Revista Seis Mil 83 No. 10

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Amelia Mauricio Dueñas Esa tarde, nuestros padres, nos dejaron con su ausencia deambulando en casa. Como casi todos los días, salieron con sus amigos a una reunión. Mi hermana y yo, mirábamos desde el ventanal de mi recámara: la calle sin gente ni coches y la primavera empapada con las frías lágrimas del invierno. Estábamos cubiertas de silencio, escuchando el llanto de una princesa de hielo que se derretía de tristeza. Nos hallábamos aburridas, no sabíamos que hacer. El televisor no tenía ningún programa que nos entretuviera, si en días hábiles no hay nada para ver, en fin de semana menos. Otra de las opciones fue jugar al Monopolio o El juego de la vida pero sin la compañía de un adulto, dejaba de ser divertido y ameno e indudablemente, íbamos a estar sólo discutiendo. Se me ocurrió hacer una fiesta con té y galletas. La cita era a las seis y media de la tarde, así que fui al comedor a sustraer el mantel para ponérselo a mi diminuta mesa. Saqué mis tazas y platos de plástico, después, puse a hervir en la tetera de plástico, el té de fantasía (que por cierto, me quedaba exquisito) y también encendí mi Microhornito. Para preparar las galletas, abrí un sobrecito que contenía una pasta de color beige con chispas de chocolate. Tuve que extenderla en una charola de aluminio y con unos moldes, le di forma de estrella o de luna llena. Luego, llevé las galletas a cocer a mi Microhornito. Afortunadamente, justo a la hora pactada, todo había quedado listo para la fiesta. La pequeña Amelia llegó con dos de sus muñecas, diez minutos más tarde. Se sentó, le serví el té y comenzó a comer las galletas mientras yo iba a la cocina por un paño. Pero cuando regresé, mi hermana no se movía, su mano derecha reposaba en la mesa sosteniendo la mitad de una estrella, sus ojos tenían mirada de muñeca, su corazón soñaba, su cuerpo perdía calor, el frío la cobijaba, se convertía en una princesa de hielo, la encarnación del invierno. ¿Cómo se comportará?, ¿qué irá a hacerme mi padre?. Mi cabeza se saturó de paranoias porque cuando se enojaba, él era un demonio. Aventaba sillas, azotaba las puertas, rompía las vajillas, los televisores volaban y gritaba maldiciones hasta quedar afónico. Confieso que le tenía mucho miedo. Si no me mataba, (aparte de decirme que era la peor de las reposteras) me llevaría de la mano a la cárcel. No tuve otra opción, me vi orillada, necesitaba salvarme.

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Con mucha dificultad, bajé el cadáver de mi hermana a la cochera. Cerré con candado el portón de la casa y corrí al cuarto de servicio por una pala. Para mi fortuna, el jardín estaba empantanado, deshecho por la lluvia pero perfecto para cavar una tumba. Para cuando terminé de cobijar a mi hermana con lodo, la noche había llegado. Limpié el fango de la pala, de la cochera y de mis botas impermeables. Quité el candado del portón y entré a casa a ducharme. Luego acudí a la sala a quedarme sentada, a fingir que nada había sucedido. Cerca de las diez de la noche, mis padres arribaron a casa. Me encontraron en la sala y preguntaron que en dónde se hallaba mi hermana. Comencé a llorar, les dije que Amelia había escapado de la casa. Inmediatamente papá enfureció, me tomó de los hombros y me sacudió, me gritó que por qué no la detuve, que le diera una explicación. Tan sólo le respondí que estábamos mirando la lluvia desde la ventana y Amelia empezó a comentar que por qué éramos familia, si vivíamos nuestras vidas fuera de nosotros, portar sus apellidos de nada servía si no convivíamos, si los lazos no se hilvanaban, tener en las venas la misma sangre, no nos concede el derecho de ser; hizo agua sus ojos, dejó la habitación, descendió por las escaleras y salió de la casa corriendo. Yo iba detrás de ella persiguiéndola, suplicándole que esperara, que no partiera pero ella no quiso escucharme, apresuró su paso y se me perdió entre la densa lluvia. Papá dejó de regañarme, quedó en silencio y soltó su llanto. Mi mamá tomó el teléfono y les marcó a todos sus contactos para preguntarles si sabían algo sobre Amelia. Han pasado doce años de aquel suceso. Desde entonces mis padres están en casa. Mamá se sienta en el sofá, junto al teléfono, a coser suéteres. Papá se encierra en su habitación, se pone en la ventana a mirar la calle… Quién iba a augurar esta catástrofe. Ellos están vivos, la mentira no los mató, peor aún, les dio esperanza, la fe en el regreso de Amelia.

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Arena arrojada a una ciudad Edel Zavala Regalado Mientras veo la pequeña arena arrojada al mar, regresando, esplendorosa y luciente, escucho voces, anunciando el fallecimiento de alguien. También miro a los perros socarrones y juguetones de la calle, rascarse las pulgas, husmear la cola de otros, cruzar entre los automóviles. Los perros de todos los días, los animales de todos y cada uno en su aventura de trotar entre los hombres. En la marea he perdido la ola del argumento clásico. También veo la carne que se llena en el mercado, aquí y allá, el cabello de su cabeza bambolea en la ventana hasta la seis de la tarde. Un vagabundo cicatrizado, pasa sin recibir su boleto de muerto, y aunque ahuyenta a la vecindad, el zapato del domingo no acaba su cita mísera con él. De la muchedumbre sé que la locación será ocupada por el claxon de un automóvil que apresura el tráfico de la calle. Es pues la misma mañana de hace diez años, cuando el sol llena con ronquidos y rencor. Sobre su plancha amarilla me sustraigo al congelamiento de las arenas, mientras se alza y extiende sus corpúsculos a los picos de los pájaros y a los mansos padres necios al día de hoy y siempre. Como parásitos empiezan por postergar el crecimiento y la muerte natural. Y las nalgas de las mujeres, con sus pañoletas, con su rosal sexual, pasean por la esquina de la calle. Y el vestido ondea como telar brilloso de enfermeros, doctores blancos, grises y blancas madres de convento, azules y verdes y rosas muchachos de secundaría; caminan por una manzana del conocimiento, por una manzana podrida, una manzana viviente; con la manzana que muerde alguien rompiendo mi distracción. Me devuelvo entonces al bodegón de un restaurante donde se parte el mundo: tras el corte del cuchillo, la carnosidad se precipita muy intensa a los sabores. Aunque la cloaca se retira de la alcantarilla. Sugestiva anécdota de todo lo que somos, un apretado pueblo de oficio y de higiene muy antigua. La señora de la contra esquina cierra las ventanas. A veces sonríe pero vuelvo a iniciar el texto: la vuelta del radio en la bicicleta, el campanazo de la catedral, pasan las monjas y los cristianos entran a catedral, la tinta de la pluma esboza un contorno de la figura en la frase y el guijarro que había arrojado vuelve, entre el poema y la crónica de la ciudad la mente juega a la ficción, en un anuncio doble de lo que es y lo desearía que fuera...

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La nueva chamba del chivo José Martín García Campos Licenciado en Ciencias de la Comunicación —Oiga, compadre… El “Chino” Orihuela bate el caldo. —¿Y ahora qué quiere? “Chivito” López pierde el habla por un instante, niega con la cabeza. —¿Qué? ¿Ya le está dando asco? —pregunta Orihuela mientras hace círculos con un palo de madera medio viejo. Ya casi está la sopa. El otro ve los pies de la víctima freírse poco a poco. —¿Por qué de cabeza? El compadre ríe. —Sepa la verga…Pero sabe qué, tiene razón, mejor verle la cara a las pinches patas, ni las uñas se cortó el cabrón—. Deja caer el palo al ácido caldo. Chivito vomita, se aguantó pero no pudo; desea irse a casa. —¡Ay, cabrón! ¡Aguas con las botas, pendejo! —regaña El “Chino” levantando su calzado blanco de piel de oso polar. Espera mientras el otro saca sus penas, como bien le dijo su abuela Gloria: “Hay que esperar a que todo salga para que entre algo nuevo”. Orihuela prende un cigarro; López continúa: —Y apenas vas empezando, cabrón… Los pies de la víctima ya fueron consumidos, dentro del barril, la sopa de sesos está lista. —Yo…no sé…si estoy listo para esto, compadre —apenas balbucea Chivito para después limpiarse los labios. —Pues no te queda de otra, ya entraste, ya te chingastes… —¿Es neta? —pregunta inocentemente. Orihuela fuma, está tranquilo, mira las estrellas. —Es neta, compadre. Chivito tose. —A chinga, ¿y yo cuándo firmé? Se escuchan algunos pasos cercanos, la noche no ayuda mucho a ver, son personas caminando entre el pastizal, susurran cosas inentendibles. —Me cae que ahorita le doy una pinche pluma, cabrón, nomás hay que salir vivos de ésta —dice El “Chino” con firmeza, saca el arma que trae atorada en su pantalón.

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“Chivito” copia la acción de su compadre, se sienta detrás del barril, sin saber cómo ya trae su pistola entre las manos. —Ya vienen… Los pasos se hacen más sólidos, el viento sopla suave, los susurros se convierten en palabras, la luna se viste de espectadora. —¡Ahí está el barril! ¡Pinches hijos de su putísima madre! —escucha “Chivito” a escasos metros de él. Son los Aureoles, por lo menos tres; ya descubrieron lo de su primo. Orihuela se persigna, llegó la hora. —¡Ya se los cargó la mérita chingada, culeros! —grita mientras sale de su escondite seguido de tres disparos provenientes de su arma. —¡A la chingada! —grita uno. —¡Agáchense! —otro. —¡Dispárenle a ese hi…! —la bala le perfora el cráneo, un hilo de sangre colorea el pastizal. El “Chino” dispara a ciegas, blasfema con estilo; se luce. “Chivito” ya se orinó, está pálido, el corazón le late con fuerza, sus manos tapan sus oídos, ya está por llorar. Cesan los impactos, poco a poco el ruido adopta al silencio. Orihuela se da cuenta de la condición de su compadre, lo toma del cuello hasta levantarlo, lo tiene de frente. —¡Párese! ¡Párese que esto es para hombres, cabrón! ¡Hay que matar a estos putos! Termina su última frase, los ojos le saltan, están fuera de órbita, se tiñen de rojo, Chivito se moja en sangre; al compadre lo atravesó una bala de lado a lado. Caen lentamente los noventa kilos de Orihuela. —Ya me lo chingué… “Chivito” ya se cagó, ya tuvo suficiente para un día, su último día. Instintivamente se agacha, está nuevamente detrás del barril. —¿Si vistes? —pregunta uno de los otros. —¿Al otro cabrón? Simón. ¿Por qué hablan en voz alta? La mente de López por fin logra aclarecer un pensamiento. Su cuerpo es otra cosa. —Con cuidado… Se están acercando. Ya está listo para morir, no, la verdad nunca lo ha estado, él solo quería sacar dinero para darle de comer a su familia, pues la chamba como carpintero no deja mucho en San Bartolomé, excepto si te dedicas a la construcción de féretros, cosa que no aprendió, o eso dijo cuando pidió esta chamba. —Está atrás del barril… Tal vez le queden tres segundos. Tres. Dos.

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Una camioneta pick-up aparece delante de sus ojos. Son los Orihuela, los que lo contrataron esta mañana. Sacan el armamento pesado, rifles de asalto presumen, disparos provocan, estruendo en la noche, dos muertos con múltiples perforaciones en sus cuerpos. Todo pasa tan rápido como una fotografía, “Chivito” está a punto del colapso, pero la calma llega a tiempo; se sabe con vida. —¡”Checo”, Ramírez, vayan a ver si no hay otro pendejo de éstos por aquí! —ordena el copiloto. Los dos hombres que dispararon desde la cabina se bajan sin mayor esfuerzo, sacan lámparas de sus bolsillos, pasan a un lado de López, uno le da golpecitos en la espalda como felicitándolo. El copiloto se baja, “Chato” Orihuela le dicen, otro de sus apodos es “El Jefe”, el compadre “Chino” era su hermano, se agacha para ver el rostro del fenecido. —Pinche, carnal —solloza con disimulo—. Nomás tenías que esperarme cinco minutos y estarías vivo —voltea hacia el barril—. Lo bueno que te chingaste al Casanova, el pendejo se lo merecía por quitarme a Marcela, pero era mi chamba, carnal —hasta ese momento ignoraba la presencia del vivo—. ¿Tú eres “Chivito” López, verdad? ¿El compadre de mi carnal? El otro asiente, apenas le está llegando el color. —Te rifaste, cabrón —se tapa la nariz, un pestilente olor le ha llegado a sus fosas nasales—. Súbete a la troca, ahí junto al “Mapache”. Chivito acaba de comprender que hoy no va a morir. Se levanta, siente cómo el excremento le rebota en las nalgas, no le importa. Camina hasta llegar al vehículo, se sube. “Chato” revisa los cadáveres, su silueta apenas es visible: alto, robusto, de sombrero negro y hebilla de plata. A los pocos minutos “Checo” y Ramírez regresan, no han encontrado nada, se lo hacen saber al jefe. Entre los tres cargan el cuerpo del “Chino”, lo suben con algo de esfuerzo. Se despiden de la escena con una mentada de madre. “Chato” vuelve a agradecer a “Chivito” palmeando su espalda. —Aquí huele a mierda —asegura “Mapache” para después eructar con fuerza. Está chimuelo, los pocos dientes que tiene están podridos, a López le da por soltar una risilla, eso lo reconforta. —Calmado, “Mapache”, tú también te me hubieras cagado si fuese tu primer día y te hubiera tocado tanta chingadera. Cuéntame, “Chivito”, ¿qué fue lo que pasó? Eso lo pone nervioso, pero recurre a lo más sencillo, mentir. Se inventa que los acorralaron mientras “Casanova” se freía en el barril. —Al principio eran sólo dos cabrones, no se veían tan peligrosos, mi compadre se chingó a uno y yo al otro… —¿Y sus cuerpos? —cuestiona “Chato”. —En el barril, aprovechamos para no dejar ningún rastro. —¿Cómo eran? —Uno flaco, con cara de caballo y otro chaparro, peinado de ladito… —Ay, cabrón ¿Y cómo viste tanto pinche detalle si estaba muy obscuro? El cuestionado suda con ligereza.

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—Se me da de eso de ver en la noche. —¿Y también cagar? —se carcajea “Mapache”, su lengua entra y sale por la abertura que hay entre sus dientes. Nadie lo acompaña en la risa, prende las altas para ver mejor mientras maneja. —¿Y luego qué pasó? ¿Cómo se chingaron a mi carnal? “Chivito” se queda pensando pocos segundos. —Ya nos íbamos, hasta estábamos platicando de ir a los tacos de don “Cheque”… —¿El “Cheque”? Si ese cabrón nos debe, ya estábamos por chingárnoslo—interrumpe “Chato”. “Mapache” ve a López de reojo. —Pues yo creo que en el camino me iba a decir, yo ni sabía eso… “Chato” juega con los bordes de su arma, los toca lentamente, duda de algo. —¿Y luego? —Nos agachamos cuando escuchamos a otros venir, nos escondimos atrás del barril, el compadre se rifó chingón, mató a uno de un solo tiro, yo iba a sorprenderlos arrastrándome por el pasto cuando sentí el cuerpo de mi compadre caer sobre mis pies y fue que llegastes, “Chato” —traga saliva. —Ay, cabrón, pues qué pinche mala suerte del Chino, todo por apendejarse, y ahora qué le vamos a decir a Rosita, a tu carnala —se lamenta “Chato” mientras aprecia la vegetación del camino. “Chivito” lo mira de reojo. Se la creyó. —Solo hay una cosa que no entiendo, mi “Chivo”, ¿dónde dejaron la camioneta del “Chino”? No la vi por ningún lado. El Mapache baja la velocidad, presiente algo. —Lejos, “Jefe”, precisamente para que no vieran nada sospechoso los Aureoles por ahí —voltea hacia atrás, el cuerpo del compadre: inmóvil. “Checo” y Ramírez sentados a los bordes de la cabina—. Ellos la han de ver visto, estaba por dónde usté los mandó. “Chato” deja de jugar con su arma, la toma con fuerza, no ocupa más para darse cuenta que corre peligro, “Checo” y Ramírez le hubieran dicho se hubiesen visto el vehículo de su carnal, “Mapache” se frena, busca su pistola. El parabrisas se viste de rojo, ni uno ni el otro alcanzaron si quiera a defenderse, las balas hicieron añicos sus cabezas, fueron como diez impactos para cada quien, de “Chato” sólo queda parte de su ojo izquierdo, del “Mapache” su boca chimuela. “Chivito” López empapado de sangre, con los ojos fuera de órbita, al borde del desmayo, pero por fin acabó su primer día de trabajo. El “S” lo debe de contratar sí porque sí, hizo todo lo que le pidió: se infiltró con los Orihuela, apresuró a su compadre para matar al Casanova, el segundo hijo del “S”, quien se había equivocado ya muchas veces y ya no tenía ningún chiste mantenerlo con vida, al igual que a los primos, que, esos sí, no lo mataron por pura suerte; rezarle a la Virgencita sirve. “Chivito” lo decidió por sí mismo, cuando Rosita, su hermana le contó como los Orihuela la violaban como diversión. “Chivito” se vendió a los Aureoles. Vengó a su carnala. Ahora tenía una carrera prometedora por delante. Volteó a ver a “Checo” y Ramírez, los traidores. Por fin se desmayó.

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No voy a decirte la verdad Edgar Fernández No voy a decirte que te amo. Porque puedes responder que tú a mí no; me mirarás condescendiente y tomarás mi mano, afirmando que muchas veces has pensado que yo sería tú pareja ideal, luego te irás, dejándome en una escena ridícula entre flores, música y vino. Ante la batalla perdida, llamaré a mis amigos, los citaré en el bar de costumbre. Llegaré antes de la hora indicada y pediré tequila. Estaré por el tercero cuando lleguen mis amigos —uno de ellos no se presentará—; intentarán animarme con las típicas frases: “Mujeres hay muchas”, “Un clavo saca otro clavo”. Pero prestaré poca atención a sus comentarios. La realidad es que estaré realmente afectado por la respuesta negativa de aquélla que comenzó a conquistarme con sus grandes ojos otoñales y que en más de una ocasión me sorprendió con su alegría y entusiasmo a la hora de hacer el amor. Pensaré en las noches que estuviste en mi cama gimiendo y gritando como loca, para luego dormir con una ternura infinita. Y me sentiré idiota, muy idiota por haberlo arruinado todo. Saldremos del bar, ebrios, riendo de cualquier tontería. Un amigo propondrá ira a un Table dance, y yo —sin saber por qué— secundaré la idea. Llegaremos al lugar, a mitad del espectáculo estelar. Pediremos más alcohol y mis amigos de inmediato jalarán a una chica cada uno. Me animarán a que yo haga lo mismo, después de un rato me decidiré y llamaré también a una chica. Tomaremos seis cervezas, quizá siete, y luego fornicaremos como bestias. Después de vaciar nuestros bolsillos, nos marcharemos con el amanecer. El taxi dejará primero a mis amigos en sus respectivas casas. Cuando llegue a la mía, comenzaré a sentir la terrible resaca e iré al baño a vomitar. Me quedaré dormido sentado junto al retrete. No voy a decirle que te amo, puedes decir que tú a mí no, y ya sabemos lo que pasará; sin embargo, puedes decir que también me amas. Y eso sería peor.

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Déjame decirte amor Sara FN Que tanta claridad y belleza, tanta oscuridad y tanta contradicción encuentras en ellas, increíble que no sea yo. Tantas formas dices encontrar mientras te pierdes mirándolas, que envidia, podría ser yo en tus ojos. Déjame decirte amor. Tanta ansiedad noto en tu caminar cuando el cielo está limpio y sombrío que quisiera poder dibujarte un cielo entero, uno completo y lleno de ti, de lo que te calma y te llena de paz, para que puedas encontrar las formas que quieras, unas nuevas cada día, para que tus ojos sonrían y tu boca me diga con alegría, lo hermosas que son las nubes.

El chico de talla 28 Diana Ferreyra Alguna vez escribí un poema Era para el chico de la talla 28 decía “No leo poesía solo el periódico” y se daba la vuelta en la cama. Le quité la cobija y le prometí que le leería el poema en su idioma. “No” dijo seriamente “Soy dentista no lector”. Pero de talla 28 yo pensaba. Volvía a acurrucarse. Desesperada leí los versos hasta que viera mi dentadura. la única manera en que me haría caso me dijo “déjame dormir quité una muela del juicio” “Pero te hice un poema” insistí. 2:00 am en la hora nacional “No sabes lo que es oler una boca apestosa” respondía. 14


Sudé. Lloré. Me quité los mocos. Insistí. Le dije “te voy a leer el poema quieras o no” Levantándose de la cama dijo con mucha cautela mientras se quitaba el pantalón “Si me hiciste un poema entonces lo leerás a mi modo.” De eso escribí mi poema.

Instrumento de creación Claudia Torres F. Eres agua que hidrata mi vida, eres fuego que consume mis tristezas, eres viento que trae la semilla de ilusión, cultivándote en la tierra fértil de mi vientre. Eres la naturaleza entera de mi cuerpo... Eres vida

José Agustín Solórzano

Pensándolo bien no quería ser poeta. Hace algunos años quise ser Jack Bauer, y antes Hannibal Lecter. No sé en qué punto se desvió mi vocación. A pesar de que intenté ir al gimnasio y planear el inhumano asesinato del odioso director de redacción del periódico donde trabajé, terminé haciendo poemas en casa, llegando tarde al trabajo, cobrando la quincena, bebiéndome la quincena. Y al final del día, ya borracho, soñaba, mientras escribía otra vez esos odiosos versos: que algún día sería Jack Bauer, Hannibal Lecter o, ya de menos, Juan del Diablo.

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Las nubes María de los Ángeles león Valero Soñando que te soñaba y entre nubes te veía, fueron nubes de osadía pues tu rostro me ocultaban. Blancas esferas del cielo permítanme ver sus ojos, me postraría de hinojos si me cumplen ese anhelo. Vana fue mi petición, se pasaron silenciosas. ¡Quítense de ahí maldosas! han roto mi corazón. Al asomarse el dulce azul, de ti no quedaba nada, las nubes fueron malvadas te secuestraron con un tul. Esa red tan fina y dura, donde olvidaste mis besos. desgarrándome con rezos nadie vio mi desventura. Aunque blancas eran ellas, para mi fueron oscuras, destrozaron mis querellas, hoy lloro mis desventuras.

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Nube Sol García Ligera como algodón, suave como la seda. Amorfa a simple vista, pero si la miras con fijeza encuentras toda una gama de paisajes. Mi imaginación vuela, de niño la ilusión de adulto la inmortalidad. Tu amigo el viento te hace travesuras juega contigo, te divierte, te goza. Tu existencia en la Tierra es alegría, blanca infinita y olor a vainilla.

Nubes de sangre Abraham Martínez González Salto a la ventana cada vez que no estás. Las nubes blancas me sonríen, pero me parecen burlas, risas que provocan las brasas que cargo dentro. Cada vez que te vas la habitación se hace más grande. Cada vez que no llegas el humo sueña, los ríos corren, la sangre clama. Cada vez que tus ojos se escapan de los míos, me arrastra el mal que se impulsa a través de mi cuerpo. Piensa en los demás y no dejes de mirarme. Yo estaré aquí esperándote, distrayendo la mirada en esas nubes para no perderme en tanto llegas. Pero que no sea mañana, porque mañana las nubes ya no serán blancas. 17


Nubes Margarita Vázquez Díaz Paraísos escondidos nubes islas en mis ojos paraísos congelados nubes iceberg paraísos desvelados y en medio el mar.

Nubes suaves pelo de gato de gato negro enredando sus enormes cuerpos voluptuosos nubes amantes que muestran el azul más azul del cielo.

Nubes montaña veneradas por tantos, tantos años.

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Los rudos del ring Stephania Magaña El ring está rodeado, la multitud enardecida no se cansa de gritar apoyando a su bando favorito. El encuentro de lucha libre ha comenzado en la Casa de la Cultura de Morelia. En el cuadrilátero se encuentra el equipo de los técnicos conformado por el “Rinoceronte azul” y su compañero “Mascara roja”, quienes son severamente castigados por el “Chiquivanpiro”, el cual luce un particular atuendo negro con detalles verdes fluorescentes y colmillos afilados en la máscara. El “Chiquivampiro” devoraba a sus contrincantes llave tras llave. Mientras que el réferi parecía una pequeña cebra esquelética que en cualquier momento saldría volando si se interponía ante las jugadas sucias de los rudos. La audiencia los apoyaba no cesaba de escucharse el clásico grito: “¡Arriba los rudos!” La afición estaba eufórica entre risas y gritos. La lucha tenía un carácter muy chusco. Los técnicos hacían poco por defenderse y salían castigados. Cuando las tres caídas terminaron, el triunfo fue para los rudos. El réferi levantó las manos del equipo vencedor ante el abucheo de los niños. Y el grito de un sector del público que gritaba: “¡Arriba los Rudos!” El equipo rudo se despidió de la afición concediéndoles autógrafos, saludos y fotos a sus fans. Inmediatamente la prensa y la seguridad se abalanzaron sobre ellos.

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La falta en ser Blanca De Aldecoa Psicoanálisis lacaniano La falta es aquello que surge a partir de la posición simbólica del yo [je], que algunos asumen y otros deniegan, también los hay que la rechazan. La falta es símbolo del deseo.

El ser humano está dotado de cualidades impresionantes, podríamos enumerar una lista bastante larga de ellas, pero de la que este artículo hablará es de una de las más sencillas, una característica que dista mucho del comportamiento de los animales cuando reconocen frente a sí una especie similar: en primer lugar, si es hembra, se pavonea y buscará a toda costa llamar su atención, cautivarla; en segundo lugar, si es otro macho, hará lo mismo pero el tenor habrá cambiado, pues una parte importante del reconocimiento del propio cuerpo en otro es la agresividad, a partir de la competencia y la rivalidad. Pongamos un ejemplo: La maduración de la gónada en la paloma tiene por condición necesaria la vista de un congénere, sin que importe su sexo –y tan suficiente, que su efecto se obtiene poniendo solamente al alcance del individuo el campo de reflexión de un espejo.1

La característica particular de la que hablamos es que la cría de hombre reconoce su imagen frente al espejo, siendo posible que a partir de esta imagen se configure el yo (je)2 tal cual explicita Lacan en su artículo magistral de 1949 3; lo anteriormente mencionado respecto al comportamiento animal no está cerca de ser una diferenciación rotunda en la cual somos superiores por ningún motivo. Köhler ve en esta fascinación del bebé por su propia imagen “la apercepción situacional, tiempo esencial del acto de inteligencia”.

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Lacan, J. (2009). “El estadio del espejo como formador de la función del yo [je] tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica” en Escritos 1. México, D.F.: Siglo XXI. P. 101. 2 En el presente artículo el Moi-yo no será articulado, sin embargo, hagamos patente la radical diferencia entre uno y otro: moi-yo, como construcción imaginaria y Je-yo como posición simbólica del sujeto. 3 Lacan, J. (2009). “El estadio del espejo como formador de la función del yo [je] tal como se nos revela en la experiencia psicoanalítica” en Escritos 1. México, D.F.: Siglo XXI. Pp. 99-105.

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El punto importante es que esta forma sitúa la instancia del yo, aun desde antes de su determinación social, en una línea de ficción, irreductible para siempre por el individuo solo. […] Es que la forma total del cuerpo, gracias a la cual el sujeto se adelanta en un espejismo a la maduración de su poder, no le es dada sino como Gestalt, es decir, en una exterioridad donde sin duda esa forma es más constituyente que constituida. […] 4

Es esta gesticulación jubilosa que logramos ver expresa en el infante cuando por primera vez capta su derredor de forma virtual, a partir de esa imagen reflejada que le deja cautivo pues ya de antemano hay una promesa: la de superarla en tamaño, la de adquirir una propia movilidad como aquellos que van caminando en dos patas o como aquél sostén humano que más bien estorba pero que da las señales de ser superior en fuerza y estatura, así como en voluntad motriz; promesas que se reivindicarán a partir de un lazo de dependencia extrema del otro y dejarán su huella pues durante 12 meses, es decir, de los 6 a los 18 meses de vida –cualquier científico que ha trabajado directamente con niños puede percatarse de la verosimilitud y exactitud de la posibilidad de cautivación del niño frente a su propia imagen en este lapso—ésta cría de hombre se percatará de su insuficiencia, se enardecerá por la dependencia en la que vive y comenzará a demandar a partir del mundo imaginario de aquel de quien depende, pues será su lector excelso, el que descifrará poco a poco lo que el otro quiere y desea; y éste lector experto, éste bebé, hará suyo ese mundo imaginario, por un lado amando y por otro odiando; muy de la mano de las reflexiones sobre el conocimiento paranoico, como diría Jacques Lacan. El hecho de que su imagen especular sea asumida jubilosamente por el ser sumido todavía en la impotencia motriz y la dependencia de la lactancia que es el hombrecito en ese estadio infans, nos parecerá por lo tanto que manifiesta, en una situación ejemplar, la matriz simbólica en la que el yo [je]

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se precipita en una forma primordial, antes de objetivarse en la dialéctica de la identificación con el otro y antes de que el lenguaje le restituya en lo universal su función de sujeto 5.

Esto es, sujeto deseante, por ser sujeto en falta. Esta falta que somete a la desdicha de la búsqueda incansable del objeto perdido que jamás se recuperará, es la que fundamenta los actos humanos de los neuróticos. Entonces, a partir de esta falta nos vemos buscando empleo, siempre el más conveniente, ropa, joyas, casa, carro, y, por si fuera poco, al nivel objetal, pareja. Reiterando que a nivel objetal implica ver al otro como un trofeo, o como un bien personal, como una propiedad, como un juguete, como una pared o como una campana que toca fuerte e insoportablemente hasta romper el tímpano. El sujeto en falta deseará tanto como sea posible y en medio de su insaciabilidad, así como nos dibujaban la metáfora del cofrecillo vacío, lo único de lo que se defiende, sea obsesivo, sea fóbico o histérico, es del goce prohibido: la insatisfacción será su marca privilegiada y a partir de esta huella confirmará en su actuar que no puede gozar, que le está fundamentalmente vedado y que de insistir en cruzar esa barrera podría enloquecer. Qué paradojas las del ser humano que considera que no tiene nada y es que no lo tiene más que como una huella en su inconsciente. Pero es por tal sufrimiento de la falta y del deseo que puede sustituir por objetos triviales eso que es innombrable y que corresponde al objeto único de deseo que le haría gozar pero que no puede anhelar, sólo añorar. La sustitución será el escape. Y estamos hablando de los hombres más o menos sanos… luego hablaremos de los niveles más arcaicos, por eso partimos del estadio del espejo.

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