EdB_06

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06 - Mercancía El despacho del último piso de la Torre Central es el más grande de todas las viviendas administrativas. La alfombra todavía tiene las huellas del mobiliario que el Señor Administrador descartó al asumir su posición, tres meses atrás. Los pocos muebles que quedan son islas de metal pulido flotando en un mar amarillento. − ¿¡Quién carajo ordenó el estado de emergencia!? ... ¿¡El Comisario General!? ¡Comuníqueme con él de inmediato! –el Señor Administrador cuelga el intercomunicador con delicadeza. Está demasiado concentrado en conspiraciones, complots y traiciones como para recordar que debe golpear el pequeño aparato. Apoya los ojos más allá del ventanal. Se extienden las ruinas de la cuidad capital de un país olvidado. Una cáscara resquebrajada por tres terremotos y casi ciento ochenta años de abandono. Pero esa frágil costra es lo único que protege y alimenta a Sub­Urbia, su Sub­Urbia. Unos de los pocos refugios humanos que todavía siguen en pie. Una ciudad parásita que se alimenta de los cadáveres de sus antepasados. Una sociedad diseñada para la supervivencia, organizada hasta el más mínimo detalle para alcanzar el máximo potencial. Un sistema perfecto. Pero no independiente del resto. Y en los últimos tiempos las variables del entorno vuelven a provocar desequilibrios, tanto en la ciudad como en la compleja mente del Señor Administrador.


« ¿Es que no tiene idea del impacto económico que sufre Sub­Urbia al bloquear las entradas y las salidas de caravanas? … además, elevará índice de disconformidad de los ciudadanos… ¡Los consumos internos de Narka aumentarán! ¡La producción no lo va a soportar! Espero que tenga un muy buen motivo para…» Suena el intercomunicador. El Señor Administrador, sin mover los ojos del desolado paisaje, estira el brazo y presiona el botón del altoparlante. − Diga. − Señor Administrador, no puedo atenderlo en este momento. Por favor, venga a mi despacho en una hora.

A través del intercomunicador, la voz del comisario parece más lenta y pastosa que de costumbre.

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Los latidos de la alarma son lentos y profundos. Llegan a todos los oídos de Sub­Urbia. Luxiana, Yetzica y Fabbián están quietos bajo la mirada de una vela. Nadie habla. En el último estado de emergencia, un tercio de la población murió en el gran incendio. La vez anterior, Sub­Urbia fue invadida por los Épuros. Aquella vez, tan sólo sobrevivió la mitad. Luxiana tiembla a pesar del


calor que hace transpirar las paredes de la habitación. Yetzica se acerca y la abraza. − Todo va a estar bien Lux, no creo que sea nada grave. Los Épuros ya no tienen el poder de antes. Sub­Urbia no tiene enemigos… La sirena barre el silencio. En la cara de Fabbián se dibuja una sonrisa. Las sombras le ocultan los ojos y le afilan los dientes. − ¿Fabby…? ¿Estás bien? –pregunta Luxiana, pero Fabbián no contesta. La sonrisa se estira hasta que rompe el silencio con una carcajada. − ¿Fabby? ¡Fabby! ¿Qué te pasa? –Fabbián mueve la cabeza negativamente. Un destello azul le ilumina la cara por un instante. Luxiana y Yetzica se levantan, asustadas. No puede parar de reírse. Se cae de la cama. Se golpea con la pared. Trata de levantarse y vuelve a caer. Luxiana acerca la vela, pero retrocede al verle la cara. Tiene las facciones transfiguradas, pero eso no es lo peor. Atrás de esa grotesca máscara de locura los ojos de Fabbián gritan desesperados. − ¿¡Qué mierda le pasa!? − ¡Ayudame Yet! ¡Tenelo fuerte! –Fabbián tira patadas y piñas al aire, a la pared, a la cama, desesperado. La risa se transforma en un sonido siniestro. Las venas del cuello se le hinchan de azul y el tinte se expande lentamente por la cara. Otro chispazo de luz azul se difumina a través de los párpados. − ¡Tenelo! ¡Tenelo! –grita Luxiana, mientras se aleja y queda afuera de la vista de Yetzica. − ¡Eso trato! –responde tratando de contenerlo. Pero la fuerza del sub­ urbiano es descomunal. Tarda bastante en sentársele encima, con las piernas


apretándole los brazos contra el cuerpo. Fabbián se dobla como un toro enloquecido. Del otro lado de la cama Luxiana vacía el bolso en el suelo y saca un pequeño estuche. − ¿¡Qué estás haciendo!? –grita Yetzica. La risa desaparece en buches de jadeos roncos. − ¡Acá está! –se acerca con una jeringa– ¡No lo sueltes! –Fabbián ya casi no se mueve. Luxiana le aplica sin miramientos la inyección en el pecho. − Listo. Ya está, soltalo–. Se corre el flequillo pegado a la frente– ayudame a subirlo a la cama –entre las dos ponen a Fabbián estirado en la cama. Los brazos y las piernas le cuelgan como si fueran de gelatina. − ¿Qué le pasó? − No sé. Parecía un ataque psicótico severo, pero le estaba afectando la respiración. − ¿Qué le diste? − Narka. − ¿Vos viste esa luz azul, no? − Sí. − ¿Eso es del ataque psicótico? − No. No sé lo que fue eso, pero jamás escuché de algo así. − Esa risa… y el ojo… esa luz… me puso la piel de gallina. − Sí, a mí también –Fabbián respira profundamente, victima de un sueño narkálico. − ¿Cuánto tiempo va a estar así? − Unas doce horas, mínimo.


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La puerta se abre violentamente: detrás de ella, el rostro del Señor Administrador pronostica una tormenta. El Comisario General se levanta y señala una silla. − Bienvenido Señor Administrador –la voz sigue teniendo un tinte artificial, como si las palabras tardaran en ser digeridas por el Comisario General–. Siéntese por favor. − Directo al grano, comisario –el Señor Administrador sigue de pie. − Veo que no estamos de muy buen humor esta tarde. ¿Desearía tomar, tal vez, un poco de Narka? –el comisario coloca un pequeño frasco de vidrio en el medio del escritorio. El Señor Administrador lo levanta y lo lanza contra la pared. Choca con el caño oxidado de una de las armas de colección y estalla. Pastillas y vidrios vuelan en todas direcciones. El tiempo para negociar fríamente terminó. − ¡Me niega explicaciones y me hace venir a su oficina! ¿¡Con quién se cree que está tratando!? –atrás suyo, la puerta se cierra. − Está hablando con el ex dirigente de la Sub­Urbia. Que murió sorpresivamente de un trágico cáncer pulmonar –el Señor Administrador reconoce la voz al instante.


− ¿¡Qué esta haciendo él acá!? –mira al comisario, que le devuelve una mirada perdida. De pronto lo entiende todo, de todas formas estaba preparado para este escenario–. Tengo media docena de policías armados afuera del despacho. Están ambos arrestados por conspirar contra el gobierno administrativo de Sub­Urbia. − Hubiera tomado las pastillas… cuando tuvo la oportunidad, murmura el Comisario General –el Señor Administrador se da vuelta y ve la enorme mole bordó, dorada y negra sobre él. − ¿Pero qué…? ¡Agh! –el Supremo Sacerdote le tapa la boca y la nariz con una mano. Intenta soltarse desesperadamente, pero las falanges que lo sujetan de los costados de la cabeza parecen de metal. − No se preocupe Señor Administrador –dice el Hacedor de Milagros sin el menor atisbo de agitación– en cuestión de minutos esta pesadilla habrá terminado. Los pies del Señor Administrador se despegan del parqué. El Supremo Sacerdote no se inmuta ante los puños cargados de desesperación. Sonríe y limpia el escritorio con su cuerpo, como si fuera un trapo. Las municiones caen tintineando al suelo. El Comisario General se pone de pie. El Señor Administrador lo mira con los ojos hinchados, pero la cara del militar no refleja la más mínima emoción. Finalmente, el Supremo Sacerdote lo suelta sobre el escritorio. El Señor Administrador tose y trata de respirar. No ve cuando la cruz aparece en la mano del Hacedor de Milagros ni cuando le puso esas tres agujas en hélice en uno de los extremos.


El Señor Administrador trata de rodar sobre la mesa, pero la mano libre del Supremo Sacerdote cae como una roca sobre su pecho, quitándole el aliento. − Verá Señor Administrador, la palabra cáncer proviene del latín. Significa cangrejo ¿Sabe por qué se nombró así? –el Señor Administrador se retuerce sobre el escritorio– porque a finales del siglo veinte se pensaba que el cáncer se extendía como las patas de un cangrejo. Pero no es así, el cáncer avanza como un torbellino, crece en un centro y se aleja formando una espiral, atravesando todas las células del cuerpo. Debería haberse llamado Tifeo –con una mano le aplasta el estómago, mientras que con la otra hunde las agujas en el pecho. El Señor Administrador grita cuando las tres puntas le atraviesan el esternón. − Por si no lo sabe, Tifeo es una divinidad primitiva, podía presentarse tanto como un huracán o como un enorme monstruo alado con serpientes incrustadas en las piernas, capaces de lanzar llamas por la boca. ¿No cree que es mucho más adecuado? El Señor Administrador ya no lo escucha. El dolor cede a un calor sofocante. Respirar se hace cada vez más difícil, como si el aire ya no sirviera para eso. La garganta se le seca. El Hacedor de Milagros retira las agujas y retrocede. La presión en el pecho aumenta. Jadea, aspira todo el aire que puede, pero no sirve, el ahogo es cada vez mayor. En el último momento de lucidez alcanza a distinguir la verdadera naturaleza del hombre que se hace llamar Supremo Sacerdote.


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El salto continuo de electrones transforma el diodo en una punzante luz roja. Es tan sólo uno de los miles de puntos esclavos del circuito integrado, parte fundamental del reloj digital perdido en la pared del corredor. Los números laten en la oscuridad como un aura siniestra. « Las 18:45... » El reloj interrumpe los pensamientos de Dievo, y se da cuenta que lo están dejando atrás. Acelera el paso con cierta culpa por el ruido del chancleteo que hace al andar. El eco de sus pasos se pierde en los corredores vacíos. Cuando logra alcanzar al grupo, los dos policías se detienen en un cruce de pasillos. Uno es alto y joven, tiene la cara lisa y los ojos todavía miran las cosas con entusiasmo. Lleva el farol y la lista de direcciones. En cambio, su compañero es viejo y tiene la mirada hundida alrededor de dos cráteres arrugados. Apenas llega a los hombros del joven oficial, pero irradia seguridad y avanza sin dudar por el laberinto de corredores. El más alto alza el papel amarillento y verifica la dirección con el farol. − Acá a la vuelta está el primero –les aclara el joven. Doblan a la derecha y pasan por delante de varios pares de puertas hasta que se detienen. − Ustedes dos –dice el viejo–, quédense atrás. Y vos… ¿Qué hacés con eso? –le quita el informe de la mano y se lo da a Dievo–. Tomá, serví para algo, llevá esto y andá anotando las que revisamos. Bueno, ahora sí.


Alumbrame –el joven levanta el farol para darle luz a su compañero, que se agacha frente a la cerradura combinatoria. Dievo se queda al lado del sacerdote, las preguntas le laten en la boca. − ¿Señor? –David tarda unos segundos en bajar la vista hacia él. Dievo se pregunta cómo puede ver con esos lentes tan oscuros, pero el interrogante se esfuma frente al tono gélido del sacerdote. − ¿Qué quieres? –el diácono se queda duro unos segundos. « ¡Quiero saber qué carajo está pasando acá! ¿¡ Y qué le pasó a Nataia!?¿¡Por qué mierda no pronunciaste una palabra desde que salimos del templo y qué estamos haciendo con estos tipos!? » − Quisiera saber qué le pasó a Nataia... –David se extiende en toda su estatura, Dievo siente que jamás podría alcanzarlo, que jamás entendería las razones ni los misterios de Dios. Siente que lo está molestando con preguntas inoportunas y que debería haberse callado la boca. − Estábamos siguiendo el rastro de un hombre poseído por un demonio: un poseso –el susurro arenoso de David apenas llega a los oídos del diácono, pero las palabras le acuchillan el cerebro. − ¿¡Qué!? − Verás diácono, ver un demonio puede ser más que suficiente para provocar la muerte. Su mera presencia es capaz de atravesar la consciencia y envenenar el alma. Aquella diaconisa no sentía la verdadera fe, y su voluntad se quebró ante la oscuridad –Dievo se queda mirando el parpadeante tubo fluorescente. Nataia muchas veces le mojó el hombro con lágrimas y, aunque


él pasó por las mismas pruebas, jamás cedió ante la tentación de verse reconfortado en ella–. Estamos perdiendo el tiempo, no está aquí. − ¿Cómo sé si tengo la verdadera fe? − La pregunta que me hacés encierra la respuesta–. Uno de los policías abre la puerta con un empujón mientras que el otro aborda la vivienda con el farol y el arma en alto. Un olor rancio obliga a Dievo a abandonar la reflexión. − Tenemos un suizo –Dievo retrocede y se lleva las manos al pecho. − Dios mío... –dice, mientras el policía con el farol sale de la vivienda. − Cada vez se pudren más rápido ¿Será por la comida? –el compañero frunce los hombros–. Bueno, ¿quieren ver si es el que buscan? − No es necesario. − Mirale la cara por lo menos. ¿O te da asco? − ¿Asco? –David sonríe, y la hilera de dientes afilados hace retroceder al joven policía– no, no es asco, es prisa. − Bueno, como quieras. Vos –le dice a Dievo, que está apoyado contra la pared opuesta del pasillo–, ponele una 'S' al nombre así después avisamos para que liberen la vivienda. − No se preocupe, me voy a acordar. − Anotalo pibe, hacele caso, no va a ser el único suizo que encontremos en este paseo.

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Fabbián se despierta. Luxiana está durmiendo al lado suyo. La remera sube y baja al ritmo relajado de la respiración. Fabbián levanta la cabeza. Yetzica está sentada en el baúl, cortándose las uñas con un cuchillo enorme. La luz de la vela pronuncia los pliegues ajustados de la musculosa.

− ¿Qué pasó? − Eso es lo que me gustaría saber… ¿Qué mierda te pasó? − Mmm ¿Fabby? –Luxiana se remueve en la cama– ¿Cómo estás? − Bien, creo… ¿Pero qué pasó? − Te agarró un ataque. ¿No te acordás? − Empezaste a reírte y después no podías parar –agrega Yetzica sin levantar la vista de las uñas–. ¿De qué te reías? –Fabbián se sienta con las piernas cruzadas. El sonido agonizante de la sirena resuena en el pasillo. − ¡Ah! Todo empezó cuando me causó gracia el hecho de que… ja ja… el hecho de que… − ¡Fabby! ¡No es gracioso! − No… ja ja ja… no puedo… ¡ja ja! … controlarme… –Yetzica se levanta y le aplica una patada en el centro del pecho, tirándolo al suelo. − ¡Controlate idiota! –Fabbián se queda quieto. − ¡Yet! − No… hizo bien –Fabbián trepa a la cama y se sienta –, gracias.


− De nada, lindo, pero la próxima va a la cabeza, así que mejor te quedás tranquilo. ¿Decías? − Que… que me causó gracia la ironía de la situación. − ¿Qué situación? –pregunta Luxiana, ya sentada al borde de la cama. − ¿Qué situación? Nunca en mi vida se me ocurrió dejar las fronteras y ahora ¡Justo ahora! tiene que sonar esa puta alarma. Quién sabe cuándo voy a poder salir de acá. ¿Qué hora es? − Son las tres y media de la mañana. − ¡Mierda! − Fabby. − ¿Qué? − Cuando te dio el ataque, te apareció una luz en la cara. Las dos la vimos… – Fabbián siente un vacío en el estómago. Las paredes se llenan con esos extraños dibujos y, como una niebla, la voz de Pedro sigue rezando. − ¿Qué dijiste Lux…? –se sienta y se agarra la cabeza, tratando de olvidar el rostro demacrado del carroñero. − Que te brillaba el… − ¡Ya te escuché! –Fabbián se levanta– ¿Ustedes creen en los mitos de la Última Orden? –Yetzica lanza un bufido. − Depende… –responde Luxiana. − ¿De qué depende? Se aprovechan de la ignorancia de la gente. − Algunos de sus mensajes son buenos. − Bueno, más específicamente, ¿creen en los demonios? –Yetzica y Luxiana se miran, preocupadas.


− Los demonios son anteriores a la aparición de la Última Orden –dice Yetzica–, escuché sobre ellos en más de un lugar, y más de una historia. Pero nunca de primera mano. − Yo nunca escuché nada, aparte de lo que dice la Última Orden. Prefiero no creer en eso. − Bueno, entiendan esto, yo nunca creí en esas cosas, pero ahora no sé qué creer. Me desperté solo. Todo estaba lleno de sangre, las sábanas, el suelo y yo. Me agarró un ataque, Vleria no estaba, y yo no tenía ningún corte. La sangre tenía que ser de ella. No me acordaba nada de lo que pasó desde que tomé la narka, y estaba muerto de miedo. Encontré una mano marcada en la pared. Era una mano chiquita, de mujer. Entonces pensé dos cosas, o Vleria se fue, u otra mujer más vino a mi habitación. Lo primero que hice es ir a las duchas, cuidándome de que nadie me vea. Me cambié la ropa y me lavé. Después se me ocurrió venir para acá, así que tomé un atajo por Los Bajos. − ¿Los Bajos? Fabby… − Sí, ya sé. Pero tenía que llegar cuanto antes. En la mitad del camino se me cruza una mujer, una puta, y me quiere robar. Peleamos, y me clavó una tijera en la garganta –Fabbián se frota el cuello, recuerda perfectamente el roce del metal hundiéndose. − ¿Te das cuenta que si ayer te hubieran apuñalado la garganta, hoy no podrías modular una palabra? Siempre y cuando sobrevivas a un corte así. − Sí Yetzica, soy bastante consciente de eso. ¿Pero quieren escuchar la historia, o no? − Sí Fabby, seguí.


− Después me desmayé. Tuve un sueño horrendo. Destrozaba personas, una tras otra. Las desmenuzaba sin ningún esfuerzo ni culpa, las odiaba, pero no era un odio personal, ni siquiera sabía quiénes eran, simplemente odiaba a todos. Cuando me desperté estaba en otro lugar, ya no tenía nada en la garganta y estaba este tipo, un carroñero, mirándome fijo. − ¡Un carroñero! –grita Luxiana tapándose la boca. − Yo no entendía nada, y él empezó a hablar, creía que era un demonio o el hijo del demonio, no sé, pero me veneraba. No me tocó un pelo. Las paredes estaban pintadas con sangre, tenían palabras escritas al revés, frases que mencionaban demonios y el fin de los tiempos. Entonces lo vi, mi ojo estaba brillando ¿Era azul, no? − Sí –dice Luxiana, con la garganta comprimida. − No pasó mucho tiempo hasta que se escuchó un chillido. Pero no era el chillido de una rata o algo así. Fue algo aterrador, me atravesó los dientes. Parecía metálico, aunque supe que no era una máquina, era algo vivo. En ese momento tuve la sensación de que vendría por mí. Me aproveché de la locura del carroñero… lo engañé. − Era un carroñero, se merece todo lo que le pase –dice Yetzica con seriedad. − Sí, bueno. Me dio una escalera, y subí por unas cloacas. Sentía que esa cosa estaba cada vez más cerca. Seguí subiendo y el túnel empezó a temblar. El demonio estaba adentro. Me persiguió por los túneles y me salvé por un pelo. Salí de las cloacas justo antes de que se derrumben, después busqué un lugar donde cubrirme de la lluvia. Cuando el agua negra dejó de


caer, bajé por otro lado y vine directamente para acá –Luxiana y Yetzica lo miran en silencio–. Sé que es muy raro… pero fue real. Todo. No puedo sacarme de la cabeza esos dibujos… y mi ojo, brillaba, lo vi… y el demonio que me perseguía era real. El aliento... el calor… digo, si yo fuera un poseído, los demonios no me perseguirían ¿no? − Fabby, acordate que aspiraste Narka. Si la tomás así actúa como un psicoactivo muy poderoso, las alucinaciones pueden durar muchas horas. − ¿No me creés? − ¡Sí que te creo Fabby! Nosotras vimos el brillo azul de tu ojo ¿no? Pero quiero decir, tal vez no todo fue como pensás. Tal vez existe otra posibilidad, una explicación que… − ¿¡Qué explicación!? ¿Qué mi mente inventó todo? ¿Cómo explicas que coincida perfectamente con lo que te contó Vleria? ¿Cómo explicas que tengo un ojo de otro color? − Yo… no sé. No puedo encontrar una explicación. − Yo tampoco, pero no quiero perder más tiempo con teorías. Lo único que quiero es encontrar a Vleria.


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