12 – Sobrevivientes Fabbián corre por el túnel. Las paredes sólidas transcurren llenas de constelaciones plateadas de polvo radiactivo. Atrás, la sombra. No se da vuelta, pero la escucha. Golpes histéricos de miles de garras rayando el suelo y las paredes. Indetenibles como el agua. − Fabbián… Las suelas de los borceguíes se derriten. El chicle negro que le rodea los pies no lo deja correr. La masa de sombra y luz muerta se extiende por las paredes y el techo. Fabbián se agacha para desabrocharse los zapatos, pero ya no existen. Tiene los pies enterrados en la sombra. − ¡Fabbián! –una luz dorada aparece del otro lado del túnel– ¡Despertate idiota! − ¿Qué? –Fabbián abre los ojos. Patalea y desgarra las mantas podridas que lo tapan– ¿¡Dónde estoy!? –unos ojos verdes lo miran de cerca. − ¡Tranquilo! –Yetzica lo agarra de los hombros. − ¿Yetzica? –la sensación de verse sujeto por manos humanas lo tranquiliza– ¡Ya está! ¡Ya pasó! No hay peligro. − Pero… pero… ¿Y el demonio? ¿Qué pasó con el demonio? Estaba en el túnel y disparé y… − Lo mataste, o se fue, no sé. Yo volví a buscarte, estabas ahí tirado, pero entero. Y no, no había rastros del demonio. Tampoco esperé a que
aparezca, te arrastré hasta que salimos de la ventilación. Ahora estamos en la superficie. − ¿Por qué volviste? –Yetzica lo suelta y se levanta con una media sonrisa. − Sí, bueno… por vos, por la narka… también cuenta ¿no? − ¡Pero me cargaste todo el camino! Podrías haberte llevado el bolso nomás. − Te di mi palabra, te dije que te iba a llevar a Ciudad Refinería, y va a ser mucho más fácil vivo y caminando, que arrastrándote en una bolsa de arpillera. Ahora ponete el hoguante, que tenemos que empezar a andar. − ¿El hoguante? Ah sí –Fabbián busca entre las bolsas de narka el bulto de cuero y lo saca. Desenrosca las tiras y estira la prenda. La mira de un lado y del otro, tratando de descifrar dónde poner la cabeza–. ¿Tengo que usar esto? Hace calor… ¿tenés agua? –la cazadora se acerca y le propina una patada en las costillas. Fabbián queda doblado mordiendo las tiras del hoguante. − La próxima queja que escuche –dice la cazadora balanceando el pesado borceguí– va a la cara–. Fabbián se queda doblado con los ojos cerrados, un poco por el dolor y otro poco para pensar. « Esta mujer está loca, no puede reaccionar así. Pero me trajo hasta acá, no puedo… ». Respira hondo y vuelve a sentarse derecho. Levanta el hoguante y lo examina cuidadosamente. Son dos mangas largas de cuero unidas por una franja negra y varias cintas. Las mangas están cosidas a unos guantes, también de cuero, gruesos y cuarteados.
− Ehm... no es una queja, pero ¿cómo me pongo esto? –Yetzica chasquea la lengua con impaciencia y se agacha. Le pone los brazos en las mangas y luego pasa la franja que los une por atrás de su cabeza. Fabbián estira las manos hasta que todos los dedos quedan firmemente apretados entre las falanges de cuero. Luego, Yetzica le ajusta las correas del pecho. − Listo, ¿algo más? − No, gracias. − ¡Bueno, nos vamos! –Fabbián se levanta, siente que algo le está colgando de la nuca. − ¿Qué es esto? − Ese es el cuello, te lo ponés así –dice la cazadora mientras se lo acomoda y sube un cierre. Fabbián siente como el hoguante se va cerrando alrededor de su garganta, la sensación sigue subiendo hasta taparle la boca y la nariz. − ¡Me voy a ahogar! − No, idiota. Si te fijas es más fino acá, ¿ves? Ese es el filtro para el polvo. Fabbián se siente extraño. Los guantes le aprietan los dedos, las mangas se ciernen ajustadas hasta los codos, luego, se ensanchan a la altura de los hombros. Ahí se unen en el cuello. La cazadora vuelve a ajustar las cintas que le cruzan el pecho. − Esto es para que no se te levante mientras caminás –dice como disculpándose por la presión que le aplica a las correas– bueno, listo. − No me puedo mover –responde Fabbián con la voz apagada a través del filtro.
− ¿Qué dijimos sobre las quejas? − ¡No fue una queja! ¡No fue una queja! –Yetzica sonríe, divertida. − No te preocupes, es cuestión de que el cuero se te amolde a tu cuerpo. − ¿Y eso cuánto tarda? − ¿Qué? Hablá más fuerte –responde Yetzica, abriéndole el cierre de un tirón. Fabbián siente como si le hubiera cortado la cara en dos. − ¿Cuánto tarda en acomodarse el cuero? − Y… cuando yo lo empecé a usar pasaron tres meses hasta que me dejó de sacar ampollas –Fabbián se apoya en la pared y se deja caer, llevándose parte de la pintura y el revoque con él–. Claro que era un poco más nuevo en aquel entonces. Bueno, vamos yendo. − ¿A dónde? − Al oeste. − Ah… el oeste, qué bien. − ¿Sos idiota? No te olvides el morral. Yetzica acomoda el suyo y se cruza la escopeta. Abandona la habitación sin esperar un segundo más. Fabbián se levanta y sale corriendo del departamento, pero se detiene al llegar al pasillo. La luz del sol se filtra a través de algunas puertas podridas. Las paredes, abajo de los empapelados inflados y podridos, son perfectamente lisas. No hay tubos ni cables colgando, como tampoco desniveles en el suelo a los que está acostumbrado. « Esto sería maravilloso, lástima el calor… ». Fabbián alcanza a Yetzica, y camina atrás de ella. − ¿No me tendría que cerrar este cuello?
− Todavía no –responde sin voltearse. − ¿En qué piso estamos? − En el tercero − Ahora que lo pienso, hay algo que no te pregunté. − ¿Qué cosa? –doblan por el pasillo para bajar por las escaleras. − ¿Cuánto vamos a tardar en llegar hasta ciudad Refinería? − Depende. − ¿De qué? − De cuanto tiempo puedas caminar sin dormir.
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Dievo se remueve en la cama. El aire le aplasta la cabeza como un telón de plomo. Vuelven a golpear la puerta. Se levanta, despacio. Le duelen todos los músculos y tiene el estómago revuelto. La luz de la vela es un pálido punto azulado. Golpean otra vez. − Ya va –gira las tuercas numeradas de la cerradura combinatoria y abre. Levanta la vista y choca con la cara blanca del sacerdote. Los restos de narka que le quedaban se evaporan de la sangre. − Tenemos que irnos, vístete. Dievo se queda parado ahí, en la puerta. Una brisa le envuelve el cuerpo. Se da cuenta de que está desnudo y entra en la habitación para buscar
la túnica. David da un paso al frente y entra también, la cama, el baúl y el baño se reflejan en los lentes con desinterés. Dievo sigue buscando la túnica entre las sábanas, en el baúl, y finalmente la encuentra en el baño. « ¿Cómo puede ser? ¿¡Cómo puede ser!? ¿¡Qué hace acá!? Yo dije bien claro lo que vi ¡Debería estar encerrado! No tiene sentido… a no ser que… pero el Supremo no lo dejaría salir si estuviera poseído… ¿Entonces todo fue una ilusión? ¿Todo por el humo y la narka? » − ¿Le puedo hacer una pregunta? –tiene la necesidad de llenar el aire con sonidos. − Depende. − ¿De la pregunta? − No, de la respuesta. − Ah, bueno, no es gran cosa… me preguntaba… –capta de inmediato la atención de aquellos círculos negros. Dievo desvía la mirada a la túnica que está tratando de ponerse– no hace falta que… − Pregunta –las palabras del sacerdote lo cruzan como una espada, no puede hacer otra cosa que preguntar. − ¿Cucuál es su nombre? − Me llaman David –Dievo pasa la cabeza por el cuello y alisa la tela con las manos. Huele a humo y narka, pero no tiene otra. Pone los pies en las sandalias todavía pegajosas. − Listo ¿A dónde vamos? − Al despacho del Supremo Sacerdote –Dievo casi vomita.
Varios corredores, escaleras y hasta un ascensor después alcanzan una de las cuatro puertas del vigésimo noveno piso de la Torre Central. El lujo de las alfombras, los tapices y los cuadros lo hacen sentir todavía más sucio. « ¿Todo el edificio será así? » se pregunta. David golpea suavemente la puerta con la yema de un dedo. Pasan unos segundos hasta que una voz metálica los invita a pasar. David empuja y la puerta se desliza tras ella sin hacer el menor ruido. Entran a una habitación alargada, mucho más grande que cualquier vivienda. El reluciente piso de parqué refleja la luz de los sofisticados artefactos eléctricos. A la derecha, atrás de un escritorio de madera sólida, la diaconisa los recibe con una mirada agria. A la izquierda, dos sillas metálicas rodean una mesa baja de madera tan oscura y sólida como el escritorio. Al final de la habitación hay una imponente puerta de dos hojas con forma de U invertida. Cada centímetro cuadrado está tallado generando una perfecta simetría entre las hojas. Dievo desvía la vista, es como mirar al mismísimo Supremo Sacerdote. − El Supremo lo está esperando –dice la diaconisa. David se vuelve al diácono. − Espera aquí –. Empuja la puerta y desaparece por la abertura. Dievo alcanza a percibir una espesa luz dorada. Como una muestra gratis de Paraíso. Se queda clavado en el parqué. La diaconisa lo mira con gravedad. − Sentate. − Sí, gracias.
Del otro lado de la puerta, David cruza el despacho sin dudas en sus pasos. El Supremo Sacerdote lleva puesta una camisa blanca arrugada y una barba de dos días. David se detiene frente al extenso escritorio. − ¿Le puedo contar algo? –dice el Primer Sacerdote, dejando unos papeles en el escritorio y apoyando los codos con cansancio–, detesto los informes. Nunca me gustaron. Prefiero ver a los protagonistas –la mirada se clava en los oscuros lentes del Sacerdote. David siente como si un abismo se hubiera abierto justo entre sus pies–. Prefiero verlos directamente a los ojos. Los ojos no olvidan, no pasan por alto detalles, no piensan. ¿Sabes qué? Creo que debería comenzar a pedir que me entreguen ojos en vez de informes– David se mantiene imperturbable–. Nombre y rango– dice la máxima autoridad, con voz invernal. − Siete, Gen 2KC, sacerdote invocador. − Siéntate y quítate los lentes. David se sienta en la silla acolchonada. Se suelta los agarres invisibles de un lado, y luego del otro. Tira y los despega con un ruido pegajoso. El Hacedor de Milagros lo mira con una sonrisa. David se remueve, incómodo. La luz se transforma en una úlcera para sus ojos sin párpados. Pestañea nerviosamente, pero las membranas transparentes apenas si pueden desviar la luz punzante de la lámpara. Levanta la mano para protegerse de ese sol artificial y la sombra que deja en su cara destaca un destello violáceo, vibrante alrededor del iris del ojo izquierdo.
El Supremo Sacerdote no puede, ni quiere, ocultar la mueca de asco que le produce.