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La decisión del padre

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El Almendral

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Ocurrió hace casi treinta años, en 1990. Su padre fue a recogerle al trabajo, en la compañía naviera, quería que fueran a dar un paseo juntos. A su padre le gustaba vagar por la ciudad, a pesar de su aparente caos y las fuertes pendientes de algunas de sus colinas, de las calles retorcidas que dibujan un enorme laberinto. Valparaíso está hecha para los paseantes, aseguraba, sin que la dificultad de moverse por muchas partes le pareciera una contradicción a la idea del paseo. Enrique se había acostumbrado también. Pero esa vez era distinto, se daba cuenta. Era un día de primavera, transparente después de la lluvia. Hablaban en catalán, no sin cierta dificultad, como hacían siempre que no estaba su madre, que solo hablaba castellano e inglés. «¿Ocurre algo?», preguntó Enrique, por aquel entonces un joven de veinticinco años, parco en palabras y más inseguro que ahora. «Nada, solo quería que fuéramos a pasear juntos», mintió su padre, mientras cruzaban la plaza Justicia hacia el ascensor El Peral.

Recordando aquel paseo, mira el reloj, y decide que es hora de ir al trabajo. En la pequeña mochila que utiliza cuando va a trabajar, coloca la fiambrera con carne y la vianda que le ha sobrado de la cena del día anterior, un poco de pan, una botella pequeña de jugo de frutas y la cámara Leica que lleva casi siempre consigo. Luego, se pone la chaqueta y el sombrero y sale a la calle. Jiang y sus hijos están en la puerta del supermercado y lo saludan.

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En aquel inesperado y último paseo con su padre entraron en el Museo de Bellas Artes, en Cerro Alegre y, como en otras visitas, se detuvo ante el cuadro Paseo Atkinson, de Alfredo Helsby. Según su padre, esa pintura ilustra a la perfección el esplendor del antiguo Valparaíso. Formas delicadas, una arquitectura agradable, una luz solar, plena, en aquella calle de Cerro Concepción que se asoma a la parte baja de la ciudad y al océano Pacífico. Dejando atrás el mirador para ir a la calle Urriola, y a pesar de los casi cien años transcurridos, los grafitis, los cables del alumbrado que cruzan el aire, el sonido renqueante de algún automóvil y la presencia de una pareja de japoneses tomando fotografías, la atmósfera del día era similar a la que desprende el cuadro de Helsby. Un mundo británico. También ellos lo habían podido conocer, mientras vivieron en la calle Miramar. Ante la obra de Alfredo Helsby, su padre le dijo unas palabras enigmáticas que, años después, todavía no entiende.

—A veces, aún conscientes del dolor que producimos a quienes queremos, el mundo se precipita y debemos tomar decisiones que nos hacen parecer malos.

—¿Qué es lo que me quieres decir?

—Mamá y yo lo hemos hablado, estaré fuera un tiempo.

—¿Cuánto tiempo?… ¿Adónde vas?

—Unos meses, medio año, puede que un poco más, ahora no lo sé.

—¿Y adónde vas?

—De momento, a Barcelona.

—¿Por qué?

El padre no responde, sino que se limita a encoger los hombros.

—¿Por qué? —insiste Enrique. Y añade: «¿Te quieres reencontrar con el lugar donde naciste, es eso?».

—Tal vez, pero Barcelona es solo eso, el origen. Luego seguiré.

—¿Adónde?

—No lo sé —dice el padre, dubitativo— Necesito emprender este viaje. Puede que me quede ahí un tiempo, si encuentro trabajo.

—¿Y mamá? ¿Has conocido a otra mujer?

—No hay otra mujer. Lo hago por mí y también por tu madre.

Al principio, Enrique se siente paralizado, incapaz de entender la manera tan críptica que tiene su padre de decirle adiós, porque intuye que no lo volverá a ver.

—¿Por ella? —inquiere Enrique— ¿Y tienes que irte tan lejos? Nunca habías hablado de ello. No lo entiendo.

—Es solo por unos meses.

—No sé si creerte —replica Enrique— ¿Y de qué vas a vivir ahí?

—Me las voy a arreglar, no necesito gran cosa. Encontraré trabajo.

—Tienes cincuenta y seis años, es un poco tarde para aventuras, ¿no te parece?

Joan no responde y Enrique insiste.

—Un encuadernador con pasaporte chileno, ¿en Europa?

—Todo va a ir bien y volveré —quiere tranquilizarlo el padre—. Es solo que necesito un poco de tiempo. No sé cómo explicártelo. Escuchando a su padre, la perplejidad de Enrique se mezcla con indignación.

—¿Y Max lo sabe? —pregunta débilmente Enrique.

—Hablé con él la semana pasada.

Su hermano mayor lleva días extraño. Ahora sabe el motivo. ¿Le habrá dicho algo más a Max?

—Lo he pensado muchas veces, créeme. No soy ningún monstruo, tengo mis razones.

—¿Tus razones… cuáles? Eres un egoísta— le acusa Enrique, sin que su padre se defienda.

—Mientras esté fuera, confío en que tú y Max van a ocuparse de su madre.

—Deberías hacerlo tú —replica Enrique, molesto—. No puedo creer que te vayas.

—Es mejor así.

—¿Mejor? ¿Por qué?… ¿Para quién?

Su padre no respondió. Era evidente su incomodidad, como lo era el enojo de Enrique. Abandonaron el museo para buscar Urriola y subir por Almirante Montt, hasta la plaza de San Luis, apenas sin hablar todo el camino. El silencio era espeso entre ambos. Se encontraban a la vez cerca y muy lejos. Su padre se le escapaba, pronto no estaría con él, creía Enrique. Más arriba, en la Avenida Alemania, se detuvieron para contemplar la bahía, Valparaíso y Viña del Mar. El padre hizo un comentario acerca del enorme hervidero humano que se esparcía caóticamente por los cerros, pero él no le hizo caso alguno. Se limitó a decirle adiós y volvió sobre sus pasos. El padre debía de haber estado observándole, pero no quería girarse para comprobarlo. ¿Qué le había querido decir y a qué no se había atrevido? ¿Solamente se iba porque las cosas no marchaban bien entre la madre y él o es que había algo más?

Aquella noche, Enrique se emborrachó en un tugurio infecto, discutió a gritos con un desconocido; y al salir del antro lo asaltaron, le dieron una paliza y le robaron. Hicieron falta un par de días para que se repusiera del todo, pasados los cuales consiguió volver de nuevo a trabajar.

Las semanas que precedieron a la partida de su padre fueron tensas, casi nadie hablaba en la casa de la calle Miramar. El fin del Régimen Militar parecía no contagiarlos de la euforia que reinaba en otras casas. Pinochet se marchaba y llegaba Aylwin, pero eran acontecimientos que tenían lugar en un mundo distante, ajeno a los Giralt. La madre estaba ausente y Max se mostraba irritable por cualquier cosa. Enrique intentó averiguar si su hermano sabía algo más pero resultó inútil. Sabía tanto como él. Tampoco consiguió sonsacarle nada a su madre. No había de qué preocuparse, le aseguró, a veces era mejor separarse un tiempo, pero Joan volvería, estaba convencida de ello. Días después, su padre los dejaba.

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