Aproximación a los sacramentos de la Iglesia (1992)

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SACRAMENTOS DE LA INCICIACIÓN CRISTIANA

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OSCAR CAMPANA (DON BOSCO, BUENOS AIRES 1992)

1. ¿QUÉ ES UN SACRAMENTO? ¡Cuántas veces nos hemos preguntado qué es un sacramento! Ante un bautismo, una confirmación, una primera comunión, un matrimonio. Intuíamos que era algo que había que hacer. Pero, ¿por qué? ¿Quizás por costumbre social?: “todo el mundo lo hace”. ¿Quizás por temor?: “a ver si al chico le pasa algo”. ¿Quizás por fe?: “quiero estar en gracia de Dios”. ¿Quizás por las tres cosas? Desde estas páginas intentaremos ir respondiendo a estas preguntas y a otras más. Estas respuestas serán una búsqueda en la fe, un intento de comprender creyendo. El sacramento: signo de algo que no se ve Un amigo llega a casa. Le ofrecemos la mano, lo abrazamos, lo besamos. Quizás le cebemos un mate o le sirvamos un café. Charlaremos, reiremos y lloraremos juntos. Al despedirnos sentiremos que algo se nos va con él... La mano, el abrazo o el beso, el mate o el café, la palabra, la risa o el llanto habrán tratado de expresar algo invisible, pero no por eso irreal; algo profundo, pero no por eso incomunicable. Los hombres necesitamos de los gestos para expresarnos. No somos ángeles. Somos seres en cuerpo y alma. Así, los gestos vienen a decir lo que el corazón siente. ¿Qué tiene que ver esto con los sacramentos? Mucho. Dios, al darse a conocer, lo hace desde lo que el hombre es. Dios, al revelarse, no lo hace con “ideas” o “conceptos”. La Iglesia dice que los hace con “gestos y palabras”. Los sacramentos son, entonces, la mano, el abrazo o el beso, el mate o el café, la palabra, la risa o el llanto de Dios hacia los hombres. El sacramento: ¿solo un signo? Le habíamos tendido la mano al amigo. Y habíamos dicho que la mano expresaba, significaba, el amor por el amigo. Pero, ¿solamente eso? Al tender la mano al ser que amamos, no sólo estamos “expresando” nuestro amor: también lo estamos “construyendo”. Si esto pasa con los hombres, ¡Cuánto más con Dios ! En los sacramentos, Dios no sólo nos dice que nos ama: también nos hace entrar en su amor. 1


La Iglesia dice: “los sacramentos son «signos eficaces», «eficientes», de la gracia de Dios”. Es decir, no sólo “significan” algo que no se ve, el amor (gracia) de Dios, sino que también lo “hacen presente” en nuestras vidas. El sacramento de Dios Dios dirigió su palabra a los hombres desde siempre. Lo hizo al crear el mundo: la creación nos habla de Dios si la sabemos escuchar. Lo hizo, de una manera especial, al elegirse un pueblo: “Dios dirigió su palabra a Abraham” (Gen 12,1). Pero lo hizo de una manera definitiva al darnos a su Hijo: “Y la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros” (Jn 1,14). Cristo es el sacramento de Dios. “De él todos hemos recibido gracia sobre gracia” (Jn 1,16). “El es imagen de Dios invisible” (Col 1,15). Cristo es quien nos “cuenta” a Dios: “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que esta en el seno del Padre, él lo ha contado” (Jn 1,18). Y no sólo nos “cuenta” a Dios, sino que también nos da su gracia: “Porque la Ley fue dada por Moisés; pero la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo” (Jn 1,17). La Iglesia dice: “Cristo es el autor de los sacramentos”. Porque es de él, Palabra de Dios hecha carne, entregado por amor a los hombres y resucitado para nuestra salvación, es de él de quien recibimos la gracia. EL Sacramento de Cristo Nos dice San Pablo: “El es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia” (Col 1,18). Y es que en la Iglesia Dios muestra su gracia en la historia. Toda gracia que llega a los hombres es gracia de Cristo y es gracia en la Iglesia. “La Iglesia nos dice el Concilio Vaticano II es sacramento universal de salvación” (LG 48): ella misma es signo de la gracia y el amor de Dios en la historia. La Iglesia, a través de su misión, de su palabra y de su obra, nos “significa” la voluntad de Dios: “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tm 2,4). Los sacramentos de la Iglesia ¿Cómo hace la Iglesia para hacer presente en nuestra historia la gracia de Jesús? Lo hace acompañando nuestra vida: * Al nacimiento corresponde el Bautismo, por el que nacemos a la vida de la Iglesia y del amor de Dios. 2


* Cuando llegan los días de la madurez y la decisión, el Espíritu nos asiste con su poder en la Confirmación. * No podemos vivir sin alimentarnos. En la Eucaristía comemos y bebemos el Cuerpo y la Sangre de Jesús, construyendo un mundo de amor con nuestros hermanos. * Dios bendice el amor que los esposos se prometen en el Matrimonio, amor que ahora es invitado a darse generosamente al mundo y a la vida “significando” el amor con que Cristo se dio a los hombres. * En el Orden Sagrado (sacerdocio) Dios se hace presente como “otro Cristo” que construye la reconciliación y la unidad entre los hombres. * ¿A veces no ofendemos al hermano y al mismo Dios? Pero Dios nos ofrece su perdón en el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación. ¡No podríamos vivir sin perdón! * Y en el momento de la enfermedad, Dios nos da su consuelo y su salud en la Unción de los enfermos. Dios, entonces, hace presente la gracia de Cristo a través de los sacramentos de la Iglesia. Y si bien Dios da su gracia a quien quiere y como quiere, habitualmente lo hace a través de los siete sacramentos en su Iglesia. ¿Qué nos queda por decir acerca de los sacramentos? La búsqueda de comprender creyendo no acaba nunca. ¿Cómo abarcar en unas páginas y en todas las páginas del mundo la maravilla de la presencia de Dios entre nosotros? ¿Cómo abarcar su amor? A los antiguos les gustaba hablar de misterio. Pero “misterio” no es sólo lo oculto, lo desconocido. Es, más bien, la acción salvadora de Dios que se nos dio a conocer en Jesucristo: “revelación de un misterio mantenido en secreto durante siglos eternos, pero manifestado al presente ... y dado a conocer a todos ... para la obediencia de la fe” (Rm 16,2526). De este misterio hablamos porque en él creemos. ¿Cómo accedemos a los sacramentos? Un encuentro no se improvisa. Cuando dos amigos se encuentran suponemos que antes hubo una invitación por parte de alguno de ellos. Quizás a través de una carta o de un llamado. Pero, en cualquier caso, fue a través de la palabra. Alguno de los dos, decimos, tuvo la iniciativa, porque sintió en su corazón el deseo de encontrarse, y así, a través de una propuesta, manifestó su voluntad.

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El otro amigo se habrá sentido movido, interiormente, a ese encuentro. A la propuesta del amigo siguió su respuesta: “Sí, yo también quiero verte”. El encuentro se produjo porque hubo una iniciativa, una propuesta y una respuesta. Todo esto nos ayuda a comprender los sacramentos. La iniciativa es de Dios. San Juan nos dice, en su primera carta, que “Dios nos amó primero” (1 Jn 4,19), y porque nos amó “nos envió a su Hijo” (1 Jn 4,10). A la iniciativa de Dios, que es su amor, siguió una propuesta: Jesucristo, muerto y resucitado por nosotros. Esta propuesta se nos hace presente en cada sacramento. Pero Dios nos quiere libres: espera nuestra respuesta para que el encuentro se produzca. Momentos especiales, “fuertes”, de encuentro entre Dios y el hombre, entre los hombres en Dios: esto son los sacramentos. Palabra que aguarda nuestra palabra. Llamada que aguarda contestación. No son un monólogo de Dios: son un diálogo entre Dios y los hombres. Los sacramentos de la fe Nos dice el Concilio Vaticano II: “(los sacramentos) ... no sólo suponen la fe, sino que a la vez la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y gestos; por eso se llaman sacramentos de la fe” (SC 59). Los sacramentos suponen la fe. Nadie se acercaría sin fe en la gracia de Dios presente en él. Todo sacramento se realiza en el ámbito de una comunidad de fe, la Iglesia. Y esta fe eclesial es condición para que el sacramento sea eficaz. ¿Podemos pensar que Cristo nos dé su salvación si no estamos abiertos en la fe a recibirlo? Porque Dios respeta al hombre en su totalidad es que ofrece su salvación (su propuesta) apelando a la libertad y a la fe (a la respuesta) del hombre. Los sacramentos expresan la fe. Cuando nos reunimos para un bautismo, una confirmación o un matrimonio, nos reunimos en comunidad, en Iglesia. Y todos juntos expresamos y celebramos nuestra fe en el Dios que interviene en nuestra historia con su salvación y su amor. Por eso el sacramento, al ser testimonio de la fe de la Iglesia, es anuncio de la Buena Nueva a los hombres. Los sacramentos robustecen y alimentan la fe. Nos hacen crecer en la salvación hasta la estatura de Cristo. Como decíamos más arriba, los sacramentos acompañan nuestra vida para que, como Jesús, crezcamos “en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres” (Lc 2,52).

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¿Cómo nos acercamos a los sacramentos? En lo que los sacramentos tiene de humano, ¿podemos desvirtuarlos? Si son una propuesta a nuestra libertad, ¿podemos responder mal? Sí. Y de muchas maneras. Podemos pensar que la vida se reduce a la práctica sacramental, y caer así en sacramentalismo. Entonces, la salvación de Cristo que se nos da en los sacramentos no significa nada en nuestra vida concreta. “Soy cristiano” significa: “comulgo, confieso mis pecados, bautizo a mis chicos, les hago tomar la primera comunión”, y nada más. También podemos pensar, en esta sociedad de consumo, que con los sacramentos pasa algo similar a todos los objetos que nos rodean. Se nos dice: “para «ser alguien» hay que tener tal o cual cosa; hay que consumir tal o cual otra”. Trasladado a los sacramentos, la conclusión sería que hay que acumular y consumir gracia, como si fueran acciones o dólares con los cuales pasamos a “ser alguien” para Dios. Y también, finalmente, podemos acercarnos al sacramento con una mentalidad mágica: “Dios hará lo que yo quiera”. Así, por un lado, intentamos manejar lo sagrado, y, por otro lado, olvidamos que la eficacia del sacramento pasa también por nuestra disposición y apertura al encuentro con Dios. Y Dios no se deja manipular ni manejar por nadie. Los sacramentos: acción de Dios y acción del hombre El Padre, en el Espíritu, obró la salvación en el Misterio Pascual de su Hijo. “De su costado brotó sangre y agua” (Jn 19,34), simbolizando los sacramentos de la Iglesia. En ellos Dios y los hombres manifiestan el deseo de la salvación y la hacen presente en la historia. Los sacramentos van más allá de los ritos sacramentales. Son momentos fuertes en los que Dios nos dice que toda nuestra vida ha de ser sacramental, es decir, signo eficaz y vivo del amor de Dios que salva a los hombres.

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2. AGUA DE DIOS PARA LOS HOMBRES A través de la radio, los diarios, la televisión, nos enteramos , a veces, de las terribles sequías que se producen en el Nordeste de Brasil o en Africa. La falta de agua produce migraciones, desarraigo, desastres en la flora y en la fauna, enfermedades. En definitiva, muerte. Otras veces, en cambio, nos enteramos de las inundaciones que se producen en el noreste de nuestro país o en los campos de la pampa húmeda. Y esas inundaciones también producen desarraigo, migraciones, desastres en la flora y en la fauna, en las cosechas, en la economía del país. Tanta agua también produce muerte. Pero en los dos casos, podríamos decir que el agua está en referencia a la vida. Su exceso o su carencia niegan la vida. Pero hay una medida en que el agua es sinónimo de vida. Es más, sin agua es imposible vivir. Los médicos dicen que hasta nuestro cuerpo es, en gran medida, agua, simplemente agua. Así, agua y vida vienen a ser dos palabras que caminan siempre juntas. Aunque su exceso o su carencia traigan muerte, el agua nos está diciendo algo de la vida. Nosotros y el agua ¡Qué acostumbrados estamos al agua! Por lo menos, muchos de nosotros. Tenemos el agua asegurada con sólo abrir una canilla. Nos aparece que es lo más natural del mundo que el agua esté ahí, al alcance de nuestra mano. En la ciudad hemos perdido esa profunda experiencia humana de conseguirnos el agua, de buscar y de pelear por el agua. El agua está ahí, cerca. Si un día falta, ¡y bueno! Diremos algo de la municipalidad, de obras sanitarias o del gobierno. Y quizás digamos todas estas cosas para evitar el darnos cuenta de lo terrible que sería que no tengamos el agua al alcance de la mano. Sin agua, nuestros días están contados. El agua que bebemos nos mantiene en la vida y aleja la muerte. También el agua, aparte de darnos vida, se constituye en el elemento esencial de toda limpieza: la de nuestro propio cuerpo, la de nuestra casa, la de nuestra ropa; la de tantas y tantas cosas Dios y el agua ¿Cómo Dios podía ignorar el profundo misterio que el agua constituye para el hombre? Cuando abrimos las páginas de la Biblia encontramos constantemente al agua. Está desde el principio de la propia creación; casi, casi, antes que todo (Gen 1,2). 6


El agua es el elemento que Dios usa para castigar al hombre cuando éste se aparta de él. ¿Se acuerdan del diluvio (Gen 6,17)? El agua. El agua del Mar Rojo es abierta por Dios para que el Pueblo de Israel pase en su marcha liberadora (Ex 14,21ss). El agua. El agua que Dios hace brotar de la roca en el desierto para que el Pueblo calme su sed (Ex l7,56). El agua del Jordán, que también se abre para dar paso al Pueblo de Dios (Jos 3,16). El agua está siempre presente en la historia de la salvación, prefigurando el agua de la vida que habría de venir. Jesús y el agua Cuando Jesús aparece predicando en Galilea, su precursor, Juan Bautista, no había hecho otra cosa que bautizar. Bautizar con agua. Una bautismo como le llamaban de conversión, preparando el camino del que habría de venir. Jesús mismo se acercó al bautismo de Juan. La Tradición de la Iglesia siempre dijo que no es el bautismo el que purificó a Jesús, pues no lo necesitaba, sino que es Jesús quien al sumergirse en las aguas las santificó y las purificó (Mt 1,911). El evangelio de Juan nos cuenta que del costado abierto de Jesús, en la cruz, brotó sangre y agua, símbolos de la vida nueva que Dios entregaba a los hombres (Jn 19,34). Y nos encontramos, hacia el final del evangelio, con que Jesús envía a sus discípulos con un solo mandato: el de bautizar a todos los hombres en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu (Mt 28,19). El bautismo: agua de dios para los hombres ¿Cómo Dios iba a permanecer indiferente a todo lo que el agua significa para el hombre? Hoy, cuando nace un chico, enseguida pensamos en bautizarlo. ¿Qué será eso del bautismo? ¿Sólo un “rito social”? Dios da su gracia a través de estos signos de salvación que son sus sacramentos. Y el agua nos dice ¡y mucho! de lo que Dios quiere hacer con nosotros en el bautismo: saciar nuestra sed de vida, pero de una vida nueva; limpiarnos, pero no de las manchas que pasan, las de todos los días, sino limpiarnos del pecado que “ensucia” y hace opaca nuestra vida; el agua limpia y purifica; el bautismo nos lava y nos regenera, es decir, nos hace nacer de nuevo. Pablo dice que en el bautismo somos sepultados con Cristo y resucitados con él (Rm 6,4) a una vida nueva. Así, entonces, el bautismo asume todo lo que de vida y de muerte tiene 7


el agua. Un ahogar al hombre viejo para dar posibilidad al nacimiento del hombre nuevo. Esto ocurre en el bautismo. Y sucede por la eficacia de los sacramentos de la Iglesia, es decir, por la fe de los padres y los padrinos; por la fe y en la fe de la propia Iglesia. Por eso el bautismo no es, simplemente, un rito social, una costumbre, algo para salir del paso o una excusa para reunirnos. Todas estas cosas lo son en un segundo momento. Es verdad, el bautismo es reunión. Pero no la simple reunión en la que festejamos el nacimiento de un chico, sino la reunión de los que creemos en Jesús y que en esa fe somos testigos y partícipes de que hay un nuevo miembro en este Pueblo de Dios que es la Iglesia. Por eso, en el bautismo también estamos expresando el ideal de una comunidad humana que esté unida por la palabra y la salvación que Jesús nos viene a traer. Decimos que en el bautismo somos hechos hijos de Dios en Jesucristo. Somos hechos hijos en el Hijo. Hijos de un mismo Padre y, por lo tanto, hermanos entre nosotros. La gracia de Dios no nos asocia al Misterio Pascual muerte y resurrección de una manera individual, sino que nos une como Pueblo y como Cuerpo. ¿Qué es el bautismo? Entonces, ¿qué es el Bautismo? Es vida, es purificación, es filiación, es fraternidad, es fiesta; es, en definitiva, el inicio de la vida de la gracia para todos aquellos que creemos que Dios no permaneció indiferente ante el deseo del hombre de ser salvado por él. Así, entonces, por el Bautismo nacemos de nuevo, como dice el evangelio de Juan, y nacemos de nuevo en el Espíritu (Jn 3,5) del cual ahora somos templo (1 Co 6,19). Espíritu que no obró sólo un día el del Bautismo sino que por el Bautismo obra constantemente en nuestra vida dándonos la capacidad la gracia para acercarnos de nuevo a Dios cuando nos alejamos de él, y para reunirnos de nuevo como Pueblo cuando quisimos “cortarnos solos”. El Bautismo, vida nueva en el Espíritu, para un mundo que necesita morir y nacer constantemente hasta que Dios “sea todo en todos” (1 Co 15,28).

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3. EL DON DEL ESPÍRITU Cuando abrimos el libro de los Hechos de los Apóstoles y nos encontramos con el relato de Pentecostés, tenemos la sensación de estar leyendo uno de los episodios más majestuosos de todo el Nuevo Testamento. En contraposición, quizás sea el sacramento de la Confirmación aquel que renueva en cada creyente y en toda la comunidad cristiana las maravillas del día de Pentecostés el que más inadvertido pase. ¿Por qué? Nos parece estar ante un sacramento que a veces no comprendemos, no valoramos y que, pasados los años, probablemente tampoco recordamos. O quizás sí, por ser la ocasión de elegir un padrino o una madrina. ¿Pero sólo eso agota el sentido de este “Pentecostés” que renueva constantemente la vida de la Iglesia? La fe de la Iglesia nos dice que en el sacramento de la Confirmación recibimos el don del Espíritu Santo. Nos dice, también, que este sacramento imprime “carácter”, es decir, nos marca en los más profundo de nuestro ser como testigos de la resurrección de Cristo. Tratemos de pensar un poco en todo esto. Pentecostés y la primera Iglesia Después de su resurrección, Jesús les pide a sus apóstoles que permanezcan en Jerusalén, porque ahí recibirán “el bautismo del Espíritu Santo”. Los apóstoles así lo hacen. El día de Pentecostés aquella fiesta hebrea que se realizaba cincuenta días después de la Pascua, que había sido primeramente la fiesta de la siega pero que también se había convertido en la fiesta de la renovación de la Alianza del Pueblo de Israel con Yahweh, los discípulos de Jesús “estaban todos reunidos en un mismo lugar; de pronto vino del cielo un ruido, como el de una violenta ráfaga de viento, que llenó toda la casa donde estaban; se les aparecieron unas lenguas como de fuego, las que, separándose, se fueron posando sobre cada uno de ellos; y quedaron llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar idiomas distintos, en los cuales el Espíritu les concedía expresarse” (Hch 2,14). Los apóstoles estaban reunidos, estaban en comunidad. No estaban solos o cada uno por su lado. Estaban reunidos a la espera. La Iglesia, que es bendecida por el don del Espíritu, es ante todo una comunidad que vive en la esperanza, en la oración y en el servicio mutuo. Es en esa circunstancia que el Espíritu desciende sobre los apóstoles. El fuego nos significa y nos simboliza muchas cosas. El fuego purifica. Muchas veces la sagrada Escritura nos habla de la prueba del fuego, como aquella prueba que da cuenta de cuánto vale o no una cosa. El fuego es, además, símbolo de la fuerza, del poder. El fuego 9


también da calor, permite alejar el frío. Y porque da calor, el fuego es ocasión para que los hombres se reúnan. Pensemos en la imagen de un fogón: todos están alrededor del fuego por el calor que él otorga. El fuego que reúne a los hombres es un símbolo lejano del don del Espíritu. Pero este fuego del que nos habla el libro de los Hechos, es un fuego de Dios. El fin de la confusión El relato de Pentecostés dice que “había en Jerusalén judíos piadosos venidos de todas las naciones de la tierra” (Hch 2,5): Medio Oriente, Asia Menor, Africa y el resto del Imperio romano. Estos hombres se preguntaban: “¿cómo cada uno de nosotros los oímos hablar en nuestro propio idioma?” (Hch 2,8). Quizás recordemos aquel episodio del inicio de la Biblia: la torre de Babel. Dios, por la soberbia de los hombres, decidió confundirlos mezclando sus idiomas. Nadie entendía a nadie (Gen 11,19). Por eso la Iglesia siempre leyó en Pentecostés la vuelta a la unidad perdida en Babel, símbolo, por otra parte, de la misión universal “católica” de la Iglesia. Del miedo al valor ¿Qué más nos dicen los Hechos? Que Pedro, en nombre de los apóstoles, se puso a hablar (Hch 2,14). Sí, Pedro. El mismo que por temor, por miedo, había negado tres veces al Maestro. Pedro y los apóstoles, aquellos que se escondían por temor a las autoridades del pueblo. Sí, Pedro, él mismo, se ponía a hablar con valentía, con energía, sin temor. Algo había pasado. Algo que no se explicaba, tan sólo, por un simple cambio de “actitud”. Como después nos cuentan los Hechos de los Apóstoles, Pedro, Juan y los otros serán perseguidos, encarcelados. Pero ya no habrá temor, sino la firme convicción de que “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5,29). En este paso del miedo al valor, Pedro comienza recordando profecías del Antiguo Testamento, diciendo que los tiempos mesiánicos, los tiempos en que Dios reinaría sobre todos los hombres, han comenzado a cumplirse. Pedro da testimonio de la resurrección de Jesús. Cuando leemos el Nuevo Testamento comprobamos que no hay otra cosa que prediquen los apóstoles que Cristo muerto y resucitado. En fin, el don del Espíritu les ha dado la capacidad, que no tenían, de predicar y dar testimonio con toda su vida de la salvación que Dios inauguró resucitando a su Hijo.

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El sacramento del don del Espíritu En el sacramento de la Confirmación somos ungidos con el “santo crisma” por el obispo, sucesor de los apóstoles. El santo crisma es un aceite perfumado que quiere significar que somos hechos “nuevos cristos”. “Cristo”, en griego, significa “Ungido”. Así es llamado Jesús por la Iglesia primitiva. Y es en Jesús en quienes somos ungidos, transformados en hombres que por la fuerza del Espíritu damos testimonio de la resurrección de Jesús, el Ungido para llevar la salvación a todos los hombres. Por la unción del Espíritu somos enviados, pasando del temor a la valentía, para anunciar a todos los hombres que Dios dijo su Palabra definitiva sobre la historia, transformándola de historia de odio, muerte y opresión en historia de amor, vida y liberación. Los cristianos los “ungidos” somos partícipes del fuego y la fuerza de Dios, llamados a transformar este mundo, dando testimonio de la salvación de Cristo. Y somos, o debemos ser, aquel fuego que en el amor da calor y reúne a un mundo frío por la soledad, por el egoísmo, por el pecado. Este sacramento del Espíritu viene a “confirmar” las promesas que asumimos en el Bautismo. Sacramento de la madurez en la fe, viene a exigir de nosotros que toda nuestra vida sea puesta al servicio del Reino, Reino del que ahora somos testigos y artífices por la gracia de Dios recibida en el Don del Espíritu Santo.

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4. PRESENCIA DE VIDA, AMOR Y FUTURO El pan y el vino aparecen como resumen de toda comida y bebida humana. Comer y beber. Eso que hacemos cotidianamente sin preguntarnos muchas veces el por qué. Sentimos hambre, tenemos sed: comemos y bebemos. Y quizás no percibamos que en ese acto de comer y beber lo que estamos haciendo es prolongar nuestra vida, o dicho al revés, alejar nuestra muerte. Al pensarlo de esta manera ese hecho cotidiano se transforma en un acontecimiento de vida; y si falta, acontecimiento de muerte. El pan, el vino y los otros Comer y beber también nos habla del encuentro con los otros. aunque nuestra vida actual muchas veces no lo permita, generalmente para comer y beber nos sentamos con otros. Es triste comer solo. Y es triste, también, beber solo. Como dice María Elena Walsh, “¡salvaje quien mata el hambre de pie!”. No puede pensarse en el comer y en el beber sin pensar a la vez en los otros que con uno comen y beben. Por eso también el pan y el vino, símbolos de la comida y la bebida, traen consigo algo más: el compartir la vida con los otros. Aquel acontecimiento por el cual alejamos la muerte es un acontecimiento comunitario: junto a los otros prolongamos nuestra vida. Porque creemos que la vida tiene sentido en la medida en que hay otros con quien compartirla. Una vida cerrada en sí misma, una vida que no se abre a los demás, que no se abre a otras vidas, ya tiene mucho de muerte. El pan, el vino y el trabajo del hombre Pero hay algo más. El pan no aparece sobre una mesa por arte de magia. El hombre gana el pan, como nos lo dice el libro del Génesis, con el sudor de su frente. Porque desde siempre Dios quiso que el pan fuera fruto del trabajo del hombre. Pensemos cuántas manos intervienen en el pan y en el vino que día a día están en nuestra mesa. La naturaleza nos da el trigo y la vid. Pero entre el trigo y la vid y el pan y el vino hay una distancia: la distancia del trabajo del hombre. Y el trabajo no es otra cosa que transformar el mundo para la vida del hombre.

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Jesús, pan de vida Jesús nos dijo: “Yo soy el pan de vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre. El que cree en mí nunca tendrá sed. Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Jn 6,35.5556). Este es el texto con el que el evangelio de Juan nos habla de la Eucaristía, aquel sacramento por el cual recordamos, hacemos presente de nuevo, de una manera real, el único sacrificio por el cual los hombres somos salvados. Sí. Jesús quiso quedarse, bajo las formas del pan y del vino, y quiso darnos en ellos su cuerpo y su sangre. Podríamos preguntarnos cuál es el significado profundo de este sacramento que construye la más nuevas de todas las realidades. Decíamos que con la comida y la bebida alejábamos la muerte. Acontecimiento cotidiano, constantemente necesitamos del pan y del vino para alejar la muerte. Jesús, en el pan y en el vino, nos dejó su cuerpo y su sangre y en ellos nos dio la vida eterna, la vida verdadera, que no conoce fin, la vida en la que ya no será necesario comer y beber para alejar la muerte, porque la muerte no existirá más, porque la muerte habrá sido definitivamente vencida. Jesús, pan de amor A la Eucaristía también la llamamos Comunión. Y siempre fue el sacramento de la unidad de la Iglesia. Así, como el comer y el beber no eran acontecimientos solitarios sino comunitarios, la Eucaristía construye la comunidad, y es símbolo, en esta vida, de la comunión de los hombres entre sí y con Dios. Unión que se da en el Cuerpo de Cristo. Jesús, pan de futuro También decíamos que el pan y el vino, la comida y la bebida, eran fruto de la transformación que el hombre hacía del mundo, de la naturaleza, del universo, a través de su trabajo. Esta transformación alcanza su culmen en la Eucaristía, donde el pan y el vino, que en apariencia lo siguen siendo, se han transformado en el cuerpo y la sangre de Cristo, un cuerpo y una sangre de un Cristo salvador, glorioso, que ya venció al mundo. Entonces, la Eucaristía se convierte en símbolo y en prenda del mundo que Dios no abandonó, sino que salvó en Cristo; y de un mundo que permanecerá, transformado en la gloria, junto al hombre. Podríamos decir que la Eucaristía es, por excelencia, el sacramento del mundo transformado. 13


Domingo a domingo ¿Todo esto es la Eucaristía, ese sacramento que revivimos en el sencillo rito de la misa? Sí, es todo esto y mucho más. Es la presencia real de Cristo muerto y resucitado entre nosotros. una presencia real que va transformando este mundo y nos va transformando a cada uno de nosotros a su imagen. Pero no es una presencia más, sino que es la presencia que junto a los hombres va construyendo la historia, transformando esta historia de muerte en una historia de vida. Transforma esta historia de egoísmo y soledad en una historia de amor y de amistad; transforma esta historia de cansancio y sudor en una historia plena de paz, alegría, encuentro y fiesta definitiva. Que cada Eucaristía que celebremos, que cada comunión que hagamos, sea un compromiso con la vida, el amor y el futuro.

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5. EL RETORNO A LA CASA DEL PADRE A veces los hombres pedimos perdón. Ser capaces de pedir perdón es propio de nuestro ser hombres. ¿Qué pedimos cuando pedimos perdón? ¿Pedimos comprensión? ¿Presentamos excusas? ¿O simplemente pedimos que el otro nos acepte en nuestro error? Quien pide perdón tiene algunas cosas en claro: primero, que es responsable de sus actos: nadie pide perdón de algo de lo que no es responsable. Quien pide perdón tiene también en claro que hizo algo que no debía hacer. ¿Por qué no debía hacerlo? ¿Por un mandamiento o un precepto? ¿O porque hacer lo que no debía hacer lo hace menos hombre, menos persona? ¿No es esto último lo que otorga sentido al mandamiento o al precepto? Quien pide perdón, además, está mostrando que quiere revertir su situación, que quiere reemprender el camino que había errado. Y quien va a pedir perdón lo hace con la esperanza y la confianza de que el corazón del otro lo sabrá recibir. Pocas cosas son tan dolorosas como el no ser perdonados. ¿Pedimos perdón en nuestra vida? ¿Nos consideramos seres que debemos pedir perdón? Quizás hoy pedir perdón sea algo difícil. Porque implica reconocer una culpa. Y el reconocimiento de las culpa hoy en día escasea. No hay culpas. No hay culpas en la vida cotidiana: en la familia, en el trabajo, en el estudio, en la diversión. No hay culpas en nuestra vida social: en la economía, en la política, en el comercio, en las finanzas. No hay culpas. A lo sumo hay “errores” involuntarios, “falta de comprensión”, o “coerción irresistible”, o “inadaptaciones al medio”, o “condicionamientos psicológicos”. Hay de todo menos culpa... Y es que reconocer la culpa implica aceptar que uno no es perfecto y que necesitamos algo de los otros: precisamente el perdón. El hombre y su pecado Desde las primeras páginas de la Sagrada Escritura vemos que la realidad del hombre es una realidad de pecado. Pecado: el término que utiliza la Biblia para hablar del hombre que rechaza a Dios y se vuelve sobre sí mismo. Y el pecado, como decíamos, está desde el principio: Adán y Eva, Caín, la torre de Babel, Sodoma y Gomorra, etcétera. Ser hombre es ser pecador: esto es lo que nos dice la Escritura. Pero hay en David un hermoso ejemplo de alguien que reconoce su culpa. Fue grande su pecado. Pero fue mayor su grandeza en el humillarse, en el pedir perdón (II Sam 1112,23). Quizás comprendamos la profundidad de nuestro pecado cuando miramos hacia la cruz de Cristo, “El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. 15


Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciendo semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz” (Fil 2,68). Hasta allí llegó el amor de Dios: a entregarse por nosotros. Sólo en el dolor del Hijo, del Siervo sufriente, en su profundo dolor, podemos comprender la profundidad de nuestra culpa, el abismo en el cual nos arroja el pecado: la lejanía absoluta de Dios, la soledad absoluta de los otros, la esclavitud ante las cosas. Cristo vino a darnos el perdón del Padre, a devolvernos la amistad con el Padre que como hijos pródigos nos sale a esperar en el camino con la esperanza absoluta de que algún día retornemos. Y nos espera para una fiesta (Lc 15,1132). Cristo es el mensaje del perdón del Padre. El derramó el Espíritu para el perdón de los pecados (Jn 20,2223). Y este perdón es universal: abarca todos los tiempos y todos los lugares. El sacramento del perdón Y así como Jesús se hace presente en su Iglesia a través de la Eucaristía, dándonos su cuerpo y su sangre, también se hace presente en otro sacramento para darnos su perdón: la “Confesión”, como decíamos antes, la “Penitencia”, la “Reconciliación”, como lo llamamos ahora. Por este sacramento pasamos otra vez de la muerte a la vida. Algunos se preguntan: ¿por qué confesar mis pecados a un hombre? Pero nos equivocamos si pensamos que este sacramento es simplemente contarle las cosas a “un hombre”. Jesús les dio a sus discípulos el poder los pecados (Jn 20,2223). Y esta gracia Dios nos la otorga en su Iglesia., El sacerdote, en este sacramento, no nos da su perdón, sino el perdón del Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo. Pero además está representando a la comunidad cristiana que nos vuelve a recibir en su seno. A través del ministerio sacerdotal, la Iglesia nos da la gracia del retorno a la casa del Padre, la gracia de una nueva fortaleza en la vida, la gracia de proponernos no volver a emprender el camino que nos aleja de Dios y de los hombres. En el Antiguo Testamento se utiliza para definir al pecado un concepto que literalmente viene a significar la flecha que erra el blanco. Pecar, entonces, es errar el blanco: haber tomado como bien absoluto algo que apenas es un bien parcial. ¡Cuántas veces no elegimos lo mejor para nuestra vida, que es lo que Dios quiere! ¡Cuántas veces erramos el blanco! Pero ahí está Dios, esperándonos, desclavando nuestra flecha errada y diciéndonos que podemos volver a intentarlo. 16


El pecado del mundo En los últimos años la Iglesia nos habla del pecado que no es sólo personal, sino que también es social, estructural. Es decir, que no sólo está el pecado aislado que cada uno de nosotros comete, sino que en nuestro mundo hay estructuras de pecado. El cristiano es aquel que se compromete a encaminarse hacia Dios y vive en una conversión permanente. El cristiano es aquel que lucha contra su pecado y contra el pecado del mundo y sus estructuras que producen odio, división, injusticia, pérdida de la libertad, anulación de las personas, consumismo ... Por eso, el sacramento de la Reconciliación viene a decirnos que la gracia de Dios no sólo está para sanar nuestro pecado sino también para salvar al mundo de todas sus estructuras de pecado. Y el cristiano tiene que comprometerse con esta salvación. ¡Qué urgente es en América latina que veamos dónde está el pecado, que se opone al plan de Dios, para que tratemos de convertirnos y convertir todas las estructuras de injusticia y de muerte en estructuras en las que triunfe la justicia de Dios, en estructuras de vida! Al principio decíamos que no era fácil reconocer que necesitamos el perdón. Esto implica humildad. ¿Pero no será que tenemos de Dios una imagen errada, equivocada? ¿Creemos que Dios nos acecha para caernos encima cuando nos equivocamos? ¿Nos cuesta verlo como al Padre de la parábola que salió a esperar a su hijo pecador ¡para darle una fiesta!? Cuando decimos que Cristo es nuestro Juez, ¿lo decimos con temor, en lugar de decirlo con la confianza que da el saber que tenemos por juez a alguien que dio la vida por nosotros demostrándonos así su eterna amistad? Tener sentido del pecado, de la culpa, de la necesidad del perdón, es también tener sentido de quién es Dios, el verdadero Dios: aquel que no dejó al mundo en el pecado, sino que envió a su Hijo para que el mundo se salve por él (Jn 3,17).

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6. MÁS FUERTE QUE LA MUERTE Hablar del sacramento del Matrimonio nos lleva hablar de la pareja humana y de la sexualidad. Lo primero que nos dice el hecho de la sexualidad humana es que el hombre es un ser llamado a comunicarse con otros hombres, a realizarse en la común-unión con los otros. La sexualidad es el signo más inmediato de esta estructura dialogal del hombre inscrita en su propio ser. En el segundo relato de la creación se ve al varón formado por Dios del barro y del aliento divino que, tras ponerle nombre a todos los animales de la tierra, descubre que estos no lo satisfacen: “para el hombre no encontró una ayuda adecuada” (Gen 2,20c). Es decir, el hombre sigue incompleto, solo. Pero esta ayuda adecuada aparece cuando Dios crea a la mujer, ante lo cual el varón exclama: “¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Será llamada varona porque del varón ha sido tomada” (Gen 2,23). “Esta sí”, es decir, los otros seres vivos no. El hombre sólo es hombre en la comunión con su pareja. De ahí que el Génesis agregue: “Por eso deja al hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y se hacen una sola carne” (Gen 2,24). Este misterio del amor humano se ha expresado siempre en todas las culturas de diferentes maneras y en diversas instituciones. En la Sagrada Escritura vemos que la Ley de Moisés condena el adulterio (Ex 20,14) y hasta la codicia de la mujer del prójimo (Ex 20,17b). Todo el Cantar de los Cantares está dedicado al amor de un amado y una amada que se juntan y se pierden, se buscan y se encuentran. En el libro de Tobías, se celebra el amor matrimonial de Tobit y Sarra. Jesús es fiel a la tradición judía en sus afirmaciones sobre el matrimonio. Cuando recuerda el relato del Génesis agrega: “De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Lo que Dios unió no lo separe el hombre” (Mc 10,89). Al afirmar que el Matrimonio es un sacramento estamos diciendo algo más. Afirmamos la relación entre la institución matrimonial y la gracia salvadora de Cristo. Afirmamos el rol peculiar del amor humano en el plan de Dios, amor humano que es plenificado por la Redención obrada en la Pascua. El pecado ha herido nuestra naturaleza humana. Por eso, no hay obra del hombre que abandonada a sus solas fuerzas pueda alcanzar su cometido. De ahí que la obra salvadora de Jesucristo abarque toda la vida del hombre. ¿Cómo no tocaría, entonces, a la realidad del amor humano? 18


Qué es el amor Pensemos en nuestra propia sociedad. Se nos dice, a veces, que el amor es sólo un sentimiento pasajero, o una cuestión de edad, o la simple atracción sexual. Este amor, en el fondo, es un amor egoísta, que sólo busca la propia satisfacción y rara vez el bien del otro. Y nunca, o casi nunca, busca plenificarse en la transmisión de la vida. Este amor, entonces, no implica compromisos de ningún tipo: ni para uno mismo (la propia entrega), ni para con el otro (la fidelidad), ni para con la sociedad (la apertura a los otros y la fecundidad). De aquí se derivan otras cosas: la mujer es vista como “objeto” y sólo “sirve” para satisfacer los deseos del varón. En base a esto se forman “modelos” o “prototipos” de “mujeres 10” y varones 10". Las cualidades que intervienen en la formación de este modelo poco tienen que ver con lo profundo y lo auténtico del ser humano: sólo se trata de “medidas”, “físico”, “edad”, “color de ojos”, “estatus”, etc., etcétera. Parafraseando a un triste soberano del siglo XVIII, podríamos decir: “Amor, ¡cuántas barbaridades se cometen en tu nombre!”. Y Dios es Amor” (1 Jn 4,8b). Así habla de Dios la primera carta de Juan. Todo amor auténtico procede de Dios y lleva a Dios. En el sacramento del Matrimonio el amor que el hombre y la mujer se prometen es “bendecido” por Dios. “Bendecir”, o sea, “decir bien”. Dios “dice bien” acerca del amor matrimonial y así lo introduce en su eterno misterio de Amor, porque el mismo es Amor. El sacramento del amor De la peculiaridad del sacramento del Matrimonio nos habla el hecho de que no son el obispo, el sacerdote o el diácono los ministros de este sacramento sino los propios esposos, que expresan en su “consentimiento matrimonial” ante la comunidad cristiana su compromiso en la entrega mutua y en la transmisión de la vida. El Matrimonio, entonces, no es una expresión de deseos. Es ,como decíamos, un compromiso. Y como tal está ligado a una firme determinación de la voluntad y a una acción humana responsable. No siempre en la vida “se siente” el estar junto a alguien. Y a veces el amor, como la fe, se da en la oscuridad y en la incertidumbre.

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¡Qué lejos de la dignidad humana está una imagen del amor que sólo se mueve por lo que circunstancialmente “se siente”! ¡Qué mediocre y cómoda actitud! Es como vivir en la superficie de las cosas, sin comprender la profundidad de lo que significa vivir. No debemos pensar que el sacramento del Matrimonio es una especie de “solución mágica” de los problemas del amor humano. No. Pero es gracia de Dios que crea un espacio de posibilidad para que el amor crezca y se transmita. Es que el amor necesita ser alimentado día a día a través de mil gestos y expresiones. El amor es una tarea nunca acabada, nunca del todo realizada ... De ahí la fecundidad en la vida. Del misterio del amor surge el misterio de la vida. Porque el bien tiende a difundirse. Y es condición del verdadero amor el moverse hacia los otros, no como quien escapa de sí mismo, sino como quien transmite una buena nueva que desborda su corazón. “Grande misterio es éste dice San Pablo hablando del matrimonio; yo lo he referido a Cristo y a la Iglesia” (Ef 5,32). El amor del Matrimonio es comparado al amor entre Cristo y la Iglesia. Y esto nos dice que el amor también está inscrito en el misterio pascual: sabe de muertes y resurrecciones. Pero sólo por la gracia de la Pascua de Cristo el amor puede ser “más fuerte que la muerte” (Ct 8,6b).

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7. ENTRE EL TESORO Y EL BARRO Hoy debemos hablar de un sacramento no siempre bien comprendido: el sacramento del Orden Sagrado. Es el sacramento por el cual un cristiano, un miembro del Pueblo de Dios, es hecho diácono, presbítero u obispo, es decir, signo personal de Cristo. ¿No es mucho decir para un hombre? Ya San Pablo decía, hablando de los ministros, que “llevamos este tesoro en vasos de barro” (2 Co 4,7a). Quería decir, así, que algo tan inmenso y grandiosos, como el ser signo personal de Cristo y administrador de su gracia (ese es el tesoro), se daba en la fragilidad humana, fragilidad en la que también se da el pecado (el “vaso de barro”). “Yo creo en Dios pero no en los curas”, dicen muchos. ¿Pero acaso no es Dios, y no los hombres, el objeto de nuestra fe? Y quien dice aquello generalmente agrega: “... yo conocí a un cura que no sabés...!”. ¡Qué cerca y qué lejos está, sin saberlo, de lo que San Pablo decía! Estamos, otra vez, entre el tesoro y el barro. El tesoro Desde estas páginas hemos venido hablando de los sacramentos de la Iglesia, sacramentos que nos llegan de manos sacerdotales. Podríamos decir, entonces, que el sacerdote tiene que ver con la permanencia de la gracia de Cristo en la historia. Y a la vez esto nos habla de un ministerio, un servicio que el sacerdote cumple en la comunidad cristiana. Por eso sólo se comprende el sacerdocio en relación a la comunidad, comunidad a la que pertenece, comunidad a la que sirve, comunidad de la que nunca podrá apartarse sin que su sacerdocio pierda sentido. Todos sabemos muy bien que la gracia en la historia no se da sólo a través de los sacramentos. En cada acontecimiento humano en el que se hace presente el amor, está, de alguna manera, presente la gracia de Dios. Entonces, pensamos, el servicio del sacerdote no está restringido al culto, a lo sacramental, sino que debe estar referido a toda circunstancia humana donde la gracia alcanza a los hombres. El debe estar allí para decir: “esto es gracia de Dios”. Y así como anuncia la gracia, debe denunciar la negación de esta misma gracia: el pecado. El sabe que Dios vino a salvar lo que estaba perdido. En la comunidad el sacerdote es el signo de la unidad y la reconciliación. Jesús, en la Ultima Cena, les otorga a sus discípulos este mandato: “Hagan esto en memoria mía” (Lc 22,19). El sacerdote es el que “hace esto”: partir el Pan de la unidad, crear la común-unión. 22


Por eso es también en la Ultima Cena donde Jesús, en la intimidad con sus discípulos, ora por la unidad de todos los que crean en él (Jn 17,2122). Muchos se preguntan: “¿Por qué los curas no se casan?”. Jesús dijo que algunos hombres no se casan por el Reino de los Cielos. ¿Qué quiere decir esto? Que el sacerdote aparece como el hombre que se ha entregado a Dios y a los demás hombres con una intensidad tal que ha renunciado a “su” pareja y a “su” descendencia. Por eso el celibato (así se llama el “no casarse”) no es una negación de algo, sino una afirmación de algo mayor: la causa del Reino que llena toda la vida del ministro de Dios. El fin, el sacerdote es, y debe ser, signo personal de Jesús en medio del pueblo, profeta de la gracia, hacedor de la unidad y la reconciliación, el hombre dedicado exclusivamente al Reino. El vaso de barro “Llevamos este tesoro en vasos de barro”. Y a veces el barro puede opacar el tesoro... El sacerdote puede creerse dueño de la gracia cuando no lo es. El sacerdote puede abusar de la Palabra que le ha sido confiada, dejando de ser testigo de ella y convirtiéndose en su dueño. El sacerdote puede dejar de ser signo de unidad para convertirse en causa de división de la comunidad. El sacerdote puede aflojar en su entrega absoluta al Reino de Dios, dedicándose sólo a sí mismo. El sacerdote puede ... Y es que el sacerdote no deja de ser hombre (barro). Y como hombre no está libre del pecado, de la debilidad de la traición. Si esto sucede no debemos escandalizarnos. Antes bien, sepamos que el sacerdote no es nada sino es en referencia a la comunidad cristiana, a la Iglesia. Y es la comunidad la que debe velar por la fidelidad del sacerdote a la misión que el Señor le confió. Y es bueno que la comunidad le recuerde al sacerdote, en esa circunstancia, lo que San Pablo decía de los ministros de Dios: “No nos predicamos a nosotros mismos, sino que anunciamos a Cristo Jesús como Señor: nosotros somos servidores de ustedes por causa de Jesús” (2 Co 4,5). Es que el vaso de barro cumple una función: “Llevamos este tesoro en vasos de barro para que esta fuerza soberana parezca cosa de Dios y no nuestra” (2 Co 4,7). Dios siempre elige el camino de la fragilidad, el camino del hombre, para mostrarse a los hombres. Así como Jesús nos salvó no desde un trono sino desde una cruz ... 23


¿Cómo debe ser? Queremos terminar con un viejo escrito de un sacerdote. Es un texto de la Edad Media encontrando en Salzburgo, Austria. Y dice así: “UN SACERDOTE DEBE SER... muy grande y a la vez muy pequeño, de espíritu noble como si llevara sangre real y sencillo como un labriego, héroe, por haber triunfado de sí mismo, y hombre que llegó a luchar contra Dios, fuente inagotable de santidad y pecador a quien Dios perdonó, señor de sus propios deseos y servidor de los débiles y vacilantes, uno que jamás se doblegó ante los poderosos y se inclina, no obstante, ante los más pequeños, dócil discípulo de su maestro y caudillo de valerosos combatientes, pordiosero de manos suplicantes y mensajero que distribuye oro a manos llenas, animoso soldado en el campo de batalla y madre tierna a la cabecera del enfermo, anciano por la prudencia de sus consejos 24


y niño por su confianza en los demás, alguien que aspira siempre a lo más alto y amante de lo más humilde... Hecho para la alegría, acostumbrado al sufrimiento, ajeno a la envidia, transparente en sus pensamientos, sincero en sus palabras, amigo de la paz, enemigo de la pereza, seguro de sí mismo. «Completamente distinto de mí», comenta humildemente el amanuense.”

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8. EL SACRAMENTO DE LA SALUDA PLENA “Extremaunción”. Así se llamaba al sacramento que hoy nos ocupa hasta la época del Concilio Vaticano II. Todos asociábamos este nombre al momento de la muerte. Los familiares del agonizante esperaban hasta el “final” para llamar al sacerdote que administraría el sacramento. Hasta se llegaba a esperar el momento de pérdida de la conciencia para evitar que el enfermo “se asuste”. Hoy, en nuestras parroquias, asistimos a celebraciones comunitarias de este sacramento al que ahora llamamos “Unción de los Enfermos”, en las que participan todos aquellos que padezcan de ciertas dolencias y hayan superado determinada edad. De la “extremaunción” al “sacramento de la unción” ¿Qué es lo que cambió para que el “sacramento del temor” sea hoy el “sacramento de la esperanza”? Más que de “cambio” deberíamos hablar de hablar de “redescubrimiento” de este peculiar sacramento. Es que había dejado de ser una “ayuda” para luchar contra la enfermedad y se había convertido en una especie de “recomendación final”. No era el sacramento de los enfermos sino el de los moribundos. Era un sacramento de “muertos” y no de “vivos”. Pero el sacramento de la Unción no es el sacramento que prepara el “bien morir”, ya que para estas situaciones está el sacramento de la Eucaristía (el “viático”). Para administrar el sacramento de la Unción basta que una enfermedad sea considerada seria, preocupante, de cuidado. Se administra ante una operación, en una enfermedad crónica, ante el debilitamiento de la vejez. Es un sacramento que puede reiterarse. Según el Ritual, “el sacramento de la Unción otorga al enfermo la gracia del Espíritu Santo, con lo cual el hombre entero es: ayudado en su salud; confortado por la presencia en Dios; robustecido contra las tentaciones del enemigo y contra la angustia de la muerte, de tal manera que pueda no sólo soportar sus males con fortaleza, sino también luchar contra ellos e, incluso, conseguir su salud si conviene para su salvación espiritual; asimismo, le concede, si es necesario, el perdón de los pecados y la plenitud de la penitencia cristiana”. De Jesús a la Iglesia Ya la carta de Santiago nos decía: “¿Está enfermo alguno entre ustedes? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la 26


oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados” (Sant 5,1415). Esta práctica se remonta al mismo Jesús, de quien insistentemente se nos dice en los evangelios que curaba a muchos enfermos (Mc 3,10), y que hasta a sus discípulos les dio poder para que lo hagan (Mc 6,13). ¿Por qué el nombre de Unción? Santiago nos habla de la unción con el óleo. El óleo, el aceite, siempre fue tenido por símbolo de la fortaleza y del poder que Dios otorgaba. En este caso, de la fortaleza que se le quiere brindar al enfermo. Y además es reiterar, en una circunstancia crítica, nuestra condición de bautizados: “cristiano” significa “ungido”. Ya desde el principio de estas notas decíamos que un elemento esencial de todo sacramento es el signo exterior, “sensible”. En la Unción se unge la frente y las manos del enfermo. Y este signo es acompañado por las palabras sacramentales: “Por esta Santa Unción y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo; para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad”. Sacramento que reconforta al enfermo. Sacramento que asocia al cristiano a la Pascua Salvadora de Cristo. En definitiva, sacramento que nos dice que el Reino de Dios no es sólo un anuncio para el futuro, sino que es realidad ya actuante, presente y salvadora en la vida del hombre.

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9. MARÍA, SIGNO DE LA PRESENCIA DE DIOS En María Dios se hace presente de manera especial. Ella llevó a Jesús en su vientre, lo educó y presentó al mundo. Lo acompañó hasta la cruz y fue quien, fundamentalmente, creyó en el Señor, lo gestó en su corazón antes que en su seno, supo ser fiel en la oscuridad. María es signo de la presencia de Dios, todo su ser y su obrar apuntan más allá. Como en las bodas de Caná, Ella nos sigue diciendo: “Hagan lo que El les diga” (Jn 2,5b). Una señal grandiosa “Apareció en el cielo una señal grandiosa: una Mujer, vestida de sol, con la luna bajo los pies y en su cabeza una corona de doce estrellas. Está embarazada y grita de dolor, porque llegó su tiempo de dar a luz. Apareció también otra señal: un enorme monstruo rojo como el fuego, con siete cabezas y diez cuernos. En sus cabezas lleva siete coronas y con la cola barre un tercio de las estrellas del cielo, precipitándolas a la tierra. El Monstruo permanecía junto a la Mujer que da a luz, listo para devorar al hijo en cuanto nazca. Y la Mujer dio a luz un hijo varón que debe gobernar todas las naciones con vara de hierro. Pero el niño fue arrebatado ante Dios y ante su trono, mientras que la Mujer huía al desierto, donde tiene el refugio que Dios le ha preparado” (Apc 12,16). “Una señal grandiosa”. Entre los múltiples significados de este texto la Tradición de la Iglesia siempre ha visto a la Virgen María, la Madre del Señor. Hasta tal que punto que todos los símbolos de la aparición “vestida de sol, con la luna bajo los pies y en su cabeza una corona de doce estrellas” acompañan a la imagen de la Inmaculada Concepción. El libro del Apocalipsis es un libro de consolación escrito para los cristianos de las primeras comunidades que eran perseguidos. El mensaje del libro puede resumirse así: “tengan paciencia; el Señor ya llega; los poderes del mundo nada pueden contra él”. En ese contexto se nos habla de esta “señal grandiosa”. ¿Pero en qué reside lo “grandioso” de esta señal? Quizás en esa constante siempre presente en toda la historia de la salvación: en la desproporción entre la fragilidad de la manifestación de Dios y la aparente omnipotencia del “enemigo”. ¿Cómo es posible que el “Monstruo” (la “otra señal”) que aparece con la suma del poder no logre su objetivo: devorar al fruto de las entrañas de aquella Mujer? Sin embargo la mujer da a luz a un hijo varón que es llevado ante el trono de Dios. Y ella es conducida al desierto donde es puesta a salvo del Monstruo.

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María embarazada es también signo de la Iglesia y de toda la humanidad que se debate en dolores de parto gestando la salvación de Cristo. Es signo de que esta salvación es ante todo obra de Dios, Pero también es obra y esfuerzo del hombre. En María la humanidad entera llega a su máxima disponibilidad con respecto a Dios y a su designio. “Hágase en mi según tu palabra” Ya en el evangelio de Lucas, ante el mensaje del Angel, María dijo: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). En la oscuridad de la fe y en la certeza de la esperanza María asume el lugar que Dios le reservó en la redención de la humanidad: ser la Madre del Mesías y de todos los creyentes. María también es signo de la humanidad redimida: eso es lo que celebramos el día de la Asunción. En María llevada al cielo en cuerpo y alma vemos nuestra condición futura: la plena salvación de todo nuestro ser y nuestra definitiva unión a Cristo en la alabanza al Padre que “derribó a los poderosos de sus tronos y elevó a los humildes” (Lc 1,52). Signo de dios en medio del pueblo Juan Pablo I decía: “Dios no sólo es Padre; también es Madre”. Poco tiempo después los obispos latinoamericanos reunidos en Puebla afirmaban: “María es signo de los rasgos maternales de Dios”, de ese Dios que ya en el profeta Isaías aparecía amando a su Pueblo con amor maternal (Is 49,15). En fin, María es signo de la presencia de Dios en medio de su Pueblo. Y esto lo vemos en todos los países de América latina donde la fe del Pueblo ha sido acompañada y alimentada por la presencia de María. Presencia que adquiere una densidad especial en los que llamamos “santuarios”, lugar de culto y devoción, meta de tantas peregrinaciones y promesas, símbolo de la patria definitiva hacia la que caminamos mientras construimos esta patria en la justicia, en la fraternidad, en el amor. En definitiva, en el espíritu del Magnificat que María, la pobre de Yahweh, supo cantar a su Dios viendo las maravillas que él realizaba con su Pueblo

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10. EL SACRAMENTO DEL HERMANO, EL SACRAMENTO DEL POBRE Inmediatamente antes del relato de la Pasión en el evangelio según San Mateo nos encontramos con el último discurso de Jesús. Se trata de un texto a veces olvidado, a veces recordado muy superficialmente. Se trata de un texto que quizás pueda incomodarnos. En él dice Jesús: “Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: «Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed y me dieron de beber; estaba de paso y me alojaron; desnudo y me vistieron; enfermo y me visitaron; preso y me vieron a ver». Los justos le responderán: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer, sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?». Y el Rey les responderá: “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo».” Luego el Rey se dirige a los que no hicieron tales obras, y concluye diciendo: “Les aseguro que cada vez que no lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, tampoco lo hicieron conmigo” (Mt 25,3146). Una sola pregunta Aquí se nos indica que la única pregunta que se nos hará es la siguiente: “¿Qué hiciste de tu hermano?”, como en aquel relato del Génesis donde Yavé Dios le pregunta a Caín: “¿Dónde está tu hermano Abel? ... ¿Qué has hecho?” (Gen 4,112). Quizás muchos cristianos, católicos “prácticos”, tengamos la ilusión de que se nos pregunte acerca de otras cosas; quizás de nuestra “práctica” religiosa, quizás acerca de nuestras convicciones, de nuestros principios. Y Jesús nos sorprende con esta pregunta: “¿Qué hiciste de tu hermano?”. Uno de los elementos más llamativos del texto es la siguiente expresión: “Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo”. Nada se nos dice de la fe de quien realizó tales obras. Podríamos imaginar entonces que un no-creyente recibiría la misma pregunta y quizás tenga tanta o más capacidad de respuesta que muchos de nosotros ...

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El amor a los mas pequeños A lo largo de toda la Escritura, y de una manera particular en el Nuevo Testamento, se nos habla del amor que debemos, no sólo a Dios sino también a los hombres. Pero en este pasaje, el amor a los otros amor que se ve reflejado en haber socorrido al hambriento, al sediento, al peregrino, al desnudo, al preso, al enfermo ese amor, decíamos, es amor que se dirige al mismo Cristo. “El Verbo se hizo carne”, se hizo hombre, nos dice Juan en su evangelio (Jn 1,14); y en base al pasaje de Mateo podríamos decir: el Verbo se ha identificado con los más pequeños y los más sufrientes, a tal punto que el hambriento, el sediento, el peregrino, el desnudo, el enfermo, y el preso son sacramento del mismo Cristo ... Debemos ver en sus rostros el rostro del Señor crucificado. Por eso el amor tenido al hermano que sufre es amor al mismo Dios. Los rostros y el rostro El documento de Puebla, elaborado por los obispos latinoamericanos reunidos en México en 1979, nos habla de los rostros sufrientes de nuestro pueblo latinoamericano: “rostros de niños, rostros de jóvenes, rostros de indígenas y de afroamericanos, rostros de campesinos, rostros de obreros, rostros de desocupados y sub-empleados. rostros de marginados y hacinados urbanos, rostros de ancianos ...”. y antes de enumerar estos rostros el mismo documento nos dice: “La situación de extrema pobreza generalizada, adquiere en la vida real rostros muy concretos en los que deberíamos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que nos cuestiona e interpela” (DP 3139). Entonces vemos que no es simplemente el hermano el sacramento de Cristo, sino el hermano que sufre. ¿Por qué esta identificación de Jesús con los sufrientes? ¿Por qué esta inclinación de Dios por los tenidos por menos, por los despreciados? ¿Por qué este Jesús que se empeña en dar una respuesta a las preguntas que Job había formulado en el Antiguo Testamento, rebelándose ante el sufrimiento del justo y del inocente? Cuando amamos a alguien que puede darnos algo, siempre existe la sospecha de que nuestro amor sea interesado. Pero cuando nos entregamos a aquel que nada puede darnos, nuestro amor es pura gratuidad: no espera nada en correspondencia. Así, la gratuidad del amor de Dios al hombre se hace más evidente en su predilección por los pobres, los olvidados, los que sufren. “Feliz aquel que no halle escándalo en mí” había dicho Jesús en el capítulo once del mismo evangelio de Mateo. Y, debemos reconocerlo, este amor de Dios a veces nos escandaliza ... 31


El amor de Dios se ha manifestado a los humildes, a los pequeños, a los pobres, a los que sufren. Ellos, que nada esperan ya de este mundo y de esta sociedad que los margina, ellos son quienes mejor comprenden el mensaje sencillo, pero profundo y gozoso, del Evangelio de Jesús. La opción preferencial por los pobres Muchas veces se nos ha hablado, en los últimos años, de la “opción preferencial por los pobres”. Esta expresión, surgida en la Iglesia latinoamericana en las últimas décadas, ya es patrimonio de la Iglesia universal. No se trata sin más de una “táctica” pastoral de la Iglesia; no se trata, mucho menos, de oportunismo ante un mundo donde las dos terceras partes de la humanidad viven en la pobreza. Se trata, más bien, de haber redescubierto una dimensión fundamental del Evangelio: los pobres nos muestran el rostro de Cristo. Y no es que la Iglesia se acerque a ellos por sus méritos o virtudes, o por sus defectos y carencias. Se acerca porque en ellos el amor de Dios se manifiesta de una manera mas vital. Se acerca por que en ellos escucha el clamor de la justicia que Dios no desoye, como tampoco desoyó la voz de la sangre de Abel que clamaba desde la tierra (Gen 4,10). San Juan de la Cruz decía: “En el atardecer de la vida nos examinarán en el amor”. Sólo por el amor

se nos preguntará. Amor. Una palabra muy “linda” pero que en

determinadas circunstancias significa el sacrificio hasta de la propia vida. El amor, que en la situación concreta en la que vive el pueblo pobre y creyente de América latina, supone el compromiso por revertir la injusticia, la pobreza, la miseria, la falta de libertad. El amor, que implica un compromiso a fondo por la vida y con la vida de los más necesitados. El amor, que en un continente sembrado por la muerte, la muerte temprana, nos hace descubrir que ser cristianos significa ser testigos del Dios de la Vida: “Yo he venido para que tengan vida dijo Jesús y para que la tengan en abundancia” (Jn 10,10).

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