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39 – Vérica Fresno Fabbián y Yetzica llevan a Quebeq de los hombros. A lo lejos, la puerta de la jaula aletea con el viento. −

¿Sabés a dónde estamos yendo? –pregunta la cazadora.

Tenemos que ir a la universidad de… de ingeniería.

¿A cuál? Hay varias.

Eh… no sé. Es cuadrada y tiene… radiación. Sí, está en una zona

radiactiva. −

¿A esa universidad? ¿Por qué?

Vive ahí.

Agua… –gime Quebeq, que apenas puede mantenerse en pie con

ayuda de los sub­urbianos. −

No, agua no hay. Pero ya vamos a encontrar, ¿no, Yet? –pregunta

Fabbián, en busca de una palabra de apoyo. −

A este paso no llegamos –responde, la cazadora–, vamos a tener

que buscar un refugio para aguantar hasta que baje el sol. −

¡No! No podemos parar… me van a encontrar, me van a… –a

Quebeq se desmaya. Yetzica se dobla con el peso. −

Pará pará, no puedo llevarlo así.

A ver, ya sé, tenelo un minuto –Fabbián se pone delante de Yetzica y

se inclina–. Ahora, soltalo –Yetzica deja caer suavemente el cuerpo de Quebeq sobre la espalda del sub­urbiano. Fabbián se pasa los brazos por encima de los hombros y lo levanta de las piernas. −

¿Qué hacés? No vas a aguantar…

¿Sabés llegar a la universidad, no?

Sí, pero Fabb, no vas a aguantar ni dos cuadras así –el sub­urbiano

lo acomoda con un saltito y levanta la cabeza. El ojo azul brilla levemente. −

Allá está la salida –dice, señalando una abertura en el muro del

zoológico–, vamos.


Lentamente, el muro queda atrás, y termina por desaparecer cuando se internan en un cañón de edificios. Yetzica va primero, ayudándose con el bastón de Vila. Su respiración es un silbido exhausto que apenas puede atravesar la máscara. Fabbián la sigue de cerca, doblado bajo el peso de Quebeq. Respira por la boca, jadeando. El polvo radiactivo le mancha los labios de plateado. −

¿Cuánto falta?

Como una hora. ¿Querés parar?

No, pero el corazón de Quebeq está cada vez más débil. ¿No hay

agua por acá? −

Nada, esta zona está muy contaminada. Pero el viejo es duro, va a

aguantar. −

¿Vos lo conocés, no?

Sí.

¿Cómo?

Hace mucho, cuando me echaron del Instituto…

¿Estudiaste en el Instituto?

Sí, bioquímica –Fabbián se queda en silencio durante unos pasos.

Sólo los mejores calificados pueden elegir esa especialidad. −

¿En serio? ¿Y qué pasó?

Estaba en el último año, preparándome para el examen final. Yo

quería llegar a ser una química de segundo nivel. −

Eso es apuntar alto.

Sí, pero era muy buena. Además me había preparado durante todo el

año para ese examen. La cuestión es que encontré una falla en uno de los métodos de purificación de agua. Algo grande, podía llegar a explicar el creciente porcentaje de esterilidad. Entonces fui a hacerle una consulta al bioquímico de primer nivel. Había sido un muy buen profesor, y pensé que podría ayudarme. Se llamaba Drappa. − agua?

¿¡El doctor Drappa!? ¿El que inventó el método de purificación de


Sí, el mismísimo hijo de mil puta.

¡Pero murió hace más de veinte años!

¿Querés escuchar la historia o no?

Sí, perdón. Dale.

Bueno, fui a llevarle mi estudio. Vivía en la Torre Central, tenía una

vivienda de dos módulos: dormitorio y estudio. Me acuerdo que me quedé maravillada con los instrumentos que tenía arriba del escritorio. Qué idiota era. Bueno, leyó todo mi estudio en silencio y cuando terminó me felicitó. Me dijo que acababa de hacer un descubrimiento importantísimo. ¡El doctor Drappa me estaba felicitando! Yo me sentía en la cima de la Torre Central. Nos quedamos horas hablando y hasta sacó un licor. −

¿Licor? ¿De dónde…?

No sé, probablemente lo hizo él, no importa. Después de un par de

copas me dijo que podía hacer una excepción, que podía saltearme el examen y entrar en su equipo como una bioquímica de tercer nivel. Era tentador, pero yo apuntaba a un segundo nivel. Además, eso iba contra mis principios – Yetzica sonríe–, sí, tenía principios. Le iba a decir que no, pero él se había adelantado y ya estaba poniendo una condición: que mantenga mi descubrimiento en secreto. Supuestamente para hacer varias pruebas para verificar si era correcto. Ahí me di cuenta que nunca haría público semejante error, que eso lo iba a hundir. ¡Qué idiota fui! Pudiendo ir a cualquier bioquímico, terminé yendo con él. −

¿¡Drappa hizo eso!?

Sí, el mártir, el salvador Drappa hizo eso.

¿Y qué paso?

Le dije que lo iba a pensar, pero él se alteró. Me amenazó con

denunciar que traté de sobornarlo a cambio de las respuestas del examen final. ¡Viejo de mierda! Empezamos a discutir, la cosa se puso violenta, y reaccioné. Terminé apuñalándolo con uno de sus agitadores de vidrio. −

¿¡Qué!? ¿Pero no lo había matado una tal… Vérica Fresno?

Vérica… hace mucho que no escuchaba ese nombre.


¿Cuántos años tenés?

¡Eso no se le pregunta a una mujer! –Fabbián endereza a Quebeq

sobre la espalda. « Sí éste tiene como doscientos años, ella los puede tener también… pero ¿Quién es entonces? ¿Está con Quebeq o con el Imperio?… tranquilo Fabb, tranquilo, si fuera parte del Imperio, Quebeq no hubiera insistido en venir a buscarla, ¿no? »–. Pará, a Fresno la atraparon y la ejecutaron. −

¿Y vos cómo sabes tanto?

Estudié Historia Contemporánea en mi cursada.

Ah… así que ya estoy en los libros de historia. Sí, es cierto, la

sentenciaron, pero no sabría decir quién fue la pobre mujer que ejecutaron. Ahí es donde entra Quebeq. Nos conocimos en el Centro de Detención. −

¿¡En el Centro de Detención!?

Sí, estaba en el nicho de al lado.

¿Nicho?

¿¡Vas a repetir todo lo que digo!? Antes de la G2D era un hospital

para perros, o algo así. A los presos los meten en donde guardaban a los perros. Cajas de cemento y alambre, amontonadas contra las paredes, les dicen nichos. Yo terminé en uno de ésos. Lloré durante días, semanas, no sé cuanto tiempo. Pensé que estaba en el infierno, hasta que empezaron las sesiones. −

¿Del juicio?

¿¡De qué juicio estás hablando!? ¡Sesiones de tortura, idiota!

¿¡Qué!? ¿¡Tortura en Sub­Urbia!? ¡No puede ser! –Yetzica se da

vuelta. −

¿¡Qué no puede ser!? ¡Mirá! –Yetzica levanta la mano derecha.

Fabbián la mira durante unos segundos, cuando está a punto de preguntar qué hay que ver, se da cuenta: faltan la mitad del anular y el meñique no está. −

Nunca me imaginé que… perdón, perdoname, yo… –la cazadora

sigue caminando.


Doblemos por acá –entran en otra calle, también angosta. Los autos

se amontonan en las veredas como arbustos oxidados–. No tenés por qué pedir perdón, los sub­urbianos sólo ven lo que les muestran. No te culpo, yo era igual. Y por eso no podía creer lo que me estaban haciendo. Me declaré culpable apenas vi la pinza, pero no les importó. "Sólo un centímetro por sesión, así no te perdés nada" decían los hijos de puta. Yo les dije que sí a todo, que maté a Drappa siguiendo órdenes de los épuros, que robé bebés para ellos, todo, todo que sí. Si hubiera sido posible, me hubieran declarado culpable por la Guerra de los Dos Días. −

Es verdad… Vérica tenía una conexión con los épuros.

Lo peor es que al final yo también empecé a creer esas cosas. No

me importaba que me maten. Quería que me maten. No podía soportar más sesiones. Entonces, un día, él me habló. Me acuerdo como si fuera ayer, esa voz tan cálida, tan dulce. Me preguntó que había hecho para terminar en un lugar así. Llorando, le conté todo. Cuando le pregunté por qué lo encerraron, me dijo que no lo sabía, hasta ahora. Yo no entendí lo que quiso decir, hasta que abrió la reja de mi nicho y escapamos. −

¿Cómo? ¿Así de fácil? ¿Por qué estaba ahí?

No sé. Tenía una especie de llave que abría todas las puertas.

Cuidado con el pozo. Salimos y bajamos al Quinto Sub­urbio. Me dejó ahí y me dijo que era libre, después desapareció. Yo me quedé ahí, sin saber qué hacer. En ese momento me di cuenta de que Vérica estaba muerta. Ya no podía volver al instituto ni ver a nadie de mis conocidos. Me quedé donde me dejó, rendida, pensando que tal vez habría sido mejor quedarme en el nicho. Entonces, como si supiera lo qué pasaba por mi cabeza, volvió. Me preguntó que pensaba de los cazadores. Yo le dije que… −

Son unos ladrones y asesinos… –murmura Quebeq.

¡Quebeq! ¿Estás bien? –pregunta Fabbián.

Pastillas, necesito pastillas negras.

Ya falta poco –dice la cazadora tajante–, callate.

Ah… Yetzica, siempre tan… tan… –el cuerpo se le afloja otra vez.


¿Está bien? –pregunta la cazadora.

Sí, pero se volvió a desmayar –Fabbián se lo endereza en la espalda

y reanudan el viaje. −

Bueno, ofreció enseñarme a ser una cazadora, el oficio, le decía. Yo

acepté, sola no iba a durar ni un día. Entonces salimos de Sub­Urbia. A él también le habían quitado todo, así que tuvimos que buscar un lugar para vivir. Encontramos un departamento no tan destruido. Los primeros días no dormí, me pasaba todo el día pensando y mirando las manchas en la pared. Tenía miedo, apenas lo conocía. Él salía todas las noches y volvía al amanecer. Siempre mantuvo ese optimismo sutil que, por un tiempo, se me pegó. Al mes yo ya quería salir, pero no me dejó hasta que consiguió el equipo –Yetzica se detiene y se da vuelta, los ojos esmeralda se clavan en el pecho de Fabbián. −

¿Te regaló este hoguante?

Sí, ahí empezamos a cazar juntos. Me enseñó a ver las huellas de la

radiación, a predecir el tiempo, a buscar agua, a evitar los épuros, en fin, a moverme en La Espesura como nadie. −

Pará ¿fue él el que te mostró la planta de menta?

Sí.

¿Estará todavía?

¡Qué se yo! Vivimos juntos muchos años. Nos hicimos muy cercanos,

pero yo siempre sentí que me ocultaba algo. Nunca hablaba de su pasado y, a veces, cuando tenía pesadillas, hablaba en otro idioma, no sé, todo muy raro. Pero él era lo único que tenía. Así que nunca lo presioné para que me cuente, pero una noche, no volvió. Y nunca lo volví a ver. Pensé que había muerto. El cañón se corta abruptamente en una llanura gris. Innumerables objetos rotos y descoloridos forman lomas y senderos caprichosos. A la derecha, los rayos de sol tratan de atravesar las nubes. −

Elegí este camino para que no nos diera el sol, pero ya no hay forma.

Tenemos que ir sí o sí por acá. Igual está bastante nublado, así que no nos vamos a dar cuenta del veneno que nos caiga encima hasta la noche –Yetzica se pone los gajos de sol.


Dale, sigamos. Si paro no me levanto más.

Esperá –Yetzica acomoda el sobretodo de Quebeq para que le tape

la cabeza a los dos– no puedo creer que siga usando esto. Ahora sí, vamos. Se adentran en el mar de basura. Fabbián tiene que levantar los pies para no tropezar con las algas plásticas que ocultan el suelo. Yetzica sigue adelante, camina despacio, pero decidida. Esto tranquiliza a Fabbián. No le gustaría perderse en este laberinto de plástico. −

¿No tenías miedo de que alguien te reconociera?

¿Qué?

Cuando volviste a Sub­Urbia.

Ah, sí. Por eso soborné a un administrador para que me diera la

dirección de mi ex compañera de cuarto. Si había alguien que me pudiera reconocer era ella. −

¿Y?

Me miró, me miró a los ojos y no me reconoció. Eso fue un alivio, los

años en La Espesura terminaron de enterrar a Vérica Fresno. Pero ahí descubrí algo, algo que hasta hoy no puedo explicar. Yo seguía siendo joven, mientras que ella ya tenía algunas arrugas y canas –« Pastillas negras… ¿Por qué no me dice…? ¿o está cubriendo a Quebeq? »–. Un par de años después conocí a Luxiana, y desde entonces empecé a ahorrar para sacarla de ahí. Siempre quise ir a algún lugar donde no te obliguen a vivir sola, encerrada, y ahogada en narka. Estaba juntando para irnos, pero ahora ya es demasiado tarde. Fabbián continúa envuelto en sus pensamientos « ¿…o sabe menos de lo que creo? Tal vez Quebeq le dio una pastilla negra sin decirle lo que hacía pero… ¿por qué? ¿Y por qué desapareció después? ¿Qué le habrá pasado? ¿Luxiana, muerta? ¿Qué? » −

¿Tarde? ¿Por qué?

Lo que dijo el sacerdote… –Fabbián recuerda las palabras de David.

Eran mentiras. Luxiana está viva, en el Centro de Detención –Yetzica

se detiene.


¿Qué? ¿Cómo sabés eso?

No sé… simplemente, lo sé.

¿Me estás hablando en serio?

¡Sí!

¿Qué más sabés?

Nada más. Lo único que puedo asegurarte es que él sabía que la

mandaron al Centro. −

Entonces hay una posibilidad… –Yetzica se acomoda los gajos.

Fabbián cree ver una sonrisa en el perfil de la cazadora– Fabb, ¿por qué te seguía ese sacerdote? –Fabbián piensa un momento antes de hablar. −

¿Vos qué pensás de los sacerdotes?

Hasta hace poco pensaba que eran unos parásitos inmundos, que

vivían de la desesperación y la ignorancia de la gente, pero después de todo esto, ya no sé qué pensar. −

Yet, escuchame, son peores que eso. Son soldados del Imperio,

sobrevivientes de la Guerra de los Dos Días. Ellos crean y controlan a los demonios. −

¿¡Qué!?

Modifican bebés antes que nazcan, no sé bien cómo, pero cuando

crecen pueden crear y controlar a esos monstruos. −

Fabb, entonces vos…

Sí, yo fui uno de esos bebés. Pero no tengo nada que ver con el

Imperio, Quebeq me ocultó en Sub­Urbia cuando era un bebé. Cuando estuve con Vleria, lo que me tenía controlado se rompió. Y lo que pasó en Los Bajos, no fue un sueño, fue real. Invoqué una bestia y los maté a todos. El sacerdote que nos persiguió era otro invocador. −

Quebeq te salvo… ¿Pero cómo?

Él era un científico del Imperio. Pero desde que se fugó conmigo lo

consideran un traidor. −

¿Quebeq, un científico?

Sí, él me salvó en la terraza del hospital.


Nunca dijo nada…

Tal vez no quería exponerte, los invocadores pueden meterse en tu

cabeza y… –Fabbián se detiene–. No… ¿Cómo no me di cuenta antes? −

¿Qué? ¿Qué pasa?

Lo que me hizo… en la terraza del hospital…¡Él sabe todo!

¿Qué? ¿Qué sabe?

¡Tenemos que apurarnos! ¡Él sabe a dónde íbamos! ¡Saben a dónde

está Vleria!

— ◦ —

Las botas se clavan como estacas entre las rocas y la tierra. Las rodillas suben con un ritmo mecánico. El cuerpo estorba, cada paso, cada roce, cada movimiento, todo es una variación del dolor. Los implantes lo mantienen vivo, y la voluntad en movimiento. Las llagas de la lengua le raspan el paladar. Abre la boca, pero las nubes no ceden humedad. Lo esquivan, nerviosas. Es cuestión de tiempo para que se largue otra tormenta. La escalada se interrumpe abruptamente. David se pasa los dedos por las gafas y descubre que no quedan más rocas sobre él. Camina unos metros y se detiene. Del otro lado aparece una pequeña mancha luminosa. Las luces rojas y azules tiñen la cortina de nubes. « Por fin… ». Se toca la frente y los dedos se deslizan dolorosamente sobre el barro que le cubre la cabeza. Frota las yemas entre sí, es pegajoso. Se limpia en el pantalón. Lo único que queda del atuendo ceremonial son retazos, sostenidos de los hilos alambrados del cuello. Parte del sacerdote sabe que su presencia pone en riesgo toda la operación. Y eso lo hace sonreír.


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