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El incidente

Nunca va a viajar a las islas del Pacífico, como a veces fantasea, y tal vez ni siquiera a Europa. ¿Es por miedo, por pereza? Cristina se lo reprochaba ya años atrás. Debería atreverse y no vivir paralizado, como si estuviera muerto. Pensaba en ella a menudo; le gustaba recordar los buenos momentos de cuando estaban juntos. Eran dos jóvenes con ilusiones —bueno, ella más. Cristina hacía cerámicas en un pequeño taller del Cerro Cordillera, iba a reuniones del Partido Comunista, miraba una y otra vez películas de cine negro. Eran recuerdos de una vida nerviosa y feliz que se desvanecía. ¿Qué le queda de ella? Le duele pensar que apenas sus acusaciones y su decepción. Tal vez tenga razón. Por mucho que hable y camine, está muerto.

Durante cincuenta y cuatro años ha vivido en Valparaíso y se siente tanto parte de él como prisionero. Su paisaje es una telaraña que lo atrapa y lo hipnotiza. Fuera de aquí, ¿dónde ha estado? Santiago de Chile, Buenos Aires y Nueva York son las únicas grandes ciudades dónde alguna vez viajó. Eso y algunos veranos pasados en la Región de los Lagos, en el sur del país. Piensa en su madre y en su tristeza sin saber exactamente qué piensa. Primero se fue el padre; más tarde Max, su hermano. Y ahora él no puede abandonarla. Mientras lo medita, llega la micro y encuentra sitio junto a la ventana, al lado del conductor. Lo conoce, un hombre de mediana edad, amable, robusto, no muy alto y de facciones que revelan su origen mapuche. Enrique y el conductor han intercambiado cuatro palabras en alguna ocasión, pero esta vez el hombre no parece tener ganas de hablar. Su atención se centra en el paisaje que sube y baja de la micro y, al mismo tiempo, en una pequeña radio que lleva consigo, a través de la que alguien comenta la noticia de la liberación de cientos de presos comunes de la cárcel de la ciudad. Ocurrió hace semanas y todavía se habla de ello. Una decisión de la justicia que mucha gente no comprende. Tampoco el conductor. «Es la ley —dice con resignación, y añade—. ¡Pues es una porquería! Más ladrones y violadores en las calles. ¿Sabe que la semana pasada saquearon un emporio en el cerro El Litre? ¡En qué mundo vivimos!».

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El trayecto dura apenas unos veinte minutos, pero Enrique se fija en todo lo que hay afuera. La vida retoma su ritmo de día laborable. De vez en cuando, reconoce alguna cara entre la gente que se mueve arriba y abajo. Jamás llegará a hablar con esos peatones que se cruzan con él. Al llegar a la altura de la calle Esmeralda, dos paradas antes de la suya, decide bajar y andar un poco. Esa calle corta y animada es una de las arterias de Valparaíso. A pocos metros de la parada está el Foto Café, uno de sus lugares favoritos de la ciudad, un local histórico, amplio, de techos altos y un tanto desajustado, y con grandes ventanales sobre la calle, que antes de transformarse en café, cobijó un laboratorio fotográfico propiedad de unos alemanes: la antigua casa Valck. Fue ahí donde su padre le compró la Leica. También fue ahí donde años después le presentarían a Ramón Ortiz, en esa época un periodista que empezaba en el periódico conservador El Mercurio de Valparaíso. Enrique se siente a gusto en el Foto Café. Lo ve como un santuario dedicado a la fotografía, al buen café y a las conversaciones sin prisas y que, a diferencia de otros establecimientos de la ciudad, todavía no ha sido descubierto por los turistas. Podría haber entrado, pero no lo hace. Desde afuera, distingue algunas caras conocidas, pero no a su amigo periodista. Este suele ir más tarde, ocasionalmente con algún compañero de la redacción, aunque por lo general solo. En su casa, un piso grande y viejo en la calle Cumming, hay demasiado jaleo y en el periódico a veces también. Por eso el Foto

Café ha terminado por convertirse en su verdadero despacho. Ahí puede leer y corregir los artículos a gusto —dice—, no le afecta el vaivén de los clientes y los garzones, que le conocen de sobras y le acostumbran a servir su café un poco aguado sin tener que pedirlo, a veces acompañado de algún pastel, en una mesa junto a los ventanales. Abandonar Esmeralda y sigue por Prat. Cada vez camina más despacio. El día es transparente, todavía fresco. El fragor de la calle le transmite una cadencia conocida y agradable: es consciente de que cuando llegue a la plaza Justicia tan solo unos metros lo separarán del enorme y gris edificio de la compañía naviera. ¿Vendrá hoy a trabajar Engracia Fuentes? Lo duda. Lo irrita aquella mujer, sus historias de enfermedades y su arsenal de quejas contra la empresa. Lleva cinco años enterrada en el semisótano del archivo de Contabilidad y quiere huir de ahí tanto como él. La mujer evoca a menudo tiempos mejores, cuando vivía en la capital con su marido, en un amplio y luminoso departamento de Lastarria. Su marido trabajaba en el Ministerio de Fomento, con un cargo importante. Ya han pasado muchos años: ahora ella es viuda y vive en Valparaíso, porque quiere estar cerca del mar. Los días en que la mujer viene por trabajo, él se pone de mal humor. Aunque el archivo sea como una celda para ambos, él no la quiere compartir. Odia aquella madriguera en el semisótano y agradecería estar solo mientras recupera su puesto en la sección de Rutas. Una vez en la plaza Justicia se detiene, todavía a cierta distancia del edificio del trabajo. Mira la entrada principal bajo el nombre de la empresa y la bandera nacional. Desde que lo desterraron al semisótano, hace un año y medio, no ha faltado ningún día, aunque muchas mañanas se levanta y se dice: «Hoy no voy». Tal vez hoy sea el día. Antes ha sentido la misma angustia, pero ahora está decidido. Se siente incapaz de cruzar el umbral, saludar a los de seguridad, fichar y bajar a su madriguera. De improviso, vuelve a caminar, de nuevo despacio, alejándose de la entrada de la compañía naviera y dando la vuelta a la plaza. ¿Hacia adónde va? Volver a casa seguro que no, eso lo sabe. Cruza la plaza y entra en la calle Cochrane, una vía nada amable por la que los vehículos circulan demasiado rápido, entre edificios de fachadas sucias y almacenes y comercios arruinados o cerrados, hasta llegar a la plaza Echaurren. Hay bastante bullicio alrededor del mercado y el olor a fruta, carnes y especias se mezcla en el aire. Repara en que junto a la estatua de Jorge «Negro» Farias hay un grupo de borrachos. Dos visten camisetas del Wanderers. Otro, de estatura media y visiblemente fornido, con una camiseta grasienta y una gorra de béisbol con la visera al revés, lo mira mientras le hace un gesto para que se acerque. Enrique hace caso omiso y prosigue su paseo dubitativo. ¿Adónde va, qué hará con ese día hasta que llegue el momento de reunirse con su madre? Se detiene y se fija en la silueta de la iglesia de la Matriz, muy próxima a la plaza. Unas mujeres se dirigen hacia el templo. Charlan entre ellas, se ríen.

¿Qué hace que la gente tenga fe en una religión o en un Dios? Soledad y debilidad, supone. Enrique recuerda cómo su padre lo llevaba, acompañado de su hermano dos años mayor, a misa. Era agradable: los cánticos del coro, el sermón del cura, las conversaciones de los feligreses a la salida del oficio, pero ni él ni Max llegaron jamás a creer. Se sentía bien entre esa gente, eso era todo. Dios no estaba en ninguna parte. Lo mismo pensaba el padre, que nunca había creído. ¿Cómo hacerlo tras vivir una guerra? Las bombas de Mussolini asesinaron a su familia. En cambio, la madre conserva todavía cierta fidelidad a su mundo católico: alguna que otra noche escucha las emisiones de Radio Stella Maris y los domingos, si se siente bien, acude a misa en la iglesia Las Carmelitas, a pocos minutos de su casa.

¿Ahora se pone a pensar en Dios y en la religión? Enrique se sorprende, mientras se dice a sí mismo que debería haber llamado por teléfono al trabajo y ofrecido alguna excusa. La más creíble tal vez sería decir que no se encuentra bien, pero ni lo hizo ni lo hará. Un día de ausentismo, sin explicaciones, desaparecido. Una pequeña revancha por su destierro en el semisótano. Se siente extraño al hacerlo, un tanto confuso, pero al mismo tiempo le resulta agradable. Dispondrá del día para él. Pensando en ello, se sienta en un banco y levanta la vista. Por encima del alboroto de la plaza, sigue las fachadas descantilladas, los carteles desbaratados de los negocios y el perfil de los tejados. Más arriba, está el Cerro Cordillera, con su población modesta, y más hacia el este, aupado sobre el muelle, el Cerro Artillería. Algunos domingos iban los cuatro, los padres, él y Max, a este último. Era agradable sentarse en el Paseo 21 de Mayo, contemplar el océano y tomar un refresco en el Café Postal, ante el Museo Naval. A veces, desde ahí descendían hasta Playa Ancha, a pasear entre los viejos caserones ingleses que en este barrio todavía están en pie, y para bañarse en Torpederas. Su hermano, a diferencia de él, sí se sentía a gusto en el agua y le daban igual las historias acerca de desaparecidos por las corrientes o de víctimas de los tiburones que alguien les había contado de chicos.

Enrique alza un poco más la vista y contempla un cielo azul casi rabioso, hiriente, sin nube alguna. El fuerte viento de la noche, quejumbroso y molesto, ha cesado de soplar, solo se escucha un leve oreo. Empieza a hacer calor y cree que ha sido buena idea llevar el sombrero, pero no la chaqueta que va a hacerle sudar, así que se la quita y se dobla las mangas de la camisa blanca. Mientras está sentado en el banco, llega un perro faldero, no muy grande, con una herida en una oreja, que se le acerca tímidamente, hasta quedar a un par de metros. Enrique le echa un trozo del pan que trae consigo y el animal lo recoge del suelo, sin dejar de vigilarlo. Tiene miedo, sin embargo, cuando se termina el pan el animal se le acerca un poquito más, moviendo ahora un poco la cola. Enrique saca otro trozo de pan pero esta vez no se lo tira sino que lo sostiene con la mano para que lo recoja de su mano. El perro tarda mucho en decidirse, pero lo hace y él sonríe, levantándose. «Ya no te daré más, amigo. Es tu comida», piensa, mientras empieza a abandonar la plaza. Entonces, vuelve a fijarse en la cuadrilla de borrachos.

—¿Tienes una luca? —le pregunta uno de los hombres, el mismo que un rato antes le había hecho un gesto para que se le acercara.

Él sigue caminando, sin responder.

—Jefe, ¿está sordo? —le pregunta el mismo hombre, esbozando una mueca de desprecio— ¿Qué clase de persona es? ¿Das de comer a un perro y no tienes una luca para mí?

Se fija que en la camiseta lleva una imagen del Che Guevara muy desdibujada. El hombre se ha separado de la cuadrilla y ahora camina junto a él. El desconocido apesta a alcohol y a sudor. Tiene un rostro desagradable e insolente.

—¿La gente de la calle no te gustamos?— le pregunta el hombre, que no deja de caminar a su lado, añadiendo—¿Y ese sombrero tan elegante que llevas? Seguro que a mí me quedaría bien. Deja que me lo pruebe.

Enrique siente que crece la indignación en su interior por este acoso. Baraja la posibilidad de enfrentarse con el borracho. Finalmente, se limita a hacer un gesto con la mano para que le deje en paz y acelera un poco el paso, intentando que no parezca que tiene miedo. No soporta las peleas, pero no quiere que esta cuadrilla de colgados crea que es un cobarde. No lo es en absoluto, se dice, pero no quiere estropear la mañana con una discusión con esa chusma.

—Ya veo que eres un cagao culiao— le dice ahora el hombre de la camiseta del Che, con una sonrisa desafiante. De repente, Enrique se detiene. Ya ha tenido suficiente: pase lo que pase no se dejará intimidar ni humillar.

—¡El señorito se enojó! —exclama el granuja poniendo cara de miedo, de manera teatral— ¿Y qué me vai a hacer?

—Déjalo, Juan, ¡el oficinista está apurado! — grita alguien.

—Oficinista, largo de aquí —dice el hombre de la camiseta del Che, repitiendo el adjetivo «oficinista» como un insulto—: la próxima vez vamos a hablar.

Enfadado y extrañamente decidido, le aguanta la mirada. Un estúpido, un bárbaro. Cada vez hay más en la ciudad. El tal Juan le hace un gesto obsceno con la mano y se reúne con su cuadrilla. Mientras se aleja de la plaza, puede notar las miradas insolentes, llenas de desprecio, de los borrachos. Durante un rato, el perro al que había alimentado lo sigue a cierta distancia. Se detiene dos veces, haciéndole un gesto enérgico para obligarlo a retroceder. Cuando finalmente consigue que el animal se dé la vuelta, lo imagina volviendo a la plaza Echaurren. Tal vez alguno de los borrachos le dé algo. Tal vez el perro sea de alguno de ellos. Minutos más tarde, se encuentra de nuevo en la plaza Justicia y contempla desde la distancia el edificio de la Compañía Chilena Interoceánica de Navegación. Ugarte debe estar en su puesto, en la segunda planta. Su mesa está junto a una ventana pero no teme que lo vea. Ugarte jamás mira por la ventana, no tiene tiempo que perder, el trabajo lo es todo para él. Él, en cambio, desposeído de su trabajo en Rutas, no siente nada por la empresa. El lunes tal vez volverá a sepultarse en el semisótano, entre las carpetas de facturas y documentos semejantes. Pero ahora no. Es incapaz de cruzar el umbral de la compañía como ha hecho tantos días desde hace años. Mientras piensa en eso, se da cuenta que ha llegado hasta el pie del ascensor El Peral. Unos cincuenta metros en vertical separan dos mundos. No duda, tan solo unos segundos de ascensión y dejará atrás el Plan, la Compañía en la que trabaja, el hombre de la camiseta del Che que ha querido intimidarlo, el perro vagabundo, y llegará al mirador del Paseo Yugoslavo, donde está el Palacio Baburizza. Este había sido su mundo años atrás, cuando vivían en la calle Miramar. ¿Cuántas veces lo había llevado su padre para que viera los cuadros del Museo de Bellas Artes que ocupa el palacio?

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