CARTA DEL EDITOR
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os semanas después de la publicación del número que tenéis en vuestros haberes, el 29 de septiembre, se cumple el 150 aniversario del nacimiento de ese adalid de nuestras libertades y excentricidades patrias, don Miguel de Unamuno y Jugo, poeta sentimental(ista), dramaturgo de la idea, paseador castellano, ensayista quijotesco e intelectual peleón. Desde hace 150 años - para los puristas 119, desde la publicación de En torno al casticismo y Paz en la Guerra- este país ha utilizado, en mayor o menor medida, de manera más o menos consciente, la figura del pensador bilbaíno para reflexionar sobre la identidad nacional y su deriva. Es complicado entender la cosmovisión patria sin que don Miguel asome su barba blanca y sus gafas de rector salmantino. Sin duda todos conocemos su apócrifo “Venceréis, pero no convenceréis”, pues don Miguel ejerce tanto peso que hasta sus apócrifos convencen. Aun así, no pretendo hacer una hagiografía cateta, de “macho, que no hombre”, como hubiese espetado el catedrático, sólo deseo recordarle como vir clarissimus, dejando de lado, claramente, toda la explicación de la extensa y pública vida y obra de San Miguel Bueno Mártir. Los unamunistas no se han puesto de acuerdo en la definición ya no sólo del Unamuno autor e intelectual sino del Unamuno hombre en tantos años de estudio y sacrificio penitente, y tampoco voy a aparecer yo a enmendarle la plana a nadie o a sentar cátedra en una sola página. Parece que un hombre -y filósofo, y catedrático de griego, y “castellanista”, y quijotesco y con una pluma incontrolable- nacido hace 150 años fuese lo más lejano a nuestra situación de urbanitas posmodernos encerrados en delirios de consumismo y globalización; qué tendrá que ver el paseante ese con Wikileaks y la fibra óptica. Y no tiene nada que ver, pero es un gran ejemplo de lo otro que necesitamos y nos ocurre. Ejemplo que cuestionar, con el que dialogar -Dios me libre de pedir que nadie se reformule en segunda venida unamuniana-. Unamuno es un referente esencial para defender la libertad individual en tiempos de corrupción, desfachatez y estrechez política, para entender cuál es nuestra obligación de ciudadanos y seres humanos, para certificar que la fortaleza de una sociedad sólo puede medirse por la capacidad que tienen sus habitantes de elaborar sus propios, e independientes, criterios. La libertad de pensamiento es el ángulo fundamental sobre el que todos debemos sedimentar nuestra responsabilidad humana. Todos debemos elaborar de manera independiente y estudiada nuestras propias ideas, en las que las simpatías sean de la razón y no de la entraña. Erigirse librepensador es el mayor sacrificio de amor que una persona puede hacerle a la humanidad, a la vida, a la verdad y al progreso. Casi nadie lo agradece, pero todo lo mejora. Este proceso siempre es arduo, siempre implica un constante replanteamiento de la cambiante realidad y de la certeza y aplicabilidad de los postulados propios; pero es la manera en la que podemos garantizar que la vida en común sea efectiva, evolutiva y progresiva, pues todos en nuestra responsabilidad somos capaces, con honestidad y reflexión, de contribuir al bien común. Uno no sólo ha de enfrentarse a aquel que considera el enemigo, si no que ha de curarse en exceso de que las formulas afines carezcan de verdadero éxito en su ejecución. El cambio, la renovación, sólo será positivo si es efectivo y aplicable, pues esos dos conceptos, sin acción honesta, son vanos. Aun así, erigirse en librepensador no supone poseer la verdad en exclusiva, es un método y un compromiso, es esforzarse con el deseo de llegar a rozar las respuestas a las preguntas que es necesario responder. Siempre es mejor caminar en la duda buscando la verdad que enrocarse en la verdad aparente. El compromiso es dudar, para provocar la verdad. Es cierto, e indudable, que don Miguel, a diferencia de lo supuesto por muchos, fue azote de toda la incompetencia política y social que le tocó vivir a lo largo de sus setenta y dos años y que su razón, su duda, su búsqueda, le hizo merecedor del titulo de “Excitator Hispaniae”, como le calificó Curtius. Su misión, como buen regeneracionista y miembro del 98, fue provocar las conciencias del país, contestar el improperio por el bien de la sociedad, y sin más bandera que la duda y la razón, pues como bien dijo: “Sólo el que sabe es libre, y más libre el que más sabe. Sólo la cultura da libertad”. Oliver Baldwin. Editor Jefe.
ÍNDICE MI ANA MARÍA MATUTE PÁGINA 6 LA LOCOMOTORA THOUREAUNIANA DE SLOWPIERCE PÁGINA 8 NADIA LILLIAN PÁGINA 12 THE SEPTEMBER ISSUE PÁGINA 18 RÉQUIEM POR UN RELATO SOÑADO PÁGINA 20 EL GRECO DEL SIGLO XXI PÁGINA 25 DAVID MUNROE PÁGINA 28 LOS MACBETH QUE NOS GOBIERNAN PÁGINA 34 BAUSCHMANÍA PÁGINA 37 LA AGITACIÓN DE LA MONTAÑA PÁGINA 40 ENTREVISTA A ALBERTO CONEJERO PÁGINA 43
EMILY PUN PÁGINA 50 LITTLE WHITE SHIRT PÁGINA 56 EURÍPIDES, WALTER WHITE Y ANAKIN SKYWALKER PÁGINA 62 KEATS Y PSIQUE PÁGINA 66 EL VIAJE HACIA EL PARNASO PÁGINA 70
Pastiche agradece profundamente la labor y esfuerzo de todos sus colaboradores, la confianza de todos los que han apoyado y apoyan este proyecto y la disposici贸n y generosidad de Alberto Conejero.
¿Quién soy yo para escribir “yo” en las páginas de Pastiche? Sin embargo, no podría escribir nada más sincero sobre Ana María Matute que “Mi Ana María Matute”.
mis editores. Así que desestigmaticé su maldito nombre de niña burguesa en aquella madrugada y tuve que admitir la sustancia de esa frase presuntuosa, que venía de una mujer sumida en depresión durante veinte años. La depresión no es amor a la vida y veinte años es la cuarta parte de una vida.
Mis editores creían en una conexión mágica entre Ana María y yo y me confiaron la responsabilidad y el privilegio de crear un artículo sobre ella para Pastiche, pocas seMe zabullí durante dos noches velamanas después de su muerte. Ellos das en aquel Pequeño teatro, su pridesconocían mi escandalosa relación mera novela, escrita con diecisiete con Ana María Matute: inexistente, M A R I A M A T U T E años. Fui luciérnaga en esta tierra y, cuando no apática. En el momendefinitivamente, fui una niña tonLa conexión mágica de los to de su muerte, yo no había leído ta. Sus cuentos... Ay, sus cuentos. más que las primeras páginas de su Los cuentos son lo más cercano a la niños náufragos Pequeño teatro, por allá en mis años poesía; los cuentos, decía Ana MaPor: Natalia Moral Ríos de adolescente. No, no había sentiría, son poemas narrados. Los cuendo ninguna conexión mágica y el motivo es ridículo y tos de Ana María son las expresiones más delicadas en pueril: me disgustaba su nombre. forma y más “bestiales” en contenido de su literatura.
MI ANA
“¿Sabes algo de Ana María Matute?”, pregunté a una artista que sí conecta con mi alma. Mi pequeño mensaje-pregunta creció en un ensayo a lo largo de la madrugada. “Amiga, no tengo herramientas ni espacio creador aquí. He escrito dos borradores del tirón, muy mediocremente y a media luz, con su consecuente dolor de cabeza. No estoy haciendo justicia a Ana María.” Quizá porque se llamaba igual que mi medio hermana, quien tuvo de mi padre todo lo que a mí me negó y que, ahora me doy cuenta, es el lazo que me liga irónica y mágicamente con Ana María, en su selecto universo de los “niños náufragos”. “Creo que comienzas a arañar un poco a Ana María, pero con desgana. Creo también que está inacabado, que no llega a cuajar, que no se remata, que el cuento no tiene final (feliz o desgraciado, no me importa). Sigo pensando profundamente que la conjunción de Natalia Moral Ríos y de Ana María Matute puede ser tan mágica como las creaciones de ambas. Creo que si le das alguna vuelta más, si te zambulles en Ana María, ella y todos, nos podemos llevar a una mágica Natalia.” Eso me dijeron y si hubieran sabido mi secreto, me hubieran abofeteado. Yo leí aquello y pensé: ¿quién demonios es Ana María Matute y por qué habríamos de conectar mágicamente? Esa señora catalana de la K en la Academia, la presuntuosa premio Cervantes que decía: “me gustaría que me recordasen como una mujer que amó mucho la vida”. Esa frase resultaba de plástico para mí, no conectaba conmigo de ninguna manera. Denotaba una falta de modestia aburrida, y las faltas de modestia sólo me divierten cuando son brutales. Pero creo profundamente en el criterio de
Reviviendo la crueldad de sus cuentos, tan simple y tan compleja, encontré la conexión y la magia, me reencontré con Ana María, con la Ana María de los gin-tonics, la Ana María de: “la infancia es la etapa más larga de la vida”; la Ana María de: “hay muchos niños náufragos, hay adolescentes que a lo mejor tienen ya cuarenta años...”; la Ana María cruel, la “bestia”. Esa colección de cuentos, ese universo en el que me sumergí durante dos noches, me llevó a reflexionar sobre las “obsesiones del artista”. Los artistas son obsesos que a través de un medio de expresión circunstancial, descubierto generalmente en la infancia, se revuelcan en sus obsesiones y les sirve de válvula de escape. Puede tratarse de mil cuentos diferentes, pero la obsesión es una o son dos; como mucho, tres o cuatro. En el caso de Ana María, calan pronto y conectan de forma mágica con las obsesiones de los niños náufragos. “Que amó la vida mucho”; y sin embargo: “Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre: “El amigo se murió.”” Así comienza “El niño al que se le murió el amigo”, uno de los cuentos de la colección Los niños tontos, que contiene otro, tan mágico y tan cruel, que se titula “La niña fea”. Conectamos, sí, hube de enfrentarme al hecho de que esa señora catalana y yo empezábamos a conectar mágicamente y debía escribir las palabras mágicas en un mágico artículo, si es que se dignaban a aparecer, después de mi tremenda desfachatez de no haber leído ni una novela suya hasta después de su muerte.
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Esa niña fea era yo. El niño al que se le murió el amigo, también era yo. Yo soy Los niños tontos. Yo soy una niña náufraga de las de Ana María, como Ana María, y por primera vez eso me hace sonreír y me siento privilegiada por la magia que nos conecta. “La infancia es la etapa más larga de la vida”, no podría significar más esa frase para mí, que creo recordar la habitación en la que nací, que mi comadrona es mi amiga, que recorrí los siete mares antes de los siete años y en alguno de ellos naufragué. La inocencia y la crueldad de Ana María despiertan en mi memoria una frase profética que leí en la infancia: “las personas más sensibles se convierten en las más crueles”. La inocencia y la crueldad son dos caras de una moneda: la infancia. “Me costó muchísimo integrarme en el mundo”, Ana María era una niña de la burguesía catalana, pero era rara y se puso enferma. Así se adentró Ana María en su mar de niños náufragos. Su talento y su precocidad prueban ese naufragio. Dicen que la literatura se gesta en infancias solitarias y ella decía que “a la literatura se llega como a la vida: con mucho dolor y lágrimas”. Entonces, comenzó la Guerra Civil y eso la coloca en la categoría suprema de la literatura contemporánea. Sí, contemporánea; porque, aunque la generación de los niños de la guerra esté envejecida y una gran parte, muerta; aunque la guerra civil fuese en el milenio pasado, será contemporánea hasta que se purgue esta democracia en la que estamos obligados a vivir. Los escritores de la dictadura forjan un carácter especial. Hasta que a un escritor no se le censura una novela, hasta que no se le tachan las palabras y las frases y los párrafos y se le publica una obra deforme, un hijo mutilado, no se sabe realmente cuánto significa una palabra, una frase, un párrafo, una novela suya. En democracia se nubla el valor de las cosas, de las palabras, de las imágenes, de la vida, el amor y la amistad. Ana María, “francotiradora”, se diferenció de la generación de los 50 en lo literario, porque su protesta social nacía “de lo poético e incluso, lo infantil”. “Escribir es siempre protestar,
aunque sea de uno mismo”, solía decir. La distancia con el realismo social comprometido de sus colegas marginó su trabajo, los críticos a veces son demasiado simples. Sin embargo, la poética y la inocencia, que es “un lujo que uno no se puede permitir y del que te quieren despertar a bofetadas”, no salvaron Luciérnagas de la censura. Cómo se jacta Ana María Matute en las entrevistas de lo ridículas que le resultaban las tertulias de sus colegas en el Café Gijón. Decía que solamente iba por acompañar a su marido, Goicoechea, y que se hubiera puesto algodones en los oídos por no escuchar las pamplinas y las disputas sobre quién es el más intelectual del café. Estos intelectuales... Y ella, la niña fea, en un rincón, imaginando mundos, siente orgullo de su marginación, de su soledad, de su naufragio, de todo aquello que le dio lo más importante del mundo: una vida en la literatura. Hay que reconocer su autenticidad tan atractiva. Esa autenticidad, por la que pelean los intelectuales, los artistas y cualquiera, se pierde en el momento en que se pelea por ella. A partir de ese momento, se puede des-
tacar en conjunto, como parte de una tendencia o un estilo, una moda. Mas lo que vale es destacar independiente: la autenticidad del que se sienta en un rincón a imaginar mundos, despreocupado de ser auténtico. Hay razones más que de sobra por las que Ana María es premio Cervantes y premio Café Gijón y todos los otros. Sí, hay razones más que de sobra para su K, a pesar de su sexo -y qué pena que aún sea necesario ese matiz-. Hay razones más que de sobra para escribir con mayúsculas la palabra LITERATURA junto a su nombre, Ana María. Y además de todas las razones, hay magia. Ana María no vivía de la literatura, ni por la literatura, ni para la literatura, Ana María vivía “en la literatura”, incluso durante los veinte años de sequía, esos veinte años de raro amor a la vida, quizá, sobre todo, en esos años y la infancia. Ana María Matute y su eterna infancia, inocente y cruel como una bestia, sus obsesiones, con dolor y lágrimas en la literatura, náufraga en un rincón, imaginando mundos, protestando, tomando gin-tonics, feliz, amando la vida. Todos los niños náufragos conectamos mágicamente.
“La gran masa de los hombres sirve al Estado, no como hombres primordialmente sino como máquinas; con su cuerpo. .. Todas las máquinas tienen sus puntos de fricción... Pero cuando la fricción se convierte en sistema y la opresión y el despojo están reglamentados, entonces yo declaro que ha llegado el tiempo de descartar la máquina”. 1
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n la producción surcoreana-estadounidense Snowpiercer (2013), dirigida por Bong Joon-Ho2, el creador y último autócrata del tren que da nombre a la película, Wilford, es presentado como un nuevo Noé. Es el único que sabe que el refrigerante artificial CW7 no sólo no contrarrestará los efectos del calentamiento global sino que llevará al planeta a una nueva glaciación. El mundo, en vez de quedar devastado y anegado por el agua, lo hará por el hielo; y en consecuencia, Wilford crea un tren equipado a la perfección para transportar y salvaguardar las vidas de los únicos supervivientes al cataclismo. Así, en esta nueva arca futurista y post-apocalíptica que traquetea eternamente, todo tiene una “posición pre-ordenada” que ha de ser mantenida para contribuir al equilibro de este nuevo, y aparentemente único, ecosistema cerrado. La pirámide social propia de una monarquía feudal adopta ahora una estructura tubular, donde los individuos más poderosos ocupan los primeros vagones. Paralelamente,
los más desfavorecidos y todos aquellos pertenecientes a diversas minorías étnicas son hacinados en condiciones precarias en los últimos compartimentos, sobreexplotados y obligados a ingerir unas gelatinosas barras proteicas cuyo aspecto le quitaría a Arguiñano las ganas de contar chistes. Es aquí precisamente donde se inicia una rebelión liderada por Curtis Everett, motivada principalmente -aunque ya había sido gestada con antelación- por el secuestro de dos niños, que son sacados del vagón sin ningún tipo de explicación durante una supuesta inspección médica. Así pues, la película gira en torno a la revuelta dirigida hacia la cabeza del tren, con miras a matar al creador y último líder de la locomotora, y ocupar su lugar. En su intento revolucionario, Curtis es ayudado, entre otros, por el huérfano Edgar, su segundo al cargo; Tanya y Andrew, los padres desolados cuya última meta es recuperar a sus hijos raptados; y Namgoon Minsu, un ex-prisionero y antiguo experto en seguridad que, junto a su hija Yona, es el único que sabe cómo abrir las puertas que conectan los vagones entre sí, ya que fue él quien diseñó las cerraduras. Lo que Curtis no acierta o se niega a ver, es que para el correcto funcionamiento del tren todas las piezas han de estar encajadas y funcionar a una determinada cadencia, y que los tripulantes a bordo no son sino otro tipo alternativo de engranaje
LA LOCOMOTORA THOREAUNIANA DE SNOWPIERCER Por: Elsa del Campo
ideado para contribuir y perpetuar la marcha de la locomotora. Los habitantes del último vagón son “los zapatos”, como se empeña en enfatizar la ministra Mason: constituyen la fuerza motora viva de la máquina, en oposición a la potencia contenida del motor metálico alojado en la cabeza. Con su revolución Curtis desencaja el orden pre-asignado de esas piezas, y se rompe el equilibrio. El problema es que Curtis, como “zapato” que es, lidera una revuelta descontrolada, limitada a la mera fuerza bruta: es puro músculo retroalimentado por la libertad del que no tiene nada que perder; aunque, por lo demás, es absolutamente ciega, fundamentada principalmente en la pura elucubración.
Decía Balfe que la Ciencia Ficción está “socialmente embebida” 3 y la cinta no escapa a esta tendencia. La idea sigue la línea de teóricos como Richard Luckhurst que defienden que la Ciencia Ficción, más que sobre futurología, consiste en una serie de técnicas que buscan convertir el presente en “la Otredad”, y de-familiarizar así al lector con el mundo contemporáneo, con vistas a fines satíricos o políticos.4 Dada la trayectoria del director y la dinámica apreciable en esta obra, Bong Jong-Ho podría considerarse un ejemplo de lo que Bruce Sterling apodó en 1989 como “Slipstream”, es decir: la adaptación de las técnicas propias de la ciencia ficción por autores que tradicionalmente no siguen este género.5 Snowpiercer estaría en principio relacionada con una revolución marxista de la clase obrera contra los privilegiados, pero determinados elementos permiten entrever también tintes de un alegato postcolonial. Es cierto que Curtis quiere acabar con la desigualdad social, pero la motivación del resto de personajes no es siempre la misma. Tanya, que es negra, sólo busca recuperar a su hijo arrebatado, poniendo voz a todas aquellas mujeres del África colonial que vieron cómo sus retoños eran arrancados de sus manos para ser destinados a la explotación y la esclavitud, que es exactamente lo que le espera al pequeño Timmy. Así, en la supuesta revolución contra el sistema también se encuentra un alegato anticolonial; y la culminación de la misma iría del mismo modo encaminada a la búsqueda de una utopía postcolonial a la que sólo es posible acceder a través de la destrucción completa de las estructuras, tanto sociales como metálicas, que han mantenido el tren en funcionamiento hasta ahora.
La batalla que tiene lugar en el tercer vagón es reveladora al respecto. Los enemigos llevan unos dispositivos de visión nocturna que les permiten ver en la oscuridad cuando el tren se halla atravesando un largo túnel. Sus golpes son certeros y mortales porque saben a dónde están dirigiendo sus armas. Los hombres de Curtis, por el contrario, carecen de semejantes implementos tecnológicos y sólo pueden limitarse a dar caóticos bandazos al aire y palpar con las manos para ubicarse. Si bien la escena es anecdótica, resulta muy indicadora respecto al rumbo que poco a poco irá tomando la revolución, cuyo modus operandi no variará mucho.
Una de las críticas que tradicionalmente ha venido lacrando la Ciencia Ficción es aquella que lamenta que los personajes, en detrimento de un argumento a menudo vasto y complejo, son más bien tipológicos.6 Esto hace que se los vea más como arquetipos que como individuos, con sus carencias y sus defectos. Los habitantes de la locomotora caen en los mismos clichés y estereotipos vistos en muchas obras de esta temática. De nuevo los pobres son presentados como unos mártires sufridores, nobles y con un código de valores fuerte y bien asentado; mientras que los poderosos son físicamente repelentes, traicioneros, sádicos y miserables, sin que haya excepciones en ninguno de los dos campos. La ministra Mason constituye el mejor ejemplo de esto. Su fealdad física es sólo superada por su fealdad interior: no duda en humillar a un prisionero cuyo brazo está siendo amputado por criogenización poniéndole un zapato en la cabeza, pero es descaradamente cobarde cuando se ve en peligro, vendiendo su fidelidad al mejor postor y haciendo promesas que en ningún momento está dispuesta a cumplir. El entusiasmo que muestra al cantar las tonadillas de alabanza a Wilford y al sistema ponen de manifiesto un servilismo extremo y los estragos de un adoctrinamiento ciertamente exitoso. Su dentadura, llena de caries cubiertas por empastes de metal, demuestra ser tan falsa como su integridad, y al quitársela y mostrarla con sumisión no hace sino exhibir el estado de decadencia moral del propio personaje, que está tan podrido por dentro como el aspecto de sus dientes revela. En el Rompenieves no hay espacio para la individualidad: todos los desfavorecidos son buenos en esencia, y todos los ricos son aborreciblemente malvados. Sin embargo, precisamente por esto, la idea de la post-colonización, que a primera vista podría parecer tomada con alfileres, resulta viable. En semejante caldo de cultivo, donde prácticamente todos los personajes principales representan a una minoría étnica, Tanya bien podría ser la personifica-
causa radica en que es el único capaz de abrir el camino gracias a sus conocimientos tecnológicos superiores, las aptitudes de Yona se traducen en unas ligeras dotes de clarividencia. Yona puede ver lo que pasa en aquellos compartimentos a los que todavía no han tenido acceso, sabe ver el peligro antes de que éste se haga tangible y, en definitiva, puede y sabe ver todo aquello que tiene lugar en otras partes del tren a los que la rebelión aún no ha llegado, o que ya ha dejado atrás.
1. Del deber de la desobediencia civil. Thoreau. 2008. p. 17-19. 2. Inspirada en la novela gráfica francesa Le Transperceneige, por Jacques Lob, JeanMarc Rochette y Benjamin Legrand. 1982-2000. 3. Incredible Grographies? Orientalism and Genre Fantasy. Balfe. 2004. p. 75-76. 4. Other-wordly Wise. Luckhurst. 2011. p. 46. 5. Slipstream. De Zwaan. 2009. p. 500.
ción de la madre África que llora por sus hijos robados; y Curtis, siguiendo determinados parámetros adscritos al género, el héroe torturado por un pasado oscuro. La revolución no es sólo una lucha de clases, sino también un intento desesperado de derrocar el imperio que Wilford ha sustentado sobre la explotación de unos vagones colonizados, pues no hay que olvidar que todas las minorías están apiladas allí, constituyendo la mano de obra barata, si no gratis, del tren. El caos descontrolado de la sublevación de Curtis hace que pase desapercibida otro tipo de revuelta, mucho más silenciosa pero más destructiva, que es planeada por Namgoong Minsu y que se articula en torno a la metáfora de la visión. Si Curtis y sus hombres constituyen los zapatos de la locomotora, Namgoong y su hija son los ojos, y su visión privilegiada sustentará la alternativa a una revolución potente pero ciega. Mientras que la utilidad de Minsu para la
Minsu, por su parte, es el único personaje que sabe ver más allá de dicha insurrección, pues es el único que en algún momento de la película se para a observar por las ventanas del tren lo que acontece en los confines de la revuelta. Cuando los rebeldes acceden al exterior de los vagones en los que han estado recluidos durante años quedan deslumbrados por la luz que se filtra a través las ventanas, y lo único que acierta a musitar Gilliam es: “Sigue frío, muerto. Todos muertos”, siendo éste el único momento en el que los demás dirigen su mirada al otro lado del cristal. Mientras el resto de personajes sólo tiene ojos para la sublevación que se está llevando a cabo en el interior del tren –que en última instancia les afecta directamente–, el ex convicto tiene la capacidad de prestar atención a aquello que se desarrolla debajo de las gruesas capas de nieve. Su visión se orienta a los márgenes y, gracias a ello, es consciente de que el planeta se está volviendo a calentar y de que la vida fuera del tren es posible. Padre e hija comparten una visión privilegiada, pero mientras la de Yona se limita a un futuro inmediato, la de Namgoong es mucho más amplia, abarcando no sólo una temporalidad considerablemente mayor
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sino también una distancia más extensa, que no queda circunscrita a las fronteras selladas por las estructuras férreas del tren.
6. Dystopia and the end of politics. Kunkel. 2008. p. 97.
Así, ante una situación de avasallamiento imperialista la capacidad de observación de estos personajes abre un futuro de posibilidades encaminadas a una existencia post-colonial más allá de los confines de lo que hasta ahora se ha percibido –quizá erróneamente– como el “único sistema viable para la vida humana”. La locomotora, al igual que el orden político para Thoreau, es una máquina que sólo sigue en movimiento porque todas sus piezas, incluidas las que motivan la revolución misma, están perfectamente encajadas en el lugar que les corresponde. Con una pieza que falle, el sistema se desarticula por completo, y esto es lo que Minsu propone cuando revela la existencia de una puerta camuflada que quiere hacer estallar para acceder al exterior. Si bien habría que añadir que la revolución pacífica de Thoreau tenía como meta mejorar el sistema democrático, que como forma de gobierno “joven” que era, a la fuerza había de resultar imperfecta, Minsu opta directamente, no por modificar el sistema, sino por destruirlo por completo, encauzándose su amotinamiento más en la línea de otras obras distópicas actuales, como V de Vendetta, en las que la utopía se vislumbra como posibilidad, y nace de los deshechos de un caos anárquico encaminado a la ruptura del sistema anterior.7
7. “La anarquía tiene dos caras: la creadora y la destructora. Así, los destructores derriban imperios; crean un lienzo de escombros depurados donde los creadores pueden construir un mundo mejor”. V for Vendetta. Moore, Lloyd. 2005. p. 222.
La utopía postcolonial en Snowpiercer sólo es posible con la ruptura total del sistema, y se articula como una oportunidad más que una realidad: en ningún momento se indica que sea factible, pero sí constituye una alternativa que podría ser construida si se abandonan las motivaciones de consumar una revolución que, precisamente por lo nebuloso de su finalidad, pronto deja de tener sentido; una revolución que acaba siendo continuada, al igual que el movimiento cíclico del tren, por pura inercia, y que está destinada a convertirse en lo mismo que busca aniquilar -pues si Curtis finalmente toma el lugar de Wilford lo que se consigue es cambiar el nombre del sistema, pero no la esencia-. Todo esto es lo que Minsu ve a través de la ventana, y lo que Minsu prevé detrás de una puerta secreta tras la cual, al contrario que Yona, su visión no tiene acceso real, pero sí potencial.
NADIA LLILIAN
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illes Lipovetsky, filósofo y sociólogo francés, define la moda como una búsqueda frenética de la novedad, y una forma de venerar el presente. Este sentido frenético viene marcado por las tendencias, que a su vez están organizadas en temporadas. La moda centenaria en la que las tendencias se dictaban por un diseñador ha dado lugar a la moda efímera en la que aparentemente todo tiene lugar y se superponen los estilos. Son los diseñadores los que marcan estos estilos, pero hoy en día conviven muchos medios por los cuales estas tendencias y estilos se divulgan y llegan a la gente a pie de calle. Sin embargo, centrándonos en las revistas de moda, uno de los medios más importantes en el panorama de la moda hasta hace relativamente poco, la fluctuación de estas tendencias viene dictaminada por una sola persona: el editor de moda. Es la figura divina e intangible del editor de moda a la que se atribuye esta fatua tarea, pero todo el sistema de la moda organizado en temporadas es sólo una estrategia consumista y su razón de ser, lo que da sentido a las revistas. En el calendario de la moda, Marzo y Septiembre son los meses cruciales, pero Septiembre es la génesis de las temporadas: es el número más esperado y cargado de numerosas páginas llenas de moda, y centenares de ellas rebosantes de publicidad. Hablamos del September Issue, el número que causa expectación no sólo por lo que a tendencias se refiere, sino en su número total de páginas, su peso en kilos, la cara que enmarca la portada y el bombardeo publicitario que suscitará el mayor movimiento de dinero en la industria. Esta magnífica estrategia de dar importancia a un número especifico del año, que coincidiera con el comienzo de la temporada Otoño/Invierno fue creada por Vogue, y que más adelante se convertirá en algo epidémico en todas las revistas de moda. En el Número de Septiembre se publican todas las tendencias de Otoño/Invierno de las pasarelas más destacadas, además de los looks y prendas seleccionadas para esta temporada. El papel que tiene el editor de moda en la elección de estas páginas es realmente crucial e importante. Evidentemente, el equipo editorial es el encargado de buscar y proponer el contenido, son los peones que dan sentido a toda la revista, pero el toque final, la última palabra, la tiene el editor. Si nos centramos en la figura del editor, y pensamos en un solo profesional que hoy en día siga teniendo tanta influencia en lo que los diseñadores crean, esa es Anna Wintour. Aunque la tarea del diseñador sea indiscutiblemente la de crear y expresarse a su antojo, el papel que va a tener dentro de la industria marcará definitivamente sus carreras profesionales, y la
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persona encargada de decidir ese papel en su revista es ella. Es Anna la que acude a los previews de las colecciones especialmente preparados para ella y su equipo, con el objetivo de recibir una opinión, o en algunos casos sutiles miradas y gestos ambiguos que desconciertan a los allí presentes. Naturalmente, su opinión importa y condiciona. Dentro del sentido consumista en el que se basa la revista -en especial el Número de Septiembre-, la moda siempre ha entrado por los ojos, y la cara de la revista es algo que concierne a todo el equipo creativo. El mundo de la moda recurre a los sueños, lo irreal, utilizando arquetipos que hagan soñar a la gente a pie de calle, los consumidores, para así vender ese objeto de deseo. Pero a pesar de que este recurso de la moda sirva para campañas de perfumes, en cuanto a lo que a portadas de revistas se refiere, el uso de una “persona real”, y no el maniquí personificado por una modelo, comenzó gracias a Anna Wintour. Fue la primera que puso en portada a una actriz, una persona que la gente “normal” siente más cercana y que por lo tanto tenga más tirón comercial. Esta estrategia no sólo la utilizan las revistas, las grandes firmas visten constantemente a la actriz de moda para que la marca se oiga por doquier. El uso del star-system como el escaparate perfecto tanto para las marcas como para la revista es una estrategia de larga tradición en la que todos salen ganando. Éstas “estrellas”, “mujeres de verdad”, son además retratadas por grandes fotógrafos como Annie Leibovitz, Mario Testino o Steven Meisel, entre muchos otros, que también aportan un valor comercial añadido a la portada. Disponen de un alto presupuesto para llevar a cabo largas editoriales en las que sin lugar a duda pueden expresar su creatividad y pasión por la moda, y además, consiguen que su nombre y su trabajo salga en las páginas del número más vendido del año.
Potro lado, cabe destacar el motor financiero que consigue que el espesor de la revista alcance el mayor número de páginas del año. Las campañas publicitarias conforman más del 80% del número, y están estratégicamente colocadas en la revista. Estas campañas conviven y son afines al mundo de la moda: cosméticos, accesorios, ropa, en definitiva, tendencia y consumo. Es la fiel imagen de la industria, un factor importante para la supervivencia de las revistas, y en especial el Número de Septiembre. Finalmente, si nos alejamos del sentido comercial, es igualmente destacable las maravillosas editoriales de moda que el Número de Septiembre contiene, editoriales que nos acercan al mundo de ensueño y a los diversos universos imposibles que encarna el mundo de la moda. Este universo onírico fue introducido en las editoriales de moda gracias a Diana Vreeland, encargada de elevar la moda a niveles estéticos que nunca había alcanzado, dirigiendo editoriales para Harper’s Bazaar en los años 60 y posteriormente para Vogue USA. Hoy en día su legado artístico lo llevan a cabo magníficos directores creativos como Grace Coddington. Estas editoriales cuentan con un gran equipo, entre fotógrafos de renombre, estilistas, directores artísticos, modelos, magníficas localizaciones y sobre todo la elección de prendas adecuadas para que se respire moda en cada una de las páginas. En definitiva, el September Issue es el ejemplo claro de cómo funciona la industria de la moda. Las estrategias comerciales, el elitismo, la superficialidad, los favoritismos, la creatividad o el arte, que finalmente se nutren y sólo tienen cabida gracias al universo moda que representan.
Por: Juliana González
“To die, to sleep, To sleep? Perchance to dream”. Hamlet, III, i
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odo empieza con abrir los ojos. Y al abrirlos, teniéndolos bien cerrados, suenan los sincopados ritmos de un bajo: pam, pam, pam, pam, parararara, pam, pam, pam, pam. Un espejo iluminado por una luz cálida refleja a una pareja disfrazada de desnudez que se mira, se admira, se gusta, se besa. Sigue el bajo, aliñado con la voz sonámbula de Chris Isaak, icono de los tupés y los vaqueros del GAP de los noventa. Poco a poco se nos van los pies al compás del bajo, con la sensualidad vampírica de “Baby did a bad, bad thing…”
Tal vez sea ésta la escena que todos recordamos de Eyes wide shut (1999), película que además se convirtió en el réquiem de su mismo director. Stanley Kubrick suspiraba por última vez antes de ver el montaje definitivo de la cinta, dejando huérfana una filmografía aclamada y reprobada a partes iguales, poco prolífica pero extensa (trece películas en cincuenta y cuatro años), y legado de incontables y muy distintas obras maestras. Con Eyes wide shut Kubrick escribe su testamento, y de paso, el epílogo del siglo XX. Este réquiem podría completarse con otro fin, el del matrimonio de la celebérrima pareja protagonista de la cinta, que ahora nos parece tan lejana, tan de otro tiempo: él, cienciólogo héroe americano, top gun de las taquillas de ayer y de hoy, Tom Cruise; ella, la esposísima y
pelirrojísima Nicole Kidman, cuya carrera despegaría paradójicamente en cuanto dejara la sombra -digamos que no muy alargada- del ciprés Cruise. Pero volvamos al compás del bajo, a las orquestas de Shostakovich y a las notas monocordes de Györgi Ligeti. Eyes wide shut parece de otro siglo, y efectivamente, lo es. Indudablemente extraña, gótica, fantasmagórica, muy amada pero también muy odiada: nadie entendía por qué el maestro Kubrick se arrodillaba ante los encantos del Hollywood más palomitero y contrataba a este dueto pop para su película más secreta. Pero luego todo tuvo su sentido, era la gran broma final: desmontaría las almas y los cuerpos del éxito con una ópera sobre el sueño, la sensualidad y los deseos. Y es que entrar con paso firme y ojos bien cerrados en el carnal Carnaval, es una invitación al abismo de nosotros mismos. Para ello, nada mejor que acudir a otro fin de siglo, esta vez los albores del XX, de la mano de los valses más austriacos de Arthur Schnitzler, desnudando los bailes de máscaras que inundan la novela Traumnovelle (Relato soñado)1. En este bendito -y maldito- fin de siglo, tiempo de Jack el Destripador, guerras coloniales y exposiciones universales, se acudirá a los rincones ocultos del Yo, a lo onírico y lo siniestro de la vida. El arte de fin de siglo se aleja de la descripción preciosista e inane del realismo, abraza los arrebatos sensuales de los poetas simbolistas y comienza, así, a perfilar al individuo desde todos
RÉQUIEM POR UN RELATO SOÑADO Por: Manuela partearroyo
sus ángulos, con todos sus tabúes y secretos, con sus rostros y disfraces. Debe ser que Rimbaud tenía razón: “Je est un autre”, somos a la vez Fausto y Mefistófeles, don Juan y su antifaz, Dorian y su retrato, Jeckyll y Mr. Hyde. En nuestro relato soñado con ojos bien cerrados, la ciudad será el espacio único e inevitable de lo sublime. No en vano decía Rousseau que las ciudades eran -y son- “el abismo de la especie humana”. La Viena del fin de siglo era una ciudad revestida de progreso, engalanada por el buen gusto, la buena cultura y la mejor música. Un microcosmos de savoir vivre, así la recordaba su amigo y paisano Stefan Zweig2, aunque Schnitzler supo recoger toda esa brillante sofisticación y transformarla en una auténtica pesadilla. Kubrick hará lo propio transformando la Viena del relato en una invernal y sórdida Nueva York donde nada es lo que parece, toda la mundanalidad de ese tiempo de ensueño es trasladada al corazón del mundo occidental contemporáneo, cuando todavía era una ciudad aparentemente invencible3. Tanto en las páginas como en la pantalla, nos embriagan calles y rincones como pinceladas de un pintor de Die Brücke, impresiones vagas que la ciudad va dejando en el protagonista, un respetado y somnoliento médico4 (Fridolin/Bill Harford), y, de paso, en el lector que lo acompaña en su viaje. Como “borrachos lunáticos, filósofos peripatéticos, bajo la línea luminosa de los faroles, caminan y tambalean” 5, nos perdemos por las calles de la ciudad, sea cual sea, vagando junto a Fridolin/Bill como perfectos flâneurs, huyendo de la prisa, del frenesí de la vida moderna y de su realidad con Albertine -en la película Alice, la esposa que duerme-. Deambulamos por lugares irreconocibles
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1. En español Relato soñado o Relato del sueño, dependiendo de las traducciones. Aquí me referiré a la de Sáenz por Acantilado, 2008.
pero familiares en busca de impresiones noctámbulas, en un espacio donde conviven la realidad y el deseo, el sueño y la vigilia, la más pura cotidianidad y la más improbable de las circunstancias. La ciudad, por dentro y por fuera, delirante y embriagadora, vivida… y también soñada.
2. El Mundo de Ayer. Memorias de un europeo. Zweig. 2010. p. 45
Hemos comenzado el relato con una pareja deleitándose ante el espejo, a lo que sucede una fiesta, y una discusión doméstica. Ella, molesta por sus comentarios sobre el deseo femenino, le relata una fantasía en la que renunciaba a todo por una noche con un desconocido. Él, con su orgullo herido, abandona la casa. “Desde aquella conversación vespertina con Albertine se había ido alejando cada vez más de la esfera habitual de su existencia hacia otro mundo, distinto, lejano y extraño” 6. Fridolin/Bill se adentra en un mundo oculto y sensual, hacia el abismo de sí mismo. Comienza el deambular, despunta el réquiem.
3. La película se rodó en 1998, pocos años antes del trascendental ataque del 11 de septiembre de 2001. 4. No ha de sorprender que Schnitzler fuera psiquiatra y que trabajase con el que fuera maestro de Sigmund Freud, actividad que abandonó al dedicarse a la literatura.
“El hombre es menos sincero cuando habla por cuenta propia. Dadle una máscara y él os dirá la verdad” Oscar Wilde. El crítico como artista.
Uno nunca puede dejar de ser uno mismo; salvo si se disfraza. Esta inevitable realidad late en la esencia misma de las civilizaciones, por eso la máscara
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y todos los símbolos que esconde el Carnaval son tan antiguos como la cultura. Llegamos al punto culminante de nuestro viaje sonámbulo hasta encontrarnos con la fiesta que inventó el enmascaramiento y lo grotesco. Avisado por su amigo músico, que toca en el baile a ciegas, Fridolin/Bill consigue persuadirlo para revelarle su secreta ubicación y hacerse con un disfraz7. A pesar de las advertencias de una enigmática mujer, entra en la mansión. La contraseña de entrada al mundo sonámbulo del baile es, paradojas de la vida, la palabra “fidelio”. No es gratuito que los músicos toquen a ciegas en el baile, a pesar de los antifaces que cubren el rostro de los invitados; así lo impone el secretismo de la velada. Decía Ernst Mach que “no son las cosas […], sino los colores, los sonidos, la presión, el espacio, el tiempo (lo que llamamos corrientemente las sensaciones) los que son los verdaderos elementos del mundo” 8. Schnitzler y Kubrick narran a pinceladas borrosas, nos embriaga la poética de la impresión: hay una sensualidad en dejarse llevar por lo difuso. La vista es demasiado precisa, nuestros ojos bien cerrados invitan a la sensualidad que llena los demás sentidos, menos científicos, menos afilados, menos definitivos; despertando regiones ocultas de la memoria del cuerpo. Convencido de que la máscara le hará pasar inadvertido, Fridolin/Bill se pasea como un voyeur por las salas. “El placer inefable de mirar se transformó para él en el tormento casi insoportable del deseo” 9. El baile de máscaras propone, como si de un juego se tratase, una pequeña revolución, ofreciendo durante un tiempo restringido todas las posibilidades que le son negadas cualquier otro día del año: carnalidad, abundancia y sobre todo anonimia. Y resulta revolucionario, pues al fin y al cabo, el disfraz nos hace distintos de nosotros mismos e iguales a los demás: los cánones sociales se reinterpretan y la transgresión se convierte en la única ley imperante. Por eso la música ven-
5. Luces de Bohemia. Valle-Inclán. 2010. p.75. 6. Relato Soñado. Schnitzler. 2008. p. 39. 7. Escena que merecería entrar en detalle, con la aparición de esa ambigua figura adolescente que es Pierrette (atención al nombre de máscara), interpretada por Leelee Sobieski. 8. El desarrollo de la mecánica. Mach, 1883: 454 9. Relato Soñado. Schnitzler. 2008. p. 62.
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ce a la solemnidad, el exceso vence a la moderación y la carne ocupa el lugar de la corona, lo corporal y sus necesidades pasan a ser el centro del ritual. Pero igual que la carne, el carnaval se consume y llega a su fin. Nuestro voyeur es desenmascarado y obliga a la misteriosa mujer a intervenir para salvarlo. Jura guardar silencio. Cuando regresa, encuentra a su mujer soñando, fantaseando con el desconocido: sonriendo. “Hay gentes que llevan un rostro durante años. Naturalmente, se aja, se ensucia, brilla, se arruga, se ensancha como los guantes que han sido llevados durante un viaje” Rainer Maria Rilke. Los Apuntes de Malte Laurids Brigge. Somos el uniforme que hacemos de nosotros mismos. Fridolin/Bill viste una bata blanca que le da prestigio. Este uniforme no deja de ser un disfraz, un disfraz que se lleva como un rostro cotidiano, pero igualmente ajeno, un rostro que identifica a cada uno de cara a la sociedad, como dice Rilke, y que, a la vez, oculta esos rostros más oscuros y quizá más ciertos: “se quitó el abrigo y se puso la cogulla, lo mismo que se ponía su bata blanca todas las mañanas en el departamento del hospital” 10. Tras la noche sonámbula, chocan los dos trajes: la bata blanca contra capa negra, el uniforme contra la máscara, las dos caras de la moneda: “Llevar una especie de doble vida, ser el médico competente, digno de confianza y de prometedor futuro, el buen esposo y padre de familia… y al mismo tiempo un libertino, un seductor, un cínico que jugara con la gente, con hombres y con mujeres, siguiendo su capricho…” 11. Frente a la blancura de su bata blanca, es la máscara la que despierta un catártico reencuentro consigo mismo. A la mañana siguiente, no encuentra más que cenizas, las notas de nuestro réquiem son tenues, difusas, imprecisas.
10. Relato Soñado. Schnitzler. 2008. p.58 11. Relato Soñado. Schnitzler. 2008. p.105-106.
Sus recuerdos le fallan, así que decide rehacer los pasos de la noche. Ahora sí ve, observa detenidamente, pero los sentidos parecen apagados. El músico está desaparecido; su disfraz aparece incompleto -falta la máscara-; la desconocida aliada resulta ser una farsante, y él, tras tanto indagar, se ve perseguido. Cuando regresa a casa encuentra a la esposa dormida y junto a ella la máscara desaparecida. Se derrumba con la desnudez de quien acaba de tener un mal sueño, y por fin se revela el contenido de la máscara -y también de la bata-: “-¿Estás segura? —le preguntó él. -Tan segura que sospecho que la realidad de una noche, incluso la de toda una vida humana, no significa también su verdad más profunda. -Y que ningún sueño —suspiró él suavemente— es totalmente un sueño.”12. “If you want a lover I’ll do anything you ask me to, And if you want another kind of love I’ll wear a mask for you”. Leonard Cohen. “I’m your man”. El réquiem está dando sus últimas notas. Por las luces y sombras bohemias de este Relato soñado con ojos bien cerrados, asoma un otro más irracional y primitivo bajo las insoportables levedades de un sueño (in) mortal. Por eso la máscara es magia y dolor, carnaval y risa siniestra, escondite y revelación. Una última impresión: la máscara está posada en el almohadón, en su lugar. “En ese instante descubrió, muy próximo al rostro de Albertine, […] algo oscuro, delimitado, como las líneas en sombra de un rostro humano. Por un instante se le paralizó el corazón y al siguiente supo ya de qué se trataba y alargó la mano hacia la almohada y cogió la máscara […] poner aquella máscara oscura a su lado sobre la almohada para representar el rostro de su marido […], de repente sin fuerzas, dejó caer la máscara al suelo, sollozó fuerte y dolorosamente, de una forma para él mismo inesperada…”13 Primero el sueño de una noche de invierno, luego el encuentro con la máscara y, finalmente, el despertar a la vida, el alivio, tal vez el amor. Pero todo empieza con abrir los ojos. Y al abrirlos, teniéndolos bien cerrados, suenan los sincopados ritmos de un bajo: pam, pam, pam, pam, parararara, pam, pam, pam, pam. Tal vez todo fuera un sueño relatado, un relato soñado. Un espejo iluminado por una luz cálida refleja a una pareja disfrazada de desnudez que se mira, se admira, se gusta, se besa. Era verdad eso de que con esa máscara hizo “a bad, bad thing”; pero todo empieza con abrir los ojos. El réquiem ha dado su apoteósico colofón y la realidad del sueño ha desvelado el sueño de la realidad.
12. Relato Soñado. Schnitzler. 2008. p.131. 13. Relato Soñado. Schnitzler. 2008. p.130.
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1. Catálogo de la exposición El Greco y la pintura moderna. Schroeder. 2014, p. 208 2. “El Greco y la literatura”. González Palencia e Illán Illán. ABC Toledo. 2011. 3. “Toledo”. Azorín. Mercurio, marzo 1901 4. A la pintura. Alberti. 1948. 5. Catálogo de la exposición El Greco y la pintura moderna. Jeffrey Schrader. 2014. p. 242.
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6. Catálogo de la exposición El Greco y la pintura moderna. Javier Barón. 2014. p.120 7. Judio de Vitebsk.
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ocos maestros antiguos han sido interpretados de manera tan dispar como el Greco. Muchos lo atribuyen al halo de misterio que envuelve su obra, pero yo diría que la respuesta, si es que la hay, se acerca a algo más prosaico: es más bien una consecuencia de su técnica. Es conocida la expresión que el crítico sevillano y suegro de Velázquez, Francisco Pacheco, utilizó para describir la pintura de Domenicos: “crueles borrones”. Lo cierto es que a principios del XVII (Pacheco visitó el estudio del cretense en 1611), el dibujo se consideraba como “la forma sustancial de la pintura”. El color debía subordinarse a él. La concepción del primato del disegno era defendida por la tradición escolástica medieval y se remontaba a Aristóteles. La línea del dibujo es mensurable, apela a lo racional, mientras que el color es pura sensación, es indefinible, ingobernable, inestable, irracional; podemos medir con exactitud una forma pero, ¿cómo definir el resplandor de un color? Lo correcto para Pacheco era contener ese color a través de la forma lógica, esto es, del dibujo. Pero el Greco estaba interesado precisamente en retratar aquello que no vemos e intuyó que para abordar lo irracional debía desdibujar los límites que marcaban la línea del dibujo. Lo hizo a golpe de pinceladas impetuosas, vigorosas, enérgicas, dejando a la vista el proceso mismo de la ejecución. A través de sus “crueles borrones” el mundo fenoménico del color se erige como guía del cuadro. Los borrones que le mostrara Tiziano, su maestro, en la mano de Domenicos se desbordan anegando todos los cercos. El Greco había acabado con los límites normativos de la academia liberando a la pintura, tanto en su ejecución como en su interpretación. De ahí que tanto unos como otros hayan recreado su obra según conviniera.
EL GRECO DEL SIGLO XXI Un humanista entre posmodernos Por: Paz Olivares
La mayoría no entendió su trabajo, que se consideró extravagante, hasta que, en el siglo XIX, la ausencia de límites y el espíritu inconformista del Greco fue alabado por el Romanticismo. La rehabilitación del pintor comenzaba en 1840 con la publicación de Viaje a España, del poeta y crítico de arte Théophile Gautier. La pasión y violencia de los gestos de las figuras grequianas, los colores irreales, las siluetas evanescentes, los excesos del trazo…; todo el Greco se ajustaba al modelo del ideal romántico del tormento, el dolor y la emoción. Así, el “San Juan apocalíptico se convierte en modelo de ser humano excepcional, que se desgaja del tiempo y del espacio, buscando refugio en vano” 1 En España lo hicieron suyo los intelectuales de la Generación del 98. En 1908 se publicó la célebre monografía de Manuel Bartolomé Cossío donde el pintor era entonces interpretado como un visionario, casi un místico, castellano. “El romanticismo
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comenzó su rehabilitación; pero sólo el actual neorromanticismo, que llamamos modernismo, ha podido acabarla. [...] Modelo ha de ser, por este lado, para toda especie de simbolistas y decadentes, para los intimistas, para los pintores de la elegancia nerviosa, para los delicuescentes, para las psicologías complicadas, para el misticismo alegórico, para las misteriosas visiones, para los infinitos aspectos, en suma, del neoidealismo literario y pictórico, que hallarán en la sutil espiritualidad de las neuróticas figuras del Greco, en el trascendentalismo poético que las envuelve, mucho que responde a su unánime protesta contra la nula reproducción de la realidad, ya grosera, ya vacía de conceptos y sin alma” 2.
Pío Baroja ya había publicado antes Camino de perfección donde el Greco figuraba como referencia simbólica de la obra; Valle-Inclán calificaba al pintor como “alucinante, trágico y dinámico”, esperpéntico diría yo, y Unamuno proyectaba su sentimiento trágico de la vida en la sombra oscura del genio incomprendido entregado a la contemplación. Azorín, se exaltaba en la descripción del que consideraba representante artístico del espíritu español: “Todas las manos del Greco son violentas, puestas en extraordinarias actitudes de retorcimientos, crispaduras, súplicas, éxtasis. Todas sus caras son largas, cenceñas, amojamadas, pizarrosas, cárdenas. Theocopuli pinta el Espíritu: es el pintor de la esencia […], en tormentoso dibujo que expresa el dolor, la fe ardiente, la ingenuidad, la audacia, la fuerza avasalladora de un pueblo de aventureros locos y locos místicos” 3; Y agrupándolos a todos en el debate, bajo La visión de San Juan que colgaba en su salón, el pintor Ignacio Zuloaga, auténtico artífice de la recuperación de la obra del Greco en España. Del místico se evoluciona a lo surreal y onírico. Eugenio d’Ors le definiría como “el pintor de las formas que vuelan”. Unas formas configuradas por los colores fosforescentes que tanto estimularon a la Generación del 27: “Un agónico helado verde Greco, / un verde musgo legamoso Greco, / un disecado verde vidrio Greco, / un verde roto Greco” o “(…) penetré al castigado fantas-
mal verdiseco / de la muerte y la vida subterránea del Greco” 4; Y unas formas configuradas también por un lenguaje pictórico afín al poeta guía de esta generación y amigo íntimo del pintor, Luis de Góngora. Gerardo Diego en una conferencia pronunciada en 1926 fue el que, a mi parecer, mejor definió a ambos: “Góngora es el Greco de la poesía, o si se quiere, el Greco es el Góngora de la pintura”. Ambos revolucionaron los códigos del lenguaje.
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Uno de los artistas que se encargaron de traducir ese extraordinario lenguaje del Greco fue Cézanne y el resultado es excepcional. No hay más que ver su versión de La dama del armiño que se exhibe junto a la del Greco en la exposición El Greco y la pintura moderna del Prado. Una muestra ésta que cumple con la intención didáctica que plantea: la de probar la extensa e intensa influencia del lenguaje de Domenicos Theotocopoulos en la pintura moderna. Allí se evidencia que la tradición cromática expresiva que inauguró el Greco no ha dejado de transmitirse. La plasmación del antinaturalismo de La visión de San Juan, por ejemplo, es única, es verdad, pero hay mucho de su estructura compositiva en los Bañistas de Cézanne. Es cierto que no hubo intencionalidad en dejar inacabado La Visitación, pero la fuerza que descubrieron los modernos en el concepto del non finito es evidente. Se dirá que los azules de Picasso no son los del Greco, pero es clara la influencia de Domenicos en el uso de los planos del malagueño. El primer crítico que vio las analogías entre el Greco y la pintura moderna fue el alemán Julius Meier-Graefe. En su libro, Spanish Reise, “consideraba al Greco el primer precursor de Cézanne. Como a su vez este había orientado por el camino del cubismo a Pablo Picasso, esa cadena de asociaciones llevó a pensar que el Greco
había sido un protocubista” 5. Y de ahí al expresionismo hay un paso. Porque también en la simplificación formal de las figuras de contorno oscuro de Schiele se ha visto el lenguaje del candiota. Hasta en la verticalidad ascendente del Gótico de Pollock se intuye la sombra del maestro. Nuestros ojos posmodernos exigen múltiples referencias para interpretar, una vez más, al Greco. Buscamos sus códigos en el montaje del Acorazado Potemkin de Eisenstein, en la barba de Fernando Rey en Tristana de Buñuel, en el Jesús del Evangelio según San Mateo de Pasolini o en la Pasión de Godard. Hacia el final de En busca del tiempo perdido, descubrimos una mención de Proust al Entierro del señor de Orgaz “a propósito de la estrecha fusión de los dos planos, el de la tierra, donde los personajes aparecen despertados por el bombardeo en sus camisas de noche y el del cielo, donde el espectáculo de los aviones nocturnos le hace pensar en Wagner y la cabalgata de las walkirias, en tanto que los repentinos resplandores de las bombas iluminan la masa informe y negra de la ciudad”.6 Estoy segura de que no soy la única que ha pensado en Apocalypse now! Nos entusiasmamos tanto al encontrar la inscripción del nombre del Greco en un cuadro de Chagall7 como al oír señalar a alguien la huella ineludible de Domenicos en el amarillo imposible de Homer Simpson. ¿No estaremos perdiendo la perspectiva en la interpretación del maestro antiguo? ¿Qué traducción queremos para el siglo XXI? ¿Es necesario disfrazarlo de moderno para valorarlo? Puede que tengamos que hacer el esfuerzo de descartar información, de evitar distracciones, de silenciar el ruido, de concentrarnos en lo esencial para volver al origen y buscar al auténtico Greco, a Domenicos, al hombre apasionado de su trabajo, al que continuaba firmando en griego todas sus obras casi cincuenta años después de haber abandonado su tierra, al humanista, al que buscaba en los clásicos soluciones a sus problemas epistemológicos, al que consultaba tratados matemáticos o anatómicos para aprender a distorsionar perspectivas o siluetas, al que corregía una y otra vez su trazo persiguiendo la excelencia, al que anotaba en uno de los márgenes del proemio de Los diez libros de arquitectura de Vitruvio: “La pintura trata del imposible”.
DAVID MUNROE
LOS MACBETH QUE NOS GOBIERNAN Y la economía de brujas
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l análisis de Macbeth, una de las obras más cortas de Shakespeare, puede enfocarse y se ha enfocado de muchas maneras. Es una obra de tema político y moral muy directa, sin subtramas. En ella Shakespeare quiere exponer una idea muy concreta: la vulnerabilidad patética del hombre ante las posibilidades tan seductoras como destructivas del poder. Puede uno enredarse con las cuestiones de género, dadas las características del personaje de lady Macbeth, que no es sino la cuarta bruja de la obra. Puede uno deleitarse estudiando la psicología de estos personajes cuidadosamente definidos; Shakespeare nos regala unos protagonistas con personalidades complejas y mentes perturbadas y perturbadoras. Puede uno sobrecogerse profundizando en el conflicto moral, en la ambición que lleva al crimen y en el crimen que lleva a la culpa y en la culpa que lleva a la locura y en la locura que lleva a la muerte propia y ajena, en resumen: la mortandad de la ambición y el papel de la conciencia. Mas lo justo es concentrarse en el foco que Shakespeare se esfuerza en presentar bien nítido en esta obra de tremenda carga política. El teatro como entretenimiento y medio de expresión de ideas, el teatro casi como método educativo, de análisis y reflexión social, confie-
Por: Natalia Moral Ríos re a obras de las características de Macbeth, con una carga política y moral impresionante, un poder sobre la conciencia social efectivo y transcendental. De ahí que la insidiosa censura siempre ande acechando las artes, como un perro de aduanas detrás de la literatura, como una guillotina en la puerta del teatro. En los últimos siglos, y de manera escandalosa en la era democrática, ocurre un fenómeno abrumador relativo a la censura: se atenúa y desaparece. ¿Acaso la censura es torpe y se deja colar obras como Macbeth, quedando, en su momento, tranquilo Jaime I por acontecer la misma en otro
a los occidentales del siglo XXI? ¿En qué consiste este fenómeno que sustituye las funciones de la vieja censura?
tiempo, a un rey con otro nombre y con un final que restaura el orden y los valores cristianos? ¿Acaso la censura y el rey se conforman con eso porque no son capaces de apreciar las dimensiones que esta tragedia puede alcanzar en la sensibilidad y en la conciencia del espectador? O peor, horroroso, espantoso, dramático, trágico: ¿Acaso, efectivamente, la verdad de esta obra, concisa, escueta, focalizada, directa y afilada como la daga que quita la vida al buen Duncan, es incapaz de penetrar en la conciencia de la gente, de la misma manera en que son incapaces de penetrarla las imágenes y las informaciones de guerra en los medios, sobre las injusticias más atroces, que llegan
Macbeth es un general del ejército escocés que destaca en sus funciones al servicio del rey Duncan. Vive cómodamente junto a su leal esposa, su posición social progresa y se eleva por méritos propios, como en toda nación bien regida debiera ocurrir. Sin embargo, el general esconde una tímida ambición y el monstruo que lleva dentro permanece latente, a la espera de que un espíritu más fuerte lo despierte, agarre sus riendas con firmeza y lo conduzca. No cabe duda de sus virtudes en las artes de la guerra, su lealtad al rey, su disciplina, sus dotes de mando. Esas virtudes contrastan con la timidez o incluso la cobardía de Macbeth ante sus propios deseos, pero al mismo tiempo en ellas se radican. Hasta que Macduff pone fin a la ambición, a los deseos, al monstruo, a Macbeth. A nosotros, los civiles europeos del siglo XXI, nos queda la guerra relativamente lejos o relativamente cerca, gracias a los medios y la tecnología. Quizá nuestros abuelos nos hayan podido transmitir un poquito de su horror. Sin embargo, nosotros apenas nos horrorizamos. Vemos a diario los cuerpos mutilados y los cadáveres regados sobre ruinas de ciudades como la nuestra y permanecemos pasivos. Sí, nos impresiona y nos repugna, “No a la guerra”, por supuesto, y los niños palestinos y los jóvenes soldados judíos y Siria y Libia y Egipto y Crimea y no hablemos de lo que queda por mencionar: estamos consternados e informamos al mundo a través de todas las redes sociales, indignados por la indiferencia de quienes no comparten los enlaces o se divierten siguiendo competiciones deportivas en lugar de tomar las armas virtuales. En realidad, vivimos ajenos a la guerra. En realidad no estamos haciendo nada, en realidad no creemos que podamos hacer algo. En realidad no nos importa lo suficiente. En realidad no somos Macduff, ni lo queremos ser. No llegamos a comprender las dimensiones de la violencia, física e intelectual, de la violencia política. ¿Dónde están los Macduff del siglo XXI?
La mente de los hombres de guerra ha de adaptarse para digerir actos contra natura: “unnatural deeds/ do breed unnatural troubles.” Macbeth y su mente hecha a la guerra no tienen problemas para encajar las atrocidades de la misma dentro de una estructura de principios y valores construida en el entorno habitual de patriotismo, lealtad al rey, valentía, defensa de la nación, cristiandad, etc. Sin embargo, cuando a Macbeth se le plantea una atrocidad de índole algo diferente, que no encaja en dicha estructura, al contrario, que atenta contra ella, el héroe de guerra se tambalea. No es cuestión de hacer el bien o hacer el mal, no es cuestión de luz u obscuridad, sino de banderas. Al final siempre es cuestión de banderas. Un hombre es bueno, moralmente íntegro, honesto y virtuoso, si los actos, buenos o malos, que lleva a cabo y las luces y oscuridades de su conducta están enfiladas bajo una determinada bandera. La estructura moral que impone una bandera está siempre orientada a reforzar la lealtad a la misma: amarás a Dios sobre todas las cosas. De ahí la confusión. Las atrocidades de un hombre en coherencia con su bandera son aceptadas como “el bien”, es el conocido heroísmo de quien mata en guerra. Por otro lado, atrocidades y actos de justicia se meten también en un mismo saco cuando contrarían la bandera: son “el mal”. El conflicto no está entre el bien y el mal, el conflicto siempre está entre lealtad y traición. A lo largo de la vida el ser humano va escogiendo banderas sobre cuya lealtad basar sus actos y configurar su destino. Algunas banderas no se escogen, vienen impuestas, y se aceptan o se traicionan, es el caso de la bandera nacional. Pero las banderas metafísicas, las que son escogidas -o deberían serlo-, como el matrimonio, la amistad, la religión, la ideología y los principios morales que definen a cada individuo, siempre se ondean con más fuerza. Macbeth traiciona la bandera escocesa, a su rey, sus principios militares, por una nueva bandera, un nuevo principio, un nuevo rasgo empoderado: la ambición. Y esta traición está amparada y conducida por la poderosísima bandera del amor: lady Macbeth, que toma las riendas del destino de Macbeth. Los políticos occidentales de las últimas décadas no gobiernan ondeando la bandera nacional, si con ello queremos representar la defensa de la prosperidad de sus ciudadanos. Los políticos occidentales contemporáneos ondean todos la misma bandera: la económica. Hoy gobiernan los Macbeth, individuos movidos por la ambición, que toman las decisiones más cobardes influenciados por las profecías y las pretensiones mercantiles, las profecías y las pretensiones de las brujas del capitalismo. Los ciudadanos despiertos, que comprenden las dimensiones de Macbeth, permanecen inmóviles en sus butacas, atónitos ante la enfermedad de su mundo. La mayoría observa la guerra y admite el calificativo de terroristas
para algunos Macduff. La mayoría no es capaz de apreciar la usurpación del trono del buen rey Duncan; no es capaz de distinguir que la bandera que ondean es la bandera de Macbeth, la bandera de la ambición. Quizá la mayoría ha perdido la esperanza después de miles de años de historia y asumen que los buenos reyes huyen, amedrentados por los Macbeth, como Malcolm, incapaces de defender a su pueblo; y que los hombres como Banquo son directamente eliminados, porque su integridad moral es una amenaza para los corruptos. Quizá hayamos perdido la esperanza, porque sabemos que ahora los Macbeth tienen armas nucleares. Quizá hayamos renunciado a la bandera de la justicia y de la verdad en favor de la bandera de la belleza únicamente y hayamos decidido sentarnos en nuestra butaca de terciopelo para disfrutar del teatro mientras retwiteamos las últimas fotos de la franja de Gaza y la crónica de la última jornada del mundial. Quizá ya no existan más Macduffs.
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BAUSCHMANÍA 37
Por: Clara Gutierrez Carreira 1. Bausch en Pina Bausch, Entretiens avec Pina Bausch, Macha Makeiff, Maguy Marin, Jean-François Duroure, Christian Lacroix, Christian Trouillas. Noisette. 1997. p.11 2. Kay “Introduction à la mortalité” en Pina Bausch et compagnie. 1988. p.1
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omingo, Théâtre de la Ville de París. Son las cuatro de una tarde de junio que bien podría ser octubre; de cielo gris, luz blanca e incesante lluvia -pesada, monótona, perseverante. Delante del teatro se amontona una veintena de personas bajo sus paraguas. También hay unas cuantas en los aledaños y en la entrada del metro. A pesar de ser tan distintas, todas llevan el mismo cartel -“Cherche place”- y en la mirada, el mismo afán de búsqueda; como detectives. La madre con su hija que rondará los diez años, el señor con bigote y americana gris, la pareja de jóvenes universitarios y el chico sin paraguas al que le chorrea el pelo; todos esperan conseguir una entrada para el pase de esta tarde. Por sorprendente que pueda parecer, no se trata de un concierto de un mítico grupo de rock ni el estreno de una película – la pieza que se representará esta tarde en el Théâtre de la Ville es Palermo Palermo de Pina Bausch. La Bauschmanía es el fenómeno que explica que, cinco años después de la muerte de la inigualable coreógrafa alemana, los principales teatros del mundo sigan colgando carteles de “Entradas agotadas” apenas horas después de abrirse las taquillas. Pina Bausch es un emblema de modernidad, el resultado de una revolución artística que llegó tarde a la danza -principalmente por el eterno éxito que tuvo y tendrá el ballet clásico- y sus obras gozan, sin embargo, de la belleza de la atemporalidad. Para apreciar el trabajo de Pina poco importa el bagaje cultural de cada uno, pues Bausch apela al ser humano y a sus sentidos, a su condición vulnerable e incierta. Los que trabajaron con ella han dado cuenta de lo reacia que era a dar órdenes, ya que buscaba, ante todo, un trabajo introspectivo de los bailarines. El resultado sobre el escenario son personas y no personajes, que son y no representan. Pina Bausch nació en 1940 en Solingen, en medio de una Alemania en guerra. A los quince años entró en la Folkwang Schule en Essen, dirigida por
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Kurt Jooss -coreógrafo y bailarín alemán, célebre por su obra La Mesa Verde (1932)-. Esta escuela seguía los preceptos de Rudolf von Laban -a su vez, maestro de Joossde combinar danza, música y educación expresiva. Sin duda esta formación multidisciplinar sentó las bases del trabajo que Pina desarrollaría más tarde y que la haría célebre, el Tanztheater (danza-teatro). Después de su formación, Bausch se marchó a Estados Unidos y pudo bailar en algunas compañías antes de entrar en la Metropolitan Opera Ballet de Antony Tudor. Sin embargo, no tardó en volver a Alemania y en 1973, después de haber pasado algunos años colaborando en proyectos de Jooss, fue contratada por la Ópera de Wuppertal, un teatro convencional que Pina llevó a la cabeza de la vanguardia. Fue allí donde Pina comenzó a desarrollar el Tanztheater, que como tantas otras revoluciones comenzó de forma polémica. Durante sus primeros años al cargo de la Ópera de Wuppertal, Pina produjo obras demasiado chocantes para el público asiduo a este centro; una mezcla de teatro y danza, en la que los bailarines apenas bailaban, pero cantaban, hablaban e incluso, a veces, llegaban a reírse o llorar. Desde niña, Bausch fue una gran observadora. La posguerra marcó su juventud, y como a tantos otros alemanes, crecer en un país devastado por dos guerras y el régimen nazi le privó de toda referencia próxima al pasado de su nación. Comprender y responder a este pasado es una de las claves que marcaron su trabajo. Sus
padres regentaban un bistrot en Solingen, lugar donde Pina pasó su infancia viendo entrar y salir a la gente que intentaba sobrevivir a la penosa situación de una Alemania arruinada. Estos recuerdos de infancia, que quedaron reflejados en su obra Café Muller, también dieron lugar a todo tipo de guiños a la sociedad anterior a la guerra, eligiendo para sus obras vestuarios anacrónicos o escenarios ambientados en los años veinte. En algunas obras, como por ejemplo Kontakthof, los personajes, elegantemente vestidos, parecen demasiado pequeños para sus prendas, demasiado débiles para soportar el peso de sus adornos. Bausch hacía un arte de denuncia; denuncia a los códigos sociales y a la vacuidad de la sociedad burguesa, al ridículo de una posición social como coraza a la debilidad humana. Pina ponía a prueba a sus bailarines y con ello le daba otra vuelta de tuerca a la danza, presentando escenografías atípicas. En su versión de La consagración de la Primavera de Stravinsky, los bailarines tenían que moverse sobre un escenario cubierto de turba. En Nelken (1982) un campo de seis mil claveles cubría el escenario, en El limpiador de cristales, la pieza inspirada en su residencia artística en Hong Kong en 1997, los bailarines sorteaban una montaña de rosas rojas, y para Vollmond (2007) inundó el escenario con un pequeño acantilado. Cada pieza de Pina, un nuevo reto, y a cada reto, la forma de resolverlo de sus bailarines. Palermo, Palermo, la pieza que amontona a tantos seguidores delante del Théâtre
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de la Ville esta tarde, comienza con la caída de un muro. Para ella este tipo de planteamientos suponía un desafío para los bailarines, que les forzaba a vivir la pieza y no a representarla de memoria: “En Palermo, cuando el muro se hunde al principio del espectáculo, nunca se sabe exactamente cómo van a caer los bloques de piedra. Los bailarines no pueden deslizarse simplemente, tienen que estar atentos de forma permanente. Esta no es una manera gratuita de hacer la interpretación más difícil: se trata de hacerles tomar conciencia de la realidad. La vida no es jamás como una pista de baile, lisa y tranquilizadora 1”. Aquí reside la genialidad de Bausch, en la dualidad de sus piezas, efímeras y eternas. Cinco años después de su muerte su obra vuelve al Théâtre de la Ville de París, un centro que la invitó por primera vez en 1979 y que, junto con el impulso del Festival de Nancy en 1977, le ayudó a legitimarse tanto en la escena internacional como en el Teatro de Wuppertal. El Théâtre de la Ville es un lugar, al que, cada año, vuelve la compañía del Tanztheater de Wuppertal a rendir homenaje a Pina, en una semana que siempre es demasiado corta y para la que conseguir entradas es casi misión imposible. Esta tarde, el muro de Palermo, Palermo volverá a caer de forma distinta y los bailarines tendrán que arreglárselas de nuevo; esta vez, sin la atenta mirada y la me-
dia sonrisa de la encantadora Pina. Pero como señaló Ronald Kay, segunda pareja de Pina y padre de su hijo Ralf-Salomon: “El original de una pieza no existe ni antes, ni después, ni fuera del espectáculo. Se constituye únicamente sobre la escena” 2. Por eso, la obra de Pina siempre llenará los teatros; siempre tendrá la belleza de la emoción verdadera y estará viva en todos los bailarines que la lleven a escena, haciendo de cada representación un momento irrepetible. Seguramente, todos aquellos que aguardan estoicos bajo la lluvia esta tarde de domingo también lo saben.
LA AGITACIÓN DE LA MONTAÑA
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Por: Dácil Melgar Pérez de Guzmán
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uando Alejandro Magno y sus tropas llegaron a la India en el siglo IV antes de Cristo escribieron crónicas en las que afirmaban la existencia de gigantes en cuyas orejas vivían personas. En el siglo XVI Marco Polo escribía asombrado en su Libro de las Maravillas que las gentes de India van desnudas y se sientan en el suelo, se lavan dos veces al día, que no beben vino pero no consideran pecado la lujuria, que el rey tiene quinientas mujeres y que estas se queman en la pira cuando su marido fallece. Desde el contacto de Occidente con India, ésta ha sido mitificada; un lugar en el que volcar las fantasías y anhelos de la llamada “civilización”. Y es quizás por esta razón que su arte y cultura no han sido correctamente estudiadas y entendidas, pues aún hoy en día persiste la imagen que queremos tener del lejano país sobre la realidad. Su arte llegó a Europa en época victoriana escandalizando a la sociedad y a los historiadores del arte, que sólo pudieron relacionarla con el Demonio y con la lujuria. Otro factor que no favorece su comprensión es que el arte de la India nunca ha seguido la idea de progreso, sino que cualquier manifestación artística hace referencia a un Todo espiritual y material a la vez y los cambios en el material y la técnica son únicamente producto de las características de la fecha y el lugar donde se realizan. Para la mentalidad occidental tradicional no resulta fácil entender que la totalidad de su producción artística sea religiosa -teniendo siempre en cuenta que se trata más de vías de conocimiento o iluminación que religiones- y a la vez sus representaciones sean plenamente terrenales. Hasta el mundo de los dioses está plagado de pasiones y apetitos que nosotros consideraríamos propiamente terrenales -como sucede en la mayor parte de mitologías-. Y aun así, el tiempo y el espacio se consideran accidentes derivados de la fuerza centrífuga del Todo, y por tanto la
experimentación del Todo ha de hacerse por medio del tiempo y el espacio. Y estas ideas son comunes a todas las religiones -en mayor o menor medida- que conviven en India. Y es por ello que toda la tradición artística del país, independientemente de su amalgama de culturas y religiones, comparte ciertos criterios y características básicas. Resulta difícil entender toda una cultura lejana y mitificada resumida en una página, pero trataremos de ejemplificarlo en un caso concreto: la miniatura pintada a finales de siglo XVIII -recordemos que el arte de la India está sujeto a la tradición, por lo que una obra de estas fechas no tiene por qué diferir de una del siglo V por ejemplo- en Pahari, norte de la India, llamada Ravana sacudiendo el monte Kailash y que actualmente se encuentra en el Museo Nacional de Nueva Delhi.
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En esta miniatura se representa cómo el rey demonio Ravana recibió una lección de humildad de su adorado Shiva: Ravana pasó largo tiempo atravesando India desde su reino, Lanka, hasta el Monte Kailash, en Tíbet, para adorar al dios Shiva, del que era profundamente devoto –practicaba diariamente el darshana-, y Shiva lo beneficiaba incluso por encima de sus hijos. Sin embargo, el caprichoso y arrogante rey se cansó de los viajes y pidió a Shiva que se trasladase con su familia a Lanka. Pero ante la negativa del dios de abandonar su monte sagrado, Ravana quiso empujar a la fuerza el monte para desplazarlo, agitando la base de la montaña. Ganesha y Karttikeya, hijos de Shiva y Parvati, sienten el temblor y se asoman a ver qué ocurre; pero Shiva, ya conocedor de la causa, ha apoyado el dedo pulgar de su pie izquierdo en el monte, manteniéndolo así en su lugar, demostrando su fuerza y poder. La arrogancia de Ravana fue herida, pero aun así imploró indulgencia al dios y este le perdonó con gran misericordia. Uno de los primeros ejemplos artísticos de este tema es un relieve del siglo IX en Ellora, Maharashtra; pero la representación de la fuerza y la agitación de la escena es quizás más realista en esta miniatura que en la piedra. En esta obra, Shiva y su esposa Parvati aparecen sentados sobre una piel de tigre bajo un árbol en la cumbre del monte sagrado Kailash, acompañados por el toro Nandi y el león de Parvati y por sus dos hijos, Ganesha y Karttikeya. La sacudida repentina desequilibra a Parvati, por lo que Shiva le sujeta por el brazo; mientras, sus hijos se han asomado al borde de la montaña tratando de descubrir la causa.
El desequilibrio, la fuerza y la agitación dominan la escena. El punto principal de representación de ésta es la esquina superior izquierda, donde el viento enreda las nubes y el dhoti de Ganesha ondula. Los personajes sufren el temblor de forma diferente: Ganesha oscila peligrosamente al borde del precipicio, Karttikeya se asoma, Nandi vuelve la cabeza perturbado, Parvati hace una mueca de incomodidad –sus cejas muestran las emociones como una hoja agitada por el viento o un arco en tensión- y levanta los codos, y Shiva sujeta el monte y a su esposa mientras mira hacia la izquierda. A su vez, Ravana agita sus veinte brazos y diez cabezas apoyándose en su pierna, siguiendo la figura artística de asura –demoníaca-. A ojos occidentales esta miniatura resulta poco naturalista o realista. El arte de nuestra cultura se basa tradicionalmente en la expresión de los sentimientos en el cuerpo a través de torsiones y detalles exageradamente pasionales o contenidos; pero el objeto del arte
hindú es hacer palpable lo divino, lo trascendental, es un eco del mundo sobrenatural lleno de misterio y exaltación. No importa si en el mundo “real” nadie se desequilibra subiendo los codos o si la mayor parte de las figuras tienen más de una cabeza y dos brazos, porque lo que aquí se representa son figuras de gran dignidad que siguen los cánones tradicionales del arte, que datan de tiempos inmemoriales. La obra no responde a una concepción “realista” porque es una unidad en sí misma, donde no sobran miembros ni las reacciones son creíbles o no. Que la forma sea bella o fea sólo depende de nuestro espíritu, pues la naturaleza sólo da formas diversas. El filósofo Sankaracharya escribe que “todo lo que se ama apasionadamente se vuelve perfecto”. El arte es capaz de dotar de sentido a una realidad que en principio carece de orden, y por tanto, de significación. En India el arte no se aprecia por su originalidad, sino que, al igual que ocurre por ejemplo en el campo literario, las nuevas obras se limitan a plasmar escenas reinterpretando las leyes tradicionales, que en el caso de la literatura son los Vedas y en el caso del arte plástico son los cánones recogidos en el Natya ´Sastra, cuyo autor es un personaje legendario llamado Bharata. En esta escena observamos cómo se aplican las leyes de la pintura para dar la sensación de inestabilidad y de fuerza del movimiento. El lavanna-yojanam, el sentido de la gracia, impide que los dioses o el rey deformen sus cuerpos o facciones –como hubiera ocurrido seguramente en muchas expresiones del arte occidental-, refrenando las formas ante el estímulo, por muy fuerte que este sea, pues han de mantener su dignidad. El bhava, influencia del sentimiento sobre la forma, hace que las emociones que agitan la escena salgan del artista y lleguen al espíritu del espectador: la arrogancia, furia y humildad de Ravana, la sorpresa de la familia del dios, la dignidad de Shiva… El prami, sentido de las relaciones, combina la perspectiva con la importancia de los personajes: así, Ravana es más grande porque está cerca, pero en la cima del monte los hijos, aunque más cercanos, aparecen más pequeños que los dos grandes dioses. El prami también se aplica a la representación de la movilidad y agitación de la escena, que supone un gran reto para el artista. El chanda, ritmo, también reina en esta composición, y obliga a toda forma a moverse exaltada, pues la materia obedece al espíritu. El principio de la multiplicidad en la unidad, la participación de todos los elementos que componen el universo en un todo organizado y la representación del modelo que corresponde a su cosmovisión hacen surgir en el espectador el rasa, que intuye lo Absoluto. La graciosa escena de Ravana es una forma de expresión del Todo: Shiva es el dios que domina las montañas, centro del mundo, y Ravana trata de modificar el orden, produciendo caos con su agitación, mientras que Shiva lo mantiene con su dedo. Al contemplar esta obra, el espectador, independientemente de su religión o cultura, está siendo involuntariamente iluminado, permitiendo que, por unos segundos, intuya el Todo del que se deriva el universo.
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E N TREV ISTA
A ALBERTO CONEJERO 43
Por: Oliver Baldwin
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lberto Conejero me cita en el Matadero, el lugar que, afortunadamente, comienza a ser un faro de esperanzas en el crecimiento artístico y cultural de esta país. No creo que pueda haber mejor lugar para hablar con una de las figuras del presente teatral que más dará que hablar en el futuro de la escena. Alberto me recibe sonriente, amable, pero con esa niebla de timidez que tienen las personas que exhalan sensibilidad. En nuestra conversación nos rodean y sobrevuelan gorriones. Las casualidades dudo que existan, y los augures siempre han sido necesarios. Acabas de estrenar, como autor y co-director, Cliff en la Pensión de las Pulgas. ¿Cómo ha sido trasladar la obra del papel, de la idea, a la acción? Este Cliff es la tercera puesta en escena que veo, tras su estreno en España y la de Alejandro Tantanian en Buenos Aires. Es prácticamente mi primera dirección y ha pasado un tiempo prudencial desde que fue escrita, en el 2009, y eso me pareció muy importante, porque necesitaba tener distancia con un texto mío para atreverme a dirigirlo. Y luego, no hubiera ocurrido sin Alberto Velasco, que es el co-director y el verdadero corazón de esta propuesta, un creador joven pero lleno de talento que decidió lanzarse con un texto que en España no había recibido casi atención. Y si Alberto está interesado, salto con red; además de la suerte de trabajar con Carlos, el actor para el que fue escrito, quien conocía bien el texto. Por lo cual el punto de inicio de este trabajo ha sido muy benefactor. Para mí sobre todo ha sido un trabajo de dramaturgo: ser capaz de disociar el lenguaje y sentidos de la escenificación con el del texto, haciendo cortes e intervenciones. Los autores cuando escribimos lo hacemos para otros, hay una especie de presencia fantasmagórica, con actores y un director en potencia, donde siempre está presente la potencialidad del escenario. En este sentido ha sido una dialéctica entre cuál era mi puesta en escena ideal de Cliff y cuál era la que estaba surgiendo. Y compartir el imaginario es lo hermoso, porque esta puesta en escena es un encuentro de Cliff con el imaginario de Alberto Velasco, de Carlos, mío, porque no soy el mismo que lo escribió hace cinco años, y el de todo el equipo. Esta obra pasa a ser también de otros; mi trabajo ha sido asumir gozosamente que se comparten imaginarios. Ha sido muy fácil la traslación del texto al escenario; porque lo que en el texto son cuatro párrafos desarrollando y dando vueltas a una misma idea, posiblemente en escena con contarlo una vez es suficiente. Lo importante era encontrar un lenguaje escénico que pudiera soportar la apuesta textual. Soy un autor que viene de la literatura, que llega al teatro desde lo literario y estoy en esa dialéctica, entre lo que lo literario y lo escénico pueden soportar. Cliff es posible que sea el texto donde he explorado la forma de lo neodramático, que aunque tenga una artistotélica por debajo, por fuera es más rizomática. Es un texto que fácilmente asume el teatro muy físico y audiovisual de Velasco. Esta puesta en escena se acerca mucho a la que soñé para Cliff. Ha sido duro, un combate entre lo literario y lo dramático, pero quizá yo escribiría ahora un texto con un poco más de luz. Quizá lo que más me ha sorprendido ha sido darme cuenta de mi cambio como dramaturgo en este tiempo, de mi Yo de hace cinco años. Posiblemente lo más fuerte ha sido encontrarme con ese Yo. Algunas obras tuyas se han estrenado antes en Latinoamérica que aquí. ¿Se aprecia poco a los dramaturgos patrios o es que nadie es profeta en su tierra? Realmente esto fue en el caso de Cliff y de La Piedra Oscura, que ahora se están estrenando aquí. Quizá es llamativo que se hiciese antes allí que aquí. Pero yo me siento un privilegiado dentro de que la situación de las artes escénicas, y para todos los espacios de pensamiento, es muy oscura. Sería ingrato decir que no soy profeta en mi tierra, porque estreno La Piedra Oscura en el Centro Dramático Nacional y Cliff en la Pensión de las Pulgas. Pero creo que en general hay un desprecio de ciertas instituciones y sectores políticos hacia la cultura. Y los dramaturgos somos una parte muy débil de esto, porque todo el mecanismo necesario para que un autor estrene es muy complejo, lleno de eslabones. Es muy difícil llegar a eso. Pero sería ingrato decir que no soy un autor afortunado; primero porque he encontrado gente como Pablo Messiez o Alberto Velasco, creadores que respeto; y además el CDN programa uno de mis textos en el María Guerrero, un sueño que tenía desde los dieciséis años. Ernesto Caballero y Pérez de la Fuente llegan en un momento muy complicado, pero los dos han insistido en su apoyo a la dramaturgia española contemporánea.
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Pero hay muchos compañeros que se pelean por estrenar, y yo también. No tengo ninguna confianza de que mi teatro pueda seguir haciéndose. No sé si no he sido profeta en mi tierra, a lo mejor es que no era el momento, a lo mejor no habían concurrido las personas necesarias para que La Piedra Oscura o Cliff fueran una realidad. Pero ese momento llega. Creo que no hay que desesperar, hay que seguir teniendo confianza y escribiendo. Mouawad dice que cuando escribes nadie te proscribe; esto los dramaturgos tenemos que tenerlo muy claro, porque uno puede desesperar porque no pisamos los teatros, pero mientras esto no ocurra, en lo literario nadie te puede proscribir, puedes escribir lo que te dé la gana. La gran catástrofe es que los dramaturgos aprendemos en los escenarios y tenemos derecho a fracasar, a equivocarnos; me parece terrible que no guste una obra o dos y sea la ruina para un dramaturgo. El dramaturgo, como el resto, están en un proceso de aprendizaje y crecimiento. Lo público y el público debe saber que la única manera que se aprende es sobre un escenario, con un equipo y la respiración del público. Es terrible que no existan espacios de exploración y esto lo hace todo muy difícil. No tenemos una institución que atienda a esa formación en escena. A mí no me cabe duda que después de Cliff o La Piedra Oscura seré mejor dramaturgo, porque he tenido la oportunidad de ponerlas en escena. Me parece muy interesante en tu trabajo tu tratamiento del Otro, del enemigo aparente, tu voluntad por desvelar su verdad y la generosidad con la que lo haces. ¿Ignoramos a menudo la verdad del Otro? ¿Es el bien y la verdad una cuestión de perspectiva?
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Creo que hay cuestiones y principios innegociables. Pero aquí tienen la culpa los griegos, por su visión de la otredad, y hablo de Las Troyanas, Ifigenia en Táuride, Medea...; e incluso de La Tempestad de Shakespeare. Creo que estamos en tiempos de fascismos ideológicos, y no me refiero al fascismo histórico, sino a un pensamiento cada vez más dicotomizado y polarizado y eso me inquieta mucho. Vivimos en un tiempo en que la gente se está aferrando a verdades únicas y el teatro debe presentar siempre incertidumbres. Cuando ves La Tempestad y ves a Prospero frente a Calibán, ¿quién es el monstruo? Los dos son monstruosos, como Adela y Bernarda, Antígona y Creonte; y digo monstruoso como aquello que nos provoca horror y temor. Todo personaje es víctima y verdugo, gana y pierde, esa es la esencia de lo teatral: el conflicto interno. Creonte es tan monstruoso como digno de piedad; los grandes personajes tienen motivos para ser odiados y amados. Además soy amante de la Historia y me inquieta mucho los discursos lineales, los discursos de buenos y malos, de héroes y víctimas. Me provoca mucha zozobra la seguridad de los discursos intelectuales y políticos en el teatro, porque si uno está muy seguro sobre su ideología, el teatro no es su lugar. El teatro es asamblea y a las asambleas se viene a discutir, a dudar, a crear dialéctica. La seguridad es para los púlpitos de iglesia, o lo que sea. Al teatro hay que venir a dudar. Medea es terrible, como lo es Jasón. Figuras como Unamuno han sido muy importantes en mi formación e imaginario y es verdad que cada vez más en mis obras hay una mayor necesidad de redención, de perdón, de cómo en la noche más oscura uno encuentra luz. Creo que en mis obras hay cierto sentimiento de piedad, de necesidad de perdón, de encuentro con el otro. Tienen en común la capacidad redentora del amor en todas sus formas. Creo que la salvación está en los otros. ¿De dónde viene esto? No lo sé muy bien; quizá las obras hablan más de nosotros de lo que nosotros podemos hablar de nuestras obras. En La Piedra Oscura, que es una obra que defiende unos ideales republicanos, en cuanto a la República como sistema, falseé la muerte de Rapún, porque era muy importante no caer en un panfleto sobre las bondades de la República y las maldades de los nacionales. Me abruma la hybris en lo ideológico. Películas como El Lector o El Hundimiento me parecen muy necesarias, por eso me interesaba escribir Ushuaia. Cuando uno cree que está a salvo de convertirse en un monstruo, comienza a ser un monstruo. Me inquieta que haya gente que piense que los alemanes por alguna alteración genética permitieron el Holocausto, sin pensar que lo terrible es que en cualquier sitio podría ocurrir. Porque si ocurrió en Alemania, una sociedad que había generado alguno de los triunfos del espíritu humano y en diez años se creó ese monstruo, es que nadie está a salvo. Cuando la gente critica a los cobardes, los delatores o los supervivientes y se exige heroicidad cuando no se han visto en esa situación, me provoca inquietud. Supongo que esto responde a una necesidad de estar alerta frente a los fantasmas. Siempre me pregunto quién juzga a quién, y por qué. No digo que no se deba juzgar, pero: ¿Por qué se juzga? En La Piedra Oscura nos descubres, ficcionado, a Rafael Rodríguez Rapún, compañero sentimental de García Lorca. Además en el cajón tienes una biografía de él. Háblanos de Rafael, ¿quién fue ese hombre ensombrecido por Federico? Para mí, en la corta vida que tuvo, Rafael fue un emblema de lo que significaron los intentos de avance cultural y educativo de la Segunda República, además de mi profunda simpatía y empatía por él, por la intuición de él, y por su familia. Y también por Lorca; porque no podré olvidar nunca que estoy aquí hablando contigo por García Lorca y
porque un día un chico raro leyó uno de sus libros de poemas y dijo: “esta es mi luz”. Rafael Rodríguez Rapún, hijo de un frutero y una criada, acaba en La Barraca, asomado a ese mundo de maravilla y anhelo de crecimiento para la nación española; eso es lo que me emociona de Rapún. Y me duele su muerte profundamente, porque murió con veinticinco años, siendo estudiante de Minas y secretario de La Barraca, un ser excepcional, lleno de metralla en una trinchera del norte; eso es para mí Rodríguez Rapún, un ejemplo más de todas las vidas que la Guerra Civil nos arrebató. Creo que estamos pagando, y mucho, en estos momentos lo que ocurrió. Por eso escribí La Piedra Oscura, aunque no es una obra revanchista. Ya no hay vivo ningún responsable de la Guerra Civil, han muerto todos. Pero este país no se puede permitir tener muertos en las cunetas, no podemos seguir caminando sobre esos muertos. Sería impensable que Alemania supiese dónde están las fosas comunes de los judíos y no los sacasen de allí; y digo Alemania como podría hablar de cualquier dictadura comunista. A mí me duele profundamente el sino de Rafael; como ejemplo de algo mayor, como lo es Sebastián, el joven soldado nacional. ¿Cuántos republicanos de derechas, católicos de buena fe o conservadores leales a la República se vieron en un bando cuando este país se partió? De repente el país se parte en dos y uno se encuentra en un bando u otro. Por eso me parecía muy importante que en La Piedra Oscura Sebastián fuese mucho más generoso y noble a veces que Rafael. Era importante no hacer un relato hagiográfico de Rafael. Él no entiende en las primeras escenas de la obra el horror y la pena de ese muchacho que acaba de perder a su madre y a quien le han dado un fusil que le tiembla en las manos y le han puesto a cuidarle. Eso es Rodríguez Rapún para mí, el ejemplo de una España cercenada. Creo que su memoria es más necesaria que nunca. Me estoy peleando mucho para publicar la biografía, pero lo haré. Debe ser un orgullo estrenar La Piedra Oscura en el CDN y bajo la dirección del extraordinario Pablo Messiez. Además ha gozado de una muy buena recepción de crítica y público. ¿Preveías tal fascinación al escribirla? Es una sorpresa absoluta, nunca he escrito pensando en qué iba a ocurrir. Fue un acto muy íntimo, además es la única obra que he llorado escribiendo. Me di cuenta de que algo había ocurrido cuando escribí la frase del final, y lloré. Y no quiero que parezca un acto de hybris decirlo, no lloré porque me gustase la obra, algo había ocurrido con esa línea de “Nadie puede desaparecer del todo, ¿verdad?”, y todo se cerró. Pero no esperaba esto; que sea querido y que me mire con afecto la editorial, o Ansón, o la gente que habla de teatro, como Miguel Pérez Valiente, o tú, los medios y tanta gente, eso no lo preveía. Creo que algo ocurrió en la escritura de lo que no soy del todo responsable, y creo que la gente nota eso. Aun así no siento vértigo. Escribiré textos que gustarán menos. Escribí Hungaros, y esa sigue siendo la favorita de mi madre (risas); cuando escribí Cliff pensaba que no iba a escribir nada mejor; con La Piedra Oscura pasa igual. Pero estoy preparado para que lo siguiente no guste tanto o pase desapercibido o sea malo. No creo que esto sea una competición, una subida a un monte; además no creo que las carreras sean verticales. Sigo escribiendo, feliz por estar en el CDN pero como si el CDN no estuviera. En lo que estoy trabajando ahora no tiene nada que ver, es otra cosa. Si algún día me recuerdan como “el autor de La Piedra Oscura”, genial; pero espero volver a escribir algo que conecte con la gente, aunque sea de otra manera. ¿Fueron los Atridas, sobre los que trata tu Sweet Home Agamenón, simplemente una familia desestructurada? ¿Hemos sido demasiado puritanos en nuestro tratamiento de su historia? (Sonríe) Hay algo que cada vez me atrae más: el humor. Puede que no se vea en Ushuaia o La Piedra Oscura, pero ya está en mi Agamenón. Y en Cliff está, porque tiene mucha ironía, mu-
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cha mala baba. Y cuando empecé a hacer este texto, después de adaptar Las Troyanas, había algo en la Oriestada, en el Agamenón y en Ifigenia en Aulide, tan ridículo, tan excesivo, tan de Tennessee Williams, tan absurdo tan de echarnos en cara los amantes, tan de entraña, que pensé que se podía encarar esta historia como una gran familia desestructurada, como por ejemplo Martha y George en ¿Quién teme a Virginia Wolf? Desde ahí lo quise encarar, y hay mucho humor negro. Quería que tuviese algo de esa mala leche a lo bitch, con esa maldad destilada. Obviamente hay un vuelo trágico, pero mi versión incide en el aspecto inmensamente ridículo de nuestras pasiones más altas, porque ocurre que la persona por la que sentías el amor o la pasión más alta, un tiempo después se te hace grotesca: “¿cómo diantres me iba a matar por ese o esa?”. Hay algo de lo ridículo de las altas pasiones que cada vez me atrae más; es que somos muy peleles. Bueno, sí, es verdad, Agamenón ha matado a la hija (risas). Yo también quería hacer una obra sobre los recortes y el sacrificio que nos está pidiendo la troika (risas). Y pensé que los dioses griegos eran nuestra troika, como cuando le dijo Calcante a Agamenón: “Tienes que soltar lastre para poder seguir”. Me parecía esta una imagen tan poderosa para hablar de nuestra crisis económica...; es que Merkel es nuestra Calcante (risas). ¿Y qué tiene Montgomery Clift para hacerle una obra, para escribirle Cliff?
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Cliff es quizá mi obra más personal. Me encontraba en Londres, con una beca postdoctoral para estudiar en Oxford, sentado en un parque, mientras llovía el día de mi cumpleaños, y me planteaba, perdido, quién era yo, quién era físicamente, cómo me veía la gente, cuál era mi vocación, qué era el teatro...; y recordé a Montgomery Clift, porque había visto un ciclo de cine en torno a él en la televisión pública, cuando ejercía de tal, y dije: “te necesito Monty, necesito que me ayudes con lo que me está ocurriendo”. Y así fue. Y ahora que me he rencontrado con él, y con el texto que escribí con él, por él o a través de él, me he rencontrado conmigo mismo. Con ternura, la verdad. Y con mala leche, no porque esté ahora en un momento más optimista, pero en mis obras creo que ahora hay mayor piedad y alegría. Ahora en mis obras, como La Piedra Oscura o Ushuaia, los protagonistas se liberan de sus fantasmas y encuentran a alguien a quien contarle sus historias. Hay algo en el contar, en el no desaparecer del todo, que es lo que hacemos los autores al final, en cierto modo; si no, no cometeríamos la gran osadía de pedir que nos lean. Al final uno quiere no estar sólo. Una gran parte de tu trabajo como investigador gira en torno al cancionero turco-helénico y además en tus obras aparecen sendos ejemplos de canciones o grabaciones sonoras preciadas que hay que proteger, como también en parte lo es la voz de Ifigenia en Sweet Home Agamenón. ¿Es esto la manifestación de un miedo a desaparecer, es necesario preservar las voces para preservar las ánimas de los que ya se han ido? Pues nunca lo había visto así. Pero es verdad que en todas mis obras hay grabaciones. Seguro que por ahí está el miedo a desaparecer. Está en La Piedra Oscura, que se juega precisamente con restituir la voz de Federico García Lorca, y nunca sabremos cómo fue esa voz sobre la que tanto se ha escrito, señalando esa ausencia haciéndola presencia; y luego también está en Ushuaia, con esos discos con la canción de la cabaretera, o Ifigenia que no quiere abandonar el mundo... Pero me pides que sea un espeleólogo, me haces preguntas que no sé del todo responder. Imagino que está el miedo a la muerte, a desparecer, a un olvido, no el que tiene que ver con la fama, sino un olvido más terrible e íntimo. Y luego está que soy un melómano (risas). Para mí la música es muy importante en mi experiencia como autor; en mi caso más que el cine, porque mi cultura es más musical que audiovisual, que cinematográfico. Muchas de mis obras están organizadas como tracklists, y hay un peso grande de la música en mis obras. A mí hay algo que me gusta mucho en el teatro, y es dar voz a los que ya no están. Me fascina esto, me fascina el padre de Hamlet. Me parece un efecto del teatro inmenso, ya desde la tragedia griega. Los espíritus me interesan mucho; dar voz a los que ya no están. En esto soy hijo de Mayorga, creo que en el teatro hay que volver al pasado para cuestionar el presente. Pero no soy un dramaturgo historicista, no hago bio-dramas. Pero sí creo que siento que hay algo en dar voz a los que ya no están que me gusta mucho. Sólo el teatro tiene la capacidad de hacer visible lo invisible; puede hacer presente algo que ya no está, o incluso no ha existido. Es tan maravilloso el juguete que nos dieron los griegos, que cómo se puede no hacer eso. Y por otro lado creo que todos tenemos una colección de ausencias, y mi teatro habla de mi colección de ausencias personales.
48 ¿Cómo fue la génesis del dramaturgo? ¿Cuál fue el primer texto dramático? Pues llevo escribiendo teatro desde los quince años, como buen tarado, porque los chavales de quince años tienen que hacer otras cosas. Yo llegué al teatro por Federico Garcia Lorca. Estaba leyendo su poesía y veía en las ediciones críticas “compárese con...”, ese cfr. que yo no entendía (risas). Fue Bodas de Sangre la primera obra que recuerdo buscar, ir a encontrarla. Y tras leerla no pude dormir esa noche. Encontré ahí mi lenguaje, el modo en el que puedo comunicarme con los demás. Y dejé de escribir poesía, algo que lamento, pero espero terminar pronto un poemario. La gente me llama poeta, pero aún no tengo un poemario publicado. Y el primer texto hablaba del desamor, iba de jardines y desamores (risas). Háblame de tu próximo texto a publicar, La extraña muerte de una cupletista contada por su perro. Es un texto que se ocupa de una de mis pasiones frikis, el cuplé de los años veinte. Me apasiona ese fulgor de modernidad, los Apaches, las Flappers, todo ese mundo de los años veinte. Me interesa mucho la golfemia, Emilio Carrere, el espiritismo, la bohemia, o el teatro de Valle-Inclán. He escrito alrededor de esto una comedia. Me he sentido muy libre. Aunque no sé muy bien qué he escrito, porque mezclo todo ese mundo con himnos órficos, espiritismo, muchos cuplés... y es una obra para siete actores pero que tiene treintaicinco personajes. Esta es la libertad que te da un laboratorio de escritura teatral, te permite volar y escribir para siete actores con diez números musicales, todos cuplés de la época. Está inspirada en Álvaro Retana, Consuelo Bello “La Fornalina” y en Juan José Cadenas y cuenta un triangulo amoroso que recorre desde la España de 1917 hasta la de 1975, aunque el grueso de la obra transcurre desde Primo de Rivera hasta la Guerra Civil. Es una cosa muy alocada, no sé muy bien qué he escrito, pero espero que guste. ¿Y cómo es el proceso creativo? ¿Cómo llegas de la idea a la imprenta? Creo que en general mis obras tienen dos momentos de escritura. Comienza con la fase de acopio, que empieza con un clarear de la obra, una imagen, un tema o un personaje, un disparador. Esta idea se convierte en un agujero negro y consciente o inconscientemente todo lo que lees y haces
pasa por ese filtro, esté relacionado o no, porque algo no relacionado te puede dar una clave que no esperabas. Después de esta fase de acopio viene la estructura y el título, porque soy un dramaturgo que no puedo escribir sin eso, lo cual es un fastidio. Esa estructura es un mapa que a veces traiciono, pero tiene que haber una idea de una estructura y qué interrogante lanza la obra, cuál es el incidente desencadenante, qué pregunta, hacia la que necesariamente se va encaminar. Entonces creo una idea de las escenas, de lo que ocurre y planteo mecanismos dramáticos. Y luego empiezo a escribir siguiendo un orden cronológico dentro de la acción de la obra, volviendo atrás y corrigiendo al final. Cuando tengo escrito mi primer borrador se lo paso a amigos y compañeros, que suelen ser directores, actores y filólogos, porque confío en ellos. Hay gente que tiene un proceso más íntimo, pero en mi caso hay un momento en la escritura en la que atiendo mucho a lo que dicen. Por ejemplo en lo último que estoy escribiendo me ha ayudado mucha gente, como Juan Carlos Rubio, Luis Luque, Fernanda Orazi, Pablo Messiez o el jardinero de Londres, que casi lo ha escrito conmigo, como buen poeta jardinero. Cuando recibo opiniones o críticas estoy muy atento a ellas, porque me interesa mucho la mirada del otro, no por ego o por ver la aceptación de la obra, sino por ver si funciona o no el canal de comunicación. Y a parte hay otra cosa, el dramaturgo tiene que dar mucho la tabarra a los amigos en el bar e intentar contar cosas sobre la obra, porque así te obligas a estructurar el discurso y el otro te pregunta y así elaboras las respuestas. Es necesario verbalizar lo que estoy escribiendo, porque si la gente es dura en la calle, lo va a ser más en el teatro. Una vez hecho esto, acabo y ruego a las musas que en algún concurso o editorial alguien se enamore de la obra y pueda ser publicado. Y luego tras ser publicado, cuando llega al escenario, a veces es necesario rescribirlo. ¿Y cuál es tu gran ambición teatral, tu sueño?
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Quiero escribir un musical original, encontrar un músico para escribirlo con él. Necesito un Sondheim. Busco compositor. A ver si alguien se anima. ¿Qué consejo les darías a los jóvenes dramaturgos que empiezan ahora? Me atrevería a dar pocos consejos; pero que escriban, que tengan claro que el centro es la escritura, que lo demás es sobrevenido y que no escriban para agradar a nadie. Que escriban lo que quieran y que lean; que siempre lean. Que vayan mucho al teatro. Además tienen que saber que el lenguaje es una trinchera. A veces mis alumnos se enfadan porque les suspendo por una falta de ortografía, y les explico que esa es su herramienta. El lenguaje hay que defenderlo. Pero deben saber que la escritura es lo más importante. ¿Por qué ser dramaturgo? Porque la dicha inmensa que genera, proporciona, causa, estar en un teatro y compartir en el aquí y ahora aquello que una vez fue un clarear en tu corazón, es un privilegio inmenso. Conlleva mucho esfuerzo y padecimiento, pero la alegría es mucho mayor. Es un privilegio ser dramaturgo. Sentarte junto a veinte, treinta, quinientas o dos personas y ver que un grupo de actores y espectadores se reúnen porque alguna vez tú soñaste algo, eso es verdaderamente impagable
EMILY PUN
LITTLE WHITE SHIRT La historia de la camisa blanca Por: Maria A. Alonso Fotografía: Alberto Clavijo Collages: María Alonso
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a camisa blanca es una de las prendas más antiguas en la historia de la indumentaria. Ya los griegos la utilizaban, claro que no contaban con ojales ni botones, y las mangas no se parecían a las de hoy en día. Conseguir detalles como los actuales ha sido un largo proceso. Por ejemplo, si observamos los cuadros de las Edad Media, podemos ver los nudos que utilizaban para sostenerlas; en el siglo XVII y XVIII la camisa coge importancia como ropa interior, aunque carecía de botones todavía y su misión era cubrir el cuerpo antes de ponerse la casaca o chupa. A medida que las prendas militares comenzaron a acortarse, la camisa fue quedando al descubierto, por lo que nació la necesidad de rematar puños y cuellos con entidad. La camisa, tal y como la conocemos en la actualidad, data de la Inglaterra de finales del siglo XIX donde ya se registró una camisa abotonada. Este cambio estético es la consecuencia de un cambio en la indumentaria masculina, cuando la camisa pasa de ser una prenda interior a exterior y cobra protagonismo, marcando poder y estatus. Sólo podía ser propio de las posiciones sociales más nobles lavar a menudo y mantener limpia una prenda blanca tan fácil de ensuciar, pues los principales tejidos fueron el lino y el algodón, que requieren de un tratamiento es-
pecial tanto para su blanqueado como para su mantenimiento. Por todo esto, era bastante común utilizar cuellos postizos, al ser lo único que se veía de la camisa, el cual siempre llevaban reluciente sin necesidad de lavar el resto. Así, sólo ciertas clases sociales se podían permitir llevar este color tan delicado y además mantenerlo siempre limpio. Como curiosidad, encontramos que el protocolo decía que un caballero en ciertas ocasiones, como en ceremonias y eventos formales, no debía quitarse nunca la chaqueta por considerarse que era quedarse en ropa interior. Una camisa de vestir suele ser blanca, sin botones en el cuello y con doble puño (para gemelos) y, por supuesto, de manga larga. Una camisa clásica nunca lleva bolsillo, porque para eso están los bolsillos de la chaqueta. Poco más tarde aparecen las camisas de colores, de rayas o estampadas, y las clases sociales más altas optan por mantener el blanco en los cuellos y puños como signo de distinción. A lo largo del pasado siglo la camisa ha evolucionado muy poco; se adapta a tendencias pero mantiene la esencia, como las prendas masculinas en general, y sigue siendo una prenda clásica y básica en la indumentaria del hombre, ampliando la variedad de producto y las ocasiones para lucirla.
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Una de las primeras características que se le atribuyen a la camisa, y la principal en la que se basa la creación de Little White Shirt, es la masculinidad. Con la llegada al mundo laboral de la mujer y con su liberación se convierte en una prenda fundamental en el armario femenino, en parte para apropiarse de las características masculinas y así poder conquistar su espacio social. En los años 30 ya vemos como Marlene Dietrich adopta un look totalmente masculino como acto de rebeldía, sin ser bien visto; y más tarde Audrey Hepburn viste looks inocentes con camisa en multitud de ocasiones, al igual que la sensual Marilyn Monroe. No será bien visto hasta los 70 que las mujeres utilicen una camisa tan “masculina”, incluso el smoking, y fue “oficializado” en los 80 con la llegada de las Working Girls.
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Esta es la mujer que verdaderamente ha inspirado este proyecto, la mujer trabajadora que no pierde un ápice de elegancia y que tiene la camisa blanca como uniforme de trabajo y como prenda para el ocio. Las Working Girls, con su lema “Dress for success”, fueron esas mujeres que en los 80, al igual que los yuppies, trabajaban en Wall Street en traje de chaqueta. Ralph Lauren fue uno de sus principales diseñadores, sin olvidarnos de la traducción del smoking que hizo en los 70 Yves Saint Laurent. “Vestidas para triunfar”, iban a trabajar con zapatillas para llegar a la oficina y ponerse los tacones; arregladas y cómodas, incorporadas realmente a la vida laboral. Consiguieron puestos de trabajo similares a ellos y obtuvieron por lo tanto poder. Podemos ver ejemplos de este fenómeno en películas como Working Girl, protagonizada por Melanie Griffith, o Baby Boom, con Diane Keaton . La historia de la indumentaria y la curiosidad por su evolución es una de mis pasiones como creadora. Y si tuviera que elegir un siglo, ese sería sin duda el siglo XX, un siglo donde cada década parecen diez, donde el arte y la moda llegan a sus mayores límites, junto a la evolución de la tecnología y grandes avances como el cine o la música. ¿A quién no le hubiera gustado vivir en otra vida pasada: unos locos años 20, un movimiento hippie en San Francisco, o una etapa punk en Inglaterra? Sin duda el movimiento yuppie marcó en mi trabajo un antes y un después, una imagen de American Psycho y la crítica que hace Reality Bites hacia la sociedad americana ha hecho amar y odiar el mundo de Wall Street de los 80 y 90. Es curioso cómo una de las prendas más básicas en cualquier armario, como es la camisa blanca, es en realidad una auténtica desconocida para todos. Este proyecto comienza con la idea de crear una empresa con un producto atemporal, donde historia y actualidad se unen, donde la mujer de los 80 evoluciona y crece hasta la Working Girl del siglo XXI, una mujer que no sólo está incorporada de manera oficial al mundo laboral, sino que también es una mujer independiente, inquieta, culta y utiliza la camisa blanca para cualquier ocasión. El fin es crear un producto destinado a todas, un patrón masculino que se adapte a cada una de ellas, jugando con los largos, con los tejidos, y cuidando los detalles al máximo para que cada mujer encuentre su perfecta Little White Shirt. Además, qué mejor para demostrar esto que crear una campaña donde las modelos sean mis clientas, mujeres actuales, de diferentes profesiones y estilos, en retratos donde los detalles se convierten en los protagonistas. Sin duda la camisa blanca aún tiene mucho que ofrecer.
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EURÍPIDES, W A LT E R WHITE Y ANAKIN SKYWALKER: Nacimiento, muerte y renacimiento de la Tragedia Griega por las esquinas Por: Daniel Herreros
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ragedia” es un término que no solemos utilizar todo lo bien que deberíamos. Solemos confundir lo trágico con lo dramático, o con otras muchas cosas, e incluso los medios de comunicación nos bombardean a diario con un uso poco apropiado de la palabra. “El trágico accidente múltiple en la carretera de Valencia”, oímos cada dos por tres en las noticias. Uno no puede sino reír un poquito por dentro cuando escucha o lee estas cosas, y no es por falta de sensibilidad. Permitidme elaborar: La tragedia es un género teatral; nada más. Son palabras negras sobre un fondo blanco que interpretan personajes. “Oye, que hacer analogías es totalmente válido”, oigo por
ahí; y sí, hacer analogías con la tragedia griega y utilizarla como una metáfora es absolutamente digno y correcto, pero solamente si sabemos cómo utilizarlo. En una tragedia griega existe un factor de Destino -así, en mayúscula-, y cuando no está éste, suele pulular la Culpa por ahí. Existe un personaje al que llamamos protagonista, que suele ser la víctima de ese Destino, del que no puede escapar, y existen otros muchos factores, de entre los cuales creo que el que más se debe destacar es el error causado por el orgullo insolente o hybris. Los protagonistas trágicos no son seres perfectos, cometen errores. Errores causados en ocasiones por culpa del maldito Destino, como el bueno de Edipo, a veces aposta y sabiéndolo, como Medea, y otras veces en busca de un
bien mayor, como Prometeo -no el de Lord Byron ni Mary Shelley, sino el bueno-. Pero lo importante es que la tragedia, el momento trágico en sí, transcurre en torno a ese error fatal que cometen nuestros protagonistas.
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Y no se trata de errores cualesquiera: Edipo mata a papá y se lo monta con mamá, Medea mata a su hermano y a su padre por irse con Jasón, y tras esto se encarga de matar a sus hijos, Prometeo…; bueno, Prometeo se la lía parda a los dioses. Son errores que, por marcianos que nos puedan parecer en frío, en el contexto de su obra y su tiempo tienen todo el sentido. Edipo no sabe lo que se hace cuando encuentra a su -irónica- MILF particular, mucho menos que cuando tira un disco va a dar a su pobre padre que pasaba por allí en la cabeza. Medea reniega -quizá algo a lo bestia- de sus raíces en pos de montar una familia, y Prometeo regala a los hombres el fuego -¡y no solamente eso, luego tiene la cara dura de no decirle a Zeus que su hijo le va a destronar!-. No puede ser trágico un accidente de tráfico por cruento que resulte, porque ni el Destino ni el orgullo desmedido de un conductor contra el primero hacen que pierda el control de su vehículo. Eso es un drama, y además un dramón; pero no una tragedia. Pobrecito Esquilo si nos oyera. Quizá por la dificultad de escribir una tragedia y que tenga sentido y forma, es un género que poco a poco hemos ido abandonando; si queremos representar a seres humanos, muy humanos, buscamos comedias si estamos contentos y queremos sacar una sana risa a partir de las situaciones humanas, o dramas si queremos sacar lo peor de nosotros mismos porque, al fin y al
cabo, eso se supone que es el fundamento de estos géneros. Tenemos farsas o esperpentos para buscar lo más profundo de la humanidad; pero la tragedia es algo casi exclusivamente ático, muy focalizado en el siglo V a. C. Es harto complicado para cualquiera narrar hoy una historia en la que el Destino o la Culpa lleven a un personaje a tomar decisiones francamente malas y que acaben con la destrucción de justo aquello que trataban de salvar: pero hay honrosas excepciones. Breaking Bad es, para mí, una tragedia con todas las de la ley. Para quienes viváis en una cueva, se trata de la historia de un triste profesor de química en un Instituto de Albuquerque, Nuevo México, al que le diagnostican un cáncer de pulmón. Si no habéis visto la serie, os recomiendo que dejéis de leer ahora mismo, porque todo lo que viene a partir de ahora son spoilers como casas -u oikoi-. Si intentamos desgranar la tragedia de Walter White en términos estrictos, veremos que el Destino es, cuanto menos, difícil de ver, siempre y cuando no cojamos como ejemplo algunos de los Deus Ex Machina que ocurren durante las dos últimas temporadas y que, francamente, parecen más la decisión de un guionista que no quería asustar -¡todavía más!- a la audiencia que a una idea de Destino trágico -aunque, ¿por qué no? ya que adaptamos un concepto clásico a la posmodernidad, equiparemos la “agencia divina” a una “voluntad creadora”, si queréis-. Para mí lo más importante en esta obra maestra es la Culpa y cómo se enfrentan a ella Walter, nuestro protagonista, junto a Jesse, este otro amigo con el que, por sus imperfecciones, podemos identificarnos mejor y nos explica -no necesariamente de forma verbal- el porqué y el cómo de las acciones del señor White. En esta tragedia no faltará, por supuesto, nuestro coro particular, formado por la familia White-Schrader, al que se une el inolvidable -e, irónicamente, moralísimo- Saul Goodman, y nuestros antagonistas, entre los cuales destaco por encima de todos, por ser mi gran favorito, Gus Fring.
Destino profético, hybris, culpa, protagonistas, personajes que se supone nos debían ayudar a entender las razones de los protagonistas, coros variopintos y antagonistas. Tenemos ante nosotros todos los ingredientes necesarios para hacer una tragedia, sí, pero en las nuevas películas de Star Wars - aquella trilogía maldita de la que todos los fans renegaremos siempre - también existían todos estos ingredientes: una vaga profecía que hacía las veces de destino, un coro variopinto con nuestros “queridos” Jar Jar Binks y Padmé Amidala a la cabeza, un niñato quejica y malcriado; perdón: joven torturado, incapaz de luchar contra su sino, ciego por las ganas de salvar a su amada, incluso a costa de destruir su futuro y todo en lo que ha creído... ; y aun así, jamás hablaremos de tragedia cuando nos refiramos a ellas, igual que a un montón de arroz, azafrán, sofrito, marisco y caldo de pescado por separado no lo llamaremos una paella hasta que no esté hecha - ¡y bien hecha! - Nos referiremos a ellas como un gran truño, o -como mucho nos pondremos espléndidos- diremos que fueron errores causados por un George Lucas con el dinero como única meta pensando en cómo vender más legos y que le deben causar gran culpa; quizá sí hubo algo trágico en torno a estas precuelas, después de todo. ¡Pero nunca en ellas!
En Breaking Bad tenemos todos esos ingredientes presentados de forma muchísimo más sutil: no nos ponen una absurda profecía metida con calzador en la trama, sino que a medida que transcurren los hechos nos va-
mos dando cuenta de la inevitabilidad del amargo final. No hace falta que Walter White tenga un monólogo diciendo algo así como “Lo siento mucho, no volverá a ocurrir”, su tortura y su dolor interno se nos muestra a través de unos planos muy cuidados y unos silencios que dicen más que mil palabras. En Breaking Bad el talento se explota sin miramientos. Todos los personajes -adorados u odiados- están interpretados por actores excepcionales, el guión es magistral de forma que héroes, villanos y secundarios tienen su verdad, cada una tan válida como la de Walter White y por tanto, tan digna de que empaticemos con cada una de ellas como con la del protagonista. En definitiva, todos los aspectos, desde la fotografía hasta la dirección, pasando por la escenografía y la música están hechos con un mimo y un saber hacer que hacen que lo único que piensas cuando contemplas la serie sea algo parecido a “qué grande”. Incluso los momentos más dudosos, como los ya mencionados Deus Ex Machina, quedan tan disimulados y bien encajados en la vorágine de la acción que, aun sabiendo que es ficticia, resulta totalmente verosímil y son capaces de que, en todo momento, empatices con todos los personajes. La experiencia catártica que obsesiona a Aristóteles al hablar de la tragedia se puede sentir aquí mucho más de lo que podemos hacerlo en las tragedias clásicas, precisamente por lo cercana que nos resulta la historia en todo momento.
Por otro lado, la tragedia de Walter White va cobrando proporciones titánicas a medida que nos acercamos a su final climático: vemos evolucionar a su personaje desde un profesor pringao, de quien hasta sus alumnos se ríen, a convertirse en un megalómano absolutamente fuera de sí mismo y que actúa solamente por orgullo. El alzamiento y caída de Heisenberg viene, además, coreado por un elenco de secundarios -o no tan secundariosque aportan profundidad a la trama y la enriquecen ofreciendo puntos de vista más humanos que nos ayudan a empatizar con ellos. Ante la pregunta clásica de “¿Dónde está la tragedia?”, en casos clásicos como Medea podemos decir que se encuentra en el momento en el que se vende a la cultura y al pueblo que Jasón desea gobernar y mata a su familia, estableciendo un punto de no retorno. ¿Y en el caso de Breaking Bad? Para el que suscribe, la tragedia se forja en el momento en el que un Walter White megalómano se ve con un auténtico imperio de drogas en sus manos y se siente decidido a continuar matando por él, cuando ya no lo necesita para “proveer a su familia”. A partir de ahí ya no puede escapar a su destino: ha sido devorado por su hybris y no hay manera de volver. Otro factor importantísimo en la tragedia griega -bueno, en todas las facetas de la vida griega, pero en el teatro y en la tragedia en particular- era el público. En una tragedia el autor ponía en la boca de sus personajes
cuestiones morales, políticas y sociales bastante serias. En la actualidad, el público sigue existiendo, incluso ha crecido muchísimo gracias a la masificación de los medios de comunicación y a la globalización. Sin embargo, desde el siglo pasado ese público -ahora llamado audiencia- se ha ido mudando de aquí para allá y, si bien encontró su casa en las salas de cine durante bastante tiempo, ahora se ha ido desplazando hacia pantallas más pequeñas, como las de los ordenadores o las televisiones caseras. El fenómeno fan de Breaking Bad no es solamente debido a que esté en un medio -casi totalmente- gratuito y de libre acceso, sino también porque establece un diálogo con el público. Nos hace participar en la toma de decisiones, aunque sea a toro pasado, dándonos la posibilidad de juzgarlas. Y tenemos discusiones acaloradas sobre quién es el bueno y el malo, sobre cómo las leyes son o no justas y sobre cómo se hace cada vez más difusa la línea que separa al bien del mal; al igual que se discute sobre si estamos a favor de Antígona o de Creonte, de Medea o de Jasón. En definitiva, la tragedia no ha muerto. Es difícil de encontrar, a menudo se encuentra en lugares insospechados, de formas poco ortodoxas y con lenguajes inesperados, pero está. Y lo mejor de todo es que sigue siendo tan cercano y humano para nosotros como lo fue para aquellos griegos tan urbanitas.
O latest born and loveliest vision far Of all Olympus’ faded hierarchy! Fairer than Phoebe’s sapphire-region’d star, Or Vesper, amorous glow-worm of the sky; Fairer than these, though temple thou hast none, Nor altar heap’d with flowers; Nor virgin-choir to make delicious moan Upon the midnight hours; No voice, no lute, no pipe, no incense sweet From chain-swung censer teeming; No shrine, no grove, no oracle, no heat Of pale-mouth’d prophet dreaming.
¡Oh tú, la más amada y postrera visión de la desvanecida estirpe del Olimpo, más bella que el astro de Febo en las regiones de zafiro, o el Véspero, luciérnaga amorosa; más bella aunque no tengas ningún templo, ni altar lleno de flores, ni coro virginal que entone dulces quejas hacia la medianoche, ni voz, ni laúd, ni dulzaina, ni incienso que dulces vaharadas de incienso exhale, ni santuario, ni bosque, ni oráculo, ni el calor en los pálidos labios del profeta en éxtasis.
O brightest! though too late for antique vows, Too, too late for the fond believing lyre, When holy were the haunted forest boughs, Holy the air, the water, and the fire; Yet even in these days so far retir’d From happy pieties, thy lucent fans, Fluttering among the faint Olympians, I see, and sing, by my own eyes inspir’d. So let me be thy choir, and make a moan Upon the midnight hours; Thy voice, thy lute, thy pipe, thy incense sweet From swinged censer teeming; Thy shrine, thy grove, thy oracle, thy heat Of pale-mouth’d prophet dreaming.
¡Oh tú, la más brillante! Aunque ya sea tarde para los viejos votos y la ferviente lira de antaño cuando eran las ramas de los bosques sagradas, sagrado el aire, el agua, el fuego; con todo, en estos días que están tan apartados de esos cultos felices, tus luminosas alas palpitando entre pálidos olímpicos veo y canto inspirado (por aquello que he visto). Déjame ser tu coro y entonar una queja hacia la medianoche, tu voz, tu laúd, ni dulzaina, tu incensario que dulces vaharadas de incienso exhale, tu santuario, tu bosque, tu oráculo y el calor en los pálidos labios del profeta en éxtasis.
Yes, I will be thy priest, and build a fane In some untrodden region of my mind, Where branched thoughts, new grown with pleasant pain, Instead of pines shall murmur in the wind: Far, far around shall those dark-cluster’d trees Fledge the wild-ridged mountains steep by steep; And there by zephyrs, streams, and birds, and bees, The moss-lain Dryads shall be lull’d to sleep; And in the midst of this wide quietness A rosy sanctuary will I dress With the wreath’d trellis of a working brain, With buds, and bells, and stars without a name, With all the gardener Fancy e’er could feign, Who breeding flowers, will never breed the same: And there shall be for thee all soft delight That shadowy thought can win, A bright torch, and a casement ope at night, To let the warm Love in!
Seré tu sacerdote y levantaré un templo en alguna región virginal de mi mente. Pensamientos brotados entre goce y dolor en lugar de los pinos murmurarán al viento. Alrededor, muy lejos, esos oscuros árboles cubrirán escarpadas y salvajes montañas, y allí arroyos, céfiros, pájaros y abejas arrullarán el sueño de las Dríades sobre el musgo, y en medio de este vasto reposo un rosado santuario con una espaldera adornaré que trence mi cerebro de capullos, estrellas sin nombre y campanillas, y de la Fantasía todo posible brote, jardinera de flores que son distintas siempre. Y habrá para ti cualquier suave delicia que el pensamiento oscuro alcanzar pueda, una brillante antorcha y una ventana abierta en la noche, por donde entre el cálido Amor 1
KEATS Y PSIQUE Un canto al alma del mundo
Por: Laura Segovia
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os poetas y las diosas siempre han tenido una relación muy estrecha. El poeta necesita a la musa para lanzarse a crear; y, probablemente, la diosa necesite del poeta para que transmita su mensaje en el plano terrenal. Aunque puede parecer un poco prepotente pretender ser la voz de una diosa, esto es precisamente a lo que se presta Keats en su “Oda a Psique”, la primera de sus odas: a ser “su voz, su laúd, su dulzaina, su incensario, su santuario, su bosque, su oráculo, el calor en los pálidos labios de su profeta en éxtasis”. ¿Qué tuvo Keats que no tuvieran los demás para prestarse a ser el profeta de la diosa Psique? Como bien se sabe, la narración del mito ha llegado a nosotros recogida en El Asno de Oro, de Apuleyo (s. II d.C.), donde se narra la historia de amor entre Eros y Psique, que contiene los elementos típicos de los mitos mediterráneos: ofensa a un dios, incertidumbre, curiosidad ante lo prohibido, y una serie de pruebas que al superarse desembocan en un final feliz, en este caso las bodas de Eros y Psique y la deificación de esta. La historia del amor de Amor es desde luego de las más atemporales y universales, ha causado fascinación a los artistas desde la Grecia clásica hasta la actualidad, que han ido enriqueciendo y alterando el mito original con la visión de cada época. El porqué de este atractivo es evidente: retrata la naturaleza humana al completo, reflejando sentimientos tan básicos como el amor, los celos, la curiosidad o el deseo; además de su riqueza narrativa y elementos
fantásticos, que permiten una gran variedad de posibilidades artísticas. Pero el acercamiento siempre ha sido puramente narrativo; las representaciones se han centrado en momentos puntuales de la historia de amor, escenas concretas que explotaban la belleza y la pureza de los personajes. Keats en cambio deja apartado el romanticismo de la historia y se lamenta de la injusticia que supone que una diosa como Psique no tuviera la veneración que se merecía en su momento. Al escribir este poema se lo envía a su hermano acompañado de unas líneas donde le explica que Psique no alcanzó la inmortalidad hasta la época de Apuleyo, y que por lo tanto nunca había sido venerada según los ritos antiguos como se merecía, y así escribe este canto, para rendirla homenaje como se merece. En realidad este planteamiento no es del todo acertado, pues aunque el mito completo ha llegado a nosotros a través del autor africano, las representaciones artísticas del mito son muchísimo anteriores, demostrando que Psique ya era diosa en esa época antigua que menciona Keats con nostalgia y la importancia social y mitológica de su historia. Pero este error le sirve para crear no sólo un bello poema, sino la primera de sus odas. Keats escribe esta obra unos meses después de la muerte de su hermano Tom, y podemos ver, por uno de sus diarios que recoge precisamente esta época, cómo su lucha personal ante la depresión por la muerte de su hermano
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1. “Oda a Psique”, Keats, 1819. culmina en la “Oda a Psique”. Keats esFragmento. cribe a Psique porque la necesita. No sólo como un poeta necesita una musa, la necesita como humano. En su diario vemos cómo evoluciona su sufrimiento y cómo acaba superándolo a través, no solo de la creación, si no del conocimiento. Y, evidentemente no hay figura mitológica a quien relacionar con el conocimiento si no es a Psique, el alma, la mente humana. Hay varias imágenes a lo largo del poema que delatan esta necesidad de Keats por la diosa, que demuestran que su ofrecimiento a ser su voz en la tierra no es del todo inocente sino más bien, una especie de devolución del favor. El verso que mejor muestra esto es el que habla del “calor en los pálidos labios de su profeta en éxtasis”. La imagen de los pálidos labios es recurrente en Keats en relación con la muerte de su hermano, pero por primera vez añade una nota de intensidad al hablar del calor en esos labios por lo demás muertos. Ese calor no viene de otra que de Psique, que da vida a su profeta, a Keats, que lo alimenta, que le enseña el valor de los sueños, de la imaginación como sustento, alentándole así a seguir, a superar su depresión.
Keats, agradecido, se pone a su entera disposición para transmitir su mensaje. Como explicó él mismo, es el primer escrito en el que trabaja verdaderamente el texto y la elección de palabras, cantando al alma humana, a la humanidad. Explica cómo Psique le ha inspirado, cómo ha florecido su imaginación y enriquecido su mente, donde pretende construirla un gran templo. La redención a
través del conocimiento es un tópico en muchos autores, pero es llamativo que Keats lo haga a través de un mito que, de primeras, no tiene nada que ver. Recoge la relación entre Eros y Psique para desplazar completamente a Eros y contar el amor del propio poeta hacia Psique. El poema es además una declaración de intenciones, siendo su primera oda, avisa que va a ser la voz de la diosa Psique, del alma de la humanidad, y que “el viento murmurará estos pensamientos” siempre. Transmitirá el mensaje de y para la humanidad, fomentando la ampliación del conocimiento humano, ampliando su mente y la de la humanidad y buscando nuevas fuentes de inspiración para ponerla siempre al servicio de Psique.
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EL VIAJE HACIA EL PARNASO
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Por: Jaime Infante Ramírez 1. A este respecto, Castilla la Mancha se ha teñido de un tono mítico que está en contradicción con la irónica intención de Cervantes, que situó allí un Caballero Andante porque nunca sucedía nada. 2. Tomamos el Quijote por ser el ejemplo paradigmático de la obra cervantina, y el más conocido; aunque de lo que hablamos aquí también está presente por doquier en el resto de su obra.
A
la manera de Derrida, que se interrogaba por Hegel al principio de Glas, cabe preguntarnos: ¿qué, después de todo, nos queda a nosotros, aquí y ahora, de un Cervantes? La cuestión, que puede parecer baladí, no lo será en cuanto situemos los motivos. Ahora que el Cervantes-hombre no es más que polvo y huesos cuyo paradero concreto es actualmente investigado, lo que nos queda es un segundo Cervantes. Muy famosamente apunta Marx en El 18 Brumario de Luis Bonaparte que, como decía Hegel, todos los grandes hombres aparecen dos veces en la Historia; pero, apostilla agudamente Marx, lo hacen primero de forma trágica y después como farsa. El Cervantes-hombre llevó una de las vidas más desgraciadas que cabe imaginar; a pesar de su vida como hombre, el Cervantes-mito, grabado en la roca de aquel Parnaso al que en vida le fue negado llegar, puede estar bastante cerca de la farsa. Pero este proceso siempre puede ser revocado mediante la reivindicación del hombre y de la obra per sé, por encima del Cervantes de Avellaneda que parece haber quedado institucionalizado como marca. ¿Por qué se da la repetición como farsa en este caso, cabe preguntarse? ¿No es acaso orgullo y esplendor de la lengua patria, archinarrador de la españolidad, de esa Castilla polvorienta y pajiza, pícara, terrible y tierna, además de nuestro escritor más universal? ¿No son sus escenas instantáneas de una forma de sentir concreta, expresada a través de una lengua que es la más apropiada para expresar lo expresado, y que, mediante esta expresión, se ha visto enriquecida? Cervantes goza de la vida póstuma de algunos selectos grandes hombres de letras: la de haber sido constituido “Escritor Nacional”. El Escritor Nacional
71 suele tener una posteridad cansada y atareada: no sólo se fijarán gran parte del léxico y de los significados de la lengua en que escribió en torno a su obra, sino que esta se verá tan plagada de sus dichos y ocurrencias que, con el tiempo, incluso será identificada con él. “La lengua de Cervantes” es, desde luego, mucho más usada que “la lengua de Fernando de Rojas”, “la lengua de Calderón” o “la lengua de Quevedo”. Con el tiempo esta identificación quedará cristalizada, como tantas veces pasa, al nivel de la institución: véase el global Instituto Cervantes, encarnación, junto con la RAE, de nuestra lengua. A estas alturas poco queda del hombre. Ahora queda como autor -papel que no dista mucho del de personaje-, y por tanto inseparable y a menudo confundido con su obra. Y de la osificación a la osteoporosis; del hombre al gesto, y al resto: del ser humano viviente y sufriente, al autor, y a la institución y a la verdadera farsa; la absorción en el mojete de la marca España. Así en unos cuantos pasos hemos ido del valiente soldado, pobre recaudador de impuestos, y desdichado preso de Argel a la excusa para vender vinos y quesos manchegos, jamón ibérico y aceite de oliva; y, por metonimia, sinónimo de sol y playa, paellas y chiringuitos, toros, tablaos flamencos, sueldos bajos y empleo precario. Todo ello, cómo no, en la tierra del Quijote1. Pero tanto la fijación de la lengua como el concepto mismo de “nación” en torno al que gira la idea de Escritor Nacional tienden a ser no sólo independientes y ajenas,
sino posteriores a la obra o la vida del autor –siendo Goethe una excepción-. El servicio prestado por los escritores a estos idiomas vulgares termina por derivar en una identificación; y de la lengua a la nación sólo va un paso: el lingüístico es siempre uno de los argumentos de peso aducidos a la hora de abogar por la unidad territorial. Recuérdese que un siglo y pico antes de Cervantes, Nebrija les había hecho uno de los mejores regalos posibles a los Reyes Católicos al entregarles su Gramática. El concepto de “nación” es moderno y no data, al menos tal y como lo entendemos ahora, de antes del s. XVIII -en España se corresponde con el ascenso de los Borbones en la figura de Felipe V: de nada sirve invocar al Cid-, y, aunque heredero directo de la Ilustración y del Romanticismo, en gran parte es consecuencia de las cosmovisiones generadas desde las dos o tres centurias previas, en la temprana modernidad (los s. XV, XVI y XVII). Los afamados Siglo de Oro español o teatros Isabelino y Jacobino ingleses coinciden temporalmente con la obsesión moderna por la representación del mundo,
paso importante en su apropiación: es el tiempo de la cartografía, de los tratados sobre las formas de gobernar y sobre las pasiones humanas; es El gran teatro del mundo, de Calderón; es la era del realismo pre-fotográfico de Velázquez; unas pocas décadas en el futuro esperaba ya el racionalismo cartesiano. Entre esas formas de ordenar y representar el mundo también está la fijación de la lengua y de sus significados, y la obra de Cervantes no sólo bebe, sino que enriquece este caudal. Pues bien, ¿a qué suena la búsqueda de los huesos de Cervantes en un momento en que el concepto de la españolidad es puesto en duda desde diversos frentes?, ¿qué nos queda de un Cervantes en un contexto ya no sólo europeísta, sino globalizado y globalizante? En definitiva, la que nos hacemos es la pregunta por el Cervantes universal. Pero es que esto también es un lugar común: no queremos pecar de ingenuos y pensar que existe una hermenéutica universal que hace que, por ejemplo, El Quijote 2 sea entendido y apreciado de igual manera en España, en Alemania, en Rusia, en China y en Samoa. Tampoco es de recibo dar la vuelta al argumento y considerar que cualquiera que se acerque a esta fuente sacará algo de agua con su cántaro, sea lo que sea, porque eso también diluiría por completo la valía del texto y lo equipararía con cualquier otro, pues todo el mundo saca algo del prospecto de una caja de medicamentos. El primer argumento contra la interpretación universal de este texto (el espacial) queda también probado por el argumento temporal: ha habido tantos Quijotes, y, consecuentemente tantos Cervantes, como épocas; a saber, en su tiempo era leído en las tabernas como un ingenio divertido lleno de ocurrencias, crueldades y porrazos; para los ilustrados era un lamentable caso de vida alejada de la Luz de la Razón; para los románticos era un pionero, la encarnación definitiva del héroe trágico, perdido en la locura y recibiendo los palos del cruel mundo; finalmente, la que parece la encarnación definitiva -antes del vaciamiento como marca- es la de adalid del idealismo, figura cuasi religiosa reivindicada por Unamuno -otro Don Miguel, al que en estos menesteres conviene hacer caso-, que se refería al personaje como “Nuestro Señor Don Quijote”, y al libro como “la Biblia española”. Esto nos hace ver que, a pesar de lo dicho, en el segundo argumento sí que hay algo de verdad; no todas las tradiciones del mundo, pero al menos sí gran parte de las occidentales han sacado algo de la obra de Cervantes: un reflejo de sí mismas, un espejo sobre el que proyectar el propio tiempo. Aparte de la de Unamuno, una de las descripciones más hermosas que se han hecho del Quijote no
pertenece a un español, sino a un ruso, Dostoievski: “En todo el mundo no hay obra de ficción más sublime y fuerte que ésta. Representa hasta ahora su suprema y más alta expresión del pensamiento humano, la más amarga ironía que pueda formular el hombre, y si se acabase el mundo y alguien le preguntase a los mortales: ‘Veamos, ¿qué habéis sacado en limpio de vuestra vida y qué conclusión definitiva habéis deducido de ella?’, podrían los hombres mostrar el Quijote y decir: ‘Esta es mi conclusión respecto a la vida… ¿y podríais condenarme por ella?’” 3 Esta sentimental descripción deja intuir lo que creo que es el centro de la obra de Cervantes: algo que se puede sentir profundamente pero expresar con dificultad. Y es que, si con el cántaro se va a cualquier fuente, claro que se sacará agua: de todo texto se extrae una información. Pero de lo que se trata es de algo que pueda ser aprehendido más allá de lo concreto expresado en el texto, algo que se tiene en estima por ser único; no nos referimos, pues, a una información cualquiera: hablamos de algo cercano a la sabiduría. La sabiduría encerrada en Cervantes está sutilmente apuntada por Dostoievski, y concuerda con la forma que tenía de entender el Quijote Nabokov como una enciclopedia de la crueldad: los personajes de Cervantes lo pasan realmente mal y son terriblemente maltratados. Cervantes es el cruel titiritero y antiguo condenado a galeras, Ginés de Pasamonte, que se divierte con las barbaridades que ocurren a sus creaciones. Pero también es capaz de los momentos más luminosos de misericordia. Esta “conclusión respecto de la vida” que podemos sacar es el encuentro entre humanos, el nacimiento de una ética. Más importante que la inevitablemente citada lucha de Don Quijote contra los molinos es su liberación de los cautivos, la compasión inmediata por el otro en apuros: su entero y nada apologético cuidado, absolutamente entregado, al otro. Y ese es también el valor de Sancho Panza, respecto de su amo: a pesar de las muchas mezquindades que se tienen preparadas el uno al otro, existe una tierna e infinita lealtad mutua. Esto, que a primera vista puede parecer muy romántico e incluso peligroso -si no hay absolutamente ningún juicio que detenga la acción podemos caer en los horrores analizados
3. Diario de un escritor. Dostoievski en Obras completas, III. 1964. p. 943. 4. ¿Dónde se encuentra la sabiduría?. Bloom. 2006. p. 110.
5. Por si acaso. Máximas y mínimas, Gabilondo. 2014. 6. No critico la primera persona como forma de entendimiento, pero dudo que se pudiera trazar una ética a partir de Hamlet, como sí se puede con El Quijote.
por Hannah Arendt respecto de la Revolución Francesa en Los orígenes del totalitarismo- sólo funciona si vemos la manera en que Cervantes hace su gran aportación al pensamiento occidental: el movimiento mediante el cual se crea una subjetividad compartida, algo que no sólo se ve en el Quijote, sino en otros textos cervantinos, como en la genial Novela Ejemplar El coloquio de los perros, de la que Freud sacó bastantes pistas para el método psicoanalítico. Harold Bloom define este movimiento al contraponerlo a la forma de interioridad más egoísta representada en Shakespeare: “la poesía, sobre todo la de Shakespeare, nos enseña cómo hablar con nosotros mismos, pero no con los demás. Las grandes figuras de Shakespeare son magníficos solipsistas [...]. Don Quijote y Sancho se escuchan de verdad el uno al otro, y cambian a través de su receptividad. Ninguno de ellos se oye por casualidad a sí mismo, que es el estilo shakespereano. Cervantes o Shakespeare: son los maestros rivales de cómo cambiamos, y por qué” 4. Ese cambio y esa receptividad son las características definitorias de la intersubjetividad presente en Cervantes. A este respecto quiero recordar un aforismo de Ángel Gabilondo que nos puede facilitar la tarea al ejemplarizar el problema de la falta de receptividad y de atención: “Paseábamos juntos, tú conmigo, yo sin ti” 5. A la desgraciada Ofelia sólo habría podido salvarla un Hamlet atento que se hubiera tomado la molestia de explicarle sus preocupaciones, o uno lo suficientemente poco egoísta como para no matar a Polonio, ¡o uno que, al menos, se hubiese disculpado con ella por matar a su padre! Paseaban juntos, pero Hamlet sin Ofelia, porque Hamlet solamente puede estar consigo mismo. Y lo mismo Otelo, que nunca escuchó de verdad a la pobre Desdémona, o Lear, que para cuando decidió entrar en razón y escuchar a Cordelia ya era fatalmente tarde. En El coloquio de los perros Berganza puede contar su historia y entenderse a sí mismo porque Cipión le escucha atentamente, incluso haciendo apreciaciones y correcciones, como buen psicoanalista; y tanto Sancho como Don Quijote son receptivos el uno para el otro. Esto
se ve muy claramente en el nivel del lenguaje: poco a poco, el uno va tomando expresiones del otro, apropiándose de él a través de las palabras. Este escuchar atentamente implica, precisamente, pasear juntos. Esto lleva a la atención en cuanto que oído prestado desinteresada y activamente al otro. Y de ahí, a la atención qua auxilio, va un paso que define una ética: se ha pasado de una experiencia en primera persona a una en segunda6. Así el cambio en Cervantes implica que uno hace un alto en lo que está haciendo -pensamiento y acción centrados en sí mismo- porque toma conciencia de la existencia de otro y, escuchándole y entablando diálogo con ese otro, lo asume; y en esa asunción, se hace cargo. Pero esto no es inmediato. Por ejemplo, Don Quijote, Sancho, el sacerdote y el barbero escuchan la historia de Cardenio: se ocupan en tratar de comprenderla en su integridad, a pesar de las muchas detenciones y accidentes durante la narración y, finalmente, en la venta, son parte de la resolución del problema; unos por curiosidad, otros por altruismo y otro, Don Quijote, porque siempre se siente identificado con el sufriente de penas de amor. Del mismo modo Cipión se ocupa de escuchar la historia entera de Berganza y, haciéndolo, descubre también algo de sí mismo: en el proceso de atención a otro se está cuidando, indirectamente, a sí mismo. Y así, en muchos casos, creándose la sensación de comunidad. Como vemos hay mucho que podemos -y debemos- reivindicar en Cervantes, pero no chovinistamente. En él, como en Shakespeare y en un pequeño puñado de otros, estaba ya la modernidad encapsulada, como el piñón dentro de la cáscara y de la piña. Sólo hay que dejar de oír el ruido y prestarle -¡regalarle!-, verdaderamente, atención. Esa sería, creo, su verdadera y merecida ascensión a ese Parnaso lejano y maldito de los Escritores Universales -más que Nacionales- que tan remoto debió parecerle al sufriente Cervantes, que proyecta hasta el ahora la sonrisa amarga -pero sonrisa, al fin y al cabo- de toda la humanidad.
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Créditos: Anabel Alcázar. Directora. Editora de Contenidos. Oliver Baldwin. Director. Editor Jefe. Lois Brea Ares. Director. Editor Artístico. Juliana González. Subeditora de Moda. Laura B. Segovia Claver. Subeditora de Literatura. Daniel Herreros. Subeditor de Arte. Portada por: David Munroe Contacto y colaboraciones: mag.pastiche@gmail.com Editado en Madrid por Pastiche. www.magpastiche.com
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