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El perro de Isaac

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La librería

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En pocos minutos llega a casa de Isaac en el Cerro Yungay. Es un antiguo edificio pintado de azul. En esta acera de la calle Guillermo Rivera, casi en frente del Liceo Santa Teresa, las casas son bonitas y están todas pintadas de colores discretos y limpios. Este pequeño tramo de calle no tiene nada que ver con el estruendo que reina más abajo, repleto de restaurantes y cafés de dudoso gusto, ni con las casas más sencillas que siguen remontando hacia la avenida Alemania. Del centro escolar llega el alboroto de los alumnos que pasan el rato jugando y charlando antes de volver a clase.

En el pequeño patio que hace las veces de entrada a la casa de su amigo está su perro, Chico, un animal mediano, mestizo, blanco y marrón, que recogió cuando era un cachorro, cuatro años atrás. El perro yace atado junto a su caseta. Cuando repara en la presencia de Enrique, el animal se levanta contento tirando de la cuerda que lo amarra.

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Enrique llama al timbre de la puerta del jardín, pero su amigo no aparece, y el perro empieza a gemir nervioso. Está rodeado de excrementos. Piensa que tal dejadez es inusual en Isaac, mientras insiste inútilmente con el timbre. Entonces, se fija que la puerta del jardín no está cerrada sino tan solo entornada. No duda y entra. Se acerca a Chico y lo acaricia, y descubre que tiene una herida con sangre reseca en una pata trasera y que está algo sucio. ¿Cuánto lleva Isaac sin ocuparse de su perro? Tras comprobar que Chico no tiene comida pero sí, por lo menos, un poco de agua en un cuenco al lado de la caseta, se dirige a la puerta de la casa y usa el picaporte. Mientras espera, observa que se ha repintado una parte de la fachada. Imagina que es por el insulto antisemita al que días atrás se había referido quejumbroso su amigo y que habrá ocultado bajo una capa de pintura.

Repara en que alguien lo está espiando tras la ventana de una de las casas. Supone que su presencia llama la atención de los vecinos. Nadie se debe acordar, pero él estuvo más de una vez en esa casa. La primera, cuando eran adolescentes y coincidieron durante un curso en el liceo, a mediados de los años setenta, poco después del golpe. Aún recuerda la aparición de Isaac en su clase, recién llegado de otro liceo. Alguien no tardó en referirse a él como «chico judío». En aquellos años, Enrique apenas sabía algo de esa gente. De hecho, solo había visto judíos en alguna película de la televisión y en las noticias sobre el conflicto entre palestinos e israelíes. Por eso, cuando entró por vez primera en casa de los Lynch, lo hizo muy intrigado, e incluso con un poco de miedo. Era una casa de clase media como cualquier otra, sin el menor rastro de la religión de sus habitantes, a excepción de una Menorah que había en el salón —claro que entonces él no sabía qué representaba aquel extraño candelabro. Tanto los padres como los hermanos mayores de su amigo —Miriam y Jacob— le resultaron muy simpáticos. El padre era hijo de inmigrantes irlandeses, su familia había regentado una sastrería en Galway —negocio que había continuado en Valparaíso—, y le gustaba contar historias de Irlanda y animar a Isaac a decir algunas frases en gaélico. Su madre, descendiente de una familia judía de Oporto, era una mujer hermosa, un tanto seria, y más callada que su marido.

Por motivos que jamás conocería, el curso siguiente los padres cambiaron de liceo a Isaac, y él y Enrique se distanciaron. Ocasionalmente, se habían visto por la calle a lo largo de esos años, pero Isaac no volvió a invitarlo a su casa. Más adelante, alguien le contó que los Lynch habían dejado la ciudad, y no fue hasta la década de los noventa que alguien le dijo que su amigo había vuelto y que vivía solo en la casa de Yungay. Enrique fue a visitarlo, y al entrar de nuevo en aquella casa vio que faltaban muebles y, sin estar sucia, mostraba cierto caos y abandono. Se fijó en algunas ropas y útiles de sastrería —reglas, tijeras, patrones, cintas—, así como un par de máquinas de coser. Observando las fotografías que decoraban las paredes, le pareció que había algo raro, aunque no supo qué. Le llamaron la atención también la gran biblioteca y la colección de discos de jazz, sobre todo norteamericano, que tenía su amigo. Miles Davis, Chet Baker, Oscar Peterson, músicos en estado puro, afirmaba su amigo. A él, en cambio, no acababa de convencerle aquel género que le parecía demasiado intelectual.

Mientras insiste con el picaporte, recuerda aquella visita, tiempo atrás. Su amigo le explicó que habían vivido algunos años en el extranjero, en Portugal, primero en Oporto y más tarde en una isla atlántica, Pico. Su padre y su madre habían muerto, y su hermana seguía viviendo en la isla portuguesa. ¿Y Jacob?, le preguntó Enrique. También había muerto, dijo su amigo, sin dar más detalle. No quería hablar de ello. Solo meses más tarde, en una visita a la sastrería que había abierto en su calle, le revelaría que en realidad lo único que sabían es que había desaparecido. Fue en 1983. Unos supuestos agentes del CNI lo metieron en un auto, en plena calle. Durante dos años, mientras todavía vivían en el país, lo habían buscado, preguntando en despachos oficiales, comisarías y centros de internamiento. Nadie sabía nada. A veces, los atendían con frialdad; a veces, de forma irónica o con hostilidad. En el momento de su desaparición, Jacob tenía veinticuatro años. Con el fin de la dictadura, cuando aún vivían en Portugal, apenas consiguieron desvelar algo, solamente que la CNI debía estar detrás, y que era muy probable que Jacob hubiera muerto. Podía estar enterrado en alguna fosa o tal vez lo hubiesen tirado al mar, tal como habían hecho durante los primeros años del golpe militar, con los vuelos de la muerte de los helicópteros Puma de la Fuerza Aérea. Si así lo habían hecho, deseaba que su hermano ya estuviera muerto o dopado, que no estuviera consciente en el momento de morir de un modo tan horroroso.

Isaac no está, piensa decepcionado. Insiste un poco más golpeando a la puerta, mientras lo llama por su nombre, en vano. Entonces saca un papel de la mochila y le escribe una nota para decirle que está preocupado por él, porque hace días que no abre la sastrería. También le cuenta que ha recogido el libro que había encargado en Metales Pesados y que se lo pone en el buzón.

Tras dejarle la nota y el libro, Enrique vuelve con el perro y le limpia la herida con un pañuelo que humedece en el cuenco del agua. Desata al animal y le da lo que queda de su almuerzo en la fiambrera. Entonces ve como lo engulle con ansiedad, ¿cuánto lleva sin comer?

Ayudándose de un pedazo de cartón que encuentra, arrincona los excrementos lejos de la caseta. Está a punto de irse ya cuando oye el teléfono sonar en el interior de la casa. La llamada se repite dos veces más, hasta que quien llama se convence de que es inútil insistir. Enrique intenta imaginar quién puede ser. ¿Un cliente, una amistad, tal vez un familiar? No le conoce muchos amigos, salvo Ramón Ortiz, él mismo y una pareja de hermanos del Cordillera de quienes ha hablado alguna vez, Néstor y Edna Valdés —a la mujer la ha visto en el Foto Café y a su hermano, en la sastrería. En cuanto a los miembros de la sinagoga que visitaban la sastrería, puede que para convencerle de volver, ya han desistido. Hace años que Isaac dejó de relacionarse con la comunidad hebrea. No es creyente, se excusa. Lo han hablado más de una vez en el Foto Café, con Ramón Ortiz. Resultaba divertido ver las discusiones que se podían establecer entre un judío agnóstico y un católico practicante. ¿Tal vez fuera un pariente, entonces? No sabe si le queda familia en la ciudad.

Finalmente, Enrique sale a la calle dispuesto a retomar su paseo, pero con mala conciencia por dejar solo al perro. ¿Debería haberle dejado más comida? Mientras lo medita, repara en que un hombre con uniforme de operario lo está observando desde el otro lado de la calle. El instinto lleva a Enrique a cruzar para hablarle. El hombre, delgado, con pelo negro y reluciente, debe tener su edad, o puede que sea un poco mayor. Cuando lo tiene cerca, descubre que viste el uniforme de empleado de la municipalidad.

—Soy amigo de Isaac Lynch —dice, señalando de dónde viene—. ¿Usted lo conoce?

—Lynch, el sastre judío —dice el hombre—. Sí, claro, vivo unas casas más arriba.

A Enrique le choca escuchar a alguien referirse a su amigo como judío. Le incomoda, del mismo modo que si hubiera dicho cristiano.

—Yo trabajo en el Cementerio de los Disidentes. Ahora vuelvo de ahí, voy a casa a comer —explica el hombre, cuando se da cuenta de que Enrique se fija en su uniforme.

Cuando era pequeño, Enrique había acompañado a su madre alguna vez a ese cementerio para depositar flores en la tumba del tío Matías. Carmina le había contado historias sobre algunos de los muertos famosos que había ahí, como el almirante Robert Simpson, el doctor David Trumbull o Peter Mackay, pero también sobre gente más anónima, como los marineros de la fragata norteamericana Essex, fallecidos en el combate con dos fragatas británicas en el puerto de Valparaíso a principios del siglo XIX.

—En este cementerio hay un tío mío enterrado.

—¿Cómo se llamaba?

—Matías Wilson —responde Enrique, suponiendo que el nombre no dirá nada.

—Hay más de ochocientas tumbas, y mentiría si le dijera que recuerdo todos los nombres, aunque sí muchos —dice el hombre, con cierto orgullo por su memoria—. Matías Wilson, ese es uno de ellos. ¿Su familia era protestante?

—Solo una parte. Mi tío lo era —responde él, sorprendido de que se haya fijado en la tumba de su familiar, discreta y apartada, y a la vez perplejo por su atrevimiento al preguntarle por las creencias de su pariente.

—No tengo nada contra los protestantes. Los muertos son muertos. Todos iguales —prosigue el hombre, conciliador.

Enrique se incomoda ante esta observación, que le parece un intento de incitarle a hablar sobre religiones. No tiene ganas de charlar con el operario del cementerio, solo quiere encontrar a Isaac, aunque ahora no tiene idea de donde puede estar.

—¿Ha visto estos días a Isaac? No ha abierto el negocio y no responde al teléfono.

El hombre duda un poco antes de responder, como si no estuviera seguro de confiar en Enrique. ¿Por qué?

—Sí, vi a Lynch, a su amigo, hace tres días —dice el vecino.

—¿Hace tres días?

—Sí, por la noche, bastante tarde. Yo no podía dormir y estaba mirando por la ventana, por eso vi que abría la puerta y que unas personas entraban en su casa.

—¿Entraban? —se sorprende Enrique.

El hombre lo mira con suspicacia.

—Amigos, supongo. Un hombre y una joven.

—¿Les había visto antes? —quiere saber Enrique—. ¿Cómo eran?

—Pregunta usted muchas cosas, ¡parece un detective! —protesta el vecino, burlándose un poco—. No, nunca les había visto. Y estaba oscuro. Solo puedo decirle que eran un hombre y una joven.

¿Quiénes podían ser los visitantes de Isaac? Tendrían que ser de confianza para ir a su casa de noche. Mientras piensa en ello, también le extraña que Isaac no haya cuidado de Chico, que no le haya limpiado la herida ni recogido sus excrementos. Supone que, aparte de llenarle de agua el cuenco, le habrá dado de comer, aunque no haya ni rastro de comida.

—¿Y desde entonces no lo ha vuelto a ver?

—Exacto.

—Pues hoy parece que no está.

—Puede que esté durmiendo, o enfermo —insinúa el vecino.

—Puede que sea eso —concede Enrique, intranquilo—. Si le ve, ¿le dirá que vine? Soy Enrique Giralt.

—Descuide, jefe —dice el vecino.

Poco más tarde, Enrique vuelve al centro y piensa en su amigo, pero también en el perro. Es cruel tenerlo así, atado y herido, lo hace por Isaac. Si no va a cuidar de él, el animal estaría mejor, como muchos de su especie, vagando por la calle. Se siente satisfecho de haberlo desatado y haberle dado la comida que le quedaba. En un montón de basura que ve en el suelo, tira el pañuelo.

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