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El doctor Álvaro Garmendia
El sol es abrasador y el aire quieto, pesado. La plaza Aníbal Pinto bulle de actividad con gente y vehículos de aquí para allá, y Enrique, parado en la confluencia con Esmeralda, se siente cansado y sudado y eso le molesta. No está en forma, es evidente. Tiempo atrás salía a correr, incluso hacía algo de ejercicio en casa —flexiones y abdominales en el suelo—, y físicamente se encontraba mejor, pero desde hace unos meses no hace nada. Duerme mal, come de manera irregular, fuma y apenas camina. Quedan lejos los paseos con Isaac. Se está abandonando, es consciente de ello, pero, ¿por qué? Isaac se lo ha dicho, también Ramón, claro que cuando este último se lo dice le choca mucho. Ramón es gordo. De hecho, obeso hasta el punto de que todo le cuesta mucho, y ni su alimentación ni las pocas horas que dedica a dormir suponen un modelo a seguir. Él lo justifica escudandose en la vida de periodista, como si todos los redactores de El Mercurio estuvieran obligados a sufrir sobrepeso.
La plaza ha cambiado mucho con los años. Antiguos negocios como la Joyería Klickmann o el Café Riquet han cerrado, y afloran nuevos comercios, de gusto más dudoso, incluso chabacano. Aun así, quedan todavía rastros del gran Valparaíso del siglo pasado, como el Café Cinzano. Todos los porteños han estado ahí alguna vez, como también Enrique, aunque no sea uno de sus lugares favoritos. No soporta el alud de turistas que van a maravillarse con las viejas fotografías que cuelgan de las paredes y que, entre
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