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UCRANIA Una guerra que desempolva al movimiento de los no alineados /Jean-Luc Maurer

UNA GUERRA QUE DESEMPOLVA AL MOVIMIENTO

DE LOS NO ALINEADOS

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JEAN-LUC MAURER*

Si la agresión rusa contra Ucrania concitó el rechazo de la mayoría de los países del bloque occidental, muchas naciones decidieron abstenerse de condenar a Moscú, sea porque dependen política y económicamente de Rusia, sea porque consideran hipócrita la actitud de Washington, o porque básicamente fueron víctimas del poder imperial de Estados Unidos durante la Guerra Fría. Y ese concierto de países que se abstienen trae a la memoria el Movimiento de los No Alineados, nacido en 1955 para no tener que elegir entre la “peste estadunidense” y el “cólera soviético”.

La guerra que Rusia emprendió contra Ucrania el pasado 24 de febrero ya cumplió cuatro meses y al parecer no va a acabar pronto. Pero más allá de la unanimidad con la que los países del bloque occidental –integrantes de la Unión Europea, de la OTAN y aliados tradicionales de Estados Unidos en Asia oriental y Oceanía– condenaron esa invasión brutal y los crímenes de guerra y contra la humanidad que conlleva, la comunidad internacional sigue muy dividida en cuanto a la actitud que debe adoptar ante el conflicto.

De hecho, los dirigentes de numerosas naciones de la ONU –que pertenecen en su mayoría al históricoGrupo de los 77, creado en 1964 para promover el desarrollo de los “países del sur”– manifiestan su

escepticismo, dudan en condenar a Rusia y prefieren optar por una neutralidad que a primera vista puede resultar difícil de entender.

En un primer momento la conmoción provocada por esa agresión suscitó una condena relativamente unánime. Así, el 2 de marzo la Asamblea General de la ONU votó una primera resolución que exigió de Rusia “el retiro inmediato, completo y sin condición de todas sus fuerzas militares” y obtuvo una mayoría aplastante con 141 votos a favor, cinco en contra y 35 abstenciones.

Los cinco opositores fueron, sin sorpresa, Rusia misma, su vasallo de Bielorrusia, así como Siria y Eritrea, dos regímenes dictatoriales excluidos de la comunidad internacional y que dependen de Moscú, y finalmente la siniestra Corea del Norte.

Sin embargo, entre los 35 países que se abstuvieron ya se encontraban actores internacionales de mucho peso, como China, la India y también Pakistán, Sudáfrica y Argelia.

El 7 de abril, cuando la Asamblea General sometió a votación una segunda resolución que proponía excluir a Rusia del Consejo de Derechos Humanos, sólo 93 países se pronunciaron a favor, 24 en contra y 58 decidieron abstenerse.

Entre los 24 que votaron en contra estaban los que habían apoyado a Rusia anteriormente, pero también muchos países asiáticos. Encabezó el grupo China, siguieron los “hermanos” comunistas de Vietnam y Laos, así como todas las exrepúblicas soviéticas de Asia Central, los aliados naturales americanos –Cuba y Nicaragua– y países africanos como Argelia, Malí, Congo o Etiopía.

Lo más relevante, sin embargo, es el número de abstencionistas. Entre ellos se encuentran la mayoría de los pesos pesados demográficos y políticos no occidentales: India, Pakistán, Bangladesh, Tailandia, Brasil, México, Egipto, Sudáfrica, Nigeria, Angola, Mozambique, Arabia Saudita, Qatar y Omán. Seis de ellos –India, Brasil, México, Sudáfrica y Arabia Saudita– pertenecen inclusive al G20, que en este momento está más dividido que nunca debido a la guerra y al apoyo de China a Rusia.

“Secuela” de la caída soviética

Hoy es profunda la brecha entre Norte y Sur: los países que se niegan a condenar a Rusia representan las dos terceras partes de la humanidad.

Varios elementos permiten explicar y comprender esa situación.

Destaca primero el hecho de que para numerosos países del Sur el conflicto entre Rusia y Ucrania resulta bastante abstruso y es a menudo visto como secuela de la implosión de la URSS.

Esos países tienden a considerar que se trata de un asunto interno de la “Gran Rusia” en el que no quieren tomar partido conforme al principio de “no injerencia”, interpretando dicho principio de derecho internacional de forma muy cuestionable.

Luego, los objetivos de Occidente –es decir de Estados Unidos y la OTAN– les parecen bastante sospechosos. Y eso con justa razón. Después de haber dado la espalda a Europa, a partir de la presidencia de Obama, para concentrarse en su creciente rivalidad con China en la región del Indo-Pacífico, Estados Unidos parece haber vuelto a descubrir su viejo enemigo ruso y querer llevar en su contra, por medio de Ucrania, una nueva guerra en nombre del “combate de la democracia contra el totalitarismo”.

Pero numerosos son los países del Sur que pagaron las consecuencias de la Guerra Fría y de las guerras “calientes” que libraron en sus territorios las dos potencias dominantes de la época. Resultaría fastidioso enumerar aquí todos los conflictos sangrientos de esa naturaleza que marcaron la historia de la segunda parte del siglo XX, desde la capitulación de la Alemania nazi en 1945 hasta la caída del muro de Berlín en 1989.

No se puede pasar por alto, sin embargo, la Guerra de Corea (1950-1953), las intervenciones armadas de Estados Unidos en su “patio trasero” latinoamericano –Guatemala en 1954 y 1960, El Salvador y Nicaragua en 1980, Granada en 1983 y Panamá en 1989–, ni por supuesto la Guerra de Vietnam ampliada a Camboya y Laos de 1961 a 1975.

Sin hablar de los múltiples golpes de Estado militares organizados con el apoyo de la CIA y de sus aliados alrededor del mundo, los de Brasil y el Congo en 1964, de Indonesia en 1965, de Chile en 1973…

Justo es reconocer que el comportamiento de la URSS no fue menos brutal cuando combatió las veleidades democráticas que surgieron en el seno del bloque socialista, de Budapest en 1956 a Praga en 1968, o cuando desató la guerra de Afganistán (1979-1988).

Sea como sea, una cosa está clara: muchos países del Sur pagaron el alto precio de la Guerra Fría y no quieren verse atrapados otra vez entre dos fuegos.

Además, dado su comportamiento reciente en el escenario internacional, Occidente no les parece el más indicado para condenar a los países que violan la soberanía de otras naciones o darles lecciones de moral.

La cruzada planetaria para imponer con las armas la democracia en el mundo emprendida por George W. Bush y su entorno neoconservador después de los atentados del 11 de septiembre, que desembocó en la invasión de Irak y Afganistán, restó legitimidad a la pretensión de ejemplaridad occidental en un sinnúmero de países.

Durante la intervención en Irak encabezada por Estados Unidos y sus aliados serviles, entre los que destaca el Reino Unido, se dieron crímenes de guerra y contra

UN photo / Eskinder Debebe

la humanidad, así como graves violaciones a los derechos humanos. Basta recordar el uso sistemático de la tortura en los centros de detención de Abu Ghraib y Guantánamo, el papel de Francia y de la OTAN en Libia, y particularmente en el asesinato sórdido de Gadafi o el apoyo constante de Washington a Israel en el conflicto israelí-palestino y sus vetos a todas las resoluciones de la ONU que condenan al Estado hebreo.

Los países del Sur que hoy se abstienen de condenar a Rusia por su invasión de Ucrania tienen muy presentes todos estos acontecimientos y es lo que explica por qué muchos de ellos quedan dubitativos ante los llamados de Estados Unidos y Occidente a unirse a su cruzada contra Moscú. No tienen una visión clara de lo que está en juego en ese conflicto complejo que no les parece peor que los de Irak, Libia o de otras partes.

Varios de ellos además son clientes fieles de Moscú, que les vende armas al tiempo que equipa y capacita a sus fuerzas armadas en condiciones ventajosas.

En realidad estos países defienden ante todo sus intereses legítimos y su preocupación esencial es la crisis económica planetaria provocada por el conflicto y el bloqueo de las exportaciones de cereales y de abono químico de Ucrania y de Rusia, que los amenaza con la hambruna.

Fue lo que enfatizó Macky Sall, presidente de Senegal y de la Unión Africana, durante su encuentro con Vladimir Putin el pasado 3 de junio en Sochi. Sall precisó luego su posición en entrevista con el vespertino Le Monde, subrayando en síntesis que más que tomar partido en el conflicto la prioridad de África era resolver sus propios problemas.

En una perspectiva histórica más amplia no hay que subestimar el hecho de que numerosos países del Sur, en especial de África, siguen profundamente marcados por los estragos de la esclavitud, de la colonización y de las políticas neocoloniales. Todos recuerdan que en la época de la lucha anticolonial y del inicio de las independencias, la URSS fue prácticamente el único país que los apoyó. Dudas en torno a Biden

A pesar de todo lo que pueda hacer en Ucrania, Rusia sigue sacando provecho de esa aura de solidaridad con el llamado Tercer Mundo y hoy esa fama funge como renta histórica.

Finalmente para volver a una dimensión eminentemente contemporánea, numerosos Estados del Sur siguen bastante perplejos ante la voluntad proclamada por Joe Biden de encarnar el “campo de la democracia” en el escenario internacional.

No sólo la credibilidad del actual presidente estadunidense está mermada por su voto a favor de la invasión a Irak en 2003, sino que últimamente la democracia estadunidense dio la medida de sus límites con el mandato de Donald Trump, consternó al mundo con el asalto al Congreso el 6 de enero de 2021 y suscita el horror con asesinatos en masa perpetrados por desequilibrados que derraman sangre en sus ciudades.

Más dividido que nunca, Estados Unidos ofrece más bien la imagen de un país al borde de la guerra civil, en declive, ineficiente, violento, racista e injusto, en particular con su minoría afroamericana.

A la inversa, la gran némesis actual de Washington, la República Popular de China, de Xi Jinping, representa el contramodelo de un país en auge que logró sacar de la pobreza a miles de personas y echar a andar una política de desarrollo económico y social que le permite vislumbrar la posibilidad de festejar en 2049 el centenario de su revolución volviendo a ser la primera potencia del mundo que fue hasta el siglo XIX.

No es, por lo tanto, asombroso que importantes sectores de las poblaciones del Sur –e inclusive del Norte– lleguen a considerar que un régimen autoritario es más eficaz para gobernar que un sistema “democrático” –concepto a menudo manipulado por oligarcas locales para enriquecerse– que aparece como sinónimo de corrupción e incumplimiento de promesas de justicia y libertad. De allí que se cuestiona la democracia en todas partes del planeta y que el autoritarismo tenga viento en popa.

Finalmente cuenta el hecho de que en muchos países del Sur el pueblo rechaza en su mayoría el liberalismo de la sociedad que pregona Occidente por considerarlo decadente, arreligioso y demasiado favorable a los derechos de la mujer y de las minorías LGBT+, mientras que Moscú se va forjando una imagen de “modelo radicalmente distinto” que defiende los “valores tradicionales. Y es con esa imagen que el Kremlin juega hábil y exitosamente cuando se dirige a estos países.

Es, pues, por todas estas razones que países del Sur se muestran por lo menos “reservados” ante la invasión rusa de Ucrania, nación en defensa de la que Occidente se movilizó de manera demasiado entusiasta para no ser sospechosa, en su opinión.

En tiempos de la Guerra Fría buena parte de estos países intentaron escapar a la obligación de elegir entre la “peste estadunidense” y el “cólera soviético”, creando el Movimiento de los No Alineados durante la conferencia de Bandung en 1955. Presidía la cumbre el mandatario Sukarno, de Indonesia, y lo rodeaban Jawaharlal Nehru, primer ministro de India; Gamal Abdel Nasser, presidente de Egipto; Kwame Nkrumah, carismático líder de la independencia de Ghana; Norodom Sihanouk, emblema de Camboya; y Zhou Enlai, primer ministro de la República Popular China.

El funesto conflicto armado que desgarra de nuevo a Europa favorece en cierto sentido el resurgimiento de ese espíritu de no alineamiento. Y eso no va a facilitar la resolución de los problemas de un mundo enfrentado a una crisis económica devastadora que amenaza con tener consecuencias catastróficas en países muy dependientes de importaciones de gas y trigo de Rusia o Ucrania.

La brecha que se va agudizando en el seno del G20 ilustra muy bien esa nueva división de la comunidad internacional entre el Norte y el Sur. La próxima cumbre del “club” de las 20 mayores economías del orbe está prevista por llevarse a cabo en Bali a mediados de noviembre, porque Indonesia preside el Grupo en 2022.

Países miembros de la alianza informal de apoyo a Ucrania –todos del Norte en el sentido económico de la palabra– rehúsan sentarse en la misma mesa que Vladimir Putin e insisten en no invitar a Rusia. Otros países, en su mayoría del Sur, con China a la cabeza, no comparten del todo esa posición de ruptura o se oponen firmemente a ella.

Ante semejante dilema, el presidente indonesio Joko Widodo –más conocido como Jokowi– asegura que no le corresponde excluir a Rusia pero que está dispuesto invitar a Volodímir Zelenski a participar a la reunión. El presidente ucraniano está de acuerdo, pero todavía no se sabe si esa propuesta permitirá superar el bloqueo actual y no se puede descartar que la guerra entre Rusia y Ucrania provoque la explosión del G20.

Ciertamente no sería la consecuencia más dramática ni fundamental del conflicto, pero esa institución emblemática de la fase de la globalización de la economía que está a punto de acabarse sería entonces una de las víctimas colaterales del conflictivo callejón sin salida hacia el que se dirige el concierto cada vez más disonante de las naciones.

*Catedrático honorario del Instituto de Altos Estudios Internacionales y de Desarrollo, de Ginebra, en el que asumió altas responsabilidades de 1992 a 2004; es especialista de los problemas de desarrollo económico, social y político de los llamados países del Sur, temas a los que dedicó varios libros. Trabaja actualmente en el Círculo Germaine de Staël, de Ginebra –del que es miembro fundador–, centro de investigación sobre el declive de la democracia y el auge del nacional-populismo en Europa y el mundo. El texto anterior fue publicado el pasado 15 de junio por el portal de análisis y noticias The Conversation, con cuya autorización se reproduce.

Javier Sicilia

Silencio y escucha

Para la Compañía de Jesús, con mi dolor y mi indignación.

Todos los testigos directos del horror –pienso en particular en Primo Levi y Jorge Semprún– se han hecho una misma pregunta: ¿de qué manera narrarlo para hacerlo sentir a otros y suscitar en ellos una conmoción que evite repetirlo? La pregunta es más que nunca pertinente en México, un país atravesado por el horror, donde crueldades que se dieron y se dan en campos concentracionarios se llevan a cabo de manera dispersa y sistemática a lo largo y ancho del país. Lo es aún más porque después de tantos años de relatos e imágenes espantosas hemos aprendido a hacerlo parte de nuestra vida diaria.

Muchas son las respuestas. Yo he intentado algunas en estas páginas de Proceso. Me parece, sin embargo, que es Jorge Semprún, en La escritura o la vida, quien se aproxima a una de las más precisas. El problema, nos dice, no está en las narrativas. Toda la literatura está llena del mal y su horror. No se diga la literatura testimonial que nació después de la Segunda Guerra Mundial.

En México esas narrativas no han dejado de suscitarse. Desde el levantamiento zapatista hasta el reciente movimiento feminista y la multiplicidad de atrocidades que continúan cometiéndose, pasando por el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad y Ayotzinapa, el sufrimiento y el horror se han expresado con una claridad y una precisión omnipresentes. Ciertamente, han conmovido y producido sentimientos de terror, compasión, indignación y solidaridad. Pero es evidente también que los hemos olvidado y diluido en la banalidad de los acontecimientos de todos los días, como si eso fuera equivalente al anuncio de un dentífrico, a las ofertas del mercado o a las frivolidades de la política.

El problema, vuelvo a Semprún, es que toda narrativa, por más precisa y aterradora que se presente, no logra transmitir la sustancia propia del horror que las víctimas llevamos con nosotras y que Semprún define, paradójicamente, como “una experiencia de muerte”. Las víctimas no vivimos el horror como un accidente o una enfermedad de la que sobrevivimos. Mucho menos como algo que le sucede o le sucedió a otros y nos aterra, indigna y conmueve por connaturalidad. No somos sobrevivientes de acontecimientos terribles de los que escapamos “porque no nos tocaba” o porque “esas cosas le suceden a otros”. Somos, dice Semprún, revenants. La palabra no tiene equivalente preciso en español, pero define a alguien que volvió de la muerte y la trae consigo; alguien que vivió su horror en un ser amado, es decir, en su propia carne, y lleva consigo las huellas del mal como si lo hubieran grabado con un hierro al rojo vivo y volviera transfigurado de un largo e inesperado viaje. Podemos reír, compartir las alegrías de estar vivos, pero no escapar de la experiencia. La vida adquiere así un sabor agridulce que lleva la impronta indeleble del espanto y la muerte.

Quien no lo ha vivido en carne propia o, como los grandes narradores, se ha dejado invadir por su sustancia; es decir quien mira en las víctimas una pura descripción del horror –el ropaje, el espantoso adorno con el que el mal se reviste– sólo puede experimentarlo de manera abstracta, es decir, intelectualmente, como una narración que no los compromete, cuyo ropaje, por más objetivo y espeluznante que sea, le sucede a otros y no les pertenece; les es ajeno.

El hecho mismo de hablar, como lo hace Semprún, de una experiencia de muerte que se lleva consigo, parece absurdo, porque la muerte “para el pensamiento racional”, es decir, para un pensamiento que sólo conoce mediante la abstracción, la muerte “es el único acontecimiento del que jamás podemos tener una experiencia individual”, un acontecimiento que sólo puede asirse “bajo la forma de la angustia, del presentimiento o del deseo funesto…”. Por ello podemos fácilmente apartar la mirada y el oído de su sustancia que se ha vuelto colectiva, diluirla en un ansiolítico o entre los múltiples distractores de la cotidianidad y el parloteo mediático o, como lo hacen los criminales y los políticos, en la sordera y la ceguera de la imbecilidad.

La única forma en que podemos escucharlo y ser interpelados por él es haciendo un profundo silencio. Sólo así es posible escuchar, ver y sentir eso incomunicable que está en el ropaje mismo del horror y la muerte. El poeta Daniel Goldin lo llamó recientemente un “silencio sonoro”, un silencio que de tan profundo y atento permite escuchar y sentir esa sustancia que nos lleva al encuentro de los otros. Ese silencio, nos recuerda otro poeta, David Huerta, pertenece a un tipo de arte que debemos reaprender en un mundo en el que el parloteo virtual ha reducido la realidad a un show: el arte de escuchar. Sólo se escucha y se es verdaderamente interpelado por la sustancia de un relato en el silencio. Los relatos del horror, sobre todo el de las víctimas, piden algo más de lo que Sor Juana pedía a sus lectores: “Óyeme con los ojos”; algo más de lo que Quevedo hacía con los escritores muertos: oírlos con sus ojos. Piden ser escuchados con todos los sentidos, ser acogidos en su experiencia de muerte: “Óyeme y siénteme en tu carne” para que juntos creemos esa región del alma donde la fraternidad, como querían Semprún y cada víctima, se opone y resiste al galimatías del mal.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.

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