EdB_09

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09 – La planta Yetzica coloca el morral en el suelo y saca un pequeño bulto de tela. Luego, con la velocidad de la costumbre, desata un nudo invisible y separa las cuatro puntas de una tela negra de mugre. El juego de ganzúas brilla bajo la luz del tubo fluorescente. Mientras, Fabbián revisa la prenda de cuero que tiene en el morral. − Eh… Yetzica ¿no le falta algo a esto? –Fabbián la levanta. Son simplemente dos guantes de cuero largo, unidos por unas correas y un cierre a la altura de los hombros. − Eso usan la mayoría de los cazadores. Es la prenda básica de protección para el exterior: los guantes te cubren las manos y los brazos, y se unen con esas correas a la altura del pecho. Esta en particular tiene una máscara, cuando te lo pongas te explico, es muy fácil. − No parece muy cómodo. − No, no lo es –Fabbián escucha el cerrojo ceder. − ¡Bien! − ¿Bien qué? − "Bien" abriste la cerradura. − ¿Cómo te diste cuenta? –Yetzica se levanta con los ojos llenos de desconfianza. − Lo escuché. ¿Qué te pasa? − Es imposible que hayas escuchado eso. Lo hice muy despacio.


− Bueno, no sé, lo escuché. Por momentos tengo el oído muy sensible. − Demasiado… –acomoda las ganzúas en el estuche y murmura– dale. − ¿Dale qué? − ¡Abrí el portón! ¿¡Qué te pensás, que soy tu sirvienta idiota!? − Bueno, bueno… hubieras empezado por ahí –Fabbián mueve lentamente el portón, sin dificultades. − ¿¡Qué están haciendo!? –el sereno y su escopeta aparecen detrás del portón –Fabbián se queda paralizado. Por un instante puede verse preso en el centro de detención, esperando el juicio y la inevitable ejecución. Pero Yetzica no tiene esa clase de ideas. Le tira las ganzúas a la cara y se lanza sobre él. Ahoga el grito del hombre con una mano mientras que con la otra desvía el caño de la escopeta. Yetzica lo empuja y ambos caen al suelo. La parte posterior del cráneo del sereno rebota contra el cemento. La cazadora agarra la escopeta y le golpea la cabeza con la culata. − ¡Pará! ¡Pará! –grita Fabbián. Yetzica lo mira con la boca abierta y los ojos afilados de odio. Se levanta lentamente. − No lo iba a matar –recoge las ganzúas, algunas todavía clavadas en la cara del hombre– espero que no se me oxiden–. Fabbián sigue inmóvil, pensando en lo poco que sabe de esta mujer. − ¡Dale! ¡Metelo adentro antes de que alguien nos vea! Fabbián obedece. La cara del hombre se oscurece en sangre. Lo conoce, trabaja en la productora desde hace años. Es un buen hombre, siempre lo recibía con un saludo cada vez que llegaba a la planta. Ahora está arrastrándolo, y no siente nada, sólo una leve sorpresa por lo liviano que es.


− Ponelo ahí –le dice Yetzica mientras cierra el portón. La luz del pasillo desaparece tras la plancha metálica. Sólo queda la tenue llama de un farol. Fabbián coloca cuidadosamente el cuerpo en el suelo. Yetzica revisa la escopeta–. Está descargada –asegura, él siente una punzada de culpa–. ¿Hay alguien más? − No. − ¿Por dónde es? –pregunta mientras se cruza el pecho con el cinto del arma y levanta el farol del suelo. − Es por acá, seguime. Fabbián la lleva a través de incontables pasillos y oficinas. Las mesas, sillas y escritorios derruidos, todos sobrecargados de papeles y carpetas, ocupan hasta el último rincón. Siente en la piel la familiaridad del lugar. Sabe quién se sienta en cada silla, por más que nunca haya cruzado palabra con la mayoría de ellos. De repente, las paredes blancas se iluminan, un ruido a papeles y un murmullo monótono llena el lugar. Fabbián no entiende que está pasando. Se ve a sí mismo sentado en su escritorio, vestido con la ropa gris de los administradores y, de gris también, está Vleria. Aunque en ella las prendas hacen maravillas. La diminuta camisa calza como un estuche alrededor de la cintura. Tiene el pelo rubio recién cortado, lo que deja ver fácilmente el contorno de su cabeza. Se detiene frente al escritorio con una cálida sonrisa. Aquel Fabbián remueve la atención de unas planillas y la mira con los ojos arrugados por la molestia. − ¿Qué querés?


Vleria le responde algo, pero el Fabbián del presente no la escucha. Sólo puede verse a sí mismo: un hombre amargo y más gris que su propia ropa. « ¡Besala! ¡Levantate! ¡Hacé algo! » piensa, casi a los gritos. Pero su imagen sigue actuando de forma pedante y autosuficiente. Fabbián sigue gritándole. − ¡Se va a ir! ¡Date cuenta! ¡Reaccioná! ¡Reaccioná! –las luces se apagan lentamente y Vleria desaparece. − ¡Despertate! ¡Despertate idiota! –Fabbián abre los ojos y siente un ardor en la mejilla. − ¿Me pegaste? − ¡Te desmayaste! ¿¡Qué carajo te pasa!? − ¿Me desmayé? No, no importa, me acordé de algo… ¡Qué mal la trataba! ¡Pobre Vleria! Tenemos que apurarnos. ¡Seguime! Fabbián se levanta, tratando de ignorar la puntada que le hace latir la parte posterior de la cabeza, apura nuevamente el paso. Yetzica lo sigue de cerca. Dejan las oficinas atrás, bajan unas escaleras, caminan por un angosto pasillo hasta detenerse en frente de una extraña puerta. Yetzica levanta el farol y la llama se refleja en una escotilla empañada, que a su vez brilla con un opaco tono violáceo. − Este es el invernadero. Del otro lado están las plantaciones de hongos. Sólo hay tres puertas que dan al invernadero, ésta, la del laboratorio, y la puerta del depósito. Ahí guardan las pastillas para su distribución. Para


cruzarlo vamos a tener que ponernos máscaras, los hongos transpiran constantemente y, si nos quedamos demasiado tiempo vamos a empezar a alucinar como si hubiéramos aspirado una dosis completa. Si pasamos más de seis horas sin protección ahí adentro, nos morimos. Prestame el farol –Fabbián agarra la lámpara y entra en la siguiente puerta. Sale con dos precarias mascarillas de papel. − ¿Eso sirve? − Sí, lo usan todo el tiempo los que trabajan con los hongos –se pone el barbijo, Yetzica lo imita– ¿Lista? − Sí –Fabbián ingresa el código en la cerradura combinatoria. Un sonido metálico confirma su validez. − Bueno –Fabbián gira una pequeña manivela. Los burletes plásticos que sellan la puerta se separan con un ruido pegajoso. El sub­urbiano hace un gesto con el farol y Yetzica entra primero. La temperatura adentro es todavía más sofocante. La humedad del aire se adhiere inmediatamente a la piel. Fabbián cierra la puerta y Yetzica mira por primera vez el invernadero. − Jamás había visto algo así –. Filas y filas de mesas se extienden hasta donde la bruma deja ver. Sobre ellas, infinidad de hongos pálidos brillan fuertemente con la luz ultravioleta– ¿Luz negra? ¿Para qué? − Al principio se colocó para alejar algunas bacterias, pero después se descubrió que los hongos reaccionan bien: crecen más y más rápido –la luz del farol se extingue. Yetzica, al igual que la mayoría de los ciudadanos de Sub­Urbia, no sabe nada sobre el cultivo de los hongos narkálicos. Ahora camina entre ellos,


y los observa detenidamente. Parecen pequeños cactus blancos, pero sin espinas y totalmente lisos. Crecen dando intrincadas curvas hacia arriba. Levanta la vista, es imposible determinar las dimensiones del invernadero. La fluorescencia se mezcla con la niebla y se transforma en un espeso banco de luz blanquecina. − ¡No hay dos iguales! –Yetzica no puede contener una sonrisa al ver tanta vegetación viva–. Nada sobrevive arriba –Fabbián se adelanta en silencio. Estuvo varias veces en este lugar, y nunca antes había entendido por qué la gente se maravillaba con la plantación. Pero esta vez la emoción de Yetzica le resulta contagiosa. − ¿De dónde sale la niebla? − Es vapor de agua, para los hongos. − ¿Usan agua potable? − Sí. − ¿Están gastando toda esa agua en esto? − ¡Claro que sí! La exportación de hongos es lo que mantiene funcionando a Sub­Urbia, es lo único que tenemos. Aunque podrían usar agua negra si quisieran. Los hongos se aguantan todo. No sé si sabías, pero se descubrieron muy cerca de un foco radiactivo. − ¿Entonces por qué usan agua potable? − Es para que las personas que trabajan acá abajo no se mueran… tan pronto –siguen caminando en silencio. Yetzica no quiere saber cuánto es el promedio de vida de los agricultores. − Nunca vi nada igual en La Espesura.


− En la superficie es imposible encontrarlos. No sobreviven a la luz del sol. Además, hace años que Sub­Urbia se encargó de buscar y eliminar sistemáticamente cualquier brote natural. − ¿Por qué? − Para no perder la exclusividad. − ¿Y encontraron muchos? − No realmente. Todos cerca del primer hallazgo. − ¿Dónde fue? − En los subsuelos de la universidad de medicina. − ¡Ay, mierda! –grita Yetzica. − ¿¡Qué pasa!? –Fabbián se da vuelta. Yetzica se le acerca corriendo hacia él. − ¡Toqué uno y se movió! –por primera vez, Fabbián la ve como a una mujer vulnerable. Sonríe ante el pensamiento– ¡No es gracioso! − Tienen una especie de sensibilidad especial, como un acto reflejo o algo así, nunca lo entendí bien. Dame tu mano –Yetzica apoya la mano en las palmas de Fabbián–, mirá –dice el sub­urbiano, y las yemas de los dedos empiezan a brillar. − ¿¡Cómo me saco esto!? − Mmm… eso no sale fácil –realmente está disfrutando del momento–. Vas a tener que usar algún disolvente. Sigamos, falta poco. Fabbián le suelta la mano y sigue caminando. Yetzica se queda unos segundos mirando las manchas luminosas antes de seguirlo.


— ◦ —

En la superficie, la noche se retira lentamente. Las estrellas que todavía quedan brillan como nunca gracias a la baja densidad de la atmósfera. El Supremo Sacerdote contempla el espectáculo detrás de la recientemente reparada ventana de su despacho. Un grueso maletín descansa en el escritorio. Ese pesado rectángulo forrado en metal es todo lo que trajo de la Ciudad Sagrada. Lo ocultó en La Espesura varios kilómetros antes de llegar a Sub­Urbia. Pasaron varios años hasta que su posición estuvo lo suficientemente asegurada como para ir a buscarlo personalmente y guardarlo en su caja fuerte. La lluvia aplacó el polvo, la claridad es óptima. Puede ver cómo la luz de las estrellas se derrama sobre toda la superficie de Sub­Urbia. Cómo se elevan las columnas de vapor que manan de las chimeneas de ventilación. Incluso, más allá de la frontera, alcanza a distinguir la resquebrajada superficie de La Espesura. Las calles y las avenidas parecen ríos de diamantes gracias al polvo radiactivo y a los vidrios rotos. Su mente se dispersa y vaga por aquellas pálidas estructuras que jamás conocieron un silencio tan profundo. Apenas si llega el murmullo de la sirena subterránea. Pero toda esta paz es falsa. No puede dejar de pensar en él. No sólo es una amenaza para el Gran Plan, la idea de que exista y esté respirando el mismo aire que él le resulta insoportable. Es hora de actuar. Se vuelve al


maletín y presiona un óvalo negro con la yema del dedo pulgar. Un sonido frío confirma el correcto funcionamiento del sistema electrónico. La boca del maletín se abre unos milímetros.

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− Está abierto –la luz blanca del farol eléctrico se ensancha a medida que el joven uniformado arrastra el portón. Su compañero lo sigue con el arma en alto. Atrás, el sacerdote y el diácono se mantienen expectantes. Dievo traga saliva. « El poseso está cerca… el mismo que mató a Nataia… está ahí, del otro lado de la puerta… » − Tranquilo –le murmura el sacerdote. Dievo se da cuenta de que está temblando, y respira hondo. Cuando dejó el Instituto para unirse a la Última Orden jamás imaginó que asistiría a un sacerdote en la búsqueda de un hombre poseído, un hombre que provocó la muerte de muchas personas. Y una de esas personas es Nataia. La sangre le aprieta la cabeza como una tenaza. − ¡Hay alguien tirado! –grita el oficial armado– ¡Es el sereno! –enfunda el arma y se apresura a atenderlo. En pocos años él también será un sereno. Dievo despierta de su entumecimiento y entra. Los dos policías están agachados bajo el bloque de cemento que hace de mesa de recepción. La luz del farol alumbra un cuerpo tirado contra la pared. Dievo se acerca, despacio.


El hombre tiene la cara salpicada con una intrincada red sanguinolenta y un bulto le sobresale en la frente. − ¡Está vivo! –dice con alivio el veterano. Lo sacan debajo de la mesa con mucho cuidado–. ¡Despierte! ¡Despierte oficial! –le sacude la cara y la sangre se le pega en las manos. En ese momento el sacerdote aparece en el límite de la luz. − Mmm… –el sereno abre los ojos–. ¿Dónde estoy? − En la productora. − Ah… la productora. − ¿Qué pasó? − Una mujer… una cazadora –el oficial entrecierra los ojos– me desarmó… me caí… y después… no sé, ya no sé. − ¿Cuándo? ¿Cuándo sucedió todo esto? –Dievo se da vuelta y mira al sacerdote, que fue el que formuló la pregunta. − La última vez que vi la hora, eran las siete y media pasadas… Todos los ojos caen en el antiguo reloj que controla la entrada y salida de los empleados. Las agujas marcan las ocho y tres minutos.


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