EdB_14

Page 1

14 – Lágrimas El sacerdote y el diácono abandonan el despacho del Supremo Sacerdote. Al volver al lujoso corredor, Dievo presta atención a la alfombra que tiene bajo los pies. No sabe si le gusta o no la sensación, el mundo entero es más suave y esponjoso pero los movimientos son más lentos y requieren más esfuerzo. Estos pensamientos lo abandonan cuando David se detiene en la mitad del pasillo. Dievo lo mira, pero no se anima a decir nada. El sacerdote gira sorpresivamente a la derecha y toca el marco de un cuadro. La pintura está deteriorada, apenas puede percibir detalles entre las manchas azules y marrones que cubren la obra. « Debe ser de un pintor muy conocido » piensa Dievo, « es la única manera de que pongan esta basura acá » David lo mira, y se lleva el índice a la boca. Dievo cree por un instante que el sacerdote puede ver lo que pasa por su cabeza, pero entonces el marco empieza a brillar. El tono marrón caoba se transforma en un dorado sólido, la textura misma de la tela abandona el relieve de pinceladas sutiles y, por un instante, Dievo logra ver un barco de madera naufragando en un mar tempestuoso. Luego, los colores se diluyen en un tono gris que crece más allá de la tela, extendiéndose sobre el marco y la pared. Dievo retrocede, aterrado ante la idea de que esa mancha gris lo devore a él también.


Pero la mancha se detiene, y el cuadro y la pared se pliegan sobre sí mismos para dejarlos pasar. El sacerdote entra por la abertura y le hace un gesto a Dievo para que lo siga. Del otro lado del portal, el suelo de una goma reluciente y negra. Las paredes y el techo son blancas. No tienen polvo ni manchas ni huellas, el color se expande con una pureza nunca vista por los ojos del diácono. El pasillo es angosto, dos personas caminando a la par tocarían las paredes con los hombros. Dievo lo sigue con desconfianza. − ¿Dónde estamos? − En el laboratorio. − No sabía que teníamos un laboratorio. − Ahora lo sabes. − ¿Y qué hacen acá? –David se da vuelta, dos círculos negros se clavan en el diácono. Vuelve a apoyar el índice sobre los labios. Dievo asiente con la cabeza. Continúan en silencio, doblan a la izquierda, siguen por un pasillo igual al anterior y vuelven a doblar a la izquierda. El sacerdote se detiene frente a una puerta lateral. − Llegamos.

— ◦ —


El sol desapareció hace horas, pero la ciudad muerta sigue exhalando aire caliente. Fabbián y Yetzica están escondidos en la carcaza oxidada de un vehículo abandonado. − Esperame acá. Y no salgas, a no ser que te llame yo por el nombre de… eh… Maurixio. − ¿Maurixio? − Sí, Maurixio. ¿Algún problema? − No, no. − Ya vengo. Yetzica se levanta y camina directamente hacia el edificio de vigilancia. Fabbián se sorprende al ver el cambio radical que tienen los movimientos de la cazadora: balancea despreocupadamente los brazos, los pies se arrastran sobre el asfalto y la cabeza se mueve para un costado y para el otro, siguiendo el ritmo de una música inexistente. En menos de cincuenta pasos un reflector se enciende y se coloca sobre ella, como un dedo largo y voraz. Yetzica camina un par de pasos más, como si nada hubiera ocurrido, hasta que una voz incrementada electrónicamente dice: − ¡Alto! –Yetzica se detiene en el medio de la calle. − ¡Levante las manos y separe las piernas! –ordena el megáfono. Fabbián se aprieta contra el armazón oxidado. Durante varios minutos Yetzica no es más que una sombra inmóvil recortada por la luz que la rodea. Fabbián se sobresalta al verlos: dos soldados, armados con escopetas, se acercan a ella. Los uniformes grises


apenas permiten diferenciarlos en la penumbra. Con un nudo en la garganta, Fabbián escucha. − ¡Manos a la nuca! –la cazadora acata la orden, pero responde con voz autoritaria: − ¡Quiero hablar con Monterrey! –los soldados se miran por un instante. Luego, uno de ellos la rodea y exclama: − ¡Tiene un arma! − ¡Solicito hablar con Monterrey! –repite la cazadora. − ¡Tire las armas! –grita el soldado. Yetzica obedece. Fabbián siente una insoportable presión en el pecho cuando la esposan y se la llevan. Le tiemblan las manos, no sabe qué hacer. «Nunca vamos a salir vivos de acá… es inútil… Vleria se puede morir esperándome y yo… y yo voy a terminar siendo un sucio carroñero en los bajos…» Aprieta el morral contra el pecho, hasta que se da cuenta. Mete la mano y rompe una de las bolsas de Narka. Saca un par de pastillas y se las traga como puede. A los pocos segundos se derrumba en el piso, llorando. Por primera vez en su vida. Cae a través de espirales negras y violetas. Atraviesa una y luego otra y luego otra, hasta estrellarse contra una negrura sólida. Que se ablanda y se transforma en arenas movedizas que le devoran los pies, las rodillas, las piernas. Llega a la cintura, se estrecha alrededor del cuello y le tapa la boca. Cuando la arena le llega a los ojos, escucha algo extraño.


Al principio no es más que un tono, un sonido incoherente. Pero se transforma lentamente en una voz, una voz femenina. Una voz que nunca hubiera podido imaginar, una voz melodiosa, pura. Una voz perfecta. « Bienvenido… »

— ◦ —

David se fue diciendo que volvería cuando “termine”. Dievo no comprende quién tiene que terminar qué. − Me hice un examen médico hace poco y todo estaba bien –pero el doctor no lo mira. Está acomodando unos pequeños instrumentos sobre una mesita pulida. Es flaco, muy flaco y con los ojos hundidos. Tiene el pelo tan blanco como el guardapolvo. − Esto no es un examen médico. Siéntese allí por favor –Dievo mira la escuálida camilla con desconfianza, y se sienta. − ¿Qué me van a hacer? − ¿No le informaron? − No. − Le voy a dar una vacuna, espere aquí por favor –el médico se va por otra puerta. El diácono se queda mirando la insulsa pared celeste. El médico vuelve con la jeringa más grande que haya visto, llena con un líquido oscuro que parece tinta.


− ¿Qué clase de vacuna es esta? − Es para la superficie, nada fuera de lo común. − ¿Superficie? − Sí, ¿a dónde va? –pregunta en tono ausente mientras deja la jeringa en la mesita. − No sé, no me dijeron nada. − Ah, tal vez no sea algo inmediato, no se preocupe. Acuéstese por favor –Dievo obedece–. Boca abajo, así está bien. Supongo que es la primera vez. − Sí, si me hubieran puesto esa inyección seguro me acordaría. − Muy bien, entonces va a ser prudente sujetarlo. − ¿Qué? − Puede llegar a sentir una especie de hmm… malestar. Lo más recomendable en este caso es inmovilizarlo totalmente. No queremos que se haga daño. − ¿¡Que no me haga daño!? Con muchísimo cuidado y sin hacer caso a las quejas del diácono, el doctor le ata los brazos y las piernas a la camilla. Las correas de cuero marrón le muerden las articulaciones, cortándole la circulación en las manos y los pies. − No se preocupe, va a estar bien. Muerda esto. − Creo que las correas están demasiado ahgg… − No se preocupe, va a estar bien –repite monótonamente mientras levanta la túnica del Diácono.


— ◦ —

En otro sector del laboratorio, David está llenando un formulario. − No es necesario–le comenta el hombre del otro lado de la barra. − El formulario debe ser registrado. ¿Sólo estas semillas se encuentran disponibles? − Disculpe, pero no tenemos la reserva de animales de la Ciudad Sagrada. − Eso es evidente. − La diaconisa nos comunicó su llegada. Simplemente pídame lo que necesite. − Cuando complete el formulario lo sabrá. − Bueno… como quiera, avíseme cuando termine. − Está terminado –dice David mientras le extiende al hombre el papel amarillento. − A ver… hmm… va a necesitar una autorización especial para llevarse esto. − ¿Por qué? –las gafas oscuras se clavan en el encargado, que responde con una tos nerviosa. − Es que sólo queda uno y no sé si… − ¿Qué es lo que no sabe? –pregunta incisivamente el sacerdote. El encargado se siente repentinamente aterrado. El miedo a los depredadores,


ese instinto de supervivencia dormido durante toda una vida civilizada, se le enciende por primera vez. − No, nada. Ya se lo preparo señor. − Lo retiraré en treinta minutos. Sin decir nada más, se da vuelta y se marcha. Atraviesa el pasillo y pasa por delante de la puerta en la que dejó a Dievo. No dirige ningún pensamiento hacia él. Sigue caminando hasta que el pasillo termina abruptamente en una pared. La toca y en pocos segundos la pared se retrae para dejarlo pasar. Entra al lujoso corredor del vigésimo noveno piso. « Si el general piensa que no puedo conectarme con Dios, está muy equivocado ». Recorre el tramo alfombrado con pasos largos y rápidos. Aprieta los puños cuando cruza por delante de la puerta del Supremo Sacerdote. Llega al ascensor, y lo llama. « ¿Quién se cree que soy? » Los tres espejos sólo reflejan una cara neutra, blanca y tirante. David no los mira. Presiona el botón número cincuenta y espera. La puerta se cierra y el ascensor sale disparado hacia arriba. El contador electrónico abandona rápidamente el número veintinueve y no se detiene hasta llegar al último piso. Las puertas se abren. El piso cincuenta no tiene lujos, el suelo es de baldosas grises y las paredes tienen una pintura porosa, color piel. David se dirige a la derecha. En menos de veinte pasos llega a la escalera de la terraza. Sube los escalones con la mente ausente. Llega al descanso y abre la última puerta. Un viento helado le golpea la cara. La túnica del sacerdote se agita y flamea, pero David camina sin vacilar. La terraza está limpia, puede ver las


uniones de las enormes baldosas grises que se extienden desde una punta hasta la otra. A los costados no hay paredes, sólo una reja oxidada que hace silbar al viento. Se detiene en el borde de una piscina. Está prácticamente vacía, de no ser por el barro aceitoso que se acumula en la parte más profunda. La noche es fría y el aire está limpio. El cielo tiene algunos cúmulos grises, pero están demasiado dispersos como para representar un problema. Las estrellas desparraman luz en todas direcciones, pero a través de los cristales, David las percibe como insignificantes manchas lechosas. Se sienta con las piernas cruzadas. Conoce el procedimiento, lo hizo incontables veces en la Ciudad Sagrada. Respira hondo. Separa los brazos con las palmas al cielo y apoya lentamente los codos en las rodillas. Controla la respiración. Debe ser lenta y profunda. Pierde la vista en algún punto entre el suelo y la tierra. Puede sentirlo. Está ahí. Mucho más potente que en cualquier simulación. Encuentra sin problemas al Supremo Sacerdote pero, hay alguien más. « ¿¡Qué significa esto!? »


Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.