revista de la universidad veracruzana
La Palabra y el Hombre • Tercera época • Núm. 21 • verano, 2012
Tercera época • núm. 21 • verano, 2012 • ISSN 01855727
$ 40.00 m.n. Exhibir hasta: 30-sep-2012
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CARTA A ROBERTO BRAVO GARZÓN* Jorge Lobillo** Me enteré de que la Orquesta Sinfónica de Xalapa te dedicó uno de sus conciertos más recientes. Nada más merecido. Qué honor, por el mismo lado, que se haya incluido en el programa “Redes”, de Silvestre Revueltas. Ese genio nuestro, vigente en la identidad nacional, en nuestra territorialidad y, por tanto, universal... ¿Recuerdas cuando José, hermano menor del compositor, gran escritor y militante de la dignidad en la condición humana, irrecuperable en su dimensión literaria por el poder y la mercadotecnia, asistió a un concierto de la Sinfónica? Está sentado en el palco de honor del Teatro del Estado, en Xalapa. Lo percibo orgulloso. Lo veo conmoverse hasta las lágrimas (me dijo) de ver a tantos güeros y prietos, hermanados y reunidos en un mismo grupo, tocando armoniosamente, como sólo pueden hacerlo los hombres con vocación de ángeles airosamente terrenales. ¡Qué tiempos aquellos, con Luis Herrera de la Fuente, Juan Vicente Melo y sus hermosas y sustanciales “notas sin música”, Fernando Vilchis, Sergio Dorantes, Rafael Arias, entusiastas y delirantes, y otros, cuyos nombres se me han ido a la sombra de la memoria! Época en que estaba reciente la herida vergonzante de 1968 y la bella insolencia propia de la juventud. Por eso mismo, todavía creíamos que sólo el Arte (con mayúscula), como fundamento de una cultura verdaderamente humanista, podría darnos a todos un merecido y equitativo rostro. Nosotros no fallamos. Y tú acertaste en tu gestión de rector de la Universidad Veracruzana. Existía sensibilidad, disposición, ánimo y, algo mayor, una convicción como parteaguas para venideros caminos. Tengo la seguridad de que siempre tienes presente la sentencia de Marguerite Duras: “Aquellos que, de una u otra manera, participamos en el 68, quedamos enfermos de esperanza”. Todo lo demás ha sido la historia dialéctica de las negaciones. Que los dioses de la verdadera poesis te cuiden. Todavía tenemos tiempo suficiente para entrechocar vasos comunicantes. * Roberto Bravo Garzón (1934-2012). Rector de la Universidad Veracruzana entre los años 1973-1982. Concretó la descentralización de la institución; creó diversas entidades académicas; fundó la Unidad de Artes y las licenciaturas que ésta ofrece; profesionalizó e incorporó la Orquesta Sinfónica de Xalapa a esta casa de estudios. Por el impulso que siempre dio al arte y a la cultura recibió la Medalla Mozart en 2008. Fue integrante del equipo editorial de La Palabra y el Hombre. ** Jorge Lobillo. Autor de diversos libros, su poesía rescata la sacralización de personas y cosas. Su “Carta a Roberto Bravo Garzón” –escrita en 2006 y conocida y celebrada, en vida, por su destinatario– a la muerte de éste resulta una elegía y, además, un documento que incide en los tiempos que corren.
directorio
Universidad Veracruzana Rector : Raúl Arias Lovillo Secretario Académico: Porfirio Carrillo Castilla Secretario de Administración y Finanzas: Víctor Aguilar Pizarro Director Editorial: Agustín del Moral Tejeda La Palabra y el Hombre Fundadores: Gonzalo Aguirre Beltrán, Fernando Salmerón, Sergio Galindo (director) Encargado de la dirección: Mario Muñoz Editora responsable: Diana Luz Sánchez Flores Consejo de redacción: Germán Martínez, Jesús Guerrero Comité editorial: Domingo Adame, Martín Aguilar, Carlos H. Ávila, Miguel Ángel Casillas, Gunther Dietz, Romeo A. Figueroa, Marilú Galván, Teresa García Díaz, Leticia Mora, Alberto Olvera, Juan Ortiz, Celia del Palacio, Sergio Téllez, Fernando N. Winfield. Comité consultivo: Félix Báez-Jorge, Francisco Beverido, Malva Flores, Felipe Garrido, Gilberto Giménez, Pepe Maya, Julio Ortega, Ricardo Pérez Montfort, Sergio Pitol, Julio Quesada, Rossana Reguillo, Ramón Rodríguez, Alberto Tovalín, Eduardo de la Vega Alfaro, Héctor Vicario. Responsables de sección: Palabra clara y Palabra nueva: Celia del Palacio; Estado y sociedad: Gunther Dietz; Artes y Dossier : Leticia Mora Secretario técnico: Manuel Castillo Relaciones públicas: Diana Gordillo Asistente de edición: Ana Verónica Guerrero Coordinador y editor de imagen: Leonardo Rodríguez Versión electrónica: Gerardo Cruz Diseño editorial y composición tipográfica: David Medina correspondencia: Hidalgo 9, Col. Centro, 91000 Xalapa, Veracruz, México. Tels. y fax: 2288-181388, 2288-184843 y 2288-185980 Correo electrónico: lapalabrayelhombre@uv.mx lapalabrayelhombre@yahoo.com.mx www.uv.mx/lapalabrayelhombre Distribución nacional en locales cerrados: Publicaciones Citem. Avenida del Cristo 101, Xocoyahualco, Tlalnepantla, Estado de México. Tel. 5238-0260 La Palabra y el Hombre, revista de la Universidad Veracruzana. Edición trimestral. Núm. de Certificado de Reserva: 04-2007-120412293700-102. Número de Certificado de Licitud de Título: 14245. Número de Licitud de Contenido: 11818. Impreso en Preprensa Digital, Caravaggio No. 30, Col. Mixcoac, C.P. 03910, México, D. F. La revista no responde por artículos no solicitados ni establecerá correspondencia al respecto.
la palabra 4palabra clara 1. Carta a Roberto Bravo Garzón4Jorge Lobillo 5. Agustín del Moral Tejeda4Carlos Fuentes y la Editorial de la uv 6. Georgina García Gutiérrez Vélez4Carlos Fuentes, intelectual humanitario 10. Leticia Mora Perdomo4Recordar a Carlos Fuentes es imaginarlo 15. José Luis Martínez Morales4Aura, una existencia de medio siglo
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21. Raciel Quirino4 Poemas 22. Édgar Valencia4Los textos de Alfonso el joven
estado y sociedad 27. Terry Rugeley4 Violencia y verdades: cinco mitos sobre la guerra de castas en Yucatán 33. Sandra Gil Araujo4 Políticas migratorias y construcción nacional. Apuntes sobre políticas para la integración de migrantes en Europa. artes
41. Carlos Fuentes4Desplazarse en el tiempo y en el espacio 46. Juan Pascual Gay4La monstruosidad artística de Julio Ruelas 52. Daniel García4Imágenes de la historia: Aby Warburg, Walter Benjamin
y Erwin Panofsky dossier
59. Adalberto Bonilla4Lunas 70. Leticia Mora Perdomo4La escultura y las Lunas de Adalberto Bonilla
entre libros
72. Jesús Ramírez Bermúdez4Breve historia de la medicina, de Fernando
González-Crussí
73. Guillermo Samperio4Historia de todas las cosas, de Marco Tulio Aguilera
75. Guadalupe Flores Grajales4La conspiración de la memoria. Un estudio de La
mujer que quiso ser Dios, de Luis Arturo Ramos, de María Esther Castillo 76. Paulet Ortiz Vigueras4Una isla sin mar, de César Silva 78. Raúl Olvera Mijares4El libro de las nubes, de Chloe Aridjis
Garramuño
miscelánea
80. 81. 84. 87.
César Arístides4Cincuenta años de The Rolling Stones Daniel Centeno M.4Venezuela: ex libris Víctor Hugo Vásquez Rentería4Montparnasse: residencia en la tierra Maricruz Gómez Limón4El artista o la tragedia del cine mudo
Imagen de portada: Adalberto Bonilla Ilustraciones de interiores: Emmanuel Cruz: www.emmanuelcruz.com Laso: http://www.lasomx.com
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LA PALABRA Y EL HOMBRE
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La Palabra y el Hombre no podía permanecer indiferente ante el inesperado fallecimiento de Carlos Fuentes, por lo que este número dedica varios de sus textos a evocar al escritor cosmopolita; en especial, la estrecha relación que cultivó con nuestra máxima casa de estudios y con Xalapa, tierra natal de su padre. Así, en “Carlos Fuentes y la Editorial de la Universidad Veracruzana”, Agustín del Moral, actual director de esta casa editora, hace un recuento de las publicaciones dedicadas por el sello uv a la figura de Fuentes, entre ellas, la colección que lleva su nombre. Georgina García Gutiérrez narra la génesis de la Cátedra Carlos Fuentes, instituida en esta Universidad en 2009. Por su parte, Leticia Mora publica un texto celebratorio con el que dio la bienvenida al escritor de La muerte de Artemio Cruz en su visita, en 1999, a la Universidad Southwestern de Georgetown, Texas; en tanto que José Luis Martínez Morales hace una amena revisión de los trabajos críticos que se han producido en torno a Aura, con motivo de los 50 años de la publicación de esta célebre nouvelle. Cierra con broche de oro este conjunto de textos dedicados a Fuentes la crónica del propio escritor “Desplazarse en el tiempo y en el espacio” (publicada originalmente en inglés), sobre una visita que realizó al espléndido Museo de Antropología de Xalapa, en la que nos comparte su conocimiento sobre la cultura olmeca y, sobre todo, su pasión por ella mediante el examen de algunas de las piezas más interesantes y enigmáticas que alberga dicho museo. Complementan esta entrega de La Palabra y el Hombre el dossier Lunas, del escultor Adalberto Bonilla, una de cuyas piezas adorna nuestra portada, así como diversos artículos de las acostumbradas secciones Estado y sociedad, Artes, Entre libros y Miscelánea, que testimonian la variedad del número, enriquecido con las ilustraciones de Emmanuel Cruz y Laso. Esperamos que el ejemplar que el lector tiene en sus manos lo incite a recorrer sus páginas y lo mueva a seguir compartiendo nuestra publicación.
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De Xalapa mi padre salió al servicio exterior de México […]. En Xalapa dejó el recuerdo de su joven hermano Carlos Fuentes Boettiger, discípulo de Salvador Díaz Mirón y codirector de la revista literaria Musa bohemia que se publicó aquí en Xalapa entre 1916 y 1917 […] A él le debo mi nombre y se lo di a mi hijo Carlos Fuentes Lemus, en cuya memoria se nombra la sala de la Universidad Veracruzana a la que he heredado por conducto de mi esposa Silvia Lemus mi biblioteca. […] Tal es mi filiación con Veracruz, con Xalapa y con la Universidad Veracruzana. Estas palabras del autor de Aura, pronunciadas en la ceremonia inaugural de la Cátedra que en su honor instaló la Universidad Veracruzana en 2009, explican claramente la relación que entre él y la uv se inició, cuando menos, cinco años atrás, y que continuará, para bien de esta casa de estudios y de la vida literaria y cultural de nuestro país, más allá de su lamentable deceso el pasado 15 de mayo. En 2004, entonces bajo el rectorado de Víctor Arredondo y la dirección editorial de José Luis Rivas, la instancia editora universitaria publicó los 10 primeros títulos de la Colección Carlos Fuentes, una especie de biblioteca personal del creador de Tiempo mexicano. Esos títulos fueron: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra, con prólogo del propio Fuentes; Bestiario de Julio Cortázar, prologado por Saúl Yurkievich; Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, con prólogo de Pedro Ángel Palou; Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, prologado por Fuentes; El llano en llamas de Juan Rulfo, con prólogo de Daniel Sada; La isla del tesoro de Robert Louis Stevenson, prologado por Fernando Savater; Drácula de Bram Stoker, con prólogo de Francisco Segovia; Cuentos de San Petersburgo de Nikolai V. Gógol, prologado por Fuentes; Las aventuras de Huckleberry Finn, con prólogo de Francisco Hinojosa, y Viaje al centro de la tierra de Julio Verne, prologado por Fabio Morábito. Cinco años después, en 2009, bajo el rectorado de Raúl Arias Lovillo, se instaló –como ya lo mencioné– la Cátedra Carlos Fuentes. Sobre el significado de la Cátedra habla en este número de La Palabra… Georgina García Gutiérrez Vélez, razón por la cual no me extenderé al respecto. Destacaré brevemente, eso sí, el resultado editorial de dos de las tres primeras sesiones de la
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Cátedra: La nueva novela latinoamericana y los Centenarios (de la Revolución y de la Independencia). El primer volumen recoge los trabajos de tres escritores latinoamericanos: el mexicano Ignacio Padilla, quien titula su texto “Carlos Fuentes y el escarnio de la pureza”; el chileno Arturo Fontaine, que contribuye con el ensayo “Leyendo a Carlos Fuentes: La muerte de Artemio Cruz, Aura y El amante del teatro”, y el colombiano Santiago Gamboa, quien titula su aportación “Una conferencia veracruzana”. El segundo volumen reúne los trabajos de dos historiadores: el argentino Natalio Botana, que contribuye con el ensayo “Bolívar y el constitucionalismo hispanoamericano en el Cono Sur”; y el mexicano Enrique Florescano, quien hace un recuento de “El bicentenario y la nueva historiografía del proceso emancipador”. A pesar de la muerte de Fuentes, la uv y Silvia Lemus han refrendado su compromiso de darle continuidad a la relación establecida y a los proyectos iniciados. Unos meses atrás, Víctor Arredondo le propuso a Fuentes, en nombre de la Cátedra y de la uv en su conjunto, que la Editorial de la uv retomara la colección que lleva su nombre. El autor de Cantar de ciegos aceptó gustoso. En el mismo sentido apunta la edición de los trabajos que resulten de la ahora Cátedra Interamericana Carlos Fuentes, cuya próxima sesión estará dedicada al cine, una de las grandes pasiones del creador de La región más transparente. A manera de recuento, por otra parte, hay que tener presente que bajo el sello editorial de la uv han aparecido tres libros de ensayos dedicados a Fuentes: Fabulación de la fe: Carlos Fuentes de Fernando García Núñez, una indagación de la raíz religiosa que se trasluce en la obra de nuestro autor; Carlos Fuentes o la imaginación del otro de Florence Olivier, una interpretación de conjunto de las obsesiones y las recurrencias del escritor; y Carlos Fuentes. Cinco vías para una nueva nación (2012) de Alejandra Saucedo, una búsqueda de las claves sociales que Fuentes dio a lo largo de su obra y que pueden servirnos para construir un nuevo y mejor país. De igual forma, el número 113 de La Palabra y el Hombre (entonces bajo la dirección de Jorge Brash), correspondiente a enero-marzo de 2000, dedicó un dossier a homenajear a Fuentes. En el mismo colaboraron Ignacio Trejo Fuentes, Marcela Serrano, Rafael Lemus, Víctor Arredondo, Sergio Pitol y Sealtiel Alatriste. *Escritor, traductor, editor. Dirige la Editorial de la uv.
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Carlos Fuentes y la Editorial de la uv
Carlos Fuentes, intelectual humanitario 8 Georgina García Gutiérrez Vélez Desde muy joven Carlos Fuentes fue un lector profesional muy generoso que descubría el talento en los demás. No sólo leyó la obra ajena, sino que también la promovió, de tal forma que el “boom de la novela latinoamericana” es impensable sin su empuje. Numerosos escritores de varias generaciones fueron apoyados por él.
Georgina García Gutiérrez Vélez es investigadora del Instituto de Investigaciones Filológicas de la unam. Miembro y coordinadora académica del Comité Técnico de la Cátedra Interamericana Carlos Fuentes. Realizó la edición anotada y el estudio preliminar de La región más transparente de Carlos Fuentes (Cátedra, Madrid, 1982). “La poética en la obra de Carlos Fuentes” es uno de sus proyectos de investigación individuales.
Vivimos una historia inacabada. La lección de nuestra humanidad inacabada es que cuando excluimos, nos empobrecemos y cuando incluimos, nos enriquecemos. Carlos Fuentes, En esto creo
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arlos Fuentes estuvo inmerso desde niño en contextos en los que se discutía la situación de México y la mundial, en los que había comentarios sobre política, economía y finanzas. Gracias a que pasó su niñez en las embajadas de Brasil, Chile, Uruguay, Argentina, Perú y los Estados Unidos de América, Carlos Fuentes logró una perspectiva muy amplia e informada, con distintas variables, para observar el mundo y para comparar a los distintos países entre sí y a todos ellos con México. Una visión panorámica, privilegiada, lejana, desde la cual enfocó a su propio país, para verlo de cerca y compenetrarse, profunda, apasionada e intelectualmente, con México. El niño primero, el adolescente y el joven Carlos Fuentes después, en sus
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periódicos viajes a nuestro país conoció un México ya desaparecido que vive, sin embargo, en La región más transparente (1958) y en La muerte de Artemio Cruz (1962). Las décadas de los cuarenta y los cincuenta (más los pasados que las precedieron y conformaron) quedan plasmadas para siempre en éstas, sus primeras grandes novelas. Desde dentro, cerquísima, involucrada, y desde fuera, muy lejos, objetiva, son las dos visiones complementarias de Fuentes. Vio a México, por así decirlo, con lupa y telescopio, pudo ver los árboles, pero también el bosque, el monte, la cordillera. Desde muy joven le preocupó el aislamiento, la intolerancia, la incomunicación entre los seres humanos y las naciones; le horrorizó la capacidad cainita para negar, perseguir y destruir al Otro. Las relaciones humanas, igual que las relaciones internacionales, ocuparon su atención; de ahí que su literatura sea un continuo llamado al diálogo, a la razón, a traspasar las fronteras arbitrarias que separan, aíslan. Como hombre vivió luchando por la vinculación más allá de nacionalidades, idiomas, diferencias étnicas o de cualquier tipo, por que se mantuvieran las tradiciones y peculiaridades de cada nación a la vez que el encuentro con las demás naciones. La comunicación fue imprescindible para Carlos Fuentes. Resultado lógico de esta apertura hacia el mundo es la polifonía en sus novelas, que internamente sostienen diálogos novelescos con los autores que admiró. Se trata de obras abarcadoras, inclusivas de la palabra ajena, de todas las opiniones y voces, por lo cual es comprensible que aspirara a la totalidad.
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palabra clara n Emmanuel Cruz: Laberinto de la soledad
Sus novelas totales expresan también, en el terreno de la composición literaria, de la estructura novelesca, la necesidad de no excluir a nadie, mientras que los mundos que representan incluyen, les dan voz a los olvidados. Su obra narrativa y ensayística aporta herramientas para comprender por qué ciertos grupos, clases sociales, culturas, seres humanos, no forman parte de la sociedad que los rechaza o persigue, y para expresar su indignación. Es posible hablar de una coherencia entre la literatura y el hombre, incluyentes, siempre en busca del Otro y de las explicaciones a todo tipo de expulsión. En el terreno de su obra y en el de la vida, Carlos Fuentes siempre buscó vinculaciones y nexos, para ampliar las geografías de la literatura y las del entendimiento entre todos. Desde La región más transparente, que inaugura su “nueva novela”, la producción literaria de Fuentes siempre encuentra, para construirse, un número infinito de interlocutores: Octavio Paz, María Zambrano; numerosos modelos literarios: Alfonso Reyes y James Joyce, López Velarde y John Dos Passos, Miguel de Cervantes y Laurence Stern. Fuentes escribió y leyó incansablemente; estuvo en contacto con el arte, pues su obra incorpora y transforma, de modo original, todas las literaturas, artes y filosofías. Fue, sin duda, un lector y espectador que durante toda
su vida frecuentó las obras de poetas, novelistas, antropólogos, economistas, historiadores, filósofos, pintores, cineastas. Practicó siempre una lectura abarcadora que originó una escritura inclusiva y una obra única: individualmente y en su conjunto. Desde muy joven Carlos Fuentes fue un lector profesional muy generoso que descubría el talento en los demás. No sólo leyó la obra ajena, sino que también la promovió, de tal forma que el “boom de la novela latinoamericana” es impensable sin su empuje. Numerosos escritores de varias generaciones fueron apoyados por él. Su lectura crítica originó varias compilaciones fundamentales de ensayos y de artículos teóricos: La nueva novela hispanoamericana (1969), Casa con dos puertas (1970), Cervantes o la crítica de la lectura (1976), Valiente mundo nuevo. Épica, utopía y mito en la novela hispanoamericana (1990), Geografía de la novela (1993) y el más reciente, La gran novela latinoamericana (2011). El afán incluyente y generoso también motiva la crítica literaria de Carlos Fuentes, así como sus textos de teoría de la novela, pues si bien como lector profesional quería compartir sus lecturas con el público y descubrirle obras de escritores recientemente leídos, también se proponía impulsar al talento joven. Y es que rechazaba el ninguneo y la crítica mal intencio-
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nada o al margen de la propuesta de las obras, que podría dejarlas en el olvido, tan sólo por la incomprensión: “…tú lees una crítica tan estúpida como la que hizo un escritor argentino a Cortázar diciendo que Rayuela era una novela que no se iba a entender fuera del Río de la Plata…” Este espíritu comunicativo, integrador, que suma esfuerzos e inteligencias, está detrás de proyectos culturales como la Revista Mexicana de Literatura, la Cátedra Julio Cortázar en la Universidad de Guadalajara, la Cátedra Alfonso Reyes en el Tecnológico de Monterrey, y los numerosos coloquios y congresos con los que tuvo que ver en varias universidades. El más significativo y trascendente de estos proyectos es la Cátedra Carlos Fuentes, que instauró la
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Universidad Veracruzana el 28 de julio de 2009 en la ciudad de Xalapa. En este proyecto confluyen inquietudes y preocupaciones de Carlos Fuentes sobre los jóvenes, la educación, la cultura, las letras, las relaciones y la comunicación entre países. La Cátedra expresa el espíritu incluyente y sin fronteras de Carlos Fuentes, su cariño por Xalapa y Veracruz, su mexicanidad, latinoamericanismo y universalismo. El 25 de abril de 2012, en Río de Janeiro, la Cátedra Carlos Fuentes se convirtió en la Cátedra Interamericana Carlos Fuentes. En esa fecha se firmó el convenio de colaboración para la promoción de la Cátedra, con la presencia del escritor Carlos Fuentes y de la señora Silvia Lemus. El lanzamiento de la Cátedra Interamericana Carlos Fuentes se hizo en el marco de la celebración del
incluyente y sin fronteras de Car los Fuentes, su cariño por Xala pa y Veracruz, su mexicanidad, americanismo y universa latino lismo. El 25 de abril de 2012, en Río de Janeiro, la Cátedra Carlos Fuentes se convirtió en la Cátedra Interamericana Carlos Fuentes. la utopía y, cada vez más preocupado, presenció el fin del siglo xx y el principio del siglo xxi. La Cátedra Interamericana Carlos Fuentes que da forma al pensamiento idealista del escritor y suma esfuerzos de universidades de América Latina, funda las bases de una utopía muy posible. La Cátedra mantendrá vivo el idealismo y las motivaciones más recónditas de Carlos Fuentes, pues al igual que su literatura, está concebida como una propuesta de diálogo y vinculación. La Cátedra Interamericana Carlos Fuentes hace realidad la esperanza del intelectual y del escritor que siempre trató de insertar a México en el mundo, de vincularlo con él, de romper las barreras que hay en él. Los intercambios y mesas redondas acercarán a los jóvenes y a los escritores, como en vida lo hizo Carlos Fuentes. Un hombre al que, si bien queremos como xalapeño, veracruzano, mexicano, también fue chileno, brasileño, argentino, peruano, ecuatoriano, panameño y costarricense. Se sintió a gusto en todo el mundo y habló con todos. La obra de Carlos Fuentes incluye tanto su producción literaria como las propuestas y proyectos para promover la cultura, las letras y el arte. El influjo creador de Carlos Fuentes trasciende los límites de la escritura, los culturales, los del idioma. Su legado, tangible e intangible, seguirá vivo gracias a la suma de esfuerzos que representa la Cátedra Interamericana Carlos Fuentes, fundada y convocada por la Universidad Veracruzana, que con ella vuelve realidad la utopía.
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La Cátedra expresa el espíritu
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Congreso de las Américas sobre Educación Internacional. La significación es múltiple. Carlos Fuentes vivió en Río de Janeiro con sus padres, Rafael Fuentes Boettiger y Berta Macías de Fuentes, hacia 1931 o 1932, debido a que su padre era secretario del embajador de México, Alfonso Reyes (hay fotografías de Fuentes a los tres o cuatro años de edad, con un abriguito, sonriendo, afuera de la Embajada, en brazos de su padre, junto a su mamá y a Alfonso Reyes, o entre Alfonso Reyes y Berta Macías de Fuentes). La Cátedra congrega inquietudes e ideales, ya que expresa el espíritu del escritor e intelectual, generoso, humanitario, quien desde muy joven promovió las letras sin fronteras, propició los encuentros de escritores, apoyó la educación y la cultura. Sabía que si bien la literatura suscita la búsqueda de la libertad y hace germinar la crítica intelectual, la posibilidad real de un futuro está en la educación de calidad para todos. En la firma del convenio en Río de Janeiro acompañaron a Carlos Fuentes y a su esposa los representantes de las universidades involucradas. Los firmantes del convenio fueron los siguientes: Dr. Raúl Arias Lovillo, rector de la Universidad Veracruzana, sede de la Cátedra e institución convocante; Dr. Marcial Rubio Correa, rector de la Pontificia Universidad del Perú; Dr. Jesús Ancer Rodríguez, rector de la Universidad Autónoma de Nuevo León; Dr. Víctor L. Pérez Vera, rector de la Universidad de Chile; Dra. Yamileth González García, rectora de la Universidad de Costa Rica; Dr. Marco Antonio Cortés Guardado, rector general de la Universidad de Guadalajara; Dr. Jesús Ferro Bayona, rector, de la Universidad del Norte; Dr. José Narro Robles, rector de la Universidad Nacional Autónoma de México; Dra. Carolina Scotto, rectora de la Universidad Nacional de Córdoba; Dr. Roberto de Souza Salles, rector de la Universidad Fluminense. Firmaron, además, los representantes de la Cátedra Interamericana Carlos Fuentes: Dr. Víctor A. Arredondo, secretario técnico de la Cátedra, y Dr. Ricardo Corzo Ramírez, coordinador académico general de la Cátedra. Carlos Fuentes vivió la posrevolución, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría, es decir, la modernidad que la Revolución Mexicana y la posguerra propiciaron en México, a mediados del siglo xx. Atestiguó el desmantelamiento del poder bipolar que dividía al mundo en mitades autistas y enemigas. Odiaba la guerra, la discriminación; por eso su literatura creía en
Recordar a Carlos Fuentes es imaginarlo* 8 Leticia Mora Perdomo “En un país de mudos, la presencia de un conversador tan articulado y chispeante como Fuentes nunca pasa inadvertida. Cuando algún personaje importante visita México –Jimmy Carter, Giscard D’Estaing–, cualquiera de ellos, siem pre pregunta por Fuentes y pide verlo como pedir ver las pirámides. Él es la estrella más brillante en la constelación de intelectuales mexicanos de importancia” (Elena Poniatowska). Leticia Mora Perdomo es doctora en Filosofía por la Universidad de Texas en Austin, e investigadora en el Instituto de Investigaciones Lingüístico-Literarias de la uv desde 2003. Forma parte de los consejos editoriales de La Palabra y el Hombre, Texto Crítico y de New Readings en Inglaterra.
No basta atestiguar la miseria y las derrotas de México. ¿A quién son imputables? [...] para cada mexicano que murió en vano, sacrificado, hay un mexicano responsable. Carlos Fuentes. La región más transparente
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e ha dicho hasta el cansancio que Carlos Fuentes es universal. Como lo fueron Alfonso Reyes, Octavio Paz, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar y otros, pocos en realidad. Hay algo en su persona, sin embargo, que justifica la hipérbole. Todo en él es distinguido; además, se mueve con la confianza y el aplomo de un hombre de mundo. Guapo, de buena figura, gracioso, se sienta a conversar con Bill Moyers
* Esta es una traducción del texto inédito leído en inglés en la inauguración del Brown Symposium XXI, España y América: Cultural Encounter-Enduring Legacy, organizado por la Universidad Southwestern en Georgetown, Texas, en febrero de 1999. Los conferencistas magistrales fueron Carlos Fuentes y Rigoberta Menchú. Fuentes estuvo dos semanas, y la que escribe fungió como su cicerone.
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o comenta en la Hour with Jim Lehrer con la soltura de un Richard Rodriguez o de un Gore Vidal. Elegante y apasionado, se levanta ligeramente de puntas y agacha levemente la cabeza para agradecer los aplausos. El público lo ovaciona de pie y él, como artista de cine acostumbrado a la atención y al elogio, esboza una sonrisa y agradece en un inglés perfecto, con un ligero acento británico, o en un francés igualmente correcto. Dicta una conferencia, sin notas y mirando directamente a su público. El tema es el barroco y habla de una pequeña iglesia en las afueras de Puebla de los Ángeles llamada Tonantzintla, donde los indígenas que la construyeron dejaron la huella de sus creencias en las plumas, los pájaros y los angelitos oscuros que labraron en sus muros, abigarrados de adornos, proliferantes de símbolos. Sincretismo, dice, refiriéndose a la cultura de América Latina, continente universal antes de la globalización. El público lo mira y lo escucha arrobado. Puntual como lord inglés y profesional como ninguno, me llama para pedirme información acerca del lugar, el número de estudiantes, las tendencias, liberales o conservadoras de la universidad. Me cuenta sobre la próxima exposición de fotografía de Carlos, su hijo, probablemente en París; me pregunta de la conferencia de Rigoberta Menchú, y de los muchos dilemas que las impugnaciones a su testimonio han causado en la academia norteamericana. Detecta inmediatamente las aguas en que se mueve y habla con
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familiaridad de cualquier tema. No me extraña que su cara le sea familiar a un público estadunidense interesado en noticias de América Latina. Cuando estalló el movimiento zapatista en Chiapas, en 1994, fue él quien lo explicó en los noticiarios del día en Estados Unidos. Habla en cnn, en Public Radio, sin rastro de acento español y comenta la crítica situación en Argentina, la crisis económica en Europa, el problema de Francia, y es citado por Le Figaro, Le Monde o The New York Times. Controvertido, ha estado con los sandinistas junto a su amigo William Styron. Se fotografía junto a Fidel Castro o William Clinton. Dandy de
la guerrilla, dicen sus detractores. El término de Tom Wolfe, radical chic, utilizado para describir a Leonard Bernstein, le va bien a él también, aunque su compromiso crítico no puede negarse. Al verlo hablar en el encuentro organizado por el New Yorker, junto a otros de sus muchos amigos, Juan Goytisolo y Susan Sontag, sobre el bombardeo a la biblioteca de Sarajevo, me hace pensar en esos profesores patricios de una universidad Ivy League. Y lo es. Pero también baila en el Salón México en la celebración popular de los 40 años de La región más trasparente. Se mueve con soltura en los círculos intelectuales mundiales y por las calles
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de los barrios populares de la Ciudad de México; va de los peligrosos caminos de la revolución y la guerrilla a los ambientes chic de Las Lomas o las visitas a la Casa Blanca. Oscila entre el lenguaje contestatario del doble sentido del relajo y la fiesta, al sublime y alegórico; de las enseñanzas en Harvard y Princeton a las comunidades indígenas en los Altos de Chiapas. Es universal no sólo por ser el representante del boom hispano, sino porque todo lo humano le interesa, y es la figura emblemática del letrado transnacional. Como Elena Poniatowska señaló hace algunos años: En un país de mudos, la presencia de un conversador tan articulado y chispeante como Fuentes nunca pasa desapercibida. Cuando algún personaje importante visita México –Jimmy Carter, Giscard D’Estaing–, cualquiera de ellos, siempre pregunta por Fuentes y pide verlo como pedir ver las pirámides. Él es la estrella más brillante en la constelación de intelectuales mexicanos de importancia. Ciertamente, la carismática personalidad de Fuentes invita a que se le valore como un hombre renacentista, el traductor más sagaz de América Latina para el mundo, y de Estados Unidos y Europa para América Latina. Es, sobre todo, un prolífico escritor que logra publicar un libro al año. Casi toda su obra se encuentra también en traducción, y me comenta que algunos de sus títulos han sido traducidos varias veces debido a lo ineficaz de algunas versiones. Personaje de sí mismo, él es, sin duda, su mejor crítico y traductor. Al respecto hay un libro delicioso, principalmente autobiográfico pero inseparable de la política y la literatura, Myself with Others (dedicado a Philip Roth, 1988), que no es muy conocido entre el público de habla hispana pues aún no está traducido. Y tiene muchos otros donde desarrolla una extraordinaria odisea política y narrativa: su interpretación de la historia y la identidad de América Latina. Desde la publicación de su primera colección de cuentos, Los días enmascarados, aparecida en 1954, Fuentes delinea la trayectoria que seguiría la mayor parte de su narrativa: su obsesión por el tiempo y la identidad. En esta colección, seis historias transcurren en diferentes tiempos históricos y diversos lugares pero los une una pregunta: ¿Qué se esconde detrás de la máscara? Cada historia dialoga con la otra; el Cristo sangrante de la Catedral metropolitana se transfigura en un ser terrible en el relato que habla del rito y el sacrificio en las ceremonias aztecas. La deidad maya, Chac mool, vive a través de un modesto burócrata, y es uno y el otro, su doble. La dualidad no se presenta como un artificio o un agregado estéril sino como
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parte constitutiva de la realidad. Sin otredad no hay identidad. En la construcción de la otredad es inevitable no proyectar lo que uno es o cree ser; por tanto, es la constante sombra con que el uno lucha. Todos sus personajes reflejan esta disyuntiva, ejemplificada sobre todo en el elusivo y enigmático Ixca Cienfuegos de La región más transparente (1958). Su nombre emblematiza la dualidad de México. También indica el mestizaje que unió a dos culturas, no sé si armónicamente pero sí de una manera vital e imprescindible. De su parte náhuatl, Ixca significa “cocer”, y de su herencia española, Cienfuegos, no será un fuego sino cien los que cocerán la identidad. Como sabemos, la búsqueda de Ixca es una búsqueda de unidad, perpetua y siempre inacabada, es la de un ser escindido por el deseo de incorporar el pasado a su presente para obtener un sentido en una ciudad dividida y fragmentada. A través de él, los mitos indios se re-presentan y él los repite con las cadencias de su lengua española; un rito diario que miles como él representan cada día en una urbe donde coexisten todos los tiempos. Basta para ello plantarse en medio del Templo Mayor, ver una pirámide cubriendo a otra y otra más. Cada una de ellas, la historia de una invasión y la imposición de un grupo cultural sobre el otro. Al fondo, la mayor de todas: la Catedral de la Iglesia católica. A un costado de ésta, los rituales de sanación de los danzantes con cascabeles. Hacia el otro lado, los palacios y los nuevos edificios. Más allá, el metro vomitando gente. La cultura es como una cebolla: una capa de civilización sobre otra. La ciudad de los palacios y de los rascacielos y de los patios de vecindad y de las casas de cartón. Su querida Ciudad de México, la región más oscura, pues lleva en su historia y en sus calles la petrificación de todos los tiempos. En esa ciudad que da nombre a una nación, el pasado, el pasado azteca, el de la conquista o el de las multinacionales, reaparece entre los palacios y los rascacielos del centro histórico porque es un presente eterno, escondido y agazapado. Hay algo de ese pasado que nunca recula, que es, como el montón de piedras que quedan de Pedro Páramo, un constante presente. El México moderno, donde transcurren la mayoría de las historias de Fuentes, esconde y revela, en una perpetua contradicción, al otro México, el México detrás de la máscara, ya sea de barbarie o modernidad. Fuentes, quien nació en Panamá, ha dicho con mucha frecuencia que él es mexicano por elección, lo que es una manera de decir que es mexicano por un ejercicio crítico, de memoria, deseo e imaginación más que por lo contingente de un nacimiento. Esa afirmación, entonces, presenta la dificultad de reducir lo que uno es a esencias, y al mismo tiempo hace patente la libertad de imaginar quién se es y cómo
El mexicano no es una esencia sino una historia [...] haz de signos [...] La mexicanidad no es sino otro ejemplar, una variación más, de esa cambiante, idéntica criatura plural una que cada uno es todos somos ninguno. El hombre/los hombres: perpetua oscilación. La diversidad de caracteres, temperamentos, historias, civilizaciones, hace al hombre: los hombres; y el plural se resuelve, se disuelve, en un singular: yo, tú, él, desvanecidos apenas pronunciados. En esta idea los ensayos de Paz y las novelas de Fuentes coinciden. Lo mexicano no es sino una construcción, relativa como todas, pero fulgurante y cargada de emoción: la máscara que puede ser aproximada dentro de un continuum histórico. Así, la pregunta ¿quién soy yo?, que se repite una y otra vez en las novelas de Fuentes, es entonces inseparable de la pregunta ¿qué es México? Ésta, a su vez, se formula en el contexto de otra pregunta: ¿cuál es el pasado y el futuro de Latinoamérica? Pero no se puede dar respuesta a esa pregunta si no se incluye en otra, la que contempla la suerte del futuro de México en relación con los Estados Unidos y Europa. La cuestión de un yo se torna en un nosotros que está indisolublemente unido a saber quiénes son los otros. De Los días enmascarados, donde la narrativa de Fuentes inicia un diálogo con el pasado prehispánico, a La frontera de cristal, donde imagina el futuro de Latinoamérica y los Estados Unidos en un presente, Fuentes siempre se plantea la necesidad del diálogo, de aprender a hablar entre ellos y su otredad, con respeto y dignidad. En Valiente mundo nuevo, Fuentes sugiere que las novelas de América Latina deben ser leídas ...como una reflexión del pasado y un signo de lo por venir. En la vocación histórica de la narrativa latinoamericana observo una afirmación del poder de la ficción para decir algo que pocos historiadores son capaces de formular: el pasado no ha concluido, el pasado tiene que ser reinventado a cada momento para que no se fosilice en nuestras manos. Imaginar el pasado y recordar el futuro.
mera colección de cuentos, Los días enmascarados, aparecida en 1954, Fuentes delinea la tra yectoria que seguiría la mayor parte de su narrativa: su obse sión por el tiempo y la identidad. En esta colección, seis historias transcurren en diferentes tiempos históricos y diversos lugares pero los une una pregunta: ¿Qué se esconde detrás de la máscara? En esta tarea descomunal, Fuentes conjuga todos los tiempos y todas las tensiones de la vida humana con un lenguaje delirante, sublime y prosaico. Recordando todo, queriendo todo, pero sobre todo, escribiendo sobre todo. La literatura es el espacio para enmarcar la continuidad histórica del continente. En su desciframiento reside el reto de la novela y su capacidad de simbolizar lingüísticamente la realidad escondida detrás de los hechos históricos. La muerte de Artemio Cruz, publicada en 1962, proporciona un buen ejemplo para ilustrar esto que vengo diciendo. Esta novela es la historia de un industrial moribundo, de un revolucionario que no ha dudado en traicionar sus principios y corromper a quien pueda. Su historia personal tiene repercusiones míticas en la historia de México, sobre todo en la negativa evaluación de la Revolución de 1910. Fuentes organiza su historia en 38 fragmentos; 13 corresponden a una sección que comienza con el “yo” y otras 13 con el “tú”; las 12 restantes comienzan con “él”. En la sección del “yo”, Artemio Cruz está en la casa de su esposa en el elegante distrito de Las Lomas –donde también reside Fuentes–, para oponerla a la residencia que comparte con su amante. Es el último día de su vida y él sabe que está muriendo. Por tanto, esta sección se enfoca en el estado físico y decadente de un moribundo; en la agudeza de una mente que no puede controlar los movimientos del brazo o de la pierna ni los esfínteres de un cuerpo decrépito. Escenas escatológicas
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se quiere ser; preocupación, desafiante y vertiginosa, que está presente en toda su narrativa. Si sus novelas son un ejercicio literario que las coloca a la par de los mejores experimentos en el género en la literatura mundial, es su compromiso con la cultura, la historia y la búsqueda de lo que Paz llama “nuestro pretendido ser”, lo que lo define como mexicano. Ah, la mexicanidad, categoría elusiva. Como afirma Octavio Paz en Posdata:
narradas en el presente, sin futuro, donde la verdad del cuerpo hace quebrantar la razón y la lógica de las acciones pasadas. Los segmentos que se refieren al “tú” son los de una conciencia acusadora que le habla a Artemio, como en un delirio. Fuentes ha sugerido que esta es la voz de la gente de México. El estilo de estos fragmentos es muy poético. En efecto, tropos como la sinestesia, la aliteración o particularmente la anáfora revisten una narración que ocurre mayormente en el futuro, a pesar de constantes huidas al pasado. En contraste, los fragmentos que comienzan con “él” tienen fechas específicas, aunque el orden no es cronológico pues sigue el curso disparatado de los recuerdos y, por ello, narrados en el pasado. Los tres diferentes segmentos dramatizan la fragmentación del sujeto que es Artemio Cruz. Y en el lenguaje que cuenta estos hechos se cifran las claves del tiempo. Mientras Cruz en su lecho de muerte intenta recordar su pasado reciente, afirma: “Si pienso en lo que hice ayer, no pensaré más en lo que está pasando”. Lo que parece ser una frase sin importancia es de hecho la presentación de tres tiempos verbales y vitales, pasado, presente y futuro y, por extensión, de tres perspectivas que justifican la estructura tripartita que asume la narración. Antes de dividirlas en tres segmentos, las distintas voces de cada tiempo están unidas y se volverán a unir al final de la historia. Este sentido fragmentado cobra una mayor importancia si se asocia con una de sus líneas temáticas: la Revolución. De esta fuente manan las disparidades entre las clases sociales, la corrupción, la persistencia de las injusticias, y también las estructuras que motivaron a muchas personas a abrazarla y defenderla. No obstante, las diferencias entre los grupos sociales van más allá de lo económico, lo que lleva implícita una visión de la nación paralela a la del sujeto, fragmentada y relativa. “¿Recordarás a tu país?” es la pregunta en el tú, la de la gente, que funciona como un coro griego. “Recuerda no es un país sino miles con un solo nombre”. Como han señalado muchos críticos de la obra de Fuentes, Cruz es el hijo de una mujer violada. Así, Cruz es la repetición al infinito de esa vieja violación que nos funda como país: el encuentro de Malinche y el conquistador Hernán Cortés. Tal vez por ese solo hecho, Cruz es el emblema de México y los mexicanos, hijo de un conquistador y de una indígena, idealista revolucionario y explotador latifundista, corrupto y prepotente, él mismo violador. Un ciclo que parece
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repetirse una y otra vez. Fuentes anula el antes y el después; es decir, la historia como un proceso lineal o cronológico: no hay sucesión, todos los tiempos coinciden y son conjugados simultáneamente en ese instante en que Cruz cuestiona su vida y sus acciones. La Revolución fue un fracaso, un sacrificio sin sentido, la hipoteca de un futuro que nunca llegó. La muerte de Artemio Cruz confronta al “tú” de sus lectores: ¿Puede romperse el ciclo? En cierto sentido, la narración consigue lo que la Revolución no pudo hacer. Los lectores son confrontados a unos hechos que deben juzgar; deben tomar una posición. Las últimas palabras de Artemio Cruz: “los tres... moriremos... Tú... mueres... has muerto... moriré”, invoca una empatía, un llamado a la unidad. Fuentes reitera enfáticamente una afirmación o un aviso, que ya había articulado en La región más trasparente: es necesario romper el ciclo de abuso, injusticia y corrupción. ¿Dónde está la democracia que la Revolución nos iba a crear? Aunque Artemio Cruz no hizo nada para romper el ciclo, todo lo contrario, tal vez La muerte de Artemio Cruz pueda hacer algo. Fuentes era demasiado consciente de que la literatura no podía cambiar al mundo, pero le hubiera gustado pensar que sí podía cambiar al hombre y a la mujer lectores. Creía con pasión y convicción que la literatura nos podía ayudar a entender el presente y a imaginar el futuro, pero que sería necesario cruzar muchos puentes. La única posibilidad de reconocernos, sí, nosotros, reside en reconocer a los otros. Para cambiar el mundo, nuestro mundo, debemos cruzar los puentes que nos separan. Quizás ahí reside la única manera de ser universal. Posdata Carlos Fuentes murió el 15 de mayo de 2012. Traduzco este texto en su honor. Recuerdo, mientras lo hago, las otras ocasiones en que nos encontramos: en el merecido homenaje que le hizo la Universidad Veracruzana a través del Instituto de Investigaciones Literarias a finales de 1999. Otra, en México, en su casa de San Jerónimo, y varias más durante la celebración de la Cátedra que lleva su nombre en la Universidad Veracruzana. Estoy segura de que nos encontraremos muchas más, en las páginas de sus libros y entonces, tal vez entonces, pueda comentarle que el mundo es mejor, que México es democrático, que es posible pensar y vivir con libertad, que el ciclo se ha roto. Tal vez.
Salida de la imprenta por vez primera en el año de 1962, este 2012 Aura llega a medio siglo de existencia. Durante estos 50 años ha vuelto con firme constancia a ser reeditada y reimpresa en español, y traducida a varios idiomas. Sus lectores pueden contarse por miles, o quizás por millones, pues a las ediciones en papel habría que añadir las electrónicas y la infinidad de fotocopias que se reproducen en las escuelas secundarias o preparatorias, donde maestros de literatura la han consagrado como una de sus lecturas predilectas. José Luis Martínez Morales es investigador del iill de la uv. Es autor, entre otros, de los libros: Horacio Quiroga. Teoría y práctica del cuento (1982), Atrevimientos. Ensayos sobre narrativa veracruzana (2002), Librado Basilio: retrato inconcluso (2004) y Singulares lecturas tenebrosas (2008). Por su labor académica recibió en 2010 el Premio al Decano.
—Volverá, Felipe, la traeremos juntos. Deja que recupere fuerzas y la haré regresar.
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in duda, el lector recordará que la cita anterior, puesta a manera de epígrafe en mi presente manojo de líneas, es el cierre de Aura –“la novella, apenas más larga que un cuento”, al decir de Joseph Sommers– de Carlos Fuentes. Salida de la imprenta por vez primera en el año de 1962, este 2012 llega a medio siglo de existencia. Durante estos 50 años ha vuelto con firme constancia a ser reeditada y reimpresa en español, y traducida a varios idiomas. Sus lectores pueden contarse por miles, o quizás por millones, pues a las ediciones en papel habría que añadir las electrónicas y la infinidad de fotocopias que se reproducen en las escuelas secundarias o preparatorias, donde maestros de literatura la han consagrado como una de sus lecturas predilectas. Y a propósito de las lecturas escolares de Aura, quisiera tejer mis experiencias de lectura de “esta novelita de misterio bastante poco misteriosa” que, en palabras de otro de sus primeros críticos, Luis Harss, “no genera ni suspenso ni ilusión”, pues su “estilo re-
lajado” se vuelve “ameno hasta la banalidad”. Si le hacemos caso al Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, por estilo relajado debemos entender que su lectura es fácil pues “no produce tensión o no supone mucho esfuerzo” para el lector, por lo cual deriva en un estilo ameno; es decir, “grato, placentero, deleitable”. Hasta aquí tiene buenos puntos para ser recomendada justamente a lectores noveles. Lo que no me parece aceptable es afirmar que llegue a la banalidad, o sea, a lo “trivial, común, insustancial”. Yo, como muchos, sólo creo en la primera lectura de una obra para ver si me incita a una segunda. Si esto sucede, la obra vale la pena y cada nueva lectura me llevará al descubrimiento de aspectos inéditos. Debí haber leído Aura por vez primera en el año de 1970. Si soy sincero, debo decir que no recuerdo exactamente la impresión que me causó esta primigenia lectura, pero debió ser no sólo amena sino agradable. A ésta siguieron sucesivas lecturas como lo muestran las huellas (subrayados con líneas de varios colores y pequeñas anotaciones al margen) de mi maltrecho ejemplar del año 1969. Ya con más precisión, me viene a la memoria el año de 1999, cuando realicé una sugerente lectura de esta “nouvelle macabra y perfecta a un tiempo” (palabras de Octavio Paz), bajo la mirada del texto crítico de Marta Gallo: “Proyección de ‘La cena’ de Alfonso Reyes en Aura de Carlos Fuentes”. Tenía por compromiso elaborar una ponencia sobre “La cena” de Reyes –cuento que, por cierto, cumple 100 años este 2012–, y el esclarecedor ensayo de la doctora Gallo me ayudó a descubrir en la novelita de
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Aura, una existencia de medio siglo
Recordarán que, recién iniciado un nuevo siglo, en el año 2001, Carlos Abascal, siendo secretario del Trabajo y Previsión Social, puso el grito en todos los cielos nacionales y hasta internaciona les porque a su hija de 14 años le habían encargado leer, en un co legio privado y católico, Aura de su tocayo Fuentes. Gracias a ello, y no a una crítica literaria sobre la obra, los ejemplares existentes del libro se agotaron... Fuentes una valiosa obra de la literatura fantástica mexicana, cuyo antecedente inmediato era el cuento del escritor regiomontano. No fue lo anterior, sin embargo, acicate suficiente para que le dedicase algún asedio crítico a esta “noveleta bien hecha de sabor decadente”, según el pensar de René Jara C. Su relectura solo me descubrió que, dentro de su sencillez de estilo, palpitaba una historia interesante, atractiva y fantástica, producto sin duda, como fina y concisamente lo señala Mario Benedetti, de su “refinada mezcla de ensueño y pesadilla”. Los caminos de la crítica, sin embargo, obedecen a veces a circunstancias extraliterarias. Como muchos en su momento, yo fui sacudido también por el affaire AuraAbascal. Recordarán que, recién iniciado un nuevo siglo, en el año 2001, Carlos Abascal, siendo secretario del Trabajo y Previsión Social, puso el grito en todos los cielos nacionales y hasta internacionales porque a su hija de 14 años le habían encargado leer, en un colegio privado y católico, Aura de su tocayo Fuentes. Gracias a ello, y no a una crítica literaria sobre la obra, los ejemplares existentes del libro se agotaron y muchos lectores, sobre todo adolescentes, convirtieron por un tiempo a la obra en cuestión en una suerte de best seller. Confieso que, mientras se daba el linchamiento del ignorante y conservador funcionario por todos los medios posibles, yo, siendo un pobre e ingenuo lector, no entendía cuál había sido la causa de perturbación de esta buena conciencia burguesa paterna que, pro-
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testando así, creía velar por la supuesta buena educación moral de su hija. Durante ese tiempo me dediqué a hurgar en las líneas y entrelíneas de la nouvelle algún sentido oculto que me permitiera, no justificar la postura del indignado padre de familia, sino entender la desazón que le había producido el texto. Olvidándome de cualquier teoría crítica –a las cuales respeto pero cuya seducción jamás ha logrado convencerme de que me case con una de ellas–, me di a la tarea de comenzar mi asedio por la cita de la novela esgrimida por el protestante en cuestión, y que fue ampliamente reproducida por los medios impresos: Caes sobre el cuerpo desnudo de Aura, sobre sus brazos abiertos, extendidos de un extremo al otro de la cama, igual que el Cristo negro que cuelga del muro con su faldón de seda escarlata, sus rodillas abiertas, su costado herido, su corona de brezos montada sobre la peluca negra, enmarañada, entreverada con lentejuelas de plata. Aura se abrirá como un altar. A partir de esta cita y del breve comentario de su detractor (“hablo de las escenas eróticas y la comparación a un Cristo Negro”, dijo Abascal a los periodistas), me hice la hipótesis de que, sin necesidad de haber leído toda la obra, por medio de esta cita (quizá subrayada por la hija del funcionario), el lector ocasional había intuido, más que racionalizado, una presencia transgresora de sus valores y creencias religiosas que le parecía una verdadera profanación, blasfemia, y cuya lectura no debía ser para nada permitida en un colegio católico. Lo primero que me llamó la atención fue que dicha cita formaba parte de un párrafo completo donde pronto descubrí que su sentido transgresor de lo sacro era mucho más fuerte que la parte mencionada. El texto eludido es el siguiente: Tienes la bata vacía entre las manos. Aura, de cuclillas sobre la cama, coloca ese objeto contra los muslos cerrados, lo acaricia, te llama con la mano. Acaricia ese trozo de harina delgada, lo quiebra sobre sus muslos, indiferente a las migajas que ruedan sobre sus caderas: te ofrece la mitad de la oblea que tú tomas, llevas a la boca al mismo tiempo que ella, deglutes con dificultad… Después de esos dos puntos se encuentra lo citado por Abascal. Debo confesar que antes, en mis lecturas previas, había pasado por alto o le había dado poca importancia a esa referencia. Admito también que quien me hizo la advertencia de dicha presencia fue la crítica literaria Gloria Durán quien, en su ensayo La magia y las brujas en la obra de Carlos Fuentes, señala: “El aspec-
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to religioso del acto sexual es subrayado por Fuentes. La alcoba de Aura llega a ser un templo en metáfora”. Y me inquietó más la referencia a un académico norteamericano, de quien decía: “Sommers subraya también el Cristo negro y la analogía entre la relación sexual y la comunión cristiana. Aura, a veces, se pone en los muslos un delgado bizcocho de trigo que sugiere la Santa Hostia”. Y más adelante: “Fuentes hace confuso el cuadro con su referencia a la profanación de la hostia y al Cristo negro –elementos de la misa negra, que según muchas autoridades es virtualmente una creación literaria y no nació directamente de la tradición de la brujería”. Con estos asideros críticos, fui descubriendo que si bien el párrafo en su totalidad (tanto el subrayado por Abascal como su antecedente) parodiaba car-
navalescamente el acto de la comunión católica, de hecho toda la escena de alcoba dentro de la cual se daba era una parodia del mitologema de la última cena de Jesús y, a su vez, una réplica sui generis de la misa negra, en tanto esta es un ceremonia de signo contrario al oficio católico. Mas todo esto, dentro de una especie de carnavalización global del sentido religioso del cristianismo, específicamente católico, nos enfrenta no a la reescritura del Jesús evangélico, sino a su parodia encarnada en Aura, la mujer-Cristo. Con estas reflexiones, comentadas en mi ponencia “Aura, el espectro de la transgresión” (triplemente publicada), entendí por qué Gloria Durán calificaba a Aura como “un cuento de hadas para adultos”. Y entendí también por qué, después de la presentación de mi ponencia en la Universidad de Texas en Austin, el año
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Emmanuel Cruz: Descosiendo para reconocer
Fui descubriendo que si bien el párra fo en su totalidad (tanto el su brayado por Abascal como su antecedente) parodiaba carna valescamente el acto de la co munión católica, de hecho toda la escena de alcoba dentro de la cual se daba era una parodia del mitologema de la última cena de Jesús y, a su vez, una réplica sui generis de la misa negra... 18
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apocalíptico de 2001 y a quince días del derrumbe de las Torres Gemelas, a un colega le hubiese parecido perturbadora mi ponencia. A partir de esta experiencia, he tenido otros acercamientos a la pequeña obra magistral de Fuentes, de “una atmósfera de penumbra muy mexicana y católica”, según José de la Colina. En este diálogo a través de los años con el texto, me han servido de interlocutores textos críticos que destacan o mencionan aspectos o reflexiones similares a los tratados en mi ensayo. Aunque siempre centrados en la escena de alcoba referida son, por otro lado, demasiado generales. Así Yolanda Osuno, en Tres ensayos de análisis literario, se refiere al “discurso connotativo bivalente que narra el rito sacrílego de la comunión amorosa; rito místico-erótico que repite la crucifixión y concluye en un discurso directo en el que Felipe Montero sale definitivamente comprometido en un pacto: jamás separarse de Aura”. Hay uno, sin embargo, que me pareció muy interesante y, aunque sea de manera breve, quisiera comentarlo sobre todo en cuanto al aspecto sobre el que he venido bordando mis divagaciones. María C. Albin, en “El fantasma de eros: Aura de Carlos Fuentes”, realiza su lectura a partir de “la concepción medieval del amor como una experiencia fantasmática”. En tal sentido, señala, Aura “encarna el fantasma de Eros”, y los tres encuentros eróticos en el relato representan: “el erotismo de los cuerpos”, el primero; “el erotismo de lo sagrado”, el segundo; y “la epifanía de lo inasible”, el tercero. Es decir, al perder Consuelo el objeto de su amor encarnado en el General Llorente, crea a Aura como el fantasma de su deseo amoroso para actualizar en Felipe su amor truncado por la muerte de su esposo. Consuelo se vale de la hechicería para su objetivo pero actúa también como mujer devota. El primer encuentro erótico “culmina en una especie de rito de iniciación que somete al amado a las reglas propias del juego de la seductora, cuya exigencia ritual sella un pacto entre los amantes”. Aura, en este primer encuentro, convierte a Felipe en su esposo. El segundo encuentro, el que ha sido el centro de mi lectura, es considerado por Albin como representante del erotismo de lo sagrado: …ya que en la fusión carnal de los amantes convergen la intimidad sexual y lo religioso, y de esa forma se sacraliza el acto erótico. Una ceremonia ritual que nos remite a la Pasión de Cristo preside la unión de la pareja y el acto carnal se presenta como una ceremonia de comunión entre los participantes. Agrega que el ritual comienza con “un lavatorio o purificación, en el que Aura le lava los pies a Felipe
A través de esta ceremonia, la pareja participa del misterio de la comunión que supone la unión de los amantes en un solo ser, pero también se establece un paralelismo entre el cuerpo de Aura y el de Cristo, ya que por medio de la consagración de la hostia se transforma en el cuerpo del Redentor. Por lo tanto, en esta escena convergen el sacrificio de la misa, es decir, la muerte de Cristo en la cruz y su resurrección, con el acto de amor humano, lo cual implica que a través del rito de la comunión los amantes se redimen. La salvación de ambos es la promesa de amor eterno que logra vencer la muerte al anular la temporalidad finita del acontecer humano. El encuentro erótico acaba con un pacto en el que Aura y Felipe se juran amor eterno. Para la crítica, es por medio de este rito, donde lo erótico y lo sagrado se fusionan, como Felipe toma conciencia de “una identidad profunda que antes del acto erótico se hallaba oculta”. Esto debido a que el espíritu del General Llorente reencarna en Felipe. Yo estoy de acuerdo, sólo que me parece más como una parodia del acto de consagración de la hostia, donde se da la transustanciación y no la reencarnación. De todas maneras, la consecuencia es la misma. Por eso el tercer encuentro erótico, al decir de Albin, “se constituye en la epifanía de lo inasible que se puede definir como la apropiación de lo que debe permanecer inapropiable”. De tal manera que la promesa que le hace Consuelo a Felipe de que Aura volverá, de que ambos la traerán, se convierte en pacto de amor eterno: “el cual otorga a los amantes el derecho de regresar vivos porque la resurrección de la carne, esto es, de los amantes en tanto seres corporales, implica que los cuerpos resucitados regresarán a las almas en un ciclo de renovación incesante”. Con dicha promesa se cierra la novela, pero Aura vuelve y volverá cada vez que un lector la tome en sus manos y reviva sus significados a través de nuevas miradas y comentarios críticos. La relectura de una obra
lipe de que Aura volverá, de que ambos la traerán, se convierte en pacto de amor eterno: “el cual otorga a los amantes el derecho de regresar vivos porque la re surrección de la carne, esto es, de los amantes en tanto seres cor porales, implica que los cuerpos resucitados regresarán a las almas en un ciclo de renovación incesante”. literaria de calidad, como lo es Aura, siempre depara horizontes y significados nuevos. Pueden ser pequeñas observaciones o relaciones subyacentes pero que, compartidas a través de ensayos o simples diálogos entre lectores, enriquecen y amplían nuestra misma mirada crítica sobre una obra. A este respecto quisiera terminar contando una anécdota. Hace un tiempo, una alumna universitaria, a propósito de mi exposición sobre el tema, me comentó que había leído en un libro del Marqués de Sade una escena similar a la del segundo encuentro erótico entre Aura y Felipe, donde incluso aparecía una mujer crucificada. Aunque no supo decirme de qué obra se trataba, me imaginé que sería Justine, sin duda una de las obras más difundidas del autor francés. Efectivamente, en el Libro cuarto, parte 6, se describe la realización de una misa negra: “ceremonia paródica” en que la hostia se consagra sobre el vello del pubis de una muchacha, y donde Justine, “sintiéndose enferma ante tan monstruoso sacrilegio”, se desmaya, lo que provoca el enojo de los clérigos y la vuelven en sí para que ella sirva de altar. Una vez consagrada la hostia sobre su cuerpo, “el pervertido padre Severino, tomando la oblea blanca con una mano, y separando con la otra los muslos de Justine, metió el cuerpo y la sangre transustanciados de Nuestro Señor y Salvador Jesucristo en el orificio obsceno de Sodoma”. El narrador califica esta acción de horrible sacrilegio, lo cual es obvio, y complementa la acción con una penetración anal en el cuerpo de Justine de parte del religioso, lo que lleva a la protagonista a llorar toda una semana “a causa del aborrecible sacrilegio en el que había tenido que participar
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mientras dirige sus miradas al Cristo de madera negra” y termina con un acto de comunión “similar al rito religioso de recibir los fieles la Eucaristía que se celebra durante la misa cristiana”, donde “Aura oficia como sacerdote y consagra un ‘trozo de harina delgada’…” Lo que más me llama la atención de su comentario es que, al contrario de lo señalado por mí (dicha escena se trata de una parodia de la última cena de Cristo y del acto de consagración y comunión de la misa católica y, por lo tanto, su significación acentúa la profanación carnavalesca de lo sacro), Albin se vuelque en una interpretación trascendente del erotismo equiparado con lo sagrado:
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contra su voluntad”. Yo me pregunto si acaso esta escena sirvió de antecedente literario a Carlos Fuentes para Aura. En todo caso, poco importa, lo indudable es que, desde el punto que se vea, dicha escena es un pálido reflejo de las descripciones de la misa negra que han sido bordadas más en la ficción que en la realidad, como se señaló líneas arriba. La escena de la mujer crucificada, y en tal sentido figuración de la mujer-Cristo, aparece en el Libro quinto, parte 8. En un sótano donde el personaje Rolando comete sus desmanes eróticos, hay un remedo de capilla donde se encuentra un crucifijo y, frente a éste, “en la misma postura que el Cristo crucificado”, una efigie en cera de una mujer desnuda, réplica de la mujer real que murió crucificada víctima del sadismo de Rolando. Es curioso cómo ambas imágenes, distintas y distantes aunque dentro del mismo relato, fueron convocadas por una lectora ante la escena de
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la alcoba de Aura. ¿Habrá operado de manera parecida la asociación al escribir Fuentes su obra? Lo cierto es que la creación literaria se nutre de la realidad (en las alcobas católicas mexicanas es frecuente que exista una imagen de Cristo crucificado) y de la literatura misma (ya se sabe que mucho se ha bordado sobre las influencias o la intertextualidad de muchas obras precedentes a Aura, con la complicidad del mismo Fuentes). Además, una obra va creciendo con el tiempo y se va llenando de una red de interrelaciones literarias, culturales y sociales, gracias a las intervenciones y comentarios de sus diversos lectores. A sus 50 años de existencia, tan sólo en México, cuna de su nacimiento, Aura lleva ya 67 ediciones y una edición conmemorativa con 10 ilustraciones de Vicente Rojo. Seguramente, por muchos años más, seguirá volviendo Aura, más que por el poder y la magia de Consuelo, convocada por infinidad de futuros lectores.
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Poemas
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8 Raciel Quirino* Donde no estabas
Hay días
Ya no estabas aquí cuando alguien te juntó [los labios, sin sangre, casi azules. No estabas aquí con tus duras palabras y aspavientos, porque no habrías tolerado que taponaran con algodón los oídos, las fosas nasales, que recortaran las cejas. Sé que no habrías permitido que te vistieran con un traje nuevo y peinaran hacia atrás como un extraño: preferías un mechón cano por la frente y gastar lo indispensable.
¿Qué de los pájaros? Dan ganas de echarse para siempre y que se [acabe todo. Pero entonces, el hambre, las ganas de orinar, ¿dónde? Tal vez, y no lo sé de veras, para pasar el tiempo se aprovecha, y aprendemos a tocar flauta en vísperas de la cicuta. Y se sabe que todo importa pero no importa, pero hay días que esto es real y se puede [acariciar su frente. Entonces se nos cae la boca y preguntamos: ¿pero qué hacer luego con el hambre?, ¿con la orina? Y a todo esto, ocurre, pega la tristeza. Hay días. Así pasa. Aprieta alguna cosa que sabemos, algo así como un sabor a palos por tan poco, dos zapatos que ya no te recuerdan. Sobre todo el alma, que se extiende hasta ponerlo a uno de un color subido, [vallejiano.
Pero el mediodía, olvidándose de ti, de los pañuelos y el silencio de un treceavo piso por donde observabas la ciudad iluminada; el mediodía avanzando con lentitud entre la gente reunida alrededor, a todo lo largo de la rigidez, coronado por un escalofrío arrojó su piedra a lo profundo de las fuentes, salpicando los rostros de los hijos y los [hermanos, de las mujeres queridas. Y ciertamente ya no estabas, porque ni siquiera notaste que todo el mundo [estuvo, que todos vistieron negro riguroso, y los cuatro cirios que proyectaban su luz te volvían siniestro.
* Raciel Quirino (Ciudad de México, 1982) es egresado de la licenciatura en Lengua y Literatura Hispánicas de la unam. Ha publicado el poemario Western (feta, 2012) y poemas en las revistas Tierra Adentro (Conaculta), Casa del Tiempo (uam) y Crítica (buap), entre otras.
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Alfonso el joven 8 Édgar Valencia
Estamos, quizás, acostumbrados a verlo en algunos retratos: rubicundo, bonachón, como el abuelo feliz de las letras mexicanas. Si en su iconografía se conservan fotos suyas a los tres, a los seis meses, a los 10 o a los 20 años, al porvenir le gustan las cosas acabadas y es más fácil para la memoria pintarnos su imagen como la de un viejo generoso...
Édgar Valencia es doctor en Letras por la unam y profesor-investigador del Centro de Estudios de la Cultura y la Comunicación de la uv.
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uando Alfonso Reyes cumplía 35 años, en mayo de 1924, tenía publicados una decena de libros, que ya eran textos fundamentales de la literatura mexicana. Es cierto que en su época madrileña (1914-1924) editó los más célebres: Visión de Anáhuac, El suicida, Cartones de Madrid, Retratos reales e imaginarios, Simpatías y diferencias, (1920), El cazador, Calendario, Ifigenia cruel (1924) y el libro de cuentos El plano oblicuo (1920); aunque varios de los textos de estos libros habían sido elaborados un par de años atrás, por ejemplo, “La cena”, el cual fue escrito en México cuando su autor contaba 22 años. Quiero destacar, además, la relevante producción de Alfonso en esas primeras décadas del siglo xx, pues esos libros habrían bastado para que tuviera un lugar señero en nuestra lengua; me interesa destacar la juventud de Alfonso, la preocupación desde su adolescencia por ciertos temas que pueden ser rastreados a lo largo de toda su bibliografía, así como el impulso transformador, contra el sistema, que tiene todo joven en edad de merecer rebeldía. Lo llamaré Alfonso, tal como llamaríamos a un coetáneo, pues en esos primeros libros es eso: nuestro semejante, nuestro hermano. Estamos, quizás, acostumbrados a verlo en algunos retratos: rubicundo, bonachón, como el abuelo feliz de las letras mexicanas. Si en su iconografía se conservan fotos suyas a los tres, a los seis meses, a 1
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Alfonso Reyes, Obras Completas, t. i, fce, México, 1960, pp. 313-314.
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los 10 o a los 20 años, al porvenir le gustan las cosas acabadas y es más fácil para la memoria pintarnos su imagen como la de un viejo generoso: quizás por esa calvicie prematura desde sus 24 y ese mostachón grueso de puntas en bucle que cultivó apenas lo permitió el final de la mocedad. Es enorme la presencia de la estatua que esconde tras la sombra al adolescente que fue y los primeros impulsos sobre los que marcará sus insistencias. Desde temprano manifiesta su preocupación por el estudio, su predilección por Goethe, por las lecturas de los clásicos. En el niño se perfilaba el intelecto del hombre, que pareciera haberlo leído todo antes de los 15 años. En una nota curiosa que él recoge como punto de arranque de su prosa, su “Alocución en el aniversario de la sociedad de alumnos de la Escuela Nacional Preparatoria”, en 1907, Alfonso mencionaba: Las energías que se gastan tiernas, da lástima ver cómo se malogran y cómo no producen sino acción efímera […] En verdad os digo que a las nuevas generaciones de estudiantes poco nos queda de esa risa, porque se nos ha olvidado reír. Y yo, con perdón de las personas graves que quisieran reducir la conducta a formulas algebraicas, creo que la juventud necesita reír […] Alumnos de la Preparatoria: nunca seáis adustos. Antes bien sed risueños, sed audaces, sed libres, y sobre todo, no seáis bohemios.1 Esas personas graves, esas fórmulas científicas del positivismo, eran un motivo contra el cual manifestarse. Las humanidades no tenían cabida en la edu-
palabra nueva n Emmanuel Cruz: Máscaras
cación de entonces –y al parecer tampoco en la de ahora–: se denostaba a los clásicos, a toda filosofía que no fuera la positivista, como la recién surgida de ese joven Nietzsche. Amplía Alfonso:
fue el que, en 1909, cambió su nombre por el de El Ateneo de la Juventud. 3 Cuando Alfonso comienza a escribir “narrativa”, en 1910,4 recuerda que:
Pretendían que la historia y la literatura sólo sirven para adornar con metáforas o reminiscencias los alegatos jurídicos. Afirmaban que la poesía era una forma atenuada y deglutible de la locura, útil sólo en la juventud a título de ejercicio y entrenamiento, silabario de segundo grado o juego auxiliar de la mente como los acertijos.2
Los científicos, dueños de la Escuela, habían derivado hacia la filosofía de Spencer, como otros positivistas; en otras tierras, derivaron hacia John Stuart Mill. A pesar de ser spencerianos, nuestros directores positivistas tenían miedo de la evolución, de la transformación. 5
Ante esto, los ateneístas buscaban una nueva manera de pensar a pesar del régimen. La revista Savia Moderna, fundada en 1906, fue el lugar donde coincidieron por primera vez los ateneístas; un año más tarde se estableció la Sociedad de Conferencias con el fin de disertar y difundir la filosofía y la literatura desde Nietzsche hasta Edgar Allan Poe. Este grupo
2 “Pasado inmediato”, en Obras completas, t. xii, fce, México, 1960, pp. 195-196. 3 Véase Rocío Ortega, “El Ateneo de la Juventud”, en Revista de Revistas, núm. 4137 (mayo), Excélsior, México, 1989, p. 38. 4 Textos como “Lucha de patronos”, “Los restos del incendio”, “La primera confesión” y “Silueta del Indio Jesús” están fechados en ese año. 5 Alfonso Reyes, “Pasado inmediato”, en Obras completas, t. xii, fce, México, 1960, p. 184.
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Emmanuel Cruz: Retrato del poder
La casta política del país –ministros, senadores y gobernadores– tenía en promedio 70 años; quienes conformaban la cámara baja promediaban los 60 años.6 Por su parte, El Ateneo de la Juventud estaba integrado en su mayoría por un puñado de jóvenes cuyos hermanos mayores eran Enrique González Martínez, Luis G. Urbina y el generoso tutor Justo Sierra. Alfonso cursaba entonces la preparatoria. Sin duda, se observaban las diferencias de edades entre una clase intelectual y otra “científica” como signo de an“Reyes y su generación, la de El Ateneo de la Juventud, rompen con el positivismo. Esta tendencia, como ha demostrado Leopoldo Zea, es, además de una doctrina filosófico-social, un programa político [...] La descripción atenta y ávida del objeto se convierte en la única definición válida en El deslinde y en Cuestiones gongorinas. La objetividad, la neutralidad científica, son sus notas distintivas [...] Vistos desde otra perspectiva, estos estudios académicos representan un rompimiento con la era de la improvisación y de coloniaje cultural”. Carmen Galindo, “El cazador”, en aa. vv., Presencia de Alfonso Reyes, fce, México, 1969, p. 30. 7 Luis González ofrece un contraste entre el ámbito intelectual y social: “Mientras los jóvenes cultos combatían por la apertura cultural, los sin letras, los futuros héroes revolucionarios, peleaban entonces únicamente por ganarse el sustento”. La ronda de las generaciones, sep-Cultura, México, 1984, p. 70. 8 José Luis Martínez y Christopher Domínguez Michael, La literatura mexicana del siglo XX, Conaculta, México, 1995, p. 18. 6
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quilosamiento del régimen, mientras el naciente país empezaba a hervir de ideas nuevas.7 Años después, conjeturo, esto será recordado por José Vasconcelos al crear el lema de la Universidad Nacional. Pues no dice: “por mi raza hablará la ciencia”, frase que habría tenido una reminiscencia positivista: en cambio, se dejará hablar al espíritu. Una revolución cultural, si es posible llamarla de este modo, fue acaso más silenciosa que la gran Revolución. José Luis Martínez indica: El propósito moral, que acaso no necesitó anunciarse, fue el de emprender toda labor cultural con una austeridad que pudo haber faltado en la generación inmediata anterior. [...] percatados, por el contrario, de la amplitud de la tarea que se habían impuesto, [...] los ateneístas mudaron radicalmente los ideales de vida de sus predecesores por otros, si menos brillantes, más febriles para su formación intelectual. 8 La importancia política del Ateneo aún está por estudiarse ampliamente, así como sus frutos en las siguientes generaciones, pero fue un proyecto acaso interrumpido por el azar y el destierro voluntario. Mu-
él un gran peso por la muerte de su padre pero, sin proponérselo, él hizo en la literatura una revolución pro pia cuyos cimientos literarios se pueden ver a lo largo de su obra.... a dicha literatura como la esencia de la decadencia o de la transición, o vista específicamente contra el realismo. La literatura fantástica, y en especial los cuentos de El plano oblicuo, de un aspecto lúdico y fragmentario, que provocan al tiempo cronológico y evitan las explicaciones, serían la literatura más adecuada para combatir a la doctrina positivista, acostumbrada a la comprobación de los acontecimientos, ideología con la que los cuentos fantásticos de Alfonso rompen de manera tajante. La Revolución Mexicana fue un gran peso por la muerte de su padre, pero él hizo una revolución propia, sin proponérselo, en la literatura; cuyos cimientos literarios se pueden ver a lo largo de su obra y él nos los enseña de manera generosa. El joven nos mira sonriente a la sombra de su estatua. Reyes, op. cit., p. 215. No incluimos en esta opinión a Mariano Azuela ni a José Vasconcelos, quienes tuvieron una participación social más directa durante la lucha armada, aunque ambos, como ateneístas, tomaron a los griegos y a otras filosofías como objeto e instrumento de estudio. Asunto no exclusivo de los escritores mexicanos, pues recordemos que Borges, al igual que el primer Cortázar, no comulgó con las luchas populares. 11 Alfonso Reyes, op. cit. p. 195. 12 Allí comenzó Reyes su formación. Víctor Díaz Arciniega comenta: “La presencia de Rodó en Reyes es todavía más personal, íntima en algún momento, pues los trabajos Liberalismo y jacobinismo (1906), los Motivos de Proteo (1909) y algunos otros menores, como su estudio sobre Rubén Darío (1899), marcan sobre él una visión del mundo específica”, en Víctor Díaz Arciniega, “Introducción” a Vocación de América, antología de Alfonso Reyes, fce, México, 1989, p. 14. De José Enrique Rodó aprendió a aspirar a una integración de América, misma que fomentó en el trayecto de su vida como lo mostró con otro americanista: Germán Arciniegas. 13 María Elena Rodríguez de Magis, “Rodó y El Ateneo de la Juventud”, en Revista de la Universidad, vol. xxvi, núm. 2, p. 28, unam, México, 1971. 14 Nos recuerda Gianni Vattimo: “Generalmente el hecho de que se impongan las ciencias de la naturaleza es considerado una amenaza de la cual hay que tratar de defender una zona de valores humanos peculiares sustraídos a la lógica cuantitativa del saber progresivo”. Vattimo, El fin de la modernidad, PlanetaAgostini, Barcelona, 1994, p. 35. 9
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La Revolución Mexicana representó para
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chos vieron a México sumido en una catástrofe irreparable y manifestaban en sus cartas el deseo de no volver, por lo menos en algún tiempo. La Revolución fue un factor desigual en este grupo de jóvenes intelectuales. Mientras Justo Sierra era ministro de Educación, Antonio Caso no simpatizaba con el movimiento y Enrique González Martínez era abiertamente porfirista, José Vasconcelos se pronunciaba a favor y Martín Luis Guzmán siguió a Villa durante 1914. Por su parte, Alfonso habla de una agitada vida intelectual en donde la labor editorial prosigue con bríos inmejorables. En medio del conflicto social, aparecen las revistas Nosotros, Pegaso y La Nave: “La literatura continúa como puede en medio de las luchas civiles. En los peores años, de 1914 a 1916, la labor editorial de México es abrumadora y superior a cuanto habíamos conocido hasta entonces”.9 Parece existir una marcada lucha de supervivencia intelectual, que adopta modelos clásicos para su estudio, mientras la guerra resuena como un eco inmediato.10 De manera aparente, en la vida de la Ciudad de México se respiraba una agitada calma, si se me permite el oxímoron. La carencia de humanismo en la formación de estos jóvenes los obligó a buscarlo fuera y a ofrecerlo a su alrededor. Nos dice Alfonso Reyes: “Quien quisiera alcanzar algo de humanidades tenía que conquistarlas a solas sin ninguna ayuda efectiva de la Escuela”.11 Como ejemplo, en las reuniones de la incipiente cofradía se habló de un personaje que influyó de manera considerable en el grupo: José Enrique Rodó. El recibimiento de los libros del uruguayo fue tal que la quinta edición de Ariel fue impresa en el Monterrey de 1908 bajo el auspicio del gobernador Bernardo Reyes, y la sexta edición corrió a cargo de la Escuela Nacional Preparatoria. Ambos tirajes fueron distribuidos gratuitamente y sin permiso previo, aunque sí con la posterior aprobación de su autor en sendas cartas agradeciendo la deferencia.12 Esto nos lleva a preguntarnos si la ruptura con el positivismo por parte de la generación de El Ateneo no fue la significativa marca de una brecha generacional que ansiaba respirar nuevos aires; la separación de un positivismo que, en palabras del mismo Rodó: “Es la piedra angular de nuestra formación intelectual, [pero] no es ya la cúpula que la remata y corona”.13 De este modo los cuentos de Alfonso, que son precisamente de esta época más cercana a la ideología común de los ateneístas, cobran mayor sentido si los vemos como su propuesta estética contra el positivismo, por su negativa a la comprobación de los hechos y leyes, por su rechazo a la sistematización y el orden, más científicos y menos humanistas.14 Varias de las definiciones de los teóricos de lo fantástico señalan
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Cinco mitos sobre la guerra de castas en Terry Rugeley
yucatán
Cuanto más importante es un acontecimiento, más prevalecen los mitos en torno a él; por eso es que la Guerra de Castas ha logrado un sitio de honor entre las sublevaciones del México decimonónico. El hecho de que tenga razón y los puntos que considero mitos lo sean en verdad no disminuye la importancia del tema.
Terry Rugeley es profesor-investigador de la Facultad de Historia, Universidad de Oklahoma. Su campo de investigación abarca la evolución social del sureste de México. Sus obras principales incluyen Of Wonders and Wise Men: Religion and Popular Cultures in Southeast Mexico (2001) y Rebellion Now and Forever: Mayas, Hispanics, and Caste War Violence in Yucatán, 1800-1880.
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a escena es Tepich, pueblo en su mayoría hablante del maya, del oriente de Yucatán. La fecha es el 30 de julio del año de 1847. Muy de madrugada, un grupo de campesinos mayas, anteriormente escondidos en el monte, entran a su pueblo natal, asesinan a los llamados “blancos” y se retiran nuevamente al monte; este acto de violencia desencadena un conflicto de alrededor de cuatro décadas, que después se conoció como “la Guerra de Castas”. Los contornos de este conflicto son tan conocidos, gracias a las historias tanto populares como académicas, que sólo ameritan una breve recapitulación. La península de Yucatán había disfrutado de una considerable paz durante la épo ca colonial y sus habitantes no participaron de forma bélica en las luchas por la independencia. La salida de España en 1821 desencadenó una serie de rencores y rivalidades que culminaron con la separación de
3 Emmanuel Cruz: Mi otro sueño
Yucatán respecto de México en 1841, y con la repulsa a un intento de invasión de reconquista dos años después. Tales luchas movilizaron al campesinado maya, elevando y, al mismo tiempo, defraudando sus expectativas de una sociedad menos explotadora. Como ya se ha dicho, la sublevación empezó formalmente en el otoño de 1847, y llegó a su apogeo unos meses después; pero la mala organización y la falta de recursos hicieron que los rebeldes tuvieran que retirarse a la selva de lo que ahora es Quintana Roo. Allí, se reagruparon bajo el mando de un oráculo, la Cruz Parlante, que pronosticó una victoria inevitable para sus seguidores. Debido a la total anarquía que privaba en el estado yucateco, los rebeldes sobrevivieron hasta el siglo xx, cuando por fin sus descendientes aceptaron dotaciones del gobierno revolucionario a cambio de una paz definitiva. Mi intención en este artículo no es narrar una vez más la sensacionalista y tal vez trillada crónica de acontecimientos; más bien quisiera proponer argumentos para rectificar lo que considero ciertas distorsiones severas y persistentes en la literatura. Sin intentar faltarle al respeto a los autores anteriores, es justo decir que cuanto más importante es un acontecimiento, más prevalecen los mitos en torno a él; por eso es que la Guerra de Castas ha logrado un sitio de honor
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n estado y sociedad
Violencia y verdades:
La Guerra misma formó parte de una resistencia que duró cerca de quinientos años, vínculo que conecta las subleva ciones del siglo
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con Jacinto
Canek en 1761, y hasta con la Revolución de 1910. ¿Qué hay de cierto en todo esto? entre las sublevaciones del México decimonónico. El hecho de que tenga razón y los puntos que considero mitos lo sean en verdad no disminuye la importancia del tema. La Guerra de Castas es lo suficientemente grande como para resistir algunos cuestionamientos. El primer mito tiene que ver con sus orígenes. Desde el principio algunos observadores han presentado el conflicto como un intento de restablecer una supuesta libertad maya, un atavismo que estalló rápidamente y casi sin previo aviso. Existen variaciones sobre el tema: que había una supuesta “tribu” maya conocida como los “huites”, y que la Cruz Parlante representó el regreso triunfal de ciertas prácticas precolombinas. Que la Guerra misma formó parte de una resistencia que duró cerca de quinientos años, vínculo que conecta las sublevaciones del siglo xvi con Jacinto Canek en 1761, y hasta con la Revolución de 1910. ¿Qué hay de cierto en todo esto? Empecemos con los supuestos huites. La verdad es que el término se originó como un patronímico; a partir de las movilizaciones federalistas de 1836, el nombre se aplicó a ciertos guerrilleros acostumbrados a sobrevivir en el monte. Con su escaso dominio del español, Nelson Reed malinterpretó la referencia, y la desmesurada influencia de su libro nos legó para siempre a los huites; por ejemplo, en el interesante Museo de la Guerra de Castas de Tihosuco, una de las cunas del conflicto, existen diagramas que muestran la supuesta ubicación del asiento de esta mítica tribu. De lo poco que sabemos sobre los guerrilleros originales, parece que, lejos de ser unos campesinos aislados en el monte, eran los más conectados con la vida política y económica del pueblo; lo cual tiene sentido, porque la gente dispersa y que tiene poco contacto con el mundo exterior es difícil de movilizar. Si no se trató de una reacción por parte de un grupo maya no contactado, o por lo menos no dominado, entonces ¿dónde se originaron la Cruz y la sociedad a su alrededor?
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Si analizamos las particularidades de la región de Chan Santa Cruz, descubrimos una amplia selección de prácticas y características que fueron poco más que una adaptación de la sociedad hispana colonial. De la Iglesia adoptaron la arquitectura, el papel del sacerdote y el símbolo de la cruz (con lo cual quedan desacreditadas las teorías de una cruz precolombina). A pesar de los relatos de Nelson Reed y sus imitadores, existen pocas evidencias de los oráculos entre los mayas de la época posclásica o, por los menos, no más que entre muchas otras culturas. Los personajes religiosos más representativamente mayas, los chamanes llamados h-men, significaron un reto para la autoridad de los generales; probablemente por eso sufrieron una persecución en el territorio rebelde, donde tuvieron que practicar sus artes en secreto. Un rasgo de Chan Santa Cruz que notaron muchos historiadores, inclusive Nelson Reed y Lorena Careaga, fue el autoritarismo de sus líderes. Sus generales dominaron a la gente con mano dura, y normalmente cada líder se hizo del poder gracias a una serie de asesinatos. ¿De dónde vino esta tendencia? Tal vez la intolerancia política no requiera ni explicación ni precedente, siendo más la norma que la excepción en la historia humana. En este caso, no marcó una desviación respecto del autoritarismo de la Colonia, ni de los varios regímenes patriarcales de la República de Yucatán; ni, sobre todo, de la férula del comandante militar. A propósito de este último, es justo decir que el modelo más influyente en Chan Santa Cruz fue la milicia. En particular, la fortaleza de San Felipe de Bacalar, institución que había crecido en el siglo xviii para detener los avances ingleses, dejó tres o cuatro rasgos claves en los rebeldes, puesto que dicha presencia bélica tuvo un papel enorme en la militarización del sureste. Al ser insuficientes las provisiones, los soldados tuvieron que cuidar sus propias milpas fuera de Bacalar, lo que dio como resultado la autosuficiencia del soldado-milpero o soldado-artesano. Como los soldados y representantes de Chan Santa Cruz, la fortaleza utilizó un sistema de pasaportes para entrar y salir de la comarca. Finalmente, y a pesar de la supuesta animosidad imperial, Bacalar funcionó como un embudo para los productos agrícolas del sureste, canalizando el azúcar y el aguardiente, junto con las diversas cosechas, a los madereros de Honduras Británica, a cambio de ciertos productos fabricados en Inglaterra que los bacalareños (incluso los soldados) no podían conseguir por medios mexicanos o yucatecos. Inicialmente recibieron telas, ropas, cacerolas y otros utensilios de cocina. Pero con el tiempo el intercambio creció para incluir dos de los artículos que los yucatecos más anhelaban: fusiles y pólvora. En breve, lejos de ser la segunda llegada de los reyes de Chichén Itzá, casi cada
n estado y sociedad Laso: MX lindo y querido
práctica de Chan Santa Cruz tuvo antecedentes en la militarización, esencialmente borbónica, de lo que ahora es Quintana Roo. El segundo mito, y en muchas formas el más sagrado, es que los rebeldes casi expulsaron a los blancos de la península. Esta idea ha encontrado muchos defensores: el historiador patriarcal Serapio Baqueiro lamentó la cuasi-expulsión y la calificó como el cuasitriunfo de la barbarie; cien años después, Nelson Reed la celebró. Ésta ha funcionado como principio sagrado en los relatos populares, en las guías turísticas y en las páginas web. ¡Son tantos los mapas de las historias sobre la guerra de castas, especialmente la de la antropóloga Victoria Bricker, los que perpetúan esa distorsión! Según las versiones más extremas el control del Estado apenas se limitaba a un rinconcito del noroeste. La cuasi-expulsión, sostengo, tiene cierta dosis de verdad, pero en términos generales es un mito. El problema es que los mapas no distinguen entre territorios controlados y pueblos en los que hubo escaramuzas. Las incursiones a muchos pueblos centrales, como Ticul o Izamal, fueron simples ataques facilitados por el pánico general. Por ejemplo, los soldados yucatecos en Izamal tenían la capacidad de frenar a los rebeldes
pero, hartos de meses sin sueldo y preocupados por sus propias familias, tiraron sus rifles a los pozos y huyeron a casa, dejando libre la ciudad para su inevitable ocupación. El mismo escepticismo se aplica aún más a Campeche. Con sus enormes muros de tres metros de grueso y ocho metros de alto, circundada por un foso, “la Novia del Mar” fue inexpugnable para las fuerzas entonces disponibles a los rebeldes mayas. Una evidencia de esto proviene del año de 1867, cuando los intervencionistas franceses resistieron un sitio durante seis meses; sus contrincantes, los sitiadores republicanos, sólo triunfaron porque disfrutaron de la artillería, del apoyo naval, de una organización militar y de una quinta columna de aliados en los barrios. Nada de esto existía para los harapientos rebeldes de 1848. Aun reducida a un tamaño más realista, la tercera parte de la península sigue siendo un vastísimo territorio. Pero debemos considerar dos factores adicionales. En primer lugar, la presencia del Estado en tales lugares había sido muy débil, especialmente en lugares que eran esencialmente de monte. En segundo término, los sublevados hicieron pocos intentos por establecer un control sobre el territorio peninsular. Dada su falta de organización, es debatible si se puede
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hablar de un “control” per se. Tampoco es posible hablar de un solo objetivo –único y unificado– entre los rebeldes. Siempre existieron grupos y clases diversos, y su composición –y más tarde, su orientación– evolucionaron. Durante la segunda mitad del siglo xix, los momentos de unificación entre los sublevados fueron escasos, incompletos y, sobre todo, breves. El tercer mito, estrechamente ligado con el anterior es que Mérida estaba a punto de ser evacuada masivamente. En realidad, los yucatecos no tenían la capacidad para llevar a cabo tal evacuación. No existían ni los barcos, ni los carruajes, ni el dinero para financiar tantos pasajes, y tampoco los destinos suficientes para recibirlos. Cabe recordar que cuando el ejército mexicano se embarcó en el puerto de Veracruz, en agosto de 1842, con el fin de invadir Yucatán, tuvo que rentar los servicios de la marina mercante inglesa para llegar a la península. Es innegable que un puñado de individuos pudientes huyeron por un tiempo. Pero tales casos constituyeron la excepción, no la norma. El cuarto mito tiene que ver con las supuestas defunciones masivas causadas por el conflicto. En realidad, no hubo ni una sola batalla en el sentido de un ejército puesto en formación contra otro; tal vez lo más cercano sucedió cuando el ejército yucateco, mal preparado y sin hombres suficientes, intentó enfrentar a
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los rebeldes al sur de Valladolid, sufriendo una sonada derrota. Hay que recordar que ninguno de los bandos tuvo un entrenamiento formal. Sabemos muy poco de la educación militar de los oficiales del ejército, pero sí sabemos que no fue tan extensa como la que se practicó entre el ejército nacional de la Ciudad de México. Por lo que respecta a los soldados mismos, las pruebas indican que simplemente se les proporcionaron armas y se les envió sin más al campo de batalla. Los rebeldes operaron más o menos bajo el mismo sistema, pero con algunas ventajas: conocimiento del terreno, redes sociales de apoyo y, sobre todo, la motivación para pelear. Además, tenían mejor puntería, porque muchos estaban acostumbrados a cazar y sobrevivir en el monte. Una limitante fundamental para causar bajas fue la insuficiencia de las armas. Los fusiles de ese entonces eran de barril interior liso, lo que hacía impredecibles las trayectorias de las balas; esto, claro, en el caso de que hubiera balas, porque lo más común era utilizar palenquetas –astillas de madera endurecidas con fuego– o pedacitos de estaño cortados de los tubos de los órganos de las iglesias. Estas armas no eran confiables a distancias largas, un factor que contribuyó al resultado tan desigual de las batallas durante la invasión estadunidense, en las cuales los invasores tuvieron la ventaja de contar con fusiles de barril con es-
rebeldes, quienes sabían defenderse). Más importante aún, la península sufrió varias epidemias durante los mismos años: de viruela y de tifo, así como un severo ataque de cólera, proveniente de Cuba, en 1853. El quinto mito tiene que ver con la separación de etnias. Lejos de ser una simple lucha binaria –mayas contra “blancos”–, las líneas de batalla cambiaron muchas veces. La guerra misma nació de un ambiente donde una complicada red de individuos, de rango social intermedio, negoció entre una elite criolla de las ciudades principales y los campesinos hablantes del maya. Esa red incluía pequeños comerciantes, sacerdotes, reclutadores de mano de obra y de servicio militar, así como personas de diversas ocupaciones. Cuando empezó la Guerra de Castas, varios sectores de la elite estaban ya en guerra civil y esa guerra penetró hasta pueblos remotos, como Tihosuco y Bacalar. Originalmente, varios elementos de la red de negociadores se aliaron con los rebeldes. Durante los siguientes dos años muchos de esos no mayas murieron o se separaron de los combatientes. Pero la integración racial no había terminado. El reclutamiento forzoso de los civiles, junto con el maltrato que desafía cualquier descripción, hizo que muchos soldados huyeran al monte, donde buscaron albergue con los sublevados mismos. Un informe de 1852, testimonio de un ex prisionero de los rebeldes, afirma que en Chan Santa Cruz había casi tantos blancos como indígenas, y que los dos grupos tuvieron sus propios barrios y sus propios líderes. Con el regreso de la paz después de 1870, los blancos poco a poco se separaron de nuevo y regresaron a sus hogares en los varios pueblos de Yucatán. Al mismo tiempo, también se ha exagerado el grado de la participación maya. Sólo entre 20 y 25 por ciento de la población vivía en la comarca donde se originó el conflicto. Los demás, aislados de las trifulcas del oriente y sin lazos familiares o económicos con los líderes, no participaron en los eventos que dieron nacimiento a la guerra. Al contrario, hicieron todo lo posible para protegerse de la incipiente violencia. Inicialmente, algunos mayas se inscribieron en el ejército con el título de “hidalgos”, en realidad cargadores y labradores de bajo nivel. Ese puesto les ofrecía notables ventajas: les permitía tener un pequeño sueldo, los liberaba de la contribución personal y los alejaba de las sospechas de tener nexos con los sublevados. Pero cuando pasó la crisis original, estas ventajas empezaron a perder su atractivo y la hidalguía se convirtió en otra forma de trabajo mal pagado y poco respetado. A manera de conclusión, considerando la totalidad de estos mitos, podemos decir que todos ellos se originaron en gran parte debido a la histeria racista que pervivía en el corazón de los descendientes de los colonizadores españoles. El temor a una sublevación
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piral interior, lo que hacía que la bala girara como un minigiroscopio, se estabilizara y tuviera mayor alcance. Lo que es peor, para matar a alguien con una pistola había que hacerlo prácticamente a quemarropa, con el peligro de que en lugar de eliminar al enemigo, el arma explotara en las manos del tirador. Las armas requieren mantenimiento, un punto que los rebeldes entendían bien. En el transcurso de su reconquista, el ejército descubrió varias microforjas en el monte. Pero estas infraestructuras improvisadas resultaron insuficientes, y en la mayoría de los casos los fusiles capturados ya estaban inservibles, por lo que el ejército los arrojó al fondo de algún cenote. Es innegable que los pueblos yucatecos sufrieron algunas masacres. Pero la mayoría de ellas ocurrieron al inicio del conflicto. Los pobladores abandonaron sus casas en los primeros meses. Y cuando el Estado restableció cierto grado de control, los mismos pueblos y haciendas instituyeron un sistema llamado “guardia de bomba”, en el cual, en cada entrada del pueblo, se estacionaba a algunos hombres con granadas primitivas, o bombas, que podían servir como avisos. Es muy probable que la “guardia de bomba” sea el origen de la famosa bomba yucateca, un poema humorístico y pícaro de cuatro líneas que interrumpe el baile local, del mismo modo en que la bomba original interrumpía las actividades cotidianas. El hecho es que, con la experiencia, llegó a ser más difícil sorprender a los pueblos y a las haciendas, reduciéndose necesariamente el número de las bajas. Aunque es difícil medir el asunto en números, las evidencias sugieren que la mayoría de las acciones violentas durante la Guerra de Castas no ocurrieron entre ejército y sublevados, sino entre las diversas facciones de yucatecos, grupos más inclinados a la batalla formal y con acceso a mejor armamento. Hay que mencionar que en ese entonces era uso y costumbre asesinar a sangre fría a los prisioneros de guerra; por falta de pólvora, el ejército los ahorcaba, mientras que los rebeldes utilizaban machetes. Continuando con el mismo punto, sabemos que los censos antes y después de 1847 demuestran un descenso notable en la población, posiblemente de unas ciento cincuenta mil personas. Hay varios factores que explican estas disminuciones de la población entre 1845 y 1853. A diferencia de lo que sucedió en Mérida, la población que vivía en la zona del conflicto bélico vio oportuno el momento para reubicarse –un viaje sin retorno– en varios puntos lejanos, incluyendo Belice, Guatemala, Tabasco y las islas que rodean la península; o, en el caso de la mayoría de los campesinos, para quedarse escondidos en el monte (en realidad, los planes de reanudar la venta de esclavos a Cuba se orientaron a capturar a estos cimarrones, y no a los
Laso: Efecto reversivo
racial era la pesadilla que amedrentaba a cada niño de la ciudad, y cada muerte a mano de indígenas instantáneamente se multiplicaba por 10. Esa histeria es la que encontramos en prácticamente cada página de los cinco tomos de Serapio Baqueiro, considerados demasiadas veces como la biblia en el tema de la Guerra de las Castas. Lo que es innegable es que esta guerra, acontecimiento que transformó más que cualquier otro las vidas de todas las clases sociales del sureste, reorganizó en forma masiva a las poblaciones peninsulares e inspiró por primera vez un sentido de la posteridad, es decir, de la importancia de los acontecimientos actuales para las generaciones futuras. En ese sentido, la guerra permanece suspendida en el imaginario de la gente del sureste, embelesándola con circunstancias tan intrincadas como las raíces de la sagrada ceiba yucateca.
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Bibliografía Careaga Viliesid, Lorena. Hierofanía combatiente: Lucha, simbolismo y religiosidad en la Guerra de Castas. Universidad de Quintana Roo/Conacyt, México, 1998. Rugeley, Terry. Yucatán’s Maya Peasantry and the Origins of the Caste War, 1800-1847. University of Texas Press, Austin, 1996. Rugeley, Terry. Rebellion Now and Forever: Mayas, Hispanics, and Caste War Violence in Yucatán, 1800-1880. Stanford University Press, Stanford, 2009. Sullivan, Paul. Unfinished Conversations: Mayas and Foreigners between Two Wars. University of California Press, Berkeley, 1991. Villalobos González, Martha Herminia. El bosque sitiado. Asaltos armados, concesiones forestales y estrategias de resistencia durante la Guerra de Castas. ciesas/Conaculta, México, 2006.
Sandra Gil Araujo
en europa
Tomando como punto de partida los contratos de integración de inmigrantes impulsados en el contexto europeo, el objetivo de este artículo es proponer algunas reflexiones sobre los contenidos de la ciudadanía que están implícitos en estas prácticas normativas y discursivas.
Sandra Gil Araujo es doctora en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Investigadora Conicet del Instituto de Investigaciones Gino Germani, Universidad de Buenos Aires. Integrante del Grupo Interdisciplinario de Investigadoras Migrantes.
Introducción En las últimas décadas, en la mayor parte de los países europeos, el debate político sobre la inmigración ha centrado su atención en la posibilidad de integrar a las poblaciones inmigrantes y en el peligro que su presencia podría suponer para la unidad y la seguridad nacionales. En este marco, los elaboradores de políticas comenzaron a teorizar la ciudadanía, pero no sólo en términos de derechos y deberes, sino, sobre todo, de demandas culturales y morales hacia los nuevos miembros como prueba de su identificación con la nación. En la mayoría de los casos, estos debates terminan atrapados en el estrecho margen del concepto de identidad nacional. Y es que casi siempre, en el perímetro de la nación “… el debate sobre la inmigración revela otro problema, quizás más fundamental. La cuestión de la identidad nacional” (Schnapper, 1994: 129). Desde principios del presente siglo, en un claro tránsito hacia la radicalización de estas concepciones, un número creciente de países de la ue han puesto en marcha lo que ha dado en llamarse “exámenes” y/o
“contrato de integración”, mayoritariamente vinculados a los procesos de nacionalización. En algunos casos estos exámenes se aplican también a los candidatos a la migración familiar, así como a los refugiados. De este modo, las denominadas políticas de integración se van convirtiendo en un instrumento de control, restricción y selección de inmigrantes. Paralelamente, la nacionalización está comenzando a ser pensada no como herramienta de integración, sino como la expresión del coronamiento de ese proceso. Tomando como punto de partida los contratos de integración de inmigrantes impulsados en el contexto europeo, el objetivo de este artículo es proponer algunas reflexiones sobre los contenidos de la ciudadanía que están implícitas en estas prácticas normativas y discursivas. De la contratación de trabajadores extranjeros al cierre de fronteras El modelo de acumulación económica que se configuró después de la Segunda Guerra Mundial impulsó una transnacionalización de la actividad productiva, acompañada de una veloz internacionalización de los procesos tecnológicos y de trabajo, que inauguraron una geografía de la producción hasta entonces desconocida. El desarrollo de la fabricación en cadena y el crecimiento del consumo a partir del aumento del poder
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Políticas migratorias y construcción nacional. Apuntes sobre políticas para la integración de migrantes
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adquisitivo fueron algunos de los requisitos para el funcionamiento de este sistema de producción, conocido con el nombre de fordista, que se caracterizó, entre otras cosas, por un consumo intensivo de la mano de obra. Debido en parte a los altos niveles educativos de la población local, el sector industrial sufrió una carencia de mano de obra poco cualificada, que se consiguió a través de la contratación de extranjeros. En muchos casos, las propias empresas desarrollaron una estrategia de reclutamiento de trabajadores en los territorios coloniales y en la ribera norte del Mediterráneo y Europa del Este, que luego se extendería a los países del Magreb. Los gobiernos actuaron como mediadores en este proceso, firmando acuerdos bilaterales con algunos de los gobiernos de los países de origen y facilitando el acceso de los trabajadores inmigrantes al territorio nacional. El empleo de extranjeros fue considerado como una solución temporal a la creciente demanda de trabajadores para el sector industrial. La preponderancia del trabajo asalariado y el desarrollo del Estado social dieron origen a la denominada sociedad salarial, entendida como aquella en “la que la inmensa mayoría de la población accede a la ciudada-
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nía social en primer lugar a partir de la consolidación del estatuto del trabajo” (Castel, 2004: 42). El trabajo funcionaba como instrumento/herramienta primordial de socialización, constitución de identidades y reproducción del sistema. También los trabajadores extranjeros tenían un lugar de utilidad social en razón de su condición asalariada. Mientras el trabajo funcionó como espacio de acoplamiento de los inmigrantes, pensados principalmente como trabajadores, su integración, como la del resto de los asalariados (o integrantes de la clase obrera), no se problematizaba de manera diferenciada. La propia dinámica de funcionamiento del Estado de bienestar keynesiano, la legislación y las políticas sociales hicieron imposible su exclusión. Los derechos de salud, seguro de enfermedad o desempleo y el esquema de pensiones no permitían excepciones y con el tiempo generaron una serie de derechos que restringieron y, posteriormente, erosionaron el potencial de las políticas de control y la reversión del proceso de inmigración. Los problemas de integración se identificaban en términos socioeconómicos: con relación a la pobreza y las situaciones de desventaja, o como un síntoma de la concentración
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urbana, del desempleo y/o de la precariedad de la vivienda. La diferencia cultural no era el marco para pensar, discutir e intervenir sobre estos asuntos. La migración permanecía como un asunto para expertos en el ámbito social. Pero en los años setenta este modelo llegó a su fin. El desarrollo de las nuevas tecnologías de producción y comunicación había allanado el camino para la automatización del proceso productivo y el fraccionamiento espacial de la producción. Ambas dinámicas implicaron una progresiva disminución de la necesidad de mano de obra en los países industrializados. La reorganización del trabajo y el cierre de industrias dispararon los despidos. La pérdida de empleos del sector industrial fue, en parte, compensada por la expansión del área de servicios. Estos nuevos empleos requerían cierto tipo de habilidades comunicativas y de manejo del idioma local, pero también supusieron una degradación de las condiciones de trabajo: contratos temporales, bajos salarios, inseguridad y pocas posibilidades de promoción. Fueron cubiertos en mayor medida por jóvenes y mujeres que por los antiguos trabajadores de la industria. El desempleo
de larga duración se transformó en un elemento estructural de las sociedades europeas. La política de reclutamiento de trabajadores extranjeros se detuvo y se implantó la inmigración cero. Los trabajadores inmigrantes pasaron a engrosar las filas de los inhabilitados por la reestructuración industrial. Pero contrariamente a lo que tanto gobiernos como empresarios esperaban, muchos trabajadores extranjeros rechazaron los programas de retorno y, amparados en los derechos de reagrupación, trajeron a sus familias. Paulatinamente, la reagrupación y formación familiar se convirtió en la principal vía de ingreso regular a los países del centro y norte de Europa. La libre (in)migración comenzó a ser definida como posible amenaza para las sociedades de recepción, porque se consideraba que podría dificultar la regulación de los mercados laborales e incluso alterar las precondiciones del Estado de bienestar, construido después de la Segunda Guerra Mundial. En este escenario los elaboradores de políticas empezaron a teorizar la ciudadanía con base en las demandas culturales y morales hacia los nuevos miembros como prueba de su identificación y lealtad con la nación. Estas visiones se vieron plas-
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El discreto encanto de la integración. Una exploración por el paisaje europeo
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madas en determinadas políticas que acompañaron el cierre de fronteras. En los años ochenta, la denominada “integración de la población inmigrante” se convirtió en un tema clave de la política interna, coincidiendo con la reformulación de las bases del Estado de bienestar. Desde entonces, la presencia inmigrante pasó a definirse como una amenaza para la unidad nacional, y la identidad política y las migraciones se vieron problematizadas como un tema con dimensiones culturales y étnicas, lejos del marco de la economía política, el Estado de bienestar y la lucha de clases bajo el cual, alguna vez, fue subsumido. Este fue también el contexto en el que se inició la cooperación intergubernamental en materia de inmigración entre los países de la Unión Europea.
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Más allá de los diferentes modos de inclusión/exclusión promovidos por lo que se conoce como “regímenes o modelos nacionales de integración”, las similitudes entre los diversos países europeos a la hora de tematizar la presencia inmigrante no comunitaria son notorias. La más evidente es la persistencia del término paraguas integración para catalogar a las políticas públicas destinadas a la población inmigrada, en muchos casos hace más de treinta años. Los Países Bajos asumieron la presencia de los trabajadores inmigrantes y sus familias como un fenómeno definitivo antes que otros países europeos. A finales de los años setenta, el informe Minorías étnicas, del Consejo Asesor sobre Política de Gobierno, planteó la importancia de contrarrestar la exclusión de determinados grupos de inmigrantes y sus descendientes, junto con la necesidad de estimular la idea de una sociedad tolerante y multicultural. Esto marcó un punto de inflexión en la política de inmigrantes, pues supuso la aceptación de que la mayoría de ellos se instalarían de manera permanente. La simplificación de los procesos de obtención de la nacionalidad y la ampliación del derecho de voto para inmigrantes en las elecciones municipales desde 1985 se impulsaron como parte de estas políticas. En el año 1996 se presentó una propuesta sobre programas para el asentamiento de nuevos inmigrantes, que ingresaban principalmente por dos vías: asilo y reunificación o formación familiar. Aparecieron en escena los términos integración (inburgering) y nuevos inmigrantes (nieuwkomers). La ley entró en vigor en 1998 y la política de inmigrantes reemplazó a la denominada “política de minorías” (Gil Araujo, 2002). En el caso de Francia, el eslogan de la integración emergió a mediados de los años ochenta, como postura centrista, que intentaba distanciarse del nacionalismo xenófobo y del discurso antisistema radical. En palabras de Christophe Bertossi, en el caso de Francia: “La integración ha sido en realidad un medio de controlar las fronteras de la ciudadanía, al mismo tiempo frente a las corrientes migratorias y frente a la aparición en la plaza pública de las ‘nuevas’ identidades culturales y religiosas” (Bertossi, 2003: 83). Desde que los antiguos súbditos se convirtieron en los nuevos inmigrados, el Islam se transformó en el eje que organiza el debate sobre la ciudadanía y la identidad nacional. Paulatinamente fue cuajando la idea de que la nacionalidad tiene que ser algo más que una simple formalidad; debe funcionar como herramienta de distinción entre los malos y los buenos ciudadanos. En el Reino Unido, el énfasis en la asimilación fue
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A lo largo de los últimos 10 años, y de modo creciente, gran parte de los países europeos han incluido exámenes de lengua y cultura como requisito para acceder al proceso de nacionalización. La nacionalidad, en los años ochenta, concebida como instrumento para garantizar la integración de las poblaciones inmigrantes poscoloniales, ha pasado a definirse como premio a un proceso de integración exitosa. En algunos casos, estos cambios en la legislación sobre nacionalidad se han visto acompañados por la imposición de contratos de integración para los nuevos inmigrantes, que en los países del centro y norte de Europa ingresan mayoritariamente por motivos familiares o de asilo. En general, estos contratos no se aplican a inmigrantes comunitarios, de Estados Unidos, Nueva Zelanda, Australia o Japón. Los Países Bajos y la Política de Nuevo Estilo En los últimos años, ante el avance de grupos abiertamente antiinmigrantes, el asesinato del cineasta Theo Van Gogh a manos de un ciudadano neerlandés de origen marroquí en noviembre de 2004 y los posteriores ataques a mezquitas y escuelas musulmanas, los Países Bajos han dejado de ofrecer esa imagen autocomplaciente de sociedad tolerante, multicultural y de consenso. A partir de 2003, desde el Ministerio de Asuntos de Extranjeros e Integración se impulsaron reformas relacionadas con los requerimientos para los nuevos residentes y para el acceso a la nacionalización. El conocimiento de la lengua, la historia y la sociedad neerlandesa, así como la promoción de un sentido de ciudadanía participativa y responsable, son los nuevos baluartes para la cohesión social y nacional. Desde marzo de 2006, los potenciales inmigrantes deben aprobar en sus países de origen un examen de neerlandés y de orientación social denominado de Integración Cívica,
como prerrequisito para obtener un visado de ingreso, incluidos los visados de formación o reunificación familiar. La aplicación de esta normativa ha provocado una drástica reducción en las reunificaciones familiares, ya que el examen debe ser aprobado sin cursos preparatorios previos, algo difícil de lograr para las personas con bajos niveles educativos. La más reciente Ley de Integración Cívica impone desde enero de 2007 la participación y aprobación de un programa de formación en los Países Bajos para los recién llegados, los residentes no nacionalizados, los refugiados y los líderes espirituales con visas por tres años o más. El programa incluye habilidades lingüísticas, conocimientos sobre la sociedad neerlandesa, así como la realización de prácticas o trabajo voluntario, con el objetivo de alentar la participación activa en la sociedad neerlandesa y la interacción con ella. La obtención y la renovación de los permisos de residencia están condicionadas a la superación de estos programas. Como ejemplo del nuevo reparto de responsabilidades promulgado por la política de recepción del Nuevo Estilo, los inmigrantes deben localizar y sufragar estos cursos, así como los distintos permisos de residencia y sus renovaciones. Desde enero de 2007 el examen de integración cívica reemplaza oficialmente el test de nacionalización; su aprobación es uno de los requerimientos para acceder a la nacionalidad. Desde la perspectiva del gobierno, integración es hablar neerlandés, y poder conocer y participar en la sociedad neerlandesa. Al aprender el idioma antes de llegar, se facilita la integración de los nuevos migrantes, porque el proceso comienza desde antes. Además, esta buena disposición hacia la lengua y la sociedad demuestra la voluntad y la responsabilidad de los posibles migrantes en su proceso de integración (http://www. hetbegintmettaal.nl/english/). ¿Qué es ser francés? Los entrelazamientos entre la problematización de la presencia inmigrante en clave integracionista y las operaciones de (re)construcción nacional se han encarnado en la creación del Ministerio de Inmigración, Integración, Identidad Nacional y Co-desarrollo por parte del Gobierno de Nicolás Sarkozy. Uno de los primeros proyectos de ley del nuevo ministerio proponía evaluar los conocimientos de idioma de los candidatos a la reagrupación familiar y la firma de contratos de integración y acogida: “Elegir vivir en Francia es tener la voluntad de integrarse a la sociedad francesa y de aceptar las valores fundamentales de la República”, reza el preámbulo del Contrat d’accueil et d’integration. El artículo L.311-9, extraído del “Códi-
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rápidamente abandonado en favor de unas buenas relaciones raciales, entendidas como la coexistencia pacífica garantizada por la tolerancia, la diversidad y el pluralismo. Si bien la palabra integración fue bastante común en los primeros debates, el vocabulario político británico ha estado dominado por la expresión race relations. Con la aparición de nuevas cuestiones en torno a los solicitantes de asilo y la migración familiar, la integración ha reaparecido como el término más amplio para concebir las políticas de asentamiento y, como se verá a continuación, ha sido central en los recientes debates sobre las políticas de inmigración.
de “un gran debate para favorecer la construcción de una visión más compartida de lo que hoy es la identidad nacional” (El País, 2 de junio de 2009). Con tal motivo, el ministro de Inmigración, Eric Besson, abrió un espacio web para recolectar desde el 2 de noviembre de 2009 hasta el 31 de enero de 2010 las respuestas de los “franceses” a la pregunta “¿Qué es ser francés?” Este “debate nacional” fue recogido luego en el proyecto de ley sobre inmigración, integración y nacionalidad que se presentó a la Asamblea Nacional el 30 de marzo de 2010. En la exposición de motivos del proyecto, la vinculación entre la identidad nacional y la política de integración de inmigrantes vuelve a tener un lugar primordial. En opinión del gobierno francés, la inmigración, la integración y la identidad nacional constituyen las etapas esenciales de la trayectoria a seguir por los inmigrantes que ingresan con intenciones de quedarse a vivir en Francia. El Reino Unido y su (nuevo) camino a la ciudadanía
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go de ingreso y residencia de extranjeros y de derecho de asilo”, establece que el extranjero que ingrese de manera regular a Francia y que desee residir de manera prolongada, debe preparar su integración republicana a la sociedad francesa. Según las modalidades previstas por el decreto núm. 2006-1791 del 23 de diciembre de 2006 (Boletín Oficial del Estado Francés del 31 de diciembre de 2006), el extranjero suscribe, junto con el Estado, un contrato de acogida y de integración orientado a establecer, entre Francia y las personas que desean residir en el territorio francés de manera prolongada, “una relación de confianza y de obligación recíproca”. En caso de incumplimiento de los compromisos vinculados al contrato, se puede denegar la primera renovación del documento de residencia o la entrega de la tarjeta de residente. La firma del Contrato de Acogida y de Integración es obligatoria desde el 1 de enero de 2007. A finales del año 2009, el binomio inmigración/ identidad nacional volvió a convertirse en terreno de confrontación, con el lanzamiento desde el gobierno
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En el verano de 2001, tras algunos disturbios en barrios con alta proporción de población de origen inmigrante, el entonces secretario del Interior del Reino Unido (ru), David Blunket, presentó una propuesta sobre inmigración, nacionalidad y asilo. El documento recomendaba medidas para robustecer el sentido de ciudadanía entre los nacionales británicos, unos tests de lengua más rigurosos, un juramento de ciudadanía y un examen sobre la historia y las instituciones británicas. Convertirse en británico debía ser un evento significativo, un acto de compromiso con la nación británica y un importante paso en el proceso de integración en la sociedad, para poder desarrollar un sentido de identidad civil y valores compartidos. La Nationality Immigration Act de 2002 recoge estas propuestas y establece que los candidatos a la nacionalidad deben demostrar un conocimiento suficiente del idioma y de la vida en el ru. Desde abril de 2007, las personas de entre 18 y 65 años que soliciten un permiso de residencia en el Reino Unido, incluidos los migrantes por motivos familiares, deberán aprobar un examen de lengua y de conocimiento de la vida en el ru. Estos requisitos se suman al examen implantado durante 2006 para el acceso a la nacionalidad. En el año 2008, la Agencia de Fronteras e Inmigración del Reino Unido publicó un documento titulado The Path to Citizenship: Next Steps in Reforming the Immigration System, que fue la base para la Ley sobre fronteras, inmigración y ciudadanía 2009, en vigor a partir de enero de 2010. Entre otras cosas, el documento establece que los extranjeros que quieran convertirse en ciudadanos británicos tendrán que ganarse ese derecho.
Notas finales: de la integración de los inmigrantes y las argucias de éstos En la actualidad, la cuestión de la integración se solapa con la preocupación por la diversidad cultural o étnica como problemas para la identidad nacional. Los conflictos que afectan a la población inmigrante están siendo recodificados como una cuestión de religiones, de valores o diferencias culturales. Como muestran los ejemplos aquí resumidos, los discursos públicos sobre la integración de la población inmigrante, a pesar de su carácter ostensiblemente inclusivo, pueden contribuir a diferenciar, externalizar y construir a una parte de la población (los inmigrados y sus hijos) como una amenaza. El discurso de la integración construye a los inmigrantes no europeos y sus descendientes como extraños, unos extraños cuya presencia es incluso permanente. La cercanía física de los inmigrantes, y su lejanía social y política, problematizan la idea de la na-
ción como sociedad unitaria con un sentido compartido de identidad nacional. En las políticas de integración está implícita la conceptualización teórica de la integración social, que tiene como premisa una noción de sociedad territorialmente delimitada, históricamente enraizada y culturalmente homogénea. De ahí que el supuesto sobre la necesidad de una entidad coherente dentro de la cual los inmigrantes deberán ser integrados (un tronco) se haya convertido en un componente esencial de todas las políticas formuladas en nombre de la integración. Utilizando el término integración los intelectuales y policy makers recrean la sociedad como un todo cohesionado y estructurado por un aparato estatal que es capaz de crear políticas e instituciones para alcanzar ese objetivo. Hablar de integración supone imaginar las formas y estructuras que pueden unificar a poblaciones diversas; implica creer que el Estado puede activar la nacionalización de inmigrantes y reconstruir así la nación bajo una creciente diversidad social y cultural. Incluso los planteamientos multiculturales son concebidos dentro del marco de contención nacional, haciendo hincapié en la necesidad de poseer una identidad nacional común, que unifique y cohesione a las diversas comunidades culturales que lo conforman. Pero la preferencia por el término no debería ser interpretada como una muestra de mayor sensibilidad política, sino como la señal de una profunda preocupación por los cuestionamientos que la presencia inmigrante genera sobre las sustancias y los fundamentos de la unidad nacional, en tiempos de fragilización del lazo social y de otras formas de vinculación y pertenencia. La reflexión sobre la problematización de la presencia inmigrante en clave de integración hace emerger un tema nodal para el pensamiento sociológico: los cimientos del vínculo social.
Referencias bibliográficas Bertossi, Christophe. “La ciudadanía francesa: debates, límites y perspectivas”. Revista de Occidente, núm. 268, pp. 83-102. Castel, Robert. La inseguridad social. ¿Qué es estar protegido? Manantial. Buenos Aires, 2004. Gil Araujo, Sandra. Inmigración y gestión de la diversidad en el contexto europeo. Informe comparado sobre las políticas migratorias en los Países Bajos y el Estado español. Embajada del Reino de los Países Bajos/iecah/Transnational Institute, Madrid, 2002. Schnapper, Dominique. “The Debate on Immigration and the Crisis of National Identity”. M. Baldwin-Edwards y M. Schain (eds.). The Politics of Immigration in Western Europe. Frank Cass, Essex, 1994, pp. 127-139.
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La nueva perspectiva exige a los inmigrantes que hablen inglés y que obedezcan la ley si quieren obtener la nacionalidad y establecerse permanentemente en el Reino Unido. El documento prevé la aceleración del camino a la ciudadanía para aquellos que contribuyan a la comunidad. Este proceso se hará más lento si los migrantes no se esfuerzan por integrarse, o incluso si cometen delitos menores. Esto supone modificar la Ley de nacionalidad para que puedan acortarse o prolongarse los tiempos de acceso a la nacionalidad de acuerdo con el comportamiento de los inmigrantes. Estos cambios están en vigor desde el verano de 2011. La nueva normativa se reserva el acceso a los beneficios sociales para los nacionales y residentes permanentes. En los casos resumidos, los objetivos (explícitos) de las contratos de integración son mayoritariamente dos: 1) hacer evidente para los extranjeros tanto los valores como las expectativas que la sociedad autóctona tiene respecto a ellos, y 2) exigirles que hagan claros esfuerzos para integrarse como ciudadanos participativos, activos y responsables. La integración se convierte así en una cuestión de responsabilidad, voluntad, participación y, principalmente, en algo que es posible programar y gobernar. Desde esta perspectiva, las posibilidades de integración de las personas inmigrantes se conciben como el resultado de situaciones particulares, condicionadas por las distintas formas de ser y de hacer y, por lo tanto, como cuestiones que serán administradas a través de las conductas de esas personas, alentándolas a mejorar sus disposiciones mediante la adquisición de conocimientos, actitudes y aptitudes para la integración.
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Desplazarse en el tiempo y en el espacio 8 Carlos Fuentes
Traducción de Rafael Vargas
Cuando el museo al que vuelvo me hace sentir que tan sólo repito una experiencia, me voy rápidamente al café más cercano. Los museos, como las amantes, pueden perder sus encantos. Pero la siguiente vez puede ser siempre la primera. Tuve la buena suerte de volver al Museo de Antropología en Xalapa…
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iempre he tratado de visitar un museo que me gusta como si lo hiciera por primera vez. A veces lo consigo, a veces no. Cuando el museo al que vuelvo me hace sentir que tan sólo repito una experiencia, me voy rápidamente al café más cercano. Los museos, como las amantes, pueden perder sus encantos. Pero la siguiente vez puede ser siempre la primera. Tuve la buena suerte de volver al Museo de Antropología en Xalapa con dos novelistas más jóvenes que yo: Arturo Fontaine, de Chile, y Santiago Gamboa, de Colombia. En México, es fácil desplazarse simultáneamente en el tiempo y en el espacio. De camino a Xalapa, hicimos un primer alto en la ciudad de Puebla, uno de los primeros asentamientos urbanos fundados por los españoles en México, hacia 1532. Ciudad de azulejos destellantes desplegados en torno de la segunda catedral más grande de México, Puebla representa la confianza de los colonizadores españoles: si construimos esto, es porque llegamos para quedarnos. Llevé entonces a mis amigos a la cercana capilla de Tonantzintla, tal vez la manifestación más delirante del barroco americano. Los franciscanos encargaron a los trabajadores indígenas que decorasen el interior de la capilla. Y así lo hicieron, adaptando el barroco católico a la sensibilidad del pueblo recién conquistado y convertido. Si barroco es el nombre de una ostra penitente que decidió convertirse en perla –de molusco a joya–, los artesanos indígenas de Tonantzintla acep-
3 Carlos Fuentes junto a El Rey. Departamento Prensa uv
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taron el barroco europeo y lo transformaron en una asombrosa cascada interior de frutas, flores y fauna de los trópicos. Los ángeles que ascienden a los cielos son morenos, y los demonios enviados al infierno, blancos, rubios, barbados y con gesto feroz. Una vendetta artística como nunca antes la hubo. La siguiente parada nos condujo a Cholula, el antiguo panteón de los pueblos indígenas. Lentamente comienza a ser desenterrado, después de haberse convertido en un monte sin nombre (¿cuántos montes mexicanos son pirámides enterradas?). Se puede ingresar al lugar a través de una serie de laberintos hasta el corazón de la pirámide, donde una serie de figuras que representan a la vida y a la muerte pintadas de negro y rojo nos recuerdan que alguna vez este fue un centro ceremonial regido por el tiempo. En la era prehispánica no había siglos: la unidad de tiempo más cercana era de 52 años. Cholula oculta una pirámide dentro de una pirámide dentro de una pirámide: cada vez que un ciclo de tiempo concluía, la estructura más antigua era cubierta por una nueva. En la cima de la pirámide de Cholula la muy modesta capilla de la Virgen de El Rosario intenta, sin conseguirlo, coronar y expurgar el pasado indíge* Carlos Fuentes, “Authors on Museums. Moving in time and space”. Intelligent Life, The Quarterly from The Economist, vol 3, núm. 3 (primavera), pp. 105-109, Londres, 2010. Reproducido con autorización de la señora Silvia Lemus.
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un asie agu que agu y lu seca
gob cur pos retr tada exce plan dos ven las m en a cue Cabeza colosal número 8
Cabeza colosal número 3
na. Cholula tuvo alguna vez 365 templos. Cortés, el conquistador, ordenó que se construyera una capilla en lo alto de cada uno de ellos. Sólo treinta y tantos quedan hoy en pie. Para que sus artimañas prevalecieran, el conquistador ordenó una enorme matanza en Cholula, en la que murieron 3 000 indios. Los templos fueron blanqueados con cal. Los hombres, mujeres y niños que habían sido hechos prisioneros para ser sacrificados quedaron en libertad. “Sembremos el miedo en la tierra”, dijo Cortés. Y sumisión también. ¿Gratitud? Si recuerdo las cosas que sucedieron de camino a Xalapa, desde la más reciente hasta la más antigua, es porque llevaba a mis amigos novelistas al origen mismo de todo lo que hasta ese momento habíamos visto y escuchado: el gran Museo de Antropología de Xalapa, la capital del estado de Veracruz. Xalapa se asienta al pie de una montaña, y la dramática belleza del camino y de nuestra llegada al valle nos prepararon para lo que es un viaje al origen de la civilización mexicana. No siempre fue bien comprendida: durante mucho tiempo se pensó que la maya había sido la primera cultura, hasta que, en 1957, el establecimiento de su antigüedad mediante radiocarbono reveló que los olmecas habían sido los verdaderos pioneros, pues fundaron San Lorenzo 1 500 años antes de Cristo. Bajamos por un largo, ancho e inclinado corredor, interrumpido aquí y allá por jardines tropicales donde nos miraban colosales cabezas de tres metros de altura, todas ellas aparentemente similares hasta que comen-
zamos a observar algunas diferencias. Todas utilizaban cascos, por llamarlos de alguna manera, pero una cabeza muestra los dientes, otra tiene los labios sellados y una tercera probablemente representa a una mujer, pues su tocado le llega hasta las mejillas. La figura más majestuosa tiene las orejas convertidas en símbolos del jaguar, en tanto que la siguiente muestra signos de mutilación, y una más, que luce algo parecido a picaduras de viruela, está visiblemente deteriorada. Así que aquello que parecía casi idéntico a primera vista, deja ver, cuando se le examina con cuidado, rasgos distintivos en cada cabeza. La cabeza número uno, El Rey, era la primera de ellas, descubierta por Matthew Stirling, del Instituto Smithsoniano, en 1946. Es majestuosa, sin duda. El museo exhibe seis cabezas más. La número tres es casi hospitalaria, mientras que la número cuatro difícilmente parece tener un gesto de bienvenida. Tiene un aire muy adusto, pero la número cinco cierra los ojos y parece anticipar el acto de desaparición de la número siete, un rostro devorado por el tiempo y por la selva. La número ocho parece sonreír ante las pretensiones de estas figuras monumentales, como si adivinara que su sola presencia, cargada de misterio, un día sería el misterio mismo. Pero, ¿acaso la religión cristiana no había sido presentada como un “misterio” a los olmecas por los frailes de la conquista? ¿Y acaso no era ese el principio de fe de Tertuliano: “es cierto porque es increíble”? Al mirar las colosales cabezas de los olmecas uno tiende a creer que la fe religiosa opera con base en principios universales: es cierto porque no hay manera de demostrarlo.
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vini te d en a man con que de M bez serp za: c
azte hum todo hibe lluv pro nid la c lum atue ción sem su f
Xal agr nes. man es u hall que
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Los símbolos del poder están presentes aquí. Hay un trono cargado por dos enanos mientras que el asiento del gobernante muestra un escurrimiento de agua; una referencia, tal vez, a las divinidades líquidas que sustentaban la vida en México, un país donde el agua fluye desde las montañas hacia los ríos tropicales y luego hasta el mar, dejando a la vasta meseta central seca y sedienta. ¿Quién se sienta en el trono? Las imágenes de los gobernantes que se encuentran en el museo están curiosamente difuminadas, como indecisas ante la posibilidad de avanzar a una plena figura humana, o retroceder al jaguar omnipresente, cuya postura sentada evocan los monarcas. Es un conjunto escultórico excepcional: dos seres humanos y un felino se contemplan mutuamente. El jaguar mira con ferocidad a los dos hombres y no sabemos si ellos temen, enfrentan o veneran a la bestia. Lo que es notable es que, lejos de las metamorfosis en que vemos a los reyes convertirse en animales, estos dos corpulentos individuos se encuentran radicalmente separados de la deidad. Los dioses de los olmecas, al igual que todas las divinidades del México antiguo, parecen extremadamente distantes de sus devotos. De hecho, en estas tierras, en aquellos días, se suponía que los dioses eran inhumanos –un parecer que alcanzó su punto culminante con las divinidades aztecas. Coatlicue, la diosa madre que se halla en el Museo de Antropología en la Ciudad de México, es una suma de atributos no humanos: cabezas de serpientes, un collar de cráneos, una falda de serpientes, pies con garras que confirman su naturaleza: carente de cabeza, inhumana y, por lo tanto, divina. Sin embargo, en comparación con las divinidades aztecas, los dioses olmecas parecen menos ajenos a la humanidad, aun cuando sus rasgos se vinculen sobre todo a su función religiosa. El museo de Xalapa exhibe todo un panteón. Allí está Tláloc, el dios de la lluvia, enmascarado, en el bajorrelieve de una lápida procedente de Tuxpan. Allí está Tlazoltéotl, la divinidad de la tierra y del sexo, las tejedoras y la luna, a la cual se presenta como una deidad prohibida, deslumbrante, con los labios ennegrecidos, un pesado atuendo que quizás nos refiere al tejido y la confección. Pero también es representada como una deidad semidesnuda: sus pechos son el refinado símbolo de su función fertilizadora. La divinidad más impresionante en el museo de Xalapa es Xipe Tótec, señor desollado y dios de la agricultura, que cambia de aspecto según las estaciones. De metro y medio de altura, pintada y ataviada de manera sorprendente –con escamas de color naranja– es una de las más espléndidas estatuas que uno puede hallar aquí. El rostro y las manos son suyos, en tanto que las escamas pertenecen a los dioses. ¿Es este un
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esclavo que se hace pasar por un dios o un dios que se hace pasar por esclavo? La sospecha se acrecienta ante la vista de otro Xipe Tótec, éste cubierto por una piel humana con un falo erecto, como si el ser devorado por un dios fuese el clímax del placer. Hay un notable contraste con las tres representaciones de Cihuatéotl, quien podría ser una diosa, o simplemente el alma de una mujer que murió al dar a luz. Sus tres estatuillas se cuentan entre las más hermosas del museo de Xalapa. La más sencilla de ellas es la difunta Cihuatéotl, con los ojos cerrados pero los brazos abiertos y las palmas vueltas hacia el cielo como si rogase por última vez. Su atavío es mucho más elaborado que su actitud: collares, borlas, listones. Las otras dos Cihuatéotl figuran entre las más impresionantes. La dama de mayor dramatismo tiene los ojos entrecerrados, la boca abierta, y también muestra sus
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pechos, pero su collar está hecho de raras conchas de serpiente marina y su magnificente tocado bien vale un viaje al país de los muertos, una región que incluye tanto al cielo como al infierno. Sin embargo, la más suntuosa de estas mujeres, quien al morir puede reclamar la divinidad, es la Cihuatéotl sentada, infinitamente apacible, incluso serena, pues se sienta en el trono de la eternidad, coronada por un mono ciego y sostenida por cuatro rayos de luz a sus espaldas. Creo que esta pieza es equiparable a las Venus de la antigüedad y las Madonnas del Renacimiento. ¿Acaso el orden del que hemos hablado aquí puede perdurar? La incesante lucha entre la bestia de la selva y la deidad en el templo se vuelve visible por la abundancia de figuras animales: rocas volcánicas que se convierten en águilas, murciélagos que sirven como incensarios, vasijas con forma de monos. Parecería que su plena metamorfosis hubiese sido demorada por los objetos cotidianos que los rodean, testimonios de un mundo más allá del panteón, un universo vivo, cotidiano, de vasos, braseros, vasijas trípodes, platos policromados, fuentes funerarias, pero también juguetes con ruedas y niños en columpios. Es como si los reclamos de la vida cotidiana intentasen reiterarse de manera poco significativa aunque, al final, choquen contra la estela y traten de acoplar los relojes humanos (niños en columpios, juguetes, platos) con el tiempo de los de los dioses y los reyes. Una maravillosa estela trunca describe a un dios (¿la serpiente emplumada?) que intenta hablar. La estela busca algo que leer mientras pronuncia el acento del idioma.
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¿Acaso estos son dioses? ¿Los dioses se deterioran? La cultura religiosa olmeca ha perdido su significación religiosa. Se ha convertido en arte. Mientras paseamos por el museo es evidente que tales metamorfosis –de la sacralidad al arte– se originan, paradójicamente, en la naturaleza. Los olmecas –palabra que en náhuatl significa “caucho”– creían que eran descendientes del jaguar (así como romanos y bretones creían descender del león) y su arte está profundamente ligado a la metamofosis de bestia en ser humano merced al acoplamiento de mujer y jaguar, que produciría una raza terrorífca (para mí) de bebés gordos y asexuados, con la cabeza hendida. Hombre y jaguar, mujer y jaguar. El museo de Xalapa nos lleva a creer que ese era el mito olmeca de la creación; la unión de lo sagrado y lo humano. ¿Con qué propósito? La respuesta es inmediata: para crear el primer Estado mesoamericano gobernado por una elite sobre las espaldas de millares de trabajadores, que debían recorrer más de cien kilómetros, río abajo, hasta la ciudad sagrada donde sólo los sacerdotes, los jueces y los generales podían vivir. La tierra de los olmecas era una parvada de poblados dispersos y gente sometida al ritual, al mito y, eventualmente, a la muerte impuesta desde arriba. No hay nada novedoso en ello. Muchas culturas aborígenes, a lo largo y ancho del mundo, fueron construidas sobre la base del trabajo manual por gobernantes despóticos ataviados con los ropajes del mito. Sin embargo, Xalapa nos brinda una enorme sorpresa. Junto a las cabezas colosales y a los jaguares sagrados, hay seres humanos, y ríen.
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Xae la Con rear una res, ajo, los s olente uer-
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Tláloc (perfil)
Para mí, este es el aspecto más sobresaliente del museo de Xalapa: todo el poder, toda la divinidad, todo el ceremonial, todos los mitos del Estado y de la religión provocan, a final de cuentas, risa. La franca, irreprimible humanidad de las caritas sonrientes, que levantan las manos llenas de regocijo. Se ríen, quizá, de la pompa y circunstancia del mundo. Pero, entonces, ¿dónde termina todo, el poder y la gloria, el miedo y la risa? El suelo de la tierra olmeca disuelve los cadáveres. Aquí no quedan esqueletos. El suelo es ácido. Los huesos se desvanecen. Esta visión final es atemorizante, lo concedo. No obstante, el terror de una tierra sin huesos se ve mitigado en cierto modo por el hecho de que todo lo que hemos visto aquí, las cabezas colosales y las figurillas sonrientes, el inmenso luchador de piedra y los frágiles
platos policromados, los juguetes con ruedas y el Xipe Tótec, el desollado dios de la muerte y de la renovación (con un asombroso parecido al Boris Karloff de Frankenstein), tienen un destino bajo tierra. El arte ceremonial de los olmecas apuntaba al mismo destino que su humanidad: el entierro, la desaparición. El final de su tiempo sobre la tierra. ¿Puede un museo tener una misión más elevada que la de resucitar a los muertos? Conduje a mis amigos al puerto de Veracruz, a hora y media de distancia. Nos sentamos en la concurrida plaza central, bajo los arcos, a beber unos mint-juleps veracruzanos, mirando a los danzantes, distantes de los rituales de los olmecas, más cercanos a la vida que fluye de Cádiz y Gibraltar, toca Cuba y la Florida, hasta encontrar su descanso final aquí, en Veracruz, a donde pertenezco.
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La monstruosidad artística de Julio Ruelas 8 Juan Pascual Gay
Un propósito individual, es cierto, guía y moldea la mano de Ruelas; pero una mano que no puede escabullirse a las urgencias y necesidades de su tiempo y de su entorno. La pintura del mexicano resulta extemporánea en el momento de su aparición; sin embargo no deja de representar con una fidelidad que no admite comparación posible en México el espíritu del fin de siglo.
Juan Pascual Gay es investigador de El Colegio de San Luis. Miembro del sni, ha sido profesor en distintas universidades francesas y mexicanas, así como profesor invitado en instituciones españolas y norteamericanas. Es autor de diferentes estudios sobre escritores mexicanos, hispanoamericanos y españoles.
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ulio Ruelas (1870-1907) es quizás el artista más significativo del fin de siglo mexicano. Su singularidad, en la que reside parte de la fascinación que suscita, se encuentra sin dudad en animar y alentar los aspectos más perturbadores del ser humano y de su historia. En ocasiones, sus grabados y aguafuertes recuerdan los Caprichos goyescos o determinadas tintas de José Gutiérrez Solana; una imaginación llevada al límite en donde la sinrazón se asoma desde múltiples tragaluces y claraboyas. Esta devoción por el tremendismo, hasta convertirse en una obsesión rastreable en todo el repertorio pictórico que ha legado el zacatecano, responde ante todo a una sensibilidad personal, pero también a una estética al servicio de un periodo caracterizado tanto por la desorientación como por una crisis sin precedentes de valores y referentes, en donde cualquier alternativa artística era aceptable a condición de que resaltara esa misma crisis. Así, lo mitológico y legendario, lo monstruoso y lo grotesco, esa “fosforescencia de la podredumbre”, según la consignaba Paul Bourget en sus Ensayos de psicología,
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encontraron en el pincel, la plumilla y las prensas de Ruelas la expresión más cabal y ajustada, con un plus no siempre reconocido frente a sus contemporáneos: la sinceridad de su talento creador. De la misma manera que en ocasiones es difícil aceptar la sinceridad de las expresiones poéticas de José Juan Tablada, Francisco M. de Olaguíbel o José María Bustillos, esa misma sinceridad está fuera de dudas en el caso de Ruelas. El pintor no ofrece sólo un estado de ánimo o una sensibilidad tan peculiar como personal, sino sobre todo una manera de ver el mundo fundada en un modo de estar en el mundo. Es este proceso alquímico de transformar la experiencia personal en una propuesta pictórica a la vez mexicana y universal el que hace del zacatecano un caso extraño en el fin de siglo del país y, a la vez, una anomalía en un panorama artístico cuyos referentes seguían ligados a la pintura histórica y realista. El decadentismo –al igual que antes el simbolismo, el parnasianismo y el modernismo– subrayaba que todo lo raro es bello. Baudelaire consignaba en uno de los ensayos de Salones y otros escritos sobre arte: Lo bello es siempre extraño. No quiero decir que sea voluntariamente, fríamente extraño, pues en tal caso sería un monstruo salido de los rieles de la vida. Digo que contiene siempre un poco de rareza, de rareza ingenua, no buscada, inconsciente, y que es esa rareza la que lo convierte particularmente en Bello.
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El ejemplo de Ruelas abrió las posibilidades de ex presión en el medio nacional de lo monstruoso y la monstruosidad (entendidos los vocablos como lo extraño, anómalo o bizarro) como temas de primera mano, al mismo tiempo que desplegaba una creatividad cuyos modelos y referencias se encontraban en la Europa finisecular. Francia, Alemania e Italia habían asumido a finales del siglo xix, en concreto en la última década, los presupuestos decadentistas que se fascinaron ante el horror de una belleza que, más tarde, con el advenimiento de las vanguardias, André Breton bautizaría como “la belleza convulsa”. De hecho, Paolo d’Angelo, en La estética del romanticismo, indica que, a principios del siglo xix, “hace su aparición un nuevo tipo, lo grotesco. Ahora ya no se expresa el término con referencia a su etimología, ni como sinónimo de forma fantástica, sino con el mismo significado que le damos hoy, con referencia a lo trastocado, a la deformación, a la fealdad”. La estética ruelista operó de manera higiénica al relegar la vieja pintura a un segundo lugar y, al mismo tiempo, instrumentar unas expectativas desconocidas en México hasta ese momento. Pero el decadentismo fue el movimiento que propuso explícita y literalmente aquellos aspectos más perturbadores y subversivos para la sociedad, el hombre y su historia, como una apuesta relevante de su estética, en torno a la que, pocos años después, habrían de organizarse los nuevos movimientos artísticos y literarios. Originado en el simbolismo y el parnasianismo, el decadentismo se lanzó con ímpetu a subvertir los valores y principios de una sociedad dominada por una burguesía ascendente en lo económico, garante de la tradición y poco inclinada a satisfacerse con otras propuestas estéticas que aquellas ancladas en una tradición tan rancia como anquilosada. La crisis del fin de siglo atrajo otras propuestas que intentaban encontrar una explicación a esa sociedad que parecía no advertir que la inercia que la había empujado hasta entonces parecía remitir hasta detenerse completamente. Junto a esta parálisis social, la modernidad acechaba y asediaba a los ciudadanos de unas metrópolis que encontraron en el anonimato su refugio pero también su destrucción. En particular, el decadentismo planteó desde el principio un doble combate: por un lado, contra las convenciones del clasicismo; por otro, frente a un arte que se repitiera y se imitase a sí mismo. El decadente, como también el modernista, o antes el simbolista y el romántico, hizo de la originalidad un culto y una religión simbolizada por la Quimera o la Esfinge, por aquello de singular e irrepetible que hay en la monstruosidad que representan, puesto que “muerto el trabajo artesanal, la misión del arte en la industria es crear artificios”. Esta afirmación de José Emilio Pacheco, en el prólogo a su Antología del mo-
Sin título (1904)
dernismo, se antoja excesiva, pero algo tiene de razón. Mas la renovación de la que lo monstruoso y lo grotesco eran punta de lanza del nuevo movimiento, acabó en fracaso, como escribe Humberto Beck en “Sobre la vanguardia (siete apuntes)”, aparecido en Letras Libres en 2011: “Este análisis del culto de la originalidad se quedó, sin embargo, a medio camino, pues nunca penetró en el núcleo crítico del mito de la vanguardia: la dependencia de la estética modernista con respecto al binomio repetición/originalidad”. Así, el decadentismo comenzó a abrir ese camino que hacía de la originalidad su legitimación, aunque el discurso de esa originalidad no construyera sino la ficción de esa legitimación. La consecuencia fue el descrédito del discurso complementario y epigónico que dio inicio a la valoración posterior de la tradición por parte de la vanguardia que redujo a una tabula rasa, como concluye Beck, “nacida en el combate del automatismo de la convención, la vanguardia terminó encarnando el automatismo de la novedad”. El decadentismo y el modernismo no se atrevieron a proclamar explícitamente la abolición de la tradición, pero hubieron de cuestionarla para legitimarse frente a esa misma so-
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Lo que define, en suma, al arte moderno […] es su actitud de apertura al cambio, su desapego de todo lugar o tiempo, su movilidad social y geográfica, su disponibilidad –que raya en la ansiedad– a acoger con gusto lo nuevo aun a expensas de la tradición y del pasado. De todo ello se desprende una proposición: que no hay metas o propósitos dados “en esencia”; que lo individual y la realización del hombre y de la mujer como individuos constituyen el nuevo ideal e imago de la vida; y que es posible reconstruir el propio yo y reconstruir la sociedad mediante un esfuerzo por lograr esos propósitos individuales.
Fauno niño (1898)
ciedad a la que repudiaban. Quizás este primer enfrentamiento explique el hecho de que Daniel Bell, al referirse a las complejas relaciones entre la sociedad moderna y la vanguardia artístico-literaria, las represente en dos de sus figuras relevantes: el bohemio y el burgués, ambas fundamentales para entender el fin de siglo. A pesar de sus diferencias y contradicciones, las dos tienen un mismo origen en la medida que responden al ideal moderno del individuo que se hace a sí mismo; pero si bien es cierto que tienen un comienzo semejante, también lo es que la historia de la modernidad se escribe en los términos de esa paradoja que fue el empeño de uno y otro por aniquilarse, sin entender en su momento la necesidad que ambos tuvieron precisamente para recibir ese reconocimiento que los situaba de manera visible en la sociedad. Como dice Bell, en “La vanguardia fosilizada”, publicado en Vuelta en 1987:
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Un propósito individual, es cierto, guía y moldea la mano de Ruelas; pero una mano que no puede escabullirse a las urgencias y necesidades de su tiempo y de su entorno. La pintura del mexicano resulta extemporánea en el momento de su aparición; sin embargo no deja de representar con una fidelidad que no admite comparación posible en México el espíritu del fin de siglo. El decadentismo fue síntoma y enfermedad, indicio y denuncia, señal y testigo de cargo. Ruelas, más que nadie y mejor que nadie, representó en México esa esquizofrenia y doble sensibilidad tan fin de siglo que traducía a escala el “mal del siglo”, paradójicamente, mediante un lenguaje que poco o nada tenía de mexicano. Ruelas resume la sensibilidad europeísta y cosmopolita de su tiempo y, a la vez, inaugura una nueva vía de expresión en su país. Una formidable síntesis que representa ese talento creador buscado sin descanso a lo largo del modernismo hispanoamericano. El mexicano exhibe la paradoja radical de representar un arte nacional a condición de no integrar ningún motivo así considerado; el más mexicano en la postrimerías del siglo xix a condición de no serlo en ninguna de sus manifestaciones artísticas; una antítesis que no hace sino mostrar de manera palmaria y visible las tensiones y contradicciones de ese periodo que acaba por ubicar, como en filigrana, a Ruelas en un lugar en el que quizás nunca quiso alojarse; un guiño último y burlón a quien hizo de la ironía y lo grotesco su herramienta preferente. El decadentismo fue, en México, el primer grupo artístico-literario compacto y cerrado que operó con la novedad como ideal, con lo actual como inspiración, con lo moderno como materia prima; una camarilla o una sociedad secreta al servicio del arte a pesar de que esa profesión de fe les llevara al escándalo social en su particular manera de epatar al burgués; un cenáculo que no puso obstáculos ni límites a un léxico y unas imágenes que habrían de transformar el vocabulario poético y la imaginería pictórica dando entrada a la modernidad y que cuestionaba, quizás sin percatar-
ción de El País o El Siglo XIX, afilando y adiestrando sus péñolas en columnas regulares o artículos de ocasión, Julio Ruelas había partido a Karlsruhe para completar su formación. A su vuelta a la Ciudad de México, el pintor pasó a formar parte de la nómina de colaboradores de Reyes Spíndola que diversificaba su actividad periodística entre El Mundo Ilustrado, El Imparcial y El Mun do. Pero, sin duda, la actividad de Ruelas cobró fama y reconocimiento a partir de sus colaboraciones con la Revista Moderna. Arte y Ciencia, exclusiva publicación del modernismo mexicano e hispanoamericano, tan elegante como cosmopolita, cuyas oficinas alojaron sus óleos y acuarelas, y sus páginas hospedaron igualmente sus ilustraciones y dibujos. La Revista Moderna operó como esa casa imaginaria donde se acomodaron Jesús E. Valenzuela, José Juan Tablada, Bernardo Couto Castillo, Francisco Olaguíbel, Jesús Urueta, cuyas recámaras se decoraron con el mundo fantástico de Ruelas, que fue capaz de trasladar por igual a la tela y al papel. Pero el pintor aportaba algo más que una sensibilidad común, también más que una visión del arte tímidamente compartida y vivida a la velocidad que exigía lo actual. Ruelas entregaba una estética inspirada en dos de las figuras más representativas del fin de siglo: Gustave Moreau y Félicien Rops.
El descubrimiento del horror, como fuente de deleite y de belleza, terminó por actuar sobre el mismo concepto de belleza: lo horrendo, en lugar de una categoría de lo bello, acabó por transformarse en uno de los elementos propios de la belleza. De lo bellamente horrendo se pasó, a través de una gradación inasible, a lo horrendamente bello. La belleza de lo horrendo no puede considerarse un descubrimiento del siglo xviii aun cuando sólo entonces esa idea logró alcanzar su plena conciencia. Mientras Jesús Urueta, Balbino Dávalos, Alberto Leduc o Ciro B. Ceballos trasegaban las mesas de redac-
Incoherencias (1903)
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se todavía de ello, la tradición literaria y cultural a la que pertenecían. Pero lo que hace de los decadentes mexicanos los primeros modernos, entre otras cosas, es la presencia de la crítica en su obra, y la crítica, como argumenta Octavio Paz, es el distintivo del arte moderno: “El arte moderno es moderno porque es crítico”. El decadentismo sirvió de cauce para desatar sus inventivas y diatribas contra la clase media; sólo hay que recordar las letanías de Baudelaire, Verlaine y Rimbaud; o, a escala, las de Nervo, Couto y Tablada; una beligerancia que entendía el fin de siglo como “el sentimiento de un final”. Frente a la opresión del mundo industrial, en contra de las metrópolis recorridas por multitudes anónimas, a contrapelo de un movimiento obrero organizado, floreció una forma de periodismo que hizo de las narraciones populares por entregas el principio de la cultura de masas; un principio que arrinconó al artista hasta sentirse amenazado seriamente en sus intereses y que lo llevó a cuestionar las ideas democráticas; una marginación que lo impulsó a adquirir formas y gestos aristocráticos y “malditos”, hasta recluirlo en la “torre de marfil” del arte por el arte. Como escribió Villiers de l’Isle-Adam: “¿Vivir? Nuestros sirvientes piensan en ello por nosotros”. Palacios y castillos imaginarios que se poblaron en la literatura y la pintura del fin de siglo de criaturas a las que se les atribuye pesadilla y maldad, pero también seducción y fascinación: faunos, quimeras, esfinges y sirenas. Seres que simbolizan y representan la atracción por lo desconocido e ignorado pero siempre hermoso y cautivador, el encanto por lo prohibido representado por mujeres lujuriosas y siniestras como Salomé, reproducida una y otra vez por Gustave Moreau. Horror y belleza se enlazan para prestigiar lo raro y lo imposible, lo lejano y lo exótico, lo prohibido y lo perverso. Mario Praz, en La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, describe el paulatino descubrimiento del horror, entre finales del siglo xviii y a lo largo del xix, como parte oculta de la belleza:
ron por igual a dar carta de naturalización a una moderna, profana y agresiva “poética de la muerte” en el imaginario visual de México.
La crítica (1906)
Julio Ruelas se había deslumbrado ante la obra del pintor Félicien Rops, artista irónico y burlón que hizo de la irreverencia y la transgresión un tema recurrente. Fausto Ramírez, en su espléndido artículo “Julio Ruelas y las ilustraciones de la Revista Moderna (1898-1911)”, establece las características más sobresalientes de su pintura: En un primer nivel de aproximación salta a la vista que en su obra abundan temas como el rapto, la violación (por lo común, implícita), los crímenes por celos, las degollaciones, la destrucción sañuda del objeto amoroso propia del asesino pasional: toda una galería de motivos propios de la criminalidad cotidiana (aquellos de los que la nota roja periodística solía dar cuenta inmediata, textual y gráfica, y que también nutrieron las páginas de los libros de nuestros primeros criminólogos, como Carlo Roumagnac), aquí transpuestos al imaginario mundo de incierta o anacrónica ubicación espacio-temporal propio del primer modernismo. En tal sentido, tanto los ilustradores populares de la crónica delincuencial como el dibujante zacatecano contribuye-
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Ruelas, para ilustrar la nota roja de aquellos diarios en los que colaboraba, se inspiró decididamente en los trazos y técnicas utilizados por el pintor belga. Sin duda, la propuesta estética de Rops era la que mejor se ajustaba a las necesidades del ilustrador zacatecano cuyo trabajo en las publicaciones periódicas le impedía dedicar mucho tiempo a sus dibujos y litografías. Sin embargo, el belga no consigue elevarse por encima de lo meramente ilustrativo, con frecuencia obsceno y sacrílego, algo que casi siempre consigue Ruelas. La diferencia reside en que Rops no alcanza a desprenderse de sus temas y que su pintura se circunscribe exclusivamente a ellos, lo que limita y restringe su pervivencia. De esta manera, es fácil advertir las semejanzas entre la Esfinge de Rops y aquella de Ruelas de igual nombre. También el parecido salta a la vista con el motivo de la Crucifixión, aunque en Rops habitualmente es una mujer la que está clavada en el madero, desnuda y en actitud provocativa, como en La tentación de San Antonio, mientras que ese mismo motivo en Ruelas carece de esa intensidad e inmediatez sexual, y más bien subraya los aspectos más perturbadores de una sensualidad antes sugerida que explícita. No obstante, Ruelas desembarcó de su viaje a Europa con otro referente en el interior de su valija al que no parece que se le haya dado la misma importancia que a Rops; quizás porque en apariencia guarda pocas similitudes, aunque posiblemente esas concomitancias residan antes en la actitud y en la manera de tratar determinado tema que en la técnica; me refiero a Gustave Moreau. No es disparatado pensar que, entre los pintores europeos del fin de siglo que mejor representan esa estética, sobresalen por igual Félicien Rops y Gustave Moreau; curiosa mancuerna de belga y francés. Si el primero dotó al arte de los aspectos más sombríos y provocadores, irreverentes y sacrílegos; el segundo aportó un inmovilismo que llega a la quietud absoluta. Posiblemente Rops haya llevado al extremo las posibilidades de lo grotesco según lo entiende d’Angelo, pero lo hizo de un modo descarnado y hasta cierto punto burdo. Moreau, por el contrario, fue consciente de su tradición y, en particular, volteó sus ojos hacia Delacroix, cuya propuesta es paradójicamente de signo contrario a la suya. Pero si Delacroix representa al pintor dramático y apasionado, trágico y ardiente, Gustave Moreau procuró ser gélido y estático, frío e inmóvil; el primero pintó ademanes y gestos; el segundo, actitudes y estados. Con todo, uno y otro figuran adecuadamente la atmósfera moral de los dos periodos a los que pertenecieron: Delacroix,
Lo que, de hecho, resulta delicado en la perversidad de este libro, es que ha sido escrito por una joven de veinte años. ¡La obra de arte maravillosa!... Todo este frenesí tierno y malvado y estas formas de amor que sienten la muerte son obra de una niña, de la niña más dulce y aislada… Este vicio sabio que estalla en el sueño de una virgen, es una de las cuestiones más misteriosas que yo conozca… Ruelas ensayó en diferentes tintas el asunto de la androginia, como en Incoherencia o en Óleo, tomando así en México el relevo del francés. Con todo, no fue uno de sus asuntos recurrentes, pero no puede dejar de asentarse puesto que fue el reverso de la crueldad representada por la mujer. Conviene insistir, además, en la influencia literaria de Gustave Flaubert en Ruelas, como sucedió con Rops, ya que el belga se dedica a figurar reiteradamente la relación entre lujuria y muerte, que describe así en La tentación.
No puede decirse lo mismo de Julio Ruelas, no sólo porque fue el exponente más conspicuo del decadentismo mexicano, sino porque sentó un precedente que otros se animaron a seguir. Ruelas tuvo el acierto de convertirse a la vez en precursor y epígono de la pintura decadente. Además, el espíritu trágico de Ruelas es superior en temperamento y carácter al de Rops. Si algún artista representó plenamente el decadentismo en México, al hacer indivisible el vínculo entre arte y vida, ese fue Julio Ruelas. Rops, por el contrario, parece que se conformó con ser poco menos que una caricatura cuyos rasgos obedecen a partes iguales a una voluntad provocativa que carecía del talento necesario para sublimar su arte. Nada de esto puede decirse del mexicano; al contrario, su arte es una respuesta a un estado de cosas antes que una estrategia para llamar la atención. Pero, igualmente, la relación invisible entre el arte de Moreau y el de Ruelas muestra la capacidad del mexicano para apropiarse de aquello que más conviene a sus intereses artísticos sin confundirse ni mezclarse con el de aquél. Julio Ruelas fue el mejor exponente del decadentismo mexicano, el más sincero y depurado también, y más allá de sus méritos artísticos particulares, hay que subrayar su capacidad para absorber unas enseñanzas que no acabaron por desaparecerlo ni por aniquilarlo: al contrario, le dieron la fuerza para acometer el asalto a la modernidad en México.
Percibe en medio de las tinieblas una especie de monstruo ante él. Es una cabeza de muerto, como una corona de rosas. Está sobre un torso de mujer de una blancura nacarada. Abajo, una mortaja estrellada con puntos de oro forma como una cola; y todo el cuerpo ondula, como un gusano gigantesco que se mantuviera en pie. Pero Rops nunca tuvo la altura artística de la que hizo gala, por ejemplo, Baudelaire, y tampoco aquella que exhibió Moreau. Quizás por eso Praz indica que: Rops, traducido en verso por Maurice Rollinat, es un Baudelaire empobrecido, que se ha hecho metódico en su colección de horrores’. Como bien ha dicho Maurras, “donde Baudelaire escribe vampiro, Rollinat pone sanguijuela”. Pero el fondo de la inspiración es siempre aquél, la mujer-vampiro y la voluntad masoquista de la víctima.
Letra capitular “X” (1901)
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“el romanticismo con su ímpetu de acción frenética”; Moreau, “el decadentismo con su estéril contemplación”. Esa esterilidad decadente encontró un asunto preferente en el andrógino que, privilegiado por Gustave Moreau poco tiempo después, encarna el ideal alquímico de una belleza sutilmente inmadura que une espanto y dulzura, abismo y éxtasis. El ideal andrógino, en realidad, fue una obsesión de todo el decadentismo, un anhelo en el que tuvo un papel más que relevante la Rachilde, por nombre Marguerite Eymery, que publicó con apenas veinte años, en 1889, una novelita titulada Complications d’amour, con un prefacio de Maurice Barrès, en el que dice:
Imágenes de la historia: Aby Warburg, Walter Benjamin y Erwin Panofsky 8 Daniel García El devenir de la historia del arte en la primera mitad del siglo XX describe una dialéctica en la que un pensamiento crítico que llevó las contradicciones a su máxima tensión le abrió paso a otro más moderado que intentó resolverlas, reemplazando los problemas por metodologías que parecían infalibles.
Daniel García es profesor de la Universidad Jorge Tadeo Lozano de Bogotá, donde coordina el área de historia del arte medieval y renacentista. Es maestro en Historia del Arte de la Universidad Nacional de Colombia y profesional en estudios literarios de la Universidad Javeriana de Bogotá.
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a reciente traducción y publicación en español del Atlas Mnemosyne de Aby Warburg (1886-1929) vuelve a suscitar la pregunta acerca del sentido que tienen las imágenes y las obras de arte para la historia. Este libro reúne el último proyecto del autor y consiste en casi un centenar de tableros en los cuales algunas series de imágenes acompañadas de breves textos permiten intuir esbozos de una historia de la expresión visual en Occidente. Algunos historiadores del arte y la cultura reconocidos trabajaron al lado de Warburg en la biblioteca creada por él en Hamburgo a partir de 1909, y otros tantos han entrado en contacto con el Instituto que surgió de ella y tiene sede en Londres desde 1933. Pese a la infinidad de autores que podrían citarse, este artículo quiere rescatar la influencia de Warburg en las obras de Erwin Panofsky (1892-1968) y Walter Benjamin (1892-1940) pues, al igual que él, estos intelectuales judío-alemanes consideraron que el arte no era solamente un objeto de estudio, sino también un medio para reinventar las formas de hacer historia.
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El devenir de la historia del arte en la primera mitad del siglo xx describe una dialéctica en la que un pensamiento crítico que llevó las contradicciones a su máxima tensión le abrió paso a otro más moderado que intentó resolverlas, reemplazando los problemas por metodologías que parecían infalibles (Didi-Huberman, 1990: 105-169). Para entender el papel de estos pensadores en ese proceso, es necesario empezar por el final, pues sólo a la luz de las síntesis conciliadoras que estructuran la obra de Panofsky es posible comprender la antítesis que proponen los ensayos críticos de Benjamin y las tesis que trazó Warburg en sus investigaciones. La estructura del Atlas Mnemosyne guarda una estrecha relación con la pintura mural europea del Renacimiento, y las ideas sobre la historia plasmadas en la obra de Warburg se nos presentan como un ciclo de frescos dedicados a la memoria y su musa. En el caso de Benjamin, el montaje y la imagen dialéctica (dos conceptos fundamentales para comprender sus tesis sobre la filosofía de la historia) están inspirados en las expresiones plásticas de las primeras vanguardias. Por último, el método de Panosfky, junto con su concepción de la historia del arte, tienen una fuerte influencia de la arquitectura gótica. I. La obra Panofsky, como una catedral gótica o una summa escolástica, pretendió superar las contradicciones de sus predecesores y plasmarlas en síntesis majestuosas. Desde la distancia, su aspecto de grandeza
introducción al estudio del arte del Renacimiento. En este texto, con la complejidad de un muro gótico cuyos gruesos pilares se van estilizando hasta convertirse en delgados fustes, los niveles de significación de una obra de arte (preiconográfico, iconográfico e iconológico) conforman una estructura de contrapesos y correcciones que no permiten que el edificio teórico se derrumbe tan fácilmente. ¿Hacia qué síntesis conducía este infalible método? La más peligrosa pero la más efectiva de todas: una identificación total entre la imagen y la palabra. En los ensayos de Panofsky el significado último de las obras plásticas parece poder encerrarse en discursos verbales. Sin duda, esta reconciliación de opuestos era urgente para un historiador que participó activamente en la creación de la historia del arte como disciplina académica en Estados Uni-
Panel 2 del Atlas Mnemosyne
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y complejidad se impone ante nosotros y cuando nos acercamos a ella lo singular de sus detalles nos sobrecoge. Esto se evidencia concretamente en sus ensayos historiográficos más representativos. Luego de previas elaboraciones, Iconografía e iconología: introducción al estudio del arte del Renacimiento y La historia del arte en cuanto disciplina humanística fueron publicados en 1939 y 1940, respectivamente. Si bien ambos títulos nos hacen creer que sus reflexiones partieron del humanismo renacentista, algunos indicios permiten ver que no es así. La Edad Media tuvo también una fuerte presencia en su obra. Entre sus investigaciones más destacables se encuentra la conferencia Arquitectura gótica y escolástica. ¿Qué puentes encontró Panofsky entre la catedral y la summa y por qué es posible afirmar que a partir de ellas estructuró su idea de la historia? Lo que a Panofsky más le atrajo del gótico y la escolástica fue su capacidad de exponer, de manera unificada y con total concordancia, experiencias contradictorias e irreconciliables. Tal como él mismo lo menciona, la catedral y la summa intentaron establecer un “tratado de paz permanente entre la fe y la razón” (Panofsky, 1959: 28). Esta imposible síntesis es quizás la pista fundamental para entender una serie de contradicciones que se reúnen “apaciblemente” en estas catedrales: concebidas como obras de arte total. Muchas de ellas nunca fueron terminadas; sus imponentes estructuras buscaban abrir en los muros la mayor entrada posible de luz, como si fuese ella y no la piedra su principal material; en fin, las catedrales reunieron mediante una implacable lógica visual la promesa cristiana de la salvación y la mentalidad burguesa bajomedieval de la ostentación. Las síntesis de opuestos de la arquitectura gótica sirven como modelo para descubrir la estructura oculta de los ensayos historiográficos de Panofsky. En La historia del arte en cuanto disciplina humanística, el autor afirma que el humanismo surgió del encuentro entre la concepción de la humanidad como valor y como límite. Este argumento se sostiene en su discurso con un equilibrio tan improbable como el de una bóveda gótica que apoya todo su peso en ingeniosos arbotantes y contrafuertes. Sin embargo, a partir de él se abre camino para establecer una serie de contraposiciones (entre ciencias naturales y humanidades, obras de arte y objetos comunes, investigación arqueológica e intuición estética, etc.) que a su vez son superadas con síntesis perspicaces (aunque no del todo convincentes), a las que denomina “situaciones orgánicas”. A su juicio, el estudio histórico del arte debe jugar y hacer conciliar formas de conocimiento opuestas, para obtener verdaderos resultados. Esta forma de ordenar y estructurar el discurso también se rastrea en su ensayo Iconografía e iconología:
El juicio final. Portal central de la fachada occidental, (circa 1230) Notre Dame, París
Si Panofsky hubiese meditado más sobre los portales góticos, en donde las re presentaciones del juicio final se organizan con tanto esmero que es imposible distinguir a prime ra vista el bien del mal, quizás no hubiese elegido a estos templos como imágenes de la historia. dos, país donde vivió desde su exilio de Alemania en 1933, hasta su muerte. Por lo demás, la ausencia total de sentido que vivió el mundo en esos años tenía que ser contrarrestada por este amante de la escolástica y el arte gótico, con discursos cuya plenitud de sentido evadiera las absurdas circunstancias. Panofsky, que había trabajado en el círculo de Warburg en la década de 1920, fue expulsado de la Universidad de Hamburgo por los nazis mientras impartía un curso como profesor invitado en Nueva York. Le mandaron el anuncio de su despido con unas cordiales felicitaciones por la Pascua. Su carrera pos-
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terior lo obligó a escribir en inglés y a procurarse una situación acomodada en la academia estadunidense. Los años dorados de su producción coincidieron trágicamente con los momentos de mayor sufrimiento para los judíos en Europa, y su “humanismo escolástico”, si así se le puede llamar, fue la respuesta a un momento de intensa deshumanización. ¿Qué intenciones se rastrean en su obra y en la concepción que ella exhibe de la historia? La totalidad del trabajo de Panofsky es la búsqueda incesante de un lugar: para él, para el arte y para la tradición. ¿Por qué eligió la catedral gótica como su modelo? En ella Europa había fundado una morada que ni siquiera las guerras mundiales fueron capaces de echar por tierra. Si el intento de Panofsky mediante su visión de la historia consistió en construir un lugar indestructible, los resultados parecen satisfactorios, pues aún hoy su obra se erige como un enorme templo que no es posible ignorar. Sin embargo, la elección de la arquitectura gótica para la creación de un pensamiento histórico no está desprovista de un peligro. En El proceso de Kafka, el lado terrible de estas construcciones sale a relucir, pues es justamente en una catedral donde José K escucha del sacerdote la parábola sobre la ley que antecede a su condena: “Hay una puerta reservada para ti, pero no puedes atravesarla”. Si Panofsky hubiese meditado más sobre los portales góticos, en donde las representaciones del juicio final se organizan con tanto esmero que es imposible distinguir a
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primera vista el bien del mal, quizás no hubiese elegido a estos templos como imágenes de la historia. El lugar que Panofsky conquistó con su obra terminó convertido en un laberinto: el de la historia del arte presa de su propia erudición y especialización. II. Las reflexiones de Walter Benjamin sobre la historia y el arte pueden leerse como una antítesis de los discursos de Panofsky, con quien mantuvo una breve y fría correspondencia (Didi-Huberman, 2005: 131). No obstante su relación con la obra el autor del Atlas Mnemosyne sí es definitiva, ya que en su tesis sobre el drama barroco alemán alude explícita e implícitamente “…a la producción de Warburg y de su instituto” (Burucúa, 2002: 44). Benjamin consideraba que la historia no debía cristalizarse en discursos, sino captarse en imágenes. En su obra ataca con fuerza el historicismo y afirma que “el pasado sólo cabe retenerlo como imagen que relampaguea de una vez para siempre en el instante de su cognoscibilidad” (Benjamin, 2008: 307). Desde esa posición, el saber del historiador no consistía en reconstruir minuciosa o nostálgicamente un pasado, sino en el acto de “apoderarse de un recuerdo que fulgura en el instante de un peligro” (ibid.). Apoyado en el materialismo histórico y las vanguardias artísticas, Benjamin elaboró de manera fragmentaria y poco sistemática dos nociones que construyeron su idea de la historia: el montaje y la imagen dialéctica. Ambas se pueden considerar caras de una misma moneda, ya que el principio compositivo del montaje, tal como lo propuso el dadá, produce imágenes colmadas de contradicciones. ¿En qué consistía esta operación? Según Benjamin, el conocimiento histórico surgía de un entrecruzamiento de tiempos discontinuos que chocaban. En ese sentido, más que exponer “una imagen eterna del pasado”, la tarea del historiador consistía en tener “una experiencia única con él” (Benjamin, 1974: 92). El montaje como principio constructivo de la historia atraviesa La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica (1936). En este ensayo Benjamin afirma que es posible representar a la historia del arte como la confrontación de dos polaridades determinadas por el valor cultual y el valor de exposición de las obras de arte. Las vanguardias también expresaron estas tensiones en los emblemáticos cuerpos de las señoritas de Avignon, cuya desnudez exhibida está coronada por máscaras rituales, o en el fotomontaje de Heartfield en el que Cristo padece el peso de una enorme esvástica. El uso del montaje sirve para entender la polaridad entre la función ritual y la función política del arte y la historia. Para Benjamin, estas reflexiones conducían a la contradicción más fuerte: que el conocimiento de otros tiempos consistía en las posibilida-
La cruz aún no pesaba bastante, John Heartfield, Fotomontaje, 1933
des de su reconstrucción en el presente y que, debido a ello, los problemas básicos de la historia no eran de tipo epistemológico, sino político. ¿Qué buscaba Benjamin al utilizar estrategias de creación de las vanguardias? Hacernos entender que es imposible pensar la historia sin cuerpo, ya que él es el depositario de la experiencia más íntima del pasado: la del recuerdo involuntario que llega en medio del peligro. Como un collage dadá, el cuerpo aparece en los ensayos de Benjamin armado con pedazos de mercancías, modas pasadas, nubes de hachís, gestos épicos y todo tipo de prótesis; su imagen dialéctica está cargada de una fuerza que sólo puede provenir de las más radicales expresiones plásticas. Sin embargo, un cuerpo no basta para entablar una lucha o construir una historia. Benjamin fracasó en su fuga a América, y ante la posibilidad de ser detenido, prefirió quitarse la vida el 27 de septiembre de 1940. III. El autor del Atlas Mnemosyne marca el punto de partida y de llegada, al ser el mentor de Panofsky y Benjamin en la consideración del arte como un medio para la reinvención de la historia. Warburg dedicó su vida
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Dibujo de un estudiante indio con rayos en forma de serpiente, “El ritual de la serpiente”, Aby Warburg
Warburg advirtió que nuestra historia más profunda no está en nosotros sino en el cielo: pero no sólo en el nocturno de la astronomía y la astrolo gía europeas (cargado de mitos, ciencia y fatalidad), sino también en el cielo solar, sagrado e implacable, de los indios americanos. a reflexionar sobre las razones de la supervivencia de las imágenes paganas en la cultura del Renacimiento. En esta búsqueda creó el término Pathosformel (fórmula emotiva), mediante el cual reconoció que cada imagen antigua gozaba de una fuerte carga emotiva y que era irreductible a un contenido convencional. Esto a su vez le permitió entender cómo los artistas del Renacimiento, más que recrear la iconografía clásica por motivos estilísticos o alegóricos, se vieron inmersos en conflictos psicológicos y éticos al llevar a cabo sus obras. Para Warburg, las imágenes supervivientes desataban una reacción que oscilaba entre la atracción y el distanciamiento, pues la energía que viajaba podía manifestarse de diferentes formas.
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Fue a partir de estas Pathosformeln que Warburg se dio a la tarea de distribuir, sobre paneles, series de imágenes con un orden que parecía arquitectónico. La forma de este proyecto y el hecho de que Warburg hubiese encontrado algunas de sus principales inquietudes en ciclos de frescos, hacen posible establecer una estrecha relación entre su idea de la historia y este tipo de pintura mural. De hecho, el tema fundamental es el mismo en ambos casos: las investigaciones de Warburg y varios de los ciclos de frescos más representativos del arte italiano entre los siglos xiii a xvi estuvieron consagrados a la construcción de una memoria colectiva. Desentrañando este camino, Warburg se encontró con los frescos dedicados a la representación de los astros en el Palazzo Schifanoia de Ferrara. En ellos, una doble actitud que se debatía entre la magia y la contemplación matemática, es decir, entre la astrología y la astronomía, ilustraba de nuevo la bipolaridad desatada por las imágenes. Una extraña representación de Perseo así como de siete dioses del Olimpo incitó a Warburg a llevar a cabo una investigación que le permitió descubrir cómo la antigua ciencia griega sobre los astros había viajado a Oriente (Asia Menor, Egipto, Mesopotamia y Arabia), para regresar varios siglos más tarde a Europa, cargada de superstición: “Se creía que los siete planetas dominaban de acuerdo con leyes seudomatemáticas los periodos del año solar, los meses, los días y las horas del destino de los hombres” (Warburg, 2005: 416). La representación de los astros fue uno de los temas que más agitaron el pensamiento de Warburg, ya que a partir de él podía plantearle nuevas preguntas a la musa de la memoria. De hecho, las imágenes del panel A de su Mnemosyne se refieren a los “distintos sistemas de relaciones en los que el hombre puede hallarse inmerso: cósmico, terrestre y genealógico” (Warburg, 2003: 8). Warburg advirtió que nuestra historia más profunda no está en nosotros sino en el cielo: pero no sólo en el nocturno de la astronomía y la astrología europeas (cargado de mitos, ciencia y fatalidad), sino también en el cielo solar, sagrado e implacable, de los indios americanos. En el transcurso de una enfermedad mental que lo mantuvo recluido en una clínica entre 1918 y 1923, unas cuantas fotografías le sirvieron para recrear un viaje de juventud. En 1895 Warburg fue a Nuevo México y allí pudo presenciar y escuchar relatos sobre los rituales de los indios Pueblo que le permitieron elaborar agudas reflexiones de tipo antropológico. Entre lo recordado, la narración de una ceremonia le atrajo particularmente: la danza con la serpiente para convocar la lluvia. ¿A qué se debía esa fascinación? Justamente a la presencia del animal mítico como mediador de ese otro cielo, que
la historia: que no puede atribuírsele sentido mientras se asuma so lamente como una construcción infinita de conocimiento. Desaprender lo sabido y recuperar nuevamente el cielo, el cuerpo y el lugar también debe rían considerarse como experiencias esenciales para el trabajo y la vida de todo historiador.
amenazante y benéfico, le hizo pensar en la distancia y en la necesidad. ¿Qué queda de estas reflexiones? Tal vez las palabras de Warburg nos ahorren una larga explicación: “La contemplación del cielo es la gracia y a la vez la maldición de la humanidad”.1 *** Aunque estas imágenes de la historia no sean un medio para construir nuevas perspectivas de investigación, sí lo son para ganar fuerzas. En su ensayo sobre el surrealismo, Walter Benjamin habla de la lectura como una iluminación profana, tal vez subrayando el hecho de que leer es una forma mundana de comunicarse con los muertos. Queda entonces la sospecha de si lo escrito resplandece por ser el contenido de un saber o el testimonio de una lucha. En este caso se quiere privilegiar lo segundo, pues más allá de toda la erudición, el entusiasmo que aún nos lleva a indagar en las obras de Warburg, Benjamin y Panofsky está determinado por las necesidades existenciales que permitieron su surgimiento. Tales circunstancias sugieren una paradoja fundamental de la escritura de la historia: que no puede atribuírsele sentido mientras se asuma solamente como una construcción infinita de conocimiento. Desaprender lo sabido y recuperar nuevamente el cielo, el cuerpo y el lugar también
deberían considerarse como experiencias esenciales para el trabajo y la vida de todo historiador. Bibliografía Agamben, Giorgio. La potencia del pensamiento. Ensayos y conferencias. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2007. Benjamin, Walter. Discursos interrumpidos. Taurus, Madrid, 1974. . Obras. Libro I / vol. 2. Abada, Madrid, 2008. Burucúa, J. E. Historia, arte, cultura. De Aby Warburg a Carlo Ginzburg. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2002. Didi-Huberman, G. Devant l’image. Question posée aux fins d’une histoire de l’art. Les Éditions de Minuit, París, 1990. Didi-Huberman, G. Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes. Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2005. Panofsky, Erwin. Arquitectura gótica y escolástica. Infinito, Buenos Aires, 1959. . El significado en las artes visuales. Alianza Forma, Madrid, 2008. . Renacimiento y renacimientos en el arte occidental. Alianza, Madrid, 1981. Warburg, Aby. Der Bilderatlas Mnemosyne. Akademie Verlag, Berlín, 2003. . El renacimiento del paganismo. Aportaciones a la historia cultural del renacimiento europeo. Alianza Editorial, Madrid, 2005. . El ritual de la serpiente. Sexto Piso, México, 2004.
1 Esta frase forma parte de la conferencia que hoy en día se conoce como “El ritual de la serpiente”, impartida por Warburg como prueba de su recuperación (Warburg, 2004: 26).
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Tales circunstancias sugieren una paradoja fundamental de la escritura de
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v e r a n o , 2012 De la serie Desprendimiento lunar. Talla directa, รณnix y madera. 15 x 13.5 x 8 cm. 2009
De la serie Desprendimiento lunar. Talla directa, ónix y piedra. 15 x 18 x 11 cm. 2009
Adalberto Bonilla dossier
artes plásticas
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Fotografía de la obra: Manuel González de la Parra la palabra y el hombre
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Serie Desprendimiento. Talla directa, รณnix y madera. 16 x 17.5 x 9.5 cm. 2009
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Superficie lunar. Talla directa, รณnix y madera. 34 x 15 x 15 cm. 2009
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Anillo lunar. Talla directa, รณnix y madera. 44 x 33 x 21 cm. 2009
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Luna divina. Talla directa, รณnix y madera. 60 x 24 x 8 cm. 2009
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Luna gris. Talla directa, piedra Santo Tomรกs y madera. 147 x 55 x 22 cm. 2009
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Superficie lunar. Talla directa, รณnix y madera. 40 x 18 x 16 cm. 2009
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Estela lunar. Talla directa, mĂĄrmol y madera. 139 x 75 x 32 cm. 2009
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Serie Desprendimiento. Talla directa mรกrmol y madera. 38 x 18 x 12 cm. 2009
Superficie lunar. Talla directa, รณnix y madera. 21 x 12 x 11 cm. 2009
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La escultura y las Lunas de Adalberto Bonilla 8 Leticia Mora Perdomo Los escritores trabajan con palabras, los escultores con acciones. Pomponius Gauricus
(“De Sculptura”, circa 1504)
I. Viaje entrevisto por la creación
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l viaje se inicia en la madrugada con rumbo a Tecali, Puebla. A medida que nos acercamos al valle de Perote, se percibe la emoción de Adalberto, quien creció cerca de ahí. Más adelante, y poco a poco, la aridez del entorno se va dibujando en un paisaje pétreo. Los ojos de Adalberto brillan por el reconocimiento de una zona muy cara a su subjetividad y a su infancia. Fue en su niñez precisamente cuando el diario contacto con una naturaleza rica en minerales de diferentes cualidades le enseñó a distinguir una piedra de otra; conocimiento parecido a aquel que distingue una flor de otra flor en un jardín botánico. En efecto, el universo ante nuestros ojos se puebla de piedras grandes y rojas, pequeñas y amarillas, blancas y negras; piedras y polvo. Adalberto se acerca y toca una piedra grande y ceniza con vetas rojizas. Su cara se ilumina, radiante, como cuando alguien escucha las primeras notas de su melodía predilecta y se despierta un sentido de reconocimiento y anticipación. Si a los ojos del laico –como la autora de estas líneas– todas las piedras son una, y lo particular es su tamaño y color, para Adalberto, cada una de ellas está preñada de una voz interior que le depara un extraño futuro. Cada piedra conlleva infinitas posibilidades, emana una luz propia y algunas otras tendrán una vaga transparencia, pero aun de la piedra más pequeña e insignificante, un artista como Adalberto sabrá encontrar una talla que dé forma a ese objeto que habita su imaginación. Adalberto elige una piedra grande, más alta que él, rojiza y veteada; en esta elección reside el misterio de transfiguración de la vida. Luego, cuando la veamos levantada y tenga nombre, Cascada interior, nosotros habremos de reconocer el gesto sagrado del que sabe y ha presidido un extraño culto en las múltiples gradaciones modeladas por el golpe de cincel. Ahora, frente a tanta cantera, vemos cómo los
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pensamientos de Adalberto pasan por esas silenciosas piedras como sombras. Escoge varias para su proyecto Lunas. Palmo a palmo, esas humildes piedras sin brillo que él eligió serán transfiguradas en un cuerpo amado y dejarán de ser lo que son para ser otro. Súbitamente un halo de luz las engloba. A golpe de piedra, Adalberto las ha despertado y las levanta convertidas en algo nuevo, lúcido, enigmático y sin nombre. ¿Cómo supo el maestro la cantidad precisa de sombra y volumen para otorgar esa luminosa transparencia a lo que parece ser la concavidad de la luna? Con el dominio de la luz, comienza la lucha con el espacio y ya entonces Adalberto se finca en su poder de observación. Sus manos expertas moldearán gradualmente las formas que se le han ido revelando en su imaginación. En la misteriosa geometría del espacio que el golpe del cincel ha ido configurando, los contornos de un objeto se arreglan y se miden en relación a otros, para que esa figura que sólo había sido sombra vaya tomando forma y sea reconocida en su independencia cósmica. Caminamos por su taller y las vemos. De pronto, me detengo ante un grupo en particular: las lunas flotan y el espacio que las contiene retrocede en todas direcciones. Las líneas que dibujan sus contornos nunca han sido tan expresivas y, al mismo tiempo, nunca tan sin intención pero llenas de equilibrio y gracia: las lunas interiores de Adalberto han descendido y están al alcance de su vista; tienen nombres y ya forman parte del mundo. Ustedes las pueden observar en las páginas previas. II. La escultura y sus sentidos Las esculturas de Adalberto Bonilla son formas poéticas realizadas en diversos materiales, desde la madera, pasando por el hierro, hasta su materia preferida: la piedra, como el ónix y el mármol que vemos mayormente en este dossier. Si la luna es un símbolo asociado con la femineidad, podemos también afirmar que los detalles de cada una de estas representaciones que nos ofrece el artista instigan la imaginación y el misterio. En efecto, vemos en este conjunto de obra una sublime entrega a la escultura como arte del volumen y la luz. El
Retrato de Adalberto Bonilla. Byron Brauchli
conjunto invita a imaginar diferentes facetas lunares: en una de ellas notamos que cuando la redonda luna se eleva es tan gloriosa como las figuras geométricas que descansan en la tierra rodeadas de sueños. Más allá está otra de humilde piedra gris, sentada precariamente en un círculo que la sostiene e invita a la contemplación, la de su hechura y su sentido. En otra se presentan diferentes texturas que indican dos posiciones invertidas y complementarias. De repente se me ocurre que, más que representaciones lunares, las lunas de Adalberto Bonilla son abstracciones, juegos de luz y volumen para que el artista plasme diferentes exploraciones de color, forma y superficie; una variación sobre un mismo tema: el tallado en piedra. Flotan alrededor nuestro, y nos retan a que las miremos escultóricamente desde distintos ángulos; con ello nos obligan a cambiar nuestra percepción, guiándonos a una comprensión de efecto acumulativo sobre el arte de esculpir y transformar una piedra en arte. Lo sencillo es lo complejo. Ahora danzan una al lado de la otra, en bases y materiales que contrastan. Las texturas pulidas se contraponen a la materialidad natural de la piedra, revelando al mismo tiempo su origen y su artificio: un balance de estructura, materiales, volumen, textura y luz. El mundo de los sentidos se hace presente en formas, y en el ir y venir del espíritu a lo material, las piedras se hacen espacio, vibran y su sensibilidad nos trasmuta. III. El escultor Adalberto nos ha permitido recorrer con él un camino de iniciados. Su innata amabilidad, don de gentes y, sin cortapisas, su natural bondad, nos han acompañado en este trecho de hallazgos formales, de conocimiento profundo de un oficio, de exploraciones estéticas. Más allá de la belleza del trazo preciso, del dominio del volumen, esta obra es el retrato del artista, de su interioridad y del milagro de la creación.
Adalberto nos ha permitido recorrer con él un camino de iniciados [...] nos han acompañado en este trecho de hallazgos formales, de conocimiento profundo de un oficio, de exploraciones estéticas. Más allá de la belleza del trazo preciso, del dominio del volumen, esta obra es el retrato del artista, de su interioridad y del milagro de la creación. Adalberto Bonilla García nació en San Miguel Itzoteno, Puebla, el 31 de julio de 1949. Se inicia en la escultura como asistente de Kiyoshi Takahashi en 1963. Más tarde colabora con el maestro Rafael Villar y realiza estudios formales en la Facultad de Artes Plásticas. Viaja a Japón en diferentes ocasiones y es esta influencia de la cultura japonesa la que lo marcaría en su trabajo creativo no tanto de manera formal como de actitud ante la vida. Ha tenido diferentes exposiciones individuales y colectivas en el país y en el extranjero, como Estados Unidos, Japón, Vietnam. Asimismo ha ganado diversos premios y reconocimientos nacionales e internacionales. Su obra ha sido incluida en distintas publicaciones, entre ellas en el libro dedicado al maestro Takahashi, donde sólo figura otro mexicano. Ha sido docente e investigador del Instituto de Artes Plásticas de la Universidad Veracruzana.
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| entrevistas | notas Fernando González-Crussí, Breve historia de la medicina, Trad. de Jorge Brash, Col. Quehacer científico y tecnológico, uv, Xalapa, 2011, 239 pp.
Jesús Ramírez-Bermúdez* Si el lector perdona mi entusiasmo, iniciaré esta reseña con una declaración: este es un libro que debí leer durante la carrera de Medicina. Como todos los médicos de nuestro país, y probablemente del mundo, recibí una educación según la cual la historia de la medicina es una poderosa narrativa donde se acumulan hazañas científicas y proezas éticas; una colección audaz de datos dignos de aparecer en aquel ensayo de Umberto Eco, El vértigo de las listas. Hipócrates, Galeno, William Harvey, Louis Pasteur, Gregorio Mendel, Charcot y Cushing aparecen en la historia oficial de la medicina como héroes en un relato lineal que se inicia con la ignorancia y la barbarie y culmina con la refinada ciencia y técnica de nuestros tiempos. El libro de F. González Crussí es un buen antídoto contra esa vana certeza. A diferencia de otros libros de texto, sistemáticos y convencionales, que abordan la historia de la medicina como una sucesión cronológica de hechos irrevocables, la Breve historia de la medicina de F. González Crussí (traducida por Jorge Brash y editada por la uv) toma un rumbo diferente: se trata más bien de un conjunto de ocho ensayos abordados desde múltiples perspectivas: más allá de la historiografía, cada ensayo utiliza la historia de la cultura para analizar la relación entre la medicina y la sociedad. En “El nacimiento de la anatomía”, el autor expone la revolución que significó el estudio anatómico occidental no sólo en el desarrollo de la medicina, sino en * Médico neuropsiquiatra y autor de la novela Paramnesia (2006) y de Breve diccionario clínico del alma (2010).
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la concepción del ser humano acerca de sí mismo, y en particular de su materialidad. Al parecer –nos dice el autor– para algunas culturas el cuerpo apenas si goza de existencia. Ciertos aborígenes de Nueva Caledonia, en el Pacífico Sur, usan las mismas palabras para nombrar las partes del cuerpo y las plantas u otros objetos de su entorno, entre los cuales advierten cierta semejanza. Por ejemplo, la piel del cuerpo y la corteza de los árboles tienen el mismo nombre. En esa sociedad no se concibe el cuerpo como una entidad por completo independiente, sino que resulta indistinguible de su entorno. Este capítulo describe las dificultades de los médicos, científicos y pensadores a lo largo de la historia para imaginar o investigar la naturaleza del cuerpo humano. Hipócrates, nos comenta González-Crussí, no parece haberse ocupado realmente de este tema. Aristóteles habría desarrollado un notable sistema de conocimiento anatómico basado en disecciones de animales. Herófilo de Calcedonia y Erasístrato de Ceos fueron dos pioneros de la disección anatómica de cuerpos humanos. Pero González-Crussí no se detiene a recolectar sus méritos, sino que nos relata el recurso legal por medio del cual se realizaban estas prácticas: Las desdichadas víctimas eran lentamente abiertas, mientras sus temblorosos órganos sangraban al ser expuestos, palpados e inspeccionados, todo ello en medio de desgarradores gritos de dolor y bajo la fría mirada de los anatomistas, sus alumnos y sus ayudantes. En efecto, los reyes de Alejandría permitieron que los criminales condenados a muerte fueran entregados legalmente a los anatomistas para que la disección se realizara en vida, de acuerdo con la idea aristotélica de que el verdadero conocimiento de la estructura corporal debe realizarse en un organismo viviente. En su forma abstracta, este principio de Aristóteles es una poderosa herramienta teórica, pero su realización práctica perturba sin duda la sensibilidad contemporánea. Ahora bien, González-Crussí no se detiene a juzgar y condenar las decisiones de Herófilo y Erasístrato: las pone más bien en el contexto de una cultura donde el entretenimiento popular consistía en ver espectáculos de gladiadores luchando a muerte, donde
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algunos de los asistentes a esos “ juegos” saltaban a la arena, corrían hasta el gladiador moribundo y bebían su sangre fresca o le arrancaban un pedazo del hígado aún caliente para comérselo, en la creencia de que era bueno para curar la epilepsia. El autor propone un ejercicio de tensión entre el enfoque ingenuo de la historia de la medicina (una colección de hechos incontrovertibles, con héroes y villanos) y el enfoque crítico que caracteriza la historia contemporánea de las ideas (por ejemplo, los espléndidos trabajos de Germán Berrios en el campo de la psiquiatría), pero les otorga también la detallada pasión reflexiva y narrativa que caracteriza sus libros de ensayos. Al igual que en su ensayo On seeing: Things Seen, Unseen, and Obscene (Overlook Hardcover) o en la pequeña pieza conceptual titulada Los cinco sentidos (publicado en México por editorial Verdehalago), González-Crussí realiza un inventario epistemológico de los métodos del diagnóstico clínico, a partir del recurso de los sentidos especiales, en el capítulo titulado El proceso diagnóstico. Una vez más, no estudia el desarrollo de la metodología clínica como un avance puramente teórico en un horizonte científico equiparable a una “región más transparente” del espíritu, sino como un conjunto de acontecimientos inseparables de la trama más amplia de los cambios sociales. El descubrimiento de los rayos x (realizado a finales del siglo xix por un modesto médico alemán, Wilhelm Conrad Roentgen, tan ajeno a los deseos de lucro de nuestra sociedad que ni siquiera patentó su invento) es observado por González-Crussí como una revolución que va más allá de las aplicaciones diagnósticas (innumerables) y se inscribe como un artefacto cultural capaz de provocar cambios en las relaciones de género y en la autoconcepción del cuerpo femenino: en esa represiva atmósfera social, el hecho de que alguien pudiera ver más allá de la vestimenta de una mujer removía las más profundas capas del prejuicio. El absurdo alcanzó extremos hilarantes: un diputado de Nueva Jersey promovió una iniciativa de ley para prohibir el uso de binoculares de rayos x y en una tienda de ropa londinense se vendía ropa interior a prueba de dichos rayos, supuestamente con revestimiento de plomo. En “El nacimiento de la cirugía”, el autor expone los errores extravagantes de nuestros antepasados en “el arte de salvar vidas”. Cuando analiza la construcción
histórica del vitalismo y el mecanismo, explora los prejuicios metafísicos de la medicina contemporánea, que permanecen ocultos para la mirada superficial, pero se expresan con tensión dramática en los conflictos bioéticos de la práctica individualizada. Las plagas de la humanidad, el misterio de la procreación y el concepto de la enfermedad a lo largo de la historia son los temas que completan este libro, que ha renunciado al artificio de un enfoque sistemático y prefiere la pasión por los detalles y la reflexión de una narrativa cálida, capaz de aproximarse a la historia como nos acercamos a la genealogía de nuestras familias: lejos de la perfección museográfica, conversamos acerca de nuestros antepasados con orgullo y vergüenza, con temor a heredar los desaciertos de su condición humana. Con esa actitud irónica pero solidaria que ha celebrado Richard Rorty en su penetrante Ironía, contingencia y solidaridad, con sentido del humor y escepticismo, pero también con un profundo amor por su profesión, González-Crussí ha escrito una obra breve pero duradera. Es la obra que recomendaré a mis alumnos y a los lectores de esta revista. Marco Tulio Aguilera Garramuño, Historia de todas las cosas, Educación y Cultura/ Trama Editorial, México, Madrid, 2011, 515 págs.
Guillermo Samperio* Cuando se habla de novela, se habla un tanto de totalidad. Henry James decía que la única obligación que de antemano podemos imponer a la novela, sin incurrir en * Narrador, actual miembro del Sistema Nacional de Creadores del Fonca. En 1999 fue homenajeado por 25 años de trabajo literario en el Palacio de Bellas Artes.
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arbitrariedad, es que sea interesante y sincera. Y agregaba que para alcanzar este resultado las formas eran innumerables y variadas como el temperamento del hombre, pero triunfaban en la medida en que se revelaba una inteligencia particular diferente a las demás. Historia de todas las cosas se inscribe en esa revelación inteligente de la que habla James. Es una novela río, como se la ha definido, que construye un universo particular donde diversas historias se desarrollan en una sola con el propósito de revelarnos las vidas palpitantes en San Isidro de El General a través de su crónica. Garramuño diseña con entusiasta placer una novela en que cada una de las partes es contada por un personaje, distinto cuya vivencia discurre en una historia principal, como un afluente. La novela es pletórica en imaginación, abundante en personajes, prolija en el lenguaje, y el autor conduce con maestría esa intensidad artística que nos entrega transformada en literatura. El escritor alemán Friedrich Schiller consideraba, con justicia, que ningún genio podía desarrollarse en soledad, que los estímulos exteriores: un buen libro, una conversación, movían más a la reflexión que años de trabajo solitario. Una idea debe nacer en compañía, pero su elaboración y su expresión se llevan a cabo en soledad, apuntaba. Garramuño vive de la discusión, del experimento, de la curiosidad y la diversidad, de la musicalidad y la filosofía, de la experiencia poética y de la vida que resplandece a su lado, y la comparte con una naturalidad maravillosa a través de su novela. Muchos novelistas obtienen el material literario de su entorno cercano. Lo cual no es malo, pero al ser gente cercana, en ocasiones, no profundizan en los rasgos distintivos del personaje a desarrollar ni se divierten con ellos. Esto ocurre, sobre todo, entre jóvenes novelistas, pero no es regla. Lo curioso radica en el hecho de que Historia de todas las cosas fue publicada en Buenos Aires por Ediciones La Flor en 1975, cuando el autor tenía apenas 24 años, y con otro título Breve historia de todas las cosas. La novela causó revuelo. La crítica lo situó de inmediato a la sombra de su compatriota Gabriel García Márquez. El crítico Seymour Menton escribió que su primera obra era lo más cercano a Cien años de soledad, que se había escrito en Colombia. Raymond Williams, intelectual del Círculo de Birmingham, afirmó que Marco Tulio no necesitaba del boom ni de García Márquez, pues era un escritor que podía hacer su propio boom él solo. El crítico uruguayo Jorge Ruffinelli vaticinó que andando el tiempo Garramuño sería uno de los grandes de la literatura española. Mi admirado maestro Edmundo Valadés consideró que Breve historia de todas las cosas
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podría repetir el fenómeno de la obra mayor de García Márquez. La editorial argentina, en su contraportada, anunciaba lo siguiente: “Aguilera Garramuño no es un seudónimo utilizado por García Márquez para escribir una novela más divertida que Cien años de soledad. Aguilera Garramuño es el de la fotografía y, como se verá, no tiene bigotes”. Así sucede con este breviario crítico que se puede encontrar en la red y que ahora comparto con el propósito de ubicar la especial recepción crítica que tuvo la novela del joven Garramuño. Historia de todas las cosas parte de un argumento simple. Mateo Albán, historiador y literato, hace una crónica –en donde también él es descrito– de las vicisitudes, conflictos, encuentros, desencuentros, historias, costumbres, de San Isidro de El General. Su novela es una exploración del ser humano. La estructura novelística de Garramuño pone el acento en la búsqueda del personaje y en la incursión sobre la crónica como fuente histórica y literaria, quizá en forma más enfática que en los sucesos mismos. Garramuño busca comprender, reflexionar sobre lo ocurrido en San Isidro, aunque lo acontecido sea en un pueblo imaginado, inexistente y vivo como el propio Macondo, basándose en las circunstancias y acontecimientos históricos que Mateo Albán, protagonista, describe y reflexiona. Ahora bien, los personajes de la novela establecen un grupo compuesto por tipos humanos que coinciden en mostrarnos, desde la tribuna, la problemática social, de espacio y de las emociones, personal y existencial, para nada gratuita, de los coloridos habitantes de San Isidro y su ánimo por encontrarse dentro de este mundo caótico, complejo, divertido, exuberante, propuesto por Garramuño. Esta labor tremenda de fabulación no es exclusiva de las musas; percibimos un trabajo denodado, resultado de largas y profundas investigaciones, lecturas, recuerdos, correcciones y reescrituras. No en vano el propio Gabriel García Márquez ha hecho excelentes comentarios sobre ella, los cuales, desde luego, suscribo. Sin lugar a duda, el lenguaje en Historia de todas las cosas juega un papel fundamental. Garramuño concibe una lengua ampulosa, atrevida, pulcra, culta, que aguijonea los sentidos, que reta la inteligencia, con el propósito de construir un mundo de gracia extrema. Un lenguaje que arriesga e incorpora en grandes dosis el humor. Por ejemplo en los siguientes fragmentos “La costurera siguió enflacando hasta parecer una radiografía de sí misma”. O bien: “a los heroicos lectores de este fementido mamotreto que llegó a ser casi la
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Trompeta del Juicio Final”. O esta frase para referirse a una meretriz: “quien dedica su tiempo a la mercenaria colección de humores relegados”. O los nombres de algunos personajes que aparecen a lo largo de la historia: la mal llamada Rabo de Puerca, la de Los Pesados Senos, los Popis Boys, Denario Treviño, entre otros. El lenguaje como preocupación estilística que no excluye la experiencia de lo real, gestando un poderoso vehículo para exhibir la realidad imaginada y confrontar nuestro ridículo cotidiano e histórico. Marcel Schwob decía que uno de las encantos del novelista francés Flaubert será el de haber sentido con tanta intensidad que la fuerza creadora viene de la oscura imaginación de los pueblos y que las grandes obras de arte nacen de la colaboración de un genio con tradición anónima. Historia de de todas las cosas tiene su germen precisamente en el ímpetu creativo donde el mundo exterior y el mundo interior embonan en el rompecabezas de una colectividad imaginada, torrencial, resplandeciente: San Isidro de El General. Descubrir que vivimos en un laberinto también implica diseñar una arquitectura coherente. En este sentido, Garramuño es espléndido. Un intelectual de acción que conjuga los libros con los músculos y rescata su existencia con la escritura. María Esther Castillo, La conspiración de la memoria. Un estudio de La mujer que quiso ser Dios, de Luis Arturo Ramos, uv, Xalapa, 2010, 212 pp.
Guadalupe Flores Grajales* La conspiración de la memoria. Un estudio de La mujer que quiso ser Dios, de Luis Arturo Ramos constituye un acercamiento a la novela que, junto con Intramuros y Este era un gato…, cierra la trilogía narrativa del au-
tor veracruzano, con base en la ficcionalización de la memoria. Esther Castillo emprende la lectura crítica de esta novela poniendo “las cartas sobre la mesa” al centrarse en la figura del narrador, preocupado por la forma en que articula y cuenta su propio relato: “Tiberiano Armenta, el narrador-cronista, a un año del deceso de la Progenitora, construye una verdad; él declara que la verdad escrita en su crónica sobre la vida de Blanca Armenta puede ser tan ambigua como la de cualquiera de los cronistas del nazareno” (22). La credibilidad del narrador se verá ensombrecida por la contradicción de sentimientos que invaden la perspectiva emocional de Tiberiano; pues lo que enuncia, las secuencias narrativas que organiza como parte de la vida que él dice haber vivido, adquieren un sesgo interpretativo que permite cuestionar la veracidad de los eventos narrados. Esther Castillo evidencia los continuos guiños del narrador-cronista de La mujer que quiso ser Dios en su intento por incorporar la complicidad del lector al juego de focalizaciones narrativas que él mismo omite o tergiversa. Organizado en introducción y tres capítulos, el libro es un recorrido a través de los mecanismos metaficcionales y paratextuales que se combinan con la serie de voces narrativas que ponen en “tela de juicio” la credibilidad de la invención. Voces que el narradorcronista se propone silenciar en su afán de construir (¿construirse?) una identidad. Desde la lectura de la autora, la historia resulta un juego de duplicidades, convergencias y divergencias que derivan en un “horizonte potencialmente conminatorio y mordaz”, producto de la práctica de la imaginación. Esther Castillo se detiene de manera minuciosa en la descripción y sentido de los seis capítulos de la novela, desde la interpretación de los títulos y los pequeños epígrafes que los acompañan, concluyendo que, metaficcionalmente, para el autor in fabula, cuando la fantasía del “como si” entra en contacto con la imaginación, empeñada en construir una realidad verosímil, aquella se ubica en el “qué pasaría si fuera así”. Finalmente, como la misma autora afirma, en el primer capítulo los lectores nos enfrentamos a la “mirada irónica, recelosa, herida e hiriente de quien busca en el cuerpo propio ‘los caracteres del estrago’” (104). * Docente-investigador de la Facultad de Letras Españolas (uv), doctora en Humanidades (uam Iztapalapa) y maestra en Enseñanza del Español como Lengua Extranjera (Universidad de Alcalá de Henares).
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El segundo capítulo gira en torno a la figura de Blanca Armenta; la autora destaca el sentido picaresco y paródico del personaje, ya que la misma Fundadora acepta el engaño de su origen “divino”; sin embargo, mantiene el imaginario que se ha construido. Basada en el esquema mítico, como toda Diosa se (re)semantiza y se construye a través de la fe y credibilidad de los otros. Su imagen se erige resignificando la memoria de una parodia; parodia que el autor utiliza como mecanismo para cuestionar los roles sociales y la existencia de verdades absolutas pues, como bien señala Esther Castillo, la parodia y el tono irónico surgen, en el relato, de la integración de diversos discursos, sean estos de carácter mítico, histórico o legendario. Castillo insiste en demostrar que, en el juego de suplantaciones discursivas, Ramos “subvierte la realidad” mediante la alegoría religiosa, generando “la necesidad de creer y la obligación de inventar” entre la serie de personajes que intervienen en la novela. En el capítulo tres, la autora se detiene en el nudo de la memoria; en la actualización de los recuerdos que, cruzados con el discurso histórico, fictivo y mítico, por un lado, y con la mirada irónica y metafictiva, por el otro, permiten vislumbrar dos líneas de lectura en el orden de la escritura: la una convergente, la otra divergente: interrelación genérica entre la crónica y la ficción narrativa. Y en este juego discursivo la memoria adquiere el papel protagónico. El narrador apela a la memoria individual y social aunque de manera intersubjetiva. Y así como La Fundadora inventa y recrea una nueva religión, Tiberiano inventa y recrea no sólo una, sino varias historias sobre la Iglesia de la Espera. Finalmente, para Esther Castillo, en La mujer que quiso ser Dios, última novela de la trilogía de Ramos, destacan y cobran una nueva dimensión las particularidades míticas del discurso narrativo del autor, quien tematiza las complejidades de la religión en el marco cultural e historiográfico veracruzano, de modo tal que la memoria trasciende el tiempo y el espacio, mas conserva un conjunto de imágenes vividas y percibidas en los lindes intersubjetivos de la realidad y la ficción. Así pues, para Esther Castillo, la conspiración de la memoria representa un juego de apreciaciones, olvidos, incertidumbres, fuga
* Licenciada en Lengua y Literatura Hispánicas. Ha colaborado en diversas publicaciones culturales. Actualmente es becaria del Instituto Veracruzano de la Cultura en la categoría Jóvenes Creadores.
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de las cosas, de los seres y de los lugares evocados por la ausencia y la presencia insoslayable de los recuerdos. César Silva, Una isla sin mar. Mondadori, México, 2011, 164 pp.
Paulet Ortiz Vigueras* Vila-Matas escribió que cualquier crisis es sólo la proyección de nuestra angustia existencial; quizá nuestro único privilegio sea simplemente estar vivos y saber que vamos a morir todos juntos o por separado. Esta angustia es la que experimenta el personaje principal de Una isla sin mar de César Silva, una crisis que se proyecta en la necesidad de salir de la ciudad que lo contiene, que guarda sus secretos y silencios: aquella que no permite que “florezcan las flores amarillas, las continuidades”. “Así era el sueño”. Con estas palabras se inicia esta partida, donde lo onírico será el motivo que llevará al protagonista a recorrer los derroteros de Ciudad Juárez, desplegados en atmósferas luminosas o sombrías. El tema del viaje forma parte importante del ambiente de la novela; aquel que, en el fondo, todos queremos hacer, aunque el terror al cambio nos lo impida. Así, Martín cree que viajar le devolverá el sentido ordenador de su existencia, extraviado en el mundo superficial de la cotidianidad. Una isla sin mar, al igual que Los cuervos –primera novela del escritor juarense–, se caracteriza por ser un fragmento de mundo que lo contiene todo: referencias a súper héroes, al final humanos y situados en actividades cotidianas; recuerdos del cine norteamericano, melopeas de rock; la coalición de la contemporanei-
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dad con la absoluta atemporalidad de la condición humana. La técnica: metaficción, un recuento de historias inventadas, recuerdos prestados y robados. En esta novela, dividida en dos partes, “La orilla” y “Los que se van”, el narrador juarense muestra un gran interés por el papel que juega la memoria en la construcción –o reconstrucción– de historias. Una memoria que se compone de olvido y recuerdo, donde Martín y su amigo Fabio traen al presente los fragmentos de su niñez, de su juventud, de sus aventuras amorosas y de los amigos que parten. Todas estas memorias nutren la idea de que nunca pasa nada o que todo termina demasiado pronto. Estas evocaciones impulsan a Martín a huir de la sofocante Ciudad Juárez, donde todo es igual y transcurre al mismo tiempo: la ciudad de los cielos despejados y lotes baldíos donde rara vez cae lluvia. Sin embargo, aunque el protagonista sabe que se tiene que marchar, aún no encuentra la razón para irse. Una isla sin mar anuncia, desde el título mismo, un libro de imposibilidades, de lugares sitiados, elaborado con mil detalles mediante una sintaxis sorpresiva que se acompaña de giros de oralidad onírica que el autor imprime a su obra. Los personajes de la novela de César Silva deambulan entre el sueño y la realidad, entre la búsqueda de la continuidad y el hastío de la monotonía, como detectives que a la vez que investigan son investigados. Martín busca en la otra orilla el lugar donde comienza el reflejo de todo, donde su continuación no sólo sea un complemento, sino la conexión entre el pasado y el futuro inasible. Sin embargo, la angustia persiste ante la imposibilidad de reflejarse en la otra orilla y de no poder conocer al otro. Los personajes no pueden dejar de rechazar la inercia impuesta por lo cotidiano, de ningún modo aceptan el hoy igual al ayer; es por eso que están en continua búsqueda de la otra orilla que los refleja. Agachan la cabeza en el centro de la isla y empujan hacia fuera, hacia lo otro tan cerca de ellos pero inasible. Es preciso salir de esa isla que los envuelve pero cuya transparencia y fragilidad los deja ver otro mundo que sólo está al alcance del paso atrevido: ir al encuentro de la orilla, engendrar los sueños y descubrirse en lo cotidiano. Una isla sin mar está compuesta por varias historias cuyos centros muestran la necesidad de salir a
donde se hace la vida. Perla Ávila, Yolanda y el mismo Fabio representan el medio del que Martín se vale para querer partir, mientras que para ellos Martín es un anclaje a lo que fue, al recuerdo. Todas estas historias dibujan al personaje principal, y nos permiten conocerlo, así, mediante todas las aristas posibles. Los protagonistas de estas historias alternas también tienen una realización en el plano onírico; sin embargo, a diferencia de Martín, éstas también tienen cabida en la realidad, haciendo que la línea entre el sueño y la vida sea casi imperceptible. La narración nos presenta un doble aspecto. Los recurrentes sueños de Martín le traen recuerdos de su espacio vital en la infancia, de la vivacidad de su juventud y de los deseos por explorar aquel mundo desconocido que se encuentra más allá de las fronteras. En cambio, la realidad hace que Martín tema a lo inhóspito porque todo ha cambiado, porque el tiempo ha pasado, se encuentra solo, sin sus amigos y “el mundo sigue girando en los tantos millones de centros que tiene”. Está claro que para Martín sólo lo ajeno a su mundo familiar, lo extranjero, es capaz de atraerle en una dirección u otra; volver a ver con entusiasmo el mundo como si lo estuviera contemplando por primera vez: volver a ser joven. Sin embargo, para el protagonista las esperanzas se han desvanecido y el cansancio se ha apoderado de su cuerpo, de su vida. Su única ilusión es el sueño donde un viejo con barba le dice que debe partir, sin saber que, tal vez, este sueño deje de ser un anhelo y se convierta en su más grande obsesión. César Silva nos invita a adentrarnos en la psicología de sus personajes, desnudándolos y ubicándolos en situaciones que los convierten en entes vulnerables. Recorremos, junto con ellos, el viaje rectilíneo del que habla Magris: una especie de peregrinaje, de viaje que va siempre hacia adelante, hacia un punto imposible en el infinito, como una recta que avanza titubeando ante la nada. Es así como podemos encontrar la otra orilla que nos refleja, la orilla que nos habla sobre nuestra continuidad, sobre el pasado ya inalterable, el presente fugitivo y el inexistente futuro. Una isla sin mar nos recuerda, como lo dice el epígrafe de Kerouac, que “nadie sabe lo que le va a pasar a nadie, excepto que todos seguirán desamparados y haciéndose más viejos”.
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| entrevistas | notas Chloe Aridjis, El libro de las nubes, Col. Letras mexicanas, fce, México, 2011, 197 pp.
La novela arranca en el metro de Berlín, donde los padres de Tatiana, junto con sus dos hermanos y sus dos hermanas, realizan un recorrido en 1986, año en que la fantasiosa muchacha cree descu brir la mirada de Adolf Hitler e incluso la sombra de su caracte rístico bigote bajo el maquillaje
Raúl Olvera Mijares* Aparecida bajo el sello neoyorquino The Black Cat, la novela breve Book of Clouds (2009) de Chloe Aridjis ha sido vertida al castellano peninsular y publicada en México. La autora es hija del connotado poeta Homero Aridjis, ex presidente del Pen Club Internacional, y de la estadunidense Elisabeth Ferber. Nacida en Nueva York pero criada entre la Ciudad de México y los Países Bajos, durante la gestión de su padre como embajador, Chloe se ha visto expuesta desde su más tierna infancia a varias lenguas. Una experiencia de haber residido en Berlín por espacio de cinco años, poco después de la caída del Muro, avala la redacción de este trozo de prosa, a caballo entre la crónica y la ficción literaria, un estilo emparentado hasta cierto punto con algunos narradores anglosajones e incluso japoneses del mundo contemporáneo. La traducción al castellano estuvo a cargo de Juan Max Lacruz Bassols, hijo del editor y políglota barcelonés Mario Lacruz Muntadas (1929-2000). Si el volumen hubiese visto la luz en la península ibérica habría sido de seguro bien acogido, por tratarse de la obra del hijo de un conocido editor, activo en casas tan prestigiadas como Seix Barral, Plaza & Janés o Argos Vergara, autor de novela negra un tanto fallida. En el caso concreto de México, sin embargo, el libro plantea problemas de comprensión para el lector y * Cursó estudios de filosofía en Europa. Autor de una obra que comprende novelas, ensayos, relatos, textos breves, piezas de teatro y traducciones.
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de una abuela alemana bastante histriónica, que se le queda viendo con cierta complicidad, como descubierta en su verdadero carácter... cuestiones de equidad en la oferta de trabajo para traductores nacionales. La novela arranca en el metro de Berlín, donde los padres de Tatiana, junto con sus dos hermanos y sus dos hermanas, realizan un recorrido en 1986, año en que la fantasiosa muchacha cree descubrir la mirada de Adolf Hitler e incluso la sombra de su característico bigote bajo el maquillaje de una abuela alemana bastante histriónica, que se le queda viendo con cierta complicidad, como descubierta en su verdadero carácter. La vieja se apea en la siguiente estación, en medio de un grupo de hombres mal encarados que, según deduce Tatiana, son la escolta del estadista, presuntos ex miembros de la SS. En 2002 la protagonista lleva ya cinco años de residencia en Berlín, ha pasado por los barrios de Charlottenburg, Kreuzberg, Mitte y ahora vive en Prenzlauer Berg. Como tantos inmigrantes, ha debido cambiar varias veces de empleo. Sus padres de origen judío le recomiendan que se presente con un añoso historiador, conocido suyo de México, quien precisa en esos momentos de los servicios de una mecanógrafa. Herr Doktor Friedrich Weiss registra en un dictáfono meditadas e interminables frases que Tatiana debe transcribir para él valiéndose de una vieja computadora. En una
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atmósfera de misterio, provocada por el clima de la ciudad, su pasado socialista y nazi, Tatiana siente presencias indefinibles y ecos extraños que emanan de su viejo edificio. Luego, por el rumbo de Wasserturm encuentra un xoloitzcuintle, que de repente se le pierde (más adelante resultará ser el perro del profesor Weiss). Con un dosificado toque de posmodernidad, la figura del adusto profesor ha de confundirse hacia el final de la novela con la de un travestido, ya entrado en años, con quien la protagonista, de imaginación tan despierta, se topa por azar durante uno de sus trayectos de metro. Una entrevista que debe realizar por encargo de su empleador con Jonas Krantz, actual meteorólogo pero antiguo niño dibujante de escenas desoladoras con el Muro de Berlín como fondo, es el pretexto ideal para introducir el elemento erótico. Jonas es musculoso y varonil, en agudo contraste con los esmirriados jóvenes de sus recuerdos de México. La profesión de Jonas da pábulo para traer al discurso el motivo de las nubes (noctilucentes, propias de latitudes boreales, y cumulonimbos o paredes verticales nubosas), de ahí y de la fantasía de la protagonista, el misterioso título de El libro de las nubes, obra narrativa que cuando se tiene cierta persistencia, no suelta al lector sino hasta el final y que obtuvo en Francia el premio a la Mejor Primera Novela Extranjera. El tesón y el bagaje cultural del lector se ven puestos a prueba, no tanto por la autora, que redacta con bastante soltura y propiedad en inglés, sino por el traductor, con escasa experiencia en el oficio, mayormente cuando se trata de dirigirse a un público más amplio y elegir un registro menos local en cuanto a la elección del léxico. He aquí algunos ejemplos: seguía avanzando pasito a pasito, había gente con piruletas, comí un cuenco de muesli [cereal], las motas de polvo, el gorro [la gorra] de béisbol, tienda de vinilos, bolsas de cacahuetes, una nevera mohosa [refrigerador oxidado], andares chulescos [con pasos de padrote, indecentes]. Todas estas cosas se entienden, por fortuna, pero confieren al texto un tono y un color bastante peculiares, involuntariamente ridículos a veces. Hay otras que reclaman más cuidado, como “con su noria alta de 45 metros y sus 36 canastos”. Una noria es originalmente un mecanismo rotatorio para extraer agua de un pozo. En España, por extensión, así se conoce a la rueda de la fortuna, y los canastos son las góndolas. En el mundo hispanoamericano los lectores se quejan de las malas traducciones españolas de autores extranjeros. Las casas editoras nacionales debían poner más cuidado en la calidad,
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viabilidad, carácter práctico y beneficio general de sus productos. Ironía aparte es que el volumen aparezca incorporado dentro de una colección que ostenta precisamente el nombre de Letras Mexicanas. La expresión “with cat slit eyes” se vierte como “con mirada gatuna”. Slit, que en este caso significa “cerrar los ojos para ver mejor, aguzar la vista”; uno se pregunta dónde quedó ese ligero giro. Con aguda mirada de gato. Justamente, de esta manera, pretende comunicar la autora al lector extranjero, originalmente en inglés, su visión distinta, alternativa, de un mundo empolvado, lleno de grandes proezas, como la puntualidad de los trenes, la impresionante erudición de los profesores, pero cuajado al igual de grandes vicios del ayer, soterrados apenas en el Berlín subterráneo, con ecos de la Gestapo, la Stasi y lugares como Wannsee, donde en una conferencia fatídica se decidiría la Solución final para la cuestión judía y que luego, de manera casi paradójica, fungiera como hogar para niños expósitos; lo mismo Wasserturm, un sitio donde ahora se venden chucherías y cachivaches coloridos pero que fue alguna vez centro de detención y tortura de la SA (Sturmabteilung o Sección de Asalto), antecedente inmediato de las SS (Schutzstaffel o Escuadrones de Defensa).
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Cincuenta años de The Rolling Stones César Arístides* a Erik Alberto Ramírez Espinosa, Javier Montiel Arias, Erick Cruz Jiménez,Fernando Gil Contreras y Mario Felipe de Jesús Ramos López, por aquellos días de vino y rosas, bajo el amparo de The Rolling Stones.
Oscuridad absoluta, perfume de rabia y voluptuosidad; la atmósfera es acariciada por el olor del alcohol, la pólvora y la neurosis... un murmullo apenas, un susurro que eleva la intoxicación y la sensualidad macabra: “Please allow me to introduce myself / I’m a man of wealth and taste / I’ve been around for a long, long year / Stole many a man’s soul and faith...” Oscuridad violeta, aleteo de murciélagos y risa ronca de ángeles intoxicados, oscuridad espesa, agobiante; crujen los pensamientos, las evocaciones se vuelven dardo y chamusquina, rumbo perdido y fascinación fracturada... La voz despierta a los condenados y la música crece en el estremecimiento, acaricia al conjuro... Oscuridad que delira, negrura cruzada por una navaja de lumbre, una voz templada por licores imprudentes y celebraciones siniestras: “Just as every cop is a criminal / And all the sinners saints / As heads is tails / Just call me Lucifer...” Luz negra en la fogata de la fiebre, luz negra que estalla, inunda, luz bruna de fiesta para que así, damas y caballeros, la negrura de las evocaciones anuncie que The Rolling Stones celebran 50 años de establecer un pacto con los demonios. En junio de 2012 se cumple medio siglo del surgimiento de la banda de rock más grande del mundo; no existe una agrupación en este contexto con mayor trayectoria –ni la habrá–, con mayor empuje y temeridad, con mayor cercanía a la gracia celestial y al abismo, que mejor ejemplifique lo que ha sido y es el rock: de la siniestra rebeldía al glamour artificial de las luces y las cámaras, de la explosiva posición contestataria a la complacencia del mundo del espectáculo y el marketing. Desde aquel lejano 1962, en el Marquee Club de Londres, hasta la turbulencia de nuestros días –aun con fisuras, deserciones y descalabros–, estas piedras * Autor de los libros de poesía Duelos y alabanzas, Evocación del desterrado, De la vida retirada y Mañanas de escuela, entre otros, en 2004 obtuvo el Premio Internacional de Poesía “Benemérito de América” por el libro Murciélagos y redención.
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macabras se han convertido en una forma de vida y un emblema de evolución musical; sus composiciones giran, estallan, y se asientan en un ambiente de alucinación y pesadilla, de sexo y abandono, de cocaína y carretera; su música es un coctel explosivo, vértigo en los sótanos y una densa, intoxicada añoranza. Álbumes como Aftermath, Their Satanic Majesties Request, Beggar’s Banquet, Let it Bleed, Sticky Fingers o Exile on Main Street son parte medular de la historia del rock, y si en su momento, por la vorágine creativa de otras bandas, algunos discos no fueron bien recibidos, el tiempo los convirtió en clásicos, en fragua de canciones donde el amor podrido, la exaltación del hombre sin atributos, la pérdida del reino y de la ensoñación, el festín de la desesperanza social, la burla machista, la parodia del seductor o la crisis de identidad disfrazada con excesos, caos citadino, penumbra de hospital y ácido/amargo final de fiesta, hablan de la vida que se desbarranca con sus propios anhelos o que pretende elevarse impulsada por amores audaces, gritos desde el abandono y la insatisfacción. La súplica y quejumbre de “Going Home” aún estruja nuestro entusiasmo; “Paint it Black” es todavía ese latido de vértigo desde la alucinación y la penumbra; la brujería de “Jumpin’ Jack Flash” es burla y danza que quema nuestra contemplación; el rumbo perdido de “Let it Loose” y “Turd on the Run” dilata nuestra añoranza con la suciedad del camino y la caída constante de las ilusiones; “Let it Bleed” huele a encierro y vodka barato, pero también a esperanza y ensoñación; “Dead Flowers” es la pudrición del amor, el rostro de la belleza ensuciado
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por la mañana sin expectativas; “Moonlight Mile” es el espejo estrellado de la noche; “Bitch” aturde y embelesa, es el golpe en la frente que pulveriza sueños y cocaína... y qué decir de la cruda amorosa de mil años de “Angie”; de los albores de la decadencia con acordes tozudos y voces agrietadas de “Hot Stuff”, “Fool to Cry” o “Crazy Mama”; de los bandazos implacables de “She was Hot”, “Feel on Baby”, “Hold Back”; la búsqueda afectiva, quizá inútil, gastada, percudida, de “Almost Hear you Sigh”, “Slipping Away”, “The Worst”, “Out of Control”, canciones espesas de maldición y desgarradura, de aplomo roto y joderse en los hoteles y las calles, de vicio y hundimiento, de luces que alumbran las pesadillas y estallan en nuestra tristeza, de rebeldía y alarido, de humo y revelación cuando de verdad el rock es una afrenta, una daga que solloza, una herida siempre abierta por la que sale el gruñido socarrón de The Rolling Stones. Tantas canciones y tantos abismos, tanta sensualidad y alcohol en caída libre, tantos viajes por cielo, mar, tierra y cerebro, con el arcoíris encima y el foco fundido, con las lágrimas y el verdor del paisaje, tanta añoranza por el reino que nunca fue nuestro, por la ilusión ronca cuando el amor se fue en el último tren, cuando la música nos alcanzó hasta la madrugada y Between the Buttons o Goats Head Soup acompañaron nuestros esquinazos; tantas ventanas turbias, soles azules, alejamientos y despertares inciertos. Eso son The Rolling Stones, tanta energía y tanto desbarranco... Más allá de la comercialización y la dureza avejentada, de las giras de conciertos donde la rebeldía se transforma en juegos pirotécnicos, me quedo con la rabia de canciones que mezcla una base rítmica puntual con interpretaciones lúdicas, desaforadas, intensas; con canciones que funden en su insolencia el sopor y la hilaridad, el nerviosismo eléctrico y ritmos trepidantes; celebro las composiciones que yerguen el gemido, el gruñido, la queja y el grito, la voz de serpiente que se agazapa y muerde, se arrastra en la carne y el lodo, la voz que es relámpago de maldiciones y concede su veneno lascivo, su condición perdularia. Así pues, feliz cumpleaños a la banda de rock más emblemática en el mundo, a quienes hicieron el prodigio de maldecir con gracia y hacer del desencanto una fantasía febril, desenfrenada, a quienes lograron clavar en nuestro cerebro una canción para siempre, obscena, cruel, dulce o trepidante... Feliz cincuenta aniversario a quienes son capaces de erizar la cordura y rasguñar nuestra quietud, larga vida a las Satánicas Majestades, pergaminos del mal, inmensos The Rolling Stones.
Venezuela: ex libris Daniel Centeno M.* En años recientes el nombre de Venezuela parece gozar de buena salud literaria. Premios y publicaciones se están sucediendo con cierta frecuencia. Sin embargo, algunos escritores y editores de ese país se apresuran a matizar ciertas suposiciones que se manejan como verdades más allá de sus fronteras. ¿Boom?, ¿cuál boom? Para muchos escritores venezolanos hablar de un boom literario es una inexactitud. Según ellos, la razón primordial del auge se encuentra en la devaluación de la moneda y en el rígido control cambiario impuesto por el gobierno bolivariano. Esto hace más costoso al libro importado, y las trabas producen el efecto de buscar en la edición de los autores nacionales la única solución viable para el mercado. No obstante, quienes trabajan dentro de la industria no piensan igual que los escritores, y prefieren agarrar esta hipótesis con pinzas. “Especular de esta forma demuestra un poco de candidez por parte de nuestros intelectuales –comenta un editor venezolano que pidió no ser identificado–. La gente cuando quiere un libro es capaz de pagar lo que sea por tenerlo, aunque se traigan a precio de dólar del mercado negro. Ahí está el caso de Stephenie Meyer con la saga de Crepúsculo. Cada entrega es más cara que la otra y aun así vuelan de las librerías. Por otro lado, a menos de que sean estrellas de televisión, modelos o celebridades nacionales, las tiradas de nuestros escritores son bien tímidas. Las editoriales las hacen para labrarse una reputación, a veces, casi con un espíritu de responsabilidad social. Salvo contadísimas excepciones, no existe un autor serio de literatura venezolana al que se le haga una gran impresión con unas enormes ganancias aseguradas. Si llegan a 3 mil ejemplares es mucho.” Más allá de la frontera Lo cierto es que los datos no mienten. Hace poco más de una década la edición venezolana descansó casi en exclusiva en el aparato del Estado. Libros del sello Monte Ávila fueron punta de lanza y carta de presentación * Doctor en Periodismo en la Universidad Complutense de Madrid. Fue director editorial de Alfaguara Venezuela. Es beneficiario del Bilingual MFA Program in Creative Writing de la Universidad de Texas y director de la revista Coroto.
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de sus escritores patrios. El mexicano Juan Villoro en alguna ocasión confesó que buena parte de su preparación intelectual se la debía a estas ediciones. Ahora las cosas han cambiado. Más de tres cuartas partes de la producción literaria actual está respaldada por iniciativas privadas, independientes e institucionales, mientras que el gobierno publica a mansalva libros laudatorios, cuando no enormes impresiones de clásicos universales que luego son repartidos en actos públicos. “A veces veo libros de grandes tiradas. Me pregunto quién los comprará, quién los leerá –dice la escritora Victoria de Stéfano–. Y cuando hablan de textos regalados, como ha ocurrido, quisiera saber si eso tiene sentido. Para que el pueblo lea, no basta con que le obsequien los libros, el pan se come, pero los libros requieren de una relación, una preparación, una disposición, un proceso más complejo. No basta tenerlos en la mano para abrirlos y leerlos.” De Stéfano es una de las firmas más personales del panorama venezolano. Libros como El lugar del escritor (Siglo XXI Editores) y Lluvia (Candaya) fueron publicados fuera de su país y la convirtieron al instante en referencia obligada de escritores como Sergio Pitol, Enrique Vila-Matas o Sergio Chejfec. Su visión del fenómeno sobre las letras de su nación es carente de sobresaltos. Con una vida digna de un cartujo, que escribe sin esperar nada a cambio, el tema de la internacionalización no le parece el gran indicador de la buena salud literaria de Venezuela. “El hecho de que algunos escritores sean publicados fuera del país significa algo, pero no hay que hacerse muchas ilusiones de que estemos viviendo una edad de oro nunca antes vista –explica–. En su tiempo Rafael María Baralt, Rómulo Gallegos, Arturo Uslar Pietri, Mariano Picón Salas, Teresa de la Parra, Guillermo Meneses, Salvador Garmendia y Adriano González León fueron editados en el extranjero, cosa que sucede ahora con Rafael Cadenas, Ednodio Quintero, Eugenio Montejo y José Balza [...] A veces es cuestión de suerte o de oportunidades.”
“Hay reconocimientos a los cuales se les ha prestado poca atención, especialmente en el espacio de la poesía –dice Willy McKey, enfant terrible de la revista de poesía El Salmón, y ahora director de la Biblioteca Municipal de Palos Grandes (Caracas)–. El Premio Internacional Octavio Paz de Poesía y Ensayo 2004 a Eugenio Montejo, el Gran Premio Internacional de Poesía de la Bienal de Lieja 2001 a Alfredo Silva Estrada, y el de Rafael Cadenas en la fil 2009 no son galardones menores. Incluso Luis Enrique Belmonte, con 27 años, se alzó con el Premio Adonais de 1998, y dicen que se dio el lujo de darle un plantón al rey Juan Carlos de Borbón porque no se quiso poner un frac para recogerlo.” Según algunos poetas venezolanos, el fallo en la percepción estriba en que siempre se espera que se distinga a esa bendita gran novela que está por venir, en un empeño de mostrarle al continente que en Venezuela también hay narradores. Lo que ha hecho que el Anagrama de Ensayo de Gustavo Guerrero de 2008 por Historia de un encargo: ‘La catira’ de Camilo José Cela. Literatura, ideología y diplomacia en tiempos de la Hispanidad, parezca un premio de consolación. Quizás hay algo de cierto en todo esto, aunque las razones sean otras. Jorge Herralde, editor catalán y dueño del sello Anagrama, resumió su punto de vista sin mucho pensarlo: “Editar a un autor venezolano es algo casi demencial, porque no se pueden distribuir en su país. Sólo hemos publicado a Alberto Barrera y a Gustavo Guerrero, pero no ha sido fácil. El libro de Barrera, Crímenes, no llegó a Venezuela, aunque estuvo impreso en Colombia. Estos son los casos cuando se dan estas paradojas que no son beneficiosas para nadie”. Otros autores, como Norberto José Olivar, Rodrigo Blanco Calderón y Rafael Castillo Zapata, ignorantes de las palabras de Herralde, ven el asunto de los premios de una manera menos apocalíptica. Para ellos el mayor obstáculo para no ganárselos radicaba en la negación del literato venezolano a participar en cotejos internacionales.
Las medallas de oro Al tema de los premios también podría aplicársele la lógica de De Stéfano. Con la entrega del Herralde de novela 2006 a La enfermedad de Alberto Barrera Tyszka, Caracas y sus alrededores entraron en conmoción. Las comparaciones con el Biblioteca Breve que consiguió Adriano González León con País Portátil en 1968 fueron obligadas.
La otra historia “Mucho escritor de antes no quería que sus compatriotas lo leyeran, y hacían incluso lo imposible por no ser leídos”, sostiene Fedosy Santaella. “Quizás eran las modas del momento –o las tendencias, para no herir demasiado–, quizás era la idea del arte por el arte, pero aquellas cosas que escribía Oswaldo Trejo, por ejemplo, no las podía leer sino él mismo. Autores
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como éste le dieron mala fama a la literatura venezolana entre los lectores.” En este contexto, llama la atención que ahora el consumo de obras de ficción esté arropado por títulos de novela histórica. “Esto pasa porque la historia da una suerte de ancla, de sentimiento de que hay algo a lo que aferrarse –sostiene la autora y psicoanalista Ana Teresa Torres–. La pura ficción interesa menos. Por otro lado, los venezolanos tienen una pasión por el poder político, y ese es un tema que aparece más en la novela histórica o en los ensayos.” Es probable que esa sea la razón por la que el narrador Federico Vegas, después del éxito de Falke (Jorale y Mondadori), haya escrito un voluminoso libro sobre el asesinato del ex presidente venezolano Carlos Delgado Chalbaud: Sumario. Algo parecido sucedió un par de años atrás con Francisco Suniaga, al presentar en sociedad su novela El pasajero de Truman (Mondadori). El texto, calificado como un libro de tesis política, que narraba el fracaso y demencia de un candidato presidencial en 1946, fue uno de los más vendidos en su país y el que en su momento levantó el mayor número de pasiones encontradas en el mundo intelectual de sus paisanos. “Muchas personas ven en la novela histórica una vía de aprendizaje académico –dice Santaella–. Es decir, creen que están leyendo grandes verdades en estos libros. Olvidan que los escritores mienten, y que no saben nada de historia ni de filosofía ni de política. Por eso digo que este tipo de novelas no son para aprender historia.” Para otros intelectuales el problema de la baja calidad literaria es más ubicable, no tiene tanto que ver con la novela histórica y aparece sin necesidad de mayores tanteos: todo el drama se encuentra en el empeño que tienen muchos historiadores y periodistas por acercarse al terreno de la ficción. “Yo no sé si hay tal boom de la literatura venezolana –comentó Guerrero, ya no como el consejero para la lengua española de la editorial francesa Gallimard, sino como un tipo que podía permitirse una broma entre tanta candela–. Pero no estaría de más correr la bola, para ver si así nos publican más.” ¿Y ahora qué? Puede decirse que con el nuevo milenio el mercado editorial venezolano se abrió como una orquídea: todo el mundo quería escribir y, lo más raro, todo el
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mundo quería publicar a sus autores. Había público y los reconocimientos cundieron por doquier: Blanco Calderón y Slavko Zupcic fueron los elegidos en Bogotá 39, Guerrero y Barrera comenzaron a ser editados por Anagrama, los escritores vernáculos encabezaron las listas de ventas en su país, el Banco del Libro ganó el Premio Astrid Lindgren en 2007, las ediciones Ekaré se transformaron en modelo a seguir en libros infantiles a lo largo y ancho de la tierra, ferias como la del libro de Guadalajara reservaron espacios para las letras de ese país y las sedes venezolanas de los grandes sellos internacionales no dejaron por fuera a estos autores en sus planes editoriales de cada año. Sin embargo, la felicidad parece haber durado poco. El Estado venezolano, bajo la figura de los mecanismos y controles de importación oficiales, ha detenido el auge del libro en la nación socialista. Esta rigidez, dentro de un país cuyo presidente suele pri-
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vilegiar las bondades de la lectura en sus alocuciones, además de representar pérdidas económicas para los grandes sellos editoriales, ha terminado por ensombrecer el panorama. Para 2012 el balance no ha podido ser más adverso: casas como Random House y Santillana están en proceso de cerrar sus puertas. La primera remató todo su catálogo con un 80 por ciento de descuento a una conocida cadena de librerías, antes de dar por terminado cualquier intento de publicación de textos venezolanos en Mondadori, Lumen o Debate. La segunda acaba de despedir a casi todo el personal de su división de Ediciones Generales, la responsable de los libros de Alfaguara, Taurus, Aguilar, Punto de Lectura, Altea, Alamah y Suma. Si a esto se le añade que Ediciones B y Planeta nunca fueron grandes apostadores del talento nacional, entonces, las esperanzas se acortan cada vez más en una nación en donde buena parte de su intelligentsia es adversa al régimen. Después del encarcelamiento político del mecenas de la Fundación para la Cultura Urbana, cuyo premio y editorial representaban otra alternativa de publicación, muchos intelectuales y editores han pensado en emigrar. De allí que las bases de operaciones de revistas como El Librero y algunos antiguos empleados del mundo de las letras se hayan asentado en Bogotá. Esta situación, que ha propiciado el cierre de librerías con sobrada historia, deja el camino despejado para los volúmenes aprobados por el proceso bolivariano de las editoriales oficiales Monte Ávila y El Perro y la Rana. No obstante, el trabajo de iniciativas alternas como las de los sellos Lugar Común, Bid & Co o Punto Cero, le ha dado un respiro a los autores que se niegan a pagar sus propias ediciones por entero. También, hasta cierto punto, el Certamen Internacional de Literatura Letras del Bicentenario Sor Juana Inés de La Cruz, que el año pasado ganó el novelista Eduardo Sánchez Rugeles; y la inclusión de Roberto Martínez Bachrich en los 25 Secretos Mejor Guardados de América Latina en la pasada fil de Guadalajara no desalienta a nadie. En fin, ya lo reza el dicho: la esperanza es lo último que se pierde.
*Narrador, ensayista, director de teatro, profesor de literatura. En breve aparecerán sus libros Cuentos para niñas y Caligrafías escénicas. La dirección teatral en Xalapa.
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Montparnasse: Residencia en la tierra Víctor Hugo Vásquez Rentería* –¿Váis a los cementerios? – Mucho…, mucho… Juan de Dios Peza
Vago por Montparnasse Mediodía del invierno, tiempo de ofertas. Mediodía del jueves. Llego al cementerio del mítico barrio parisino. Menos conocido que su hermano mayor –el Père Lachaise–, Montparnasse cuenta entre sus residentes a huéspedes tan ilustres como los de aquél. Nadie se ha dado a la tarea de elaborar algún croquis para novicios a fin de agenciarse un par de euros. Hay, eso sí, a la entrada, la lista de ilustres que le confiere, para algunos, su atractivo al lugar: escultores, políticos, príncipes y princesas, escritores... Hago una lista donde éstos resultan mayoría; copio, en mi cuaderno de rayas, forma francesa of course, el mapa que se ofrece en una placa metálica. Imagino, no sin una gran dosis de ingenuidad, que éste hará más eficaz y fluido mi tránsito por entre las sepulturas. Mi top ten + un resbalón: Charles Baudelaire, Jean Paul Sartre et Simone de Beauvoir, Samuel Beckett, Emil Cioran, Julio Cortázar, ¡Porfirio Díaz!, Marguerite Duras, Eugène Ionesco, Guy de Maupassant, Tristan Tzara y César Vallejo. Arduo ha sido el día anterior, recuerdo, encontrar en el Père Lachaise la tumba del Rey Lagarto, pues más temprano que tarde los senderos se bifurcaban, los epitafios se multiplicaban o cubrían de moho o los borraba el olvido o el tiempo, que para el caso fue lo mismo. Tampoco fue fácil fotografiar un cuervo parado sobre una lápida. De hecho, no fue posible. Apenas uno se demoró lo suficiente en la desnuda rama de un árbol; los demás, caprichosos o molestos, se alejaban. O bien, retadores, se iban cerca de la estatua de alguien que ya no recuerdo quién era, desde donde me miraban displicentes: veinte o treinta oscuras voluntades con alas que no se por qué –o sí, pero no importa– me recordaron una película de Hitchcock. El Cimetière Montparnasse es limpio, de calles más bien amplias por las que circulan ya peatones, ya carrozas, ya camionetas de compañías que ofrecen sus servicios de mantenimiento a tumbas, ya los carros lujosos, sobrios, de algunos de los deudos que han acudido hoy a visitar a alguien quizá no tan célebre, pero sí mucho más entrañable, extrañable.
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De entre casi un centenar de sepulcros que se destacan y numeran, en orden progresivo, el número 1 corresponde a Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Está apenas a unos pasos de donde me encuentro, en la llamada Avenida Principal del Montparnasse. Pienso en el Pierre y la Ève de Les jeux son faits y, más que en éstos, en la versión cinematográfica que Godard hizo sobre esa misma novela. Pienso también en las Mémoires d’une jeune fille rangée que, apenas ayer, compré en una librería del Quartier Latin. Recuerdo a mi amiga y tesista Vanessa, los trabajos pasados para encontrar alguna versión no sé si de este libro o de El segundo sexo; lo cierto es que de este último tampoco había una versión completa, apenas un extracto en Folio. La morada de dos de los más ilustres egresados de la Sorbonne es austera. No hay fotos ni grafiti que tributen la fe de algún devoto. Sí, flores, recados con pequeñas piedras encima. Los nombres de él y de ella, los años que marcan inicio y fin de cada uno. Ella vivió un poco más. En mi recorrido, en la Avenue de l’Ouest, cerca de los Sartre-Beauvoir, se anuncia a la personalidad número 3 (no están en orden numérico, y en el croquis de la entrada, que también lo hay –descubro después– en otros puntos del lugar, se enlistan por orden alfabético), Porfirio Díaz. Lo busco, lo busco. Desando mis pasos, vuelvo a recorrerlos. Nada. Una, dos veces... No sé donde leí –o imagino que lo hice– algo a propósito de que la tumba de Porfirio, o no tiene nombre o nomás no está allí. No encuentro consuelo en la memoria. Vuelvo a revisar mi mapa. Varias tumbas carecen de epitafio, de nombre; debe ser alguna de ésas. En fin, me alejo unos metros; me despido de la zona, como si fuera a bordo del Ypiranga, rumbo al destierro. Para cuando toca el turno a Baudelaire (el número 14), ya tengo hambre. Ayer o antier he devorado una baguette en pleno Père Lachaise. La ingesta de hoy promete llevarse a cabo en condiciones igualmente fúnebres. Mi semejante, mi hermano, yace con el general Jacques Aupick –su padrastro–, segundo esposo de la madre del poeta, Caroline Archebaut Defayes, quien completa la trinidad en el sepulcro. Arbitrarias vienen a mí las palabras del maese Harold Bloom; según éste gracias a las excelentes traducciones que Baudelaire hizo de Poe al francés, el norteamericano dejó de ser el mediano poeta que era.
Cosa curiosa: dos traductores de Poe habitan aquí: el otro reside en el número 25, más en la calle Renoir que en la De Rochelle. En la sepultura baudeleriana hay tres pequeños arreglos florales; priman las rosas, claveles sin abrir, un vaso ¿con agua? (“Embriáguense de vino, de poesía, de virtud...”), margaritas, un tulipán. Hay una foto del poeta –fotocopia– de joven. Camino a la residencia en la tierra de ese otro traductor de Poe. Camino. Un hombre joven acaba de colocar flores sobre una tumba. Se sienta en la de al lado. No hay patetismo ni pesar en su gesto. Apenas algo parecido a la nostalgia. Alcanzo a ver, en el epitafio, el año del deceso: 2006. El hombre se ausenta, convoca. Apenado, bajo la vista. Camino aprisa. El cielo se ha llenado de nubes. El frío aún resulta tolerable. Camino. –Buenas, salenas, digo al llegar adonde se encuentra el cronopio mayor. Comparte el lugar con Carol Dunlop. Flores secas, recados, muchos recados con pequeñas piedras encima, inscripciones a mano sobre la lápida... Cortázar, le pauvre... los mensajes van de la cursilería más ramplona a la ortografía atroz; alguien agradece “Circe”, pues el cuento lo inició –a temprana edad– en los placeres de la lectura. Fragmentos de Rayuela, agradecimientos, loas, a La Maga. “¿Absurdo yo? ¡Qué absurdo!” La tumba de Ionesco está llena del color que le proveen dos pequeños árboles de Navidad ¡con todo y esferas reales –whatever it means– rojas! A unos metros, cuatro hombres altos, adustos, de elegantes trajes oscuros avanzan, cargan un ataúd; responden así a la pueril pregunta que me ronda: sí, aún sepultan gente en el Montparnasse. En medio de Baltasar Lobo (escultor) y parte de una familia de apellido Févre, al pie de un árbol, está el lugar donde yace Tzara. La ofrenda es curiosa: un cubo morado puesto sobre una base verde con flores ya secas. El resto, hierbas, pasto, la nota de un fiel que le pide a Tristan que no se preocupe, pues todos somos inmortales. Y se me ocurre pensar que si así fuera, eso sería para preocupar a cualquiera.
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En la Rue Transversale, el recinto de los Beckett –Suzanne y Samuel– compite en sobriedad con el de los Sartre-Beauvoir. Destaca en la del autor de Fin de partida el gris. Al pie de la losa, dos arreglos florales de tonos ocres acaban fundiéndose con el paisaje. No siento más el frío. Camino. Dos hechos me resultan curiosos tanto sobre el Père Lachaise como sobre Montparnasse. Buena parte de la gente que asiste, en su séptima u octava década de vida, no está al pie de una tumba, sino reunida en pequeños grupos conversando. Un porcentaje menor son madres que pasean con sus pequeños por las distintas calles de los cementerios. Para llegar –o intentarlo– a la tumba de Maupassant, hay que salir de la sección más grande del Montparnasse, cruzar una calle, entrar a una siguiente sección del panteón. No hay más visita que yo. Ubico en el mapa, mi mapa, el supuesto lugar. Camino por entre las tumbas. Me distraigo leyen-
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do nombres, me asombro viendo edades, fechas de sepelios. Una tumba rebosa de comida, flores, dulces, objetos personales. He ido y venido varias veces sin encontrar a Maupassant, teniendo en mente al Horla. La soledad es peligrosa para las mentes que trabajan. Vuelvo. Busco. Me detengo. Una, varias veces más. Llovizna desde hace algunos minutos. En menos de una hora, cerrarán. Tengo tiempo. Me obstino inútilmente. Desisto. No sin algo de alivio, regreso a la primera sección. César Vallejo se encuentra en el número 67, relativamente cerca de los Beckett. “...tan fuertes, yo no sé”. En media hora cierra el Montparnasse. Dónde. Dónde. “...la resaca de todo lo sufrido...” Desando. Vuelvo a andar. “...en los rostros más fieros...” Dónde. “...yo no sé...” Aún me faltan Cioran y Duras. Y ya casi no queda tiempo. Lluvia ligera. Densa la grisura del atardecer montparnassiano. Suena una campana. ¿O era un silbato? ¿Indicaron por un altavoz que en breve cerrarían o imagino que lo hicieron? Pequeños carros como de golf –o como los Smart que los europeos estacionan a su antojo en cualquier pedazo de banqueta– comienzan a circular las calles del Montparnasse. Los conducen los encargados de seguridad del lugar. No nos hablan a los escasos visitantes que aún quedamos, nos miran como si ya no estuviéramos allí. Sí, creo que sí, es una campana lo que suena. Tampoco Cioran aparece. Con un carajo. Piedras. Piedras. Un ramo de flores frescas. Más piedras. “No, ya no lo encontré”, pienso. Entonces aparece la lápida. Pienso en el inconveniente, no de estar vivo, sino de ya no tener tiempo y de que aparte llueva. Apresuro el paso con uno de esos pequeños carros a mi espalda, de reojo alcanzó a distinguir el apellido de la Duras. No me detengo. La campana toca a urgencia. Al salir del Cimetière Montparnasse, la angustia me abandona. Algo parecido a un susurro se empeña en que lo escuche. Sin detenerme aguzo el oído, vagamente alcanzo a comprender que aquella voz viene de la memoria, es el eco de unos versos de Juan Dios Peza que no sé por qué recuerdo –o sí– pero no importa.
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El artista o la tragedia del cine mudo Maricruz Gómez Limón* Desde los inicios del séptimo arte, el sonido lo ha acompañado como elemento para dar intensidad a las acciones recreadas. Muy al principio se intentaba acoplar los sonidos que surgían de un fonógrafo con las imágenes proyectadas; también trató de colocarse a una persona hablando detrás de la pantalla mientras la película corría, haciendo coincidir sus palabras con los movimientos de la boca de los protagonistas; o de tener acompañamiento de un músico o una orquesta que amenizaban la trama de la cinta mientras ésta era proyectada. Pero justamente a partir de esas limitaciones el cine mudo cobró sentido a través de la improvisación creadora, de la exageración de gesticulaciones para transmitir un mensaje, de la deformación de la realidad a través de la representación. A partir de 1895, en Europa y Estados Unidos, el cine mudo gozó de gran auge. El público salía fascinado de las salas, impresionado por el lenguaje universal de la pantomima, que parecía imperecedero y se expresaba a la perfección. Lamentablemente, en la década de 1930 este sueño se desmoronó irreversiblemente con la aparición del cine sonoro, en el que esos esfuerzos por conjuntar la imagen con la música o con otros recursos externos resultaban ya caducos. Tras la conmoción inicial, algunos actores y directores de cine se resistieron al cambio. Los personajes cómicos que vivían de la aceptación y los aplausos de los espectadores perderían su sentido si se sometían a la nueva era. Sin embargo, el cine sonoro era algo contra lo que no podían. Hoy, después de casi cien años, el cine mudo resurge en las pantallas con la película El artista, del director francés Michel Hazanavicius, la cual es una fiel reproducción de la tragedia por la que atravesaron varios intérpretes del cine silente. “Hay que darle paso a los jóvenes”, afirma Peppy Miller (Bérénice Bejo) cuando, después de haber formado parte de la fila de extras en películas importantes donde participaba George Valentin (Jean Dujardin), actor del momento, con la revolución cinematográfica de los años treinta se convierte en la gran estrella de este arte sonoro. Pero, ¿dónde queda todo aquel empeño, aquella entrega de los primeros actores que hicieron del cine la expresión más vívida de la época? Simplemente, había que cederle el paso al avance de la tecnología, pese a la firme resistencia al
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cambio y a los vanos intentos por querer continuar en la misma línea expresiva. Cabe añadir un cuestionamiento más: ¿qué podría esperarse como novedad en el arte cinematográfico luego de que la tecnología digital ha superado muchos obstáculos para mejorar la proyección, de la imagen tridimensional, la llamada cuarta dimensión, e incluso después de que los efectos especiales utilizados en películas como Matrix o Avatar han superado los recursos técnicos empleados en 2001: A Space Odyssey o Star Wars, que en su momento maravillaron a los espectadores? Simple y sencillamente, el regreso a los códigos básicos; es decir, a los orígenes de los primeros planteamientos de las películas en blanco y negro, sin sonido integrado, a través de la historia de un actor de aquella época que había alcanzado fama gracias a la peculiar expre* Maricruz Gómez Limón. Estudiante del décimo semestre de la Facultad de Letras Españolas (uv).
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sión de sus gestos y que no estaba preparado para que el mundo escuchara su voz. La originalidad de El artista consiste en que se exhibe ante un público que nació con el cine sonoro y que sólo sabe de cine mudo por referencias orales, fílmicas o bibliográficas, pero que jamás pisó una sala en donde se reprodujeran en vivo los sonidos; un público que ha crecido junto con la tecnología, a la cual no puede suprimir de su vida por un segundo. Consiste también en presentarse como una película autorreferencial que, además de mostrar el momento de grabación de “otras” películas que darán vida a “otros” personajes encarnados por los protagonistas de El artista, capta sintéticamente la tan anhelada, por algunos cineastas, transición al sonido. Mientras tanto George Valentin escucha, estupefacto y desconcertado, las repercusiones audibles que producen los objetos cuando entran en contacto con él. Semejante acontecimiento no podría significar más que su derrota, la muerte de su esencia. Con la progresiva degradación del personaje, el filme continúa desarrollando la historia hasta el mo-
mento en que aquél se ve obligado a entrar al mundo que le arrebató su fama de modo inesperado, pero que le ofrecía la posibilidad de inmortalizar no sólo su voz sino también su imagen. A partir de ahí resurge en la pantalla grande con nuevos aires de conquista. Y aunque para la cinematografía actual la conjunción imagen-sonido es imprescindible, en aquel tiempo parecía impensable que pudiera llegar a su fin la carrera artística de los actores cumbre de esa época, y que personajes icónicos del mundo entero como Charlot –el vagabundo de Charles Chaplin– tuvieran que dar paso a los jóvenes prometedores del nuevo séptimo arte. La película de Michel Hazanavicius reivindica, pues, una tradición, al mismo tiempo que la revitaliza y recrea con un tratamiento tan admirable que fue reconocido por los severos jueces de la Academia Cinematográfica de Hollywood al nominarla, con toda justicia, para 10 premios Oscar, de entre los que destacan Mejor película, Mejor director (Hazanavicius) y Mejor actor (Jean Dujardin). Esta vez no se equivocaron.
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