04 – La meta El sol rojo desaparece detrás de la dentada línea del horizonte. Varios metros bajo el mismo, en uno de los corredores cavados por los suburbianos, Fabbián se enfrenta a la puerta número 593. « La planta todavía no abrió… ni siquiera están abiertos los comedores para desayunar… tiene que estar… tiene que estar acá. » El tubo fluorescente que cuelga a varios metros apenas alcanza a revelar el número de la vivienda de Vleria. Mira para los costados, las paredes opresoras del corredor desaparecen en una curva. Todo está en silencio. Fabbián golpea la puerta de chapa. Espera. Escucha pasos, casi puede percibir una respiración contenida del otro lado. La mirilla se corre. − ¿Fabb? –la mirilla se cierra. La clave de la cerradura numérica se coloca adentro y la puerta se abre. Unos ojos iluminados con una vela le devuelven la mirada, asustados. Fabbián no puede contenerse, da un paso adelante y la abraza. − ¡Vlery! − ¿Fabby…? –vuelve a preguntarle. Pasan unos segundos hasta que Fabbián se da cuenta de que hay algo extraño en la voz. − ¿Qué? –Fabbián se aleja sin quitarle las manos de los hombros, y vuelve a mirarla. No son los ojos de Vleria. Está sosteniendo a una mujer de grandes ojos marrones, vestida con una remera larga en remiendos que se le
ajusta a al diminuto cuerpo. El pelo, oscuro y espeso, le roza los hombros mientras trata de que no se le caiga la vela. − ¿Luxiana? − ¿¡Fabby!? –abre aún más los enormes ojos y grita– ¡Estás vivo! Pensé que estabas… pensé que… –las lágrimas caen entre las delicadas facciones– Pasá, pasá –Cierra la puerta y acciona la cerradura numérica. Los cuatro cilindros numéricos giran hasta detenerse en números aleatorios. − ¡Quieto! –grita una segunda voz. Fabbián levanta la vista y se encuentra con el caño doble de una escopeta, acompañada por un par de ojos más aterradores que cualquier arma. − ¡Yetzy! ¡Baja eso! ¡Es mi amigo Fabby! –los ojos se desvían por un instante hacia Luxiana, volviendo inmediatamente a él. Unos segundos bastan para que Fabbián se transpire todo. − Ella es Yetzica –dice Luxiana todavía turbada por lo que acaba de pasar. Fabbián aleja la vista de esos terribles ojos, y mira por primera vez a la mujer que los posee. Tiene una cara tirante y severa, con una nariz recta y pequeña. Es casi tan alta como él, las rastas rojas que le caen hacia atrás realzan las pecas de la frente, que siguen sobre los hombros y entre los pechos desnudos. Fabbián la mira de pies a cabeza, sorprendido por la desnudez y el excelente estado físico. − ¿Quién es? ¿El muerto? –pregunta la mujer. Fabbián tarda unos segundos en reaccionar. − ¿¡Dónde está Vleria!?
− Se fue –susurra Luxiana, mientras Yetzica deja la escopeta en la tapa del baúl que está a los pies de la cama–. Qué bueno que estés bien Fabby, estaba muy preocupada… − ¿¡Pero la viste!? − Sí. − ¿Cuándo? − Ayer… − ¿Estaba bien? − Sí, está bien –Fabbián se deja caer en la cama. Aspira profundamente. − ¿Dónde está? − Debe estar llegando a Ciudad Refinería. − ¡Lux! Vleria dejó bien claro que no quería que se entere de esto. − Sí, pero porque pensó que Fabby… –Luxiana hace una pausa, como para asegurarse de que es realmente Fabbián el que está sentado con los codos en las rodillas– ¡Pero Fabby está bien! Así que no hay motivos para guardar el secreto. ¿No te parece? − ¿Ciudad Refinería? ¿Cómo hizo para conseguir un pase? –para los ojos de Fabbián la luz de la vela se convierte en una mancha anaranjada cada vez más borrosa. « Vleria está bien… está bien… » − Yetzy le consiguió uno y … ¿Fabb? ¿Te sentís bien? ¿¡Fabb!?
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El sol emerge desde las aguas y se prepara para desaparecer bajo el velo de nubes grises. Los mortales rayos quedan esterilizados al pasar por el ventanal polarizado. Apenas alcanzan a iluminar la colección de armas que llena una pared del despacho del Comisario General de SubUrbia. − Si en vez de armas coleccionara libros comisario, usted sería el hombre más culto de toda SubUrbia –la voz, grave y profunda, hace vibrar nerviosamente las municiones que decoran el sólido escritorio. − ¿Le gustan? Son únicas. Me gustaría decir que son mías, pero no es así. Esta magnífica colección perteneció al primer Comisario General, y luego fue ampliada por sus sucesores. Todavía no hice mi contribución, cada día es más difícil encontrar algo en La Espesura. Esos cara de trapo lo saquearon todo. Pero dígame qué lo trae por aquí tan temprano, no creo que se haya tomado la molestia de venir hasta aquí para ver unos cuantos hierros oxidados. − Como es habitual, comisario, tiene usted toda la razón –el Supremo Sacerdote habla lentamente, cada pausa, cada palabra, cada letra extendida de más sulfura la poca paciencia del comisario. − Bien, vayamos al grano, dígame de una vez ¿A qué vino? − Necesito dos cosas. Primero, que persuada al Señor Administrador para que me entregue la información que le solicité –el Comisario General abre la boca para hablar, pero el Supremo Sacerdote levanta una mano y agrega–, información que sé que usted podrá obtener sin inconvenientes, y que es
fundamental para la seguridad de SubUrbia. Además, necesito que declare un estado de emergencia. − ¿¡QUÉ!? –el cerebro del Comisario General tarda en procesar la magnitud del pedido. No puede hacerlo, definitivamente no puede hacerlo. − Ya me escuchó. Ha ocurrido una infiltración en SubUrbia. Un poseído anda suelto por sus pasillos, comisario. Y no sólo eso, dos invocaciones fueron detectadas en las últimas veinticuatro horas –los ojos del Comisario General se abren y se pierden en algún punto del suelo. La luz del despacho no alcanza a iluminar la oscuridad que le enturbia la mente. Los recuerdos se levantan como una neblina helada. − Usted dijo… usted dijo que los podía mantener a raya… dijo que ya no habría… –pero la voz se le disuelve en un murmullo ahogado. − Y eso es verdad. Pero por algún motivo éste puede estar dentro de la frontera. Por eso es que necesitamos esa información. No podemos permitir que escape. Necesitamos que se bloqueen todas las entradas y salidas. Tanto las subterráneas como las que se encuentran en la superficie. También queremos los pasillos limpios de ciudadanos y soldados, necesitamos el espacio para llevar a cabo nuestra propia búsqueda. Este hombre es muy peligroso comisario. Más peligroso de lo que puede imaginar –el silencio reina por unos instantes. − Entiendo lo que me está pidiendo. Pero no puedo colocar a Sub Urbia en un estado de emergencia, eso depende del Señor Administrador. − Deberemos hablar, pues, con el Señor Administrador.
− Pero para serle sincero, él no quiere saber nada con la Última Orden. No creo que encuentre una pizca de colaboración en él. − Entonces, me temo que tendré que verme obligado a hacer algo desagradable. − ¡No se atreva a mencionar semejante cosa otra vez! Por más que usted sea el Supremo Sacerdote, el Señor Administrador es el hombre elegido por los administradores de los siete suburbios, es el cerebro de SubUrbia, y es parte de mi obligación protegerlo a toda costa. − Oh… olvidaba su terca devoción por las leyes humanas –de entre los pliegues dorados de la túnica, el Supremo Sacerdote saca una cruz–. Entiendo que no quiera traicionar al Señor Administrador, por eso le pido que levante el estado de emergencia, en el cual usted quedará por encima de su queridísimo administrador, y así podrá cumplir los requisitos. − Lo siento, pero no puedo hacerlo, ni siquiera por usted. Debe haber una amenaza real y tangible para que –el Supremo Sacerdote se levanta–, siéntese por favor–. El Hacedor de Milagros no lo mira a los ojos, y camina alrededor del escritorio hasta llegar al lado del Comisario General. − ¿Qué está haciendo? ¡Aléjese! –un pequeño resplandor ilumina la cara del Supremo Sacerdote, y uno de los lados de la cruz es ahora una aguja de diez centímetros de largo. − ¡Guardias! − No grite. Nadie lo puede escuchar –la sonrisa del gigante hiela la sangre del General. Aterrado, abre el cajón y toma un pequeño revólver. Pero una mano negra cae con los nudillos para abajo, aplastándole los dedos entre
la madera del escritorio y el arma. El Comisario General lanza un chillido de sorpresa y dolor–. Me veo obligado a usar esto que, dicho sea de paso, es algo que jamás usaría a no ser que sea absolutamente necesario. − ¿Qué… qué va a hacer con eso? − Es simplemente un pequeño pinchazo. Le dolerá, no le voy a mentir– una de las enormes manos del Supremo Sacerdote le agarra la cabeza mientras que la otra le entierra la aguja a través del cráneo. Más allá del ventanal, el sol desaparece tras una cortina de nubes tóxicas.
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Dievo golpea la puerta, la túnica se le pegotea en la espalda. Vuelve a golpear. « Ayer me gaste un permiso de baño ¡Ayer! Y hoy ya me hicieron correr otra vez… Nata si te quedaste dormida te mato juro que te mato… » − Nataia, soy yo, abrime. No hay respuesta. Dievo chasquea la lengua y respira hondo, tratando de controlarse. « ¡No te podés quedar dormida en el segundo día! ». Apoya el pulgar en las rueditas dentadas de la cerradura, conoce el número, Nataia se lo dio hace muchos años, cuando todavía estaban en el Instituto, cuando la Última Orden todavía no había iluminado sus vidas. La cerradura combinatoria
se abre con un chasquido metálico, pero la puerta se traba a los pocos centímetros. − ¡No es momento para pelotudeces! La mismísima diaconisa me mandó y … –empuja con un golpe de hombro y la puerta cede. Un sonido húmedo llega a los oídos del diácono–. ¿Nata? –la puerta se abre y la luz del pasillo se derrama en el cuerpo desnudo de la joven diaconisa–. ¿¡Nata!? –un charco de sangre refleja el tubo fluorescente– ¡Nataia! –Dievo se arrodilla y la toca. Está fría. Y las muñecas se le abren como rosas.