigo. Al librero le parece bien. Sale entonces de la librería. Son casi las once, tiene hambre. Aunque no sea la hora de almuerzo, decide que comerá parte de lo que lleva en la fiambrera en el jardín del edificio. Al librero no le va a importar. Mientras tanto, hojea el libro. Parece lleno de detalles, ilustrado con grabados y planos antiguos, estructurado en capítulos cortos y escrito en un lenguaje claro. No es un relato de viajes sino una especie de descripción evocadora.
En la solapa del libro pone que el autor se fija en lo que los demás han descartado, los hierbajos que crecen entre las piedras de las fachadas, los postes donde se amarran las embarcaciones, los pozos de las plazuelas, los planos reales o imaginarios de la ciudad, los canales más secundarios, los anocheceres, la pátina de óxido. Las lecturas de mi amigo son bien curiosas, piensa mientras cierra el libro y enciende un cigarrillo, el primero del día. Le llevará el libro a casa y así sabrá por qué no abre la sastrería desde el lunes ni tampoco responde al teléfono.