La pasión de Ignacio, la pasión de El Salvador (1999)

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LA PASIÓN DE IGNACIO. LA PASIÓN DE EL SALVADOR Oscar Campana Proyecto 33 (1999) 40-44

UN MURO. El 9 de noviembre de 1989 los alemanes, del Este y del Oeste, daban cuenta del Muro de Berlín. Caía el mayor símbolo de la guerra fría y del orden mundial fundado en las ya lejanas conferencias de Yalta y Postdam. Para muchos, el fin de las ideologías –pregonado ya por Daniel Bell en 1960– encontraba su materialización. Años más tarde Jean Baudrillard diría que la guerra del Golfo no existió: el mundo fue testigo, tan sólo, de un videoclip mediático, cuyo mayor símbolo fue un pato empetrolado de una especie inexistente en el Golfo Pérsico... No hubo tropas en combate, ni muertes, ni sangre derramada. A lo sumo, bombardeos quirúrgicos de precisión milimétrica. Un videojuego. Siguiendo ese razonamiento, en 1989 sólo existió la caída del Muro de Berlín. Se montó el show mediático. Los líderes occidentales se sacaban fotos con una maza en la mano. Todos se llevaban souvenirs. El marketing de la muerte de las ideologías funcionó a pleno. No importa lo que ocurriera en otros lados del mundo. No importa cuánto tiempo faltara para que el comunismo desapareciera “de iure”. “De facto”, ya era cosa del pasado. Intelectuales a la altura de un fin de siglo sin pensamiento profetizaban el “fin de la historia”. Otros intelectuales les contestaban. Si la historia transitaba en el círculo dialéctico que va del pensamiento al acontecimiento, el pensamiento se transformaba, ahora, en artículo de consumo. Ya no molestaba. Muchos facturaron, entonces, con los fines de la historia y de las ideologías. Aún lo hacen. Se habría paso, entonces, el llamado “nuevo orden internacional”, la globalización de la democracia liberal y la economía de mercado, la declaración del mundo entero como “zona liberada” para los capitales de ocasión, el ajuste, el desempleo, las nuevas formas de esclavitud, la mundialización de la revolución neoconservadora de Reagan y Tatcher, la nueva hegemonía de los Estados Unidos de América, gendarme del mundo, garante del nuevo orden. 40

OTROS MUROS. Allí en “extremo occidente”, más precisamente donde las Américas se quiebran y gimen de dolor, en las tierras centroamericanas permanentemente arrasadas desde hace cinco siglos, dos días después, el 11 de noviembre de 1989, el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) lanzaba una ofensiva militar en El Salvador que llevaría la guerra de ya una década hasta las puertas mismas de la capital de aquel país y que desembocaría, finalmente, en los acuerdos de paz de enero de 1992. Quizás ignoraban lo del “nuevo orden”, o quizás no les parecía tan nuevo. Ellos entendían que en El Salvador había muros propios por derribar, aquellos que ponían todas las tierras en manos de unas pocas familias, aquellos que hacían del poder una cuestión de cúpulas a espaldas del pueblo. En un país gobernado ininterrumpidamente por militares desde 1931 a 1982, la fuerza de las armas parecía ser la única razón escuchada. Desde el inicio del conflicto armado que ya había cobrado 75.000 víctimas y cientos de miles de “desplazados”, eran pocos los que creían en la paz. Entre ellos destacaba una figura de cada vez mayor resonancia y exposición pública: la de Ignacio Ellacuría y su comunidad de la Universidad Centroamericana Juan Simeón Cañas. Y junto a su voz, la de buena parte de la Iglesia. Claro que su prédica de la paz no era “neutral”. Su “parcialidad” estaba del lado de los pobres. Sólo el diálogo que tratara de resolver las causas históricas del conflicto podía garantizar una paz real y duradera, una paz superadora.1 Broche de oro de una persecución sistemática inciada contra la Iglesia en 1977, particularmente contra la arquidiócesis de San Salvador, el asesinato de Ellacuría y sus hermanos fue fruto de un frío y perverso razonamiento: su palabra y su acción eran demasiado molestas para aquellos que no toleraban, ni toleran, que la Iglesia ya no defienda sus intereses sino los de los pobres, transitando en la delgada medianera que consistía en reconocer las justas causas del conflicto armado y la tenaz demanda de una paz verdadera.

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Cf. En este mismo número el testimonio de J: C. SCANNONE, “Ignacio: una solicitud acuciante por la paz”, 260-263.

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TESTIGOS EN PELIGRO. Recorrer las últimas doce páginas de la obra de Pedro Armada y Martha Dogget2 nos asoma al terror psicológico y “real” al que fue sometida la Compañía de Jesús en El Salvador, como una muestra, apenas, de lo que tantos han vivido en dicho país. Desde noviembre de 1980 hasta abril de 1982, Ellacuría debe irse del país cuando es advertido sobre un plan para asesinarlo. Desde 1970 venía recibiendo amenazas y acusaciones de ser mentor de la guerrilla. Hasta cinco días después de su muerte, la ventana de su despacho es ametrallada desde un helicóptero, quizás por quienes ya comenzaban a temer que hay muertos que burlándose de su suerte siguen dando su testimonio. Las clases altas salvadoreñas nunca toleraron que una casa de estudios, destinada a la formación de la elite salvadoreña, abriera sus puertas a los pobres y se convirtiera en un centro de concientización y alfabetización popular. El Externado San José3 se convirtió en el blanco de las acusaciones. En 1973, el rector de aquel entonces, Juan Ramón Moreno4, debió comparecer ante la Fiscalía General. Dicen que la justicia es ciega. Creo que en América Latina ve muy bien... En 1976 se aprueba una reforma agraria que apenas abarcaba el 4% de las tierras del país. Los jesuitas apoyaron la iniciativa. La reacción de los terratenientes fue tan frontal que el presidente de aquel entonces decide retirar el proyecto. Los jesuitas de la UCA, a través de la publicación Estudios Centroamericanos, hicieron oír su voz: “A sus órdenes, mi capital”, titularon un editorial. Las respuestas fueron las habituales: atentados con bombas y ataques periodísticos, esta vez apuntando a un objetivo: el sacerdote jesuita salvadoreño Rutilio Grande. Junto a otros jesuitas, Rutilio Grande desarrollaba su acción pastoral en la rica zona agrícola de Aguilares, donde los campesinos se contrataban como jornaleros de los terratenientes de la región. Desde ese lugar, la comunidad religiosa no dudará en brindar su apoyo a las organizaciones cam2

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Una muerte anunciada en El Salvador. El asesinato de los jesuitas, Madrid 1995. Nos referimos al “Apéndice B: Historia de los ataques a los jesuitas de El Salvador” (315326). Muchas de estas líneas fueron inspiradas en la lectura de esta obra. Colegio de enseñanza primaria y secundaria, como el que en Buenos Aires funciona en Callao, entre Tucumán y Lavalle. Véase nuestro testimonio en este mismo número: “Juan Ramón Moreno y una carta a Proyecto”, 264-266.

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pesinas de la región en sus reivindicaciones. Los ataques de los militares y el gobierno contra estas organizaciones y contra la labor de la Iglesia se hará sentir. Las amenazas se centraron sobre Rutilio Grande, que el 12 de marzo de 1977 moría asesinado, al igual que la comunidad de Ellacuría, junto a dos laicos. En el mes de mayo de ese año los militares emprendieron un operativo de registro por toda la región de Aguilares, que dejó un saldo de 50 muertos. Quienes poseían fotos de Rutilio o aunque más no sea un ejemplar del Nuevo Testamento eran violentamente tratados. En el colmo del cinismo, los militares bautizaron su ocupación militar “Operación Rutilio”. La muerte de Rutilio Grande iba a cambiar para siempre la vida de quien tres semanas antes de ese asesinato fuera elegido arzobispo de San Salvador: Óscar Arnulfo Romero. Tres años después las balas asesinas acabarían con la vida de este obispo que había encontrado en la comunidad jesuita un apoyo eclesial, pastoral y teológico. Había tenido el coraje de recordar, releyendo a Ireneo de Lyon, que “la gloria de Dios es que el pobre viva”. A esta altura, la guerra civil ya había comenzado. LA HORA DE LA ESPADA. Unas semanas antes de la muerte de los jesuitas un atentado contra la federación de sindicatos había dejado un saldo de nueve muertos y una profunda indignación en la sociedad salvadoreña. El presidente Cristiani, que había decidido formar una comisión ad hoc para investigar el atentado, invitó a Ignacio Ellacuría a sumarse a ella. Ellacuría se encontraba circunstancialmente en España donde había concurrido a recibir un premio en nombre de la UCA. Antes había pronunciado un discurso ante el parlamento alemán y había sido elegido presidente del Consejo Superior Universitario de la Universidad Iberoamericana de Postgrado. Aceptando la invitación del presidente salvadoreño, le contestó por fax: Estoy abrumado por el hecho terrorista, estoy dispuesto a trabajar por la promoción de los derechos humanos [...] En cuanto regrese al país me pondré en contacto con la situación coyuntural y con los distintos sectores para apreciar cuál pueda ser la forma mejor de mi contribución.5

En un reportaje concedido en Barcelona y publicado un día antes de su muerte, había afirmado: “¡Sería tan irracional que me matasen! No he he5

Citado por ARMADA – DOGGET, Una muerte anunciada..., 58.

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cho nada malo”6. Su contribución no fue posible. El hombre que no había “hecho nada malo” retornó a El Salvador el 13 de noviembre, a dos días de comenzada la ofensiva guerrillera y tres antes de su asesinato. El mismo día de su llegada, la residencia de los jesuitas de la UCA fue registrada por el mismo batallón que tres días después volvería por sus vidas. La noche del crimen, ante los gritos de los militares que rodearon la residencia y exigían que les abran las puertas, Ignacio Ellacuría, casi como quien reta a un grupo de alumnos, les dijo: “Espérense, ya voy a abrirles, pero no estén haciendo ese desorden”. Luego Segundo Montes les dijo que eran “conscientes de lo que les sucedería”7. José Ricardo Espinosa Guerra era un bachiller egresado del Externado San José, de la época en que el rectorado era ocupado por Segundo Montes. En la madrugada de 16 de noviembre de 1989, ya como teniente del batallón Atlacatl, comandó el grupo armado que acabó con la vida, entre otros de su antiguo rector. En un operativo que no podía dejar testigos con vida, el teniente Espinosa Guerra se tiznó el rostro. Lo demás es historia conocida. Seis miembros de la comunidad, la cocinera y su hija. Ocho crímenes. Una masacre. LOS POBRES Y DIOS. El mismo Estado que invitaba a Ellacuría a sumarse a una comisión investigadora ponía fin a su vida y a la de sus compañeros. Los autores intelectuales –pertenecientes a los altos mandos de las fuerzas armadas– nunca fueron juzgados. Como los asesinos de Rutilio Grande. Como los asesinos de monseñor Óscar Romero. Como los depredadores de la vida de tantos y tantos salvadoreños y de tantos y tantos latinoamericanos a lo largo y a lo ancho de nuestro continente. Tierra de mártires las más de las veces desconocidos. En hombres como Ignacio Ellacuría, América Latina se reencontró con la más honda de las tradiciones de la evangelización cristiana en el continente: la del martirio. Y en este fin de milenio en el que las certezas parecen caerse como un muro destrozado, al decir de Pedro Casaldáliga, “sólo quedan los pobres y Dios”. De ellos nos habló Ignacio. Y por ellos vivió y murió. 6 7

Citado por ARMADA – DOGGET, Una muerte anunciada..., 58. Diálogos pudieron reconstruidos en base a las declaraciones judiciales de los soldados implicados en la masacre. Cf. ARMADA – DOGGET, Una muerte anunciada..., 73-78.

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