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Una llamada telefónica
El empleado que controla el ascensor lo saluda mientras le cobra el billete. Le conoce desde que era niño. Estaba ahí el día en que su padre y él subieron al ascensor por última vez. Recuerda que el empleado y su padre hablaron brevemente, sobre el encarecimiento de la vida, o mejor dicho, el padre escuchaba al empleado a quien, mientras esperaban el ascensor, le dio tiempo para refunfuñar sobre los políticos de la capital. ¿Qué les importa los salarios de la gente humilde a ese hatajo de corruptos? Ahora, mientras se pone en marcha el ascensor para superar el desnivel entre la plaza Justicia y el paseo Yugoslavo, en Cerro Alegre, él recuerda aquella conversación del empleado con su padre porque estaba ligada al último paseo que hicieron juntos. Jamás va a olvidar los nervios de su padre, ya en el ascensor, antes de que se pusiera en marcha, mientras el empleado revisaba uno de los mecanismos en la cabina de mando. Solo estaban ellos: el padre hablaba y hablaba, intentando parecer simpático. Tenía aquel olor tan agradable, mezcla de agua de colonia Barzelatto y del papel, el cuero y las tintas que utilizaba en su negocio de encuadernador. Recuerda sus manos, tan delicadas. Finalmente, el ascensor empezó a elevarse. Entretanto, su padre le había propuesto almorzar juntos, pero él no podía. Jamás podrá perdonárselo. Si hubiese dicho que sí, si hubiera pasado más horas con su padre a solas, ¿habría podido hacerle cambiar de idea? No lo sabe, la duda lo corroe.
Una vez en el mirador del paseo Yugoslavo, sale del ascensor y descubre una pequeña fila de visitantes al museo, en el edificio del Palacio Baburizza. La calle Miramar está ahí mismo, engarza con el paseo Yugoslavo, pero no quiere pasar por ahí. No quiere ver la casa de los Giralt convertida ahora en un bed & breakfast. La última vez que pasó por delante tuvo la tentación de entrar, pero finalmente no se decidió. A veces fantasea con arrendar una habitación ahí. Sería una locura. Ceder a la nostalgia no le iba a acarrear nada bueno. Tampoco a su madre, que aún habla en ocasiones sobre la casa de la calle Miramar. Aquel lugar encarna los años felices con Joan y sus hijos. Da igual que su marido la dejara cuando vivían ahí. Elige los recuerdos y destierra los malos. La casa de Miramar es un pequeño paraíso del que fue expulsada. Se le amontonan los recuerdos en la cabeza mientras deja el museo atrás y camina por la calle Urriola, que remonta la colina para unirse a la calle Almirante Montt. De niños, su hermano y él, aprovechaban aquella cuesta para bajar con un rudimentario carrito de madera que les había construido su padre. También pasaron tardes enteras entretenidos con el juego de los espías, inventando historias sobre algunos vecinos. Juntos, dejaban correr las fantasías más extravagantes, como cuando creían haber descubierto a un agente de los servicios secretos soviéticos en la figura de un comerciante ruso o cuando atribuyeron a una vecina poderes paranormales, como leer los pensamientos de la gente. También participaron en alguna travesura, como juntarse con otros niños e ir a buscar bulla por calles cercanas. Ingleses contra alemanes, lo llamaban. La infancia y adolescencia de los hermanos Giralt transcurrió ahí arriba, resguardados de la vida que se agitaba en el Plan, que por aquel entonces les parecía un mundo peligroso, incluso salvaje, si había que creer en los relatos sobre peleas entre marineros de la flota norteamericana y jóvenes del barrio Puerto, por culpa del alcohol y la existencia de prostíbulos. Aún así, bajaban también al Plan para ir al cine, para jugar en el parque Italia o pasar el rato en alguna exposición en el Museo de Historia Natural, en la calle Condell, donde el tío Matías, que trabajaba ahí, les dejaba entrar sin pagar y les regalaba refrescos. Recuerda que ahí vio por primera vez esqueletos de ballena, de elefantes, y de todo tipo de mamíferos disecados; y también composiciones museográficas del entorno natural. Y ahí vio también el documental y las fotografías de la Primera Expedición Antártica Chilena, de 1947. Su tío se sentía orgulloso de trabajar en un lugar como aquel y, siendo el humilde conserje que era, se comportaba con sus sobrinos como si fuera un investigador o historiador que narraba sus descubrimientos. Fue en aquella época cuando le regaló una colección de cromos de animales de todos los continentes. Todavía hoy encuentra fascinantes las reproducciones del armadillo, el jaguar, el lémur, la iguana o el rinoceronte. Le recuerdan a su tío; también a su fin. Tras perder el trabajo en el museo, se fue a vivir fuera de la ciudad, a un departamento en Quillota. Durante un tiempo, cuando volvía a Valparaíso, se acercaba al museo pero no entraba. La añoranza, sospecha Enrique. ¿Por qué perdió su trabajo? El tipo jamás lo dijo claramente, pero era evidente que eso lo había afectado, que había perturbado su vida. En cualquier caso, se fue apagando muy deprisa hasta su muerte en una residencia para mayores de Quillota. Enrique camina despacio, con la chaqueta todavía colgando del brazo. Durante el trayecto, encuentra una cabina telefónica y decide que la mañana está ya suficientemente avanzada como para llamar. Primero llama a Carmina, su madre. Está a punto de cumplir setenta y ocho años, pero su ánimo parece más joven. A pesar del abandono de su marido, la partida de su otro hijo, Max, y la pérdida de la casa de Miramar, ella decidió hacer de tripas corazón y seguir viviendo, recluida en su modesto domicilio del Cerro Florida, con sus problemas de salud y sus recuerdos. Tan pronto como empieza a hablar, deduce que su madre tiene la ventana abierta: oye ladridos de perros al otro lado del teléfono. Puede que hayan descubierto restos de comida en la basura que se amontonan en la calle y que se los estén disputando. Con el paso de los años, la mujer se ha acostumbrado a su nuevo barrio, a pesar de la pobreza, la porquería y algunos vecinos poco recomendables. Ha aprendido, incluso, a ignorar la peste del montón de basura sin recoger que hay por todas partes. La calle Héctor Calvo, donde vive, también adolece de este abandono, pero ella le ha dicho en más de una ocasión que conoce a algunos vecinos y comerciantes que la tratan con amabilidad y que ahí se siente a gusto.
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Enrique no le cree, sin embargo. Ve a su madre en esa casa minúscula de paredes pintadas de verde con el tejado a dos aguas, a la que se llevó lo poco que pudo conservar de la casa de Miramar, porque muchos muebles no cabían, ni las cortinas, ni la mayoría de cuadros ni, por supuesto, el piano que Joan compró con la esperanza de que alguno de sus hijos llegara a tocarlo. Lo que no se pudo llevar a la discreta casa de Héctor Calvo ni tampoco vender, quedó en la casa de Miramar, y ahora deben ser detalles de decoración del bed & breakfast. Debe dolerle a su madre pensar en ello. Echa de menos a Joan, a Max, la vida que llevaban los cuatro. A veces, ella vuelve a mirar las fotografías de aquellos años. Merienda en los cafés del centro, los baños en la playa de las Torpederas o la caleta del Membrillo, ir a los cines del Plan, las partidas de damas con su marido y el viaje a Buenos Aires que hicieron cuando sus hijos todavía eran niños. Son sus recuerdos y no los quiere perder.
—¿Te encuentras bien?— pregunta la madre, que lo escucha respirar e intuye su nerviosismo.
—Sí, claro, ¿por qué lo preguntas?
—Tu voz suena extraña.
—Estoy muy bien, no tienes de qué preocuparte —miente Enrique—. Tal vez sea el aire de esta ciudad: a veces es tan denso que cuesta respirar.
Se está saliendo por la tangente, ella lo sabe.
—¿En serio te encuentras bien?
—Eso te lo tengo que preguntar yo a ti —replica él, recordando que en los últimos meses su madre ha tenido diferentes problemas de salud, en especial del corazón.
—¿Estás durmiendo lo suficiente? Me imagino que no.
—Duermo bien, no te preocupes. ¿Vas a dejar de pensar en eso? Además ya soy mayor, ¿no crees? —dice él y se arrepiente en seguida porque su tono ha sonado un poco áspero.
Ella no responde. Es evidente que no quiere discutir con su hijo.
Enrique no duerme bien desde hace semanas. Pero no se lo quiere decir. Solo la haría sufrir, igual que si le dijera que ya lleva meses sin tomar con regularidad la medicación para la epilepsia.
—¿Desde dónde me llamas? No estás en el trabajo, ¿verdad?
—pregunta la madre que escucha pasar un automóvil al fondo.
—Hoy no fui —reconoce él—. Tenía algunos encargos por hacer y pedí el día libre. Ahora estoy en Cerro Alegre.
—¿Y qué estás haciendo ahí?
—Quería pasear un poco —responde él, indeciso. Su madre nunca va al antiguo barrio.
—Tú nunca te pides el día libre.
—Hoy me hacía falta, de verdad.
—¿Encargos en Cerro Alegre?
Enrique no responde. Durante un rato permanecen en silencio, hasta que se ponen a hablar un poco de Max. Lleva tiempo sin llamar.
—Si llama, es por la tarde —dice la mujer.
—Hace tal vez un año que Max y yo no hablamos —revela él.
—No le hagas caso. Tu hermano es así, pero seguro que piensa en nosotros. Cuando hablamos, siempre me pregunta por ti.
—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con él?
—Hace un tiempo, ya te lo dije.
—¿Cuánto?… ¿Unos días? ¿Una semana? ¿Dos?
—No me acuerdo bien, tal vez un par de semanas —dice ella, dudando—. Tiene mucho trabajo, muchas cosas en la cabeza.
—Preocupaciones tenemos todos —dice él, con cierta brusquedad. Hablar sobre su hermano le enfada.
Max se ha convertido en una figura lejana. Vive en Brooklyn, con su mujer, Alice, una bibliotecaria norteamericana. Carmina y Enrique fueron a su boda en los Estados Unidos. Unos días extraños en una ciudad enorme como Nueva York para una chilena como ella que, exceptuando un viaje a la capital argentina, jamás había salido del país. Tres años después, Max y su mujer fueron padres de un niño, William, y viajaron a Chile para presentarle el nieto a la abuela. Carmina se sentía orgullosa de Max, que era profesor de Filosofía en el Brooklyn College, y de su mujer bibliotecaria. Le gustaba escucharles hablar de pensadores, escritores y libros que ella desconocía del todo. Enrique tampoco sabía siempre a quienes se referían. Tras aquella visita, durante unos años había habido algunas llamadas telefónicas, algunos vídeos de cosas que hacía William y poco más, hasta que Max, Alice y William vinieron a Valparaíso por Navidades. El niño tenía siete u ocho años.
Enrique recuerda esa Nochevieja. Subieron hasta la avenida Alemania con otros vecinos del barrio. Desde ahí arriba, las luces de las colinas y el Plan eran una especie de atrayente mosaico. En el horizonte, la oscuridad del cielo era atravesada por las estelas luminosas de los cohetes y el ruido que se mezclaba con diversas músicas que provenían de casas de la avenida. William tenía a su madre tomada de la mano. Max y Enrique fumaban y charlaban con otros hombres y mujeres jóvenes. Esa misma noche, sin embargo, mientras daban un paseo antes de volver a casa, Alice y Max discutieron por algo que Enrique no entendió. Al día siguiente, el almuerzo de Año Nuevo fue un poco tenso. Enrique hizo unos cuantos comentarios simpáticos, para alegrar el ambiente, pero no lo consiguió.
Días después, cuando Max, Alice y William estaban a punto de volver a los Estados Unidos, Carmina preguntó a Max, sin que su mujer los oyese, si iba todo bien. Él contestó que sí, sonriendo, pero Carmina sospechaba que no le decía la verdad. Aquella fue la última vez que vieron a Max, a su mujer y a William en persona. Los años siguientes fueron llegando videos. Max, a su modo, también los había abandonado, igual que años atrás lo había hecho su padre. ¿Qué le queda a Camina de su familia, sin contar los recuerdos de los años en la calle Miramar? Las visitas de Enrique. Justamente pensando en ello, pregunta si irá a verla.
—Sí, supongo que sí. ¿Quieres que prepare la cena?
—¿Crees que no la puedo hacer yo sola? —protesta Carmina con ironía.
—No es eso, solo quería ser amable.
—Quiero que vengas y charlemos un rato, no necesito más.
—Lo intentaré.
La conversación termina, cree él. Está a punto de despedirse cuando su madre vuelve a hablar.
—Me preocupas. Un hombre solo tanto tiempo.
Enrique piensa que ella también está sola, y puede que también su padre, esté donde esté, pero calla.
—Deberías conocer una mujer —le aconseja Carmina—. Yo preferiría que te casaras, ya lo sabes, pero si no quieres, no. La que llevas no es una buena vida.
—Estoy bien así —dice él, pero su madre parece no haberlo escuchado.
—Me gustaba Cristina.
—De eso hace muchos años.
—Las otras no, no eran para ti.
Carmina le había conocido dos mujeres más, después de Cristina. Dos relaciones que terminaron en seguida. Enrique se sentía incómodo, se daba cuenta que estaba con ellas por cierta convención social de que se debe estar con alguien, pero solamente duró unos meses con cada una de ellas. Después, había conocido a alguna chica, relaciones esporádicas de las que su madre no sabía nada, hasta que decidió estar solo. Su madre jamás entendería aquella decisión, ni siquiera trataba de explicársela.
—Nos vemos esta noche —se despide. Oye ladridos de perros al otro lado del teléfono, como al inicio de la llamada. La madre dice «adiós» pero sabe que esperará a que cuelgue él para hacerlo ella. Y le toma unos segundos. Luego le llega el ruido de un camión de reparto que sube por la empinada calle Almirante Montt. Piensa en Cristina, en las otras mujeres. No tiene necesidad de afecto, ni siquiera de compañía, últimamente casi no siente ni deseo.