EdB_17

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17 – Nostalgia El sol pinta el cielo de rojo y dorado, mientras que las praderas responden con un gradiente infinito de verdes altos y bajos, que se prolongan por kilómetros y kilómetros. Vleria se estira en la cama. − Hay algo que quiero decirte –la voz se derrama entre las brumosas sábanas blancas. − ¿Qué pasa Vlery? − Fabb, yo quería saber si vos… digo, porque yo, yo te… Gen 2KC Quince detectado. − ¿Qué? − Triangulando posición –Fabbián se incorpora en la cama. − ¿Qué te pasa? − Enviando coordenadas –el sol se apaga y el frío lo atraviesa como un cuchillo. − ¿¡Vleria!? − ¡Despertate! − ¿Qué? –el colchón se transforma en un piso duro y frío, y las correas del hoguante le aprietan el pecho, pero no abre los ojos. − Empezaste a gritar, otra vez –dice Yetzica. − ¿En serio? Perdoname, yo, no sé porqué pasa, no lo puedo controlar.


− La Espesura pone a la gente nerviosa, eso no es nada nuevo. Igual ya era hora de levantarse, tenemos que salir en un rato –Fabbián se resigna a abrir los ojos, la luz del sol todavía se filtra por la ventana y la chapa. − Todavía hay luz ¿No podemos dormir un poco más? − ¡Qué te dije sobre las quejas! –Fabbián se sobresalta y se levanta con movimientos rápidos y exagerados, Yetzica sonríe. − Muy bien, parece que no sos tan idiota después de todo. ¿Agua? –le ofrece la cantimplora. − Sí –el sub­urbiano estira el brazo y desenrosca la tapa–. ¿De dónde la sacaste? − De un inodoro –Fabbián se detiene a la mitad del movimiento–, pero está bien, le dejé puesta una pastilla potabilizadora desde anoche. − Ah, bueno –toma hasta vaciarla, y todavía tiene sed. − ¿¡Qué hacés, estás loco!? − ¿Qué? − ¡Te la tomaste toda idiota! Ni siquiera me preguntaste si yo había tomado algo… − Uh, yo… ¡Yo no me di cuenta! Perdoname… –Yetzica estalla en carcajadas. − Te estoy jodiendo. Esta casa tiene una pileta en el fondo. Y si algo nos sobra además de narka, son las pastillas potabilizadoras. Igual, la próxima vez preguntá antes de tomártela toda, porque nunca se sabe lo que puede pasar.


Dos cantimploras y una hora más tarde, Fabbián y Yetzica caminan por un terreno yermo y vacío. El cielo está nublado y un viento helado arrastra el polvo radiactivo. No hay edificios ni casas cerca que los protejan. − ¿No tenés nada para los ojos? − No, vas a tener que andar con los ojos cerrados. Vení, dame la mano, yo te guío –Fabbián obedece, y siente una sensación extraña al apretarle la mano con el guante de cuero. − ¿Qué era este lugar? − Un parque. − ¡Es enorme! − Sí, es uno de los más grandes que conozco. − Yetzica, ¿alguna vez viste un árbol? − Sí, en fotos. − No, digo un árbol de verdad. Uno vivo –Yetzica tarda en contestar. − Los últimos árboles de Sub­Urbia se quemaron en el Gran Incendio – Fabbián no responde, al cabo de dos pasos le suelta la mano. Yetzica se da vuelta y ve a Fabbián parado, mirando el piso. − ¿Qué pasa? –él le devuelve la mirada, y la tristeza que le envuelve los ojos le provoca un nudo en la garganta. − Pensé que, tal vez, en alguno de tus viajes, habías… − No. Nunca encontré nada vivo, sin contar las cucarachas y las ratas, claro–. Yetzica lo mira bien: el polvo radiactivo le ensucia las lágrimas a Fabbián. Se queda contemplándolo unos segundos, sin romper el silencio. Al final, no puede resistirse, y lo abraza.


− Hace mucho tiempo –murmura Yetzica–, compartí mi vida con un viejo cazador. Recuerdo que, una noche, me contó algo increíble. − ¿Qué cosa? − En uno de sus incontables viajes encontró una planta de menta. Estaba creciendo en la bañera de un departamento. − ¿Y qué pasó? − Tuvo miedo de que al sacarla se muriera, entonces la dejó ahí, para que siga creciendo. − ¿Te dijo donde estaba? − No. Nunca me lo dijo. − ¿Y cómo sabés que lo que te contó era verdad? − Un día me trajo una hoja. Recuerdo que la estuve oliendo todo el día. Tenía una fragancia… era… deliciosa. Estoy segura de que la planta sigue en el mismo lugar, creciendo y creciendo cada vez más. Vas a ver, va a llegar un día en el que toda La Espesura y Sub­Urbia van a estar cubiertas de plantas. Ahora Fabb, tenemos que seguir –Yetzica se desprende lentamente de Fabbián. Los brazos del sub­urbiano no ofrecen resistencia. − ¿No podrías ir y preguntarle a dónde está esa planta? − No –la voz de la cazadora se tiñe de amargura y resentimiento–, desapareció hace mucho tiempo. − ¿Está muerto? − No creo –la cazadora se acomoda el bolso y la correa de la escopeta. Fabbián decide que no es momento de más preguntas, y extiende la mano.


La cazadora la agarra, y siguen caminando.

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Ante los ojos de Dievo, La Espesura es un laberinto interminable. Cientos y cientos de edificios, algunos derrumbados y otros todavía reconocibles, angostan y modifican las calles. Crean callejones sin salida, cegados con peligrosos montículos de escombros y fierros retorcidos, como el que se levanta a unos pocos metros. Dievo mira a David con un profundo respeto « Cada vez que todos los caminos parecen no tener salida, él reza y luego encontramos la forma de continuar… gracias Dios, gracias por poner en mi camino a un verdadero hombre santo… » David está rezando con las piernas cruzadas y las palmas sobre las rodillas. Dievo se arrodilla en la forma tradicional y comienza a recitar las plegarias del día, pero no puede terminarlas, ya que el sacerdote se levanta al cabo de unos minutos. − Tenemos que continuar, está cerca –Dievo abre los ojos. El sacerdote ya está escalando el montículo. − ¿David? − ¿Qué? − Estoy preocupado. − ¿Por qué?


− Hace un día que salimos de Sub­Urbia. Caminamos toda la noche y todo el día, y apenas tomé un poco de agua porque sentí la boca seca, nada más. − ¿Te sientes mal? − No, para nada. Eso es lo que me preocupa, ni siquiera estoy cansado. − ¿Qué tiene de extraño? ¿No estamos aquí por una razón? Nuestra misión es una misión de Dios, no rechaces sus milagros. − No los rechazo, es sólo que… − ¿Qué? ¿Crees que no mereces su bendición? Abandona tus preocupaciones diácono, son una carga inútil. Debemos llevar a cabo la misión que se nos ha sido encomendada. Aquel pecador ya escapó una vez, y prometí a su Santidad que terminaría con el demonio. Y así lo haré. ¿Acaso deseas volver? − ¡No, jamás! Es sólo que me parece extraño que… − Acércate –Dievo se levanta. Las manos de David le envuelven la cabeza como serpientes. Lo trae para sí y le mete la lengua entre los párpados. Luego lo empuja. Dievo retrocede unos pasos, aturdido–. No creas en tu lógica, cree en Dios. Ya has visto lo que es posible en su nombre. − Sí, señor. Retoman la penosa escalada. El viento penetra en cada grieta y en cada ventana con total impunidad. Los hierros anaranjados de los autos y camiones se acumulan como huesos de un cementerio de elefantes. − ¿David?


− ¿Qué? − ¿Qué era ese monstruo que llamó en la productora de hongos? − Una bestia, un espíritu del purgatorio dispuesto a ayudarnos para remitir sus pecados y para alcanzar así el cielo. − ¿Cualquier hombre puede llamarlas? − No, no todos los hombres son capaces de convocarlas. Es necesario tener cierta predisposición… biológica. Sólo los invocadores son capaces. − ¿Invocadores? ¿Y cómo sé si soy un invocador? − Si lo fueras, lo sabrías. − ¿El poseído es un invocador? − Sí, pero corrupto. Obtiene el poder a través de espíritus inmundos que lo devoran. Sus invocaciones sólo pueden causar dolor y sufrimiento –en ese instante, David se detiene. − ¿Qué pasa? –susurra Dievo. − Está cerca… muy cerca. Un cilindro de cristal brilla bajo la luz de las pocas estrellas que el cielo revuelto deja ver.


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