EdB_03

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03 – La ciudad muerta Durante unos minutos, sólo se escucha la entrecortada respiración de Pedro. Pero luego, el silencio desaparece bajo la explosión de un rugido inhumano. Las venas de Fabbián se llenan de hielo. − ¡No, por favor! ¡He sido fiel al Amo! ¡No me castigue! ¡No me castigue! − ¡No es ningún castigo! –Fabbián siente en el cuerpo una imperiosa necesidad de salir de ahí. − ¡Pedro! − Sí, mi señor. − ¿Quién es tu señor? − El Amo del Abismo. − Es hora de que demuestres tu fidelidad al amo. − ¿Ahora, mi Señor? − Sí, por eso he venido. − ¿Qué debo hacer? − Antes que nada, dime ¿Hay alguna manera de salir, evitando el pasillo? − ¡Sí Señor! –señala el techo con uno de sus dedos llenos de pústulas– por allí–. Resuenan ecos de hierros violentamente arrastrados. − ¿¡Señor, qué está pasando!?


− Tengo que marcharme, Pedro. ¡Ayúdame a subir! –los quejidos de metal arrastrado se acercan– ¡Se aproxima tu prueba Pedro! Pero yo no debo estar aquí. − ¡Oh Señor! ¿Mi prueba? − La última... ¡Rápido! Debes afrontarla solo. − ¡Sí Señor! Déjeme ayudarle –el carroñero levanta una escalera enterrada en la basura. Fabbián trepa por ella y dice: − Pedro. Nadie debe subir por aquí en dos días. ¿Entendido? − ¡Sí mi Señor! Cumpliré todos sus deseos. − ¡Prepárate Pedro! Fabbián le da la espalda y se arrastra por el túnel. Los primeros minutos son agotadores, tiene que clavar los dedos en las grietas para no caerse para atrás. « ese viejo está desquiciado... pero no puedo negar que vio algo. No sé qué me pasó, pero lo que sí sé es que tenía un agujero en la garganta y ahora ya no está. No fue un sueño… no es un sueño… » Se detiene. Aún puede escuchar los rezos de Pedro detrás de él. Se dispone a seguir escalando cuando un temblor sacude el pasadizo. Fabbián se sostiene de las paredes para no resbalarse. Se queda quieto. Devorado por el silencio, no se mueve. Desaparece el reflejo de la luz del fuego, ciego, escucha ruidos de huesos rotos. Ya no escucha a Pedro. Sigue escalando en la oscuridad. Ahora sólo llega un ronquido seco y agitado, que lo asfixia casi tanto como las cenizas del túnel. Sigue avanzando. Codo a codo. El pasadizo arquea y se ensancha. Fabbián se apoya tratando de recobrar el aliento cuando escucha un terrible


chillido y le vuelve el dolor sordo en las encías. Se tapa la boca para no gritar, y sigue. El túnel se sacude, algo está subiendo. El miedo impulsa a Fabbián a agilizar el ascenso. Arriba, el eco de un trueno confirma una tormenta en la superficie. Sigue subiendo. Tentáculos de podredumbre y aire caliente le trepan por las piernas. Cada vez cuesta más respirar. Estalla otro chillido. Fabbián, preso del dolor, se tapa los oídos y cae, arrastrado por el polvo y el cansancio. Se resbala para abajo hasta que logra agarrarse a una saliente. La oscuridad se condensa. El demonio se acerca. Fabbián siente la locura y excitación que lo impulsa a través del pasaje. Cada golpe resuena en sus huesos. Un sonido profundo atraviesa el túnel y le afloja las manos. Reconoce ese ruido: la tierra está cediendo. El túnel va a colapsar. Ahora tiene una posibilidad. Las paredes se agrietan y el piso se desmorona bajo sus pies. Fabbián sube cada vez más rápido. La inclinación del túnel desaparece y Fabbián continúa corriendo por una antigua cloaca abandonada. Atrás, casi sepultado, el demonio ruge con furia. El techo tiembla y se caen algunos pedazos de concreto. El demonio está cada vez mas cerca. Fabbián no mira para atrás. Sigue corriendo hasta que choca con una pared. Tantea a ciegas los ladrillos. Encuentra una escalera de mano entre ellos. Las manos húmedas se le resbalan sobre el óxido, pero no se cae. La escalera termina en una tapa cerrada. Trata de levantarla, pero el círculo metálico no cede, es demasiado pesado. Escucha la respiración del demonio. El olor a muerte sube y lo envuelve como una manta húmeda y caliente. La pared que sostiene la escalera se afloja. Todo tiembla. Fabbián se da vuelta y ve un punto violeta,


acercándose. Vuelve la vista arriba, desesperado. Los temblores abren una luz entre la alcantarilla y el techo. Mete la mano y trata de levantarla. El escalón que le sostiene los pies se mueve en el cemento cariado. Fabbián empuja con las dos manos y logra sacar la tapa hacia fuera. La luz de tormenta roza el túnel. Fabbián salta a la superficie y arrastra la alcantarilla hasta sellar la salida. El demonio chilla con furia, pero el sonido apenas rasguña la superfice. Fabbián queda tendido en el medio de la calle. Y otro pánico se le hace presente. Se acuclilla y mira hacia arriba. Podría estar en una de las áreas cercanas a la frontera, donde los francotiradores vigilan que nadie entre ilegalmente a Sub­Urbia. Mira tímidamente a las ventanas abandonadas. Nada se mueve en la oscuridad. Más arriba, en los últimos pisos, un algodón plomizo se arremolina inquieto. En cualquier momento puede desatarse la tormenta. Probablemente todos los francotiradores estén en pisos bajos, buscando un buen lugar para evitar la lluvia. Fabbián baja los brazos y busca un refugio. Todo es abandono y hostilidad. Corre hacia la esquina más cercana. Las lluvias se volvieron ácidas luego de la guerra. El polvo radiactivo que se evapora y acumula en las nubes es el más tóxico. Al mezclarse con el vapor de agua precipita como un grasiento y corrosivo líquido oscuro, llamado agua negra. Fabbián sabe que es inofensiva en contacto con la piel. Pero, si alcanza el flujo sanguíneo o el estómago, produce un envenenamiento irreversible. Llega a la esquina. Logra ver, a través de los restos de un camión, una estación de servicio con un techo lo suficientemente sano. Atrás, el pavimento se hunde con un estruendo. El


túnel cedió por completo. Fabbián se queda quieto, pegado a la pared, escuchando. Pasan varios minutos, y no hay rastros del demonio. El cielo suelta algunas gotas venenosas. Fabbián se mira los brazos llenos de magulladuras y cortes, apura el paso y alcanza la estación de servicio justo para evitar empaparse. Corre la basura de un rincón y se sienta, apoyando el nudo de carne que tiene en la espalda contra la pared. El cuerpo le late de cansancio y dolor. Inmóvil, observa cómo la ciudad se enturbia. Centímetro a centímetro y año tras año, el agua negra removió todos los colores que alguna vez existieron en la superficie. Afloja las piernas, se siente peligrosamente mojado, pero está demasiado cansado para pensar en una infección, o en la posibilidad de ser descubierto. Demasiado cansado para mantenerse despierto.

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Afuera, el agua negra mancha y golpea el vidrio polarizado. Adentro, en el vigésimo noveno piso de la Torre Central, el Supremo Sacerdote espera inquieto. « Hay odio en esta tormenta. La naturaleza nos odia. Busca nuestra destrucción incansablemente, azotando todos y cada uno de los últimos refugios del hombre… »


La puerta se abre, y la diaconisa entra evitando hacer ruido en el piso de madera. El velador apoyado en el escritorio mantiene una atmósfera cálida. Las paredes laterales se esconden detrás de estanterías llenas de reliquias y libros olvidados. El ambiente podría llegar a ser apacible, incluso agradable, si no fuera por la ansiedad que irradia la presencia del Supremo Sacerdote. − Señor… tengo el informe de la búsqueda –el Supremo Sacerdote no se mueve. Lo estaba esperando. − Léalo –la diaconisa ve por primera vez la espalda del Supremo Sacerdote. Varias cicatrices blancas la cruzan cruelmente. − Sí señor, el informe dice así: Se han encontrado evidencias que confirman una invocación en Los Bajos del Cuarto Sub­Urbio. Se obtuvo una muestra para ser analizada. El invocador escapó hacia la superficie con la ayuda de un local. Un derrumbe… –la explosión de cristales la enmudece. El viento entra y desparrama algunas hojas sueltas del escritorio. − ¡¿Es que no puede hacer nada bien?! –la mano brilla con sangre, agua y vidrios al volver a su posición original–. ¡Imbéciles! − Señor, con todo respeto, nadie puede sobrevivir afuera con esta lluvia… –el gigante se vuelve, clavándole los ojos con furia. La diminuta mujer queda paralizada, las lágrimas le nublan la vista, y un escalofrío que nada tiene que ver con el viento le recorre la espalda. − Usted no sabe nada, no tiene ni la más remota idea… –y, mientras habla, levanta la mano y lame, sin quitarle los ojos de encima, la grasienta sustancia que la cubre– esta agua sucia sólo puede dañar a los débiles de fe.


Segundos después la diaconisa se retira a la recepción, totalmente descompuesta. Atrás de las puertas de madera, el Supremo Sacerdote saca de un cajón del escritorio una cruz metálica. Su mente está muy lejos del agua y el rugido que provoca el viento al cortarse con los vidrios rotos.

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Veintiséis pisos más arriba, en la Torre Central, el Señor Administrador, líder de Sub­Urbia, se reúne con el Comisario General. − Mire señor comisario, yo desconozco su relación con mi antecesor. Pero, no sé si habrá notado que hace dos meses YO soy la persona que tiene el título de Señor Administrador. Yo, soy responsable por todo lo que pasa en Sub­Urbia. Por lo tanto usted debe rendirme cuentas a mí y a nadie más. En el lado opuesto de la mesa, un hombre gordo, de extremidades cortas, se alisa distraídamente la barba con los dedos. Escuchando pacientemente todo lo que el Señor Administrador tiene para decir. − Comprendo bien la jerarquía de nuestros cargos, Señor Administrador –bebe un sorbo de agua– sin embargo, como usted bien sabe, las fuerzas armadas de esta comunidad no fueron entrenadas para matar a los que discuten con usted. Tenemos nuestras prioridades y, si bien estamos bajo su… por decirlo de alguna manera… control directo… nuestro principal deber es el de proteger los siete Sub­Urbios contra cualquier ataque, ya sea de origen


externo o interno, que ponga en peligro la libertad o la vida de los civiles –se levanta, alisa el traje marrón de corte militar, y agrega– espero que sea la última vez que me vea obligado a retirarme de mis obligaciones por esta clase de estupideces. − ¿No se da cuenta lo que le estoy diciendo? Esta seudo religión está socavando desde hace años el poder administrativo y científico de nuestra sociedad. Hoy me solicitaron, o mejor dicho, me demandaron un listado con el nombre de los ciudadanos que faltaron al trabajo y el de aquellos que ingresaron a Sub­Urbia en estas últimas semanas. Si no fuera porque esta información depende de mi oficina, estoy seguro que la habrían conseguido. Esto no puede seguir así. ¡Hay que detenerlos! –las palabras terminan con un golpe en la mesa. Las copas tiemblan, temerosas. La cara del Señor Administrador está desconcertada, no es la respuesta que esperaba. El Comisario General rodea la lujosa mesa de madera y se acerca. Por primera vez, el administrador encuentra un destello de ansiedad en sus pequeños ojos. − ¡Escúcheme! Y escúcheme bien… –la voz es un grito susurrado– Ya es demasiado tarde. Usted no tiene idea del poder que estos hombres poseen, tienen mucho más del que usted puede imaginar. Yo sólo confío en mis ojos, y con todo respeto, he visto cosas que su esfínter no podría soportar –baja más la voz y agrega–, hace años que estamos tratando de localizar esa tal Ciudad Sagrada. Perdimos muchos hombres. Nunca volvieron. Hace años que estamos tratando de infiltrarnos en su organización, sin éxito. El servicio de inteligencia está analizando la situación. ¿Usted piensa que todo esto empezó hace unas semanas? Desde que llegaron los estamos estudiando. ¡Hace casi


diez años que los estamos estudiando! Lo único que puedo decirle es que, por ahora, no haga nada. Todavía no es el momento. La puerta de la sala de reunión se cierra. El Señor Administrador queda de pie, solo. Cuando los pasos del comisario desaparecen en la alfombra del corredor, se desploma en una silla. Llena un vaso con agua. Temblando cada vez más, saca una pequeña caja metálica, la abre y las pastillas rojas caen la mesa.

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Imágenes. Calor. Jadeos. Un relámpago. Un cuerpo sedoso, brillante de transpiración bajo la llama. Baila. Un trueno. Sonidos húmedos. Dolor de espalda. Manos hambrientas de piel. Sonrisa cómplice. Sed. La solidificación de la oscura tormenta. La caída a la conciencia… − ¡¿Vleria?! –Fabbián se despierta con su propio grito. Se queda temblando, tarda unos segundos en entender en dónde está. Afuera ya no llueve. Sólo escucha el quejido del viento entre los marcos ciegos. La ciudad muerta brilla aceitosa bajo la luz gris del cielo que la consume. Fabbián se levanta lentamente, espantando algunas cucarachas. Siente las piernas adormecidas, el cuello atenazado, los ojos y las manos hinchadas. Camina hasta el marco de un ventanal. Los vehículos abandonados transpiran óxido y el agua estancada tapa los pozos de las calles. Aún no


anochece, una luz inerte llena el espacio. Tiene un hambre animal, insoportable, como jamás había sentido antes. Hunde las manos en los bolsillos, pero sólo encuentra unas pastillas de narka. Traga una, son buenas para engañar el estómago. Espera, apoyado contra el marco putrefacto, los efectos del hongo. No pasan varios minutos cuando empieza a distinguir, en el silencio muerto, la melodía de infinitas gotas. Los músculos se relajan. El dolor de espalda se transforma en un estúpido recuerdo, al igual que el hambre. Libre de ataduras físicas, Fabbián condensa el pensamiento en Vleria… en volver a Sub­Urbia… en hallar una entrada… en los guardias... Minutos después se encuentra caminando por el medio de las calles, evitando pisar el lodo contaminado. La lluvia aplacó el polvo radiactivo, sin embargo, sabe que el más mínimo corte puede desencadenar una infección capaz de matarlo en días. Lo ha visto. Camina con pasos cortos y rígidos entre los edificios. No se aleja de las paredes, es lo menos que puede hacer para no ser visto. Mientras avanza, piensa en la época dorada, cuando la superficie no era un cementerio de basura y el sol no era una amenaza « ¿Cómo sería ser libre? ¿Qué pensarían cuando caminaban por acá? Seguramente no en la lluvia radiactiva. No, rodeados de árboles, flores, pájaros… ¿Cómo llegaron a tal destrucción? ¡Idiotas! ¡Idiotas! ¡Idiotas! » Rodea el esqueleto oxidado de un colectivo incrustado en una pared. Le recuerda las fotos que vio en el Instituto. Trata de imaginarlo, pintado con colores, rugiendo por las calles. Casi puede ver a los


pasajeros sonrientes, viajando en asientos cómodos, iluminados por un sol amarillo. Pero por más que lo intenta, el sol sigue siendo rojo en su cabeza. « Comida… agua… música… una red de comunicación mundial… ¿Qué nos queda? ¿¡Qué carajo me queda!? ¿Qué hicieron? ¿Qué hicieron?. ¿Y qué hice yo? todas esas noches de narka… enterrado vivo… sin nada ni nadie. ¿Por qué no me di cuenta? ¿¡Por qué no lo pude ver!? … Ahora… justo ahora, ahora que me doy cuenta, que encuentro un motivo… que me despierto… desaparece… ¿¡Por qué!? » Fabbián se detiene en seco. Un paso más y hubiera caído en un pozo. Suspira lentamente. La narka fluye, apaciguando la irritación. «No me importa. Todavía tengo tiempo. Todavía estoy vivo… y te voy a encontrar… » − ¡¿Me escuchaste Vleria?! ¡Te voy a encontrar! –Fabbián no puede contenerse y grita. Un segundo después se aleja corriendo lo más rápido que puede. Un par de cuadras más adelante encuentra una de las entradas del antiguo subterráneo. Se acerca sigilosamente. El corazón le golpea el pecho arrítmicamente. No se detiene, ni siquiera sabiendo que los guardias van a pedirle explicaciones, sabiendo que puede ser fusilado sin aviso previo. Sigue esquivando escombros, sintiendo el polvo radiactivo y las manchas negras y tirantes en la piel. Sigue avanzando, inconsciente. Pero más vivo que nunca. Baja los escalones deshechos. Nadie dice "¡Alto!". Nadie pide explicaciones. No hay nadie. Sigue bajando. La oscuridad se vuelve una protección, una garantía. El suelo, lleno de basura amontonada, grita abandono. Hay una reja,


y no tarda en encontrar un hierro faltante. Se desliza a través del metal y su cuerpo se echa a correr. Debe alcanzar a su mente.


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