LA IGLESIA COMO INVENCIÓN 1 Oscar A. Campana “Yo he preferido hablar de cosas imposibles porque de lo posible se sabe demasiado” Silvio Rodríguez
En 1902 un teólogo francés, Alfred Loisy, acuñó una frase que se hizo célebre: “Esperábamos el Reino y lo que llegó fue la Iglesia”2. Era un exponente del modernismo, corriente que trataba de conciliar los postulados de la racionalidad moderna con la fe cristiana. Lo que Loisy planteaba no era algo nuevo: la distinción a ultranza entre la “causa” de Jesús, el Reino de Dios, y el “invento” de sus seguidores, la Iglesia, era un lugar común de ciertas corrientes teológicas por lo menos desde fines del siglo XVIII. Loisy y el modernismo fueron oportunamente condenados por los inquisidores de turno, quienes, por su parte, sustentaban una herejía mayor: aquella que identificaba sin fisuras a la Iglesia –y concretamente a la Iglesia romana– con el Reino. Lo que salvó a estos herejes fue que tenían su quiosco en el Santo Oficio. No es mi intención adentrarme en polémicas escolásticas de otro tiempo, sobre todo cuando el tema que nos convoca es el futuro. Pero en aquella añeja discusión hay un resquicio en el que me gustaría hurgar. Cuando se acusaba a la Iglesia de ser un invento de los apóstoles se lo hacía con cierta desazón y amargura, sin percibir que así como es verdad que no estuvo en los planes de Jesús el fundar una institución, tampoco estuvo en su intención negarle a sus seguidores la iniciativa histórica. Y para ello echaron mano a los variados modelos vigentes en el judaísmo palestinense del primer siglo de nuestra era. Raymond Brown, un biblista contemporáneo, dio cuenta de ese proceso en una obra que tiene un sugerente título: “Las Iglesias que los apóstoles nos dejaron”3. Así. En plural. Porque el Nuevo Testamento nos ha dejado el testimonio de la pluralidad y la diversidad de las iglesias, nacidas de la dinámica del Espíritu y de la creatividad de los primeros cristianos. ¿Y quién dijo que esta tarea acabó? Las imágenes más habituales con que los Padres de los primeros siglos se referían a la Iglesia eran imágenes dinámicas y arquitectónicas: la Iglesia era algo en movimiento y en constante construcción. Todo esto terminó sintetizado en una expresión ya clásica: “Ecclesia semper reformanda”, decían los Padres. Es decir: la constante reforma era el estado habitual de la Iglesia. Y re-formar es recrear, hacer de nuevo. Bien o mal, a nuestro gusto o a nuestro disgusto, a lo largo de su historia la Iglesia siempre se ha reinventado a sí misma. Y así como en determinado momento tomó al imperio romano como modelo de organización –modelo que en buena medida aún perdura–, así también existió un Francisco de Asís a quien Jesús, en el momento de mayor asimilación de la Iglesia al modelo imperial, le pide que reconstruya su casa. Quizás este prefijo –re– se constituya en la clave teológica constante para pensar y crear la Iglesia permanentemente. Porque la Iglesia no sólo es lo que es: también es lo que queramos que sea. Como hace ya muchos años afirmaba Leonardo Boff: “No basta con que la Iglesia exista: es preciso además construirla continuamente”4.
1 Ponencia pressentada en las Segundas Jornadas “Justicia y Esperanza en la opción por los pobres”, Buenos Aires, 7.VIII.1997. El tema de las jornadas fue “La Iglesia del futuro”. Inédito. 2 A. LOISY, L'Evangile et l'Eglise, París 1902. 3 R. BROWN, Las iglesias que los apóstoles nos dejaron, Bilbao 1986. 4 L. BOFF, Iglesia: carisma y poder. Ensayos de eclesiología militante, Santander 21984, 9. 1
Y esto es como decir que la Iglesia no es sólo lo dado: también es lo por-venir. Pero aquel por-venir que seamos capaces de construir. Esta es la tarea: hacer la Iglesia. Hacerla sin mirar atrás. Construirla sin pedir permiso. Escribirla sin esperar el imprimatur. Pero hay que decir –parafraseando a dos poetas latinoamericanos5– que no se puede arar “el porvenir con viejos bueyes”. En todo caso, “los bueyes con que aramos se deben cambiar”. No se trata de renovar el código de derecho canónico. Ni se trata tampoco de hacer un nuevo catecismo. No se trata, en definitiva, de pactar con la letra para ahogar el Espíritu. Por otra parte, la respuesta a los desafíos que recrear la Iglesia supone no está en algún nuevo documento que quizás alguna vez en una de esas aparezca. Ni está en hombres providenciales. Ni en teólogos iluminados. Ni en instituciones aggiornadas. Está mucho más cerca. Está en nuestras manos. Si entendemos, como decía el cardenal Roger Etchegaray, que la Iglesia es un taller abierto hasta más allá del año 2.000 6. Y en un taller se crea, se proyecta, se ensaya, se arriesga, se prueba, se intenta, se inventa, se suda, se duda, se arma, se desarma y sangra. La Iglesia no dejará nunca de ser una construcción provisoria, tentada por edificaciones estables; un pueblo nómade, tentado por ciudades y Estados; una comunidad, tentada por la institución; una creencia, tentada por las certidumbres. Mucho se habló antes, durante y después del Concilio Vaticano II acerca de un nuevo Pentecostés en la Iglesia. Quizás nos falló el calendario litúrgico. Y lo que estemos viviendo sea, ni más ni menos, un Adviento. Y ya no sólo el de la Iglesia, sino el de toda la humanidad. Una humanidad que, a veces sin saberlo y a veces sin poder contar con nosotros, sigue, a su manera, desentrañando el Evangelio. En este tiempo de desconcierto en el que todo el mundo pregunta qué hay que hacer quizás debamos responder que no sabemos. O mejor, que no queremos decirle a nadie qué es lo que hay que hacer. Para que sin ataduras, y en el aparente vacío de la incertidumbre, seamos capaces de dejar lugar al Espíritu de la libertad, que nos hace libres y liberadores. Quiero retomar la idea inicial. A. Loisy debería haber dicho: “Esperábamos el Reino y lo que inventamos fue la Iglesia”. Y está bien. Porque el Reino es de Dios. Y para ser fieles a ese Reino que Jesús anunció y que dejó como germen entre los hombres es que a nosotros nos toca reinventar constantemente la Iglesia, lo que significa decir: recrear constantemente en la historia el patio en el que Dios juega con los hombres. Y concluyo con palabras de Pablo en la despedida de la Carta a los Romanos: “Saluden a Priscila y Aquila. (...) Saluden también a la iglesia que se reúne en su casa” (Rm 16, 3.5a). Saludemos a la Iglesia anónima, cotidiana y casera que ellos inventaron. Y saludemos a la Iglesia que nosotros, en la libertad del Espíritu, seamos capaces de recrear.
5 Silvio Rodríguez y Santiago Feliú, respectivamente. 6 Ver R. ETCHEGARAY, “La doctrina social de la Iglesia”: Crecer 35 (1990) 6. 2
Ensayo onírico-teológico La Iglesia del futuro7 Oscar A. Campana Hace poco alguien me sugirió que redactara una nota que llevara por título “La Iglesia del futuro”. El primer sentimiento fue de asombro: ¿qué podía decir yo del futuro? Pero reflexionando pensé que si bien es cierto que no poseo el don de profecía, integro un pueblo, la Iglesia, que es todo él profeta. Por otro lado, el título sabía esperanzador: sólo desde la esperanza puede avizorarse el futuro. Y acepté el desafío mientras en mi mente y en mi corazón se me aparecían dos libros publicados en los últimos años y que hablan mucho de la Iglesia del presente, que quisiéramos sea pronto la Iglesia del pasado: La Iglesia increíble, de Luis Pérez Aguirre, y Querida Iglesia, de Carlos Fernando Vallés8. En la Biblia se nos describen distintos tipos de profecía. Y a veces el camino de la palabra pasa por los sueños. No sé cómo será la Iglesia del futuro. Sólo sé cómo la sueño. Si aún hay un lugar para un sueño histórico-teológico, aquí va uno. E invito a los lectores a soñar conmigo y a que quizás, un día, soñemos todos el mismo sueño. La Iglesias locales La Iglesia del futuro será aquella del pasado, aquella que el Concilio Vaticano II insinuó: una comunidad de comunidades. La Iglesia será, ante todo, la Iglesia local. Cuando pensemos a la Iglesia la imagen que asomará ya no será la de la pirámide sino la de la reunión. La KoinoníaComunión será su nombre propio Para esa altura, habrán desaparecido ya los ordinariatos castrenses –resabio escandaloso de las cruzadas– y las prelaturas personales. No habrá otra dignidad en la Iglesia que la de ser bautizado y no habrá otra pertenencia que no sea la de una comunidad. Porque la Iglesia del futuro habrá comprendido que el sueño de comunión del Vaticano II sólo es posible si cada Iglesia local es a la vez ella misma comunidad de comunidades. Y más allá de los nombres que estas reciban, resultará claro que la Iglesia es lo que hace, y lo que hace es crear comunidad allí donde se encuentre. Sólo la comunidad es el lugar de la Teo-fanía, porque sólo en ella puede manifestarse un Dios que en lo más profundo de su ser no es una soledad inmóvil sino que es comunión de un Padre y un Hijo en la dinámica del Espíritu. Por eso la Iglesia incesantemente alentará en la historia de los hombres la utopía de la fraternidad de la que nos da cuenta todo el Nuevo Testamento. El obispo de Roma Un día, en la Iglesia del futuro, todos se habrán dado cuenta que la curia romana no tenía sustento teológico. Y entonces se disolverán los dicasterios, las secretarías y las pontificias comisiones. “La guardia suiza” será el nombre de una chocolatería y la carrera diplomática de la santa sede será considerada una aberración no menor a la inquisición y a las cruzadas. Ya no habrá príncipes de la Iglesia ni capellanes de su santidad. El papa dejará sus aposentos apostólicos y se retirará a San Juan de Letrán. La basílica de San Pedro será el templo de todos y el patrimonio artístico del Vaticano pasará a manos de la Unesco. El papa será, más que nunca, el obispo de Roma. Se encargará, como todo obispo, de los problemas de su diócesis, a la que caminará incesantemente renunciando al papamóvil, sin olvidar que, como decía en el siglo II Ignacio de Antioquía, es el obispo de la iglesia local que “preside a las otras en la caridad”. Cada tanto se reunirá con los otros obispos, quienes lo visitarán espontáneamente, sin agenda ni protocolos. Cada tanto ocupará su lugar en el Consejo Mundial de Iglesias. Y cuando el obispo de Roma muera, y como ocurrirá con todos los obispos, las comunidades de su
7 Artículo publicado en Voces 40 (1996) 23-26.
8 Montevideo 1993 y Buenos Aires 1996 respectivamente 3
diócesis, a través de los presbíteros y con el consentimiento de los demás obispos de la región, elegirán a su sucesor, quien no se cambiará el nombre ni le agregará un número. Las Iglesias hermanas En la Iglesia del futuro dejará de hablarse de ecumenismo. Porque ya no hará falta. Las distintas iglesias habrán aceptado sus diferencias y convivirán en el mutuo respeto, en el fecundo diálogo y en el compromiso común. Dejarán de disputarse a la gente como si fuera un botín y tratarán de dar el testimonio de la unidad desde la diferencia. Ya no habrá comisiones teológicas que acerquen posiciones porque no habrá posiciones que acercar. Se reunirán para celebrar el pan de la Palabra y de la Eucaristía orando juntos a Dios “para que todos sean uno” (Jn 17,3). Y darán testimonio de Cristo en medio de la vida y del sufrimiento de los más pequeños. Los ministerios En esa Iglesia del futuro, comunidad de comunidades, toda ella bautismal, habrá estallado la pluralidad de los ministerios en la unidad de la fe, la esperanza y el amor. Por fin habrá caído el muro -o el escalón- que separaba al clero y al laicado. La Iglesia será, toda ella, pueblo de Dios. Y lo será realmente en cada uno de sus miembros. Por fin se habrá comprendido la necesidad y la importancia de distinguir en el sacerdocio entre el carisma del celibato y el ministerio. Y como aún ocurre en la Iglesia que está en Oriente habrá sacerdotes casados y sacerdotes célibes. Su formación no se hará en el aislamiento de un claustro sino en medio de la vida de la sociedad y de las comunidades. Y, como Pablo, trabajarán para ganarse su pan. El diaconado le habrá mostrado a la Iglesia que toda ella es diácona, servidora. Y este ministerio, el primero que la Iglesia se dio a sí misma, será el más anhelado por los cristianos. Los teólogos enseñarán sin otra condición que la de su compromiso con las comunidades, dejando atrás el modelo aún vigente del teólogo medieval, el “escolástico”, y volviendo al de la Iglesia de los primeros siglos, el del “teólogo-pastor”. La catequesis, la liturgia, la lectura de la Biblia, la espiritualidad y las diversas formas de piedad popular habrán dado lugar a una gran variedad de ministerios surgidos en el seno de las comunidades y para el servicio de las mismas. La mujer En esa Iglesia ministerial las mujeres ocuparán un lugar nuevo y destacado. Saldrán de la sombra a la que tantos siglos de machismo y de lectura masculinizante de los escritos cristianos las habían confinado. No habrá diversidad de sexos en los ministerios, ni siquiera en el sacerdotal. Nadie ya podrá decir que “la mujer no puede ser signo personal de Cristo porque Cristo fue varón”, como si la gracia de Dios fuera sexuada y sólo se comprendiera desde el género masculino. Porque en la Iglesia del futuro Dios será celebrado como el Padre misericordioso que nos prepara la fiesta del reencuentro y el perdón y también como la Madre que entrañablemente nos abraza en su regazo. Tras tantos siglos de sexismo y capellanocracia, la Iglesia del futuro será profundamente comunitaria, ministerial y femenina. La Biblia En la Iglesia del futuro se recordará al Concilio Vaticano II como aquel que devolvió la Biblia al pueblo de Dios. Y en él, ella hizo su camino. Su lectura en las comunidades hizo descubrir en ella nuevos sentidos que estaban allí, esperando su momento. Ella alimentó la oración y el compromiso. El pueblo supo leerse en sus palabras y releerse en la historia que ella nos relata. En ella los creyentes se reencontraron con aquel Dios misericordioso que atraviesa todas sus páginas: desde aquel que escuchó el clamor de la sangre de Abel hasta el que, en el final de la historia, enjugará todas las lágrimas. En ella habrán redescubierto el drama de Jesús de Nazaret, el profeta itinerante que no tenía donde apoyar su cabeza pero que ofreció su pecho 4
para que el discípulo apoye la suya en él. Aquel que celebró al Dios que reveló sus secretos a los pequeños y sencillos, los pobres con los que él se identificó hasta el punto de compartir su suerte. En la Iglesia del futuro el pueblo de Dios, comunidad de comunidades, con la Biblia en la mano, sabrá hacerse él mismo libro abierto donde Dios se siga contando a los hombres como relato viviente de amor y misericordia. Los pobres La Iglesia del futuro habrá experimentado que en su cercanía a los pobres estaba toda su credibilidad y autenticidad. Y que sólo así ella podía ser, como lo quería Juan XXIII al convocar el Concilio Vaticano II, “la Iglesia de los pobres”: Para los países subdesarrollados la Iglesia se presenta como es y como quiere ser, como la Iglesia de todos, en particular como la Iglesia de los pobres. 9
La teología de la liberación será recordada como la expresión de aquella Iglesia que mejor comprendió las insinuaciones del Espíritu que salpican aquí y allá el texto conciliar: Cristo fue enviado por el Padre a evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos, para buscar y salvar lo que estaba perdido; así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo. 10 Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo.11
Ya nunca más la Iglesia estará del lado de los poderosos. Nunca se sentirá “mediadora” en los conflictos que involucren a los más desprotegidos: ella estará a su lado. Por fin sentirá su misión como la del buen samaritano, haciéndose signo visible del Dios que en su regazo consolará todo el dolor de la historia, del Dios que no tiene otra perfección a ser imitada que la de la misericordia. Desde su lugar junto a los pobres celebrará espontáneamente, y sin causas ni procesos, a los santos y a los mártires de los desheredados, como Angelelli, Romero y Proaño. Y luchará con todas sus fuerzas contra las causas de la pobreza y la opresión. La Iglesia será ella misma de los pobres, que, como quienes toman posesión de una casa, habrán acomodado todo a su gusto. Y la Iglesia, por lo tanto, será ella misma pobre, no como fruto de un “voto” sino como natural consecuencia de su conversión. Los derechos humanos Desde su fidelidad a los pobres la Iglesia del futuro querrá estar acompañando el compromiso de los hombres de buena voluntad por los derechos humanos, en nombre de aquel Dios que, como nos dice Santiago en su carta, no hace acepción de personas, porque en Cristo Jesús -decía Pablo- ya no hay ni judío ni griego, ni esclavo ni hombre libre, ni hombre ni mujer... La Iglesia podrá dar la cara por otros porque en su propio seno los derechos de todos serán tenidos en cuenta: ella respetará la libertad de conciencia de los creyentes en los más variados temas y circunstancia, tomando muy en serio que la conciencia es el “santo de los santos” donde en cada hombre Dios se manifiesta12. En nombre de quien vino a liberarnos para ser libres la Iglesia no estará defendiendo su lugar y sus privilegios sino que será servidora de todos y testigo de la vida allí donde ésta se 9 JUAN XXIII, Radiomensaje del 11 de setiembre de 1962 “Ecclesia Christi”, 3. “El misterio de Cristo en la Iglesia es siempre, pero sobre todo hoy, el misterio de Cristo en los pobres, ya que la Iglesia, como dijo el Santo Padre Juan XXIII, es la Iglesia de todos, pero especialmente 'la Iglesia de los pobres'” : CARD. LERCARO, Intervención del 6 de diciembre de 1962. 10 CONCILIO VATICANO II, Lumen Gentium, 8. 11 CONCILIO VATICANO II, Gaudium et Spes, 1. 12 Ver CONCILIO VATICANO II, Gaudium et Spes”, 16. 5
manifieste. Ya no cerrará sus puertas a Raquel que llora a sus hijos, sino que ella misma tendrá una pañuelo blanco en su cabeza.Ya no cerrará sus puertas a nadie porque su casa, anticipo de la patria definitiva, será la casa de todos. La Iglesia, taller abierto hacia el futuro Despertando de mi sueño me encuentro con este texto escrito hace ya unos cuantos años por el cardenal Roger Etchegaray: ... la Iglesia es capaz de encontrar las huellas del Evangelio en el peregrinar de los hombres y de los pueblos. Pero mientras más se adapta a los tiempos, con mayor razón debe dejar traslucir su aspecto original. El hombre moderno, con frecuencia decepcionado o traicionado por sus propias obras, espera mucho de la Iglesia, mucho más de lo que él mismo declara o incluso piensa. La Iglesia no puede tratar de seducir una clientela; ella sabe, desde luego, que el mundo la superará en todos los campos. Ante los retos gigantescos de este mundo, la Iglesia es como el pequeño David ante Goliat. ¿Qué tiene ella, que el mundo no pueda brindarse a sí mismo? ¿Qué será ella, que no pueda ser inventado por el mundo? Ella no contesta a todos los interrogantes, pero llama a todos a que vayan más lejos, hasta las extremidades de lo humano. Ella no traza un camino suyo propio, sino que abre un taller cada vez más amplio, hasta más allá del año 2000. Ella no da oro ni plata, pero -en nombre de Jesucristo- dice: “levántate y anda”. Ella ofrece, sencillamente, el encuentro con el Resucitado, con Aquel que despierta y sacia, al mismo tiempo, un hambre de justicia más profunda que aquella de los hombres. Una Iglesia que enseñara a los hombres sólo aquello que pueden aprender por sí solos, llegaría pronto a ser una Iglesia insignificante, carente de interés, no sería Iglesia. ¡Feliz Iglesia peregrinante en la edad nuclear, pero cuyas alforjas se encuentran llenas sólo de pequeñas piedrecillas pulidas por el torrente del Espíritu! Todos los salvamentos de este mundo, tan necesarios como sean, nunca llegarán a ser una salvación. Y esa salvación, por débil e irrisoria que pueda parecer, es la única que salva verdaderamente al hombre, a toda la humanidad. He aquí la única “fuerza del Evangelio”. 13
Después de todo, quizás no seamos tan pocos. Después de todo, este sueño, en distintas formas, ya haya comenzado a ser soñado por muchos. Paradójicamente, para alcanzar la Iglesia soñada habrá que permanecer atentos en la vigilia del Espíritu, aquella de la mística y el compromiso, del canto y la liberación, de la gratuidad y la justicia, aquella que, como el lector atento se habrá dado cuenta, ya ha comenzado a parirse entre nosotros.
13 R. ETCHEGARAY, “La doctrina social de la Iglesia”: Crecer 35 (1990) 6. 6