EdB_54

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54 – Contacto David mira con recelo las casillas de la Franja Residencial. Son diminutas estructuras amontonadas a los lados del camino. No hay nadie a la vista. Él camina delante, mirando constantemente por encima del hombro. La explosión le lastimó los oídos y ni siquiera puede escuchar los pasos de la sub­ urbiana que está detrás de él. Incluso con las pastillas blancas, la regeneración del tímpano llevará varias horas. −

Ve adelante –Vleria obedece sin levantar la vista del piso. Sólo

puede pensar en seguir caminando. La calle desemboca en una avenida de adoquines, que sigue en línea recta hasta los tanques. « El otro vehículo está del otro lado de la ciudad, no hay tiempo que perder ». Mete la mano en el morral y acomoda las semillas. Las garantías están intactas.

— ◦ —

La pendiente aumenta. Fabbián encara la última curva. Las ruedas pasan sobre los restos desparramados por la explosión. No hay fuego, sólo fragmentos humeantes de plástico y metal. Quita el cambio y alumbra moviendo el manubrio. Una caja de metal pide a gritos que la revise. Es tan grande que podría caber una persona. Fabbián se baja para investigarla. Está abollada en las esquinas, pero sigue intacta. El costado tiene una traba. Fabbián trata de abrirla, pero está fundida. Mira las juntas y cierra los ojos. La nano­pluma se transforma en una barreta. La coloca entre las uniones y empuja. La traba se rompe con el primer empujón. La tapa se abre de golpe y sale un líquido espeso que le moja los pantalones. El olor es repulsivo. Fabbián retrocede y se agacha para ver. La luz de la moto realza los vidrios clavados en los animales muertos. Los cuerpos se mezclan en una masa de huesos y


tejidos blandos. El estómago se le contrae y el vómito es inevitable. Se queda mirando al piso, tratando de calmar las arcadas, cuando ve un brazo tirado al lado de la caja. Vuelve a vomitar y mira alrededor. Lentamente, reconoce más y más restos humanos. Camina hasta el borde del barranco, buscando aire. Abajo, Ciudad Refinería aparece en toda su extensión. La luminaria describe la distribución del poder. El centro tiene calles más anchas y luminosas, mientras que la periferia parece un laberinto lleno de pasajes oscuros y retorcidos. De pronto, la ciudad desaparece. Sólo quedan los bordes brillantes de los tanques. Fabbián abre los oídos. Escucha el silbido del aire jugando entre los caprichos de la montaña y el quejido de las piedras contrayéndose por el frío. Incluso puede palpar la respiración de miles de personas encerradas en sus casas, pero algo sobresale, algo que no percibe ni con sus oídos o sus ojos. « Bestias… ». Fabbián se saca los lentes, ahora puede sentirlas. Pero hay algo más, un frío que le atraviesa el pecho. No es una luz ni un punto reconocible, pero está ahí, claro y punzante como un sol. El sacerdote está en Ciudad Refinería. Trata de localizarlo, pero la sensación desaparece. Fabbián patea las piedras, furioso por la impotencia de no comprender qué es lo que pasa. Piensa en volver a la moto, cuando una línea de luz roja se fuga de la ciudad y desaparece en el cielo. Luego, el viento trae la detonación de un disparo. Fabbián sonríe.

— ◦ —

David y Vleria caminan por la Franja Administrativa. Los galpones son murallas que encauzan la avenida hacia los tanques. Un chillido atraviesa los ladrillos y las encías de la sub­urbiana. −

¡Un demonio! –grita y se tapa los oídos.

¡Silencio! –« Está cerca, demasiado cerca... »


¿¡Qué vamos a hacer!? –Vleria no sabe si es su imaginación, pero el

aire está empezando a oler como el bar– ¿¡Qué vamos a…!? –el sacerdote le tapa la boca y se lleva el índice a la boca. Le presiona la cara con los dedos. La sub­urbiana responde moviendo afirmativamente la cabeza. Pasan varios segundos hasta que la mano negra la suelta. Vleria cae tosiendo al piso. El sacerdote mete la mano en el morral y saca una cruz plateada. La sub­urbiana no se da cuenta cuando se transforma en un compacto revólver. David no deja de mirar para los costados y para atrás. Revuelve el morral y saca una bala con la punta roja y la pone en el tambor. No puede confiar en su olfato, la bestia podría rodearlo en un instante y atacarlo por la espalda. Llena la siguiente recámara. Tendrá que confiar en sus ojos. Busca otra bala y la carga. Los postes de luz titilan y se apagan, la sub­ urbiana lanza un grito ahogado. Coloca la siguiente bala. La ciudad queda iluminada sólo por la caprichosa luz de los tanques. Carga las últimas dos y cierra el mecanismo. El tambor se alinea con un ruido contundente al cañón del arma. Se quita las gafas, la membrana de los párpados se le contrae en contacto con el frío. Las luces de los tanques se tornan insoportables, pero las sombras quedan desnudas. −

¡Quédate en el piso! –Vleria siente un vacío en el estómago cuando

ve el ojo del sacerdote brillar con el mismo color de su sueño. David tantea el entorno con los ojos. La bestia está cerca, puede sentirla. Pero algo le llama la atención. Levanta la vista, arriba, a lo lejos, el humo del vehículo continúa ensuciando el cielo. Un hormigueo le eriza la nuca. « ¡Quince! ». Gira rápidamente la cabeza y vuelve a ponerse los lentes. No quiere ser detectado, aunque tal vez ya sea demasiado tarde. Exhala profundamente, tratando de disipar el calor que le llena el pecho. La bestia es una amenaza mucho más próxima y real. Afirma el revólver entre los dedos. El demonio aparece atrás suyo. Vleria lo ve. Queda hipnotizada ante los ojos, brillantes como dos cortes de fuego. Abre la boca y los dientes de vidrio. Se tiñen de rojo con el fuego que brota de la garganta. Vleria mira el revólver y se desespera.


Atrás… atrás… –murmura, pero el sacerdote no le presta atención.

El demonio la mira. Vleria puede sentir su curiosidad– ¡Atrás! ¡Atrás tuyo! –grita y le sacude la túnica. −

¡Suéltame! –David la patea y se da vuelta. Levanta el revólver y

apunta. Vleria se abraza a las piernas del sacerdote, lo que le hace perder el equilibrio y la munición de fósforo blanco que se desperdicia en el cielo. La bestia desaparece. David mira para abajo y Vleria se congela al ver el odio proyectado por la luz de su ojo. Le apunta con el arma a la cabeza, pero otro chillido cruza el aire de la noche. El sacerdote mueve el caño en dirección al sonido. Vleria se tapa los oídos y llora, parte de ella quiso que le dispare. A lo lejos, otra bestia responde. −

¡Arriba! –David la levanta del sobretodo, pero Vleria se desarma

como un títere– ¡Maldita seas! –« ¡Debemos ir a un lugar más despejado! ¡Un lugar donde las pueda ver venir! ». −

¡No puedo! ¡No puedo más! –responde Vleria. David la arrastra un

par de metros, y la suelta. La sub­urbiana llora desconsoladamente. Tiene las rodillas y las manos ensangrentadas. −

¡Vamos! –Vleria sigue llorando, David muestra los dientes–

¡Levántate perra idiota! ¡Levántate, ahora! –Vleria siente el beso frío del revólver en la frente–. ¡AHORA!

— ◦ —

Fabbián baja a toda velocidad. La moto gruñe y se ladea para un costado y para otro, manteniéndolo siempre encima. La pendiente se reduce a medida que se acerca a la ciudad. La nano­bala salió cerca de los tanques, no hay forma de perderse. Las piedras dejan lugar a una superficie de tierra revuelta. « ¿Cultivos? ¿En la superficie? ¿Están locos, o qué? »


Las luces de un vehículo se encienden en el otro extremo de la calle. Fabbián recuerda lo que le dijo Quebeq sobre dejar la moto en las afueras. « Mierda, demasiado tarde ». Apaga la luz de la moto, pero ya alcanza a escuchar el ruido del motor. No se parece en lo más mínimo a la sinfonía del corazón mecánico de la moto. Es una secuencia caótica de explosiones que empujan una masa de fierros. La tierra que fluye bajo las ruedas es cada vez más compacta. Las primeras casillas aparecen a los costados. Disminuye la velocidad y se interna en la primera calle que encuentra. Las casillas, interminables, forman un camino caprichoso y zigzagueante. Fabbián lo sigue hasta que encuentra un desvío a la derecha. Dobla y la moto se sacude cuando golpea un cordón. Entra en una calle más ancha. Los faros aparecen adelante. −

¡Alto, deténgase! –la voz llega empujada por un altoparlante. Fabbián

clava los frenos y las ruedas firman la tierra. Baja a primera y vuelve a acelerar al tiempo que dobla el cuerpo. La moto gira sobre la rueda delantera y levanta una nube de polvo que se hace blanca con los faros de los perseguidores. −

¡Deténgase! –repite. Fabbián suelta el freno y la moto se lanza hacia

adelante. Pone segunda y vuelve al pasaje. Las casillas fluyen y se desdibujan como recuerdos de la infancia. Vuelve a doblar a la derecha. Entra en una avenida que sigue derecho hacia el centro de la ciudad. −

¡Alto! –Fabbián mira para atrás. Esta vez los faros son anaranjados y

la voz es otra, pero la intención es la misma. Vuelve la vista a los tanques y acelera. « No pueden atraparme ». Adelante se le cruzan dos camionetas, una de cada lado. −

¡Mierda! –el vehículo de los faros anaranjados lo sigue de cerca. El

sub­urbiano lo mira para ver si está ganando terreno, pero choca con algo. El manubrio se descontrola hasta que el sistema hidráulico le endereza la moto. Fabbián se agarra fuerte. Las luces de los perseguidores alumbran el piso que se desliza bajo la rueda trasera. Adelante, las dos camionetas que cortan el camino encienden sus reflectores. Fabbián dobla repentinamente y desaparece en un pasaje angosto.


No quita los ojos de los tanques.


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