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49 – Peregrinos Los tacos se clavan tanto en el suelo como en los talones de Vleria. El frío que sube por las piedras le trepa por las piernas desnudas y le presiona la garganta. Cada paso que da, cada vez que traga saliva o pestañea, siente la intrusión de la arena. Las pantorrillas le laten como si tuvieran un corazón propio, y la espalda presiona las vértebras con furia. Hace horas que no hay puertas que se entornen para verlos pasar. No hay nadie ahí afuera. Nadie. Sólo él, unos metros más adelante. Siempre en silencio. Con su ritmo incansable. « La tengo, por fin la tengo, pero no es mía, no todavía no... tengo que convencerla, cuando nos encontremos con mi hermano, ella tiene que estar de mi lado ¡Tiene que ser una victoria absoluta! ... podría controlarla ahora... no, ella tiene que oponerse a él por su propia voluntad... sí, tiene que tener un motivo para odiarlo... » −

¿A dónde vamos? –pregunta Vleria. La incertidumbre la tortura tanto

como la sed y el hambre. −

¿Estás cansada? –pregunta el sacerdote.

Sí… no puedo más… ¿falta mucho?

¿Ves aquel pico? Es un poco antes, allí tenemos que ir.

¿Qué hay ahí?

Todo lo que necesitamos para poder alejarnos de este lugar –Vleria

se queda callada. Le gustaría saber más, pero está demasiado cansada para preguntar–. Hay algo que no comprendo –agrega David– ¿Por qué has viajado hasta este lugar abandonado por Dios? −

Quería salir de Sub­Urbia, estaba harta de vivir debajo de la tierra y...

–Por primera vez en horas, el sacerdote se detiene. Vleria mira las salientes con temor–. ¿Qué pasa? ¿Vienen demonios? –pregunta en un susurro. David se da vuelta y las tiras de la túnica lo envuelven como un capullo.


¡Sí, el demonio de la mentira! –el sacerdote la observa desde arriba,

como un monolito amenazante–. He sido educado para comprender y perdonar, pero hay algo en este mundo que sencillamente no tolero. −

Yo no sé de qué estás…

¡No! No he viajado días bajo el sol del Erial para encontrar mentiras –

David habla despacio, pero cada palabra se clava en Vleria como una aguja caliente–. Sólo pido un poco de respeto, nada más. David retoma la marcha, sorprendido al encontrarse los puños apretados. Camina rápido, tratando de entender por qué le laten las sienes. Vleria, avergonzada, se apura para no quedar atrás. Siguen en silencio. Por momentos, el terreno les obliga a usar las manos. Varios metros más arriba alcanzan un espacio llano. El suelo está lleno de piedras y pedazos de asfalto. David dobla y sigue el camino de la ruta trazada hace cientos de años. Vleria lo alcanza. −

¿Por qué viniste?

No es para ti ese entendimiento. No, al menos, por ahora.

¿¡Por qué!?

Los caminos de Dios están más allá de nuestra comprensión. Vleria entrecierra los ojos y escupe arena. Esa clase de discursos fueron

los que la mantuvieron lejos de la Última Orden. Pero ahora no encuentra otro camino que abandonarse a la fe ciega. −

Me escapé, hice algo horrible y me escapé. No había narka que me

salve –Vleria espera un gesto por la sinceridad, pero el sacerdote mantiene el paso frío, inmutable, moviendo las piernas como las agujas de un reloj–. Si no quedaba embarazada iba a entrar al programa de reproducción, sé que no es excusa, pero engañé a un compañero de trabajo para tenerlo con él, era tan lindo… siempre me gustó y... era su cumpleaños y... bueno, siempre fue muy reservado, y aunque nunca quiso hacer nada conmigo… ¡Yo sabía que le iba a gustar! Así que le hice aspirar narka... –tropieza y se golpea las rodillas contra las piedras, pero se levanta en seguida–. En un momento dejó de moverse y cuando me di cuenta estaba todo lleno de sangre. ¡Las sábanas, la cama, el


piso, él, yo, todo! ¡Yo también! Me volví loca, no sabía qué hacer, me iban a encerrar, me iban a… a… no podía quedarme en Sub­Urbia, así que conseguí un pase de caravana y me fui. Yo… yo sólo quería… –David se da vuelta. −

Él no está muerto.

¿¡Qué!? ¿Cómo sabés? –el destello en los ojos de la sub­urbiana le

duele como un azote en la espalda. −

Simplemente… lo sé. Me enviaron a buscarte porque él no está

muerto. Está poseído –David escucha con satisfacción el cambio en la respiración de la mujer. −

¿Fabb, poseído? No, no entiendo…

Efectivamente, está poseído, es un invocador de demonios. Se

escapó de Sub­Urbia, y sospechamos que se dirige hacia aquí, a Ciudad Refinería. −

¿Acá? ¿Por qué?

¿Es que no lo entiendes? Viene por ti, o mejor dicho: por su hijo.

¿Qué? ¿¡Su hijo!? Si yo todavía no sé si… –de pronto recuerda los

mareos y los vómitos, que atribuyó al agua de Ciudad Refinería. −

Si no purificamos al padre –mastica la última palabra con disgusto,

como si tuviera un mal sabor–, el niño será poseído, y su nacimiento marcará el final de tu vida –la boca de Vleria se abre con horror. David se regocija, eso era todo lo que necesitaba decir. −

¿Purificarlo? ¿Cómo?

Matándolo, por supuesto –responde enérgicamente el sacerdote.

¿Pero, si no lo encuentran?

Él vendrá por ti, no se detendrá por nada, la oscuridad lo dirige.

Ahora debemos seguir –se da vuelta y retoma la marcha. −

¿Y después? ¿Me vas a llevar a Sub­Urbia? ¿Voy a ser sentenciada

igual? –David no se detiene. La preocupación egoísta de Vleria lo complace. −

Mi misión es evitar que surja otro servidor de la oscuridad, cueste lo

que cueste.


¿Y si me cuesta la vida? –David no puede evitar sonreír. Los dientes

pálidos brillan con la luz de las estrellas. −

Es un precio que no deseo pagar, por eso tengo que eliminarlo a él

––« Y a cualquiera que se cruce… ». −

En el bar… el demonio del bar… ¿¡Era él!?

No, él se presentará en persona –« No tiene otro camino ».

¿Era otro? ¿¡Cuántos hay!?

No lo sabemos con certeza –« Doce, seis por vehículo… ».

¿Pero por qué no me mató?

Probablemente haya percibido lo que llevas en tu vientre –las

palabras le aflojan las piernas a Vleria. −

Pará, no puedo… no puedo más…

Descansarás allí –el sacerdote señala una pequeña construcción que

emerge entre las piedras, más allá de la curva. Sólo queda parte de una pared y una ventana a la vista. David la ayuda a caminar hasta la cueva. Antes de entrar atraviesa la oscuridad con los sentidos–. Está bien, no hay peligro. Puedes dormir aquí, yo haré el resto del camino. Vleria se desmaya sobre él. El sacerdote la sostiene y la entra con cuidado. La recuesta en el rincón más oscuro, le acomoda el sobretodo y se pone de pie. −

No te vayas a ningún lado. A lo lejos, las luces de Ciudad Refinería esperan.

— ◦ —

El vacío absoluto no podría ser más desolador, Fabbián lo sabe. El Erial no provoca la indiferencia del no existir, El Erial reduce la voluntad a un charco de aceitosa depresión. La autopista es una línea tímida y quebradiza en un océano de arena. Fabbián avanza con las luces apagadas, la luz del cielo nocturno es más que suficiente para sus ojos sub­urbianos.


Cada tanto mira el cielo. Las estrellas aparecen y desaparecen atrás de nubes veloces y compactas. Pero no puede dejar de prestar atención al camino, podría terminar cayendo por alguna de las grietas que devoran carriles enteros, o chocar contra los pedazos de autos y camiones desperdigados. « Quebeq tiene razón, demasiados años dormido en Sub­Urbia, demasiados años perdidos en las obligaciones de otros, primero el Instituto, después la Productora y seguiría ahí, si no fuera por… si no fuera por… » Acelera un poco más.


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